Melvin Rader

ETICA
Y
DEMOCRACIA

i
VERBO DIVINO
 MELVIN RADER

Etica y
democracia
Los ideales sociales

EDITORIAL VERBO DIVINO

Avda. Pamplona, 41
ESTELLA (Navarra)
1975
 CONTENIDO

ENRIQUE LÓPEZ CASTELLÓN, Presentación 9

Prólogo 19
I. ETICA DE LAS LEYES 23
1. Las leyes de la sociedad 29
2. Las leyes de Dios 45
3. Las leyes de la naturaleza 59
4. Las leyes de la conciencia 83
II. ETICA DE LOS IDEALES 123
5. El relativismo, la negación de todo ideal uni-
versal 129
6. El grupo y el individuo 153
7. El significado del bienestar 191
8. La acción social justa 241
III. IDEALES SOCIALES 281
9. El ideal aristocrático 287
10. El ideal democrático 299
11. El ideal liberal 317
12. El ideal fascista 347
Tradujo Enrique López Castellón . Título original: Ethics and society . 13. El ideal socialista 363
<gj Holt, Rinehart and Winston - © Editorial Verbo Divino, 1975 . Es
propiedad . Printed in Spain . Talleres gráficos: Editorial Verbo Divino, CONCLUSIÓN: La necesidad de hacer las cosas difíciles ... 417
Avda. de Pamplona, 41 . Estella (Navarra) . Depósito Legal: NA. 1.310-1975
ISBN 84 7151 187 8 INDICACIONES BIBLIOGRÁFICAS 425
 PRESENTACIÓN

No iríamos demasiado desencaminados si, al explicar la acti-

tud teórico-práctica de la moral de nuestros días, apeláramos a la
profunda reacción que supone frente a posturas y concepciones
pretéritas. Como ha hecho ver Sánchez Vázquez, la ética que surge
a partir de Hegel tiende a fijar su atención en lo concreto contra el
abstraccionismo formalista y universalista, reconoce la presencia
de un factor irracional en el comportamiento humano frente a
posiciones absolutamente racionalistas, y busca en el hombre mis-
mo la fuente de la moral rechazando todo intento de fundamen-
tación metafísica.
Con todo, la ética actual ha dado un nuevo paso: ha reaccio-
nado a su vez frente a una posición subjetiva, irracionalista y teo-
rizante para subrayar el carácter social, racional-instrumental y uti-
litario del comportamiento moral. A nivel de conductas y juicio
reales, parece, además, que la sensibilidad moral de hoy tiende a
desplazarse de la represión de actos «anti-ascéticos» a la condena
de actos antisociales. Desde estas nuevas perspectivas, se destaca
la desorientación y las contradicciones de determinadas posturas
morales demasiado cercanas todavía a nosotros. Si, en líneas muy
generales, quisiéramos describir esas tendencias pretéritas contra
las que reaccionan obras como la que hoy me complace presen-
tar, podríamos señalar las siguientes notas:
1. Reducir o centrar el campo de la moral en lo íntimo y per-
10 Enrique López Castellón
sonal fundando la investigación ética sobre la base de una supues-
ta contraposición entre el individuo y la sociedad. Desde esta
posición, se tiende a infravalorar la influencia del medio y a con-
fiar en los dictados de una facultad cognoscitiva interior. La con-
secuencia más grave de este mal entendido individualismo radica,
a mi forma de ver, en poner el acento de la justificación moral
en un perfeccionismo intimista y aislacionista, dejando en un pla-
no secundario los resultados previsibles de los comportamientos,
y en tender peligrosamente a calibrar el mérito de las acciones en
función del grado de violencia y de dolor que las acompaña. De-
saparece, así, el sentido social del sentimiento de obligación y en
su lugar se sitúa el autocontrol a la base del principal objetivo
a lograr mediante el esfuerzo individual. Como quiera que, por
una parte, esta moral interiorista escapa a la observancia y a la
sanción social, y que, por otra, exige una intensa represión de in-
clinaciones y tendencias psicobiológicas, se convierte en un terre-
no abonado para la adopción de actitudes hipócritas e insinceras.
2. Cualificar la acción ética en función del criterio del desin-
terés, renunciando a subrayar los beneficios individuales y sociales
que reporta tanto a los agentes como a los otros miembros del
grupo un comportamiento ajustado a un modelo normativo razo-
nable, justo y realista. La influencia de esta concepción «espiritua-
lista» de la moral ha sido verdaderamente extraordinaria y, en ge-
neral, ha hecho aparecer como sospechosa toda forma más o me-
nos encubierta de utilitarismo. Baste decir que no han faltado
autores «espiritualistas» que se han sentido obligados a defender
el eudemonismo aristotélico por su empeño en situar el logro
de la felicidad a nivel de fin último de la vida humana. Incluso
cuando la antropología cultural buscó un criterio «imparcial» para
poder discernir los modelos morales de entre la amplia gama de
costumbres y normas presentada por los pueblos estudiados, con-
sideró muchas veces la «motivación desinteresada» como la piedra
de toque para discriminar los fenómenos auténticamente éticos.
Frecuentemente, además, para esta moral «espiritualista», la
sanción de los comportamientos éticos refiere a especiales esta-
dos de conciencia y a una distribución ultraterrena de premios
y castigos dependiente, claro está, de determinadas creencias re-
ligiosas. Exentas de una significación social clara, las conductas
Presentación 11
éticas parecen pertenecer exclusivamente a un sector privado y
suponer la aceptación de una escala de valores difícilmente con-
ciliable con la que rige en una sociedad competitiva, explotado-
ra y consumista. \
3. Monopolizar una «facultad» o dimensión específica del
ser humano y centrar sobre ella la cualificación moral. El hom-
bre aparece, así, como un ser contradictorio que libra en su in-
terior una especie de guerra civil entre sus facultades «superio-
res» y sus tendencias e inclinaciones «inferiores». Las consecuen-
cias de este intento —según la escala de valores que se adopte
y según lo que se entienda por «superior» e «inferior»— han
cristalizado históricamente en posiciones encontradas. Unas ve-
ces —como en el caso de Aristóteles— del hecho de que el com-
portamiento moral constituya un fenómeno específicamente hu-
mano, se ha deducido sin ninguna base, como nos hace ver Ra-
der, que la acción ética ha de consistir por necesidad en el de-
sarrollo de una facultad que diferencie y distinga al hombre.
Otras —como en el caso de las éticas que pretenden basarse en
una concepción «naturalista»— se han moralizado tendencias, in-
clinaciones o instintos a pesar de su manifiesta neutralidad axio-
lógica. El problema es tanto más grave cuanto que a veces se
han considerado como impulsos básicos y naturales del hombre
el egoísmo, la agresividad o la voluntad de poder y de dominio.
4. Tendencia a concebir los modelos morales en un sentido
objetivista y cosista y a justificar, en consecuencia, un sistema de
normas establecido. Uno de los principales escollos de la filosofía
moral difícilmente salvable y que justifica la crítica marxista,
radica en su tendencia a afirmar que el deber ser es, que lo ideal
es ya real y que puede ser conocido de un modo analógico a
como los sentidos captan la presencia de objetos. La cosificación
del objeto de la ética no sólo destruye la validez de los resulta-
dos de la investigación, sino su practicidad misma, porque al
constituir ese objeto una «realidad» metafísica abstracta —aun-
que se le quiera dotar de todos los atractivos deducibles de su
perfección «pura»— no tiene ningún sentido operativo. La psi-
cología y la pedagogía han puesto de relieve la inoperancia e in-
cluso el carácter perjudicial de modelos y de normas alejados de
la comprensión y de las posibilidades de acción individuales. Es-
12 Enrique López Castellón
ta última tendencia suele cristalizar en el establecimiento de las
dicotomías insalvables que caracterizan al pensamiento reaccio-
nario: objetivismo versus subjetivismo, absolutismo versus rela-
tivismo, racionalismo versus irracionalismo, e individualismo ver-
sus sociologismo.
Como es de suponer, estas incorrecciones están muy lejos de
justificarse en la unidad de un sistema teórico-práctico coherente.
Muy por el contrario, generan toda una serie de contradicciones
que, ya en principio, afectan negativamente a las garantías de
la presunta objetividad de los modelos. De este modo, frente
a la afirmación de la universalidad de las normas, surgen varios
códigos morales relativos al sexo, a la clase social, a la raza, etc.
Otras veces, por el contrario, se pretende salvar la universalidad
del modelo convirtiéndolo en criterio inapelable que mide toda
acción de todo sujeto en toda circunstancia, totalmente al mar-
gen de las variables que rodean al caso en cuestión.
Por otra parte, frente al acento puesto en el carácter per-
sonal e íntimo de la esfera donde se decide el drama moral, se
tiende a infravalorar todo el elemento creador e inteligente de
la acción ética para hacer hincapié en la relación que guarda la
conducta concreta con la norma establecida. En esta concepción
legalista de la moral, la obediencia se convierte en virtud fun-
damental aun a costa de sacrificar la racionalidad del modelo en
favor de un decreto arbitrario, irracional y autoritario. El punto
en que determinadas corrientes teológicas han fomentado y apun-
talado esta concepción debería constituir un tema de honda me-
ditación para todo educador religioso.
Con todo, no son éstas, a mi modo de ver, las mayores con-
tradicciones. La auténtica escisión de este tipo de moral se revela
cuando el historiador descubre las relaciones existentes entre la
pretendida universalidad e intemporalidad de los modelos y las
circunstancias sociales, económicas, políticas y culturales en las
que surgen las creencias morales o desde las que se elaboran las
teorías éticas. Es entonces cuando se aprecia la desaparición de
la pretendida confianza en la facultad cognoscitiva moral al uso
y se descubre la importancia concedida al uso de refuerzos nega-
tivos y al adoctrinamiento ético ejercido desde una posición pre-
Presentación 13
dominantemente maniqueísta. Del éxito de tales manipulaciones
habla por sí solo el hecho de que la intimidad del ser humano
deje de ser el reino de la creatividad y de la libertad moral para
pasar a ser el escenario donde se desarrolla el terrible drama del
sentimiento neurótico de culpabilidad.
Como quiera que este tipo de educación persigue la forma-
ción de individuos autocontrolados —principalmente a nivel de
comportamientos sexuales—, hace prevalecer una actitud repre-
siva sobre una actitud de servicio a los demás. El resultado es
una falsa apariencia de individualidad que toma como propios
modelos introyectados sin analizar críticamente y que, en último
término, son justificativos de una situación social dada. El cam-
po de la moral se empobrece y trivializa con la contabilización
de méritos y de deméritos individuales, de debilidades y supe-
raciones, de obsesiones escrupulosas y culpabilizaciones, de re-
presiones y agresividades mal controladas.
Las estructuras económicas y sociales quedan ubicadas en
una esfera «neutra» a la que no llega la cualificación moral. A
lo sumo, los problemas de la moral social son analizados con
unas categorías tan generales y vacías que no logran superar un
nivel puramente idealista cuando no utópico. La solución de los
problemas ambientales queda relegada al lenguaje de la prédica
moral, a la apelación a una «conversión» intimista e individual
que arrastre con el ejemplo del modelo excepcional.
Con todo, esta posición se ve abocada al callejón sin salida
del dualismo. Existe una moral «de andar por casa», una moral
doméstica, autoritaria y represora que rige a nivel de comporta-
mientos sexuales, de educación familiar, de fidelidad matrimo-
nial... Más allá está el reino de la lucha de intereses económi-
cos, del afán de lucro, de la explotación del hombre por el hom-
bre, del fraude, del engaño publicitario, de la incompetencia pro-
fesional, del oportunismo y la represión políticos, de los prejui-
cios raciales y nacionalistas... La consecuencia es esa profunda
escisión que sufre el hombre contemporáneo y que Karen Hor-
ney ha detectado entre las causas que configuran la «personalidad
neurótica de nuestro tiempo».
Bien es cierto que la crisis religiosa, el avance científico y
14 Enrique López Castellón
las condiciones de vida generadas por la sociedad de consumo
han dado al traste con este modelo moral. En primer lugar, la
crisis operada en el terreno religioso ha supuesto una reacción
contra una concepción «espiritualista» y dogmática. «El gran
pecado que nosotros, los occidentales, ha escrito González Ruiz,
alimentados por la filosofía clásica de la evasión y del puro es-
píritu, hemos cometido contra el mensaje bíblico está en haber
introducido la discontinuidad entre el más acá y el más allá, y
haber separado lo que Dios ha creado uno e indivisible».
Como quiera que sea, el dato incuestionable, comprobado in-
cluso en investigaciones emprendidas bajo los auspicios de la
iglesia, revela un alejamiento de la práctica de la religión, una
proliferación de actitudes agnósticas y, en todo caso, una bús-
queda de nuevas formas de experiencia y de concepción reli-
giosas. No nos hemos de extrañar de que cuando se ha justifi-
cado el comportamiento moral exclusiva o preponderantemente
sobre la base de unas creencias religiosas específicas, las crisis
operadas a este nivel influyan por necesidad en los juicios y en
los controles éticos. La extensión de la irreligiosidad va, así,
acompañada de la extensión del amoralismo.
En segundo lugar, el avance científico y tecnológico ha pro-
ducido repercusiones ambiguas en el terreno moral. Por una
parte, ha mostrado el carácter relativo de los códigos y costum-
bres morales. Por otro, ha subrayado la importancia del medio
en la génesis de las actitudes individuales, ha puesto de relieve
el papel de los determinantes genéticos y biológicos, y ha des-
crito los factores y circunstancias implicados en los procesos de
socialización y de aprendizaje. Por último, ha dejado al descu-
bierto el dramático vacío de ideales y de objetivos que aqueja
al hombre contemporáneo poseedor de una inmensa fuerza tec-
nológica y cuya aplicación puede reportar resultados tanto positi-
vos como negativos.
El tercer factor que ha afectado a la crisis moral de nuestra
época viene determinado por el tránsito de una economía basada
en la producción a una economía basada en el consumo de ma-
sas. Como efecto de este tránsito, el capitalismo ha perdido el
sentido individualista de su primera época generando en los su-
Presentación 15
jetos esa búsqueda ansiosa de la aprobación y de la integración
en la colectividad que David Riesman ha designado con el nom-
bre de «carácter extradeterminado».
La actitud consumista ha afectado profundamente a l^s pau-
tas y comportamientos morales. En primer lugar, ha devaluado
toda moral espiritualista y sublimada. Ante la necesidad de am-
pliar el campo de la libertad individual para facilitar la opción
consumista y de mantener a la vez un mayor control en el terre-
no económico-político, se ha producido una situación que, en
términos marcusianos, se ha dado en llamar «desublimación re-
presiva». Se ha tendido a liberar al individuo de la ancestral re-
presión de comportamientos «anti-ascéticos» y a sustituir la mís-
tica del trabajo por el fetichismo del objeto de consumo.
En segundo lugar, la sociedad de consumo ha fomentado ac-
titudes pragmáticas que buscan la satisfacción inmediata de ne-
cesidades más o menos ficticias y que orientan el esfuerzo indi-
vidual hacia el disfrute pasajero de los artículos y modelos ofre-
cidos insistentemente por la publicidad. Carente esta actitud del
espíritu laborioso, ahorrativo, ascético y aplazador de recompen-
sas y de satisfacciones inmediatas que caracterizó al capitalismo
primitivo, los individuos dejan de ser agentes de autocontrol
para pasar a estar gobernados por los imperativos de instancias
ajenas y colectivas. Por otra parte, la necesidad de alcanzar el
máximo de potencial de consumo por los medios que exijan un
menor esfuerzo, y la falta de una educación adecuada en moral
social que genere actitudes de servicio hacia la colectividad, ex-
plican la proliferación de actos de fraude, de explotación, de
adulteración de alimentos y de escándalos económicos y políticos.
En tercer lugar, la inmediatez y la concreción consumistas
impiden el sacrificio individual y colectivo exigidos para el logro
de ideales a largo plazo. Si tenemos en cuenta que la actitud
pragmática y aparentemente individualista del «consumidor in-
satisfecho» resulta poco propensa a ese «desinterés» con el que
se pretendió caracterizar la acción moral en épocas pretéritas, no
nos debe sorprender que, como sucedió recientemente en nues-
tro país, se entreviste en televisión a un individuo sólo por el
hecho de haberse comportado honradamente.
16 Enrique López Castellón
Bien es cierto que la solución de los problemas económicos,
políticos y sociales no ha de provenir ni exclusiva ni siquiera
preponderantemente de especiales «conversiones morales» indi-
viduales. El afán moralizante de gran parte de la política social
reaccionaria no ha conseguido las más de las veces sino desviar
las soluciones del auténtico terreno donde deben ser buscadas
y aplicadas. También es verdad, por otro lado, que, como el
propio Marx nos recuerda en sus Tesis sobre Feuerbach, el ma-
terialismo ambientalista «olvida que las circunstancias son cam-
biadas por los hombres y que el educador ha de empezar por edu-
carse a sí mismo». Toda ética social realista y operativa debe
partir de los datos de la psicología, de la antropología y de la
sociología para sentar las bases de las necesidades humanas co-
munes, pergeñar sobre ellas los ideales colectivos a perseguir,
y posibilitar, así, el acercamiento de las condiciones de vida al
logro de la justicia social.
Me ha parecido de interés para el lector traer a colación es-
tas ideas como presentación de este libro de Melvin Rader que
he tenido la satisfacción de promocionar y traducir. El autor,
profesor de filosofía en la universidad de Washington, parte de
la diferenciación entre un enfoque ético centrado en el concepto
de ley y otro basado en el concepto de ideal. Tras exponer y
criticar las posiciones que toman como modelos morales las le-
yes emanadas de la sociedad, de Dios, de la naturaleza o de la
conciencia anulando el carácter finalista y progresivo de la ac-
ción ética, Rader dedica la segunda parte de su libro a examinar
los ideales morales propuestos por los distintos enfoques filosó-
ficos a lo largo de la historia. Su posición, cercana al espíritu
más genuino de la ética anglosajona, podría ser calificada de
utilitarismo social. Una acción es «justa», «correcta» o «buena»
en la medida en que realice el máximo de bienestar mediante una
integración total y armónica de intereses. Por supuesto que la
noción de bienestar (welfare) ha de ser entendida como la po-
tenciación y satisfacción de todas y de cada una de las dimen-
siones del hombre individual y socialmente considerado. Esta rea-
lización plena no sólo se opone al parcialismo de las doctrinas
que monopolizan la tarea moral en torno a un sector específico
del individuo —la vida de la razón, el máximo de placer o la
Presentación 17
satisfacción del deseo— o de la sociedad —el interés de una
clase social, de una nación o de una raza determinadas—, sino
que también se justifica a sí misma desde una base decididamen-
te objetivista. La objetividad y, en consecuencia, la universalidad
del ideal moral vienen determinadas más por el carácter comuni-
tario de las necesidades a satisfacer que por la elevación a nivel
de modelo universal de un código de normas o un sistema de va-
lores específicos y regionalmente aceptados.
La tercera parte del libro está dedicada a la revisión de los
principales ideales sociales que el hombre ha concebido a lo
largo de la historia. Para el lector interesado por esta temática
convendría señalar que las anotaciones de Rader pueden ser com-
pletadas con la descripción que Ossowska ha hecho de los distin-
tos tipos de ethos en su libro Vara una sociología de la moral,
traducido también por esta editorial.
En su exposición de la esencia de tales ideales, el autor recu-
rre a las fuentes originales y va deÜneando los procesos segui-
dos por la aristocracia, la democracia, el liberalismo, el fascismo
y el socialismo. El criterio adoptado para enjuiciar críticamente
estos proyectos de vida en común no difiere del mantenido en la
segunda parte de la obra. Cada uno de los ideales sociales har
ce un especial hincapié en un valor esencial descuidando o in-
cluso, en ocasiones, sacrificando otros objetivos para el logro de
una plena realización de las posibilidades humanas en un medio
de convivencia pacífica: el cultivo de la excelencia, la igualdad,
la libertad, la organización y la supresión de las diferencias de
clase.
Con todo, es de subrayar la crítica y la denuncia que Rader
hace dé la peligrosidad de la ideología fascista. Su carácter re-
presor, su potenciación de la lucha y del enfrentamiento bé-
lico como medio de otorgar a una «raza privilegiada» el papel
dirigente del mundo contemporáneo, la ausencia de toda teoría
racional que resista el más mínimo examen crítico, el encubri-
miento de lo que no fue sino una coalición de las fuerzas eco-
nómicas, políticas y militares de la derecha antidemocrática, y,
sobre todo, los terribles crímenes y represiones que llevaron a ca-
bo los gobiernos fascistas, resultan argumentos harto elocuentes
18 Enrique López Castellón
para rechazar de plano la ideología que los sustentó. Incluso
dentro de la propia perspectiva fascista, si la verdad de una idea
se verifica mediante su victoria en el enfrentamiento bélico, la
derrota de las potencias del eje en la segunda guerra mundial
y los efectos desastrosos que sufrieron los pueblos que elevaron
al poder a hombres como Hitler y Mussolini, suponen un rotun-
do mentís a la pretendida validez de su modelo.
Frente a ello, Rader propone un ideal social que combine la
libertad, la participación política y la distribución equitativa de
todos los bienes con un pleno desarrollo vertical de la cultura.
El ideal democrático no sólo consigue encauzar el orden social
hacia el logro de un mayor grado de justicia, sino que, al posibi-
litar la libertad de expresión y de participación, enriquece el
progreso colectivo con la colaboración y la aportación de todos
los miembros de la comunidad. ¿Cómo podemos pretender la ob-
tención de una abundante cosecha, argumenta el autor, si nos
contentamos con cultivar unos pocos acres teniendo ante la vista
inmensos terrenos que esperan ser explorados y aprovechados?
Creo que, con su estilo directo y divulgador, el libro de Mel-
vin Rader puede aportar interesantes sugerencias al público es-
pañol de la hora presente. Con un planteamiento claro y un de-
sarrollo jalonado de interesantes citas filosóficas y literarias, sabe
mostrar las conclusiones a las que puede llegar la investigación
ética cuando, bajo el impulso de una sed sincera de justicia y
de un profundo respeto hacia la persona humana, hace uso de
la razón y del sentido común.
ENRIQUE LÓPEZ CASTELLÓN
Profesor en la Universidad de Madrid
P R O L O G O
El tema principal que preside este libro es el estudio de lo
que significa una sociedad justa. Empieza analizando la naturale-
za del bienestar social y de la acción moralmente buena para
pasar a examinar, desde un ángulo crítico, ideales sociales tan
opuestos como los del liberalismo y el comunismo. No está diri-
gido a personas especializadas en estos temas, sino a los estu-
diantes y al público en general. Considero que el conocimiento
que nos han suministrado los investigadores de los distintos cam-
pos constituye un bagaje de inapreciable valor, pero que si nues-
tros ideales no se asientan en unas sólidas bases, haremos un mal
uso de ese saber acumulado.
La ciencia y la tecnología pueden ser objeto de alabanza o
de repulsa: lo mismo pueden ser puestas al servicio del bien que
del mal. El conocimiento de los fármacos, por ejemplo, ha ser-
vido tanto para curar enfermos como para envenenar enemigos;
la estrategia militar puede usarse en legítima defensa o con afa-
nes ambiciosos de conquista; la economía puede convertirse en
un medio de ayudar a los demás o de estafarles; y, mediante la
educación, lo mismo podemos impartir auténtica sabiduría que
inculcar ideales ruines. Por todo ello, la elección del fin más
justo se convierte en un tema de extraordinaria importancia.
Como Francis Bacon observó: «El hombre que, aun siendo cojo,
sigue el camino recto, aventaja al corredor que toma una senda
20 Ética y democracia
equivocada. Y no sólo eso; es evidente que, al seguir un cami-
no equivocado, los más activos y veloces serán los que más irre-
mediablemente se perderán».1 Al igual que un corredor que se
lanza en una dirección equivocada, una sociedad puede ser eficaz
y, al mismo tiempo, condenable. Hitler nos ha proporcionado el
más vivo ejemplo de esta afirmación. Con los recursos técnicos
del gobernante más civilizado, pero con los impulsos morales de
un salvaje, fue capaz de producir más estragos que la indomable
ambición de Atila. Tal vez sea cierto eso de que el infierno está
empedrado de buenas intenciones, pero quizá también lo esté de
conocimientos científicos y tecnológicos. ¿Quién puede pretender
saber más que Fausto en el momento en que vendió su alma al
diablo?
No estoy pretendiendo desacreditar el conocimiento, sino la
falta de objetivos válidos. Un saber que no esté puesto al servi-
cio de unos determinados valores resulta insuficiente. Si preten-
demos que la moral presida nuestras vidas y que la justicia reine
en nuestra sociedad, tenemos que volver a replantearnos cuestio-
nes éticas fundamentales. ¿Cuál es el valor esencial de la vida
humana? ¿Cuál es la naturaleza de una buena sociedad? ¿Qué
es una acción social justa? ¿Cuál es la esencia de la civilización?
A menos que podamos hallar respuestas razonables a estas pre-
guntas, desperdiciaremos nuestras energías de una forma dispara-
tada e inconsecuente; estaremos luchando en el vacío hasta que
nos sobrevenga el desastre. Este libro trata de contestar a estas
preguntas y de clarificar, al mismo tiempo, los ideales que pue-
den guiarnos en este mundo incierto que nos ha tocado vivir.
Lo he escrito con el convencimiento de que el mundo tiene
una gran necesidad de espíritu filosófico, de voluntad de ver las
cosas en conjunto, crítica y desapasionadamente, y de actuar en
consecuencia. Si no podemos contar más que con la falta de vi-
sión unitaria del fervor revolucionario o de la oposición reaccio-
naria, el futuro que nos espera será muy triste casi irremedia-
blemente. La consideración filosófica podría contribuir, así, al
logro de un mundo más humano y más racional.
1
Novutn Organum, en Works (Obras). Houghton, Mifflíh, Boston, sin
fecha, 89.
Prólogo 21
Este libro es un estudio de la ética de la reconstrucción so-
cial. En cuanto tal, forma parte de un trabajo de investigación
realizado gracias a una beca de la Fundación Rockefeller bajo el
tema genérico de «Crisis y Reconstrucción». Espero poder dar
más adelante a la imprenta un apéndice sobre el significado de
la crisis social y el ideal de comunidad que ha de servir de base
a la reconstrucción. Doy las gracias a la mencionada fundación
porque con su ayuda económica me ha permitido dedicarme du-
rante meses a este trabajo sin la necesidad de recurrir a la ense-
ñanza.
Sería imposible enumerar aquí los libros y las personas que
me han servido de inspiración. Tengo una deuda especial con
William Savery, mi antiguo profesor y colega, cuyas lecciones de
Etica Social seguí siendo estudiante y que me movieron y
sugirieron más que ningún otro curso ulterior. Me han hecho
críticas muy útiles tanto mis amigos y colegas Arthur Smullyan,
A. I. Melden y Brents Stirling, como mi mujer, Virginia Rader.
Los editores de «Journal of Philosophy, «Antioch Review, «Ken-
yon Review» e «Interim» me han permitido amablemente repro-
ducir parte de artículos ya aparecidos en estas publicaciones. He-
len Lea y Dorothy Smullyan han mecanografiado cuidadosamen-
te mi manuscrito. Doy mis más expresivas gracias a todos los
que me han ayudado.
Melvin Rader
Seattle, Washington
15 de febrero de 1950
 I

ETICA DE LAS
LEYES
 INTRODUCCIÓN

Trataré de contestar en este libro a dos importantes pregun-

tas: ¿qué es una acción social justa? y ¿qué es un orden social
bueno? Ambas cuestiones pertenecen a la ética social. Por ética
entiendo la teoría del bien y del mal, de lo justo y lo injusto;
y por ética social la aplicación de esta teoría a todo grupo o so-
ciedad.
Tanto si se trata de la ética individual como de la social,
podemos establecer una división de la misma tomando como cri-
terio el modelo por el que valoramos la acción. Los dos modelos
principales son el ideal y la ley. Según el primer modelo, una
acción es justa si promueve un ideal; de acuerdo con el segundo,
una acción es justa cuando se adecúa a una ley. Utilizo el tér-
mino ley en un sentido tan amplio que incluyo dentro de él la
regla, la prescripción y el mandato.
La ética de los ideales defiende que una acción es justa si
realiza el ideal, siendo éste el que, en último término, puede ser
calificado de bueno. De este modo, la acción justa es útil en el
sentido de que produce bien. El profesor George E. Moore ha
expresado con mucha claridad el punto de vista de este tipo de
ética:

Preguntar qué clase de acciones tenemos que llevar a cabo o qué

clase de conducta es correcta, equivale a preguntar qué clase de
 '(> Etica de las leyes
efectos producirán semejantes acciones o tal conducta... Lo que
primero deseo señalar es que «correcto» no significa, ni puede sig-
nificar, nada sino «causa de un buen resultado», y que es, pues,
idéntico a «útil»... Nuestro «deber», por consiguiente, sólo puede
ser definido como esa acción que causará la existencia de más bien
en e) universo que ninguna otra alternativa.1
Según este punto de vista, la moralidad consiste en la reali-
zación de objetivos, en la acción que actualiza un fin, no siendo
otro el problema ético fundamental que el descubrimiento de la
naturaleza del bien último y de los medios para conseguirlo.
Hacer el bien equivale a promover la felicidad.
Según la forma de concebir esa felicidad, esta teoría ética ge-
neral admite diversas subdivisiones. La ética hedonista defiende
que el bien se identifica con el placer, la voluntarista lo sitúa en
la satisfacción del deseo, la intelectualista lo hace radicar en la
propia sabiduría, etc. Con todo, estas variaciones de la teoría ge-
neral concurren en la afirmación de que una acción es correcta
cuando promueve el bien o hace desaparecer el mal. Podemos de-
signar este tipo de teoría ética con el nombre de «teleológica» o,
en el más amplio sentido de la palabra, con el de utilitaria.
El segundo tipo de teoría ética es el que toma la ley moral
como modelo. Este punto de vista defiende que la naturaleza de
lo justo encuentra su fundamento en una ley, norma o decreto.
Se supone que la ley es evidente por sí misma o que deriva de
una fuente autorizada e inmutable. Es aceptada como última ins-
tancia; no se intenta ir más allá de ella para determinar sí de su
observancia se seguirá alguna utilidad o alcanzaremos alguna
forma de felicidad. La propia ley es la que determina lo que es
justo y se ha de hacer lo justo sin tener en cuenta las conse-
cuencias que de ello se deriven. La esencia de esta posición
la encontramos en las siguientes palabras de Emmanuel Kant
(1724-1804):
El deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley...
Por tanto, no otra cosa, sino sólo la representación de la ley en sí
misma, en cuanto que ella y no el efecto esperado es el fundamento
1
Principia ethica. U.N.A.M. Traducción de Adolfo García Díaz, Mé-
xico 1959, 139-141.
27
Introducción
determinante de la voluntad, puede constituir ese bien tan excelen-
te que llamamos bien moral.2
Podemos establecer subdivisiones en una teoría ética de este
tipo si tenemos en cuenta la fuente de la que se supone que
deriva la ley moral. Una ética consuetudinaria o legalista se basa
en las leyes de la sociedad; una ética teológica, en las leyes de
Dios; una ética naturalista, en las leyes de la naturaleza; una
ética intuicionista o racionalista, en las leyes de la conciencia.
Llamaré «no teleológica» o «formalista» a la teoría ética gene-
ral que incluye las variantes enumeradas.
Utilizo el término «formalista» en un sentido más amplio
que el ordinario. La mayor parte de los escritores de ética res-
tringen su uso al tipo de ética racionalista que encontramos en
la filosofía de Kant: una ética basada en leyes universales, que
se suponen validadas por la razón pura. Según mi terminología,
este tipo sería sólo una de las variedades de «ética formalista».
Cuando empleo el término «formalismo», entiendo por tal la
doctrina según la cual la calidad moral de los actos depende de
su conformidad con las leyes o reglas de la acción. Las distintas
variedades del formalismo se diferencian entre sí por su apela-
ción a diversas fuentes para explicar dichas reglas morales. Las
teorías de este tipo son «no teleológicas»; ahora bien, mientras
esta denominación es puramente negativa, el término formalistas
indica su carácter positivo, esto es, su adhesión y observancia de
«formas» prescritas, formas que, en este caso, son leyes o reglas
morales.
Estos dos tipos principales de teoría ética, la teleológica y la
formalista, se confunden en la conciencia de la mayoría de los
hombres. Hasta los que se adhieren más firmemente a un códi-
go moral, se permiten, de un modo dudoso, incierto e incluso
culpable, pequeñas infracciones de las normas con fines filantró-
picos o de provecho personal. De igual modo, hasta los que más
se esfuerzan por realizar un ideal, pasan períodos de conformi-
dad y aceptación sin cuestionar las leyes o reglas a las que se
someten.
2
Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Traducción
de Manuel García Morente. Espasa-Calpe, Madrid 1963, 38-39.
2« Etica de las leyes

Dedicaré la primera parte de este libro a exponer y criticar

la teoría ética formalista, en contraposición con la teleológica. í
Al hacerlo, obtendremos una visión más completa de ambas po-
siciones. A lo largo de mi exposición, haré un hincapié especial
en las implicaciones sociales de estos puntos de vista éticos Las leyes de la
opuestos.
sociedad

1. La moral de la costumbre

Consideraremos en este capítulo la doctrina según la cual los

modelos morales consisten en prescripciones autorizadas que, en
forma de costumbre o de ley positiva, impone la sociedad a los
individuos. De acuerdo con esta postura, el deber del hombre
no está en decidir por sí mismo lo que es justo, sino en atenerse
a las reglas establecidas socialmente.

Una primera manifestación de este punto de vista la encon-

tramos en la moral de la costumbre. Una costumbre es un uso
mantenido durante largo tiempo, que el hábito social y la tradi-
ción han llegado a establecer y que ha adquirido la fuerza de una
ley. Para una moral consuetudinaria, los juicios morales se basan
siempre en costumbres. Dado que las costumbres suelen ser
aceptadas de un modo irreflexivo e incondicional, podemos en-
cuadrar esta teoría dentro de las éticas a las que hemos llamado
formalistas.

El carácter absoluto y formal de los usos o costumbres ha

sido expuesto muy claramente en la descripción que William
Graham Sumner ha hecho de la vida primitiva:
 JO Las leyes de la sociedad
Las costumbres son las formas «correctas» de satisfacer todos los
intereses, dado que son tradicionales y existen de hecho. Abarcan
todos los aspectos de la vida. Existe una forma correcta de cazar,
de obtener una esposa, de cuidar el aspecto externo, de curar una
enfermedad, de honrar a los espíritus, de tratar a los camaradas o a
los extranjeros, de actuar cuando nace un niño, en caso de guerra,
en una asamblea, y en toda situación que pudiera plantearse. Las
formas de comportamiento suelen aparecer definidas de un modo
negativo, es decir, por medio de tabúes. El modo «correcto» es el
modo como actuaron los antepasados y que se ha venido transmi-
tiendo de generación en generación. La tradición es su propia garan-
tía. No hay lugar para una verificación experimental. La noción mis-
ma de corrección está contenida en las propias costumbres. No está
fuera de ellas, en una fuente independiente que les comunique su
validez. Todo lo que es costumbre es correcto por el hecho de ser
tradicional. Una vez que llegamos a las costumbres, finaliza nuestro
análisis.1
Podemos, por supuesto, preguntarnos si la moral ejerce al-
guna función a este nivel de aceptación casi irreflexiva de la cos-
tumbre. Franz Boas, Bronislaw Malinowski y otros antropólogos
han demostrado que los pueblos primitivos reflexionan a me-
nudo y que incluso se desvían de sus costumbres. Con todo, ta-
les autores siguen manteniendo una cierta distinción entre una
moral consuetudinaria y una moral reflexiva. Entre personas re-
flexivas, la elección moral viene determinada de un modo muy
frecuente por un juicio crítico independiente. En comparación,
el grado de reflexión existente en individuos dominados por la
costumbre es considerablemente menor. La conformidad es objeto
de aprobación y de respeto; por el contrarío, la disensión suele
ser considerada como una falta e incluso como un signo de de-
pravación.
En este sentido relativo, puede decirse que en todas las épo-
cas y países encontramos un cierto grado de moral consuetudi-
naria. No tenemos más que observar a nuestro alrededor para en-
contrar individuos que siguen formas rutinarias de comportamiento
sin preocuparse nunca de modelarlas o readaptarlas. Dichas per-
sonas podrán incluso ofrecernos múltiples razones para apoyar
sus creencias si las forzamos a ello, pero en este caso su pensa-
1
Folkways (Costumbres). Ginn, Boston 1906, 28. Traducción castella-
na: Los pueblos y sus costumbres. Kraft, Buenos Aires 1948.
Burke: Defensa de la costumbre y la tradición 31
miento está impregnado de prejuicios habituales o de postulados
que nunca han sometido a crítica.
En sus formas más ingenuas, la moral de la costumbre es
fácilmente criticable. Casi nadie defendería hoy que se ha de
respetar siempre una costumbre o que la hemos de considerar
moralmente aceptable sólo por el hecho de ser un uso estable-
cido. Pocas personas estarán dispuestas a admitir que «el cani-
balismo es moral en un país caníbal». 2 En culturas primitivas en-
contramos ejemplos de costumbres que nos resultan extremada-
mente sorprendentes, como dejar de lavarse, quemar a las viudas,
comerse a los propios padres o sacrificar a un recién nacido. En
países modernos y civilizados se dan también costumbres que re-
sultan muy perjudiciales, tal es el caso de las represalias bélicas,
del sometimiento cruel de la mujer al hombre, de los malos tra-
tos a los negros y de la ganancia despiadada del capitalismo en
sus aspectos más voraces. Si una costumbre es siempre justa, nin-
guno de estos abusos, en la medida en que constituyan usos esta-
blecidos, podría nunca superarse. No merece la pena que nos de-
tengamos en la refutación de un punto de vista tan ingenuo.
Sin embargo, lo que nos hace detenernos en esta posición es
el hecho de que pensadores profundos e incluso geniales han de-
fendido a veces la moral de la costumbre. Hombres como Hegel
y Savigny en Alemania, Taine y Renán en Francia, y Burke y
Maine en Inglaterra, se han sentido profundamente impresiona-
dos por los valores contenidos en las costumbres. Para pasar re-
vista a los argumentos que han esgrimido en su defensa, no po-
demos hacer nada mejor que dirigirnos a los elocuentes escritos
de Burke.
2. La defensa de Burke de la costumbre
y la tradición
Edmund Burke (1729-1797), teórico político y dirigente del
partido liberal en el parlamento británico, no sólo es conocido
2
The notebooks of Samuel Butler (Cuadernos de Samuel Butler).
Dutton, New York 1907, 29.
 32 Las leyes de la sociedad
por su valiente apoyo a la causa de la libertad en Irlanda, la In-
dia y América, sino también por su defensa apasionada de la tra-
dición frente a la terrible acometida de la revolución francesa.
Sus Reflexiones sobre la revolución francesa (1790) y sus ulte-
riores escritos sobre el mismo tema constituyen uno de los ale-
gatos más poderosos e influyentes jamás redactado.
El espectro de la revolución francesa persiguió a su genera-
ción, como el espectro de la revolución comunista ha perseguido
a la nuestra. Desde sus comienzos vio en esta revolución algo
mucho más significativo que el simple fracaso de los asuntos in-
ternos de Francia. No sólo la consideró como una profunda cri-
sis que afectaba a la vida y a la cultura de toda Europa, sino
como un riesgo que alcanzaba a la esencia misma de la civiliza-
ción. Creía que «aquel extraño caos de ligereza y ferocidad»3
comprometía a todos los valores tradicionales. Haciendo uso del
aplastante poder de su elocuencia, describió los horrores y terro-
res de la revolución con palabras que guardan un estrecho pare-
cido con las empleadas por Winston Churchill o por cualquier
otro dirigente conservador de nuestra época de crisis.
Al igual que muchos de nuestros políticos de hoy, buscó un
refugio en los valores tradicionales de su nación y de su clase
social. En medio de una oleada de cambios, intentó ansiosamen-
te anclar a la nación inglesa a la seguridad de sus costumbres
inmemoriales y de sus códigos establecidos. Defendió que la cos-
tumbre y la tradición representan la experiencia acumulada y pro-
bada de muchas generaciones, la herencia fundamental de un
pueblo. Dada la continuidad de los usos y de las instituciones
configurados en torno al estado, una sociedad «dispone de un
fuerte vínculo de relación no sólo entre los vivos, sino también
entre los vivos, los muertos y los que han de vivir».4 Este nexo
de unión que representa el uso y la costumbre, creado por innu-
merables conciencias de muchas épocas, constituye un depósito
de sabiduría mucho más seguro que los pensamientos fugaces,
3
EDMUND BURKE, Reflections on the french revolution and other
essays (Reflexiones sobre la revolución francesa y otros ensayos). Dutton,
New York 1910, 98.
4 Cámara de los Comunes del 7 de mayo de 1782), en Works (Obras).
Ibid., 93.
Bur&e: Defensa de la costumbre y la tradición 33
inconstantes y desorientados de los individuos aislados. Su ma-
yor solidez no sólo es válida en el terreno moral, sino también
en el de la opción política y en el de la actuación gubernamental.
Constituye un fuerte argumento en favor de todo plan estable-
cido de gobierno contra cualquier proyecto sin experimentar, el he-
cho de que una nación haya perdurado y florecido durante tanto
tiempo bajo su dirección. Este representa incluso la más firme mani-
festación de lo que una nación elige, por encima de todo acuerdo
repentino y temporal que se base en unas elecciones reales. Y es
que una nación no es sólo una simple área geográfica, ni una
suma momentánea de individuos, sino una continuidad que se ex-
tiende en el tiempo tanto como en el número y en el espacio. No
se trata de la elección de un día, ni de la de un grupo de personas;
no es una elección tumultuosa y atolondrada; es una decisión de
épocas y de generaciones, una constitución elaborada por lo que es
diez mil veces mejor que una elección; está formada por circuns-
tancias, ocasiones, temperamentos, disposiciones peculiares, tanto co-
mo por hábitos morales, civiles y sociales de personas que sólo se
revelan en largos períodos de tiempo... El individuo es necio; la
multitud de un momento es necia, cuando actúa sin una previa
deliberación; pero la especie es sabia y, cuando se le da tiempo,
en cuanto especie, casi siempre actúa correctamente.5
Desde su posición extremadamente ingenua, Burke estaba
convencido de que una acción considerada como mala es menos
frecuente en una sociedad que sigue fielmente los dictados de la
costumbre y de la tradición. Al estar más fuertemente unidos
entre sí los modelos de personalidad, el riesgo de que éstos se
desintegren y provoquen la inmoralidad queda reducido al míni-
mo. De este modo, se evitan por igual tanto el crimen como las
experiencias poco afortunadas, mientras una opción pública uni-
forme y consistente se fortalece y multiplica merced al contacto
profundo y continuado. Resulta mucho más seguro confiar en
las instituciones de nuestros antepasados que plegarnos a la pa-
sión que el revolucionario experimenta por todo tipo de in-
novación.
Si nos dejáramos llevar por esa facilidad sin escrúpulos para cam-
biar el estado tan a menudo, tan profundamente y de tan diversas
5
Speech in the house of commons, may 7, 1782 (Discurso en la
Little, Brown, Boston 1894, VII, 94-95.
34 Las leyes de la sociedad
formas, a tenor con el capricho o la moda del momento, terminaría
por romperse toda la ligazón y la continuidad de nuestra comunidad.
Ninguna generación se sentiría unida a la anterior. Los hombres
serían más pequeños que los insectos de un verano.6
El valor de la vida humana individual depende, según Burke,
de su identificación con la vida más amplia de la comunidad en-
carnada en sus costumbres y en sus tradiciones. De este modo,
cada individuo une su conciencia con las conciencias de los que
le rodean, obteniendo a cambio un inapreciable derroche de so-
lidaridad y ayuda. Piensa en términos de un «nosotros» y no en
términos de un «yo», lo que le libera de la pequenez de su na-
turaleza individual. Su espíritu se enriquece con la tradición con-
tinuada de sentimientos, asociaciones y leales adhesiones; todo
su ser se impregna de la vida orgánica del vecindario, la provin-
cia y la nación. La unión de muchas conciencias hace que se des-
vanezcan las dudas y las incertidumbres. Sin ese consenso social,
el individuo no supera la endeblez del junco.
El solo hecho de pensar en la posibilidad de engendrar hijos
para dejarles a merced de su capacidad intelectiva individual, nos
llena de pavor. Y es que sospechamos que esa capacidad individual
es muy pequeña y que los individuos hacen muy bien al aprovecharse
de ese capital universal que las naciones y las épocas han ido
acumulando.7
Valga este breve resumen como muestra del tipo de argu-
mentos esgrimidos por Burke en su defensa de las costumbres
y de la tradición. Su estilo no difiere demasiado del que, en
mayor o menor medida, encontramos en los conservadores de
nuestra propia época.
6 nam's, New York 1894-1896, 278.
BURKE, Reflections on the french revolution (Reflexiones sobre la
revolución francesa), 92.
7 qué todos necesitamos una filosofía) en The neto world (El nuevo mun-
Ibid., 84.
Peligros de la costumbre 35
3. Los peligros de la costumbre
en una época de rápida transición
El punto de vista opuesto lo encontramos en el vehemente
manifiesto que Thomas Paine escribió en respuesta a Burke bajo
el título de Los derechos del hombre. La apelación de Paine no
se dirige a un pasado inmemorial, sino a las candentes necesida-
des y exigencias del presente.
Toda generación ha de ser libre para actuar por sí misma en
todo momento, como lo hicieron las épocas y generaciones que la
precedieron. La vanidad y el atrevimiento de gobernar por encima
de la muerte, constituye la más ridicula e insolente de todas las
tiranías... Cada generación es, y debe ser, competente respecto a to-
dos los objetivos que sus circunstancias exijan. Es la vida y no la
muerte la que ha de servir de pauta.8
Cada nueva generación tiene sus propios problemas, sus pro-
pios recursos y sus propias crisis sin precedentes. Si una costum-
bre generada en otras circunstancias y ajustada a otras condicio-
nes subsiste por encima de los cambios que se hubieran opera-
do, el resultado es lo que los sociólogos han dado en llamar
«desfase cultural» (cultural lag). Este desfase puede llegar a re-
vestir una extraordinaria importancia cuando la sociedad experi-
menta en ciertos aspectos cambios tan rápidos como fundamen-
tales. Las condiciones de vida de los últimos setenta y cinco
años, por ejemplo, han experimentado un cambio inusitado. Se
ha dicho que «se ha producido un mayor cambio espiritual entre
el mundo de 1870 y el actual que el que se produjo entre la
edad media y el ambiente Victoriano de dicha fecha».9 La rapi-
dez del cambio parece aumentar en progresión geométrica, espe-
cialmente durante nuestra nueva era atómica, mientras las for-
mas tradicionales de pensamiento se han manifestado impotentes
* En Writings (Escritos), editados por Moncure D. Conway, Put-
9
J O H N H. MUIRHEAD, Why everybody needs a philosophy (Por
do), editado por Harold Bruce y Guy Montgomery, New York 1927, 548.
36 Las leyes de la sociedad
en su intento de adaptación a tan radicales transformaciones. El
resultado ha sido que las costumbres morales no han podido ha-
cer nada frente a los que han sido considerados como los peca-
dos característicos de la sociedad moderna: la supercapitalización
de la industria, el alquiler de viviendas sin condiciones higiéni-
cas, la explotación laboral, el mantenimiento de fábricas en si-
tuaciones que resultan perjudiciales para la salud, la fabricación
y venta de medicamentos sin patentar, la incitación a la guerra
llevada a cabo por un tipo de prensa característicamente patrio-
tera. La moral consuetudinaria ejerce un importante papel en la
condena de pequeños deÜtos personales de corte tradicional,
pero se muestra ineficaz e insignificante a la hora de enjuiciar
crímenes que por su forma y por su carácter social resultan iné-
ditos hasta hoy. Menos preparada se encuentra aún para responder
a las exigencias de reconstrucción que piden los actuales desa-
justes. Para someter las desenfrenadas fuerzas de la ciencia y de
la tecnología a la responsabilidad de un control internacional,
por ejemplo, no cabe otro recurso que la reflexión y la apela-
ción a una intensa iniciativa social.
Está claro que vivimos en medio de una enorme oleada de
cambios y que necesitamos adaptar con toda urgencia algunas de
nuestras instituciones tradicionales —como es el caso de la na-
ción-estado absoluta— al desarrollo vertiginoso de la moderna
tecnología. A pesar de su conservadurismo, el propio Burke com-
prendió que existen períodos en la historia que exigen altera-
ciones fundamentales. En tales circunstancias, apuntó el políti-
co inglés, resultaría una locura oponerse a ellos.
Si ha de operarse un gran cambio en los asuntos humanos, se
ajustarán a él las conciencias de los hombres y las opiniones y sen-
timientos generales seguirán ese camino. Cada miedo, cada esperanza,
lo adelantará; entonces, los que persistan en oponerse en los asuntos
humanos a esa poderosa corriente, parecerá que se oponen más a
los decretos de la providencia que a los simples designios de los
hombres. No serán decididos ni firmes, sino perversos y obstinados.10
Ciegos a los imperativos de su época, los hombres que fir-
maron la «paz» tras la primera guerra mundial fracasaron por
10
Thoughts on french affairs (Pensamientos sobre los asuntos .fran-
ceses), en Reflections on the french revolution and other essays, 330.
Peligros de la costumbre 37
no prestar atención a la sabiduría contenida en estas profundas
observaciones. Su lema fue «volver a la normalidad». Dema-
siado orgullosos por el pasado, no llegaron a comprender que
se habían desencadenado en el mundo nuevas y poderosas fuer-
zas. El mejor comentario sobre esta coyuntura y este fracaso lo
encontramos en las páginas en que T. E. Lawrence narra el idea-
lismo juvenil que presidió la primera guerra mundial y el amar-
go desengaño de sus consecuencias.
El frescor matinal de un mundo futuro nos embriagó. Estábamos
enardecidos de ideas inexpresables e inconcretas, pero por las que
había que luchar. Vivimos muchas vidas en aquel remolino de cam-
pañas militares que siempre nos parecieron cortas; cuando por fin
acabamos nuestra empresa y el nuevo mundo empezaba a alborear,
volvieron a presentarse los ancianos, recogieron nuestra victoria y la
rehicieron tomando como modelo el viejo mundo que conocían. La
juventud pudo ganar, pero no había aprendido a insistir; era com-
pasivamente débil frente a la edad. Afirmamos tartamudeando que
habíamos trabajado por un cielo nuevo y por una tierra nueva, pero
ellos nos dieron amablemente las gracias e hicieron su paz.11
Estos hombres ciegos que hicieron su «paz» no pudieron
poner diques a la oleada del cambio, pero hicieron que la tran-
sición fuera mucho más sangrienta y costosa de lo que podría
haber sido. Por culpa de su fracaso, la humanidad hubo de so-
portar las terribles pruebas que supusieron el colapso econó-
mico, el fascismo y una segunda guerra mundial. Hoy más que
nunca se hace imperioso que los ancianos no vuelvan a tomar
las riendas del poder para tratar de restaurar en vano, pero a
un precio terrible, el mundo que vivimos adaptándolo a formas
caducas. Nunca como hoy necesitamos del vigor mañanero. Aten-
tos a las grandes tradiciones del pasado, pero sin esclavizarnos
a ellas, debemos renovar el mundo desde sus cimientos, de tal
modo que «la nación no alce la espada contra la nación».12
11
Oriental assembly (Asamblea oriental). Dutton, New York 1940,
142-143.
12
Isaías, 2, 4.
 38 Las leyes de la sociedad
4. Las limitaciones de la costumbre
en épocas de normalidad
Aun en los casos en que la reflexión crítica resulta menos
esencial que en nuestra época actual, los hombres son conscien-
tes de su necesidad y de las desventajas de la moral consuetudi-
naria. Incluso en momentos relativamente estables, lo que se re-
quiere no es la rigidez de una firme adhesión a la costumbre,
sino la adaptación dinámica del individuo a su entorno. Cuando
dos individuos presentan personalidades que difieren grandemen-
te entre sí, la misma adaptación no sirve para ambos. Como dijo
el poeta Blake, «una sola ley para el león y para el buey es
opresión».13 Un sólo código invariable para el débil y para el
fuerte, para el sano y el neurótico, para el hombre práctico y el
artista, para el introvertido y el extravertido, para el emotivo y
el intelectual, para el místico y el ciudadano, no puede asegurar
una descarga feliz de energías ni una adaptación a las diferencias
de base. No podemos reducir toda la humanidad a un común
denominador sin violar el carácter sagrado de la personalidad.
En una cultura primitiva, en la que pensamiento y acción son
muy homogéneos, no importa demasiado la violencia que la
costumbre pueda ejercer sobre la individualidad; en una cultu-
ra avanzada, en la que se ha generado un alto nivel de diferen-
ciación, los perjuicios que puede acarrear un código inflexible
resultan evidentes. Un claro ejemplo de ello lo encontramos en
los casos de Jude el Tenebroso y de Tess D'Urbervilles que Tho-
mas Hardy describe en sus novelas.
Si una sociedad quiere progresar, ha de quebrantar «el du-
ro bloque de la costumbre». Sólo cuando los individuos se apar-
tan de un modelo simple y perentorio de costumbre, pueden
someter sus diferencias a una reflexión crítica. Si mi amigo Jo-
nes es diferente a mí, me siento impulsado a preguntarme ¿quién
es mejor y quién es peor? Si fuéramos exactos en todo, no ten-
dría nada que preguntarme y nada me haría reflexionar. En el
13
The marriage of heaven and hell (Las bodas entre el cielo y el
infierno), en Poetry and prose of William Blake (Poesía y prosa de
William Blake). Random House, New York 1927, 203.
Limitaciones de la costumbre 39
caso de que sea superior, tenderá a exhibir su supremacía, es-
tableciendo, así, un modelo a seguir. Otras personas, sin em-
bargo, no tienen necesariamente que elegir entre él y yo; pueden
combinar nuestros valores mutuos y lograr así una síntesis que
incluya lo que hay de bueno en las vidas de los dos. Las dife-
rencias de personalidad constituyen la condición previa e indis-
pensable de dicha síntesis. Cuando aparece una gran cantidad
de personas originales y creativas, estamos ante un rico mate-
rial que ha de ser fundido y organizado en modelos nuevos y
más adecuados. Desde el momento en que la costumbre reprime
el rico fermento de las individualidades opuestas, impide que
la sociedad adquiera la apertura y la espontaneidad que necesita
para su desarrollo y superación. Aun admitiendo muchos de los
valores tradicionales que Burke puso de relieve, hemos de in-
sistir en que la primera condición de toda cultura avanzada la
constituye la interacción de individuos diferentes y creadores.
Sin ella, desaparecerían los artistas, dejarían de tener sentido
los pensadores y todo lo grande y noble se marchitaría en el ári-
do desierto de la mediocridad.
Los refuerzos extraordinariamente emotivos, como el senti-
miento del tabú, que acompañan a la moral consuetudinaria, sue-
len constituir un obstáculo para la reflexión científica o crítica.
Las actitudes tradicionales hacia el sexo y la religión, por ejem-
plo, han tenido una profunda connotación emocional; como re-
sultado, el pensamiento acerca de estos temas se ha caracteri-
zado por su gran carga de prejuicios y de irracionalismos. No es
el momento de indicar todo lo que la moral debe al sentimiento,
siempre que éste pueda ser armonizado con la inteligencia. Sin
embargo, cuando un sentimiento se hace habitual, se convierte
en una poderosa barrera que impide solucionar racionalmente
los problemas de la vida.
La moral debe experimentar un desarrollo si ha de seguir
el ritmo de los avances que se producen en el campo del cono-
cimiento, pero su crecimiento resultaría imposible si quedara re-
ducida para siempre a los estrechos límites del pasado, si no se
abriera a nuevos horizontes de un modo aventurero, flexible e
inteligente.
40 Las leyes de la sociedad
5. Las bases éticas de la ley positiva
Si de la costumbre pasamos a la ley positiva, podemos vol-
ver a hacer uso de las mismas consideraciones en torno al bie-
nestar humano. Por ley positiva entiendo un conjunto de reglas
deducidas o establecidas, de acuerdo con las cuales, los tribu-
nales o los magistrados, en cuanto órganos judiciales, resuelven
los posibles pleitos. En este sentido, la ley positiva se diferencia
claramente de la simple costumbre.
Cabe distinguir entre una interpretación formalista de la
ley y una interpretación teleológica. Por regla general, prevalece
el punto de vista más estrictamente formalista. Rara vez reco-
nocen los jueces y los abogados que el fundamento auténtico
de la ley lo constituye la conveniencia o el bienestar social. La
conciencia de tipo «legalista» se retrotrae al hábito; considera
el pasado y no el futuro; se somete a leyes configuradas, a re-
gulaciones pasadas, a legitimidades establecidas. Muy pocas ve-
ces está dispuesta a admitir la necesidad de readaptar o dero-'
gar una ley en provecho del bienestar social.
Casi todas las interpretaciones posibles de la ley han sido
ya hechas en una época u otra. La mayoría de ellas coincide en
el intento de explicar y justificar la ley en un sentido formalis-
ta. Entre este tipo de interpretaciones podemos enumerar las
siguientes: la ley es un don de Dios y ha de ser sancionada por
un decreto divino; la ley es la enseñanza de los antiguos sabios
cuya autoridad resulta indiscutible; la ley es el reflejo de un
derecho natural que suministra las normas para toda posible
legislación e interpretación judicial; la ley es el resultado de un
contrato social en el que de algún modo han intervenido todos
los ciudadanos, por lo que está revestida de la obligatoriedad
de toda promesa formal; la ley es la cristalización de costumbres
inmemoriales, o la expresión del espíritu de un pueblo o de una
época; la ley es un instrumento de solidaridad social por el que
una sociedad mantiene su cohesión; la ley es un medio de su-
jeción social con el que una clase dominante legaliza y perpe-
túa su poder y sus privilegios; la ley es la encarnación de las
verdades que la conciencia intuye; la ley es la afirmación de los
Bases éticas de la ley positiva 41
principios inmutables deducidos por la razón a un determinado
nivel de abstracción; la ley es un conjunto unitario de decretos
y prescripciones que se justifica por sí mismo y que sólo puede
ser validado e interpretado recurriendo a las premisas jurídicas
en que se apoya y a su coherencia lógica interna.
Ni que decir tiene que la mayoría de estas interpretaciones
son más o menos admisibles en cuanto descripciones de lo que
es la ley. Es cierto, por ejemplo, que la ley es a veces el resul-
tado de un acuerdo contractual deliberado; que puede sancio-
nar costumbres o expresar el espíritu de un pueblo o de una
época; que normalmente intensifica la solidaridad social; que
más frecuentemente aún representa los intereses económicos de
una clase privilegiada; que puede ser afectada por el intuicionis-
mo ético o por el razonamiento abstracto y deductivo; y que
tiende a convertirse en una disciplina separada e independiente
regida sólo por sus propias reglas internas. Ahora bien, estas
interpretaciones quedan invalidadas desde el momento en que no
se ve en ellas una descripción parcial de lo que es una ley, sino
que se las pretende elevar a la categoría de modelos de lo que
una ley debe ser. El único modelo válido de ley consiste en su
eficacia para promover una vida justa.
Cuando una ley ha de ser promulgada es precisamente cuan-
do se comprende este hecho con una mayor claridad. Como de-
claró el juez Brandéis, «casi toda legislación parte de la base
de que las necesidades públicas y, a la vez, los valores sociales
que les son afines tienen un mayor peso que los deseos e inte-
reses privados».14 Pocas personas dejarían de admitir que cuando
los deseos privados prevalecen sobre las necesidades públicas,
representativas de un bien mayor, se produce un claro abuso del
poder legislativo. La actitud hacia la interpretación judicial de
la ley es, sin embargo, diferente. Muy pocos expertos en cuestio-
nes de jurisprudencia han admitido abiertamente que la única
justificación real de la ley radica en su eficacia para promover
el bienestar humano.
14
Opinión del juez Brandéis en el proceso de Truax contra Corrigan
ante el Tribunal Supremo americano (1921), 257 U.S. 312, 357.
 42 Las leyes de la sociedad
Fclix S. Cohén, filósofo y abogado a la vez, ha sugerido há-
bilmente este punto de vista:
La ética es el estudio del significado y de la aplicación de los
juicios de bueno, malo, justo, injusto, etc., y toda valoración final
de una ley implica un juicio ético. Cuando decimos, por ejemplo,
que una ley dada es mala, que una decisión judicial es mejor que
otra, que la constitución americana debería ser revisada, o que tene-
mos que obedecer las leyes, estamos empleando juicios cuya verdad
o falsedad no pueden ser establecidas sin apelar a consideraciones
éticas. No hay forma alguna de evitar esta responsabilidad última
de la ley ante la ética... Toda determinación última del fin general
de la ley... ha de reducirse a la fórmula según la cual 'toda ley
ha de reportar el mayor bien posible'.15
Resulta imposible negarse ante la fuerza de estas observa-
ciones. La ley está hecha para el hombre, no el hombre para la
ley. Hay leyes buenas y leyes malas, leyes prudentes y leyes ab-
surdas; ello hace que existan grandes diferencias entre las leyes
que nos gobiernan. Cuando modificando o derogando una ley
puede elevarse el nivel general de bienestar, dicha ley deberá
ser modificada o abolida. La declaración de independencia ame-
ricana enuncia esta gran verdad con expresiones muy similares.
No niego con ello ni por un momento que existen general-
mente razones muy poderosas en favor del respeto y el man-
tenimiento de la ley. El fallo inapelable de ésta resulta necesa-
rio, sobre todo en una sociedad compleja, si se ha de contener
el crimen y evitar la anarquía. El orden jurídico es el único sus-
tituto de la guerra civil, e incluso es preferible muchas veces
la existencia de leyes irracionales que la ausencia de toda nor-
mativa. La ley supone también una protección necesaria contra
la falibilidad y el abuso de poder de los gobernantes. La posi-
bilidad misma de apelar a precedentes judiciales constituye una
poderosa garantía frente a los caprichosos e imprevisibles ex-
travíos de los jueces. Como ya Aristóteles subrayara, la ley es
una salvaguarda necesaria contra el subjetivismo y el irraciona-
lismo que rehuyen los precedentes establecidos y prefieren de-
pender de las órdenes del momento.
1S
Ethical systems and legal ideáis (Sistemas éticos e ideales legales).
Falcon Press, New York 1933, 7.
Bases éticas de la ley positiva 43
El que recomienda que sea la ley la que gobierne parece impo-
ner que solamente sea Dios y la razón los que hayan de gobernar,
mientras que el que quiere que gobierne sólo el hombre le añade de
esta manera el animal salvaje, porque el apetito es como un animal
salvaje, y además la pasión tuerce el gobierno aun de los hombres
mejores. Así, pues, la ley es sabiduría sin deseo.16
Con todo, se ha de comprobar la validez de una ley exami-
nando los beneficios que reporta su observancia. Su aceptación
debe estar condicionada a la producción de unos efectos que,
en líneas generales, resultan justos. No seguiríamos lo legislado
ni mantendríamos lo establecido si sus consecuencias generales
resultaran injuriantes para la salud del grupo o de cualquiera
de sus partes. Si este hecho fuera claramente reconocido, no
sólo por el público en general, sino también por juristas y jue-
ces, evitaríamos el oscurantismo legalista y prestaríamos a la
ley u n espíritu progresivo.
Podemos ejemplificar los efectos que se siguen de esta acep-
tación recordando el famoso juicio de Nuremberg contra los cri-
minales de guerra nazis. A la manera tradicional, la defensa
centró sus argumentos en el hecho de que los cargos no se ba-
saban en precedentes legales y que, por ello, no eran válidos;
los jueces, sin embargo, decidieron que, por encima de lo esta-
blecido en la ley, se había de tener en cuenta el bienestar gene-
ral. El juez Jackson, que actuaba como fiscal principal, subrayó
que «el derecho internacional no está a la altura del sentido
moral de la humanidad desde el momento en que considera ju-
rídicamente inocente un comportamiento que la ética condena
como criminal». Frente a ello defendió que se ha de reformar
una ley que no se adecúa a la sensibilidad moral general.
No puedo apoyar el perverso razonamiento de que la sociedad
debe promover y fortalecer el peso de la ley a expensas de vidas
moralmente inocentes, y de que el progreso de la ley puede llevarse
a cabo al precio de actitudes éticamente culpables... Como determi-
na el derecho civil, el desarrollo de la ley está condicionado a las
decisiones que de vez en cuando se tomen para adaptar los prin-
cipios establecidos a las nuevas condiciones... Avanza a costa de
16
Política, traducción del griego de Francisco de P. Samaranch, en
Obras. Aguilar, Madrid 1964, 1476 (1287, a).
 4-1 Las leyes de la sociedad

quienes sospecharon que las leyes se equivocaban y comprendieron

demasiado tarde sus errores.17 2
Es evidente que en estas declaraciones prevalece el interés
por el bienestar humano. La costumbre por la costumbre o la
Las leyes de Dios
ley por la ley nunca constituye una base adecuada de política
social. Todo se ha de justificar o condenar por sus frutos; todo
ha de ser sometido a la prueba de la reflexión crítica.
Mucho antes del nacimiento de Cristo, Buda determinó la
naturaleza de esta reflexión. Rechazó la simple apelación a la
costumbre, a la autoridad, a las impresiones superficiales de los
sentidos y al razonamiento abstracto y deductivo; e insistió, por
el contrario, en la observación minuciosa y en la reflexión sobre
la base del bienestar y del dolor.
1. Dios como legislador moral
Es conveniente y muy natural que te asalte la duda; las creen-
cias ciegas deben ser rechazadas. No juzgues por la fama, ni por la
tradición, ni por la simple aseveración, ni por los llamados escritos
En el esfuerzo espontáneo por revestir las costumbres y las
sagrados, ni por deducciones lógicas, ni por derivaciones metodoló-
gicas, ni por la mera evidencia de los sentidos, ni por opiniones y leyes morales de una autoridad reverencial, las antiguas civili-
concepciones aceptadas y extendidas; no juzgues por las apariencias zaciones concibieron que dichas costumbres y leyes habían sido
ni creas una cosa sólo porque un asceta o un maestro la diga. Por formuladas por un dios y que resultaban obligatorias precisa-
el contrario, cuando percibas por ti mismo que «esto es injusto, mente por su procedencia divina. Resulta ilustrativo traer a co-
esto es ofensivo o esto produce dolor y sufrimiento a nosotros y a
lación unos cuantos ejemplos.
otras personas», recházalo. Sin embargo, cuando comprendas que
«esto es justo, esto es inofensivo, esto produce bienestar y felicidad El código escrito de leyes más antiguo, que los historiado-
a nosotros y a otras personas», acéptalo y actúa en consecuencia.18
res no han conocido sino en fecha reciente, es el que promulgó
Hammurabi, rey de Babilonia, entre el año 1955 y el 1913 antes
de Cristo. Sobre un gran pilar de diorita negra de casi ocho pies
de alto está inscrito un código en el que se enumeran las concep-
ciones morales y jurídicas de Babilonia. Tallada en la misma ro-
ca, aparece una escena en la que el rey recibe estas leyes de la
representación sedente de Chama, el dios del sol, «juez de cie-
los y tierras».
Parecidas representaciones se encuentran en otras civiliza-
ciones. En el Antiguo Testamento, por ejemplo, encontramos las
17
Recogido por T. V. SMITH, Constructivo ethics (Etica construc- historias de las órdenes que Dios dio a Adán, de su alianza con
tiva). Appleton-Century-Crofts, New York 1948, 11. Abrahán y de su entrega a Moisés de los diez mandamientos.
18
C. T. STRAUSS, The Buddha and bis doctrine (Buda y su doctrina). El libro de Manu (alrededor del 250 antes de Cristo), fuente
Rider, London 1923, 101.
 46 Las leyes de Dios
autorizada de ley moral para todos los indostánicos, es conside-
rado como una emanación del dios supremo. De igual modo, las
enseñanzas morales islámicas son presentadas como la revelación
directa de Dios que el ángel Gabriel comunicó palabra por pa-
labra al profeta Mahoma. En el siguiente pasaje de un diálogo
platónico, Las leyes, podemos leer lo que sigue:
— Extranjero: Decidme, extranjeros, ¿quién creéis que es el
autor de vuestras leyes, un dios o un hombre?
— Clinias: Un dios, extranjero; evidentemente, un dios. Entre
nosotros los cretenses decimos que ha sido Zeus, pero en Lacede-
monia, de donde procede nuestro amigo, creo que te dirían que es
Apolo su legislador. ¿No es así, Megilo?
— Megilo: Ciertamente. 1
Ejemplos parecidos son muy numerosos.
De este modo, al ser «dadas por Dios», las leyes han de ser
obedecidas tanto por su carácter sagrado como por estar im-
puestas por un decreto divino. Según una interpretación pu-
ramente formalista, estas leyes divinas son justas sólo por el
hecho de que Dios las ordena. El punto de vista opuesto sería
que lo justo no se funda en un decreto arbitrario de Dios, sino
que tiene una naturaleza independiente.
La consecuencia implicada en este enfrentamiento de opi-
niones está claramente descrita en el Eutifrón de Platón. Según
este diálogo, un adivino llamado Eutifrón, impulsado por su
sentido del deber religioso, se dirigió al palacio de justicia de
Atenas para presentar una denuncia contra su padre quien por
una cruel negligencia había causado la muerte de un esclavo.
Allí se encuentra con Sócrates que había acudido para respon-
der de la acusación de «introducir dioses falsos y corromper a
la juventud», «crimen» por el que se le condenaría a beber
la cicuta.
Siguiendo su costumbre, pronto enzarza Sócrates a Eutifrón
en una conversación filosófica. Antes de que le pregunte nada,
este último confiesa que considera el asesinato de un esclavo
1
En The dialogues of Plato (Diálogos de Platón). Oxford University
Press, London 1924, V, 1.
Dios como legislador moral 47
como un delito religioso y que, al solicitar la pena de muerte
para su padre, se siente movido por un sentimiento de piedad
hacia los dioses. El filósofo le pide entonces que explique lo
que entiende por piedad y, como resultado de la interrogación
de Sócrates, pronto se formula la siguiente disyuntiva: ¿es jus-
to un acto porque está mandado por los dioses o está manda-
do por los dioses por ser justo? Eutifrón se adhiere a la pri-
mera alternativa, defendiendo que «la piedad es lo que resul-
ta querido a los dioses y la impiedad lo que no les resulta que-
rido».2 En ningún momento, a lo largo de toda su exposición,
recurre Eutifrón a consideraciones humanitarias o utilitarias. Su
opinión es que ciertos actos, al ser condenados por los dioses,
son sacrilegos y que ciertos actos, al ser aprobados por los dioses,
son sagrados. Aunque más tarde modifica su postura, es incapaz
de superar, de un modo claro e inequívoco, una concepción for-
malista de la ética religiosa.
Sócrates pone en tela de juicio todo este enfoque. Apunta
que la definición de Eutifrón según la cual un acto es piadoso
por estar aprobado por los dioses, supone una caracterización
puramente externa. No nos dice nada de la esencia del acto, de
la cualidad que es causa de la aprobación divina. Sócrates de-
fiende que ha de haber algo en el acto mismo que le haga ser
justo, que los dioses están de su parte por ser justo, y no que
es justo sólo porque éstos lo apoyen.
En los muchos siglos que han transcurrido desde que se es-
cribió este diálogo, infinidad de personas han admitido con Euti-
frón que lo justo depende de la voluntad arbitraria de Dios. Tan
influyente era esta teoría durante la edad media que santo To-
más de Aquino se cuidó mucho de combatirla; incluso después
de la muerte del Aquinate, reapareció en los escritos de muchos
filósofos medievales. No son pocos los pensadores posteriores
que han defendido que lo justo se funda en la voluntad arbi-
traria de Dios, que la obediencia a la ley divina constituye una
virtud y la desobediencia un vicio y que obramos moralmente
en función de los premios y castigos que Dios concede en este
mundo o en el cielo y el infierno futuros.
2
Ibid., I I , 80.
 48 Las leyes de Dios
Una de las afirmaciones más claras de esta teoría formalista
la encontramos en los Principios de filosofía moral y política de
William Paley, teólogo inglés del siglo dieciocho, cuyas ideas
llegaron a hacerse extraordinariamente populares. «Lo justo, de-
claró, no significa otra cosa que la conformidad con la ley que
tenemos delante». La voluntad de Dios debe ser nuestra norma,
siguió diciendo a continuación, por lo que «lo justo se identifica
con la aceptación de la voluntad de Dios». Podemos descubrir
la voluntad de Dios tanto en su propia revelación, las sagradas
escrituras, como en «la luz de la naturaleza».3 Esta última con-
siste en deducir la voluntad de Dios mediante una consideración
de sus «obras», es decir, de todo lo creado, incluyendo al hom-
bre y a los demás seres vivientes. Paley creía poder demostrar
con tales inferencias que Dios busca la felicidad del hombre y
que, por ello, toda acción que vaya acompañada de felicidad se
encuentra en consonancia con la voluntad divina. Llegada a este
punto, su argumentación presenta una cierta ambigüedad. Su de-
finición de lo justo como lo que se acomoda a la voluntad de
Dios es puramente formalista, pero, al mismo tiempo, se nos
dice que por lo menos la felicidad es intrínsecamente buena y
que un acto puede ser justo por el hecho mismo de promover
dicha felicidad. Explícitamente afirma que la ley moral es de
origen divino, pero implícitamente sugiere que dicha ley no tiene
por qué ser totalmente arbitraria, absurda y opuesta a la natu-
raleza humana.
Podemos ilustrar las aplicaciones político-sociales del forma-
lismo religioso con las ideas y prácticas de Juan Calvino (1509-
1564), protestante francés, que llegó a ser en su época un autén-
tico dictador político y religioso en la ciudad de Ginebra, ejer-
ciendo un considerable influjo en el desarrollo del pensamiento
moderno. Según su doctrina, todo buen gobierno es una teocra-
cia; Dios es el gobernante personal, omnipotente y arbitrario del
mundo; los magistrados civiles son sus ministros en la tierra,
y la biblia la única fuente de ley. Por otra parte, el Dios de
Calvino presenta los rasgos antropomórficos del Yavé del Anti-
guo Testamento, a excepción del carácter inescrutable y absoluto
3
WILLIAM PALEY, Principies of moral and political philosopby (Prin-
cipios de filosofía moral y política). Boston 1811, 61, 65 y ss.
Dios como legislador moral 49
de su voluntad. Se trata de un Dios que es cólera en lugar de
amor y que predestina a una parte de la humanidad a la salva-
ción, pero condena para toda la eternidad a la mayoría de los
hombres «por un juicio justo e irreprochable, aunque incom-
prensible para la mente humana». Interpretada así, la voluntad
de Dios se manifiesta en una ley extraordinariamente rígida y
severa. Bajo el poder de Calvino, las vidas de los ginebrinos
quedaron sometidas al más minucioso control; la embriaguez
era severamente castigada; el baile y otros placeres inofensivos
quedaron prohibidos; se condenó a los herejes a la hoguera y
a las prostitutas a ser arrojadas al Ródano. Las ideas de Calvino
se extendieron por Europa, llegaron a arraigar profundamente en
Escocia y florecieron en las colonias de Nueva Inglaterra, donde
sirvieron de base a la tradición puritana de la vida americana.
No sólo en obras protestantes sino también en escritos ca-
tólicos encontramos muchas huellas de conceptos teocráticos. La
encíclica Diuturnum de León XIII (1881), por ejemplo, contie-
ne las siguientes afirmaciones:
Si deseamos determinar de qué fuente se deriva el poder del
estado, la iglesia enseña, y con razón, que no puede ser otra sino
Dios. Esto es lo que ha descubierto expresamente afirmado en las
sagradas escrituras y en los testimonios del cristianismo primitivo...
Las modernas teorías del poder político ya han provocado grandes
males y es de temer que en el futuro éstos alcancen peores propor-
ciones. Ya que, indudablemente, al negar a Dios, como a su fuente,
el derecho a gobernar al hombre, se despoja al poder político de
toda su dignidad y de toda su fuerza. Hacerlo depender de la
voluntad del pueblo es, antes que nada, un error de principio;
después, supone asentar la autoridad en una base tan frágil como
inconsistente. Tales opiniones son una incitación constante a las
pasiones populares, a las que se vería florecer continuamente con
osadía, y preparan la ruina pública por dejar libre el camino para las
conspiraciones secretas o para la sedición abierta.4
Una teoría teocrática como ésta no va necesariamente acom-
pañada de una ética teológica estrictamente formalista. Con to-
4
LEÓN XIII, Diuturnum, en Michael Oakeshott, The social and
political doctrines of contemporary Europe (Doctrinas sociales y políticas
de la Europa contemporánea). Cambridge University Press, Cambridge
1939, 52-53.
1(1 Las leyes de Dios
do, encontramos que muy a menudo ambas posiciones se com-
binan entre sí.
2. Crítica de la ética
teológica formalista
Si examinamos el punto de vista formalista en toda su pu-
reza, nos encontraremos con una teoría que muy pocas personas
de nuestra época estarían dispuestas a admitir tras una ligera
reflexión. Su tesis sería que las distinciones morales se deben
exclusivamente al mandato de Dios. El canibalismo, por ejem-
plo, sería bueno si Dios así lo dispusiera; su maldad deriva del
simple hecho de que Dios lo prohibe. Esta doctrina considera
que la esencia de Dios es el poder y no la bondad. Sin embar-
go, si sólo hemos de considerar a Dios como el ser más pode-
roso del universo, no encontraremos ninguna razón moralmente
válida para obedecerle. Si el reto de Prometeo fuera posible sin
una excesiva dosis de sacrificio, su actitud sería justificable e
incluso mucho más heroica. Si contestamos que «lo moral» sig-
nifica solamente obedecer al poder supremo, podemos objetar
que ello va en contra de nuestro sentido moral. La adoración
del poder por el poder es incompatible con la madurez ética y
religiosa. Aunque la religión empieza en el temor, se eleva a esa
reverencia de la bondad y de la sabiduría que Bertrand Russell
ha descrito como la esencia del «culto de un hombre libre».
Si mantuviéramos que Dios no es sólo poderoso sino también
bueno, no podríamos sostener durante mucho tiempo una inter-
pretación formalista de la ética. Desde esta posición, como Dios
es bueno y la bondad tiene un cierto carácter real, el bien no
quedaría determinado por un factor tan extrínseco como es el
caso del mandato arbitrario. En respuesta, se nos puede argüir
que lo justo es enteramente independiente de la bondad, y que
es lo justo, y no la bondad, lo que está determinado por un
simple decreto. Con todo, si Dios es bueno, sus mandamientos
no podrán ser, por supuesto, completamente arbitrarios: han
Critica de la ética teológica formalista 51
de reflejar y expresar su bondad, por lo que, de este modo lo
justo, en cuanto formulado en tales decretos, no sería indepen-
diente de la bondad. En la primera epístola de san Juan se nos
dice que Dios es voluntad santa, que es amor. De ser así, lo
justo, en cuanto encarnado en sus exigencias, habrá de estar
orientado hacia el bien. Por su simple voluntad, Dios no podrá
hacer bueno lo que no lo es, como no podría hacer redondo lo
que no es redondo. Ni siquiera podría Dios hacer lo que es con-
tradictorio: un cuadrado redondo o un mal bueno.
Además de subrayar tales dificultades, podemos criticar la
ética religiosa formalista poniendo de relieve su ingenuidad, su
dependencia de una concepción extremadamente antropomórfica
de la divinidad. Se concibe a Dios como a una especie de rey
o de legislador que formulara desde las alturas decretos arbitra-
rios. Como Walter Lippmann ha apuntado en su Prefacio a la
moral, a un hombre culto de nuestra época le resulta difícil to-
mar en serio esta doctrina. Ha desaparecido la antigua certeza y
las vivas imágenes que en otras épocas hicieron «que Dios y su
plan parecieran algo tan real como un portalámparas». Ya no
podemos describirlo con «su trono, su corona, su cetro, su sé-
quito de ángeles, sus leyes, premios y castigos».5 Esta concreta
visualización era siempre, en cierta medida, poética, pero hizo
el modelo mucho más vivido y a ello se debe su profunda in-
fluencia. Las concepciones modernas tienden a desterrar todo
ese espectáculo colorista: Dios es totalmente abstracto; el infier-
no es irreal; el cielo es inconcebible. El modelo que predomina
ha sido descrito por la poetisa inglesa Edith Sitwell de la siguien-
te forma:
Este mundo moderno no es sino un débil tablero de juego que
flota sobre un infierno poco profundo. Pues el infierno de Dante
se ha desvanecido, ha muerto. El infierno no es inmensidad; ya no
hay diablos que rían o lloren: sólo los enanos lisiados de este
mundo que manejan maquinarias terribles, se revuelcan en las playas
de la frivolidad y se divierten desmoronando gigantes.6
s
Preface to moráis {"Prefacio a la moral). Macmillan, New York
1929, 22.
6
Bucolic comedies (Comedias bucólicas). Duckworth, London 1928, 51.
52 Las leyes de Dios
Puede que la disposición desilusionada que ejemplifica esta
cita haya ido demasiado lejos. Por mi parte, prefiero eliminar
del mobiliario eterno del universo toda forma posible de infier-
no, incluyendo la de Dante.
En todo caso, este cambio de perspectiva acompaña inevita-
blemente al desarrollo de la ciencia y del conocimiento. El hom-
bre moderno ha llegado a tomar contacto con muchas religiones,
cada una de las cuales se erige en autoridad y lee e interpreta
la biblia de muchas formas. De este modo, ha descubierto que
mucho de lo que en otro tiempo se tuvo por seguro no rebasa
los límites de la conjetura, que la ética que su religión considera
«revelada» se encuentra al mismo nivel que otros sistemas éti-
cos «revelados», y que conceptos morales básicos, como la «re-
gla de oro», se han de buscar en esas otras religiones. El desa-
rrollo de la ciencia moderna, por otra parte, ha disipado muchas
creencias sobrenaturales y ha difundido un espíritu de compro-
bación que, en gran medida, se opone al dogma religioso. A su
vez, los modernos filósofos del conocimiento, representados, por
ejemplo, por las obras de Hume, de Kant y de McTaggart, han
puesto muy eficazmente en tela de juicio los argumentos en fa-
vor del teísmo tradicional. Modelado por estas influencias, al
hombre moderno le resulta imposible creer que Dios, al igual
que un rey despótico, ha impuesto un código moral específico
mediante un decreto externo y arbitrario. Aunque muchos meta-
físicos lamentan este cambio de sentimientos, tienen que admi-
tir que es un hecho real. Si hemos de establecer un orden mun-
dial, no podemos edificarlo sobre la base de actitudes que desde
hace tiempo se han desmoronado o que no son representativas
sino de una minoría muy reducida de la humanidad. No pode-
mos tener la mente tan estrecha como la de Thwackum, el tu-
tor de Tom Jones, en la novela de Henry Fielding, cuando
afirmaba dogmáticamente: «Cuando digo religión, me refiero
al cristianismo, y no sólo al cristianismo sino al protestantis-
mo, y no sólo al protestantismo, sino a la iglesia anglicana».7
Tan pronto como superemos esos estrechos límites, dejaremos
los confines de una ética religiosa exclusivista, autoritaria y for-
7 Jo hubiéramos hecho así el contexto perdería su sentido. Dejamos a los
Tom Jones. Modern Library, New York, sin fecha, 82.
Hacia una moral religiosa teleológica 53
malista. Con ello, o caemos en la anarquía moral, o logramos
una actitud ética más liberal, flexible, humanista e intencional.
3. Un ejemplo histórico de transición
a una moral religiosa teleológica
La propia biblia registra un ejemplo de transición de una
concepción moral formalista a otra relativamente teleológica. En
las partes más primitivas del Antiguo Testamento, se concibe
a Yavé como el legislador del pueblo judío, como a un dios tri-
bal, celoso y vengativo, cuyo poder, a los ojos de Abrahán, su-
peraba la fuerza de todos los otros dioses juntos. La doctrina
no es el monoteísmo, sino el henoteísmo, esto es, la adoración
de un solo dios, aunque se admita la existencia de otros. Esta
posición está implicada en mandatos tales como: «No blasfe-
marás contra los dioses» y «no pondrás a otros dioses por en-
cima de mí».8
Yavé establece un código de preceptos en el que junto a
ritos y tabúes aparecen costumbres morales.
No harás dioses de metal fundido. Guardarás la fiesta de los
ácimos... Todo primogénito es mío. Y todo primogénito macho de
los bueyes y de ovejas, mío es. El primogénito del asno lo redimi-
rás con una oveja, y si no lo redimes a precio, le desnucarás. Re-
dimirás al primogénito de tus hijos... Seis días trabajarás; el séptimo
descansarás... Celebrarás la fiesta de las semanas... y la solemnidad
de la recolección... No asociarás a pan fermentado la sangre de la
8
Éxodo, 22, 28 y 20, 3. La versión castellana de las citas bíblicas
la hemos recogido de la traducción de Nácar y Colunga. Con todo, hemos
cotejado la versión castellana y la inglesa que utiliza Rader para poder
detectar posibles diferencias. En el caso concreto de la cita que nos
ocupa, en la versión inglesa aparecen los términos relativos a Dios con
minúscula y en plural («gods»). En los mismos pasajes, Nácar y Colunga
traducen el mismo concepto con mayúscula y en singular («Dios»). He-
mos respetado la traducción literal de la versión inglesa, porque si no
especialistas la aclaración del problema (Nota del traductor).
54 Las leyes de Dios
víctima, y el sacrificio de la fiesta de la pascua no lo guardarás
durante la noche... No cocerás un cabrito en la leche de su madre.9
Si un hombre es moral, sigue lo prescrito por la ley; si es
inmoral, viola la ley. Yavé, que impone estos mandatos, es in-
flexible con sus enemigos, despiadado con el pecador impeni-
tente, cumplidor del precepto «ojo por ojo, diente por diente».
Ya en épocas muy tempranas del desarrollo religioso del
pueblo judío, se introdujeron casi insensiblemente otras concep-
ciones. A veces se concibió a Dios como un ser bondadoso e
indulgente, tardo para la cólera y pródigo en el amor. Los ritos
tribales y los tabúes fueron suplidos con la amonestación del
Levítico: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».10 Se cumplió,
además, el campo de aplicación de la moral: trascendió la tribu
y abarcó también a los extranjeros: «Tratad al extranjero que
habita en medio de vosotros como al indígena de entre vosotros;
ámale como a ti mismo, porque extranjeros fuisteis vosotros en la
tierra de Egipto».11 Encontramos una afirmación similar en e1
capítulo 23 del Éxodo, que data del siglo ix antes de Cristo,
aunque quizá apareciera en fecha aún más temprana. Gradualmen-
te, el politeísmo primitivo, con su exclusivismo tribal, desembocó
en un monoteísmo. La doctrina de que los judíos son «un pue-
blo escogido» había hecho ya su aparición, pero este particula-
rismo aparecía paradójicamente combinado con una cierta ten-
dencia universalista. El pueblo escogido, según esta nueva y su-
blime interpretación, prepararía el camino para un reino de autén-
tica hermandad universal, una humanidad unida bajo un Dios
universal.
Surgen entre los judíos dos tipos de dirigentes religiosos: los
sacerdotes y los profetas. Los sacerdotes fueron formalistas y,
por regla general, hicieron hincapié en la observancia ritual y
en la letra de la ley: la circuncisión, los tabúes alimenticios, el
respeto sabático, el cumplimiento de las ceremonias religiosas.
Se convirtieron en escribas y estudiosos de la Tora, codificando,
' Éxodo, 34, 19-26.
10
Levítico, 19, 18.
" Levítico, 19, 34.
Hacia una moral religiosa teleológica 55
interpretando y santificando la ley. Los profetas, por el contra-
rio, fueron los visionarios y los idealistas; se desentendieron de
las normas y los preceptos tradicionales, no por el ansia de situar-
se por encima de la ley moral, sino para buscar principios y
leyes mejores. Criticando el pasado y anticipando el futuro, in-
sistieron en la prosecución activa de ideales tales como la recti-
tud, la justicia, la bondad, el amor y la misericordia. En los
grandes profetas —Amos, Oseas, Miqueas, Isaías y Jeremías—,
encontramos expresiones llenas de implicaciones sociales revo-
lucionarias: la condena de los ricos, la alabanza de los pobres,
la visión de un mundo de paz y de justicia.
Y juzgará a muchos pueblos, y ejercitará la justicia hasta muy
lejos con naciones poderosas, que de sus espadas harán azadas y de
sus lanzas hoces; no alzará la espada gente contra gente, ni se ejer-
citarán ya para la guerra.12
Dios no aparece ya como una divinidad tribal que impone
leyes rituales o exige sacrificios, sino como un padre universal
y amoroso:
¡Oh hombre! Bien te ha sido declarado lo que es bueno y lo que
de ti pide Yavé: hacer justicia, amar el bien, humillarte en la pre-
sencia de tu Dios.13
En la época de Jesús, la intensa visión de los profetas se
había apagado un tanto, mientras se producía un considerable
retroceso en el terreno moral. Bajo el dominio de Roma, el pue-
blo judío no podía mantener el elevado idealismo de los profe-
tas. Sus vidas estaban regidas por la ley judaica tradicional, con-
cebida, principalmente, en términos de un ritualismo estricto y
centrada en preceptos insignificantes y represivos, como los ta-
búes alimenticios. Fanáticas sectas, como la de los zelotes y la de
los fariseos, insistían en la observancia literal de la ley. Una cla-
se sacerdotal, celosa c intolerante, sojuzgaba a las masas. Al
mismo tiempo, se extendía ampliamente la antigua esperanza
mesiánica, doctrina, según la cual, aparecería un caudillo enviado
13
Miqueas, 4, 3.
13
Miqueas, 6, 8.
56 Las leyes de Dios
por Dios que liberaría a los judíos de la esclavitud. Era una
época de transición: empezaba a declinar la cultura de Grecia y
de Roma; la antigua cultura judía estaba en decadencia. Era
un tiempo propicio para el comienzo de otra nueva.
La actitud de Jesús fue creativa y abierta. Insistió en la im-
portancia del espíritu sobre la letra, de la intención sobre el
formulismo, del valor de lo interior sobre la apariencia externa.
Su postura liberal y antiformalista se manifiesta, por ejemplo,
en sus indicaciones sobre la observancia del sábado. La ley de
observancia del sábado —uno de los diez mandamientos— era
quizá la más estrictamente cumplida de entre todas las reglas
religiosas tradicionales. En el Éxodo se nos presenta a Dios de-
clarando a Moisés que «el sábado es cosa santa para vosotros.
El que lo profane, será castigado con la muerte; el que en él
trabaje, será borrado de en medio de su pueblo».14 Muchos de
los actos prohibidos en sábado eran tan insignificantes como en-
cender el fuego, coser dos puntadas o hacer y deshacer un nu-
do. Se prohibía también segar, incluyéndose en este concepto
incluso la recogida de unas pocas espigas. Un sábado en que
Jesús y sus discípulos atravesaban unas mieses, un grupo de fa-
riseos les reprocharon porque habían arrancado unos granos.
Jesús contestó: «El sábado ha sido hecho para el hombre, y no
el hombre para el sábado».15 En términos generales, esta frase
significa que la ley está hecha para el hombre, no el hombre
para la ley. Esta es una tesis central de la ética ideológica.
Jesús estaba íntimamente familiarizado con la ley moral y
religiosa judaica y no intentó destruirla. «No penséis que he ve-
nido a abrogar la ley o los profetas, aclaró, sino a consumar-
la».16 Con todo, interpretó la ley antigua con una flexibilidad nue-
va. Una y otra vez repetía la expresión: «Habéis oído que desde
antiguo se dijo..., pero yo os digo...». No insistió en un código
moral cerrado, sino en una comunidad espiritual, en la herman-
dad de los hombres bajo la paternidad de Dios. Cuando le pre-
14
Éxodo, 31, 12-17.
15
Marcos, 2, 27.
16
Mateo, 5, 17.
Conclusión 57
guntaron: «¿cuál es el mandamiento más grande de la ley?»,
su contestación fue:
Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma
y con toda tu mente. Este es el más grande y el primer manda-
miento. El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como
a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la ley y los
profetas.17
Como podemos deducir de la parábola del buen samaritano,
nuestro «prójimo» es todo ser humano. Su precepto básico se
centró, así, en el amor hacia todos los hombres, sin distinción
de sexo, nación, raza, clase o credo. De un modo especial, se
interesó por el pobre, el humilde, el extranjero, el proscrito, la
prostituta, el hijo pródigo. En esencia, estaba dando a entender
que toda la ley moral se reduce a una ley de amor. Aunque
habló de la venida del reino de Dios, lo caracterizó como un
estado interior, una comunidad lo más extensa posible unida
por el amor. «El reino de Dios está dentro de vosotros».18 Al
igual que los profetas del Antiguo Testamento, proclamó un gran
ideal moral y no un conjunto de reglas formalizadas.
4. Conclusión
Cuando un credo religioso alcanza su madurez, ya no conci-
be la moral como algo arbitrariamente impuesto desde lo alto,
sino como algo inherente a las intenciones y comportamientos
humanos. No hace hincapié en la letra de la ley, sino en el es-
píritu interior y en las consecuencias de los actos. En algunas
de sus modernas manifestaciones, adopta formas esencialmente
humanistas: consagración a ideales que ennoblezcan la vida, unión
con los hombres que comparten nuestra existencia y sentimien-
tos universalistas dirigidos al establecimiento de una comunidad
" Mateo, 22, 36-40.
18 r v:
Lucas, 17, 21. '
18 Las leyes de Dios

espiritual que abarque a todo ser humano. Cuando habla de

Dios, lo entiende en un sentido naturalista, esto es, como el con- 3
junto de fuerzas que, en este mundo, nos impulsa al bien. No
limita la mirada del hombre a la contemplación del cielo, sino Las leyes de la
que le conduce para que vea con mayor claridad lo que ha de
hacer aquí en la tierra mientras vive. Busca realizar un ideal y naturaleza
no idealizar lo real. Si su tono es optimista, su optimismo se
debe a la comprensión de que

la lucha con los islotes que vagan en la noche

es el verdadero origen y la causa del día.15

Una religión de simple asentimiento no es, en espíritu, inten-

cional, porque no reconoce que existen males genuinos a los que
es preciso combatir. Una religión que se sitúe por encima de las
injusticias y sufrimientos de este mundo, poco puede hacer por
realizar el viejo ideal de fraternidad humana al que tanto han 1. El significado ambiguo
apelado casi todos los sistemas religiosos y morales. de la ética naturalista

Tanto la ética formalista de la costumbre o de la ley positi-

va, como la ética formalista de la religión, insisten en que la
moral se impone al individuo desde fuera. En unos casos, la
fuente es la sociedad; en otros, Dios. En todos ellos, la moral
se identifica con la obediencia a una regla o a una norma.
En ciertos tipos de ética naturalista, podemos encontrar otra
variante de la teoría según la cual la moral nos es impuesta o
deriva de algo externo. Estas posturas defienden que la moral
está enraizada más bien en la naturaleza que en el carácter dis-
tintivo del hombre y de sus necesidades. La moral consiste en
estar en armonía con la naturaleza. La naturaleza suministra
modelos, reglas o leyes que el hombre debe seguir. Esta posi-
ción fue expresada, por ejemplo, por el poeta John Gay al es-
cribir:
El que estudia las leyes de la naturaleza
extrae sus máximas de una verdad segura.1

1
Citado por WILLIAM A. ROBSON, Civilization and the growth of
law (La civilización y el desarrollo del derecho). Macmillan, New York
" ALFRED LORD TENNYSON, In memoriam, X X I V , 3. 1935, 234.
 1,1) Las leyes de la naturaleza
Una de las dificultades con que tropieza este punto de vista
es que la naturaleza ha sido concebida de muchas formas, co-
rrespondiendo a cada una de ellas un conjunto diferente de «le-
yes naturales». «La naturaleza es más fácilmente concebida que
descrita».2 Es más fácilmente concebida, porque la mente en sus
vuelos especulativos sufre menos el lastre de un sobrio sentido
de lo fáctico. Dada esta diversidad de interpretaciones, tenemos
que detenernos en un cierto número de posturas para conside-
rarlas por separado. Traeré a colación dos ejemplos históricos
—-el estoicismo y la ética evolucionista— y consideraré más bre-
vemente un cierto número de interpretaciones complementarias.
De este modo, haremos justicia a la variedad y al gran influjo
de la ética naturalista.
2. El estoicismo, como ejemplo
de ética naturalista
El estoicismo es un buen ejemplo de ética naturalista, no só-
lo por sus características propias, sino por la enorme influencia
que ha ejercido. Influyó profundamente en destacados filósofos
de la Roma clásica, como Cicerón y Séneca, y ha configurado, en
gran manera, las modernas concepciones del derecho y de la ley
natural.
Surgió en esta época de grandes turbaciones que fue el pe-
ríodo más tardío de la civilización helénica. Tras la guerra del
Peloponeso, Grecia quedó tan desgarrada por sus luchas y difi-
cultades internas y tan seriamente desangrada y extenuada, que
se convirtió en una presa fácil de los planes imperialistas de
Macedonia y de Roma. Perdió su libertad, su confianza política
y su entusiasmo creador. El escenario político quedó solamente
ocupado por despóticas monarquías, mientras las ciudades-es-
2
Citado por C. D. BROAD, The mind and its place in nature (La
conciencia y su lugar en la naturaleza). Kegan Paul, Trench, Trübrier,
London 1925, 1.
El estoicismo, ejemplo de ética naturalista 61
tado se enzarzaban en una guerra permanente. Con la conquista
llevada a cabo por Roma, consiguió una paz eventual y un pro-
fundo dominio, aunque sus logros culturales, especialmente en
el campo de la filosofía, no pudieron hacer nada frente a la su-
jeción política.
El estoicismo, nacido en Atenas y trasplantado a Roma, re-
flejó esa «época de turbaciones». En esencia, se trataba de una
filosofía de refugio que buscaba una cierta salvación, no en
una vigorosa reconstrucción socio-política, en la que los hom-
bres ya no podían confiar ni creer, sino en el autodominio indi-
vidual, en el cultivo consciente de la paz de conciencia frente a
los problemas y vicisitudes de la vida. Su cosmopolitismo era
un reflejo de una época imperialista caracterizada por el desa-
rraigo, la migración y la mezcla de diferentes pueblos. Al desa-
parecer las pequeñas ciudades-estado, los grandes imperios de
Macedonia y de Roma exigían un nuevo concepto de ciudadanía
universal. El estoicismo creció y se propagó porque respondía
al espíritu de una época en la que se estaba produciendo un fe-
nómeno de expansión de una cultura en decadencia.
Sus propios representantes son un exponente más de su ca-
rácter heterogéneo y cosmopolita. La escuela fue fundada por
Zenón (alrededor del 336-264 antes de Cristo), un fenicio pro-
cedente de Chipre, que vivió en Atenas como extranjero, ofre-
ciendo sus lecciones en un lugar conocido con el nombre de
Estoa Poikile o pórtico pintado, palabra de la que derivó el tér-
mino de «estoico». Los primeros estoicos procedían de muy di-
versos lugares, especialmente de Siria; los últimos estoicos fue-
ron en su mayoría romanos. Sus dirigentes pertenecían a todas
las clases sociales. Así, mientras Epicteto fue un esclavo mise-
rable, Marco Aurelio fue un poderoso emperador. Sus doctrinas
revistieron tal variedad que los historiadores modernos se han
visto obligados a distinguir entre un estoicismo primitivo, otro
medio y otro tardío. No tendremos aquí en cuenta la evolución
de la escuela; me limitaré a exponer con brevedad el pensamien-
to de Epicteto y el de Marco Aurelio, cuyos escritos han lle-
gado hasta nosotros, mientras que las obras de la mayoría de
los estoicos se han ido perdiendo con el transcurso del tiempo.
 Las leyes de la naturaleza
Los estoicos se interesaron, ante todo, por dos importantes
temas: en qué podemos creer y cómo debemos vivir. Algunos
de ellos se interesaron exclusiva y prácticamente por la prime-
ra de estas cuestiones, pero la mayoría prestó una especial aten-
ción a la segunda. Con todo, pensaban que la segunda pregunta
no podía ser contestada si antes no se resolvía la primera. He-
mos de saber qué es la realidad, afirmaban, antes de que poda-
mos juzgar sobre lo que debemos hacer.
En su explicación de lo real, el estoicismo defendió, ya des-
de Zenón, lo que podríamos llamar un materialismo intransi-
gente. Todo es material; incluso Dios y el alma son cuerpos;
la razón divina es una especie de fuego. Nadie pondrá en duda
que resulta muy complicado encontrar el sentido de tales afir-
maciones: es difícil descubrir la coherencia de una doctrina que
empieza identificando la razón con una sustancia material. Los
estoicos, sin embargo, eran hilozoístas: creían que toda materia
está dotada de vida. Admitiendo esta premisa, ya no parece tan
extraño afirmar que el universo material es un ser viviente y que
la materia está impregnada por la razón. Al igual que el alma o
la fuerza vital anima al cuerpo humano, una fuerza espiritual lo
mueve todo. Podemos llamar dios, naturaleza, razón a ese alma
o fuerza vital, puesto que todos esos términos son sinónimos
de la esencia íntima y del principio que anima el mundo. La
fuerza que le hace moverse y desarrollarse es un poder produc-
tivo y formativo, una espontaneidad natural. Estamos ante una
razón divina que todo lo impregna y que todo lo puede; en con-
secuencia, no existe en el mundo ningún mal absoluto, y nada
está dejado al azar. De ahí también que el destino —no enten-
dido como una necesidad mecánica y ciega, sino como una fuer-
za intencional y providente— se identifique con la actividad vi-
viente del todo que se manifiesta en cualquier acontecimiento
natural.
Todo hombre participa del fuego divino: la razón es su
principio rector, el corazón y el centro de su ser. Lo que co-
rresponde a su razón y expresa su naturaleza, corresponde tam-
bién al alma del mundo y expresa la naturaleza universal. «Vivir
según la naturaleza» es expresar nuestra naturaleza racional y,
a la vez, estar en armonía con el orden racional del mundo. Ello
El estoicismo, ejemplo de ética naturalista 63
significa que no debemos someternos sin más al destino, sino
que hemos de aceptarlo y darle una buena acogida.
Llegados a este punto, nos encontramos, sin embargo, con
una importante dificultad. Si la naturaleza se identifica con el
destino, parece que no nos queda ninguna elección posible: no
es que hagamos «mejor» en aceptarlo, es que no tenemos más
remedio que hacerlo. Los estoicos evitaron este escollo estable-
ciendo una excepción. Dijeron que todos los acontecimientos ex-
ternos, todas las vueltas de la fortuna, están sometidos al des-
tino, pero que, en relación con sus actitudes interiores, el hom-
bre es libre. No puede, por supuesto, oponerse a la naturaleza,
pero es libre de aceptarla sabiamente o de rebelarse como un
necio. No puede determinar su papel en la vida, pero puede re-
presentarlo bien o mal; puede desechar la rebelión insensata o el
sometimiento pasivo y adoptar una actitud de alegre serenidad
o, al menos, de ecuanimidad. Epicteto escribe:
Recuerda que eres un actor en una obra de teatro y que es el
dramaturgo quien elige el argumento: si lo quiere corto, es corto;
si largo, es largo. Si quiere que hagas de pobre, debes representar
ese papel lo mejor que sepas, y lo mismo si tu personaje es un
tullido, un magistrado o un hombre vulgar. Tu problema es, pues,
representar el papel y representarlo bien; la elección del reparto
es cosa de otro. 3
Para vivir sabiamente, una persona debe saber qué es libre
de hacer y qué no es libre de hacer. Ha de contar simultánea-
mente con el destino externo y con la libertad interior; ha de
comprender que la razón no puede alterar el curso de los acon-
tecimientos externos, pero que tiene un inmenso poder sobre su
vida íntima. Sigue diciendo Epicteto:
De entre todas las cosas que existen, unas están bajo nuestro
poder y otras no lo están. En nuestro poder está el pensamiento,
el impulso, la voluntad de evitar; en una palabra, todo lo que
constituye nuestro hacer. Lo que no está bajo nuestro poder es
3
Manual de Epicteto, en Whitney J. Oates, The stoic and epicurean
philosophers (Filósofos estoicos y epicúreos). Random House, New York
1940, 472.
 .1 Las leyes de la naturaleza
el cuerpo, los bienes de fortuna, la fama, los cargos públicos; en
una palabra, todo lo que no constituye nuestro hacer.4
La esencia de la moral consiste en hacer que «lo que está
en nuestro poder» —nuestras actitudes internas— esté en ar-
monía con «lo que no está en nuestro poder» —la marcha ex-
terna de los acontecimientos—. «No pidas que las cosas sucedan
como tú quisieras, advierte Epicteto; deja que tu voluntad con-
cuerde con lo que sucede, y obtendrás la paz».5 Su lógica es muy
simple: si quieres lo que consigues, conseguirás lo que quieres.
Lo que realmente importa es la actitud interior. Los «bie-
nes» externos de fortuna, los «bienes» físicos del cuerpo, no
son verdaderos bienes. Sólo la bondad es un bien y ésta es un
estado de la mente. Si un hombre pierde la riqueza o la salud,
ha perdido cosas que han de serle indiferentes; si ha de guardar
cama, no ha de sentirse afectado por ello. Frente a toda adver-
sidad, ha de conservar una imperturbable serenidad. «Recuerda...
en toda ocasión que te resulte enojosa que has de aplicar este
principio, dice Marco Aurelio: esto no es un infortunio, pero
si lo soporto con dignidad, puedo incluso alegrarme con mi suer-
te».6 En la práctica, esto significa llevar una vida sencilla, aus-
tera, en constante meditación, concentrada en lo interior y no en
lo que nos rodea. Los siguientes consejos de Epicteto resultan
muy característicos:
Guarda silencio la mayor parte del día... No te rías demasiado,
ni por cualquier cosa, ni de un modo descontrolado. Toma sólo lo
que verdaderamente necesites, como alimento, bebida, vestido, casa,
sirvientes; pero desecha lo que tienda al lujo y a la apariencia ex-
terna... Es propio de las almas necias excederse en los cuidados del
cuerpo, prolongar el ejercicio, la comida, la bebida y otras funciones
del cuerpo. Todo esto ha de hacerse de pasada; toda tu atención ha
de estar concentrada en tu mente.7
Las implicaciones éticas y sociales de esta filosofía son, en
líneas generales, quietistas. Si los acontecimientos externos son
4 la cual somos seres racionales, es común; si ello es así, también es
Ibid., 468.
5
Ibid., 470.
6
MARCO AURELIO, Soliloquios o reflexiones morales, en Ibid., 516.
7 '
Manual de Epicteto, en Ibid., 478, 480. '•;*";
El estoicismo, ejemplo de ética naturalista 65
facionales, providenciales y están mandados por el destino, y si
lo único bueno es la vida interior, la actitud del auténtico sa-
bio consiste en considerar los «males» externos, como la pobre-
za, con perfecta ecuanimidad. Epicteto aconseja:
Si besas a tu hijo, a tu hermano, a tu amigo, no des rienda
suelta a tu imaginación, ni permitas que tu regocijo vaya tan lejos
como quisieras. Debes recordar que amas a un mortal y que nada
de lo que amas te pertenece; que se te ha dado para un momento
y no para que siempre lo conserves; si no obraras así, serías tan
loco como el que pretendiera guardar para el invierno los higos y
las uvas que come en la estación oportuna... Y, de este modo,
en el momento en que vayas a obtener placer con algo, trae a tu
imaginación impresiones opuestas. ¿Qué mal hay en que cuando
beses a tu hijo te digas a ti mismo «mañana morirás», o en que
cuando hagas lo mismo con un amigo te digas «mañana tú o yo
nos marcharemos y no nos veremos más»? 8
Con otras palabras, nadie debe amar demasiado, sino man-
tenerse despegado incluso de lo que más le interese en esta vi-
da. En lugar de sentirse profundamente afectado por el amor
o la compasión, en lugar de indignarse ante las injusticias del
mundo, el sabio estoico acepta su situación y las tareas que és-
ta le impone. «Basta con que cada hombre cumpla su función».9
El autocontrol individual y no la acción social, la resignación
y no la reconstrucción colectiva, la reserva y no el amor pródiga-
mente ofrecido, son los rasgos dominantes de la ética estoica.
Las implicaciones conservadoras e individualistas de esta fi-
losofía son, en cierto modo, contrapesadas por la doctrina es-
toica de la fraternidad universal. Todo hombre, piensan, es par-
te de un todo: todos están unidos por «la ley natural de la her-
mandad», el parentesco de todos los hombres como hijos de la
naturaleza y ciudadanos del universo, esa «ciudad suprema de
la que todas las otras ciudades son como familias».10 Marco Aure-
lio declaró:
Si nuestra parte racional es común, también la razón, respecto a
' Discursos de Epicteto, en Ibid., 397-398.
Manual de Epicteto, en Ibid., 474.
10
MARCO AURELIO, Soliloquios o reflexiones morales, en Ibid., 506.
(>(> Las leyes de la naturaleza
común la razón que nos manda lo que debemos hacer o no hacer;
si ello es así, también hay una ley común; si ello es así, somos
conciudadanos y miembros de una comunidad política; si ello es así,
el mundo entero es una especie de estado. 11
Esta doctrina de que el mundo entero es un estado, ciudad
o comunidad política la encontramos también en Cicerón, quien
sufrió una gran influencia del pensamiento estoico. Cicerón afir-
ma que debemos concebir «ese universo total como una repúbli-
ca en la que forman parte tanto los dioses como los hombres»,
y en la que «toda cosa es tan parecida a otra, tan exactamente
su copia, que todo lo nuestro está en otro».12 Con parecidos ra-
zonamientos extrajo Epicteto las siguientes conclusiones éticas:
Toda dificultad está provista de dos asideros; llevando sujeto
uno de ellos, se puede soportar su peso; por el contrario, el otro
asidero, por sí solo, no puede mantener la carga. Si tu hermano peca
contra ti, no dejes de sujetar el asidero del lado por el que aquél
pecó. Sin embargo, si tu hermano, tu compañero de cuna, sujeta
bien el asidero que le corresponde, tu carga se te hará menos pesada
de llevar.13
Esta noble profesión de fraternidad humana difiere de la
cristiana por su frialdad y su desprendimiento intelectual. El es-
toico reprime con su actitud de reserva todo compromiso afec-
tivo. Ha de conservar a toda costa una imperturbable compos-
tura interior.
La doctrina estoica de la fraternidad humana está íntimamen-
te relacionada con la doctrina del derecho natural. Si «todo el
universo es una república», existe una ley natural que como ciu-
dadanos y hermanos estamos obligados a observar. Sirvan de
nuevo las palabras de Cicerón para ilustrar este punto:
Ley es la distinción entre lo justo y lo injusto, según lo primero
y más antiguo de todo: la naturaleza. En conformidad con las leyes
" Ibid., 509.
12
República, en M I C H A E L B. FOSTER, Masters of political thought
(Maestros del pensamiento político). Houghton Mifflin, Boston 1941,
185-186.
13
Citado por M A T T H E W ARNOLD, An essay on Marcus Aurelias
(Ensayo sobre Marco Aurelio), en Oates, /. c, 594.
El estoicismo, ejemplo de ética naturalista 67
de la naturaleza, se elaboran las leyes humanas que castigan al
malvado y defienden y protegen al justo. 14
Mientras la ley humana es relativa en el tiempo y en el es-
pacio y la ley de un estado determinado es promulgada en una
época y derogada en otra, la ley natural es de aplicación uni-
versal, inmutable y eterna. Cicerón continúa:
Ni el senado ni el pueblo pueden liberarnos de sus obligaciones,
y no necesitamos salir de nosotros mismos para conocerla e inter-
pretarla. No tendrá leyes diferentes en Roma y en Atenas, ni en
el presente y en el futuro, sino que una sola ley eterna e inmutable
valdrá para todos los pueblos y todas las épocas; no habrá sino
un. legislador y un gobernante, el mismo para todos, Dios, pues él
es el autor de esta ley, su promulgador y su juez ejecutor.15
Ningún hombre, nos dice, está obligado a obedecer una ley
humana a menos que ésta se acomode a la ley de la naturaleza,
pues la ley natural se apoya en principios absolutos e inmuta-
bles a los que habrá que seguir en el caso de que la ley humana
entre en conflicto con ellos.
A diferencia de las leyes puramente físicas, como la ley de
la gravitación universal, las leyes naturales, en el sentido en que
los estoicos utilizan esta expresión, pueden ser transgredidas. No
representan lo que los hombres han de hacer, sino lo que debe-
rían hacer para estar en armonía con la naturaleza. Son una ma-
nifestación del orden racional que gobierna todo el universo y
no de la simple necesidad física. En la inmensidad del universo
sólo hay un diminuto rincón, el del alma humana, en el que po-
demos descubrir la libertad; en él cabe al menos un cierto mar-
gen de elección. En lo más recóndito de nuestra propia alma
podemos escoger entre aceptar o rechazar las leyes comunes de
toda la humanidad como ciudadano del universo. A ese nivel,
cualquier hombre puede abrazar libremente las leyes de la ra-
zón, de la equidad, de la justicia y de los derechos naturales
innatos.
14
CICERÓN, /. c , 183.
15
Ibid., 188.
 68 Las leyes de la naturaleza
Esta concepción de la ley natural no sólo influyó profunda-
mente en los legalistas y juristas romanos, sino que, con diver-
sas modificaciones, persistió a través de la dominación de los
bárbaros y de la edad media, llegando hasta la época moderna.
Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, el más importante de los
filósofos medievales, tenía presente esta doctrina al escribir:
Toda ley elaborada por el hombre presenta el carácter de ley
precisamente en cuanto se deriva de la ley de la naturaleza. Porque
si en alguno de sus puntos entrara en conflicto con la ley de la
naturaleza, dejaría de ser ley; sería una simple perversión de una
ley.16
Tales ideas jugaron un importante papel en el desarrollo de
la filosofía liberal y en las enormes transformaciones que supu-
sieron las revoluciones inglesa, francesa y americana. Incluso en
las últimas décadas son muchos los escritores que han vuelto a
recurrir al viejo concepto de ley natural.
El profesor Gilbert Murray ha llamado al estoicismo «el
mayor sistema de pensamiento elaborado por el hombre durante
la época grecorromana, antes de la aparición del cristianismo».17
Creo que habría que reservar este juicio para las filosofías an-
teriores de Platón y Aristóteles, máximos representantes del pen-
samiento clásico. Con todo, hay mucho que admirar en el estoi-
cismo: el valor, la tranquilidad, el cosmopolitismo, el sentimien-
to de hermandad universal, el intento de descubrir relaciones
racionales y necesarias entre los seres, la actitud confiada y mag-
nánima de quien se siente identificado con el conjunto de la
naturaleza. Incluso un autor impregnado de pesimismo como
A. E. Housman recoge algo del sentir estoico al escribir:
Las aflicciones de nuestro engreído y agresivo polvo
existen desde la eternidad y nunca acabarán.
Podemos soportarlas y, si podemos, debemos hacerlo.
Carga con el cielo, hijo mío, y bebe tu amargura.18
16
Suma teológica, 2, q. 95, a. 2; citado por Robson, /. c, 221.
17
The stoic philosophy (La filosofía estoica). George Alien and
Unwin, London 1921, 12.
18
Last poems (Últimos poemas), Holt, New York 1922, 25.
El estoicismo, ejemplo de ética naturalista 69
En tanto que la aflicción es inevitable, es mejor soportarla
en la medida de nuestras fuerzas.
Sin embargo, son muchas las dificultades con que tropieza el
sistema estoico. Sus tesis centrales —la naturaleza es divina, ra-
cional y está regida por el destino, y todo lo que acontece fuera
del hombre está sometido a la necesidad— desestiman la base
de la elección moral. Si lo ideal es lo real y lo real es lo nece-
sario, no existe, evidentemente, razón alguna para que nos es-
forcemos en mejorar el mundo. La excepción que los estoicos
hacen de que el hombre es libre de aceptar o rechazar el desti-
no, deja muy poco margen a la elección; las consecuencias si-
guen siendo extraordinariamente quietistas. Por otra parte, no
parece haber ninguna razón de peso para afirmar que el hom-
bre en su fuero interno es independiente del destino. Si, como
alegan los estoicos, es una parte de la naturaleza, ¿por qué no
está sometido al destino que la gobierna? La interpretación es-
toica del mundo tiende a ser incoherente por su paradójica com-
binación de destino y voluntad libre, cosmopolitismo y autosu-
ficiencia, aceptación tácita de que hay cosas preferibles a otras
y enseñanza explícita de que siempre sucede lo mejor.
Uno de sus errores básicos es la desestimación de nuestro
poder sobre los acontecimientos externos y la exagerada esti-
mación de nuestro poder sobre el «hombre interior». Los estoi-
cos defienden que una necesidad inexorable determina la salud,
la enfermedad, la riqueza, la pobreza, la alta o baja condición
social, e incluso el placer y el dolor. Hoy sabemos, por el con-
trario, que los grandes males del mundo —la guerra, la enfer-
medad, la pobreza, la ignorancia-— no están fijados desde toda la
eternidad. Los hombres han demostrado de mil maneras su ca-
pacidad para modificar su entorno y, en muchas ocasiones, para
mejorarlo. Especialmente en nuestra época científica y tecno-
lógica, el poder humano de cambiar la vida constituye un hecho
impresionante. Por otra parte, los estoicos exageraron el alcance
en que la razón controla a la conciencia. Insistieron en que la
esencia del alma humana es la razón y que, si un hombre for-
mula juicios racionales, puede controlar cualquier parte de su
alma. Hoy sabemos que la razón juega un papel menos abso-
 VII Las leyes de la naturaleza
luto en la vida humana, que el sentimiento, el deseo y el instin-
to son fundamentales, y que ciertos factores subconscientes de-
terminan el contenido de nuestra vida mental consciente. Algu-
nos psicólogos modernos como Freud insisten en que los móviles
principales de la personalidad han de buscarse en ese nivel in-
consciente, y en que los procesos conscientes representan, en
gran medida, la expresión disfrazada o sublimada de impulsos y
conflictos subconscientes. Puede que Freud vaya demasiado le-
jos, pero la afirmación dogmática de los estoicos según la cual
«yo soy el capitán de mi nave», ha de ser interpretada y mo-
dificada.
El estoicismo es el prototipo de todas aquellas teorías que
ponen un énfasis extremo o exclusivo en cambiar al «hombre
interior», como algo distinto de los factores ambientales. Mu-
cho más realista sería afirmar que debemos cambiar las concien-
cias y las instituciones, los pensamientos y las cosas, los agentes
y las circunstancias. Cambiamos las mentes de los hombres al
cambiar sus entornos; cambiamos sus entornos al cambiar sus
mentes. Ambos factores —la personalidad individual y la situa-
ción ambiental— están en constante interacción; cada uno condi-
ciona al otro, cada uno modifica al otro. Esta es la única base
realista de la acción social y ética, la cual es, al mismo tiempo,
psíquica y social, mental y física, interna y externa.
3. La ética evolucionista
Otro tipo de ética naturalista que ha ejercido una gran in-
fluencia se ha basado en la teoría de la evolución y, más con-
cretamente, en las doctrinas de Charles Darwin. Sus conceptos
fundamentales, que todo hombre culto conoce, son los de lucha
por la existencia, variación, selección natural y supervivencia
de los más aptos.
La posibilidad de explicar la evolución en términos de tales
factores fue repentinamente intuida por Darwin al leer, por ca-
La ética evolucionista 71
sualidad, el Ensayo sobre la población de Robert Malthus, clé-
rigo inglés que publicó su famoso trabajo en 1798. En su estu-
dio, Malthus defendía que la raza humana tiende a aumentar mu-
cho más rápidamente que los medios de subsistencia y que, en
consecuencia, una gran mayoría de seres humanos no podrá so-
brevivir. Los débiles, argüía, serán eliminados por «controles na-
turales» como el hambre y la peste. Darwin explica:
En octubre de 1838, se me ocurrió leer, por puro entreteni-
miento, el Ensayo sobre la población de Malthus y, al estar pre-
parado para apreciar la lucha por la existencia que la observación
constante de los hábitos de animales y plantas descubre por todas
partes, intuí inmediatamente que en circunstancias favorables las
variaciones tenderían a ser preservadas y en circunstancias desfavora-
bles a ser destruidas. El resultado sería la formación de nuevas
especies. Disponía así de una teoría sobre la que podía empezar
a trabajar.19
Se puso a investigar y, después de muchos años de laborio-
sas experiencias en las que reunió una considerable cantidad de
pruebas, se sintió en disposición de ofrecer una interpretación per-
sonal de la evolución.
En resumen, su teoría es como sigue. Todos los animales y
plantas se multiplican más rápidamente que los medios de sub-
sistencia y, por ello, muchos individuos perecen antes de que
puedan reproducirse. Algunos sobreviven por puro azar, pero la
mayoría de los que superviven están, en cierto sentido, mejor
adaptados a su medio que el resto de sus compañeros. Del mismo
modo que no hay dos huellas dactilares completamente iguales,
las plantas y los animales varían siempre aunque sea ligeramen-
te. Unas modificaciones favorables dan a sus poseedores una ma-
yor posibilidad de sobrevivir y de transmitir sus caracteres, se-
gún las leyes de la herencia, a sus descendientes. La acumulación
de estas variaciones en el curso de muchas generaciones produ-
ce gradualmente un cambio en la especie. Dando un período
suficientemente largo de tiempo, este proceso puede explicar la
evolución de la vida desde los protozoos hasta el hombre.
19
Citado por WILLIAM CECIL DAMPIER, A history of science (His-
toria de la ciencia). Macmillan, New York 1949, 276.
72 Las leyes de la naturaleza
Esta teoría fue complementada con nociones adicionales que
pronto aportaron los entusiastas discípulos de Darwin. Primero,
se hizo equivaler la noción de evolución a la de progreso y se
interpretó «la supervivencia de los más aptos» como la super-
vivencia de los mejores. Segundo, se describió la lucha por la
existencia como una despiadada competición, imaginando que la
naturaleza estaba provista de «dientes y garras siempre cubiertos
de sangre».20 Tercero, se concibió al hombre como una parte
de la naturaleza e igualmente sometido a la selección natural.
Había una marcada tendencia a considerar la competencia eco-
nómica del capitalismo e incluso la guerra como una prolonga-
ción en la vida humana de la «lucha por la existencia» darvi-
nista.
Muchos autores tomaron estas ideas como base para una re-
interpretación de la vida moral del hombre. Herbert Spencer
(1820-1903), por ejemplo, uno de los filósofos ingleses que más
influencia ha ejercido, defendió que el hombre es un animal so-
metido a los leyes generales de la evolución y que el progreso
humano es el resultado de la rígida disciplina de la naturaleza
que elimina a los inadaptados.21 Mediante un oportuno disfraz
se alababa así el carácter despiadado de la lucha humana por la
supervivencia. Spencer llegó incluso a declarar:
La pobreza del incapaz, las angustias que sobrevienen al impru-
dente, el hambre del perezoso y el desplazamiento de los débiles
por los fuertes, que deja a tantos «en el arroyo y en la miseria»,
son los decretos de una gran y previsora benevolencia.22
Todos estos males han de ser motivo de alegría, afirmó Spen-
cer, porque eliminan al inepto; no habría, pues, que permitir
ni la reglamentación de la industria, ni la ayuda al necesitado, ni
los programas de higiene pública o de cuidados sanitarios, ni la
legislación social, para no dulcificar la lucha por la existencia. La
doctrina económica del laissez faire implica la menor interferen-
20
TENNYSON, In memoriam, LVI.
21
HERBERT SPENCER, Social statics (Estática social). Appleton, New
York 1888, 352-357, 412-413.
22
Ibid., 354.
La ética evolucionista 73
cia posible con las «leyes de la evolución», por lo que constitu-
ye el estado ideal de sociedad para la mejora del hombre. En una
sociedad así, los seres humanos pueden progresar rápidamente
hacia las metas evolucionistas, a saber, la perfecta adaptación del
hombre, organismo individual, a su medio ambiente. Cuando se
realice este estado de equilibrio perfecto, será posible la aboli-
lición de todo gobierno, el establecimiento de una anarquía utó-
pica en la que la felicidad humana alcanzará su más alta ex-
presión. Incluso antes de que se elimine todo gobierno, su in-
tervención puede ser reducida al mínimo. Spencer creyó que
muy pronto se abolirían funciones oficiales tales como el servi-
cio postal, la acuñación de moneda y la educación estatal.
Otros autores intentaron hacer uso de la teoría evolucio-
nista para justificar los confÜctos de raza o de clase social. El
sociólogo austríaco Ludwig Gumplowicz, por ejemplo, conside-
ró la historia como una sucesión de luchas entre tribus, razas,
naciones y clases sociales, en la que sobreviven los individuos
y grupos más aptos. En Alemania, militaristas como el mariscal
von Moltke y el general von Bernhardi exaltaron la guerra co-
mo medio de «selección natural» y, en consecuencia, como una
de las condiciones primeras del progreso humano. Oswald Spen-
gler, el famoso historiador alemán, insistió en que «el hombre
es un animal de presa» y denunció como antinatural «el desden-
tado sentimiento de simpatía y de reconciliación».23 Mussolini,
Hitler y el filósofo nazi Alfred Rosenberg argüyeron que en toda
la naturaleza hay una lucha incesante por la supervivencia y que
los fuertes y aptos sobreviven. El hombre, afirmaron, es un ani-
mal combativo; en la lucha, la humanidad ha alcanzado su gran-
deza. La nación o la raza es la unidad natural de combate, y su
fuerza combativa depende de su rechazo de los principios hu-
manitarios y democráticos, que han de ser considerados como
antinaturales.
El principal representante de la ética evolucionista fue Frie-
drich Nietzsche (1844-1900). Su filosofía, notablemente variada
y ambivalente, resulta muy difícil de clasificar y resumir. «Co-
23
OSWALD SPENGLER, The hour of decisión (Años decisivos). Knopf,
New York 1934, 21; y Man and technics (El hombre y la técnica). Knopf,
New York 1932, 43.
 I Las leyes de la naturaleza
nozco a ambas partes, porque soy ambas partes», afirmó.24 Unas
veces escandalizó y fanfarroneó como un malhechor; otras fue
un modelo de refinamiento sutil. Defendió, entre otras doctri-
nas, que la vida, en su verdadera esencia, es voluntad de poder;
que la evolución resulta del triunfo de la fuerza sobre la debi-
lidad; que el tipo bondadoso y democrático de personalidad es
decadente; que el instrumento supremo del avance evolutivo
es una élite aristocrática y guerrera, una orgullosa clase dirigen-
te; y que el dominio despiadado de los «amos» sobre los «es-
clavos» preparará el camino para un tipo mucho más evolucio-
nado: el superhombre.
A diferencia de Herbert Spencer, Nietzsche creía que no de-
be dejarse que el proceso natural siga su propio ritmo, sino que
ha de ser activamente ayudado y fomentado. En su concepción
de la evolución, se alejó de Darwin para acercarse a Lamarck,
quien defendía que los organismos se adaptan por sí mismos a
nuevos ambientes luchando por superar las dificultades, y que
estas adaptaciones se transmiten a sus descendientes. Al igual
que Lamarck, defendió que el avance del hombre no tendrá
lugar como el resultado de una lucha azarosa por la existencia,
sino como la consecuencia de un esfuerzo deliberado. El prin-
cipal agente que logrará una superación del actual estado evolu-
tivo será una nueva clase de señores que se desprenderá de los
grilletes de la moral convencional y vivirá merced a la sujeción
de una inmensa clase de esclavos. Estos nuevos señores serán
una réplica de aquellos jefes bárbaros que, en el amanecer de
la civilización, se impusieron a los pueblos más débiles a los
que redujeron a la esclavitud. Al rechazar conscientemente los
valores del cristianismo, de la democracia y del socialismo, los
futuros señores harán que reverdezcan los antiguos valores aris-
tocráticos: la arrogancia, la dureza y el desprecio hacia todo lo
vulgar. Como resultado de su impulso vital y de su heroísmo,
se renovará la cultura occidental y se preparará el camino para
el superhombre. Zaratustra, el profeta creado por la imaginación
de Nietzsche, proclama:
21
Citado por HARRY SLOCHOWER, NO voice is wholly lost (Nin-
guna voz se pierde totalmente). Creative Age Press, New York 1945, 1.
La ética evolucionista 75
Yo os muestro al superhombre. El hombre es algo que debe
ser superado. ¿Qué habéis hecho vosotros para superarlo? Hasta
hoy, todos los seres han creado algo por encima de ellos, ¿y que-
réis ser vosotros el reflujo de esa ola enorme prefiriendo retornar a
la animalidad antes que superar al hombre? ¿Qué es el mono para
el hombre? Un motivo de risa o una vergüenza dolorosa... El super-
hombre es el sentido de la tierra. Que vuestra voluntad diga: Sea
el superhombre el sentido de la tierra. 25
Toda ética ha de sufrir una inversión de todos sus valores.
Fraguando un nuevo código moral, podemos expresar la orien-
tación del hombre actual hacia lo que ha de ser el superhombre.
La filosofía de Nietzsche está lejos de ser una justificación
del status quo, pero la ética evolucionista ha sido a menudo uti-
lizada como sostén del orden existente y, en especial, de una
economía centrada en un «descarnado individualismo». William
Graham Sumner, sociólogo americano que ha ejercido una enor-
me influencia, por ejemplo, escribió durante la depresión eco-
nómica universal de 1879:
Si no estamos de acuerdo con la supervivencia de los más aptos,
sólo nos queda una alternativa posible: la supervivencia de los más
ineptos. La primera es una ley de la civilización; la segunda es la
ley de la anticivilización. Ningún hombre se adherirá a un tercer
proyecto —el del ideal socialista— para el que el avance de la ci-
vilización ha de producirse fortaleciendo a los más ineptos. 26
Robert y Helen Lynd señalaron en su estudio sobre Middle-
town —nombre supuesto de una ciudad real y representativa
norteamericana— que estas ideas son bastante comunes en Es-
tados Unidos.
Es imposible concebir un mundo que sea a la vez planificado y
débil, afirma el típico hombre de negocios de Middletown. Los más
fuertes y mejores superviven; ésta es, a fin de cuentas, una ley de
la naturaleza; así ha sido siempre y siempre lo será.27
:5
Así hablaba Zaratustra. E.D.A.F., Madrid 1964, 18.
26
Essays (Ensayos). Yale University Press, New Haven 1934, I I , 56.
-' Aíiddletown in transition (Middletown en transición). Harcourt,
Brace, New York 1937, 500.
76 Las leyes de la naturaleza
La ética evolucionista presenta un buen número de falacias
y dificultades. La mayoría de sus expositores, con excepción de
Nietzsche, han incurrido en la falacia genética: identificar la
forma desarrollada de algo con sus orígenes. Han defendido que,
dado que la vida moral del hombre surge de la naturaleza, debe
presentar las mismas características de la naturaleza de la que
emergió. Como el hombre procede de los animales inferiores,
su vida moral ha de estar revestida de los mismos rasgos que
dichos animales y atenerse a la misma «ley» de la supervivencia
de los más aptos que vale para los monos y para los tigres.
Ahora bien, si el desarrollo o la evolución tienen algún signi-
ficado, éste no puede ser otro que el de cambio. Ha de apare-
cer al final del proceso una serie de caracteres que no estaban
presentes al principio del mismo. Un roble procede de una be-
llota, pero no es una bellota. El hombre procede de los monos
antropomorfos, pero no es un mono. Sólo los seres humanos son
capaces de trazarse un plan de vida y de acomodarse a él. Úni-
camente el hombre puede sustituir la fuerza por la persuasión
racional. Por otra parte, sería una locura que un hombre viviera
como un lobo, ya que ello supondría vivir a un nivel infrahu-
mano. En su génesis, el hombre pudo asemejarse al lobo; en el
desarrollo de sus caracteres, son dos seres muy diferentes.
La mayoría de los partidarios de la ética evolucionista han
cometido también la «falacia del factualismo», consistente en
suponer que lo que es es sinónimo de lo que debe ser. Dada
una proposición fáctica, x es un objeto, intentamos inferir una
proposición normativa, x es bueno o x debe existir. No podemos
pasar de una proposición fáctica a una proposición normativa,
a no ser que supongamos que todo lo que existe es bueno, hipó-
tesis ésta harto dudosa. La presencia encubierta de esta falacia
en el darwinismo ético se debe, en gran parte, al significado am-
biguo de la expresión «los más aptos». Si no acertamos a esta-
blecer una distinción entre el significado biológico y el signi-
ficado ético del concepto «los más aptos», resulta muy difícil
no incurrir en esta falacia: supondremos que «los aptos» bioló-
gicamente son los aptos moralmente; que lo que supervive es
lo que debe supervivir. Ahora bien, los más aptos, desde el
punto de vista de la supervivencia biológica, pueden ser simple-
La ética evolucionista 11
mente los sagaces, los crueles o los débiles que se hayan unido
entre sí. Por otra parte, lo que es más apto depende de las
condiciones ambientales y es enteramente relativo a ellas. Por
ejemplo, si la tierra se volviera a helar en una nueva era glacial,
la «supervivencia de los más aptos» podría producir organismos
cada vez más raquíticos y pobres del estilo de los liqúenes. Es
posible que en una banda de asesinos sólo sobrevivan los más
sangrientos. De este modo, no hay nada en la simple supervi-
vencia que atestigüe un carácter ético superior o una forma cual-
quiera de bondad.
Aunque no tengamos en cuenta estas objeciones y demos
por sentado que los más aptos y los más desarrollados son siem-
pre los mejores, no tendríamos ningún derecho en concluir que
los medios naturales a un fin natural son, igualmente, los me-
jores. La naturaleza puede ser extraordinariamente pródiga y
cruel en la consecución de sus logros. Es posible que en la na-
turaleza se produzca un auténtico progreso, pero ello suele dar-
se al elevado precio de una proliferación ciega y de un enor-
me proceso de eliminación. La razón, la cooperación, el senti-
miento, la previsión y el control científico del hombre pueden
lograr tal vez un progreso evolutivo con medios más económi-
cos que los empleados ordinariamente por la naturaleza. Quizá
el hombre obraría de un modo más eficaz si en lugar de imitar
a la naturaleza se esforzara en mejorarla. Como dijo Tennyson
hablando de la naturaleza, «de las cincuenta semillas de que dis-
pone sólo fructifica una».28 ¿Deberá plegarse el hombre a ese
despilfarro sólo porque sea el modo en que la naturaleza opera?
Podemos, por otra parte, considerar inadecuada la interpre-
tación que Spencer, Nietzsche y el darwinismo ético han hecho
del evolucionismo. Ya hemos dicho que estos autores conciben
la naturaleza como la lucha de todos contra todos, en la que
los vencedores sobreviven para engendrar en su día animales
más aptos. Con todo, Darwin apuntó en numerosos pasajes que
muchos animales sobreviven gracias a la cooperación. Desde su
muerte se ha venido acumulando una gran cantidad de pruebas
en las que la ayuda mutua aparece como un poderoso factor
TENNYSON, In memoriam, LV.
 Las leyes de la naturaleza La ética evolucionista 79

evolutivo. Kropotkin, Geddes, Conklin y muchos otros biólo- tas. Cuando la guerra moderna no es antiselectiva, resulta in-
gos han encontrado entre los animales innumerables comporta- discriminatoria. En el momento en que, por ejemplo, estalla
mientos de cooperación. Tras revisar las pruebas de que dispo- en una ciudad una bomba atómica, extermina tanto a los inep-
nía, el eminente biólogo americano W. C. Allee afirmó: tos como a los aptos. La guerra es tan absurda desde el punto
de vista biológico como catastrófica desde el punto de vista
En la naturaleza existen fuerzas egoístas y fuerzas altruistas, y ético.
ambas son importantes. El principal problema que aquí se plantea
es cuáles son más fundamentales y poderosas. Después de muchos Hasta ahora me he limitado a exponer la interpretación que
estudios y en contra de Herbert Spencer, mi opinión última es que de la ética evolucionista han ofrecido pensadores como Herbert
las fuerzas de cooperación son biológicamente más importantes y Spencer y William Graham Sumner. Otros autores, como John
vitales... En muchas ocasiones, las fuerzas de cooperación resultan Dewey, Henri Bergson y Samuel Alexander, se han basado en
vencidas. Sin embargo, a largo plazo, los individuos unidos a un
grupo y los impulsos más altruistas resultan ligeramente más fuertes. la teoría evolucionista para defender un credo liberal y humani-
Si la cooperación no hubiera sido la fuerza más poderosa, ni ha- tario. Para ellos, la evolución muestra que el universo está de
brían aparecido animales tan complejos como los artrópodos o los tal manera constituido que permite la innovación, el crecimiento
vertebrados por evolución de otros más simples, ni habrían sur- y el desarrollo de capacidades más ricas: el tránsito desde los
gido esos hombres que se angustian entre sí con guerras terribles
y biológicamente disparatadas. 29
protozoos al más elevado nivel de la humanidad representado
por sus héroes, artistas, pensadores y santos. Al producir al
hombre, siguen argumentando, la naturaleza ha creado por fin
Esta opinión ha sido suscrita en todo el mundo por algunos
a un animal que tiene el poder de crearse a sí mismo. Por ello,
de los científicos más reputados. Muchos biólogos han apunta-
han destacado la importancia de una moral abierta y emprende-
do además que la selección natural no es un factor creativo,
dora, que no se limite a imitar a los animales inferiores, sino
sino que se limita a conservar lo que ya ha aparecido, y que se
que se abra a nuevos horizontes.
han de tener en cuenta otros factores como la mutación a la
hora de explicar la evolución. Según estas opiniones, podemos La evolución puede ser interpretada de diversas formas, por
afirmar con plena seguridad que «la lucha por la existencia», lo que sus implicaciones éticas resultan a menudo ambiguas.
con su consiguiente selección natural, no explica toda la historia Ni ha resuelto nuestros problemas éticos, ni nos ha suministra-
y que no es menos «natural» una forma de vida cooperativa que do un modelo de conducta. A la luz de las ciencias biológicas,
otra competitiva o agresiva. nos sentimos más inclinados a interpretar al hombre en un sen-
tido naturalista que sobrenatural. Junto a ello, tenemos más
La agresión, en la forma que adopta en la guerra moder-
conciencia del inmenso pasado de la raza humana y de la inmen-
na, resulta biológicamente injustificable. Es absurdo admitir que
sa promesa de su futuro. Con todo, si el hombre considera la na-
tras una posible guerra futura sobrevivirán los más aptos. Con
turaleza como un modelo a imitar, deja de hacer uso de su más
sus reclutamientos, la guerra moderna va en contra de la selec-
alto don natural: su inteligencia libre.
ción: selecciona a los más aptos para el frente de batalla y de-
secha a los más ineptos. Entre los que están en línea de comba-
te, se escoge a los más inteligentes y sanos para las empresas
más peligrosas, como tripular aviones y submarinos, por ejem-
plo, o servir en el cuerpo de transmisiones o en el de paracaidis-
29
Where angels jear to tread (Donde los ángeles temen poner el pie):
Science 97 (1943) 521.
 81) Las leyes de la naturaleza
4. Crítica general de la
ética naturalista
La naturaleza ha significado cosas muy diferentes a las dis-
tintas personas que se han parado a interpretarla. Sin embargo,
en la mayoría de estas interpretaciones, la naturaleza no sumi-
nistra una norma adecuada para la acción individual o social.
Puede que todo lo valioso sea natural, pero, indudablemente, no
todo lo natural es valioso. Sólo en la medida en que lo natural
coincide con lo valioso puede servir de base aprovechable para
la elección ética.
Consideremos algunos de los significados del término natu-
raleza. En primer lugar, el término puede ser utilizado para de-
signar todo lo que existe, el sistema entero de seres. Desde es-
ta perspectiva, no ofrece ninguna base de selección. Cualquier
cosa y todo es natural; de ahí que la expresión «seguir la na-
turaleza» carezca de sentido, porque no podríamos nunca dejar
de hacerlo.
En segundo lugar, el término naturaleza se utiliza a veces
para hacer referencia a lo que es característico, común o usual.
Así entendida, la naturaleza no es necesariamente buena o co-
rrecta. No tenemos por qué ser típicos, si ello implica ser medio-
cres o incluso malos. El refrán que dice «donde fueres haz lo
que vieres», es un consejo de prudencia, pero no una adver-
tencia moral. No siempre nuestro deber ha de coincidir con lo
aceptado. Puede incluso que la mayoría esté equivocada. Los
más altos logros, en virtud de su propia elevación, han de ser
necesariamente poco corrientes. Como indica Spinoza en las úl-
timas palabras de su Etica, «todo lo que es hermoso es tan
difícil como raro».30
En tercer lugar, el término naturaleza puede significar lo pri-
mitivo. Rousseau, por ejemplo, en sus últimos escritos, utilizó
el término en este sentido. A este nivel, es evidente que no
encontramos tampoco ninguna base válida para la elección ética.
30
Etica. Traducción de Ángel Rodrígue2 Bachiller. Aguilar, Ma-
drid 1961, 431.
Crítica general de la ética naturalista 81
El hombre primitivo puede estar revestido de una prístina vita-
lidad o de una sencillez intacta dignas de admiración, pero tam-
bién puede ser «mezquino, sucio, despiadado y necio». El sim-
ple hecho de que algo aparezca antes en un proceso evolutivo
no lo hace bueno.
En cuarto lugar, el término naturaleza puede significar lo
innato frente a lo adquirido, como cuando lo oponemos a lo
cultivado. Ahora bien, a menos que abandonemos todo tipo de
educación, de aprendizaje y de cultivo, no podemos afirmar
que la naturaleza es preferible a la cultura. En la práctica, toda
empresa civilizadora consiste en mejorar lo innato.
En quinto lugar, el término naturaleza puede hacer referencia
a lo que está fuera del control o de la innovación humanos,
como cuando utilizamos la palabra «naturaleza» para designar
lo salvaje, lo involuntario o lo espontáneo. Tampoco tenemos
aquí ningún fundamento para una norma ética, ya que toda la
técnica y la ciencia humanas implican una interferencia con la
naturaleza así entendida. Sin esa interferencia, sería imposible
la vida humana. No existen razones válidas para que podamos
excluirla por el simple hecho de «no ser natural».
Si se nos exige que vivamos de acuerdo con la naturaleza,
en cualquiera de los cinco significados del término, lo que en reali-
dad se nos está pidiendo es que cometamos la falacia del factua-
lismo. Se nos invita a que tomemos cualquier rasgo puramente
fáctico —la totalidad, lo característico, lo primitivo, lo innato
o lo inculto— y lo convirtamos en norma de conducta. Lo fác-
tico no es, sin embargo, lo ideal: lo físico se distingue de lo
ético. «Lo que es» no es idéntico a «lo que debe ser». Es evi-
dente que los ideales se convierten a veces en realidad: lo bue-
no y lo real se identifican en parte, pero nunca llegan a coincidir.
Este hecho constituye el eje de la tragedia de nuestra exis-
tencia.
Si con el término naturaleza no significamos lo real, sino
lo ideal, podemos utilizar este concepto como base para nues-
tra conducta. A veces se usa el término en este sentido, como
cuando hablamos de «natural» en cuanto que plenamente cum-
plido, como la realización ideal del tipo. Con todo, una ética que
82 Las leyes de la naturaleza

se base en tal concepto será esencialmente intencional: no nos

pide que imitemos un modelo dado, mira más allá, persigue un 4
fin y se muestra abierta y emprendedora. En la segunda parte
de este libro •—dedicada a la ética de los ideales— estudiare- Las leyes de la
mos este tipo de moral.
Una ética así no puede ser indiferente respecto a lo fáctico conciencia
ni prescindir de ello. Puede y debe admitir que la realidad —el
mundo real de lo fáctico— nos suministra el material con el
que hemos de trabajar y establece los límites de lo que podemos
hacer. Por otro lado, sólo podemos determinar lo ideal a la luz
de las necesidades y tendencias reales, pero no podemos identi-
ficar el hecho con la norma, lo real con lo ideal. Cuando lo
natural significa lo bueno, debemos aceptarlo; cuando significa
cualquier otra cosa, no puede ser objeto válido de aspiración
ética. 1. La ética de la conciencia

Los hombres han intentado formular leyes morales de dos

formas: observándose a sí mismos u observando lo que les ro-
dea. Al buscar una autoridad externa a la conciencia individual,
han apelado a Dios o a la naturaleza; al buscar el testimonio
directo de su propia conciencia, han recurrido a alguna facultad
interna, como la conciencia o la razón.
He dedicado los capítulos anteriores a la exposición de las
éticas consuetudinarias, teológicas y naturalistas, cada una de
las cuales deduce, a su modo, las leyes morales de una fuente
externa a la conciencia individual. Examinaremos, en este ca-
pítulo, las teorías que deducen la orientación moral, tanto res-
pecto a la acción individual como a la social, de una facultad
interna cuya función es distinguir el bien y el mal.
Dicha facultad puede ser concebida de formas diferentes y
recibir distintos nombres. El término que más a menudo se uti-
liza es el de conciencia. Empezaré considerando una interpreta-
ción concreta de la conciencia, la que atiende a la rectitud o
incorrección de los actos y motivos sin considerar el valor de
sus consecuencias. Según esta posición, la conciencia es una es-
pecie de facultad innata que nos inspira ciertas creencias y ac-
84 Las leyes de la conciencia
titudes morales de un modo inmediato y extrarracional, sin con-
siderar los efectos ulteriores de nuestras acciones. Al final de
este capítulo, consideraré otra interpretación de la conciencia,
la que apela a una «voz interior» teleológica y no autoritaria
que llama a cada hombre a su verdadero yo. Nos detendremos,
sin embargo, en este primer epígrafe en las concepciones no te-
leológicas de la conciencia.
Algunos individuos —generalmente los que tienen una men-
talidad menos filosófica— piensan que la conciencia suministra
con facilidad dictámenes en cada situación moral. Actúa de un
modo casi instantáneo, a la manera de un órgano sensorial o
de un instinto determinado, sin tener en cuenta ni reglas ni
principios.
Tal interpretación apenas requiere una discusión detenida.
Supone que los preceptos de la conciencia son tan irracionales
y caprichosos que no se basan en principios de ninguna clase.
Esta postura no dejaría en pie otra cosa que no fuera un caos
de actitudes emocionales: desde estas premisas, hemos de aban-
donar todo concepto de moral objetiva. Si hemos de tener una
moral objetiva y no fantástica, habremos de admitir que los ca-
sos similares han de ser tratados de un modo similar, y los casos
idénticos de un modo idéntico.
Como Hastings Rashdall apuntó en su Teoría del bien y del
mal:
A un niño que nos pregunta si puede coger ñores de un jardín
que no es suyo, no le contestamos: «Hijo mío, eso depende total-
mente de las circunstancias que rodeen el caso concreto; sería
un dogmatismo injustificable por mi parte si dictaminara una regla
general sobre el asunto; consulta tu conciencia en cada caso y
siempre obrarás bien». Por el contrario, lo que en seguida le decimos
es: «No debes coger flores, porque eso sería un robo y robar es
malo». Determina todas las reservas que quieras sobre la insufi-
ciencia de la regla, sobre su carácter indefinido, sobre su incapa-
cidad para resolver muchos problemas de la vida, sobre la necesi-
dad de establecer excepciones, etc., aun entonces habrás de admitir
que hay un punto en la moral en el que se produce un acuerdo
entre todos los hombres sencillos y entre casi todos los filósofos:
ello es lo que hace que existan reglas de conducta.1
1
Tbe tbeory of good and evil (Teoría del bien y del mal). Oxford
University Press, London 1907, I, 82-83.
La ética de la conciencia 85
Incluso un iconoclasta moral como Nietzsche tiene ciertos
ideales y principios morales. Descartar estas orientaciones ge-
nerales y dejar que sean los impulsos infrarracionales —a los
que en esta interpretación se les llama «conciencia»— los que
determinen una acción únicamente a la luz del momento no sólo
supone situar la moral al nivel del puro capricho sino destruirla.
Con todo, con el término conciencia podemos entender algo
diferente: el conocimiento inmediato de que cierto tipo de actos
son buenos o malos. Según este punto de vista, existen reglas
evidentes que determinan la acción justa en las distintas formas
de conducta. Unos actos como el robo o el homicidio han de
ser condenados a la base de reglas intuidas por la conciencia,
y otros como la sinceridad o el cumplimiento de las promesas
han de ser aprobados sobre el mismo fundamento. Esta doc-
trina ha tenido una aceptación tan grande que Henry Sidgwick,
pensador de finales del siglo xix, la llamó el punto de vista de
«la moral del sentido común». Su crítica a esta teoría, expuesta
en su obra Métodos de la ética, contiene un razonamiento que
se ha hecho ya clásico. A excepción hecha de la brevedad de mis
observaciones, todo lo que voy a exponer a continuación difie-
re muy poco de las afirmaciones críticas establecidas por dicho
autor.2
En primer lugar, las reglas impuestas por la conciencia no
son, en realidad, evidentes por sí mismas. Lo que es evidente
por sí mismo ha sido claramente expuesto por Thomas Reid
(1710-1796), defensor de la posición que estamos criticando.
Reid determina que las proposiciones evidentes por sí mismas
son «aquellas en las que creemos en el momento mismo de com-
prenderlas... No se descubren mediante demostraciones, ni por
el peso de los argumentos: la proposición no se deduce o in-
fiere de otra; tiene en sí misma la luz de la verdad y no hay
motivo para que se la apropie de otra».3 Puede decirse que per-
tenecen a esta categoría las proposiciones simples de las mate-
2
Véase HENRY SIDGWICK, The methods of ethics (Métodos de la
ética). Macmillan, London 1922, libro III, capítulo XI.
3
Essays on tbe intellectual poivers of man (Ensayos sobre los po-
deres intelectuales del hombre). Macmillan, London 1941, ensayo VI, ca-
pítulo IV.
86 Las leyes de la conciencia
máticas o de la lógica. La afirmación «dos y dos son cuatro»,
por ejemplo, será admitida por todo el que la comprenda: ne-
garla sería lógicamente contradictorio. Por poner otro ejemplo:
sabemos, al margen de la observación y de la experimentación,
que «si x implica y, y x es verdadera, y es también verdadera».
(En este caso, x e y simbolizan proposiciones). Decir que la pro-
posición y es falsa cuando está implicada en una proposición
verdadera —x— es a todas luces contradictorio. Por el contra-
rio, la negación de una norma ética, la que afirma que «una
persona no debe robar», por ejemplo, no es lógicamente contra-
dictoria; entre otras cosas no siempre se ha defendido la validez
de esta regla. A los niños de la antigua Esparta, por ejemplo,
se les enseñaba a robar; y, durante la segunda guerra mundial,
los niños polacos o franceses aprendieron que robar a los nazis
era un acto meritorio aunque peligroso.
En segundo lugar, suponer que una regla moral es evidente
por sí misma hace que su examen resulte ambiguo. Considere-
mos, por ejemplo, la regla que condena el homicidio. ¿Qué es
un homicidio? Los cuáqueros han condenado la guerra y la pena
capital por considerarlas formas de homicidio. Hay muchas per-
sonas que se oponen a esta afirmación, pero no podemos tomar
una decisión sobre este problema basándonos simplemente en
el número de personas que apoyan o rechazan una opinión u
otra. En la práctica, resulta difícil dilucidar cuándo estamos ante
un verdadero asesinato: a menudo es difícil distinguir entre un
homicidio justificable, un homicidio involuntario y un asesina-
to. Los juristas han dedicado muchas horas a reflexionar sobre
la posible solución de estos problemas. Consideremos, por otra
parte, la regla que condena la mentira. ¿Estamos mintiendo cuan-
do decimos literalmente la verdad, pero la interpretación que
se deduce de lo que afirmamos es falsa? ¿Puede constituir una
mentira una mirada, un gesto o un silencio? ¿Es una mentira
decir a un niño algo que es falso cuando no puede entender la
verdad o cuando ésta heriría sus sentimientos? Toda regla mo-
ral es ambigua cuando ha de ser aplicada a casos dudosos.
En tercer lugar, las reglas morales pueden entrar en conflic-
to entre sí. Una regla puede, por ejemplo, dictaminar «no mien-
La ética de la conciencia 87
tas», pero otra puede ordenar «no causes sufrimiento a otros».
Cuando se han de aplicar estas dos reglas a un caso dado, am-
bas pueden entrar en conflicto. Cuando el deber de veracidad
entra en conflicto con el de benevolencia, ¿cuál es el que ha de
prevalecer? El viejo problema de si un médico debe decir siem-
pre la verdad a un enfermo encierra este dilema moral. Su-
pongamos, por poner otro ejemplo, que en un banquete alguien
calumniara deliberadamente a un amigo nuestro. ¿Actuaríamos
de acuerdo con el precepto «seamos leales con nuestro anfitrión
y no organicemos una escena desafiando o denunciando al calum-
niador»? ¿O actuaríamos según el principio «seamos leales con
nuestro amigo y defendámosle aun a costa de tener que es-
grimir un argumento precipitado y embarazoso»? Las perple-
jidades morales de la vida se plantean precisamente de este
modo: un principio nos impele a actuar en contra de otro prin-
cipio. Cuando nos enfrentamos con tales incertidumbres, desa-
parece la pretendida evidencia de la regla moral y no podemos
decidir lo que hemos de hacer sin considerar las consecuencias de
nuestros actos.
En cuarto lugar, las prescripciones de la conciencia varían
de una época a otra y de un lugar a otro, y ello implica que no
son realmente infalibles ni evidentes por sí mismas. Los antiguos
griegos, por ejemplo, creían que no iba en contra de la moral
abandonar a su suerte a los niños recién nacidos que no ha-
bían sido deseados. Incluso un hombre de la sensibilidad mo-
ral de Platón compartía esta opinión cuando entraba en juego
un objetivo eugenésico. La homosexualidad era igualmente ad-
mitida entre la mayoría de los griegos. Por citar otro período
de la historia, cristianos muy pudibundos y escrupulosos se de-
dicaron al tráfico de esclavos sin que les pareciera reprobable
el terrible sufrimiento y el elevado número de víctimas que
provocaban entre los negros reclutados en África. La quema de
«brujas» era también bastante común entre comunidades cris-
tianas. Se ha demostrado que esta práctica llegó a extremos in-
creíbles; muchos centenares de mujeres ardieron en la hogue-
ra y en algunas ciudades y villas casi todas las mujeres de más
de cuarenta años quedaron exterminadas. Casi todas ellas con-
fesaron ser brujas cuando se les torturaba una y otra vez, y
88 Las leyes de la conciencia
los buenos cristianos de la comunidad las quemaban al momen-
to sin el más mínimo asomo de escrúpulo.
Ante tales diferencias, resulta imposible considerar como ge-
nuinamente objetivas y universales el contenido de las inspira-
ciones «intuitivas» de la conciencia, inspiraciones que las más
de las veces coinciden con las costumbres de una sociedad dada.
Los psicólogos modernos, como Freud, han interpretado la con-
ciencia como la «internalización» de las órdenes de las autori-
dades externas que rodean al hombre, principalmente durante
la infancia. Erich Fromm, psicólogo contemporáneo, expresa el
carácter autoritario de la conciencia de la siguiente forma:
En la formación de la conciencia, autoridades tales como los
padres, la iglesia, el estado o la opinión pública, son aceptadas
consciente o inconscientemente como legisladores éticos y morales
cuyas leyes y sanciones adopta uno interiorizándolas. Por así decirlo,
las leyes y las sanciones de la autoridad externa llegan a formar
parte de uno mismo, y en vez de sentirse responsable ante algo
externo, uno se siente responsable ante algo interno: la propia
conciencia. La conciencia es un regulador de la conducta más efec-
tivo que el temor ante las autoridades externas; porque si bien
uno puede sustraerse a las autoridades, no puede, en cambio,
escapar de sí mismo y, por consiguiente, tampoco de la autoridad
interiorizada que ha llegado a formar parte de uno mismo.4
Las prescripciones de la conciencia irreflexiva y autoritaria
son la voz de la costumbre o de la autoridad tradicional tan pro-
fundamente insertas en el alma humana que parecen evidentes
por sí mismas.
N o quiero decir con ello que un hombre no debe nunca en-
contrar contestación a sus problemas morales en la paz interior
de su conciencia personal. Toda persona actuaría conscientemen-
te, en el sentido de que sería sincera respecto a lo mejor de sus
intuiciones morales. Como veremos al final de este capítulo, la
rehabilitación de la conciencia constituye una de las exigencias
más perentorias de nuestra época.
* Man for himself (Etica y psicoanálisis). Traducción de Heriberto
F. Morck, Fondo de Cultura Económica, México 1965, 147.
La ética de la razón a priori 89
2. "La ética dé la razón a priori
Hemos comentado desde un ángulo crítico el tipo de ética
intuicionista que defiende que la conciencia es una voz interior
e infalible que juzga las acciones buenas y malas en términos
de un considerable número de reglas autónomas y evidentes.
Dichas normas condenan como malos ciertos actos como robar
o matar, y prescriben como buenos otros como cumplir lo pro-
metido y ser castos. Otra forma de intuicionismo ético defiende
que todas las reglas de este tipo pueden subsumirse en unas
pocas e incluso en una sola ley general cuyo conocimiento cierto
se obtiene por intuición.
El intento más importante por establecer leyes morales es-
pecíficas a partir de un reducido número de principios genera-
les es el que encontramos en los tratados éticos de Kant. Kant
creyó que la rectitud de los actos ha de juzgarse siempre en re-
lación con leyes y que la mayoría de las reglas éticas contenidas
en lo que se ha dado en llamar «moral del sentido común» po-
drían reducirse, en última instancia, a unos pocos principios o
leyes generales aprehendidos por la razón a priori.
Su obra Fundamentarían de la metafísica de las costumbres
constituye la mejor exposición de su filosofía moral. Toda per-
sona que lea este libro encontrará una exposición breve y apa-
rentemente clara de la ética kantiana, aunque sus ideas hayan
sido con frecuencia mal interpretadas. Una de las razones de esta
incomprensión se debe a que tradícionalmente se nos ha pre-
sentado a Kant como una especie de máquina intelectual sin
espontaneidad ni flexibilidad emocional. Es famosa la pintoresca
caracterización que nos ha legado Heinrich Heine:
Resulta difícil escribir una historia de la vida de Immanuel
Kant, entre otras cosas porque ni vivió ni tuvo historia. Su vida
de solterón, mecánicamente ordenada y abstracta, transcurrió en
una calle bastante retirada de Kónisberg, antigua ciudad situada al
nordeste de Alemania. No creo que el viejo reloj de la catedral
que allí existe cumpliera su cometido diario de un modo más des-
:* apasionado y regulado que su compatriota Immanuel Kant. Levan-
tarse, tomar café, escribir, dar clase, leer, comer, pasear, todo tenía
90 Las leyes de la conciencia
un horario preciso, y sus vecinos sabían que eran exactamente las
tres y media cuando Immanuel Kant con su casaca gris aparecía
empuñando su bastón en la puerta de su casa dispuesto a dar una
vuelta por la avenida de los Tilos que, en su memoria, hoy lleva
el nombre de paseo del filósofo.5
Sin duda alguna que esta caracterización no carece de base
real, pero se trata de una caricatura que no hace justicia a la
dimensión más humana de la naturaleza de Kant. Fue, por ejem-
plo, un aficionado y notable jugador de cartas, aunque no so-
portaba la lentitud de sus contrincantes. Le agradaba relacionar-
se con amigos, especialmente a la hora de comer, y nunca se
sentaba a la mesa sin que alguien le acompañara. Como profe-
sor universitario, gozó de una gran popularidad entre los estu-
diantes, manifestando una gran capacidad para provocar en sus
clases tanto risas como lágrimas.
Ni siquiera cuando se hizo viejo y achacoso, nos dice H. J. Patón,
perdió su carácter sencillo, amable y cortés. En cierta ocasión,
estaba tan débil que se cayó en plena calle y no hubiera podido
levantarse si no le hubiesen ayudado dos damas desconocidas. Cuan-
do se vio de pie, obsequió a una de ellas con una rosa que se
había encontrado por casualidad mientras le ayudaban a levantarse.6
A pesar de su afición a lo rutinario y sistematizado, exis-
tía en él un cierto aire romántico y una gran dosis de emotiva
cordialidad. Los que se han sentido inclinados a interpretar su
ética en un sentido fríamente formalista y puramente intelectual,
no han sabido captar ese importante aspecto de su carácter; por
ello, su visión resulta extremadamente parcial.
En relación con el marco histórico de su pensamiento, Kant
es hijo de la reforma protestante y de las revoluciones france-
sa y americana. Educado en el seno de una familia piadosa, que-
dó profundamente imbuido del espíritu de la ética y de la re-
ligión protestante. Una de sus principales ambiciones como fi-
lósofo era reinvindicar la creencia en Dios, en la libertal y en la
5
Germany (Alemania), en sus Works (Obras). Heinemann, London
1891-1905, V, 136.
6 de ir seguida de felicidad. Con frecuencia, entiende que la feli-
The categórica! imperative (El imperativo categórico), Hutchinson,
London 1947, 198.
La ética de la razón a priori 91
inmortalidad, no como dogmas de una iglesia autoritaria, sino
como artículos de una creencia moral racional. Con su hincapié
en el hecho de que todo ser humano es un fin en sí mismo, ex-
presó en términos filosóficos la doctrina cristiana de la dignidad
intrínseca e infinita del alma individual, junto a la nueva doc-
trina revolucionaria de los derechos del hombre. Simpatizó con
la revolución francesa hasta la implantación del régimen del
terror, y admiró la nueva república americana. Creyó que no
era posible el progreso moral y social si no era sobre la base de
la libertad. Sufrió una gran influencia de la ilustración, el im-
portante movimiento de pensamiento crítico que, nacido en
Europa, presidió las revoluciones francesa y americana. Al igual
que muchos de los apóstoles de este movimiento, confió ex-
traordinariamente en la razón, pero, como Rousseau, intentó rei-
vindicar tanto «el corazón» como «el cerebro». Hay que admi-
tir, con todo, que prestó un cierto apoyo a la subordinación del
individuo a los dictámenes de un estado autoritario. En un sen-
tido muy complejo, combinó el rigorismo con el afecto, la razón
con la fe, la creencia en la libertad con el respeto a la auto-
ridad.
Tras una corta introducción en la que insiste en la necesi-
dad de basar la ética en principios a priori y no en principios
empíricos, Kant empieza su argumentación ética afirmando que
nada es incondicional e ilimitadamente bueno a excepción de
una buena voluntad. El conocimiento, la riqueza, la salud o cual-
quier don de la mente o del cuerpo no son buenos si se emplean
con fines perversos. El placer que obtiene, por ejemplo, un
sádico al torturar a un niño inocente es absolutamente malo.
Sólo la buena voluntad constituye una excepción: es buena in-
trínseca y absolutamente. Al igual que una piedra preciosa, bri-
lla por su propia luz.
Esto no implica que una buena voluntad sea el bien total
o el único bien no instrumental. Para Kant existen dos bienes:
la buena voluntad, que es incondicionalmente buena, y la feli-
cidad, que es un bien en sí sólo cuando está unida a una buena
voluntad. Cree que la virtud merece un premio y que habría
cidad constituye el máximo placer, pero, en ocasiones, utiliza
92 Las leyes de la conciencia
el término en un sentido más amplio para denotar la satisfac-
ción total de las necesidades o inclinaciones humanas.
Conseguir nuestra felicidad personal, afirma, es el objetivo
de la prudencia. Todo hombre tiene el derecho a perseguir su
propia felicidad en la medida en que su esfuerzo no entre en
conflicto con la ley moral. En determinadas circunstancias, la
misma prosecución de la felicidad personal puede constituir un
deber indirecto, dado que un hombre infeliz está tan encadena-
do por su miseria que le resulta muy difícil cumplir con su de-
ber, mientras que un hombre feliz puede lograrlo con facilidad.
Con todo, Kant siente que existe una diferencia fundamental
entre una vida prudente y una vida moralmente buena, y que
el amor hacia uno mismo o el afán por conseguir la felicidad per-
sonal no constituyen propiamente virtudes.
Como sólo una voluntad virtuosa es absoluta e incondicio-
nalmente buena, debe contener en sí misma su propia dignidad,
al margen de las consecuencias que de ella se sigan. Al sentar
estas bases, Kant rechaza toda forma de utilitarismo, te'oría para
la que lo bueno se identifica con lo útil en la promoción del
bienestar. Ello no significa que un hombre bueno no deba tener
en cuenta las consecuencias; para actuar inteligentemente debe
tener presente los resultados que se sigan de sus actos. Se dirigi-
rá a la prosecución de determinadas consecuencias, porque ése
es su deber, pero éste estará determinado por una ley moral uni-
versal y no por los resultados específicos de un acto.
Tampoco la inclinación es un fundamento determinante de
un acto moral. El hombre moral actúa según el principio «cum-
pliré con mi deber, cualquiera que sea mi inclinación». No dice:
«cumpliré con mi deber si me siento inclinado a ello». Esto no
significa que un hombre moral tenga que obrar siempre en con-
tra de su inclinación. Kant ha sido a menudo criticado por de-
fender que el deber ha de ser siempre desagradable, pero esta
objeción se basa en una mala interpretación de sus palabras.
Cumplir con el deber con el corazón complaciente no constitu-
ye ningún signo de imperfección moral. Indudablemente, Kant
cree que la forma más elevada de voluntad es la «voluntad san-
ta», en la que deber e inclinación se identifican totalmente.
La ética de la razón a priori 93
Desgraciadamente, esta forma de voluntad está por encima del
hombre; en el ser humano, la exigencia del deber no sólo se
distingue de la inclinación, sino que a menudo se opone a ella.
Si el criterio de la rectitud del motivo no radica ni en las
consecuencias ni en la inclinación, ¿dónde hemos de buscarlo?
La respuesta es que un motivo justo se basa en un principio
moral: el «imperativo categórico».
Un imperativo es un precepto o un mandato: dice lo que
una persona ha de hacer y cómo ha de hacerlo. Hay dos clases
de imperativos: el hipotético y el categórico. Un imperativo
hipotético adopta siempre la forma de «si quieres conseguir x,
debes hacer y». Se basa en el hecho de que «el que quiere el fin,
quiere también (de conformidad con la razón, necesariamente)
los únicos medios que están para ello en su poder».7 Ordina-
riamente, son imperativos hipotéticos las reglas de la experien-
cia y los consejos de la prudencia: nos dicen lo que debemos
hacer («debemos» en el sentido de lo que sería aconsejable ha-
cer) si deseamos conseguir determinados fines. Pueden ser com-
pletamente legítimos, pero no son morales. Por el contrario, un
imperativo categórico afirma lisa e incondicionalmente: «Has
de obrar de esta manera y de esta otra». No hay ningún «si»
condicional delante del «debes». La obligación no viene deter-
minada por el deseo o por la conveniencia, sino por la necesidad
moral objetiva que puede ser elevada al nivel de regla univer-
sal. Cuando, por ejemplo, digo que un hombre debe respetar
los derechos de los demás, o que no debe matar, no doy a en-
tender que el «debe» esté condicionado al deseo del hombre o
que sea un simple asunto de prudencia. Tal «deber» —objetivo,
necesario, incondicional, absoluto— constituye un imperativo
categórico. Ningún otro imperativo, a excepción de éste, es
moral.
Kant ha explicado de la siguiente forma la necesidad y la
universalidad implicadas en un imperativo moral:
Todo el mundo ha de confesar que una ley, para valer moral-
mente, esto es, como fundamento de una obligación, tiene que llevar
7
Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Traducción de
Manuel García Morente. Espasa-Calpe, Madrid 1963, 67.

y4 Las leyes de la conciencia
consigo una necesidad absoluta; que el mandato siguiente: no debes
mentir, no tiene su validez limitada a los hombres, como si otros
seres racionales pudieran desentenderse de él, y asimismo las demás
leyes propiamente morales; que, por tanto, el fundamento de la
obligación no debe buscarse en la naturaleza del hombre o en las
circunstancias del universo en que el hombre está puesto, sino a priori
exclusivamente en conceptos de la razón pura, y que cualquier otro
precepto que se funde en principios de la mera experiencia, incluso
un precepto que, siendo universal en cierto respecto, se asiente en
fundamentos empíricos, aunque no fuese más que en una mínima
parte, acaso tan sólo por un motivo de determinación, podrá lla-
marse una regla práctica, pero nunca una ley moral.8
Kant defiende aquí la postura del absolutismo ético, según
la cual, las leyes morales no admiten ningún tipo de excepción,
y son de aplicación universal al margen de circunstancias o in-
clinaciones diferentes. Ni siquiera pretende basar la moral en
la naturaleza humana o aplicarla específicamente al hombre. De-
be quedar al nivel de la razón abstracta y ser aplicada unifor-
memente a toda criatura racional, incluyendo a los ángeles, si es
que existen y son racionales. El imperativo categórico es nece-
sario en el sentido de que es moralmente obligatorio para todos
los seres racionales.
Esta forma de necesidad es, por supuesto, muy diferente
de la necesidad física. Significa estrictamente obligación: no
hace referencia a ningún tipo de compulsión física. Cuando es-
toy compelido a hacer algo, parece claro que no tiene senti-
do decir que debo hacerlo; sólo me es lícito decir que puedo ha-
cerlo. Al describir o explicar una sucesión causal de hechos,
las ciencias empíricas se interesan por lo que es, no por lo que
debe ser. La ética, por el contrario, expresa lo ideal en lugar
de lo fáctico. Como los juicios morales no son juicios de he-
chos, ni constituyen generalizaciones empíricas, han de ser deri-
vados a priori, es decir, independientemente de la experiencia.
De este modo, pueden ser derivados, manifestando, así, una
especie de necesidad que guarda una estrecha semejanza con la
de las proposiciones matemáticas. En la proposición dos y tres
son cinco hay una necesidad absoluta e incondicionada. No de-
Ibid., 18.
La ética de la razón a priori 95
cimos en ella que, a veces, dos y tres sean cinco, sino que siem-
pre y necesariamente lo son. Sería absurdo y, en consecuencia,
imposible que la suma de dos y tres diera algo que no fuera
cinco. Ello podemos saberlo por la pura razón, sin tener en
cuenta ningún caso particular. Según Kant, la ley moral es igual-
mente necesaria y universal, porque su negación implica una
contradicción. Un principio moral es coherente y un principio
inmoral es inconsistente.
Al considerar una forma de acción, como mentir, tenemos
que formular el principio que manifiesta y ver si podemos ele-
varlo coherentemente al rango de principio universal. En caso
contrario, es inconsistente e inmoral. Desde esta posición, Kant
deduce la primera fórmula del imperativo categórico: «obra co-
mo si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad,
ley universal de la naturaleza».9 Esta fórmula expresa la autén-
tica concepción del imperativo categórico, a saber, la de ser in-
dependiente de fundamentos empíricos e hipotéticos, es decir,
estrictamente universal y formal.
Como ejemplo de aplicación de esta fórmula, consideremos
el caso de la mentira que antes hemos mencionado. Sería con-
tradictorio en sí mismo desear que la mentira se convierta en
práctica universal, pues, si todos mintiéramos, nadie confiaría
en nadie. La mentira tiende a ir en contra de sí misma, a auto-
destruirse. Depende de decir la verdad; si la universalizáramos,
no habría ninguna verdad en relación a la cual mentir. Supon-
gamos, por otra parte, que tenemos intención de hacer una
promesa que luego no pensamos cumplir. Está claro que no po-
dríamos unlversalizar la máxima de nuestra acción.
Pues la universalidad de una ley que diga que quien crea estar
apurado puede prometer lo que se le ocurra proponiéndose no cum-
plirlo, haría imposible la promesa misma y el fin que con ella
pueda obtenerse, pues nadie creería que recibe una promesa y todos
se reirían de tales manifestaciones como de un vano engaño.10
El principio de que debemos mentir o el de que debemos
' Ibid., 73.
" Ibid., 74.
96 Las leyes de la conciencia
hacer promesas con la intención de no'cumplirlas, no pueden
ser pensados como umversalmente mantenidos. Algo diferente
sucede con otros tipos de inmoralidad que pueden ser conce-
bidos como umversalmente admitidos, pero no pueden ser que-
ridos como universales. Pongamos, como ejemplo, negarse a ayu-
dar a otros en caso de apuro.
Ciertamente, si tal modo de pensar fuese una ley universal de
la naturaleza, podría muy bien subsistir la raza humana... Pero
aun cuando es posible que aquella máxima se mantenga como ley
natural universal, es, sin embargo, imposible querer que tal princi-
pio valga siempre y por doquiera como ley natural, pues una volun-
tad que así lo decidiera se contradiría a sí misma, ya que no
podrían suceder algunos casos en que necesitase del amor "y com-
pasión ajenos, y entonces, por la misma ley natural oriunda de su
propia voluntad, veríase privado de toda esperanza de la ayuda
que desea.11
Una razón, pues, de que no podamos unlversalizar el prin-
cipo de acciones inmorales es que todo hombre quiere que le
traten con respeto; no desea ser la víctima de un acto injusto
y, en consecuencia, no puede pretender coherentemente que este
tipo de conducta se unlversalice.
La razón última de este hecho es que todo hombre constituye
un fin en sí mismo y así quiere ser considerado. Una persona-
lidad es algo digno de ser apreciado; es un centro y un foco
de valor; y desde el momento en que es libre y racional, tiene
conciencia de este hecho. Kant especifica, así, la segunda for-
mulación del imperativo categórico: «Obra de tal modo que
uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona
de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nun-
ca solamente como un medio».12 Con otras palabras, hay que
tratar a toda persona como a un ser que tiene un valor intrínse-
co, nunca como un simple medio, como una herramienta, como
algo que sólo tiene un valor instrumental. Este principio se
deduce del hecho de que el hombre como racional y moral y
como capaz de ser feliz, posee una dignidad y un valor inte-
" Ibid., 75.
a 13
Ibid., 84.
La ética de la razón a priori 97
riores. Al aplicarlo a la conducta, excluye toda forma de egoís-
mo, dado que la esencia de éste es el empleo de otro como
simple medio o instrumento, sin el respeto que le debemos
como persona. Todo tipo de venganza, explotación, agresión o
gratificación de impulsos sádicos puede ser considerada inmoral,
porque implica el uso de alguien como simple medio.
La característica que hace al hombre un fin en sí mismo es,
por encima de todo, su autonomía. Sólo un agente libre pue-
de ser movido por una buena voluntad, que es el único bien
incondicional y absoluto, la joya suprema de la vida. Sin liber-
tad, la obligación moral carecería de significado: «Debo» im-
plica «puedo». De ahí que Kant infiera una tercera afirmación
del principio del imperativo categórico, insistiendo en que todo
hombre actúa como agente moral libre al querer la ley moral
por sí misma y someterse voluntariamente a ella. Esta fórmula
se expresa de múltiples formas, pero podemos resumir el pen-
samiento de Kant así: «Obra siempre como miembro de un rei-
no de los fines».13 Ello significa que todo hombre se vincule con
los demás en una sociedad en la que cada uno realice libremen-
te su propio bien promoviendo el de otros, y en el que sea a la
vez subdito y soberano. Como soberano, ejercería su libertad,
querría lo justo, haría uso y desarrollaría su capacidad para elegir
racionalmente. En cuanto miembro, se mostraría moralmente
responsable, obedeciendo la ley moral por sí misma. De este
modo, el resultado del ejercicio tanto de la libertad como de la
responsabilidad, es unirse con los demás en una sociedad auto-
gobernada de agentes racionales, cada uno de los cuales es un
fin en sí mismo y un medio para conseguir el fin de otros:
Todos los seres racionales están sujetos a la ley de que cada
uno de ellos debe tratarse a sí mismo y tratar a los demás, nunca
como simple medio, sino siempre al mismo tiempo como fin en sí
mismo. Mas de aquí nace un enlace sistemático de los seres racio-
nales por leyes objetivas comunes; esto es, un reino que, como esas
leyes se proponen referir esos seres unos a otros como fines y
medios, puede llamarse muy bien un reino de los fines... Un ser
racional pertenece al reino de los fines como miembro de él, cuando
Ibid., 90.
98 Las leyes de la conciencia
forma en él como legislador universal, pero también como sujeto a
esas leyes. Pertenece al reino como ¡efe, cuando como legislador
no está sometido a ninguna voluntad de otro.14
Kant explica que este «reino» —que debería mejor llamar-
se «república de los fines»— sólo es, por supuesto, un ideal,
pero que no existe una norma más válida de conducta humana.
En sus escritos políticos aplica Kant estos principios mora-
les a la sociedad. En esta aplicación, revisten una importancia
especial su hincapié en el carácter apriorístico y universal de
la moral, su concepción del ser humano como un fin en sí mis-
mo y su convencimiento de que la libertad es indispensable para
la vida moral.
El ideal del estado político, declara, consiste en encarnar
la ley moral universal. La ley moral que serviría de base al esta-
do viene determinada por el imperativo categórico y no por con-
sideraciones utilitaristas. Aunque Kant reconoce que un buen
gobierno ha de promover el bienestar del pueblo,^ insiste en que
por ello no ha de entenderse el bienestar individual ni la felicidad
de los ciudadanos del estado... El bienestar del estado, en cuanto su
bien supremo, significa esa situación en la que se alcanza la mayor
armonía entre la constitución y el principio de la justicia.15
El derecho sería, en esencia, una aplicación del imperativo
categórico y, en cuanto tal, obligaría a todo ser racional, sin
consideración de clase, sexo, raza, nacionalidad o características
personales. Con esta concepción del derecho universal, se ve
obligado a rechazar el ideal de estados separados, ya que éstos
representan sólo un estadio intermedio en la realización de la
universalidad del derecho y de la moral. Sólo un estado univer-
sal puede encarnar la idea de derecho universal; de ahí que
Kant fuera un ardiente defensor de una confederación interna-
cional o estado mundial capaz de expresar las leyes universales
y asegurar una paz perpetua. Toda la historia, pensaba, tiene
" Ibid., 91. Los subrayados son de Kant.
15
Pbilosopby of law (Filosofía del derecho). Clark, Edinburgh 1887,
173.
La ética de la razón a priori 99
como argumento el conjunto de obstáculos a los que se opone
el progreso humano, entendiendo esencialmente por tal, el mo-
vimiento de la humanidad hacia ese ideal último.
La concepción que Kant tiene del ser humano como un fin
en sí mismo apoya sus concepciones democráticas. La idea de-
mocrática de que todos los seres humanos son creados iguales
implica que todos los hombres tienen el mismo derecho funda-
mental a ser considerados fines en sí mismos y no simples me-
dios. Si ningún hombre es un mero instrumento, su explotación
en beneficio de otros, el que una clase viva del sudor de otras
o el que un individuo gobierne a otros en orden a su engran-
decimiento personal, constituyen sendas inmoralidades. De igual
modo, el estado no tiene ningún derecho a utilizar a sus ciuda-
danos como instrumentos. De ahí que el estado esté hecho para
el hombre y no el hombre para el estado. Con otras palabras,
un ser humano no es una hormiga en un hormiguero social; es
un fin, y tiene derecho a ser tratado como tal. Negar esto su-
pone blasfemar contra la dignidad esencial del hombre y de-
gradarle a la condición de una máquina o de un esclavo. Kant
está así expresando la base moral que sirve de fundamento a la
democracia.
El hincapié que Kant hace en la libertad subraya, por otro
lado, su liberalismo. En cuanto libre, el hombre sería a la vez
subdito y soberano tanto a nivel moral como político. Como
subdito, ha de aceptar libremente las leyes del estado, siempre
que éstas sean la encarnación de los principios morales; se ha
de exigir a todos una apertura hacia los demás; el parasitismo
resulta injustificable. Libertad supone responsabilidad y el de-
ber corresponde al derecho. En cuanto soberano, el hombre es
libre; tiene el derecho a autogobernarse y a participar en las
decisiones de la comunidad; legítimamente, no puede ser ins-
trumento de ninguna dictadura. Kant está casi expresando la
esencia del ideal liberal.
 11)0 Las leyes de la conciencia
3. Crítica de la ética y
de la política kantianas
Pasemos ahora de la exposición a la valoración crítica de
los principios e ideales políticos de Kant. Las críticas que se
han hecho a Kant han abierto un amplio campo de discusiones.
Lo que voy a decir a continuación incide en aquellas cuestiones
que han sido más controvertidas.
Hemos de reconocer, ante todo, que el pensamiento de Kant
contiene ideas de extraordinario valor. Todo el que lea y com-
prenda sus obras quedará hondamente impresionado por su ele-
vada seriedad y sus profundas intuiciones. Cualesquiera que
sean sus errores, nos ha rendido un gran servicio con la for-
mulación de principios tan básicos como los de la importancia
central de la buena voluntad, la imparcialidad y universalidad
del deber, la distinción tajante entre imperativos hipotéticos y
categóricos, el reconocimiento de que «debo» implica «puedo»,
y la insistencia en que todo ser humano debe ser tratado como
un fin en sí mismo. Con la aplicación de sus principios a la
realidad social, Kant suministra una sólida base moral a la de-
mocracia, al liberalismo y al internacionalismo. Nadie duda, sin
embargo, que aún queda mucho terreno por andar en estos te-
mas, y que algunos de sus más básicos principios, incluyendo el
concepto mismo de «imperativo categórico», necesitan ser rein-
terpretados desde sus fundamentos. Con todo, como C. D. Broad
observa, «los fallos de Kant son más importantes que la ma-
yoría de los éxitos de otros hombres».16 Ello no quiere decir
que no valga la pena detenernos en los aspectos más discutibles
y débiles de su pensamiento.
El problema principal de su filosofía moral radica en su abs-
traccionismo y en su formalismo extremos. Declara que la moral
sólo puede determinarse por una ley ética universal, totalmente
al margen de las inclinaciones y del resultado de los actos. Es
inmoral, afirma, transgredir una regla universal, aun en el caso
16
Five types of ethical tbeory (Cinco tipos de teoría ética). Har-
court, Brace, New York 1930, 11.
Crítica de la ética y política kantianas 101
de que ello se haga para obtener resultados excelentes. Es éste
uno de los puntos que quisiera someter a examen crítico.
Consideremos su primera formulación del imperativo cate-
górico: «obra sólo según una máxima tal que puedas querer al
mismo tiempo que se torne ley universal». Está claro que en
la práctica aplicamos a menudo este tipo de fórmula. Al tener
que hacer una determinada elección, puedo, por ejemplo, pre-
guntarme «¿debo votar?» Es posible que me diga a mí mismo
que mi voto es insignificante en comparación con todos los de-
más y que, con toda probabilidad, no va a ejercer ninguna in-
fluencia en el resultado de las elecciones. Pero entonces me pre-
gunto: «¿Qué sucedería si todos pensaran como yo y se abstu-
vieran de votar?» No puedo querer que esto ocurra: si no votar
se convirtiera en norma universal, el efecto sería desastroso;
nunca habría elecciones y ni siquiera existiría la posibilidad mis-
ma de abstenerse de votar. La toma de conciencia de este pro-
blema me ayuda a clarificar la obligación de votar que como
ciudadano tengo.
Puede decirse, sin embargo, que esta forma de razonamiento
implica una apelación tácita a las consecuencias. ¿Por qué no
quiero que nadie vote? O, por poner otros ejemplos, ¿por qué
no quiero que todos dejen de cumplir sus promesas, roben lo
que pertenece a sus vecinos, cometan adulterio con las mujeres
de sus amigos, o asesinen a sus compañeros y camaradas? Por-
que valoramos la vida humana y no podríamos salvaguardar ese
valor de un modo totalmente indeterminado. A los ojos de un
individuo amoral, cínico o pesimista para el que la vida huma-
na careciera de todo valor, no resultaría rechazable pensar en la
posibilidad de unlversalizar cualquiera de estas formas de hacer
el mal. Algunos anarquistas, por ejemplo, han defendido que
nadie debiera votar; pero si disentimos de ellos es porque pen-
samos que el sistema de votaciones encierra un bien.
De este modo, sin una apelación a las consecuencias, la fór-
mula de Kant carece de significado. Su intento de derivar le-
yes a la base de la pura coherencia lógica es engañoso. No po-
demos derivar más verdad moral de una ley lógica formal que
la verdad científica que podemos deducir de ese mismo tipo de
102 Las leyes de la conciencia
ley. Si nos hubiéramos quedado sólo en el examen del principio
de contradicción, nunca se hubieran formulado ciertas leyes na-
turales, como la de Boyle sobre el comportamiento de los gases.
De igual modo, toda consideración que hagamos a nivel exclu-
sivamente del principio de contradicción, no podrá nunca ayu-
darnos a derivar una verdad moral concreta, como es el caso
de que debemos votar.
Admitamos, sin embargo, que la regla de que debemos votar
se justifica moralmente. ¿Existirá alguna excepción? Parece que
Kant habría de contestar negativamente a esta pregunta, dada
su machacona insistencia en que las reglas morales no admiten
excepciones. Con todo, un individuo podría tener razones de
mucho peso para abstenerse de votar. Podría estar enfermo, te-
ner que asistir a otro que lo estuviera o encontrarse en cual-
quier otra circunstancia especial que justificara su decisión de no
votar. Afirmar que no hay que tener en cuenta ni el bienestar
ni las consecuencias, supondría calificar de irracional esa decisión
de no votar en un caso concreto. En contra de Kant, toda per-
sona razonable estará dispuesta a admitir excepciones filantró-
picas.
Podría argüirse, en defensa de Kant, que la máxima de un
deber puede estar condicionada a otra: el deber de votar, por
ejemplo, puede a veces estar condicionado al deber de ayudar a
alguien que lo necesite. Ahora bien, si los deberes entran en
conflicto y están condicionados entre sí, su carácter ha de ser,
necesariamente, relativo y provisional; es decir, no pueden tener
el carácter apriorístico e incondicional que Kant les atribuye.
Por otra parte, cuando dos deberes entran en conflicto, es di-
fícil determinar, desde la posición kantiana, cuál de ellos ha de
prevalecer. A diferencia del utilitarismo, el filósofo alemán no
podría decir que hemos de decidirnos por aquella acción cuyos
resultados produzcan un mayor bienestar.
Dejando a un lado el hecho de que en la vida real los de-
beres entran a menudo en conflicto, Kant parece aferrarse a la
posición de que la moral ha de ser totalmente desinteresada y
que ciertos actos, como decir la verdad, son buenos en toda cir-
cunstancia. Al menos así se le ha interpretado siempre, y es
Crítica de la ética y política kantianas 103
difícil pensar que algunas de sus afirmaciones puedan signifi-
car algo distinto. Pero, aunque así fuera, resulta muy problemá-
tico mantener la coherencia de esta posición con la segunda de
las fórmulas del imperativo categórico: «obra de tal modo que
uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de
cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca
como un medio». Si esta formulación tiene algún significado,
éste no puede ser otro que el respeto al valor intrínseco de la
personalidad. Ahora bien, dicho respeto va en contra del inten-
to de sacrificar gustosamente la vida humana y todos sus valo-
res en aras de una ley moral abstracta.
Para ilustrar este punto, suele traerse a colación una anécdo-
ta que protagonizó el filósofo Fichte. En cierta ocasión le for-
mularon la siguiente pregunta: «¿Qué harías si tu esposa es-
tuviera muy enferma y el conocimiento de una verdad insospe-
chada y desagradable terminara por matarla?» Al igual que
Kant, Fichte no podía admitir que una persona se justificara
nunca diciéndose: «Casi siempre es mejor decir la verdad, pero
en este caso excepcional conseguiré un bien mucho mayor si
digo una mentira. Por consiguiente, debo mentir». En lugar de
ello, se dice que contestó: «Si mi esposa ha de morir por la
verdad, no seré yo quien se lo impida».17 Está claro que, al
responder así, Fichte no estaba considerando a su esposa como
un valor intrínseco, como un fin en sí misma. La fórmula kan-
tiana de que no tratemos nunca a otro como un simple medio
implica, entre otras cosas, que no debemos usar nunca a una
persona como mero instrumento para cumpÜr un código moral
abstracto: la moral está hecha para el hombre, no el hombre
para la moral.
La incoherencia de la ética kantiana se centra en el conflicto
entre el carácter abstracto y absoluto de su formalismo moral
—que encuentra su más clara expresión en su primera fórmula
del imperativo categórico—, y la concreción y el humanitaris-
mo que impregnan la segunda y la tercera de las formulaciones
de dicho imperativo. Aunque Kant crea que la primera fórmula
" Referido por WILBUR MARSHALL URBAN, Fundamentáis of ethics
(Fundamentos de ética). Holt, New York 1930, 40.
104 Las leyes de la conciencia
incluye a las otras dos, existe un auténtico conflicto entre am-
bas. La primera fórmula subraya la intransigente universalidad
moral que no admite excepciones. Este hincapié resulta inco-
herente a la luz de la segunda de las formulaciones, según la
cual, toda persona ha de ser tratada como un fin en sí misma;
como toda persona constituye un individuo concreto, hemos de
tener en cuenta su individualidad si hemos de tratarla como
un fin. Eckhart, el conocido místico alemán, escribió:
Ser un hombre es algo que comparto con otros hombres. Ver,
oír, comer y beber son cosas que también los animales hacen. Pero
ser yo es algo mío, que me pertenece a mí y a nadie más; ni a
otro hombre, ni a un ángel, ni tan siquiera a Dios, excepto en la
medida en que soy uno con él.18
Todo hombre es un individuo: es «hombre» en singular; no
es el concepto abstracto de «humanidad». Comparte muchas ca-
racterísticas con otros animales y con otros hombres, pefb siem-
pre tiene un temperamento peculiar, una combinación exclusiva
de aptitudes y una conciencia separada y distinta. Al igual que
no existen dos huellas dactilares idénticas, tampoco hay dos per-
sonalidades exactas. Siempre hay algo en mí que no comparto
con otras personas. El respeto a una persona implica el respeto
a ese foco de individualidad. Significa valoración del hombre
real de carne y hueso, del yo individual y humano, y no de la
pura abstracción. Kant no valoró suficientemente esta realidad.
Si hubiese hecho más hincapié en el valor del amor y hu-
biera concedido menos importancia al deber abstracto, no se
habría expuesto a críticas parecidas a la que aquí le estamos ha-
ciendo. A pesar de lo que puede desprenderse de algunas de
sus expresiones, su ética no concede la importancia que merece
al amor a los demás. Se detiene mucho más en el deber que en
el amor. Por otra parte, si el respeto hacia el deber no está im-
pregnado de amor, daremos más importancia al control de los
impulsos que al propio individuo. Aunque el deber sea nece-
sario en la configuración del ser humano, el amor es una fuerza
más creadora y fundamental. No constituye sólo un valor suple-
mentario situado al mismo nivel que los demás: transforma a
18
Fragmentos. Recogido por Erich Fromm, o. c, 38.
Critica de la ética y política kantianas 105
los otros valores al prestarles su belleza y su calor. Muchos psi-
cólogos han defendido que el amor es el impulso básico y el
móvil primario de la vida. En su más amplio significado, no
sólo incluye, por supuesto, el vínculo sexual entre un hombre
y una mujer, sino también las diferentes y numerosas relacio-
nes afectivas sin las cuales la vida sería un triste negocio.
Kant fue un hombre afectuoso, pero el abstraccionismo rigo-
rista de su formalismo ético le impidió conceder la importancia
debida al amor y, en especial, al amor a los seres humanos con-
cretos. En su primera formulación del imperativo categórico,
basó totalmente la moral en una ley universal, sin considerar lo
que de distinto hay en cada persona humana. En su segunda
fórmula, por el contrario, declaró que todo ser humano ha de
ser tratado como un fin eh sí mismo, lo cual supone un respeto
y un afecto a lo que hay en el individuo que le distingue de los
demás. De ahí su falta de coherencia.
Su tercera fórmula, la de que cada uno ha de unirse con los
otros en un «reino» de agentes morales libres y responsables,
supone quizá una individualización de la moral. No puede haber
auténtica libertad sino en la medida en que cada individuo se
exprese a sí mismo a través de su conducta. La libertad supone
todo lo contrario a la simple reducción de los seres humanos a
un común denominador: significa liberar y declarar la indivi-
dualidad de todo hombre. Sin autorrealización es imposible la
libertad. La autorrealización no significa, por supuesto, lo mis-
mo que el egoísmo, como la individualidad no se identifica con
el individualismo. Puede que sólo una sociedad cooperativista
o socialista consiga asegurar el máximo de libertad individual.
De todos modos, la libertad implica necesariamente la autono-
mía y la expresión del individuo concreto y auténtico.
Kant no percibió las implicaciones contenidas en su filoso-
fía. No comprendió claramente que sólo un individuo que ex-
prese su individualidad puede ser auténticamente libre y un fin
en sí mismo. Supuso que un hombre es libre sólo cuando sigue
los dictados de una razón abstracta y universal, y que un in-
dividuo es tratado como un fin en sí mismo únicamente en la
medida en que se considere su «buena voluntad», como encar-
 106 Las leyes de la conciencia
nación de la ley moral, el mayor de los valores. Mantener esa
moral supone exclusivamente obedecer la ley universal sin te-
ner en cuenta al individuo ni a la situación que le caracteriza.
Kant disuelve la personalidad individual en un océano de abs-
tracción ética, como un grano de arena se disuelve en la inmen-
sidad del mar.
El movimiento filosófico conocido con el nombre de exis-
tencialismo, que ha ejercido una gran influencia en nuestra épo-
ca, supone, en gran medida, una reacción contra esta concep-
ción abstracta del hombre y sus valores. Filósofos existencialistas
como Sóren Kierkegaard y Jean Paul Sartre han insistido en la
realidad del individuo, en el carácter peculiar de su situación
y en la imposibilidad de expresar la verdad concreta de la exis-
tencia en términos abstractos y universales. Lamentablemente,
algunos de los representantes de este movimiento se han pasa-
do al extremo opuesto al de Kant, y han negado al individuo
todo significado que trascienda la situación del momento. El
hombre es tanto individual como universal —un ser humano
con cualidades universales—, por lo que su verdad total ha de
hacer justicia a ambos aspectos de su naturaleza.
La insistencia en la realidad del individuo constituye uno de
los principales artículos del credo del liberalismo. Lo que hace
que Kant no sea en todo momento un autor liberal es precisa-
mente la falta de atención que prestó a esta dimensión genuina-
mente humana. A diferencia de los representantes del liberalismo,
no subrayó la necesidad de proteger al individuo del intrusismo
del poder estatal. Para él, un buen gobierno es el que aplica siste-
máticamente la ley racional, situando las reglas universales de la
moral por encima de los intereses o de los derechos individuales.
Todo el problema fundamental se ciñe a la consideración de si el
derecho concuerda o no concuerda con los principios a priori de
la justicia; con ello, la cuestión de si sirve a los intereses públicos,
si corresponde a los deseos del pueblo o si protege los derechos
civiles de los individuos, pasa a ocupar un lugar secundario. Al
menospreciar, así, la consideración del bienestar y de los derechos
individuales, Kant niega al individuo el derecho a rebelarse in-
cluso contra el más tiránico de los gobiernos. Llega incluso a
declarar:
Deberes prima-facie 107
La resistencia por parte del pueblo al supremo poder legislativo
del estado no es legítima en ningún caso... El pueblo no tiene ningún
derecho a la sedición y mucho menos a la rebelión... Constituye un
deber para el pueblo soportar cualquier abuso del poder supremo,
aun en el caso de que lo considere insoportable.19
Con todo, el flanco más débil de la filosofía ética y política de
Kant lo constituye su formalismo. Este le conduce a no conside-
rar el bienestar y los derechos individuales. En última instancia,
su formalismo se muestra inconsecuente con su creencia en la li-
bertad y con el carácter de fin en sí mismo que atribuye al
hombre.
4. Deberes prima-facie
Después de Kant, el intuicionismo ha conocido un fuerte e
importante impulso en las obras de varios autores ingleses. Sus
máximos representantes han sido los profesores H. A. Prichard y
William D. Ross. Expondré brevemente las ideas de Ross, rector
del Oriel College de Oxford, como ejemplo de esta nueva forma
de intuicionismo.
Ross rechaza la afirmación kantiana de que existen deberes
que no admiten excepciones. Como casi todo el mundo, el filósofo
inglés sostiene que nos es lícito mentir o romper una promesa
cuando el beneficio que causemos con ello sea muy grande. Una
persona se justifica mintiendo, por ejemplo, para salvar una vida.
Sin embargo, Ross concede a Kant que hemos de ajustamos a un
principio de obligación por encima del puro beneficio. Admite,
así, una dualidad de modelos morales: la producción del bienes-
tar, y la obligación que intuimos independientemente del bienes-
tar o malestar que consigamos plegándonos a ella. Para explicar
su afirmación de que existen obligaciones condicionales, aunque
no ideológicas, introduce el concepto de «deberes prima-facie».
Un deber prima-facie es una obligación que se mantiene en au-
" Pbilosopby of law (Filosofía del derecho), 176-177.
 108
Las leyes de la conciencia
sencia de una obligación mayor. En igualdad de situaciones, tene-
mos, por ejemplo, el deber de cumplir lo que hemos prometido;
pero puede que dicho deber entre en conflicto con una obligación
mayor que tenga sobre él un derecho de prioridad. A veces, el
deber de mantener una promesa es, sin embargo, mayor que otro
deber que esté en conflicto con él, incluyendo el deber de obtener
el máximo bien. De hecho, la obligación de conseguir el mayor
bien es sólo un deber entre otros y no tiene necesariamente prio-
ridad sobre ellos.
Ross piensa que conocemos intuitivamente lo que constituye
un deber prima-facie y que, del mismo modo, estimamos, en caso
de conflicto, la obligación prioritaria. Experimentamos por intui-
ción la importancia de deberes como decir la verdad, cumplir
nuestras promesas, devolver los servicios que nos han prestado,
reparar los daños causados, dar a cada uno lo que merece o ma-
nifestar gratitud a nuestros benefactores, por ejemplo.
«Para comparar entre sí el rigor de estas obligaciones prima-
facie, declara Ross, no hace falta asentar ninguna ley general,
dado que puedo descubrirlo por mí mismo».20 Sólo podemos decir
que existe la obligación de hacer ciertos actos, al margen de sus
consecuencias, y que, en última instancia, la intuición nos dicta
lo que hemos de hacer en caso de que se produzca un conflicto
entre deberes.
Dado que Ross convierte la intuición en el tribunal último al
que podemos apelar, se le puede objetar que el contenido cog-
noscitivo de esta facultad no parece tan evidente como supone. A
diferencia de Ross, pienso que es muy difícil admitir que alguna
vez debo realizar deliberadamente un bien menor, cuando podría
hacer otro mayor. Es duro de creer, por ejemplo, que debo man-
tener una promesa si haciéndolo conseguiré más mal que bien,
como sería el caso de una promesa que se hubiera hecho perjudi-
cial para los individuos implicados. De igual modo, a nivel de
política social, pienso que un estado ha de respetar las promesas
hechas a otro; pero creo que es mejor romper un tratado que
respetarlo cuando se ve claro que su cumplimiento ha llegado a
20
The right and the good (Lo justo y lo bueno). Clarendon Press,
Oxford 1930, 41.
Deberes prima-facie 109
ser perjudicial para el bienestar de la humanidad. Lo que sí me
parece evidente es que el bien ha de ser realizado al máximo y el
mal reducido al mínimo, y que, en consecuencia, hemos de obrar
de tal modo que consigamos el máximo excedente de bien intrín-
seco sobre el mal intrínseco. Ninguno de los principios no ideo-
lógicos de Ross me parece una verdad tan evidente como la que
contiene esta afirmación.
Admito que hemos de rechazar la forma de utilitarismo que
considera únicamente los resultados y deja fuera los valores y con-
travalores inherentes al acto mismo. Ciertamente, hemos de tener
en cuenta la naturaleza intrínseca de una acción antes de que po-
damos decidir si, en justicia, la ponemos o no en práctica. Hacer el
mal para que se produzca un posible bien no puede ser justifi-
cado, si el mal supera al bien o si pudiera conseguirse dicho
bien a menor precio.
Cuando no cumplimos una promesa, por ejemplo, aparecen
ciertos contravalores inmediatos que no debieran pasarse por
alto. Puede movernos a ello el egoísmo o el odio; y, aunque así
no fuera, hay que reconocer que la transgresión de una promesa
ofende casi siempre a nuestra autoestimación y al respeto que
los demás nos deben. Por otra parte, generalmente, esta situación
nos produce el sentimiento de haber causado un mal inmerecido.
Todos estos contravalores y muchos otros males inmediatos han
de ser sopesados frente a las futuras ventajas que podríamos
alcanzar. La injusticia, la ingratitud y la infidelidad constituyen
auténticos males y, en general, todo moralista condenaría los
actos que los implicaran. Con todo, ello no hace válida la teoría
del bien por el bien exclusivamente. Todavía se puede seguir
pensando que el mejor acto es el que más contribuye al bienes-
tar; pero al considerar el bienestar no podemos excluir arbitra-
riamente los valores y contravalores inherentes al acto mismo y
a la situación inmediata que provoca.
Por otra parte, hay una razón de utilidad para desaprobar
actos como romper una promesa o mentir, aunque de ello se
sigan consecuencias relativamente buenas para las personas impli-
cadas. En cuanto acto individual, podría justificarse una mentira,
aunque siempre será mejor decir la verdad para mantener la regla
110 Las leyes de la conciencia
general que así lo prescribe. En general, resulta más ventajoso
para la humanidad que se cumpla la ley que ordena decir la ver-
dad, aunque ello acarree algún tipo de castigo, que dejar al sen-
tido y al juicio individuales la posibilidad de que, en cada caso,
decidan lo que se ha de hacer, con la consiguiente debilitación
e indeterminación de la ley.
Un problema parecido es el de la obediencia o no obediencia
a las leyes del estado .Una ley puede prohibir que un automovi-
lista atraviese un cruce de calles con el semáforo en rojo. En
determinadas circunstancias, un automovilista puede juzgar acon-
sejable no tener que someterse, sin embargo, a la señal de prohi-
bición. Con todo, podría razonar válidamente que, en general,
se ha de obedecer la ley, incluso en ese caso específico en que su
transgresión reporta un beneficio. Obedecer las leyes es impor-
tante para mantenerlas y para conseguir que se respeten. Es
mejor que existan leyes de tráfico, aunque a veces resulten incon-
venientes, que no tenerlas; y, en general, es mejor obedecer la ley,
aunque se den casos en que su observancia nos pueda reportar
algún problema. Es mayor la ventaja que consigue la observancia
general de una ley que la que se seguiría de sus posibles trans-
gresiones en casos concretos. Ello no supone negar que existan
situaciones insólitas en las que la violación de una ley o de una
norma moral pueda tener justificación.
Por otra parte, sólo podemos juzgar el valor de las reglas
morales si trascendemos la óptica individual y las consideramos
desde un ángulo social. Arthur Koestler, en su obra Intuición y
perspectiva, cita un ejemplo esclarecedor. Durante la segunda
guerra mundial, se produjo en Inglaterra una inquietante escasez
de combustible, por lo que el gobierno se vio obligado a dictar
una serie de normas entre las que se incluía el uso del agua
caliente. Según una de ellas, el agua de las bañeras no debía
rebasar las cinco pulgadas. Koestler apunta que «en las frías
mañanas de invierno, sobre todo después de haber pasado la
noche en un refugio antiaéreo, la tentación de añadir dos pulga-
das más de agua caliente resultaba demasiado fuerte». Examinado
el problema desde el punto de vista del interés individual, no
encontramos razón alguna para resistir la tentación.
Deberes prima-facie 111
La transgresión de esta norma quedaba al amparo de la intimi-
dad del cuarto de baño; la cantidad de agua a utilizar era tan in-
significante que poco daño iba a causar a la comunidad. El perjuicio
sólo sería considerable si otros se animaran a hacer lo mismo al
observar el mal ejemplo; pero éste no era el caso porque nadie se
iba a enterar.21
Koestler sigue diciendo que el bienestar del pueblo inglés
dependía de «la observancia que millones de individuos hicieran
de esta ley en la intimidad de sus cuartos de baño». Trae este
ejemplo a colación para demostrar «la falacia de la ética utilita-
rista», pero, en realidad, sólo sirve para desacreditar un tipo es
pecial de utilitarismo. Un modelo estrecho e individualista de uti-
litarismo excusaría la infracción de la regla, pero un utilitarismo
abierto y social reconocería que se ha de respetar una ley que
reporta un gran beneficio a la sociedad, aun a costa de los bene-
ficios individuales que supondría su transgresión. En consecuen-
cia, no puede ser válida una ética del bienestar que se base sim-
plemente en decisiones individuales de personas aisladas, cada
una de las cuales actúe según sus intereses.
Se ha creído a veces que una regla que resulta provechosa
para los individuos aisladamente considerados, es también pro-
vechosa para la sociedad. Pero esta conclusión es tan ilógica como
sería suponer que, dada la corta duración de las notas de una
sinfonía, la obra entera ha de ser breve. Un razonamiento de
este tipo incurre en lo que los lógicos llaman la «falacia de com-
posición», es decir, el error de suponer que lo que es verdad
respecto a las partes de un todo, lo es también respecto al con-
junto. Volviendo al ejemplo del voto que antes hemos puesto,
apenas resulta rentable para el individuo, en cuanto individuo,
la molestia que ha de sufrir para ir a entregar su voto en unas
elecciones nacionales, dada la poca probabilidad de que el voto
de un simple individuo, en un sufragio de este tipo, afecte al
resultado final. Sin embargo, es muy importante para una socie-
dad democrática que sus miembros voten y, por ello, éstos tienen
la obligación de hacerlo. En consecuencia, no podemos determinar
21
Insight and outlook (Intuición y perspectiva), 1949. Derechos de
Arthur Koestler y reproducido con la autorización de The Macmillan Com-
pany, 230-231.
 112 Las leyes de la conciencia
cuál es nuestro deber considerando simplemente la utilidad de
nuestros actos en un sentido aislado e individual. Tenemos muchos
deberes con la sociedad, que se basan en el bienestar de la comu-
nidad y que no pueden ser determinados a la base del puro bie-
nestar individual. Es cierto que el bienestar social se realiza en
las vidas de los individuos; pero éstos actúan en el seno de un
conjunto social que tiene características propias, las cuales han de
ser tenidas en cuenta a la hora de considerar los deberes indivi-
duales. Esta es una de las razones por las que la ética social no
se identifica con la ética individual.
Antes aclaré que un acto, de acuerdo con su carácter intrín-
seco, puede ser malo, aunque su resultado ulterior sea bueno;
que no sólo hemos de considerar el valor del acto individual, sino
también el de la regla que lo manda o lo prohibe, y que, por ra-
zones de tipo social, tenemos la obligación de realizar ciertos
actos aun en el caso de que, desde nuestra posición individual,
nos perjudique hacerlos. Todas estas afirmaciones son bastante
coherentes con una ética no formalista, teleológica e intencional.
Cuando comprobamos las razones que apoyan estas conside-
raciones, deja de ser admisible la afirmación de Ross de que
existen deberes prima-facie al margen del bienestar. Podemos
explicar la fuerza de nuestra obligación de mantener una pro-
mesa o de decir la verdad, por ejemplo, sin tener que apelar
a sus «intuiciones». No necesitamos emplear, como hace Ross,
un modelo teleológico de bienestar, por una parte, y un mode-
lo no teleológico o intuido de corrección, por otra. De esta
forma, podemos evitar la dualidad de criterios morales y el ine-
vitable conflicto entre ambos. No necesitamos recurrir a «intui-
ciones» subjetivas a la hora de juzgar la fuerza relativa de obli-
gaciones que están en conflicto. Por el contrario, podemos utili-
zar el método más objetivo que supone la investigación de las
necesidades reales de los seres humanos y de las consecuencias
de sus actos.
Rehabilitación de la conciencia
5. La rehabilitación de la conciencia
Hemos pasado revista a algunos de los intentos de basar la
acción en las leyes o en los dictados de la conciencia. En pri-
mer lugar, hemos considerado brevemente la doctrina de que
la conciencia suministra una decisión para cada situación con-
creta, mandando o prohibiendo un acto específico al margen de
reglas o principios, y hemos llegado a la conclusión de que una
conciencia entendida así resulta tan falta de principios y de di-
rectrices que no puede servirnos de base para la moral indivi-
dual o social. En segundo lugar, hemos ponderado la doctrina
para la que la conciencia nos proporciona un conocimiento in-
mediato y no razonado de muchas reglas éticas independientes,
como el deber de respetar las promesas o de no mentir; y hemos
visto que esta interpretación de la conciencia no puede justificar-
se racionalmente y que no constituye una guía oportuna para la
acción individual o social. En tercer lugar, hemos discutido la
doctrina de Kant de que se pueden reducir las reglas éticas a
unos pocos principios universales a priori que establecen de-
beres incondicionados; y hemos comprendido que, a causa de su
formalismo y del antiempirismo de esta postura, no se tienen
en cuenta las exigencias del liberalismo y del humanitarismo. En
cuarto lugar, hemos examinado la defensa que Ross hace de los
deberes prima-facie que son, según él, objetos de intuición; y
hemos juzgado que puede explicarse la fuerza de una obligación
sin tener que admitir tan discutibles hipótesis.
Con todo, cometeríamos un grave error si, en conclusión,
declaráramos ilegítimos los conceptos de conciencia y de deber.
El mayor orgullo de un hombre lo constituye el poder decir: «He
sido sincero conmigo mismo». En nombre de la conciencia, Só-
crates bebió la cicuta, Juana de Arco subió a la hoguera y un
número interminable de valientes héroes sufrieron las peores tor-
turas que los nazis pudieron concebir. La conciencia ha inspira-
do los comportamientos humanos más ejemplares; sin ella, el
hombre no sería superior a los otros animales.
La conciencia implica una combinación de diversos factores:
114 Las leyes de la conciencia
primero, una serie de creencias sobre el bien y el mal; segundo,
una serie de actitudes emocionales de aprobación o desaproba-
ción; y tercero, un sentido determinado del deber o de la obli-
gación. Si las creencias son irracionales, la conciencia es irracio-
nal. Si son autoritarias, también lo será la conciencia. Pero si son
racionales y fundadas, el hecho de estar reforzadas por las emo-
ciones y por el sentido del deber las perfecciona y afianza. El ob-
jetivo de la ética no es suplantar la emoción por la inteligencia.
Como dijera Francis Bacon, la ética situaría así las pasiones con
las que ha combatido al lado de la inteligencia, pero no con-
tra ella.
El significado liberal de los términos de conciencia y de de-
ber ha quedado oscurecido precisamente por el hecho de que mu-
chas personas los han asociado a un ética puritana, autoritaria
y supersticiosa. Pero hemos de distinguir entre el nivel autori-
tario y el nivel reflexivo de la conciencia. La conciencia autori-
taria parece implicar un conocimiento inmediato y extrarracio-
nal de verdades éticas, pero realmente esas «verdades evidentes»,
como hemos dicho, no son otra cosa que los preceptos de la cos-
tumbre o de la autoridad tradicional que han llegado a formar
parte tan profundamente de la conciencia que parecen evidentes.
Muy diferente es el nivel reflexivo de la conciencia, presente, por
ejemplo, en una persona como Sócrates. Aunque se refirió a me-
nudo a su «voz interior», insistió en que «una vida sin examen
no merece ser vivida». Comprendió que la conciencia de todo
individuo ha de estar profundamente impregnada por las nor-
mas de la tradición cultural, pero sometió dichas normas al há-
bito de la reflexión y a la discusión espontánea. En el cumpli-
miento de su misión de filósofo, fortaleció el vigor de su con-
ciencia personal, en lugar de debilitarla.
Hoy en día estamos muy necesitados de una conciencia no
sólo reflexiva, sino incluso vigorosa. Parece claro que la ética de
reglas formales y autoritarias está pronta a desaparecer. Hemos
llegado a tomar conciencia de muchas tradiciones en conflicto y
de muchos «sistemas cerrados» de moral. Sabemos que existen
tantas oposiciones entre los modelos que resulta imposible per-
manecer confortablemente instalados en la ilusión de que los
Rehabilitación de la conciencia 115
nuestros son, por necesidad, los únicos correctos. Son ya muchas
las personas que no creen en la existencia de una guía racional
de la acción: lo que hay es una chachara confusa en la que cada
voz señala injustificadamente un camino distinto. En medio de
toda esta confusión, necesitamos algo más que la voz interiori-
zada de la autoridad, por muy evidentes que nos parezcan sus
dictados.
Nuestra época está especialmente necesitada de reflexión en
el campo de la ética social. La conciencia autoritaria es pronta
en la condena de crímenes conocidos y personales, como el homi-
cidio o el robo descarados. Pero permanece ciega a las nuevas
formas sociales de hacer el mal. La supercapitalización delibe-
rada de una industria es una forma de robo, pero es probable
que la aceptemos como un astuto negocio. La publicidad enga-
ñosa o las noticias tergiversadas de la prensa son formas de men-
tir, pero se han hecho tan comunes que han llegado a consi-
derarse respetables. Emplear trabajadores en condiciones insegu-
ras e insanas puede ser una forma de homicidio, pero como los
resultados no son ni inmediatos ni violentos ni evidentes, gene-
ralmente escapan al castigo. Como el sociólogo americano Edward
Alsworth Ross advirtiera:
Hoy en día, el malvado al que más se necesita refrenar es el
respetable, ejemplar y confiado personaje que, estratégicamente si-
tuado en el centro de una telaraña de relaciones fiduciarias, es capaz,
desde el sillón de su despacho, de vaciar mil bolsillos, de envenenar
a mil enfermos, de corromper mil conciencias o de poner en peligro
mil vidas. Este es el pecador a gran escala, de alto voltaje, el que
necesita grilletes. Castigar con más dureza al raterillo que al emi-
nente y sinvergüenza que, de un modo impresionante y a lo grande,
vende a sus electores, a sus secuaces, a sus fiadores o a sus clientes,
sería como apartar un mosquito y tragarse un camello.22
El tipo de ética que asegure la condena de tales malhechores
sociales no puede ser irreflexivo o «intuitivo», sino consciente
y reflexivo; ha de perseguir la justicia para obtener un máximo
22
Sin and society (Pecado y sociedad). Houghton Mifflin, Boston
1907, 29-30.
116 Las leyes de la conciencia
de bienestar y conocer con perspicacia las nuevas y sutiles for-
mas de crimen.
El texto que he citado de Ross fue escrito a principios de
siglo. Desde entonces, los problemas sociales han crecido en
amplitud y complejidad. El mundo ha ido pasando de una cri-
sis a otra, de la depresión a la guerra, y de ésta a la amenaza
de una nueva depresión y de una nueva guerra mucho más te-
rrible que la anterior. Desconocidas formas de tiranía y tipos
diabólicos de crueldad han diezmado a la humanidad. La ciencia
y la tecnología han incrementado tan prodigiosamente el poder
del hombre —tanto para el bien como para el mal— que la
pregunta sobre lo que vamos a hacer ha adquirido una terrible
urgencia. Los problemas de nuestra era atómica son demasiado
agudos y faltos de precedentes como para ser resueltos en los
términos de las viejas y estáticas reglas formales. Ningún modelo
autoritario que se base en la costumbre, en la naturaleza, en
Dios o en la conciencia puede ya bastar. Debemos intentar una
rehabilitación de la conciencia sobre una base reflexiva, empí-
rica y teleológica.
/
R E S U M EN
Hemos estado buscando una respuesta a la pregunta: ¿qué
es una acción social justa? Las teorías formalistas afirman que
es la que se acomoda a una ley; las teorías teleológicas la iden-
tifican con la que promueve el bienestar. Hemos dedicado esta
primera parte a presentar una exposición crítica de las teorías
formalistas.
Estas se diferencian entre sí según las fuentes reales o su-
puestas de la ley. Hemos distinguido las siguientes:
1. Las leyes de la sociedad, en forma de costumbres o de
leyes positivas.
2. Las leyes de Dios.
3. Las leyes de la naturaleza.
4. Las leyes de la conciencia, derivadas de ésta, de la ra-
zón a priori o de la intuición.
He dedicado un capítulo a cada una de estas cuatro posi-
ciones.
En el capítulo 1 sostuve que las leyes de la sociedad, con-
suetudinarias o positivas, no pueden sustituir a la reflexión mo-
ral. Ninguna persona culta podría mantener que toda práctica
consuetudinaria es buena, o que es buena sólo por el hecho de
ser costumbre. Una costumbre puede ser moralmente mejor que
otra; algunas costumbres son irracionales; cuando las costum-
 I IH La ética de las leyes
bres entran en conflicto, o cuando se plantean nuevos proble-
mas, se necesita hacer uso de la reflexión.
Con todo, un cierto número de interesantes pensadores, co-
mo Edmund Burke, han mantenido que la costumbre represen-
ta la sabiduría consolidada de una sociedad, y que suministra
seguridad frente a la improvisación, la obstinación de las acciones
individuales y los desórdenes de una época revolucionaria. Aun-
que la filosofía social de Burke contiene algunas profundas in-
tuiciones, resulta insuficiente a la hora de tener que hacer fren-
te a crisis que carecen de precedentes históricos. En el siglo xx,
por ejemplo, el rápido y asombroso desarrollo de la tecnología,
incluyendo la guerra atómica, ha hecho indispensables la refle-
xión crítica y la reconstrucción social para la propia superviven-
cia del hombre. Incluso en períodos menos cruciales, una moral
irreflexiva y anclada en la costumbre tiende a reprimir lo indi-
vidual, a ahogar la creatividad, a retrasar el progreso y a conte-
ner el pensamiento científico.
Podemos hacer parecidas consideraciones respecto a una in-
terpretación formalista de las leyes positivas, tanto en su forma
de estatutos jurídicos como de precedentes judiciales. Aunque
han sido muchos los intentos de basar la ley en doctrinas for-
malistas, lo que en última instancia cuenta es el bienestar o el
dolor humanos, por ello toda valoración final de una ley exige
un juicio reflexivo teleológico. He llegado a la conclusión de que
una prudente política social no puede basarse en la mera obe-
diencia a la costumbre o al derecho positivo de una sociedad.
En el capítulo 2 he examinado la doctrina de que una ac-
ción social justa es la que está en conformidad con las leyes de
Dios. Esta postura ha sido ampliamente aceptada tanto en civili-
zaciones antiguas como modernas. Al valorar esta doctrina, nos
hemos enfrentado con la importante pregunta que Sócrates for-
mulara a Eutifrón: «¿Un acto es justo por estar mandado por
los dioses o está mandado por los dioses porque es justo?» Cal-
vino, Paley y otros teólogos formalistas defendieron la primera
alternativa: lo justo significa lo que está mandado por Dios.
Esta interpretación subordinaría la fuerza de la justicia al po-
der de Dios y negaría a la bondad moral toda validez indepen-
Resumen 119
diente. Implicaría, por ejemplo, que el homicidio sería una buena
acción si a Dios se le hubiera ocurrido ordenarlo y que no hay
nada en la naturaleza misma del homicidio que lo haga condena-
ble. Esta postura es ingenua, pues depende de una concepción
antropomórfica de Dios y de una aceptación literal de un de-
cálogo autoritario. Una doctrina así resulta demasiado estrecha
y dogmática para que pueda servir de base a un orden mundial.
Bien entendida, la biblia no apoya un credo formalista. Aun-
que en sus primeras narraciones aparece Yavé como un severo
legislador, luego se nos habla del sorprendente idealismo de los
profetas y de las humanitarias e interioristas enseñanzas de Jesús.
Con el paso del tiempo, toda religión realiza un tránsito de este
tipo de una ética formalista a una ética teleológica. Cerramos,
así, el capítulo 2, concluyendo que toda ética religiosa madu-
ra hace más hincapié en la prosecución de ideales de vida que
en la conformidad a un código autoritario.
En el capítulo 3 examiné algunos intentos de basar la
ética y la política social en el precepto «obedeced las leyes de
la naturaleza». Entre los más importantes defensores de la ética
naturalista están los estoicos, quienes concibieron la naturaleza
como algo divino, providente, racional y dominado por el des-
tino. Lo ideal, afirmaron, es lo real, y lo real es lo necesario.
Con todo, vimos que los estoicos admitieron un cierto margen
de libertad en el interior del alma humana. Al ejercer esa liber-
tad, el sabio estoico renunciaba al deseo de bienes externos y ar-
monizaba su voluntad con la naturaleza. Concebía el conjunto de
la naturaleza como una gran «república», gobernada por leyes
naturales a las que, en conciencia, ha de someterse todo ser ra-
cional. En cuanto ciudadanos de dicha república, todos los hom-
bres son iguales y libres por naturaleza. Esta doctrina ejerció
una gran influencia en pensadores posteriores entre los que se
incluye Thomas Jefferson, el redactor de la declaración de in-
dependencia americana.
Aunque la postura estoica presente un cierto aire revolucio-
nario, exagera el alcance de la racionalidad de lo real y, en con-
secuencia, justifica el conformismo social; desestima el poder del
hombre sobre los acontecimientos externos y tiene un concepto
exagerado de su capacidad sobre su propia alma.
 120 La ética de las leyes
Muy diferente es la concepción de la naturaleza que surge
entre los evolucionistas de la época de Darwin. Muchos autores
mantuvieron que la lucha competitiva, la selección natural y la
supervivencia de los más aptos son las grandes «leyes de la na-
turaleza»; y que si el ser humano rompiera con la naturaleza,
la naturaleza rompería con él. Tal es el punto de vista que, con
ciertas variantes, fue adoptado por Spencer, Nietzsche, Sumner
y un gran número de escritores. Puede decirse incluso que su
sombra sigue percibiéndose en el «juego» admitido por toda so-
ciedad que como la nuestra se basa en un comercio competitivo.
Ni que decir tiene que esta teoría contiene un conjunto de
errores: identifica la vida humana con su origen animal; no dis-
tingue entre lo que significa el más apto a nivel biológico y a
nivel ético, y supone que los medios naturales para el fin de la
evolución son los mejores.
Si consideramos otros significados de la palabra naturaleza
—por ejemplo, el de lo total, lo característico, lo primitivo, lo
innato, lo espontáneo—, no encontraremos tampoco un funda-
mento válido para la ética. Todas estas interpretaciones incu-
rren en la falacia fundamental del naturalismo ético: la preten-
sión de que lo que es se identifica con lo que debe ser. Sólo
si concebimos lo natural como lo ideal y distinguimos lo ideal
de lo real, puede la naturaleza convertirse en la base de una
ética válida. Ahora bien, ello implica que hemos de rechazar la
doctrina de que una acción es justa, tanto a nivel individual co-
mo social, cuando se ajusta a las leyes de la naturaleza.
Dediqué el capítulo 4 a la exposición de la teoría según la
cual la moral consiste en la obediencia a las leyes dictadas por
la conciencia humana. Consideré, ante todo, la ingenua posición
según la cual la conciencia es una facultad intuitiva que manda
o prohibe cada acción en concreto, al margen de toda norma
o principio. Llegué a la conclusión de que esta tesis deja la vida
a merced del puro capricho. Una interpretación más aceptable
es la de que la conciencia manda o prohibe tipos de acción, de
acuerdo con unas reglas evidentes por sí mismas. Ahora bien, di-
chas reglas que se suponen impuestas por la conciencia no son
tan evidentes como se pretende; resultan ambiguas, a menudo
Resumen 121
entran en conflicto entre sí, y no son objetivas, puesto que va-
rían en el tiempo y en el espacio.
Más complicada es la teoría de Kant para quien la esencia
de la moralidad es la «buena voluntad», esto es, la que no está
determinada ni gor la inclinación ni por la utilidad, sino por
un principio formalmente coherente: el «imperativo categórico».
Kant nos ofrece tres formulaciones de dicho imperativo: 1) Obra
sólo sobre la base de aquellas máximas que podrían ser unlver-
salizadas; 2) Trata a todo ser humano como un fin en sí mismo
y nunca como un medio; 3) Únete a los demás en un «reino» de
agentes morales libres y responsables. Estos principios éticos le
llevan a adoptar, dentro de ciertos límites, una filosofía social
de corte liberal y democrático y a aconsejar un gobierno mundial.
Aunque algunas de sus ideas son dignas de admiración, la
debilidad de su ética y de su filosofía social se centra en su
formalismo abstracto, desde el que se muestra incapacitado para
tener en cuenta las consecuencias de los actos y para hacer jus-
ticia a la individualidad humana. Por otra parte, la segunda y la
tercera fórmulas del imperativo categórico son mucho menos
formales que la primera y de ahí resulta la presencia de una
cierta incoherencia en su filosofía.
En un esfuerzo por encontrar una teoría más satisfactoria
que la de Kant, W. D. Ross ha mantenido la posibilidad de
combinar el modelo teleológico del bienestar con el modelo no
teleológico de la intuición de lo justo. Con todo, no se aprecia
la pretendida evidencia de los deberes prima-facie que, según
él, son objetos de intuición, ni la necesidad de hacer uso de dos
modelos opuestos con su consiguiente incoherencia lógica.
He llegado a la conclusión de que la conciencia, la razón a
priori o la intuición no son sustitutivos satisfactorios de la in-
tención reflexiva. Ello no significa que podamos prescindir de
la conciencia moral. En nuestra era atómica, en la que la cien-
cia y la tecnología han seguido un desarrollo mucho más rápido
que el mantenido por el conocimiento moral y el control social,
el mundo necesita desesperadamente una poderosa reafirmación
y una vigorosa rehabilitación de la conciencia, siempre que és-
122 La ética de las leyes

ta sea, por supuesto, crítica o intencional y no autoritaria e II

irreflexiva.
Hemos completado, así, nuestra revisión de la ética forma- ETICA DE
lista, rechazando la idea de que la acción justa implica una sim-
ple obediencia a la ley en cualquiera de sus formas. Pasamos, LOS IDEALES
pues, a considerar a continuación los ideales humanos, esto es,
a buscar una base teleológica y no formalista para la acción
social.
 INTRODUCCIÓN

Tras haber pasado revista a las éticas de las leyes o éticas

formales, consideraremos ahora las éticas de los ideales o éticas
teleológicas.
Como la ética ideológica es una ética de objetivos, trata-
remos de descubrir, ante todo, qué es un bien como fin —un
bien en sí mismo—, definitiva e intrínsecamente bueno. Intenta-
remos, acto seguido, determinar lo que es un bien como medio
para este fin —un bien instrumental—.
Al empezar el Libro II de la República, de Platón, encontra-
mos una breve clasificación de los bienes de acuerdo con el
valor intrínseco o instrumental de los mismos. Se trata de un
fragmento en el que Glaucón interroga a Sócrates y éste se li-
mita a asentir:

—Dime, Sócrates, ¿no hay una clase de bienes, que deseamos y

que buscamos por lo que ellos son, sin cuidarnos para nada de sus
resultados, como la alegría y otros placeres puros y sin mezcla, aun-
que no nos proporcionen otra ventaja que el placer de gozar de ellos?
—Sí, hay, a mi parecer, bienes de esta naturaleza.
—¿No hay otros que amamos a la vez por sí mismos y por sus
resultados, como, por ejemplo, el buen sentido, la vista, la salud?
—Es cierto.
—¿No encuentras una tercera clase de bienes, como el entregarse
a los ejercicios del cuerpo, el restablecer su salud, el ejercer la me-
dicina o cualquiera otra profesión lucrativa? Estos bienes diremos que
 l- ( ' Etica de los ideales Introducción 127

son penosos pero útiles, y los buscaremos, no por sí mismos, sino consecuencias. Sin embargo, existen muchos aspectos e incidentes
por el salario y demás ventajas que nos proporcionan. en unas vacaciones que resultan intrínsecamente malos o, al me-
—Reconozco esta tercera clase de bienes.1 nos, indiferentes; de ahí que no podamos decir que las vaca-
ciones son intrínsecamente buenas de un modo absoluto.
Las tres clases de bienes que aquí se enumeran son: 1) El
bien intrínsecamente bueno, pero instrumentalmente indiferente; Podemos utilizar el término intrínsecamente bueno en un sen-
2) El bien instrumental e intrínsecamente bueno; 3) El intrínse- tido más estricto. Podemos referirnos a lo que hace que las va-
camente malo, pero instrumentalmente bueno. A estas tres cla- caciones tengan un valor en sí mismas, es decir, la bondad úl-
ses podemos añadir otras seis, con lo que el cuadro quedaría tima que es un bien absoluto en el que no existe nada que sea
como sigue: malo o indiferente. Un hedonista, por ejemplo, mantendría que
una vacación es intrínsecamente buena —en el sentido menos
Valor intrínseco Valor instrumental estricto del término —porque contiene placer y, en última ins-
tancia, el placer y sólo el placer es un bien en sí mismo, un bien
1. Bueno Bueno último, absoluto o intrínseco en el sentido restringido de la pa-
2. Bueno Malo labra. Como G. E. Moore declara:
3. Bueno Indiferente
4. Malo Bueno Podemos, brevemente, dividir las cosas intrínsecamente buenas
5. Malo Malo en dos clases: 1) las que, en conjunto, son intrínsecamente buenas,
6. Malo Indiferente aunque contengan alguna parte que no sea intrínsecamente buena; y
7. Indiferente Bueno 2) las que no tienen partes o, si las tienen, son en sí mismas intrín-
secamente buenas.2
8. Indiferente Malo
9. Indiferente Indiferente
Moore utiliza el término definitivamente buenas para desig-
nar la segunda de estas clases.
Para determinar la valía de un acto o estado, sería necesario
juzgar a qué clase pertenece y cuáles son sus valores intrínse- En los capítulos de esta segunda parte, intentaré descubrir el
cos e instrumentales. A veces, el bien intrínseco supera al mal significado del bien intrínseco en este sentido de bien último.
instrumental, o el bien instrumental tiene un mayor peso que Daré este significado al término bien intrínseco, todas y cada
el mal intrínseco. Cualquier cosa es instrumentalmente buena o una de las veces que lo utilice. Trataremos también de determi-
mala sólo por el hecho de producir o ayudar a producir lo que nar lo que es bueno como medio para esa bondad última —lo
es intrínsecamente bueno o malo. que es instrumentalmente bueno—. Si no lo hiciéramos, no po-
dríamos juzgar lo que es justo o injusto, ya que, para una ética
Con todo, el término bien intrínseco puede ser entendido en teleológica, la corrección o incorrección de un acto no puede
un sentido más o menos estricto. Se puede hablar, por ejemplo, determinarse al margen de su utilidad. Nuestro interés primordial
de unas vacaciones como de algo intrínsecamente bueno, dando se centra en descubrir lo que es bueno, justo o correcto en un
a entender que las vacaciones suponen un valor en sí mismas, sentido último o definitivo. Hablando en términos de ética so-
o, con otras palabras, que son un bien, aunque sus resultados cial, nuestras dos principales cuestiones son: ¿qué es una socie-
sean indiferentes o se consideren relativamente al margen de sus dad buena?, y ¿qué es una acción social justa?
1
República, Libro II, en Diálogos. La república o el estado. Tra- 2
Ethics (Etica). Oxford University Press, New York 1912, 75. Tra-
ducción de Patricio Azcárate. E.D.A.F., Madrid 1962, 1063-1064. ducción castellana: Etica. Labor, Barcelona 1929.
128 Etica de los ideales

Entre las doctrinas que han hablado del bien último, me de-
tendré en las siguientes: el relativismo —doctrina para la que 5
no existe ningún ideal umversalmente válido—; el individualismo
extremo —posición que sitúa la bondad en el propio individuo—; El relativismo.
el colectivismo extremo —para el que la bondad reside sólo en
la sociedad—; el intelectuaUsmo —que identifica el bien con la La negación de
razón—; el hedonismo —que lo identifica con el placer—; y la
teoría del interés —para la que el bien coincide con el cultivo todo ideal universal
y la realización de intereses—. A la luz del examen que hagamos
de estas teorías, intentaremos describir la naturaleza de un or-
den social justo.
Consideraremos, a continuación, el significado de una acción
social justa, discutiendo la base y la naturaleza de la obligación
moral, y distinguiendo entre teorías válidas e inválidas acerca
de lo justo. Al adoptar un modelo universal —el del máximo
1. El significado del relativismo ético
bien y no el del bien de un individuo concreto o el de un grupo
restringido—, consideraremos los criterios desde los que cabe
Para comenzar nuestra investigación sobre el ideal de una bue-
hacer una elección entre los bienes tan numerosos y opuestos
na sociedad, debemos considerar, ante todo, la doctrina para la
que existen.
cual no existe ningún ideal universal. Lo que existen son idea-
les locales, efímeros y variables. Cada individuo, cada grupo o
cada época pueden reclamar su propia virtud y su propio mode-
lo. No hay un modelo universal único y objetivo. Lo que es
comida para un hombre, es veneno para otro.
El relativismo puede ser mejor comprendido si lo contras-
tamos con su opuesto: el absolutismo. Un absolutista defiende
que ciertos ideales son incondicionalmente válidos, buenos en
cualquier época y lugar, eternos e inmutables. Esta posición va
emparentada las más de las veces con la doctrina de que sólo
existe un Dios, legislador de todo el universo, quien determina,
con su voluntad y sabiduría inmutables, lo que es bueno para
todos los pueblos y para todas las épocas. Puede estar relaciona-
da también con otras teorías filosóficas, como la de la unidad de
lo real -—sólo existe el uno o la unidad—, o la de que los idea-
les son abstracciones universales, a la manera de las «ideas» pla-
tónicas o de las formas, las cuales existirían independientemente
de toda posible ejemplificación. Cualquiera que sea su base re-
ligiosa o filosófica, el absolutismo insiste en que los modelos
130 El relativismo
éticos son incondicionales e invariables, mientras que el relati-
vismo, por el contrario, niega la existencia de tales modelos ab-
solutos, universales y objetivos de bien y de corrección.
Con su mordaz estilo, Pascal expresa así la posición relati-
vista, posición, por otra parte, que luego pasará a rechazar:
No hay nada justo ni injusto que no cambie de calidad en cam-
biando de clima. Tres grados de elevación del polo trastornan toda
la jurisprudencia; un meridiano decide la verdad; en pocos años de
posesión las leyes fundamentales cambian; el derecho tiene sus épo-
cas; la entrada de Saturno en el León nos señala el origen de tal
crimen. Divertida justicia que limita un río. Verdad allende los Pi-
rineos, error aquende.1
Tanto el relativismo como el absolutismo pueden admitir
esta diversidad de costumbres morales, pero el absolutista apela
a un modelo superior inmutable, mientras el relativista no ve
sino sentimientos subjetivos e ideales variables. El punto central
en el que se oponen ambas posiciones no es en la afirmación
de que los ideales morales difieran —esto es un dato incuestio-
nable—, sino en la de si deben diferir. Es perfectamente posi-
ble que un ideal, como la felicidad, sea válido para todos los
pueblos, aun en el caso de que por ignorancia, salvajismo o per-
versión haya individuos o grupos que no lo acepten. Al igual
que puede ser perfectamente cierta una teoría como la de la re-
latividad de Einstein, aunque muchas personas no la compren-
dan o no crean en ella, un determinado ideal puede ser objetiva-
mente verdadero o válido, aunque muchas personas no lo en-
tiendan o no lo acepten. Que las ideas morales varían es un he-
cho que nadie puede negar. El absolutista afirma que la varia-
ción puede explicarse por el error de muchos seres humanos en
la comprensión del modelo o ideal moral absolutos. El relati-
vista, por el contrario, afirma que la variación ha de explicarse
por la ausencia de un ideal o de un modelo universalmente vá-
lidos.
Podemos distinguir dos aspectos en el relativismo: en primer
1 urbanos se enzarzaron entre sí en conflictos comerciales e impe-
Pensamientos. Traducción de Juan Domínguez Berrueta. Aguilar,
Buenos Aires 1959, I, primera parte, capítulo 2, 113-114.
Representantes antiguos y modernos 131
lugar, el relativismo insiste en que los modelos varían necesaria-
mente de un lugar a otro. Cada individuo o grupo tiene sus pro-
pios modelos éticos y no existe posibilidad alguna de descubrir
un ideal que sea común para todo individuo o grupo. En todo
momento, existe una variedad irreductible de ideales. En segun-
do lugar, el relativismo pone de relieve que los modelos varían
necesariamente de una época a otra. Cada época tiene sus pro-
pios modelos y no hay ningún principio ético que resista y tras-
cienda estas limitaciones temporales. De este modo, según el re-
lativismo, la variedad irreductible de normas éticas puede ma-
nifestarse simultáneamente (relativismo espacial) o sucesivamen-
te (relativismo temporal).
2. Algunos representantes antiguos
y modernos del relativismo
Podría decirse que toda época revolucionaria ha conocido
alguna reacción relativista contra el absolutismo. Así sucedió,
por ejemplo, en la época de los sofistas de la Grecia clásica, en
un período en que la cultura helénica tradicional empezaba a dar
muestras de disgregación por efecto de la lucha de clases y de la
guerra. El impacto de la revolución económica, que empezó a
detectarse en la época de Solón (alrededor del 639-559 antes de
Cristo), removió desde sus cimientos la vida griega. La base pri-
mitiva de la vida económica griega había sido la propia de una
agricultura de subsistencia; pero al igual que sucedió en la época
moderna con la «revolución industrial», evolucionó hacia un tipo
más avaszado y floreciente tanto a nivel agrícola como comer-
cial y artesanal. En poco más de un siglo, su gran transforma-
ción económica produjo la aparición de una clase media comer-
cial e industrial y de una nueva clase «proletaria» compuesta
por trabajadores artesanales y hombres del mar. Desapareció el
ancestral aislamiento de las ciudades-estado griegas, los núcleos
rialistas y se produjo un enfrentamiento entre los estados grie-
 132 El relativismo
gos y los imperios circundantes, como el persa. Como resultado,
la cultura griega quedó profundamente afectada y comenzaron a
producirse interminables guerras y revoluciones. Nadie como Tu-
cídides, el famoso historiador griego, ha descrito más vivamente
el clima que originó este desarrollo. Sus escritos están llenos de
brillantes narraciones, no sólo de la gran catástrofe que supuso
la guerra del Peloponeso, sino también de los conflictos de clase
que la precedieron y acompañaron.
La revolución se extendió, así, de ciudad en ciudad, y en los
lugares a los que llegó más tarde, al conocer lo que ya se había
hecho, se extremaron los refinamientos de las innovaciones hasta ta-
les excesos que se plasmaron tanto en la sagacidad de las empresas
como en la atrocidad de sus represalias... De este modo, como con-
secuencia de dichas turbulencias, toda forma de iniquidad echó raí-
ces en los países helénicos. La antigua sencillez tan fuertemente asen-
tada en el honor quedó burlada y terminó por desaparecer. La so-
ciedad llegó a dividirse en campos de batalla en los que ningún
hombre se fiaba de su vecino.2
Los sofistas fueron los representantes filosóficos de esta épo-
ca de zozobra. Pertenecían a una generación que había visto pro-
mulgar importantes leyes barridas luego por la fuerza de movi-
mientos revolucionarios y contrarrevolucionarios. De este modo,
reflejaron la desilusión y la incertidumbre de un período en el
que las tradiciones y las costumbres eran constantemente viola-
das. Como maestros errantes, al viajar de una ciudad a otra, fue-
ron agudamente conscientes tanto de la diversidad como de la
inestabilidad de los códigos morales. Con su actitud escéptica y
predominantemente práctica, reaccionaron también contra la cien-
cia abstracta y contra la filosofía. Les pareció muy claro que las
respuestas a los problemas filosóficos variaban de un pensador
a otro, de una ciudad a otra, y que, en consecuencia, no podía
establecerse ninguna verdad que fuera universal. En tales cir-
cunstancias, no nos ha de extrañar que afirmaran el carácter re-
lativo de la verdad y del valor.
El más famoso de los sofistas fue Protágoras (481P-511 antes
1
La guerra del Peloponeso (versión inglesa). Modern Library, New
York 1934, 189, 191.
Representantes antiguos y modernos 133
de Cristo), anciano ya cuando Sócrates era aún joven y que mu-
rió en los comienzos de la guerra del Peloponeso. A excepción
de unos pocos y reducidos fragmentos, sus obras originales se
han perdido. Podemos, sin embargo, reconstruir su pensamiento
por lo que de él han dicho Platón y otros filósofos. Su tesis-cen-
tral era que «el hombre es la medida de todas las cosas». Con
estas palabras no quería dar a entender que la humanidad uni-
versal es el modelo por el que ha de juzgarse la verdad y la bon-
dad. Según el Teeteto, uno de los diálogos de Platón, entendía
por «hombre» el individuo concreto. Las cosas son para mí co-
mo me parecen y para ti como te parecen. No hay ningún mundo
real común que pueda ser conocido por dos o más sujetos cog-
noscentes. Todo objeto es relativo al punto de vista desde el
que se le percibe o al acto momentáneo y efímero de la sensa-
ción. Nunca puede probarse la falsedad de un hombre que fuera
ciego al color o que se distinguiera de los demás por sus percep-
ciones o sus creencias.
Protágoras defendió también que la relatividad es incluso apli-
cable al campo de la moral y de la política. Se presentó a sí
mismo como un «médico del alma»: no podía enseñar creencias
más verdaderas sobre la virtud o el vicio, porque ninguna creen-
cia es más objetiva o «verdadera» que otra, pero podía inculcar
creencias más sanas y, sobre todo, más útiles. Deseó sustituir los
juicios de verdad por los de valor, introduciendo aquí una in-
terpretación excesivamente relativista, aunque no individualista.
Defendió que los valores morales y políticos varían de una ciu-
dad a otra, que dichos valores están encarnados en las costum-
bres y en las tradiciones locales y que un hombre sabio y moral-
mente sano es el que se adhiere a los modelos predominantes.
Su posición es así resumida en el Teeteto: «Lo que a un estado
le parece justo y honrado, en la medida en que así le parece, es
para él justo y honrado».3
En el Protágoras, otro de los diálogos platónicos, se nos pre-
senta a este sofista manifestando a través de un mito su rela-
tivismo fundamental. Cuando el mundo era muy joven, Prome-
3
Teeteto, o de la ciencia. Traducción de José Antonio Míguez. Agui-
lar, Buenos Aires 1960, 91.
134 El relativismo
teo robó a los dioses el secreto del fuego y de las artes mecá-
nicas y se lo transmitió a la humanidad; pero los hombres eran
todavía incapaces de vencer a los otros animales y de superar los
rigores de la naturaleza, ya que les faltaba cohesión política y
la fuerza que deriva de la unidad. Temiendo Zeus por el exter-
minio de toda la raza humana, envió a Hermes para que ense-
ñara a los hombres el sentido del deber y de la justicia, concep-
tos tan necesarios para la unión en pro de h defensa mutua.
Con la posesión de tal conocimiento, los hombres fueron desde
entonces maestros de virtud, pudiendo además transmitir su sa-
ber a las nuevas generaciones. De acuerdo con esta interpreta-
ción, la bondad se ha de identificar con las costumbres y con-
venciones de una comunidad determinada, recibiendo los niños
de sus mayores todo el conocimiento sobre la «virtud» que pu-
dieran necesitar. De este modo, la moral es totalmente relativa,
dado que no hay ningún modelo ético más definitivo que el os-
tentado por cada sociedad.
Si lo comparamos con otros sofistas más jóvenes, Protágo-
ras puede ser tachado de conservador. El punto de vista más
radical sustentado por los sofistas vendría expresado por Trasí-
maco, uno de los personajes que aparecen en el libro primero
de la República de Platón. Su tesis es que lo justo está deter-
minado por las leyes y convenciones de cada sociedad y que és-
tas son prescritas, a su vez, por la clase dirigente. El grupo que
domina en cada estado actúa en provecho de sus propios intere-
ses. Al ser el partido más fuerte dentro de un estado, controla
las ideas directrices de su sociedad, las cuales son las que deter-
minan lo que es justo o injusto para cada grupo. De ahí que ío
bueno se identifique con el poder y que la «justicia» —término
utilizado en el sentido amplio de bondad moral— esté determi-
nada por la fuerza y el interés personal. En palabras del propio
Trasímaco, «la justicia es el interés del más fuerte».
En la actualidad estamos viviendo un período parecido a «la
época de los sofistas», a excepción del hecho de que las nuevas
fuerzas que hoy se han enfrentado entre sí son mucho más po-
derosas y tienen un tadio de acción más amplio. También nues-
tra época ha conocido un relativismo generado, entre otras co-
sas, por el clima de incertidumbre que vivimos. Al no hacer caso
Representa/lies antiguos y modernos .135
a los oráculos del pasado y escuchar tan nuevas y contradictorias
voces, nos sentimos inclinados a creer que no existe ningún mo-
delo común y objetivo por descubrir. Las causas del resurgi-
miento del relativismo ético son numerosas y complejas, pero
creo que entre las más importantes habría que encuadrar los
conflictos, confusiones y tendencias revolucionarias de nuestra
era.
Como veremos en un capítulo ulterior, las formas más abier-
tas y descaradas de relativismo han sido las sostenidas por los
portavoces del fascismo. Con todo, muchos intelectuales euro-
peos y americanos han presentado formas más complicadas y
encubiertas de relativismo. Los historiadores y antropólogos han
recalcado la «irreductible» diversidad de las sociedades huma-
nas, cada una de las cuales presenta una «configuración» o «mo-
delo cultural» únicos y una forma propia de religión, ciencia,
arte y moral, estando todo ello sometido a un cambio incesante.
Los pragmatistas, tan influyentes en el sistema educativo ameri-
cano, han tendido a rechazar todo concepto que trascienda la
fluidez de un organismo sometido a un constante cambio y en
interacción con un medio reducido también a un perpetuo de-
venir. Varios filósofos, entre los que se encuentran especialmente
los empiristas radicales y los positivistas lógicos, han negado que
la ética tenga un carácter científico y que los conceptos morales,
como el de deber, presenten un contenido objetivo. Trataremos
de sintetizar en las páginas siguientes algunas de las conclusio-
nes ofrecidas por estos pensadores, incluyendo el análisis del
significado del término «debe». Por el momento, no estaría de
más citar aquí las opiniones de algunos recientes defensores del
relativismo.
Entre tales defensores se encuentra, por ejemplo, Vilfredo
Pareto, famoso economista y sociólogo italiano, cuyo Tratatto
di sociología genérale (cuya versión inglesa lleva el título de The
mind and society —Mente y sociedad—) ha sido considerado
en todas partes como uno de los libros más importantes del si-
glo xx. No se trata primordialmente de un tratado de ética, pero
lo traemos aquí a colación porque una de sus premisas funda-
mentales es el relativismo expresado explícita o implícitamente
en muchas de sus páginas. Pareto afirma que
 136 El relativismo
los conceptos que los diversos individuos tienen de lo que es el
bien, para ellos y para los demás, son esencialmente heterogéneos y
que no hay forma alguna de reducirlos a la unidad.4
Todo lo que tienen en común las diversas definiciones de
«bien» es que cada definición «agrada» a los que la proponen.
En último término, los ideales remiten a simples sentimientos y
no a la razón o a la ciencia, y los sentimientos varían tanto a
nivel individual como social. Por esta causa, todo intento de des-
cubrir los objetivos de la vida está condenado a ser alógico. Po-
demos ser lógicos en el descubrimiento de los modos de reali-
zar objetivos, pero al estar éstos determinados por sentimientos
variables, se encuentran más allá del dominio de la razón.
Una posición semejante es la adoptada por Edward Wester-
marck, que en un principio fue profesor de filosofía en una aca-
demia finlandesa y después fue nombrado profesor de sociolo-
gía de la universidad de Londres. Sus obras, Origen y desarrollo
de las ideas morales y Relativismo ético, se encuentran entre
los más famosos tratados de ética moderna. Muchos de sus ar-
gumentos se apoyan en la diversidad de costumbres morales que
se observa en todo el mundo, pero lo más característico de su
posición está en su tesis de que la moral se base en emociones.
«Todo juicio o concepto moral, explica, se basa, en último tér-
mino, en emociones»;5 como quiera que las emociones son evi-
dentemente variables y subjetivas, no podemos fundar en ellas
ningún sistema objetivo de moral. Carece de sentido decir que
una emoción sea verdadera o falsa; por ello, si la moral es, en
esencia, emocional, no puede ser verdadera o falsa. No hay nin-
guna verdad moral; sólo existen emociones morales y ello nos
impide hablar de una ética objetiva. Esta es, muy en resumen,
su argumentación.
Con todo, su postura llega en algunos momentos a resultar
extraordinariamente equívoca. Considera el problema de la di-
ferencia entre emociones morales y emociones no morales y de-
4
The mini and society (Mente y sociedad). Harcourt, Brace, New
York 1935, IV, 1476.
5
Ethical relativity (Relativismo ético). Harcourt, Brace, New York
1932, 60.
Representantes antiguos y modernos 137
cide, finalmente, que la nota que caracteriza a las primeras es
su imparcialidad real o aparente. La aprobación moral, explica,
se basa en un sentimiento bondadoso que es —o al menos así
lo parece— imparcial. Por otra parte, va siguiendo directamente
el rastro al desarrollo de la imparcialidad hasta llegar a la apa-
rición y a la creciente expansión del «sentimiento altruista». De
este modo, afirma lo siguiente:
Es evidente que la expansión de las reglas morales ha sido una
consecuencia de la expansión de la unidad social y del intercambio
creciente de diferentes sociedades. Si, como mantengo, el alcance de
las emociones morales varía a tenor del sentimiento altruista, exis-
ten poderosas razones para afirmar que una causa inmediata de la
mayor extensión de las reglas morales ha sido la correspondiente di-
fusión de dicho sentimiento.6
Sin embargo, si Westermarck es coherente con tales afirma-
ciones, debería de admitir, a pesar de sus negativas, que en toda
moral existen unos elementos universales: el altruismo y la im-
parcialidad. Muchos escritores, como David Hume y Adam Smith,
han defendido que el auténtico origen de la moral hay que bus-
carlo en la combinación del altruismo (o la simpatía) y la im-
parcialidad. Westermarck está reconociendo tácitamente la uni-
versalidad de lo que muchos llamarían el alma y el corazón de
la moral. Por otra parte, es imposible comprender cómo podría
darse la imparcialidad sin que existiera un elemento reflexivo de
evaluación o de juicio. Si somos imparciales, controlamos nuestros
prejuicios, superamos nuestros caprichos y predisposiciones y al-
canzamos un cierto grado de objetividad. Como Westermarck
apunta, es cierto que la imparcialidad puede ser sólo aparente,
pero aun así nos esforzamos por evitar el particularismo y por
ser más objetivos. Al admitir, así, un elemento de juicio crítico
en la vida moral, Westermarck está efectivamente negando su
propia tesis de que la moral es puramente emocional. Cito estas
incoherencias de su argumentación con el único propósito de sub-
rayar lo que a menudo ocurre en los tratados que sustentan un
relativismo ético. Pocas personas encontraremos que nieguen con
una cierta coherencia toda objetividad o universalidad en la es-
fera de la moral o de los valores humanos.
6
Ibid., 200.
I 1K El relativismo
i. El carácter insatisfactorio del
relativismo y del absolutismo
La fuerza del relativismo se encuentra principalmente en su
firme oposición al absolutismo. En aras del absolutismo se ha
pretendido hacer valer en todo el mundo una gran dosis de su-
perstición y de «control ideológico». Al oponerse a ello, se ha
pensado muchas veces que los relativistas tomaban partido por
la libertad y la objetividad científica.
Como hemos venido diciendo, el absolutismo ético es la teo-
ría de que los ideales son incondicionados e invariables, indepen-
dientemente válidos en el espacio y el tiempo, trascendentes a
la naturaleza o a la necesidad de los hombres o a sus circuns-
tancias históricas, enraizados de algún modo en la voluntad de
Dios, en la estructura eterna del universo, en «el cielo superior
a todo cielo» de Platón o en los principios inmutables de la
razón a priori.
Creo que el relativismo actúa con toda justicia al rechazar
ese absolutismo y todos los elementos extraempíricos que en-
cierra. Todo el espíritu de la ciencia se opone a la creencia en
«absolutos» trascendentes. ¿Cuál es el espíritu de la ciencia?
Podríamos resumir así las notas dominantes del espíritu cientí-
fico: supresión de toda creencia hasta haber acumulado un nú-
mero masivo de pruebas; reconocimiento de que toda teoría ha
de ser sometida a la interverificación y que su formulación es,
en consecuencia, provisional y puede ser rechazada con el pro-
greso ulterior de la investigación; poca disposición a aceptar en-
tidades imperceptibles, a menos que estén provistas de una fuer-
te evidencia circunstancial; e intento de resolver todo problema
haciendo uso de los conocimientos disponibles y excluyendo toda
instancia que no resulte estrictamente necesaria. La admisión de
principios inmutables fijados en la conciencia de un ser sobre-
natural o insertos en un reino de fantasmagóricas esencias va
en contra de ese espíritu científico que nos ha proporcionado el
único fundamento relativamente seguro de la creencia.
Por otra parte, las propias «leyes» de la ciencia se han he-
Insatisfacción del relativismo y del absolutismo 139
cho todavía más provisionales y estadísticas. A principios de la
moderna edad científica, Leonardo da Vinci podía hablar, se-
guro de sí mismo, de «la necesidad, ese vínculo eterno y ley de
la naturaleza». La ciencia era concebida como un sistema de
verdades que poseía en sí mismo una certidumbre y una finali-
dad plenas. Este intento por alcanzar la certeza total en el cam-
po de la ciencia ha sido puesto en duda en una época relativa-
mente reciente. George Santayana nos cuenta el cambio produ-
cido en su propia vida:
Cuando yo era más joven, lo que pomposamente se llamaba
«ciencia» presentaba un majestuoso aspecto. En el mundo intelectual,
existía una elegante familia real que esperaba gobernar indefinida-
mente: axiomas soberanos, leyes inmutables, reales hipótesis... Hoy
en día, hay una democracia de teorías elegidas para ostentar el poder
durante un período reducido de tiempo, que hablan en su propio
dialecto y que difícilmente se presentan en público o resultan pre-
sentables.7
De un modo más preciso, podemos concebir las teorías cien-
tíficas como aproximaciones cada vez más cercanas a la verdad,
nunca como absolutas e inmutables. Indudablemente, la autén-
tica estructura de la naturaleza elude toda formulación final y
exhaustiva, dado que la física cuántica contemporánea apunta a
la «incertidumbre» que se encuentra a la base del supuesto or-
den físico. Lejos de ser la variabilidad una simple apariencia de-
bida al carácter incompleto y limitado de nuestro conocimiento,
ha sido confirmada mediante una observación y una experimen-
tación más cuidadosas y exactas. Han pasado muchos años des-
de que Aristóteles afirmara que no hay nada inmutable ni en los
datos ni en las conclusiones de las ciencias biológicas y sociales,
pero en los últimos cincuenta años se ha demostrado que esa
variabilidad se extiende también a las ciencias físicas. De esta
forma, si se ha de defender el absolutismo, se tendrán que bus-
car bases ajenas a la ciencia. El problema está en que casi nadie
ha sabido dar con esa sólida base extracientífica. El arte nos
proporciona una forma de «intuición» o de «significado» que
7
Citado por HARRV SLOCHOWER, NO voice is wholly lost (Ninguna
voz se ha perdido del todo). Creative Age Press, New York 1945, XVI.
140 El relativismo
puede ser extraordinariamente rica y válida, pero la «verdad»
del arte es más subjetiva que la de la ciencia y no proporciona
ninguna base al absolutismo. El único rival serio de la ciencia
es la religión: el que está dispuesto a aceptar un supernaturalis-
mo religioso, encuentra más facilidades para sustentar el absolu-
tismo. Sin embargo, como los entes sobrenaturales se muestran
por propia definición inasequibles a las exigencias de la experi-
mentación, son muchos los que se manifiestan escépticos respec-
to a ellos.
La fuerza del relativismo reside, como hemos dicho, en su
oposición al absolutismo. Su poder no está tanto en lo que afir-
ma como en lo que niega. En una época científica y escéptica,
ejerce un gran atractivo sobre muchas personas porque niega
los conceptos extraempíricos de «vida honrada» y «sociedad jus-
ta». Negar lo que no se puede probar experimentalmente cons-
tituye, ciertamente, una virtud, pero se trata de una virtud pu-
ramente negativa. La debilidad del relativismo está en que nos
deja sumidos en un puro negativismo. Rechaza la existencia de
un modelo universal y objetivo de valores y sólo admite patro-
nes subjetivos locales o efímeros. Al dejarnos sin ningún modelo
moral objetivo, niega el alma de toda moral individual o social.
El relativismo defiende que toda persona que afirme «mi posi-
ción es la correcta» no hace sino expresar sus preferencias sub-
jetivas. Ninguna exigencia moral es, en realidad, mejor o peor
que otra. Cada grupo se justifica según sus propios modelos, y
ahí se acaba todo.
Consideremos lo que esto significa. El pueblo inglés, fran-
cés, ruso, chino y norteamericano invirtieron enormes cantidades
de sangre y de dinero por derrotar el sistema social nazi y fas-
cista durante la segunda guerra mundial. La mayoría de estas
personas estaba segura de que combatía por una causa justa.
Creían, por supuesto, que estaban «en el lado de la verdad». El
relativismo les diría que su creencia no pasaba de ser una pura
ilusión; que no hay ningún ideal objetivamente válido; que sólo
existen voces contradictorias, cada una igualmente «justa», cada
una justificable desde su punto de vista. En el futuro se exigirá
de los hombres grandes y renovados esfuerzos en aras de una
vida mejor. El relativista volverá a repetir que esos esfuerzos
Posición intermedia 141
sólo se apoyan en simples ilusiones. Decir que un objetivo es
mejor que otro no tiene ningún significado; de ahí que no haya
ninguna razón para tratar de mejorar un ideal moral o para lu-
char por la prosecución de un objetivo y no de otro. Esta po-
sición destruye el significado esencial de la moral. Equivale al
inmoralismo o al nihilismo.
Tal vez el relativismo niegue la posibilidad de inferir de
su posición tamañas implicaciones, pero no acierto a ver en qué
se podrían apoyar los relativistas para desecharlas. Un relativis-
ta radical, repitámoslo, no encuentra ningún modelo común con
el que comparar y juzgar los ideales; de ahí que no disponga de
ningún canon o criterio sobre el que poder afirmar: «Esto es
real y verdaderamente bueno. Esto es real y verdaderamente
justo». Negar la posibilidad de hablar así supone oponerse a las
más profundas convicciones de la humanidad.
La debilidad del absolutismo radica en su abandono de toda
actitud empírica en la esfera de los valores. La debilidad del
relativismo radica en la negación de toda base objetiva sobre
la que considerar una idea moral mejor que otra. Hemos de
buscar alguna alternativa que no sea ni el absolutismo ni el re-
lativismo.
4. Una posición intermedia.
Tema y variaciones
Hemos señalado que existen dos tipos de relativismo y, en
consecuencia, dos tipos de absolutismo opuestos a aquéllos. En
primer lugar, existe el relativismo del momento histórico frente
al absolutismo de la creencia en lo eterno. En segundo lugar,
tenemos el relativismo del grupo concreto frente al absolutismo
de un solo código universal. Comentaré sucesivamente cada uno
de ellos e indicaré una posible alternativa a cada forma de rela-
tivismo.
En su forma más genuina y extrema, el relativismo temporal
142 El relativismo
niega la permanencia de los modelos e ideales morales. El abso-
lutismo temporal extremo no sólo afirma esos modelos e idea-
les, sino que niega todo cambio respecto a ellos. En cada caso,
la falacia reside en el extremismo y en el exclusivismo. Una al-
ternativa razonable tanto del absolutismo estático como del re-
lativismo dinámico ha de superar esos extremismos, evitar la
concepción del relativismo y del absolutismo como dos polos
irreconciliables, y reconocer tanto la existencia de lo viejo como
de lo nuevo, de la tradición y de la innovación. Como apunta
Whitehead:
Hay dos principios que son inherentes a la verdadera naturaleza
de las cosas y que se repiten de un modo peculiar en todo campo
que exploremos: el espíritu de cambio y el espíritu de conservación.
Nada real podría darse sin ellos. El simple cambio sin la conserva-
ción sería un tránsito de una nada a otra. Su integración final produ-
ciría una nulidad pasajera. La mera conservación sin ningún tipo
de cambio no podría mantenerse. Ya que, después de todo, hay un
flujo de circunstancias y la frescura de ser se evapora bajo la sim-
ple repetición... Un valor estático, aunque fuera fundamental e im-
portante, llegaría a hacerse irresistible ante la espantosa monotonía
de su permanencia inalterable. El alma pide a voces liberarse a tra-
vés del cambio. Sufre las agonías de la claustrofobia.8
Si, dentro del espíritu de Whitehead, procuramos unir el con-
servatismo y la innovación, conseguiremos encontrar provechosas
enseñanzas incluso en la antigua civilización china. William Er-
nest Hocking ha apuntado que los sabios chinos como Lao-Tse
y Confucio comprendieron que debemos elevar el pensamiento y
la acción por encima y más allá de las fórmulas existentes, no
para escapar de las reglas, sino para examinarlas. N o hay nada
que esté por encima de la razón y del orden —como tampoco de
las concepciones, principios, ideas y leyes—, pero todo sabio
supera sus definiciones en pro de principios y leyes mejores. Al
margen del respeto por «la legalidad latente del futuro», el sa-
bio critica «la suficiencia de la legalidad del pasado... La so-
lución para una fórmula inapropiada no es la supresión de toda
!
ALFRED NORTH WHITEHEAD, Science and the modern world.
(La ciencia y el mundo moderno). Macmillan, New York 1925, 289-290.
Lo particular y lo universal 143
fórmula, sino una fórmula mejor». 9 Esta disposición por encon-
trar una legalidad con una actitud nueva y experimental ¡i la
que Confucio llamó «hospitalidad mental» difiere bastante de lu
pura hostilidad hacia toda legalidad. Una época de turbulencia
y transición como la nuestra necesita esta combinación de adap-
tación de los principios y de respeto hacia los mismos.
Si hemos de escapar del caos y de la anarquía moral, tenemos
que entender la vida como algo más que «una bagatela de ex-
periencias transitorias». Hemos de reconocer que los valores
esenciales de la civilización, como la verdad, la belleza, la va-
lentía y el amor, son hoy tan válidos como siempre lo fueron.
Hemos de experimentar la continuidad de la historia y tomar
contacto con los mejores espíritus del pasado. Sólo así podemos
superar la dinámica multiplicidad de modelos y hallar una auto-
ridad obligatoria más racional que el prejuicio y menos brutal
que la fuerza. Debemos incluso reconocer que, como los temas
musicales, los valores que perduran son extraordinariamente va-
riados. Toda fuerza es poca para resistir a la exigencia reaccio-
naria de volver a las «verdades eternas y absolutas» de la edad
media o a cualquier sistema social desaparecido o en trance de
desaparecer. Hay que admitir que nuestra era atómica exige so-
luciones e intuiciones nuevas, no un abandono de los antiguos
ideales, sino una reencarnación inédita de los mismos. Debemos
aceptar que la imaginación y la previsión, no menos que la me-
moria, son condiciones indispensables para que el mundo de hoy
elija sabiamente. Fijar nuestras mentes en el pasado exclusiva-
mente, buscar sólo repetirlo o prolongarlo, supondría atrofiar
nuestra energía creadora. Sería el camino de la muerte y no el
de la vida.
5. Lo particular y lo universal
Al igual que hemos de evitar los extremismos de un rela-
tivismo y de un absolutismo temporales, tenemos que superar
' A new east in a new world (Un nuevo oriente en un mundo
nuevo): Fortune (agosto de 1942) 124-126.
144 El relativismo
las exageraciones del particularismo de grupo y del universalis-
mo. Nuestra sociedad está dividida en grupos conflictivos de
muy diversos tipos: naciones, clases, credos. Cada grupo reclama
poseer su propia verdad, su credo exclusivo, su ley y su virtud.
El universo de principios morales se ha escindido en un caótico
multiverso. A menos que podamos descubrir ciertos principios
universales que trasciendan esos particularismos en conflicto, pa-
rece que no hay ninguna oportunidad de evitar la muerte vio-
lenta de muchos millones de seres humanos y la total destrucción
de la civilización en una posible guerra atómica futura. Incluso un
presuntuoso universalismo, con sus peligrosas implicaciones de
intolerancia y autoritarismo, es quizá más de temer que el rico
fermento de particularismos en conflicto. El ideal de una unifor-
midad universal es uno de los ideales más desacreditados de los
que ha concebido la mente humana.
La mejor solución consiste en combinar las intuiciones vá-
lidas tanto del particularismo como del universalismo. Frente
al relativismo, hemos de defender el ideal de universalidad. La
auténtica posibilidad de una paz duradera depende de una co-
munidad internacional sobre la base de una humanidad y de una
justicia comunes. Con todo, tal universalismo ha de evitar la
posición rígida y extraempírica del absolutismo.
Generalmente, el absolutismo se basa en conceptos no cien-
tíficos. Casi siempre construye sus cimientos sobre el superna tu-
ralismo o el autoritarismo. Al hacer hincapié en el carácter incon-
dicionado de los valores, fracasa al considerar las condiciones
reales de la vida humana. Se niega a reconocer que los ideales
humanos deberían basarse en las necesidades humanas, y, si lle-
ga a admitir tales necesidades, no trata de determinarlas de una
manera experimental.
A pesar de ello, es posible estudiar empíricamente las nece-
sidades humanas y, de este modo, hacer uso de las conclusiones
obtenidas como base de unos ideales universales. Las necesida-
des materiales fundamentales de los seres humanos son univer-
sales o casi universales. Si hubiera alguien tan raro que prefi-
riera morir de hambre cuando podría tener el estómago lleno,
tiritar de frío cuando podría abrigarse, coger una enfermedad
Lo particular y lo universal 145
cuando podría estar sano, tener un trabajo agotador e inseguro
cuando podría tener otro creativo y estable, sería una rara avis
de la que podríamos prescindir a la hora de establecer un orden
mundial. Las necesidades vitales —comida, albergue, vestido, sa-
lud y seguridad económica— no son las únicas metas básicas
y universales, pero pueden ser estudiadas cuidadosamente con
técnicas científicas de validez probada, algo que ya han hecho
diversas instituciones como el ministerio de agricultura de los
Estados Unidos.
Asimismo, tampoco tenemos motivos para echarnos las ma-
nos a la cabeza a la hora de considerar valores más sutiles como
son los psicológicos. La salud y la enfermedad mental son quizá
tan susceptibles de estudio como la salud y la enfermedad fi-
siológicas. Podemos saber, por ejemplo, qué necesidades huma-
nas resultan tan básicas que su represión produce crisis nervio-
sas individuales y sociales: neurosis, demencias y suicidios, a
nivel individual; crímenes, depresiones económicas, guerras y
revoluciones, a nivel social. En este campo, la investigación ha
empezado a dar pasos seguros. Sociólogos tan conocidos como
W. I. Thomas y Florian Znaniecki, en un detallado estudio so-
bre la desorganización social, elaboraron una lista de las necesi-
dades básicas del hombre.10 Un competente psiquiatra, Gilbert
V. T. Hamilton, ha intentado descubrir igualmente los impulsos
fundamentales examinando numerosos casos de disociación men-
tal.11 Aunque estas dos investigaciones se llevaron a cabo inde-
pendientemente y utilizaron técnicas distintas, unas psicológicas
y otras sociológicas, llegaron a conclusiones muy parecidas. Las
necesidades humanas así definidas son: 1) La necesidad de se-
guridad (la «liberación de la necesidad» y la «liberación del mie-
do» de las que habló Franklin D. Roosevelt); 2) la necesidad
de amor y de compañía; 3) la necesidad de desarrollar construc-
tivamente nuestras aptitudes y de adquirir la categoría social y
el respeto personal consiguientes; 4) la necesidad de aventura,
10
Véase, W. I. THOMAS y FLORIAN ZNANIECKI, The polish peasant
in Europe and America (El campesino polaco en Europa y en América)
Knopf, New York 1927.
" Véase Introduction to objetive psychopathology (Introducción
la psicopatología objetiva). Mosby, St. Louis 1925.

1.46 El relativismo
variedad y libertad de expresión. Es de subrayar que la segunda
de las necesidades —la respuesta amorosa y social— ha sido
puesta de relieve por Freud y muchos otros psicólogos moder-
nos.
No quiero dar a entender que ésta sea una lista fija y defi-
nitiva. Otros autores, como Murray y Tolman, nos han ofrecido
otras alternativas que han venido a completar los estudios de
Thomas, Znaniecki y Hamilton.12
Algunas de estas necesidades son tan universales que pueden
considerarse como la base más sólida de un orden mundial. La
naturaleza humana no es un puro nombre. Sin la necesidad de
apelar a un conjunto extraexperimental de seres absolutos y so-
brenaturales, podríamos basar los valores universales en esas
necesidades que experimenta todo ser humano. Nadie pondría
en duda que el cuerpo humano presenta una estructura básica
—que los chinos tienen corazón e hígado como los americanos—
y que, en consecuencia, la medicina, ciencia de la salud y del
bienestar físicos, es aplicable a todos los hombres. De igual mo-
do, la mente humana no es tampoco una entidad amorfa; pre-
senta también una estructura de pensamientos, pasiones, apeti-
tos, emociones y sensaciones; sus leyes de acción, sus niveles
consciente y subconsciente, son comunes a todos los hombres.
Si no fuera así, no podría existir la psicología ni la psiquiatría
como ciencia de la salud mental. Nadie pone en duda que el
psiquismo está mucho más profundamente condicionado y modi-
ficado por los diversos medios culturales que el cuerpo, pero hoy
por hoy no existen pruebas definitivas que justifiquen la creencia
de que el psiquismo o el cuerpo son absolutamente atípicos o
infinitamente plásticos. Como el profesor Dennes ha dicho muy
bien;
Sólo conocemos al hombre que hemos descubierto, y no lo hemos
encontrado en ninguna época ni lugar sin manifestar una gran an-
siedad por explorar, comprender, afiliarse, cooperar, ser leal, jugar,
12
Véase E. C. TOLMAN, Psycbological man (El hombre psicológico):
Journal of social psychology 13 (febrero de 1941), y H . A. MURRAY y
otros, Explorations Of personality (Exploraciones de la personalidad). Ox-
ford University Press, New York 1938.
Lo particular y lo universal 147
imaginar, cantar, bailar, producir y moverse al son de múltiples rit-
mos, del mismo modo que necesitaba del aire, de la comida, de la
bebida, del descanso, del hogar, del sexo, de tener hijos y educarlos,
de dormir y de evitar el dolor. Las necesidades de conocimientos,
belleza y cooperación son tan básicas como las de aire, comida y
sexo.13
Dennes sigue diciendo que estas necesidades son básicas no
sólo por estar muy extendidas, sino porque su frustración con-
duce en último término al trastorno mental y a la muerte, al
crimen, a la agresión, al suicidio, a la histeria colectiva, a la
disociación psíquica y a la guerra.
Podemos concluir que el relativista exagera a todas luces
la diversidad de las sociedades humanas. Toda sociedad es cuan-
do menos una sociedad. En ella, se unen una serie de seres hu-
manos para vivir juntos y enfrentarse con necesidades que han de
satisfacer colectivamente. Las máximas morales esenciales —ha-
cer el bien, tener en cuenta a los demás, ser justos— son res-
puestas humanas necesarias a esta necesidad universal. En la
medida en que los seres humanos son hombres y viven unidos
en sociedades, existen ciertos elementos morales universales. Exis-
tirá el ideal de satisfacer las necesidades de su naturaleza huma-
na común y el imperativo moral de evitar una guerra suicida de
todos contra todos. La moral obliga a los hombres a vivir con
ese grado indispensable de prudencia, justicia y bondad sin el
cual la vida en cualquier época o sociedad sería intolerable.
Es evidente que siempre existirá una cierta diversidad en
cuanto a los medios que los hombres empleen para vivir una
vida justa, pero ello no implica la inexistencia de toda forma
de ideal universal. Supongamos por un momento y a título de
ejemplo que el ideal de felicidad fuera umversalmente válido.
Podría, por supuesto, darse el caso de que un hombre o un
grupo entendieran la felicidad de un modo muy diferente a co-
mo la concibieron los demás. Un hombre encontraría la felicidad
en el arte y otro en la ciencia. O hablando a un nivel social,
América podría alcanzar la felicidad con el capitalismo y la Unión
13
WILLIAM R. DENNES y otros, Civilization (Civilización). Univer-
sity of California Press, Berkeley 1942, 179-180.

148 El relativismo
Soviética con el socialismo. Si así fuera, la diversidad de los me-
dios no iría en contra de la universalidad de la felicidad como
fin. Sería ilógico, por otra parte, suponer que la felicidad pudiera
ser intrínsecamente buena para mí y que no lo fuera para otros.
Si la felicidad es intrínsecamente valiosa cuando yo la experi-
mento, no perderá su validez cuando sea otro distinto a mí quien
la experimente. Se dé donde se dé, la felicidad es felicidad; tie-
ne la misma calidad en la experiencia de otros que en la mía, y
si es intrínsecamente buena en sí misma, será, por consiguiente,
buena dondequiera que la encontremos. La felicidad es evidente-
mente un bien en todas las partes del mundo.
Ante la nueva base tecnológica de una economía global, el
reconocimiento de unos valores universales se ha convertido en
una extrema necesidad. Dado que estamos viviendo en «un solo
mundo» y dado que las diversas naciones y culturas están ahora
articuladas y engranadas en un modelo universal, sería anacróni-
co y suicida vivir en los términos de un exclusivismo particular.
No son sólo los instrumentos técnicos para la conquista del es-
pacio y del tiempo los creadores de un mundo interdependiente,
sino la combinación de tales instrumentos con las ramificaciones
del industrialismo que se extienden por todo el planeta y con
una educación humana común que venga a añadirse a una na-
turaleza humana común. Los factores ambientales y los tipos de
estímulos están siendo cada vez más parecidos en todo el pla-
neta. Casi en todas partes, los seres humanos han de adaptarse
a los modernos instrumentos de producción, transporte, comuni-
cación, técnicas administrativas, formas de organización social y
a la promesa y a la amenaza del poder atómico. Al estar cons-
tantemente invadiendo estos factores todos los ambientes del
hombre, existe una necesidad más imperiosa que nunca de una
universalidad moral que corra pareja con esa universalidad tec-
nológica. Ha llegado a ser trágicamente claro que si los hom-
bres bienintencionados no llegan a comprender este imperativo
moral, los malintencionados utilizarán esos instrumentos técnicos
universales para fomentar la destructividad de los particularis-
mos bélicos. Lo que se universalizaría entonces sería la muerte
y la anarquía. Miles de escritores nos han prevenido de los de-
sastres que nos amenzan si no aceptamos los imperativos morales
Lo particular y lo universal 149
de nuestro mundo, pero, aunque no sea más que para que siga-
mos temblando al borde del abismo, hemos de repetir su adver-
tencia una y otra vez.
Para responder a este reto, no necesitamos confiar en vagas
intuiciones. Podemos elaborar una planificación para una comu-
nidad extendida por todo el mundo utilizando una metodología
experimental. En líneas generales, una civilización justa será
aquella que consiga satisfacer cumplidamente las necesidades bá-
sicas de la naturaleza humana: al estudio del hombre y de la
sociedad toca descubrir el contenido y significado de tales nece-
sidades. El siguiente paso sería la confección de un inventario
de los recursos disponibles para hacer frente a las necesidades
fundamentales. Por último, con ayuda de la ciencia y de la inge-
niería sociales, podríamos planificar a nivel mundial el uso y la
distribución de tales recursos.
Si hemos de evitar una terrible catástrofe, el mundo nece-
sita unirse; ahora bien, ha de ser una unidad en la variedad y
no una monótona uniformidad. El pueblo americano es dema-
siado propenso a entender la unificación mundial como una ame-
ricanización de todo el planeta, al igual que toda nación tiende
a pensar que sus normas son necesariamente absolutas y uni-
versales. Una unificación mundial que se basara en el etnocen-
trismo, esto es, en los modelos culturales de una sola nación o
raza, no sería sino una forma de dominio totalitario. Ello sig-
nificaría extirpar sin compasión todo lo que de abundante y rico
existe en las tradiciones culturales para sacrificarlo en aras de un
modelo único y autoritario.
Las fidelidades privadas y las diferencias regionales no pue-
den ser suplantadas por un gobierno o una cultura mundiales
del tipo que sean. Un estado mundial sería algo demasiado co-
losal, remoto e impersonal— algo excesivamente monótono en
su aplicación universal— para que innumerables seres humanos
consiguieran a través de él una unidad social de formas que son,
por su propia naturaleza, íntimas, espontáneas y familiares. Ha-
cer justicia a la naturaleza humana supone reconocer tanto lo uni-
versal como lo particular, las particularidades nacionales y re-
gionales y las exigencias internacionales, la comunidad local y
el estado mundial.
150 El relativismo
Los seres humanos se asemejan entre sí, pero también se
diferencian. Se parecen en su necesidadad de alimentación, pero
se diferencian en sus gustos culinarios. Se parecen en su nece-
sidad de vestido, pero requieren que su ropa les individualice.
Se asemejan en su exigencia de cobijo, pero no desean vivir en
casas idénticas. Se asemejan en su necesidad amorosa y sexual,
pero aman a distintas personas y de forma diferente. Se aseme-
jan en el disfrute de la belleza y en el uso de la imaginación,
pero producen estilos artísticos diferentes. Se asemejan en la
necesidad de expresar creativamente sus aptitudes, pero se di-
ferencian en sus distintas capacidades y posibilidades. Se aseme-
jan en la posesión de un impulso religioso, pero satisfacen ese
impulso con diferentes símbolos. Se parecen en su necesidad de
razonar y comprender la naturaleza, pero se diferencian en sus
pensamientos y creencias. Sólo un totalitarismo absurdo y degra-
dado trataría de suprimir esas diferencias. Una sociedad de ge-
melos idénticos a nivel corporal o a nivel psíquico no corres-
pondería a lo que se ha venido entendiendo por «el sumo bien».
Una uniformidad mundial no sería sino una espantosa pesadilla.
Los antropólogos han puesto de relieve la gran diversidad
que presentan las culturas humanas. El factor cultural y su co-
rrespondiente configuración peculiar es, antes que nada, lo que
une a un pueblo. La cultura de los pueblos, de los dobuanos,
de los kwakiutl o de los bosquimanos presentan modelos y
pormenores idiosincrásicos. Lo mismo sucede entre pueblos me-
nos primitivos —chinos, indios, latinamericanos—, cuyos valores
e instituciones manifiestan rasgos característicos. Se necesita co-
nocer esas formas de variación cultural para poder elaborar un
pensamiento social realista. Una actitud de tolerancia y de sim-
patía hacia los diferentes valores que se encarnan en las dis-
tintas culturas, es un signo claro de una mentalidad prudente
y universal. El cosmopolitismo puede estar abocado a un exce-
so: al aceptar por igual toda cultura, podemos no sentirnos vin-
culados a ninguna. Un espíritu maduro rehuye la «ilusión de po-
sición», es decir, la tendencia a juzgar toda cultura humana en
términos de una herencia peculiar y a condenar toda posible va-
riación de las normas de un grupo dado.
Para determinar, pues, la base moral de la paz mundial,
Lo particular y lo universal 151
necesitamos apreciar tanto los elementos universales como los
particulares de una cultura. Se ha de reconocer, en primer lugar,
que, a determinados niveles, todos los pueblos del mundo tienen
mucho en común. Como afirmó un antiguo sabio chino,
el corazón misericordioso está en todos los hombres; el sentimiento
de vergüenza está en todos los hombres; el sentimiento de cortesía
y de respeto está en todos los hombres; el sentido de lo justo y de
lo injusto está en todos los hombres.14
Si en algún momento los seres humanos llegaran a ser tan
antinaturales y deshumanizados que carecieran de tales elemen-
tos, sería necesario restaurarlos mediante una apropiada educa-
ción. En segundo lugar, hemos de admitir que las culturas, las
sociedades, las comunidades y los individuos difieren en sus én-
fasis y en su estimación de ciertos valores a expensas de otros,
y que, en ocasiones, presentan modelos de los que otros care-
cen. Los hombres han de aprender a respetar esas fluctuacio-
nes. La tolerancia es una de las más importantes características
de una auténtica civilización: si alguna vez hemos de conseguir
una paz definitiva, tendremos que aprender a creer más en la
tolerancia y menos en la autoafirmación o corrección de un
grupo.
El universalismo y el particularismo, la cultura local y la
general, lejos de estar en conflicto, se necesitan y complementan
mutuamente. Una cultura generalizada en la que se hubieran di-
fuminado las diferencias locales envejecería y moriría pronto: le
faltaría la interacción vital de sus partes y, con ello, el fermento
creativo y la espontaneidad. Por el contrario, un particularismo
autosuficiente sería algo demasiado envarado, famélico y enco-
gido para asegurar una vida cultural rica. De ahí que estemos
forzados a abandonar tanto el ideal de una autarquía local abso-
luta como el ideal de un universalismo indiferenciado, abogando,
en cambio, por una interpenetración de estos dos «polos» apa-
rentemente opuestos: lo universal da amplitud a lo particular
y éste, a su vez, presta concreción a lo universal. La solución
14
LIN YUTANG, The wisdom of India and China. Random House, New
York 1942, 774.
152 El relativismo

válida consiste en unificar las lealtades amplias con las estrechas

y en fomentar una articulación variada y descentralizada de los 6
intereses de grupo para eliminar las injusticias y las disposicio-
nes rapaces que se interfieran con una fidelidad más universal.
Hacerlo de otro modo, supondría disolver sin el más mínimo
El grupo y el individuo
escrúpulo en una sola organización mundial culturas nacionales
tan diversas como la china, la rusa, la alemana y la americana;
no haríamos justicia a las ricas variaciones culturales que esas
culturas encierran.
Para concluir, ni el relativismo ni el absolutismo, como teo-
rías extremas y exclusivistas, responden a las necesidades del
mundo. Precisamos ideas que sean a la vez flexibles y compren-
sivas. Necesitamos combinar lo universal y lo particular, la in-
mutabilidad y el dinamismo.
1. El lugar del bien
intrínseco

Rechazar el relativismo supone admitir que el bien presenta

un significado objetivo y general. A pesar de la posible varia-
ción de sus fuentes, el bien en sí mismo ha de ser común, en uno
u otro sentido, a muchas vidas, grupos u objetos. Empezaré este
capítulo contestando a la siguiente pregunta: «¿Cuál es la na-
turaleza del bien?» Entiendo en este contexto por bien lo que
es bueno como fin, por sí mismo, y no de un modo puramente
instrumental. Una primera aproximación a su respuesta podría
consistir en indicar dónde se encuentra el bien. ¿Dónde se da?
¿Cuál es su lugar?
El lugar del bien no puede estar en un mundo totalmente
privado de vida. La indiferencia no se compagina con el valor.
No puede darse ningún valor intrínseco— ninguna bondad o mal-
dad— en un mundo que fuera tan completamente neutro que
se mostrara incapaz de establecer ninguna diferencia. Ahora bien,
a mi forma de ver, sólo sería completamente neutral un mundo
en el que en ningún tipo de criatura —animal, humana o divi-
na— se hubiera despertado jamás el más mínimo destello de
agrado o desagrado. Pienso que la desaparición de todo tipo de
valor únicamente podría darse en un universo en el que todo ser
154 El grupo y el individuo
viviente o hubiera sido aniquilado o hubiera quedado convertido
en una especie de autómata inconsciente, de tal forma que, en
ningún momento y en ningún lugar, se produjera la más peque-
ña chispa de sentimiento, emoción, deseo o curiosidad. El menor
estremecimiento de interés experimentado por cualquier criatu-
ra viviente vale más que todo un universo sumido en una muer-
te eterna. Y es que el interés es un valor o un componente
o acompañante indispensable del mismo. Un universo muerto
carece de todo valor.
Utilizo aquí el término interés en un sentido que incluye
toda actitud de agrado o desagrado, de aprecio o desprecio, de
preferencia, selección, estimación o valoración. Implica sentimien-
tos, emoción, deseo, tendencia o cualquier otra actitud similar.
Con ello quiero decir que fuera del interés así definido nada pue-
de poseer totalmente un valor intrínseco. No trataré de contes-
tar por ahora a la pregunta acerca de dónde reside exactamente
el valor: si en el interés, en el objeto de interés o en la relación
existente entre ambos. Me limito a afirmar que un valor intrín-
seco exige, en uno u otro sentido, un interés.
Es cierto que puede existir un valor extrínseco o instrumen-
mental —un valor de medio respecto a un fin— sin que nin-
guna criatura se interese directamente por él. Las vitaminas eran
útiles antes de que fueran descubiertas; sin embargo, nadie se
interesó por ellas. Con todo, su utilidad depende de su relación
de medios respecto a valores intrínsecos: de este modo, los va-
lores instrumentales dependen, indirectamente o en último tér-
mino, del interés. Si ninguna criatura hubiera experimentado
nunca ningún interés por el conocimiento, es decir, ninguna pre-
ferencia, no se utilizarían hoy las vitaminas: en un mundo desin-
teresado, neutral, la salud no representaría un valor frente a
la enfermedad.
También es cierto que en un universo sin vida podría existir
un valor potencial. Tal vez ese mundo fuera, por ejemplo, bello,
pero no podría ser calificado de tal hasta que aparecieran en él
seres humanos o cualquier otro tipo de criaturas que pudieran
apreciar su belleza potencial. Es decir, su valor no sería actua-
lizado si no nacieran en ese mundo seres animados capaces de
El lugar del bien intrínseco 155
hacerlo. Un universo total y eternamente carente de vida no po-
seería ningún valor real. Comprendo que, a pesar de que estas
afirmaciones me parecen evidentes, no puedo demostrarlas de
ningún modo.
Por otra parte, he de confesar que algunos autores no esta-
rían de acuerdo con mi posición. El profesor G. E. Moore, por
ejemplo, ha defendido la posibilidad de que la belleza existe in-
dependientemente de todo interés y que, cuando se encuentra
en ese estado, puede ser calificada de intrínsecamente buena.
Moore nos pide que consideremos dos alternativas:
Imaginemos un mundo excesivamente bello. Imagínesele tan bello
como se quiera: póngase en él todo lo que más se admire en esta
tierra —montañas, ríos, mar, ocasos, estrellas y luna—. Imagínese
todo esto combinado en la más exquisita de las proporciones, de tal
modo que ninguna cosa choque contra otra, sino que contribuya a
aumentar la belleza del conjunto. Imagínese, entonces, el mundo más
feo que pueda concebirse. Imagínese simplemente un montón de
basura, que contenga todo lo que nos es más repelente, sea por la
razón que fuere, y al conjunto, en la medida de lo posible, despó-
jesele de toda característica redimible.1
Moore defiende que sería mejor que existiera el mundo be-
llo que el mundo feo, aunque nadie lo contemplara nunca. Paso
a discutir esta postura y a rechazar la hipótesis de que la belleza
pueda existir en ese estado.
Creo que la belleza no puede existir al margen del interés,
dado que, para mí, la belleza no está sólo en el objeto, ni sólo
en la conciencia, sino en la relación existente entre ambos. Una
bella puesta de sol, por ejemplo, puede contemplarse con faci-
lidad; es, por así decirlo, apta para ser apreciada y percibida;
sentimos que existe una armonía entre su manifestación y nues-
tras facultades. Si así no fuera, no podríamos considerarla her-
mosa. Es evidente que, cuando apreciamos la belleza, nuestra
atención se concentra en el objeto y en su disfrute y que, como
estado psicológico, está en el umbral o límite de la conciencia.
Esta es la causa de que no seamos totalmente conscientes del
1
Principia ethica. Traducción de Adolfo García Díaz. Centro de
estudios filosóficos, U.N.A.M., México 1959, 79.
156 El grupo y el individuo
lado subjetivo de la relación. De ahí que otorguemos el valor
al objeto aparentemente independiente y no al objeto en rela-
ción con la actitud de apreciación. Esta es la razón de que la
belleza parezca existir completamente al margen de nosotros.
Cuando, sin embargo, nos ocupamos de analizar la naturaleza
de la belleza, hallamos que implica una relación entre un obje-
to apreciado y un organismo que lo aprecia, y que no puede exis-
tir divorciada de todo interés o apreciación.
Aun en el caso de que algo pudiera existir así, sería enton-
ces una cualidad neutral y no un auténtico valor. ¿De qué se
diferenciaría o qué valor podría tener si no hubiera despertado
nunca el más mínimo interés? Al profesor Moore le repugna
la imagen de la fealdad y se deleita con el pensamiento de la
belleza, pero tal vez no valore convenientemente el hecho de que,
en su ejemplo imaginario, «se interesa» por concebir un universo
bello aunque carente de vida. En su experiencia existe, evidente-
mente, un valor, pero es fácil dejarse engañar por la suposición
de que el valor existe más allá de la experiencia. El valor se-
guiría indudablemente existiendo si incluyéramos en ese uni-
verso imaginario un organismo que fuera susceptible de apreciar
la belleza, pero no podríamos decir que continuara dándose si
tal organismo desapareciera.
En todo caso, el valor carece de importancia para nosotros
a menos que nos sintamos interesados por él. Nos interesa lo
que está dentro de los límites de la capacidad de comprensión
humana. Nos preocupan aquellos valores que encontramos en
nuestra vida y no los que podríamos suponer o imaginar que
existen más allá de toda vida. Para nosotros, la vida es el lugar
del valor intrínseco, y la vida que más nos interesa es la vida
humana.
¿Qué clase de vida humana? ¿Se da el bien en el individuo
o en el grupo? Esta pregunta reviste una extraordinaria impor-
tancia. Empezaremos considerando dos respuestas que se han
dado a ella y que constituyen dos polos opuestos: la que podría-
mos llamar del «individualismo extremo» y la que podríamos
llamar del «colectivismo extremo». Consideraremos después si
no cabe ninguna otra alternativa entre estos dos extremos o si,
por el contrario, existe una tercera vía intermedia.
El lugar del bien intrínseco 157
Recordemos todo lo que hemos dicho hasta aquí. Hemos
afirmado que un valor supone una no indiferencia y que sin
interés no hay diferenciación posible. Puede pensarse que, dadas
estas premisas, la conclusión está muy clara: el lugar del valor
es el individuo, pues sólo él, y no el grupo, es susceptible de
experimentar un interés. Esta es exactamente la posición que
adopta Ralph Bar ton Perry:
Si «bueno» fuera un simple adjetivo que implicara una cualidad
o característica imposible de analizar, no tendría ninguna relación
esencial ni con individuos ni con ninguna otra cosa. Sería imposible
saber a qué está agregado, a no ser que contempláramos los objetos
y viéramos que eran de hecho buenos —o indiferentes o malos—.
Frente a las posiciones que defienden cualquier tipo de intuicionis-
mo, lo que aquí se deduce es la afirmación, que yo suscribo, de que
la bondad de algo consiste en su relación con un sentimiento, deseo,
emoción o cualquier otra actitud similar. Una vez entendido esto,
habría que resolver el problema de dónde se han de buscar las ac-
titudes de aprobación y desaprobación. La respuesta de la democra-
cia social es que se encuentran en los individuos, y sólo en ellos;
es decir, en uno o más de esos seres de carne y hueso, nacidos de
mujer, sometidos a la muerte tras un período de setenta años aproxi-
madamente, que tienen un nombre propio y que son susceptibles de
figurar en el censo de una población.2
Podríamos dar inmediatamente la razón a Perry, si no fuera
porque también contamos con afirmaciones contrarias según las
cuales un grupo puede tener intereses que quizá difieran bas-
tante de la simple suma de los intereses de todos sus miembros.
Rousseau, con su famosa teoría de la «voluntad general», podría
ser considerado como un genuino representante de esta posición.
Rousseau señala que el «cuerpo político», como el cuerpo indi-
vidual de un hombre, presenta una especie de coherencia interna
y de interacción orgánica de sus partes, concluyendo, por ello,
que tiene un yo y que es un ser moral con voluntad propia.
Individualmente tomado, el cuerpo político puede ser considerado
como un cuerpo organizado y vivo semejante al del hombre... La
vida de ambos cuerpos es el yo común a todo el conjunto, la sensi-
2
Puritanism and democracy (Puritanismo y democracia). Vanguard
Press, New York 1944, 440-441.
158 El grupo y el individuo
bilidad recíproca y la correspondencia interna de todas las partes...
Por ello, el cuerpo político es también un ser moral poseedor de
una voluntad; y esta voluntad general que tiende siempre a la con-
servación y al bienestar del conjunto y de cada parte, es la fuente
de las leyes y constituye para todos los miembros del estado, en sus
relaciones mutuas y en sus relaciones con él, la regla de lo justo y
de lo injusto.3
De un modo claro, Rousseau subraya la distinción que existe
entre la voluntad general y la simple suma de voluntades par-
ticulares:
A menudo existen muchas diferencias entre la voluntad de todos
y la voluntad general; la segunda considera el interés común, mien-
tras la primera tiene en cuenta el interés privado y se reduce a la
simple suma de las voluntades particulares.4
Resumamos ambas soluciones: por una parte, tenemos la teo-
ría de que el lugar del bien es siempre el individuo y de que
el bien del grupo o de la sociedad se reduce a la suma de los
bienes individuales. Una cosa es mi bien y otra el tuyo; nunca
se da un bien común que los sintetice en una unidad o que
exista al margen de tu bien, del mío o del de otros individuos.
Por otra parte, tenemos la teoría de que existe un interés gene-
ral o común del grupo, cuya realización o cumplimiento consti-
tuye un bien distinto a la suma de los intereses individuales.
Consideremos ahora por separado cada una de estas posicio-
nes. Creo que el punto de vista de Perry es esencialmente co-
rrecto; pero, si examinamos de cerca la posición de Rousseau,
veremos que no está tan exenta de verdad como para que recha-
cemos de plano el individualismo extremo.
1
A discourse on political economy (Discurso sobre economía polí-
tica), en Social contract and discourses (El contrato social y discursos).
Dutton, New York 1913, 253. Traducción castellan: Discurso social.
Espasa Calpe, Madrid 1969; Discurso sobre el origen y los fundamentos
de la desigualdad entre los hombres. Península, Barcelona 1970.
4
El contrato social, en Ibid., 25.
El individuo como lugar del valor 159
2. El individuo como
lugar del valor
Puede que no haya una forma mejor de ilustrar la ética del
individualismo extremo que la exposición de la filosofía de Tho-
mas Hobbes (1588-1697), uno de sus máximos representantes.
Resulta más fácil entender a Hobbes si antes hacemos una breve
referencia a las características principales de su personalidad y de
la época en que le tocó vivir. «El miedo y yo somos gemelos»,
declaró para achacar el temor anormal que constantemente pade-
cía al hecho de que su nacimiento coincidiera con el momento en
que la escuadra española amenazaba con destruir la armada in-
glesa. Esta tendencia temperamental sería reforzada por el carác-
ter de su época, un período ensangrentado de guerras civiles,
en el que el rey Carlos I era públicamente decapitado y la nación
entera quedaba sumida en el pánico. En su obra Behemoth,
describió Hobbes la guerra civil como un estado terrible de ile-
galidad, desorden y anarquía; en Leviatán, su libro más famoso,
expuso las extremas medidas que habían de aplicarse necesaria-
mente para reprimir la anarquía, frenar el desastre y garantizar
la seguridad de todo individuo.
O t r o de los móviles que, junto al miedo, presidió la vida
de Thomas Hobbes fue su intento por descubrir los hechos reales
que se dan en la existencia. Procuró que los determinantes ex-
clusivos de sus creencias fueran siempre la razón y la evidencia,
por lo que se esforzó constantemente para mantener a raya toda
emoción y sentimiento. Amigo de Francis Bacon, contemporáneo
y conocido de Descartes, y admirador de Kepler, Galileo y Har-
vey, no es de extrañar que se sintiera impulsado a estudiar los
nuevos desarrollos de las ciencias naturales y a aplicar sus mé-
todos a los campos filosófico y político.
Constituía una idea bastante extendida entre los científicos
de su época que todo cuerpo material se reduce a un agregado
de átomos, cada uno de los cuales, como Newton expusiera más
tarde, es «una partícula sólida, maciza, dura, impenetrable y di-
námica». 5 Tanto los científicos como los filósofos se sentían muy
5
ISAAC NEWTON, Opticks (Óptica). W. y J. INNYS, London 21717, 375.

160 El grupo y el individuo
inclinados a entender el mundo como una máquina o un conjunto
de máquinas. Ahora bien, una máquina se compone de partes
distintas, las cuales, aunque tal vez se encuentren engranadas,
conservan siempre su identidad específica. Un neumático, por
ejemplo, separado de un automóvil, sigue siendo un neumático;
pero un corazón no puede ser extirpado de un organismo bioló-
gico sin que deje de ser lo que es, e, indudablemente, sin que
pronto se inicie en él un proceso de descomposición. Por consi-
guiente, puede decirse que una parte de una máquina es mucho
más un «individuo» que una parte de un organismo. Influido
por la ciencia de su época, Hobbes era propenso a pensar que un
conjunto cualquiera está compuesto de átomos aislados o de par-
tes individuales como las de un mecanismo, y trató de explicar
de igual manera al hombre y a la sociedad.
Las fuerzas económicas de la época reforzaron estas ideas. Se
trataba de un período en el que el capitalismo naciente empezaba
a defender la «empresa individual» contra el colectivismo y el
absolutismo monárquico. El hombre de negocios deseaba sustituir
las relaciones basadas en un status social predeterminado por las
del contrato libre. Se insistía en el derecho del individuo empren-
dedor —concebido como un ser separado y egoísta— a decidir
su propio destino económico. Hobbes conoció de cerca estos pri-
meros desarrollos del capitalismo que, aunque sólo empezaban a
dejarse sentir en su época, influyeron, en cierta medida, en su
pensamiento.
Sobre estas bases, Hobbes levantó una teoría materialista y
mecanicista de la realidad y una teoría individualista del hombre
y de la sociedad. Sólo me detendré en aquellas partes de su filo-
sofía que ilustren mejor su individualismo ético.
El fundamento general de sus doctrinas individualistas lo cons-
tituye la tesis de que un conjunto se reduce a la simple suma de
sus distintas partes, afirmación contenida, como acabamos de ver,
en su atomismo mecanicista. Creyó que todo razonamiento es una
especie de adición y sustracción de elementos discontinuos.
Cuando un hombre razona, en realidad no hace otra cosa que o
concebir una suma total a partir de una adición de elementos sim-
ples o concebir una resta a partir de una sustracción de una suma de
El individuo como lugar del valor 161
otros... Estas operaciones no sólo son propias de números, sino tam-
bién de pensamientos que puedan ser añadidos a otros y tomados de
otros... En resumen, en cualquier clase de materia en donde haya
lugar para la adición y la sustracción, hay también lugar para la ra-
zón; y donde éstas no tengan cabida, la razón no tiene nada que
hacer.6
Esta concepción del proceso de razonamiento supone que un
conjunto de partes no es una unidad orgánica, sino un agregado
de elementos discontinuos que pueden ser libremente añadidos y
sustraídos. Asentadas estas premisas, sólo había que dar un paso
para concebir la sociedad como un simple agregado de individuos
egoístas.
El punto de vista atomista salía, además, fortalecido con la
negación de Hobbes a admitir la validez de las ideas supuesta-
mente universales. Pensó que es lo particular, y no lo universal,
lo único real. Lo que llamamos universal se reduce a un simple
nombre con el que hacemos referencia a muchos individuos. De
este modo, «hombre» no tiene otro significado que el de ser una
palabra; la realidad pertenece siempre al hombre concreto. A
partir de estos supuestos, Hobbes elaboró una interpretación
nominalista de los grupos y de las organizaciones que afectaba
incluso al estado. Les llamó «cuerpos artificiales» —una de las
formas de ficción—, concibiéndolos como puras máquinas al ser-
vicio de los individuos, quienes son, a fin de cuentas, la única
realidad.
Según él, el mundo está constituido por cuerpos extensos
sometidos a un constante movimiento; el ser humano mismo es
un cuerpo material, una especie de máquina perfeccionada, sepa-
rada y distinta de las otras. Cuando esta máquina se pone en
contacto con otros cuerpos, responde con un movimiento propio
que toma la forma de lo que llamamos sensación. Una sensación
es un movimiento vibratorio de partículas: «sólo un movimiento
en los órganos de los sentidos». «La imaginación es un sentido
decadente», y «la memoria» otra forma del mismo. La «tenden-
cia», la «voluntad» y el «deseo» se reducen a simples movimien-
6
Leviatán, en The english works of Thomas Hobbes (Obras inglesas
de Thomas Hobbes). Bohn, London 1839, III, 29-30.
162 El grupo y el individuo
tos en el sistema nervioso. Llamamos «bueno» a lo que es objeto
de deseo o a la tendencia a ello; y «malo» a lo que es objeto de
aversión o al movimiento que lo repele. El bien y el mal son
siempre relativos a las mociones o voliciones de los individuos, no
habiendo nada que justifique la creencia en un bien social objetivo.
Según esta posición, toda persona está motivada exclusiva-
mente por impulsos egoístas. En un pasaje muy característico,
Hobbes compara la vida a una carrera:
Imaginemos una carrera que, a pesar de su importancia, no tenga
ni meta ni trofeos. Lo que llamamos apetito es el esfuerzo que po-
nemos en ella. El descuido es la sensualidad. Reparar en los que van
detrás de nosotros es el orgullo. Tener en cuenta a los que nos
aventajan es la humildad... Ver caer a otros es lo que nos provoca
risa. Cuando somos nosotros los que de improviso caemos, nos sen-
timos predispuestos para el llanto. Ver que, en contra de nuestros
deseos, alguien se queda rezagado es la compasión. Ver que, en contra
de nuestros deseos, alguien se adelanta es la indignación. Mantenerse
junto a otro es el amor. Transportar a otro es la caridad. Dañarse a
uno mismo por ir demasiado deprisa es la vergüenza. Ir constante-
mente rezagado es la miseria. Adelantar constantemente al que nos
aventajaba es la felicidad. Y abandonar la pista es morir?
Movida por su interés, cada persona entra en conflicto con
todas las demás. «Si dos hombres desean lo mismo y no pueden
poseerlo juntos, declara Hobbes, se convierten en enemigos y se
esfuerzan por destruir o someter al otro».8 Por otra parte, hay
que tener en cuenta que el deseo humano es insaciable: todo
hombre está impulsado «por un deseo constante e incansable de
alcanzar más poder, que sólo extingue la muerte».9 Impelidos así,
cada uno ataca a su vecino y, a la vez, es atacado por éste. La
consecuencia es «la lucha de todos contra todos», un estado de
anarquía total que Hobbes describió en un famoso texto:
En tal situación, no hay lugar para la industria porque su pro-
ducto es incierto: en consecuencia, no se cultiva la tierra; no existe
la navegación; no se utilizan materiales que se hayan de llevar por
7 Véase GEORGE H. SABINE, A history of political theory. Holt, New
Human nature (ha naturaleza humana), en Ibid., IV, 53.
8
Leviatán, l. c, 111.
' Ibid., 85-86.
El individuo como lugar del valor 163
mar, ni se construyen viviendas confortables, ni se hace uso de ins-
trumentos de transporte; en resumen, no existe nada que exija algún
tipo de esfuerzo. Se desconoce la superficie de la tierra, no se mide
el tiempo, no se practican las artes ni las letras; no existe la socie-
dad; y, lo que es peor, el miedo y el peligro de muerte violenta
constituyen una constante amenaza; la vida del hombre es solitaria,
pobre, mezquina, brutal y breve.10
He aquí la intolerable condición del hombre antes de que se
creara el estado civil. Para poner fin a esta situación, los hom-
bres se asocian y nombran a un soberano para que implante la
paz haciendo uso de un poder ilimitado. El «contrato social»,
que establece el poder absoluto del soberano, es un acuerdo entre
individuos asocíales y egoístas con miras a su supervivencia. Sólo
la fuerza desnuda del poder soberano, constituido expresamente
para este fin, puede obligar a seres humanos egocéntricos a que
vivan juntos y en paz, ya que «los pactos sin la espada no son
sino palabras y carecen de fuerza para garantizar al hombre una
seguridad total».11 Sin la fuerza del estado para obligar a los
hombres a la obediencia civil, recaerían en el estado de anarquía.
Al ver que la única elección posible se limita a estos dos extre-
mos, los hombres prefieren el látigo de la tiranía al alacrán de la
anarquía: abandonan la libertad anárquica por la acorazada
seguridad.
Parece claro que Hobbes se está aquí pronunciando en favor
de una forma extrema de individualismo: la naturaleza básica del
hombre es antisocial; las relaciones sociales son algo artificial; el
estado no pasa de ser un artificio creado por el miedo y mante-
nido por la fuerza. El poder absoluto del que está investido el
soberano es el precio que han de pagar los individuos para ga-
rantizar su seguridad. Toda acción, sea pública o privada, no
está hecha sino por individuos. La sociedad no es más que un
simple medio.12
Para aceptar el individualismo ético no hay necesariamente
" Ibid., 113.
" Ibid., 154.
a
York 21950, 467, 474-475. Hay traducción castellana: Historia de la teoría
política. Fondo de Cultura Económica, México 1965.
 164 El grupo y el individuo
que suscribir todas y cada una de las ideas de Hobbes. Está claro
que algunas de sus opiniones se han quedado anticuadas y que
muchas incurren en un agudo extremismo. Con todo, las teorías
extremas del pensacjor inglés sirven para poner de relieve la tesis
del individualismo ético según la cual el valor intrínseco se
encuentra sólo en el individuo. Pasemos ahora a considerar el
punto de vista radicalmente opuesto.
3. El grupo como
lugar del valor
La teoría del colectivismo extremo ha abarcado amplios pe-
ríodos de la historia, ya que ha sido apoyada por numerosos pen-
sadores. Puede decirse que hallamos elementos de ella en Platón
y Aristóteles, que tuvo gran aceptación durante la edad media,
y que Rousseau, Hegel, Durkheim, Bosanquet, Gentile y muchos
otros escritores modernos la han aceptado con más o menos re-
servas. Ha ejercido una gran influencia en la formulación de la
ideología fascista y, en gran medida, ha inspirado la doctrina
comunista.
Su representante destacado es Georg Wilhem Friedrich He-
gel (1770-1831), el filósofo alemán más importante posterior a
Kant. No sólo fue Hegel el más devoto y sistemático portavoz
del organicismo social, sino también el que ha ejercido una ma-
yor influencia. Antes que él, los filósofos se habían interesado
por las actividades políticas e incluso algunos habían participado
en ellas. Platón intervino, en cierta medida, en las intrigas polí-
ticas de Siracusa; el Leviatán de Hobbes era lo bastante peligroso
como para despertar la ira tanto de Cromwell como de Carlos II;
la revolución americana debió mucho a las ideas de Locke, y lo
mismo puede decirse de la revolución francesa respecto a Rous-
seau. Sin embargo, Hegel excedió en mucho la influencia de
todos ellos. Como Ernst Cassirer ha observado:
Ningún sistema filosófico ha ejercido una influencia tan grande y
tan duradera en la vida política como la metafísica de Hegel... Es
difícil encontrar un sistema político importante que se haya resistido
El grupo como lugar del valor 165
a su influjo. Todas nuestras modernas ideologías políticas son itrm
muestra palpable de la fuerza, la duración y la permanencia de lux
principios instaurados y defendidos por Hegel en su filosofía del
derecho y en su filosofía de la historia... Un historiador planteaba
recientemente la cuestión de si la guerra de los rusos y la invasión
de los alemanes de 1943 no serían, en el fondo, un conflicto entre
la izquierda y la derecha hegelianas. Puede que esta afirmación resulte
exagerada, pero no le falta una base de verdad.13
El punto de partida y el fundamento de la filosofía de Hegel
hay que buscarlos en su idealismo absoluto, esto es, en su tesis
de que todo lo real es un sistema unificado del espíritu o de la
conciencia. Los procesos naturales se dan dentro del campo del
espíritu y se reducen, en última instancia, a los razonamientos
de dicho espíritu. Las leyes científicas no son sino una copia
exacta del pensamiento universal y los estadios de la historia
el despliegue del mismo. Todo espíritu y, en definitiva, todo lo
que existe es una parte de ese vasto conjunto; no existen partes
realmente separadas a la manera de átomos impenetrables o de
conciencias subsistentes y encerradas en sí mismas. El significado
de cada una de las partes ha de hallarse en su relación con las
demás y con el conjunto. Al expresar estas ideas, Hegel estaba
haciéndose eco del movimiento filosófico que predominaba en la
Alemania de su época.
Al mismo tiempo, Hegel recibiría la influencia de los estudios
que la ciencia estaba llevando a cabo sobre los organismos y que
día a día se veían coronados por nuevos éxitos. La biología co-
menzaba a desarrollarse con extraordinaria celeridad y ya Buffon,
Erasmus Darwin, Lamarck y Goethe habían arrojado mucha luz
sobre la comprensión de las estructuras y las funciones de la vida
orgánica. En su Crítica del juicio, Kant había subrayado las ca-
racterísticas distintivas de un organismo en el que se da una
interdependencia sistemática de sus partes, por ser éstas causas y
efectos en sus relaciones mutuas y en sus relaciones con el con-
junto. Las hojas de un árbol, por ejemplo, dependen del tronco;
el tronco, a su vez, depende de las hojas, y ambos contribuyen y
son gobernados por el equilibrio dinámico del conjunto.
13
Tbe myth of the state (El mito del estado). Yale University Press,
New Haven 1946, 248-249.
166 El grupo y el individuo
Esta doctrina de las relaciones orgánicas entre la parte y el
todo ocupa un lugar fundamental en el pensamiento hegeliano.
Para Hegel, el universo es una inmensa unidad orgánica com-
puesta de unidades igualmente orgánicas. En una unidad orgá-
nica, cada parte es, en lo más profundo de su ser, una relación;
no puede ser aislada sin que su carácter se modifique o acabe por
destruirse; su valor y su carácter son, como la frase musical de
una sonata, dependientes y derivados de sus relaciones con el
conjunto. El modelo del conjunto es anterior e inmanente a las
partes; algo parecido a lo que sucede con el cuerpo humano cuyo
plan general se encuentra en todas sus partes y las gobierna.
Como cada cosa guarda una relación esencial con las demás,
no puede captarse su verdad sino en función de dicha relación.
La verdad está en el conjunto, y cuando consideramos aislada-
mente cada una de sus partes integrantes no hacemos otra cosa
que mutilarla. De este modo, la visión se enriquece con la con-
templación de la unidad del todo y se empobrece con la consi-
deración aislada de las partes. Ninguna proposición es totalmente
cierta si la tomamos por separado, porque nada que consideremos
al margen del conjunto es totalmente real.
Este punto de vista preside la filosofía social hegeliana. El
individualismo es falso, según Hegel, porque los individuos sepa-
rados son irreales. Más allá de sus relaciones sociales, los seres
humanos son tan artificiales e insustanciales como una personi-
ficación alegórica. Su configuración y constitución dependen to-
talmente de las fuerzas sociales que los penetran, de las costum-
bres, tradiciones, instituciones y vida cultural de la comunidad.
Un grupo social es algo más que un simple agregado, que la
suma aritmética de sus partes. La nota distintiva de un agregado
es que se pueden unir o separar sus partes sin que se produzca
ningún cambio esencial en sus características internas. Ningún
grupo social genuino es un agregado de este tipo: sus miembros
son totalmente interdependientes, ya que son las relaciones que
mantienen entre sí y con el conjunto las que sostienen su activi-
dad. Todo individuo está marcado por las características de su
grupo, por la unidad concreta e irremediable que configura al
conjunto y por la estructura y las funciones sociales que lo sin-
El grupo como lugar del valor 167
gularizan. Si examinamos los intereses comunes de un grupo en
concreto, veremos que no concuerdan con los de sus propios
miembros. Cuando una muchedumbre se comporta de un modo
diferente a como lo harían individualmente sus miembros, está
manifestando, a un nivel exagerado y patológico, un hecho bá-
sico y fundamental: que todo grupo tiene un «espíritu de cuerpo»,
unos intereses comunes, una voluntad social, una especie de con-
ciencia colectiva. Todos hemos experimentado en alguna ocasión
el sentimiento y la forma de pensar de nuestro grupo, la sensa-
ción de sumergirnos en algo que nos trasciende, de estar domi-
nados por el espíritu de nuestra colectividad.
Hegel derivará de estas premisas su concepción de la liber-
tad. Rechaza la idea de que la libertad puede residir en algo
negativo, como sería la ausencia de toda restricción. No podemos
encontrar la libertad en el rechazo de todo lo que nos exigen las
relaciones que nos rodean. Concebida así, la libertad sería algo
ilusorio, porque el individuo separado y aislado no pasa de ser
algo vacío e irreal. Tampoco podemos hallar la libertad en la
autoafirmación. La grandeza de un hombre depende de su grado
de participación; si sólo afirmara su propia dignidad, se situaría
a un nivel evanescente. No conseguiremos, en fin, una felicidad
coherente si buscamos la libertad en el terreno del interés irra-
cional y antojadizo. La libertad exige organización y disciplina,
coherencia de una personalidad que se expresa a sí misma en una
acción conexa y esforzada. Sólo la participación social constituye
la base y la auténtica dimensión de la libertad. El único medio
que tiene el hombre de llegar a ser libre consiste en obtener un
profundo conocimiento de sí mismo a través de las múltiples
relaciones que puede entablar con las cosas, con los demás y con
las instituciones que son la encarnación de la vida colectiva.
Ahora bien, ¿qué sucede cuando una persona se opone a la
sociedad? ¿Qué ocurre cuando un hombre esencialmente indivi-
dualista se niega a identificarse con las instituciones sociales? ¿No
está exigiendo entonces su libertad la necesidad de admitir que
existe una voluntad privada e individual? Para contestar a estas
preguntas, Hegel distingue en el hombre entre una «voluntad
real» y una «voluntad aparente». Todo individuo presenta dos
voluntades, una irracional e inmediata, y la otra real, racional y
168 El grupo y el individuo
previsora. La primera es individual y la segunda social. Mi volun-
tad real y la tuya coinciden. Las voluntades combinadas de todos
los ciudadanos constituyen la «voluntad general» de la sociedad,
que es, como quería Rousseau, algo más que la suma de sus par-
tes, una síntesis creadora, un organismo en el pleno sentido de la
palabra. Esta voluntad, que quiere lo mejor para ti y para mí, es
el guardián de los valores morales de la sociedad y está encarnada
en sus tradiciones, en sus instituciones y, sobre todo, en el esta-
do. Cuando nos fundimos con dichas tradiciones e instituciones
y nos identificamos con el estado, seguimos nuestra propia volun-
tad, logrando esa universalidad y disponibilidad social en la que
radica la auténtica libertad.
Hegel distingue tres estadios en la realización de la libertad.
El primer estadio es la participación del individuo en la familia.
Al vivir en el círculo familiar, los individuos pierden su ridicula
independencia y participan en un conjunto más amplio y pro-
fundo. Cada familia tiene su propio carácter y su ambiente espe-
cífico: ninguna es exactamente igual a otra. La unión de sus
miembros crea un pequeño organismo social, una especie de per-
sonalidad colectiva, un espíritu de cuerpo. Al compartir esta vi-
da común, cada individuo aprende que el amor significa aban-
donar una existencia egoísta. Hegel afirma:
En general, el amor significa la conciencia de mi unidad con otro,
de tal forma que ya no estoy aislado de mí mismo: efectivamente,
renunciando a mi ser explícito o a mi independencia, adquiero un
conocimiento de mí mismo. De este modo, me reconozco en la uni-
dad de mi yo con el de otro y del yo de otro con el mío.14
La libertad de cada miembro de la familia consiste precisa-
mente en su diferenciación y unión en la vida común.
El segundo estadio es la participación del individuo en la
sociedad civil. Estamos en el ámbito de las instituciones, más
amplio que el de la familia pero más estrecho que el del estado.
Incluye la escuela, la iglesia, el grupo económico y la asociación
14
The philosophy of right (Filosofía del derecho), nota de la sección
158. Citado por HUGH A. REYBURN, The ethical theory of Hegel (La teoría
ética de Hegel). Clarendon Press, Oxford 1921, 208.
El grupo como lugar del valor 169
cultural. En su extenso campo, el individuo encuentra menos
intimidad que en la familia, pero, a cambio, obtiene una panorá-
mica mayor. El análisis hegeliano de la sociedad civil, en el que
se interesa especialmente por las actividades económicas y los de-
rechos de propiedad, viene caracterizado por un abierto recono-
cimiento de sus tendencias anárquicas: el conflicto de intereses
privados, la lucha de grupos económicos y la confusión de institu-
ciones competitivas. Sin embargo, no todo es anarquía: cada indi-
viduo o grupo, al perseguir sus intereses privados o particulares,
contribuye a la creación de un sistema de interdependencia social
encarnado, V<3£ ejemplo, en la división del trabajo. Obrando de
este modo, amplía el área de la libertad y de la asociación racio-
nal. Con todo, dada la tendencia a la anarquía que existe en la
sociedad civil, es necesario acceder a una fuerza vinculante o sin-
tética que integre a todos los individuos e instituciones diver-
gentes en un organismo social supremo. Esta unificación se con-
sigue en y por el estado.
El tercer estadio de la libertad es, pues, la participación del
individuo en el estado. En él reside la culminación de la libertad,
ya que al conseguir la mayor y más profunda integración de los
intereses, el estado proporciona al individuo la forma más rica
de participación social. De ahí que lo que exige del individuo
sea mayor que lo exigido por la sociedad civil. Hegel explica:
Si el estado fuera sustituible por la sociedad civil y si sus princi-
pales funciones se redujeran a asegurar y proteger la propiedad y la
libertad personal, el objetivo último de la unión social sería el inte-
rés del individuo como tal. La opción de pertenecer o no al estado
quedaría relegada al criterio del individuo. Ahora bien, el estado
tiene con éste una relación totalmente diferente. El estado es el
espíritu objetivo, y el individuo encuentra su verdad, su existencia
real y su estatuto moral sólo como miembro de aquél. Su auténtico
fin y contenido es la unión como tal, dado que el individuo está
llamado a acceder a una vida universal. Sus satisfacciones particula-
res, sus actividades y su forma de vida tienen su origen y resultado
en este genuino y sustantivo principio.15
Hegel sigue diciendo que en el estado ideal, «el interés pri-
15
The philosophy of right (Filosofía del derecho). Traducción al inglés
de S. W. Dide. Bell, London 1896, 240.
 17(1 El grupo y el individuo
vado de los ciudadanos se identifica con el interés común del
estado» y que «el primero encuentra su gratificación y su reali-
zación en el segundo». 16 Aunque no se haya alcanzado el estado
ideal, el estado real comunica sus valores esenciales a los ciuda-
danos individuales.
El estado, sus leyes y sus disposiciones constituyen los derechos
de sus miembros; sus características naturales, sus montes, su aire
y sus aguas son el país, la patria y las propiedades materiales exter-
nas de los ciudadanos del estado; la historia del estado son las
hazañas de éstos; lo que han hecho sus antepasados les pertenece y
perdura en su recuerdo. Todo lo poseen, como el estado les posee
a ellos, ya que éste constituye su existencia y su ser.17
Según Hegel, la dignidad del estado no depende de la vida
mejor que ofrece a sus miembros; representa, por el contrario,
en sí mismo un supremo valor intrínseco. Con su estilo entusias-
ta, ensalza al estado como «la huella de Dios en la tierra» y como
«el fin en sí mismo, absoluto y estable». 18 Lo describe como un
organismo, atribuyéndole voluntad y pensamiento y reverencián-
dolo como a un ser divino.
Ningún predicado, principio ni nada parecido sería suficien-
te para explicar la naturaleza del estado; éste no debe ser enten-
dido de otra forma que como un organismo... En su esencia, la
conciencia y el pensamiento pertenecen por entero al estado. De
este modo, el estado sabe lo que quiere, y lo sabe bajo la forma
del pensamiento... Debemos, pues, venerar al estado como la
18
The philosophy of history (Filosofía de la historia). Traducción
inglesa de J. Sibree. Collier, New York 1900, 70.
" Ibid., 102-103.
" J. MACBRIDE STERRET, The ethics of Hegel: translated selections
from his «Rechtphilosophie» (La ética de Hegel: Traducción de una selec-
ción de su «Filosofía del derecho». Ginn, Boston 1893, 189, 245.
" The philosophy of right (Filosofía del derecho). Traducida por
J. Loewenberg, en Hegel selections (Selecciones de Hegel). Scribner's, New
York 1929, 446-447.
Teoría de los niveles de integración 171
Ese fin último, que es el estado, explica Hegel, tiene un dere-
cho supremo sobre los individuos, cuyo supremo deber es ser miem-
bros del estado.20
Aunque Hegel divinice al estado, no trata de abolir las dis-
tinciones individuales. A diferencia de los modernos fascistas,
cree que la libertad exige la diferenciación de las partes.
La únicajtiorma esencial que confiere profundidad y autenticidad
a la libertad consiste en conceder a todo asunto que pertenezca a los
intereses generales del estado una organización separada en aquellos
sectores que sean esencialmente distintos. Esta división ha de ser
real, pues la libertad sólo es profunda cuando se diferencia en toda
su plenitud y esas diferencias se manifiestan en la existencia.21
Hegel llega incluso a reservar al individuo una esfera de
conciencia privada «que, en cuanto tal, no está incluida en el
ámbito del estado». 22 A pesar de estas precisiones, Hegel ha pasa-
do a la historia de la filosofía moderna como el máximo repre-
sentante de la teoría según la cual los valores son esencialmente
sociales y pertenecen al grupo y no al individuo aislado.
4. La teoría de los niveles
de integración
A la luz de lo que ya sabemos sobre la naturaleza humana,
hemos de tratar de evitar tanto el individualismo exagerado de
Hobbes como el prepotente colectivismo de Hegel. No podemos
concebir la sociedad, ni como un superorganismo monstruoso del
que los individuos no fueran sino simples células, ni como una
simple suma aritmética de sujetos egoístas encerrados en sí mis-
mos. Hemos de rechazar los conceptos de «organismo estatal»,
20
STERRET, /. c, 189.
21
Encyclopaedia of the philosophical sciences (Enciclopedia de cien-
cias filosóficas), sección 541, citado por Cassirer, /. c, 276.
!2
DYDE, /. c, 264.
172 V.l grupo y el individuo
«espíritu de grupo» o «conciencia colectiva», tanto como el de
individuos egoístas e independientes que no se relacionan entre
sí por ningún vínculo real. Trataremos, por el contrario, de ha-
cer justicia a las dos dimensiones fundamentales de la naturaleza
humana: la individual y la social.
Necesitamos, pues, una teoría que supere, a la vez, los escollos
del atomismo y del organicismo sociales. Desde esta posición, dis-
tinguiremos cuidadosamente entre diversos tipos y grados de inte-
gración y determinaremos las formas de unidad que caracterizan
a los grupos humanos y las que no lo hacen. A la luz de este
análisis, podremos señalar los errores de individualistas extremos
como Hobbes y de colectivistas extremos como Hegel. Llamaré
a esta posición intermedia teoría de los niveles de integración.
En primer lugar, dicha teoría se apoya en el hecho de que
la unidad permite infinitos grados. Si entendemos por unidad,
como vamos a hacer aquí, la integración de partes en un con-
junto, habremos de admitir que ésta puede ser muy débil o muy
intensa. De este modo, toda cualidad puede variar de menor a
mayor. Puede haber, por ejemplo, un grado de luz tan impercep-
tible que apenas se le consiga distinguir de la oscuridad total; y,
por el contrario, podemos imaginar una intensidad de luz tan
brillante que resulte cegadora en su terrible luminosidad. Entre
ambos extremos existe una infinita graduación de luz que irá de
menor a mayor. Del mismo modo, puede existir un grado tan
débil de unidad que dudemos incluso en afirmar que las partes
están realmente en conexión; y puede darse también el extremo
opuesto, es decir, una coherencia sumamente intensa y estrecha.
Entre ambos polos existen igualmente infinitas graduaciones y
todo grupo concreto puede estar situado en un nivel bajo, medio
o alto de la escala. El simple hecho de que un grupo sea una
unión de individuos dice muy poco sobre su grado de integración.
En segundo lugar, es importante recordar aquí que existen
distintas formas de integración. La integración que presenta un
organismo o una conciencia no agota la diversidad de tipos e
incluso puede que no corresponda al tipo de unión característico
de un grupo o sociedad. Consideraremos, a continuación, formas
diferentes de unidad de acuerdo con una escala de intensidad.
Teoría de los niveles de integración 173
Tengamos en cuenta, en el momento de describir estos tipos, que
éstos no se excluyen entre sí y que las formas más intensas de
unidad pueden incluir a las menos intensas. Por otro lado, cada
uno de dichos tipos presenta infinitos grados de integración, de
forma tal que podría darse el caso de que el grado más bajo de
uno de los tipos río fuera más intenso que el grado más alto del
tipo inmediatamente anterior.
(1) Simple contigüidad. Las cosas pueden formar grupos en
el sentido de que estén yuxtapuestas en el tiempo y en el espa-
cio. Un montón de desperdicios de todo tipo forma un grupo en
este sentido: a excepción del hecho de estar hacinados, no existe
ninguna conexión entre tales objetos. Un grupo humano de este
tipo sería una reunión accidental y heterogénea de individuos in-
diferentes los unos a los otros, Puede darse el caso, por ejemplo,
de que un cierto número de personas tengan que dar la vuelta
por la esquina de una calle muy concurrida. Cada persona de ese
grupo incidental lleva su propio camino y es afectada muy débil-
mente por las que le rodean. En una unión de esta clase se pro-
duce un nivel de integración tan pequeño que dudamos incluso
en atribuirle el nombre de grupo: sería un mero agregado o
conjunto.
(2) Asociación externa. Las cosas pueden estar agrupadas,
no porque guarden una relación entre sí, sino porque sean rela-
tivas a algo que está fuera del grupo. Los trozos de madera que
encontramos esparcidos por una playa, por ejemplo, están agrupa-
dos, no porque exista ninguna relación entre ellos, sino porque
a todos los ha arrastrado la marea. De igual modo, un grupo de
seres humanos puede encontrarse unido, no porque se interesen
unos por otros, sino porque se relacionan con algún factor exter-
no. El público que está viendo una película forma un grupo de
este tipo. Con la excepción de las parejas de novios que asisten
al cine más por disfrutar de la compañía mutua que del film que
se proyecta, la mayor parte de los espectadores generalmente ni
conoce ni le preocupa la persona que se sienta en la butaca de al
lado. Sin embargo, están unidos porque tienen un interés común:
lo que se está proyectando en la pantalla.
(3) Interdependencia mecánica. En este nivel de integración
no existe una simple relación con un factor externo, sino una in-
 174 El grupo y el individuo
tegración funcional de partes. En un motor, por ejemplo, el cilin-
dro, el pistón, el vastago de acoplamiento y el volante actúan
unos sobre otros y, en cierto modo, se puede decir que «colabo-
ran». Una pieza acciona y reacciona sobre otra bien directamente
o bien por medio de algún mecanismo de transmisión. Ahora
bien, una parte de tal naturaleza es, en un sentido más, y en un
sentido menos, «individual» que una parte de un organismo. Es
más individual en el sentido de que es más independiente: tiene
una forma y una composición determinadas que permanecen rela-
tivamente sin alterar cuando se une a la máquina o se separa de
ella. Se puede sacar de una máquina una rueda dentada, por
ejemplo, y ésta sigue siendo el mismo objeto; pero no se puede
amputar un pie a un cuerpo humano sin que deje de ser un pie.
Por otra parte, la rueda dentada es menos individual en el sen-
tido de que es estandardizada y reemplazable, mientras el píe es
único e irreemplazable. Una pieza de una maquinaria se carac-
teriza por estar elaborada según planos detallados y exactos; ge-
neralmente podemos encargarla a la fábrica indicando el número
que tiene en un catálogo y reemplazarla por otra realizada según
idénticos planos.
Nunca un ser humano es exactamente igual a la pieza de una
máquina, pero a veces actúa de una manera mecánica. Un galeote
romano, por ejemplo, era escogido y entrenado esencialmente para
la mecánica función de manejar un remo al compás de un ritmo
monótono. Si no se ajustaba a lo que de él se exigía, se le reem-
plazaba al momento por otro. De un modo igualmente mecánico
actúan los modernos trabajadores de una cadena de montaje,
quienes realizan una y otra vez, minuto a minuto, la misma fun-
ción, durante un día tras otro. Desde el punto de vista del jefe
de personal, la vida íntima del obrero carece de importancia; lo
que le interesa es su función externa y sus relaciones con los
otros operarios de la cadena de montaje. Si se derrumba, es rá-
pidamente reemplazado por otro robot humano que repite de
idéntica manera el mismo movimiento mecánico.
(4) Interdependencia esencial u «orgánica». A este nivel,
no se da sólo una interacción de partes, sino que las característi-
cas esenciales de éstas resultan modificadas como resultado de
la interacción. La relación existente entre las partes no es, pues,
Teoría de los niveles de integración 175
externa sino interna. Una relación es interna cuando afecta sus-
tancialmente a la naturaleza de las cosas implicadas en ella. Fren-
te a las meramente externas y accidentales, tales relaciones inter-
nas o esenciales son a menudo designadas con el nombre de «or-
gánicas», aunque habría que precisar que los individuos pueden
mantener una relación de este tipo sin que tengan que constituir
un «organismo» en el sentido literal del término.
Es posible que todo esté en relación con todo y que un sim-
ple movimiento de nuestra cabeza afecte a las estrellas del univer-
so, pero, en este caso, la relación es tan nimia que no merece
que la tengamos en consideración. Sin embargo, las relaciones
humanas no presentan a menudo este carácter superficial. Una
persona es hijo, hermano, marido, amigo, enemigo, ciudadano,
miembro de un sindicato, de una iglesia, etc., y si le despojára-
mos de todas esas relaciones dejaría de ser un individuo humano.
Algunas de ellas son tan esenciales a su personalidad que las po-
demos considerar internas con toda propiedad. Cuando destrui-
mos una pieza de una maquinaria, el conjunto no experimenta
ningún cambio digno de consideración. Por el contrario, cambia-
ríamos profundamente a una persona si la separáramos para siem-
pre de su familia.
(5) Interdependencia existencial. En este nivel, las partes son
interdependientes, no sólo por sus funciones, sino también por
sus propias existencias. Normalmente, se relacionan así las partes
de un organismo. (Alexis Carrel consiguió que siguiera latiendo
durante varios años el corazón que le había extirpado a un pollo,
pero este hecho constituye una excepción). Con todo, la interde-
pendencia existencial no se limita a las partes de un organismo.
En un animal muy joven, por ejemplo, su vida puede depender
de sus relaciones familiares, pero ello no significa que no sea un
organismo separado. De igual modo, un soldado puede perder la
vida si se separa de su regimiento, pero ello no quiere decir que
el regimiento constituya un organismo. Por regla general, cuando
los miembros de un grupo son existencialmente interdependientes,
encontramos un alto grado de integración.
(6) Unidad de configuración. Generalmente se usa hoy el
término configuración para designar una unidad cuyas partes no
son sólo interdependientes, sino que también están determinadas
176 El grupo y el individuo
por el carácter del conjunto. Debemos a los psicólogos gestaltistas
el haber insistido en que, con frecuencia, es el conjunto el que
determina la existencia y la naturaleza de las partes: éstas no se
combinan sin más para formar un conjunto, sino que el todo se
expresa por entero en las partes. En este sentido, el conjunto es
anterior a la suma de las partes, inminente a ellas y representa
algo más que su simple adición.
Una buena obra de arte manifiesta una unidad de este tipo.
Puede parecer que algunos de sus detalles preceden al conjunto,
pero es el efecto total el que determina la posible modificación
u omisión de aquéllos. Todo detalle incoherente, como un acorde
inapropiado en una composición musical, por ejemplo, pide a
voces que lo cambien o lo eliminen. Si finalmente queda incluido,
se ha de readaptar la estructura de la composición para que
consiga un efecto coherente. Adaptado al nuevo contexto, el acor-
de suena de distinta manera que antes: ya no aparece como un
conjunto desacorde de tonos, sino como una parte integral de la
composición entera. Por otra parte, cuando la forma total está
acabada, manifiesta una cierta independencia respecto a los ele-
mentos que la constituyen. Una melodía, por ejemplo, puede ser
transportada a una clave diferente, de do a do sostenido, aunque
no se repita ni uno solo de los tonos de la adaptación original.
De este modo, la forma o configuración no se reduce a la suma
aritmética de sus componentes.
Tratándose de grupos humanos, encontramos, igualmente,
conjuntos más o menos definidos cuyas características aparecen
grabadas en sus partes. Las partes han de ser, pues, concebidas
como elementos de la configuración del conjunto. Por otro lado,
como en el caso de una melodía, las partes pueden cambiar
mientras la forma permanece plenamente constante. Un ejemplo
claro de configuración lo constituye una cultura nacional: implica
la posesión común de todos los individuos de la nación, pero es
relativamente independiente de ellos. Se trata de un modelo
único de religión, arte, idioma, moral, ideología, historia, etc., en-
carnado en costumbres, tradiciones, instituciones, y con objetos
tales como libros, leyes y obras de arte. La cultura impregna de
tal modo a los individuos que moldea su mentalidad y su con-
ducta, pero perdura y se desarrolla, aunque la población se renue-
Teoría de los niveles de integración 177
ve. El «americanismo», por ejemplo, es algo relativamente inde-
pendiente de los individuos y de las generaciones. Por otra parte,
ninguna persona es sólo americana; participa de otras configura-
ciones culturales, tal vez de lo que llamamos «cristiandad». Todo
individuo está dentro del ámbito de diversos modelos sociales o
sistemas de cultura, cada uno de los cuales contribuye a formar
su personalidad.
(7) Unidad biológica. A nivel del organismo biológico, en-
contramos un grado relativamente elevado de integración. En-
tiendo por organismo una unidad compuesta por un cierto núme-
ro de partes que cooperan y dependen mutuamente, y que está
constituida para mantener procesos vitales. Existe, pues, una sola
unidad, la vida del conjunto, que es el fin de las partes. Implica
la interdependencia orgánica y existencial de las partes y la uni-
dad de configuración del conjunto. Con todo, supone también algo
más: el elevado grado de integración que presenta la unidad de
una vida, aunque se trate sólo de la de una planta o de la de un
animal inferior.
Por una serie de razones que veremos después, no creo que
un grupo de seres humanos pueda alcanzar este nivel de in-
tegración.
(8) Unidad psicológica. Un animal superior no constituye
sólo un ser orgánico a la manera de un vegetal o de un animal
inferior, sino que presenta, además, una conciencia que se expresa
a través de lo que experimenta y de lo que hace. Es posible que
Jos animales tengan experiencias sin ser conscientes de que las
tienen; pero un hombre es consciente de sí mismo como sujeto
de experiencias; puede considerarse como un yo, como un mismo
ser que piensa en diferentes momentos y lugares. De este modo,
está capacitado para orientarse y criticarse.
Como veremos más adelante, ningún grupo alcanza el nivel
de integración que manifiesta una conciencia.
A la luz de esta teoría de los niveles de integración, podemos
exponer ahora los errores principales del individualismo y del
colectivismo extremos.
178 El grupo y el individuo
5. Crítica del individualismo
extremo
El error fundamental del individualismo extremo que hemos
visto representado por Rousseau, radica en su negación de que los
grupos puedan ser caracterizados según niveles de integración más
elevados e intensos. Representa, así, una teoría disminuida o de
un nivel rebajado: interpreta los grupos en términos de simple
contigüidad, de asociación externa o de interdependencia mecá-
nica, descuidando o excluyendo los tipos superiores de unidad.
Esta falta de reconocimiento de formas más intensas de inte-
gración es una consecuencia necesaria del individualismo extremo.
En su esencia, este tipo de teoría exagera la independencia de
los individuos. Supone que la individualidad excluye en gran
parte la sociabilidad, que todo hombre es un ser centrado en sí
mismo, egoísta y autosuficiente. Todo el que, en contraste, acen-
túe los tipos más intensos de integración social, lo hace como
reacción a este individualismo extremo.
A veces, el individualismo habla como si los grupos humanos
fueran simples colecciones fortuitas cuyos miembros no se re-
lacionaran más que por una contigüidad temporal y espacial. Aun-
que podamos aplicar esta interpretación, en mayor o menor medi-
da, a grupos muy casuales, se muestra inadecuada a la hora de
describir grupos organizados. En consecuencia, el individualista
se ve obligado a recurrir a algún otro tipo de explicación.
Puede entonces apelar al segundo tipo de integración, es
decir, al que he llamado «asociación externa». Como el lector re-
cordará, en esta segunda clase de grupo, los miembros no se
relacionan entre sí más que de un modo artificial, pero se encuen-
tran vinculados en función de su relación común con algún factor
externo. Según la filosofía de Leibniz, por ejemplo, todos los
seres finitos no se relacionan directamente entre sí, sino que se
adaptan juntos a un conjunto armonioso; en cambio, dicen rela-
ción a un factor externo, Dios, quien predetermina a cada uno
de ellos a estar en armonía con el resto. De un modo algo simi-
lar, Hobbes defiende que, al margen del estado, los seres humanos
Crítica del individualismo extremo/ 179
V
son egocéntricos y no guardan entre sí ninguna relación intrín-
seca, pero se deciden a vivir juntos para conseguir un grado
equitativo de paz y seguridad. También en este caso se relacionan
con un factor externo y común: el soberano absoluto establecido
mediante un «contrato social». Otros individualistas recurren a
mecanismos parecidos para explicar la unión de sus átomos hu-
manos independientes. Turgot y Quesnay, por ejemplo, hablan
de las «leyes de la naturaleza» que promueven y mantienen una
armonía entre los distintos egoísmos. Adam Smith escribe sobre
la «mano invisible» de la competencia económica que concilia la
ganancia de cada individuo egoísta con la ganancia del resto.
Jeremy Bentham recurre al sistema de «sanciones», de premios y
castigos, que induce a los insaciables egoístas a colaborar en ar-
monía. Y Friedrich Hayek defiende que los esfuerzos separados
de los individuos son armoniosamente coordinados por la mecá-
nica de autoequilibrio del sistema de mercado. En cada caso,
existe una fuerza o agencia externa y común que establece una
armonía artificial entre individuos egocéntricos.
Los individualistas extremos tienden también a interpretar
las relaciones humanas en términos de interdependencia mecáni-
ca. Admiten que los seres humanos interactúan funcionalmente,
pero piensan que la interacción es parecida a la de las partes de
una máquina, que no son modificadas por sus interconexiones
en nada esencial. Tradicionalmente, esta postura ha venido ex-
presada por el mito del «estado de naturaleza», según el cual,
los individuos han heredado sus caracteres fundamentales de un
estado primitivo y anterior a la civilización, y se considera que
dichos caracteres siguen siendo constantes a través del proceso
social. Cada ser humano, como un átomo impenetrable o una
rueda dentada de una máquina, sigue siendo fundamentalmente
el mismo aunque se integre o se desvincule de un mecanismo
social determinado. Esta teoría del hombre natural e inmutable,
defendida en las obras de Hobbes, Locke, Paine, Godwin y en
los primeros escritos de Rousseau, ejerció una profunda influen-
cia en el desarrollo del liberalismo individualista.
En la teoría económica que corresponde a esta posición se
hace más evidente su carácter mecanicista. De nuevo encontra-
mos aquí un mito, el del «hombre económico», un individuo abs-
180 El grupo y el individuo
tracto, artificial y deshumanizado, interesado sólo por la ganan-
cia económica y controlado por las fuerzas impersonales del
mercado. Desde esta perspectiva, todos los seres humanos apare-
cen como esencialmente parecidos; sus emociones y aspiraciones
individuales carecen de importancia; la diferencia existente entre
ellos se reduce a una distinción meramente cuantitativa que se
expone en términos de potencial económico. Como desapasiona-
damente escribiera Hobbes:
El valor o la dignidad de un hombre es, como el de toda otra
cosa, su precio; es decir, tanto como se le retribuye por el uso de
su poder; de este modo, no es algo absoluto, sino dependiente de
la necesidad y el juicio de otro.23
Desde esta base, los trabajadores son mercancías cuyo valor
viene determinado por la mecánica impersonal del mercado.
Al igual que las teorías económicas con las que se ha relacio-
nado, la industria moderna ha sido individualista, externalista y
mecanicista, en sus modos de organización. La tecnología, con
su tendencia a la «racionalización» mecánica, y el capitalismo
financiero, con su desarrollo de un sistema de créditos y de
contabilidad de gastos sumamente abstractos, ha despersonaliza-
do las relaciones humanas. El capitalismo se ha sentido inclinado
a exaltar los impulsos adquisitivos a costa de los creativos y de
la solidaridad, y a desarrollar un estrecho individualismo y un
egoísmo inflexible y codicioso. La impersonalidad del nexo eco-
nómico ha tendido a reemplazar la intimidad de la comunidad
humana. Al igual que en la filosofía mecanicista, descubrimos
aquí la misma tendencia a disolver los conjuntos en mónadas
encerradas en sí mismas, en «átomos» relacionados externamente
sin que exista ningún tipo de conexión interna y profunda entre
ellos. El individualismo extremo ha reflejado estas tendencias y
ha impregnado, así, algunos de los aspectos más fundamentales
de la vida moderna. Cuando reconoce la existencia de formas
superiores de integración, como la de las comunidades íntimas,
las interpreta de un modo muy inadecuado y casi a regañadientes.
Hemos de afirmar con todo vigor que esta interpretación de
Leviatán, l. c, X.
Critica del individualismo extremo " 181
la naturaleza humana resulta sumamente ínapropiada. Los hom-
bres y las mujeres no son máquinas ni partes de máquinas. Como
declaró William Ellery Channing, uno de los mayores predicado-
res de Nueva Inglaterra en la primera mitad del siglo xix:
No veo al ser humano como una máquina que haya sido puesta
en marcha por una fuerza exterior para realizar una sucesión invaria-
ble de movimientos, llevar a cabo una cantidad fija de trabajo, y,
al final, hacerse añicos y morir.24
No podemos concebir a los trabajadores en abstracto como
máquinas o mercancías, sino en concreto como personas que san-
gran cuando se les hiere, que sueñan, aman y sufren. Un ser
humano no debe ser concebido como un átomo social, como un
individuo aislado y egocéntrico que vive su vida en solitario, sino
como un miembro de una comunidad. Los individuos existen y,
como tales, constituyen un fin en sí mismos, aunque su eficacia
y su felicidad dependan de sus relaciones con los demás y con
los conjuntos sociales de los que forman parte. La idea de que
un individuo es un ser completo en sí mismo, como Hobbes,
Bentham y Spencer subrayaran, y de que las relaciones interin-
dividuales son externas por necesidad, resulta inadecuada y
errónea.
En la medida en que prevalezcan tales concepciones indivi-
dualistas, es imposible explicar por qué los seres humanos se
unen siempre en sociedades. El individualista extremo trata de
explicar la formación de los grupos por el interés personal de
cada miembro. Según él, el grupo no pasa de ser un invento
artificial creado por un «contrato social» o por un acuerdo simi-
lar entre individuos egoístas. Es cierto que algunos grupos se
forman de este modo; pero otros —indudablemente, la mayo-
ría— surgen de la naturaleza fundamental y esencial del hombre
como ser social. A menudo el hombre nace en un grupo —en una
familia, tribu, clan, nación, etc.—, e incluso cuando se une volun-
tariamente a una colectividad, puede estar impelido por su natu-
24
Self culture (El cultivo del yo), conferencia pronunciada en Boston,
en setiembre de 1838. Citado por S. GIEDION, Mechanization takes com-
mand (La mecanización toma el mando). Oxford University Press, New
York 1948, 127.
182 El grupo y el individuo
raleza social y no sólo por cálculos individuales egoístas. La socia-
bilidad es un rasgo humano esencial, y, si no existieran en el hom-
bre disposiciones sociales, resultaría imposible explicar ese grado
de sinceridad y de cooperación que la formación y el funciona-
miento de la mayoría de los grupos humanos exigen.
Nos estamos acercando aquí a lo más genuino de la esencia
del hombre. Aristóteles afirmó que la racionalidad constituye
la naturaleza esencial del hombre; pero lo más profundamente
humano, en cuanto que se integra en la naturaleza humana total,
es esa capacidad que poseemos para trascendernos a nosotros
mismos de la que la razón no es sino una parte. En su desafiante
libro El hombre medida, Erich Kahler da el nombre de «espí-
ritu» a esa facultad de ir más allá de nosotros mismos. Se trata,
nos dice este autor, de la capacidad de «separar y discernir un
no-yo definido de un yo definido», y de identificarse uno mismo,
mediante la simpatía y el conocimiento, con ese no-yo.
De este modo, el espíritu no es sólo la facultad de discernir y se-
parar, sino también de establecer una relación entre un yo y un no-yo,
la capacidad de rebasar los límites del yo. Es, al mismo tiempo, dis-
cernimiento y unión, la auténtica esencia de un ser preocupado por
algo más que por sí mismo. Una persona lleva una vida espiritual
en la medida en que se sitúa por encima de sus intereses personales
«prácticos», y es capaz de separarse de lo suyo y de su yo concebido,
de hacerse cada vez más objetivo y de integrarse en un objetivo ma-
yor y más extenso.25
Un hombre absorto en sí mismo y en el momento presente es
sólo un destello pasajero de conciencia; pero en la medida en que
se trasciende a sí mismo, escapa del pequeño confín de su iden-
tidad personal y transitoria y vive en el amplio mundo que se
vislumbra a la luz del amor, de la imaginación, del conocimiento
y de la previsión. El mundo humano libera, por encima de todo,
al espíritu. Como David H u m e escribió:
Pongamos todos los poderes y elementos de la naturaleza al ser-
vicio y a la obediencia del hombre: alcemos el sol y démosle su
mando, muévanse el mar y los ríos de acuerdo con sus deseos, y su-
25
Man the mensure (El hombre medida). Pantheon Press, New York
1943, 11-12.
Crítica del individualismo extremo IHI
ministre espontáneamente la tierra todo lo que pueda serle útil y
agradable. Seguirá siendo miserable, hasta que le demos otra pcrsonn
con quien pueda compartir su felicidad y de cuyo afecto y amistad
pueda disfrutar.26
Los carceleros saben hasta qué punto es importante para un
hombre tener un compañero; no se conoce una forma más refi-
nada de tortura que un encierro prolongado en soledad.
El efecto de la incapacidad de entablar lazos de simpatía
con otras personas viene ilustrado por un tipo especial de neu-
rosis que los psicólogos llaman «despersonalización». Un neuró-
tico de este tipo encuentra serias dificultades para ver a otros
seres humanos como personas reales; le parece que son simples
autómatas por los que no puede sentir ninguna forma de cordia-
lidad. Por otra parte, tiene la extraña impresión de que él mis-
mo se ha convertido en algo mecánico. Se ve como una mario-
neta, como un autómata sin alma: no puede descubrir o recono-
cer su propia personalidad; no existe en él u n «yo real». Le
parece que todo, incluso él mismo, pertenece a esa especie de
mundo despersonalizado que Franz Kafka ha descrito con tanto
dramatismo en sus novelas. Este tipo de enfermedad ilustra el
hecho de que nadie puede ser plenamente una persona a menos
que reconozca a otros como personas. Una personalidad en el
pleno sentido de la palabra exige autotrascendencia, conciencia
estimativa de otras cosas y, en especial, de otras personas.
La moral exige también que el individuo supere los límites
del yo. Si estuviéramos encerrados en nosotros mismos no podría-
mos comprender ni responder al precepto ético: «no seas egoís-
ta». Si no experimentáramos los vínculos que nos ligan a otros,
no tendríamos un sentido de la obligación social. La razón esen-
cial de que una persona se sienta obligada a otras es que forma
parte de un gran conjunto. Está sometida por su naturaleza social
a la obligación moral y no puede dejar de responder a las exi-
gencias de la ética social sin negar una parte esencial de sí misma
y sin afrentar a la sociedad de la que forma parte. En lo más
26
A treatise of human nature (Tratado de la naturaleza humana). Cla-
rendon Press, Oxford 1896, 365.
184 El grupo y el individuo Crítica del colectivismo extremo 185

profundo de su conciencia comprende la gran verdad que encie- bres se unen en sociedades, se necesitan unos a otros y son agen-
rran las conocidas palabras de Donne: tes morales.

Ningún hombre es una isla, ni está encerrado en sí mismo; todo

hombre es un trozo de un continente, una parte de mí mismo...
Todo hombre que muere me disminuye, porque estoy implicado en la
humanidad; por ello, no preguntes nunca por quién doblan las cam- 6. Crítica del colectivismo
panas; están doblando por ti.27 extremo

Como procuraré dejar claro en el capítulo 8, el sentido del

deber es la «voz» interiorizada de la sociedad que ejerce sobre el
Mientras el individualismo extremo es una teoría rebajada de
individuo una especie de «presión» o compulsión interna. Ello
nivel, el colectivismo extremo es una teoría elevada de nivel. Al
explica por qué la siente como una influencia externa, pero tam-
igual que el individualismo insiste en interpretar los grupos en
bién como algo íntimo y personal. La teoría freudiana del «su-
términos de los niveles inferiores de integración, el colectivismo
per-ego» recoge esta interpretación de la obligación moral. El
extremo se esfuerza en explicar los grupos recurriendo a los ni-
super-ego es el censor interno, la conciencia, la encarnación de
veles superiores de integración. Algunos de estos niveles —inter-
los modelos morales, lo que controla los impulsos egoístas e ins-
dependencia orgánica, interdependencia existencial y unidad de con-
tintivos; con todo, representa la influencia de la sociedad tan pro-
figuración— son aplicados por los colectivistas a los grupos hu-
fundamente inserta en el alma del individuo que es, en gran
manos con toda propiedad. Al subrayar este hecho, los colecti-
parte, subconsciente. En cierto modo, Freud tiende a menospre-
vistas han superado los errores del individualismo extremo. Sin
ciar su valor, pero otros psicólogos, como Henry A. Murray, con-
embargo, no son aplicables a los grupos humanos otras formas
sideran el super-ego como una fuerza necesariamente constructi-
más intensas de integración —las que caracterizan a la vida cor-
va que la inteligencia crítica ha de intensificar y reformar.
poral y psíquica—. El colectivismo extremo incurre en el error
Hemos de aceptar cualquiera de estas teorías a la hora de de suponer la posibilidad de tal aplicación.
explicar la obligación moral. No puede ésta ser explicada a base
Para descubrir en qué consiste su error, consideremos, por
del individualismo extremo. Jeremy Bentham, quien negó la po-
ejemplo, la familia, un grupo relativamente simple y, por ello,
sibilidad de que la sociedad sea algo más que una pura ficción y
menos difícil de analizar que el estado, la nación o la raza. Cada
concibió al individuo como un ser enteramente egoísta, se mostró
miembro de la familia es un organismo, una conciencia o una
coherente con su doctrina cuando declaró que la palabra debo,
si es que tiene después de todo algún significado, debiera ser personalidad, pero ello no significa que la familia sea un orga-
borrada del diccionario. nismo, una conciencia o una personalidad. En muchos aspectos,
un grupo no tiene las mismas características que sus miembros;
Nuestra crítica al individualismo extremo se reduce a esto: un montón de ladrillos, por ejemplo, puede tener seis pies de
trata de explicar la vida social recurriendo sólo a formas relati- alto, pero ningún ladrillo alcanza esa altura. De igual modo, un
vamente inferiores de integración —simple contigüidad, asocia- grupo humano está compuesto de organismos, pero esto no le
ción externa, interdependencia mecánica— y, por ello, fracasa en convierte en un organismo.
dar una explicación adecuada de las causas por las que los hom-
Admito que existen relaciones orgánicas entre sus miembros.
27 Como hemos visto, una «relación orgánica» significa una relación
J O H N DONNE, Complete poetry and selected prose (Poesía com-
pleta y prosa seleccionada). Random House, New York 1936, 538. interna o esencial. Ahora bien, un marido, una esposa, un hijo
186 El grupo y el individuo
o una hija están muy íntimamente afectados por sus relaciones
familiares y serían algo muy diferente sin ellas. Por otra parte,
dichas relaciones no sólo pueden implicar una dependencia me-
ramente funcional, sino también existencial: constituyen una in-
terdependencia. Los hijos, al menos, no habrían venido al mundo
al margen de las relaciones familiares y mientras son pequeños
no podrían seguir viviendo si se les separara de la familia. Con
todo, pueden haber relaciones orgánicas o existenciales entre los
miembros de un grupo, sin que éste sea un organismo. El padre
es un organismo, la madre es un organismo y cada uno de los
hijos es un organismo; hay interrelaciones orgánicas entre todos
ellos; pero, por encima del individuo y en la fusión de éstos en
el grupo, no existe ningún tipo de organismo. Cuando hablamos
de un «organismo familiar» no hacemos sino utilizar un lenguaje
metafórico.
También es cierto que la familia presenta una especie de
unidad de configuración: no es una simple suma de individuos,
sino una síntesis, una Gestalt, una forma o modelo único. Toda
familia está unida por bienes, recuerdos, esperanzas, ideales y
hechos comunes. Todo ello se incorpora en un «espíritu de cuer-
po», una especie de espíritu que se imprime en cada uno de sus
miembros y que confiere una significación espiritual al hogar.
En estos aspectos, la familia presenta una especie de carácter
corporativo. Los organicistas sociales, como Hegel, nos han pres-
tado un auténtico servicio al resaltar este hecho, pero no han
analizado correctamente su significado.
No implica que exista literalmente una conciencia o una per-
sonalidad familiares. Incluso una obra de arte, como ya hemos
dicho, tiene una Gestalt o configuración; pero ello no quiere
decir que tenga vida, conciencia o personalidad. Es evidente que,
en el caso de la familia, sus componentes son conciencias o per-
sonalidades, pero esto no supone que la configuración de la fami-
lia sea una personalidad o una conciencia. Los colectivistas ex-
tremos se han equivocado al suponer que la organización de
individuos constituye un individuo, la organización de las con-
ciencias una conciencia y la organización de las personalidades
una personalidad. Aun admitiendo que la organización presenta
rasgos configuracionales, hemos de rechazar la teoría de que los
Crítica del colectivismo extremo 187
grupos son conciencias o almas colectivas y que contienen los
intereses propios de éstas.
Literalmente hablando, nada fuera del individuo puede tener
un interés. Dentro de la familia cada miembro tiene intereses,
y dichos intereses son afectados por el «espíritu de cuerpo»
familiar y por las relaciones existentes entre sus miembros. Sin
embargo, los intereses de la familia se reducen a los del padre, la
madre y los de cada uno de los hijos. No hay intereses familiares
por encima y más allá de esos intereses individuales. Lo que vale
para un grupo compuesto por unos pocos miembros vale tam-
bién para un grupo de muchos individuos, e incluso para una gran
nación. Tampoco tienen intereses que no sean los de sus miem-
bros, porque no tienen ninguna conciencia fuera de la conciencia
de éstos.
Ciertos filósofos, como Emile Durkheim, han defendido que
es imposible dar una explicación de la vida moral y religiosa sin
aceptar que la sociedad es un organismo o que constituye una
conciencia colectiva. Arguyen que la experiencia religiosa y moral
representa la presión de la sociedad sobre el individuo y que la
sociedad debe ser una agencia real con objetivos propios para
ejercer esa presión. Ahora bien, he estado defendiendo que no
se puede dar una explicación adecuada de la moral y de la reli-
gión sobre la base del individualismo extremo, pero ello no sig-
nifica que tengamos que pasarnos al lado opuesto y admitir que
la sociedad sea un organismo o una conciencia. La presión moral
y religiosa de la sociedad sobre el individuo puede ser explicada
si reconocemos que los individuos se relacionan íntimamente entre
sí, que pueden experimentar, disfrutar y alegrarse con dichas rela-
ciones, y que la sociedad tiene un modelo de organización, una
configuración real que afecta profundamente a todos sus miem-
bros. Todo esto lo podemos admitir sin tener que pensar que la
sociedad sea literalmente un superorganismo o una conciencia
colectiva. Si admitimos estas hipótesis, estaríamos «multiplican-
do entidades más allá de las necesarias».
Si no puede decirse literalmente que los grupos tengan una
conciencia, tampoco puede afirmarse que posean un valor intrín-
seco. Como hemos visto, no puede haber ningún valor intrínseco
188 El grupo y el individuo
donde no existe ninguna forma de interés, y no puede haber nin-
gún interés donde no existe ninguna conciencia. En el próximo
capítulo, defenderé que el valor intrínseco reside en el interés
y primariamente en la realización de éste. De ello se sigue que
el lugar del valor intrínseco es el individuo ya que, después de
todo, éste es la sede del interés. El grupo existe por el individuo
y no el individuo por el grupo. Lo que cuenta es, pues, el bienes-
tar de seres humanos, y no el «bien» del estado, la nación, la
raza o la «clase obrera».
No niego que un grupo pueda constituir un objeto de interés
y que, en ese sentido, sea causa u ocasión del bien intrínseco.
Es sabido que un grupo, grande o pequeño, puede ser objeto
de afecto humano. Podemos amar a ciertas personas, no por ellas
mismas, sino como miembros y representantes que son de un
grupo, y, lo que es más de destacar, podemos amar al grupo por
presentar características que no encontramos en el individuo ais-
ladamente considerado. El amor al grupo, como en el caso del
patriotismo, puede extenderse a sus tradiciones, instituciones,
símbolos, etc. En cuanto objetos de satisfacción intrínseca, algu-
nos grupos se encuentran entre los mayores valores humanos. No
dudo, pues, ni por un momento, que sean objetos de valor, pero
niego que sean sujetos de valor. Ningún grupo, al margen de sus
miembros, puede tener un interés; como defiendo que la sede
del valor intrínseco es el interés, niego que los grupos tengan
un valor intrínseco. Mi posición difiere de la de Perry, dado que
él habla del valor intrínseco como objeto de interés. A menudo,
un grupo es objeto de interés, de ahí que Perry mantenga que
posee un valor intrínseco, no al margen de los individuos, por
supuesto, sino en relación con el interés de éstos. Mi tesis es di-
ferente: como aclararé en el próximo capítulo, un valor intrínseco
es el interés que existe por un objeto y no el objeto de un inte-
rés. Por ello, no creo que ningún grupo pueda tener un valor
intrínseco.
Es evidente que un grupo posee un valor intrínseco, si lo que
queremos decir con ello es que sus miembros lo tienen; pero es
falso afirmar que un grupo como tal tenga un valor intrínseco.
También es cierto que los intereses del grupo están por encima
de los intereses de los individuos, si con ello queremos decir que
Crítica del colectivismo extremo 189
los intereses de muchos individuos pertenecientes a un grupo
prevalecen sobre los intereses de un individuo; pero ello sucede
porque se trata de muchos individuos frente a uno solo. El grupo
como tal no es intrínsecamente superior al individuo; no tiene
ningún valor intrínseco. Por ello, la tendencia a venerar al esta-
do, a la nación o a cualquier otro grupo, grande o pequeño, es
una forma de idolatría. Como el filósofo McTaggart ha declarado:
Una religión que pretenda ser algo más que un medio no rebasa
el nivel del culto fetichista. En comparación con el culto al estado,
la zoolatría es racional y digna. Un toro o un cocodrilo pueden no
tener un gran valor intrínseco, pero, como seres conscientes, poseen
alguno. El estado carece de ellos. Rendirle culto es tan razonable
como venerar una tubería que también contiene un considerable
valor como medio.28
El estado puede tener una gran cantidad de valor instrumen-
tal, pero su valor es el de medio y no el de fin.
Es preciso que hagamos hincapié en esta conclusión porque
la postura contraria ha ejercido una gran influencia. La idea de
que una raza, un estado o una sociedad puedan tener un valor
intrínseco es uno de los grandes mitos sociales, un mito que ha
ejercido un terrible impacto en la humanidad. Basta con que
recordemos qué fue el mito de Hitler y de Mussolini para com-
prender el extraordinario valor que ha desempeñado. Al rechazar
este mito, no debemos abrazar el opuesto: el mito del individua-
lismo extremo, el del hombre aislado, egocéntrico y autosuficien-
te. El individuo real es un ser profundamente social: él, y no su
contrapartida mítica, constituye la sede del valor. Sólo un falso
individualismo y un falso colectivismo pueden oponerse entre sí.
Lejos de ser incompatibles, la individualidad y la sociabilidad se
necesitan mutuamente. Cuanto más sinceramente se unen los
individuos, más respetan las diferencias de cada uno. Las perso-
nas que están enamoradas aprecian mucho la individualidad del
otro. Los seres humanos debieran estar más diferenciados y más
unidos de lo que ahora están; y la unidad, que es una meta
legítima de la aspiración humana, es la unificación de la diferencia.
28
J. M. E. MCTAGGART, Pbilosophical studies (Estudios filosóficos).
Arnold, London 1934, 109.
 7
El significado del
bienestar

1. El interés y sus objetos

En nuestra búsqueda del significado de una buena sociedad,

hemos empezado a estrechar el círculo en torno al objeto que
pretendemos conocer. Abandonamos primero los falsos modelos
del relativismo y del absolutismo, concluyendo que lo bueno es
universal pero inmanente a las vidas de los hombres. Descubri-
mos luego que tanto el individualismo como el colectivismo extre-
mos siguen caminos equivocados y que la solución al problema
había de combinar nuestra dimensión individual y nuestra dimen-
sión social. El lugar del valor intrínseco, según probamos, es la
personalidad individual. Ahora bien, como la individualidad y la
sociabilidad están tan profundamente unidas, el ideal es el des-
arrollo de la personalidad en sociedad. Por último, hemos indicado
que lo que hay de intrínsecamente bueno en la personalidad es el
interés o un objeto de interés. En este punto, pues, hemos de
proseguir nuestra investigación.
¿Qué es, entonces, el interés, y cómo se relaciona con el va-
lor? Como hemos dicho, el interés es una actitud de aprobación
o de rechazo, esto es, un estado de no indiferencia. Supongamos,
por poner un ejemplo, que tenemos una piedra blanca y otra ne-
gra, y que nos preguntamos cuál de ellas encarna el modelo co-
191 El significado del bienestar
rrecto. ¿Nos interesa realmente responder a esta cuestión? Está
claro que las piedras serían indiferentes a la respuesta que dié-
ramos a la pregunta. Dichos objetos no poseen conciencia, ni sen-
timientos, ni deseos, ni, en consecuencia, nada a lo que pudiéra-
mos llamar interés; donde no existe interés, no hay tampoco nin-
guna forma de distinción entre mejor y peor o bueno y malo. Un
universo que no contuviera más que piedras carecería de valor.
Supongamos ahora que le preguntamos a alguien si la piedra
blanca es mejor que la negra o viceversa. Posiblemente nos res-
pondería que lo mismo le daba contestar una cosa que otra. Sa-
bría lo que son las piedras, pero se mostraría totalmente indife-
rente respecto a ellas. Imaginemos ahora que todos los estados
de conciencia fueran de este tipo. En un universo desprovisto de
todo estado de conciencia que no fuera indiferente no habría más
valor que en otro universo compuesto de objetos inconscientes,
dado que tanto en uno como en otro no existiría ni el más mí-
nimo interés.
Pero supongamos que la persona en cuestión nos contestara:
«Prefiero la piedra negra a la blanca. Creo que es mejor». Ha-
bría comprendido la alternativa y no se mostraría indiferente a
ella. Le gustaría más o preferiría una en lugar de otra. Ese es-
tado de preferencia o de estimación es, precisamente, el interés
positivo; el interés negativo sería el estado opuesto de rechazo
o desestimación. Tanto uno como otro se distinguen de los es-
tados inconscientes y de los estados conscientes pero indiferen-
tes. Un interés es un estado consciente diferenciable de la in-
diferencia. Siempre que existen intereses existen también va-
lores.
Con todo, la relación existente entre los intereses y los va-
lores requiere un análisis más profundo. No podemos decir sin
más que un valor o un bien intrínseco son un interés. Afirmar
esto sería incurrir en lo que G. E. Moore, en sus Principia ethica,
llama «falacia naturalista».1 El punto principal que Moore sub-
raya para denunciar este tipo de falacia es que el bien intrínseco
no puede identificarse con nada fáctico. No es un dato de una
1
Principia ethica. Centro de estudios filosóficos, U.N.A.M., México
1959, 9 y ss.
El interés y sus objetos 193
ciencia de la naturaleza, como la psicología o la biología. No
puedo «descubrirlo» pasando revista a los datos de mis senti-
dos o examinando mis estados mentales. Tiene un significado
ético y no meramente fáctico. Un valor es algo atribuido a un
objeto o a una cualidad y no algo que pueda descubrirse a nivel
fáctico; de ahí que un acto de valoración se diferencia de una
simple descripción o de un inventario de datos. En consecuen-
cia, incurriríamos en una falacia si identificáramos el bien con el
interés. Si lo hiciéramos, convertiríamos la afirmación «el bien
es el interés» en una proposición tautológica; esto es, equival-
dría a decir «el interés es el interés», lo que, evidentemente, no
es el caso. Pasar por alto el carácter ético del bien e identifi-
carlo simplemente con una propiedad objetiva, como es el caso
del interés, supone cometer «la falacia naturalista».
La razón del carácter irreductible del bien moral se funda,
a mi modo de ver, en su sentido normativo. No implica, sim-
plemente, lo que es, sino lo que debe ser. Como Kant subrayó,
el deber no se identifica con lo que es. Por ello, si el bien im-
plica un deber, no puede ser detectado mediante una simple ob-
servación de lo que es. Creo que el bien intrínseco no tiene nin-
gún significado fuera del de «deber ser», al igual que lo justo
no tiene otro significado fuera del de «deber hacer». El carác-
ter indescriptible propio de los conceptos éticos de «bueno» y
«justo» es exclusivamente una consecuencia del hecho de que
en ellos está implicado el concepto de «deber».
El bien intrínseco es lo que debe ser a menos que su exis-
tencia suponga el sacrificio de algo mejor. En igualdad de cir-
cunstancias, debe ser. Con todo, al decir que no es indiferente,
podría parecer que lo concebimos como un estado de interés.
Conviene, pues, que distingamos entre dos estados de no indi-
ferencia. El primero, de tipo psicológico; el segundo, ético. La
no indiferencia psicológica se refiere simplemente a la situación
de estar interesado: de gustar o disgustar, estimar o desestimar.
Puede ser descrito objetivamente. La no indiferencia ética se
produce siempre que aparece un «debe». Decir que algo es in-
trínsecamente bueno equivale a afirmar que debe ser en com-
paración con un estado moralmente indiferente. Decir que algo
194 El significado del bienestar
es intrínsecamente malo equivale a decir que no debe ser en
comparación con un estado moralmente indiferente.
Ahora bien, incurriríamos en la falacia naturalista si nos
limitáramos a definir el bien como un estado psicológico de no
indiferencia, como un interés positivo, como una actitud de agra-
do o de estimación. Pero no cometeríamos la falacia naturalista
si lo definiéramos como una especie de no indiferencia ética,
como un estado de cualidad o propiedad que, en algún sentido,
debe ser. El bien es un estado positivo de no indiferencia ética:
un estado que, en igualdad de circunstancias, debe ser. El mal
es un estado negativo de no indiferencia ética, un estado que,
en igualdad de circunstancias, no debe ser.
Al definir, así, lo bueno y lo malo en términos éticos, puedo
defender con toda coherencia que sólo los estados psicológicos
de no indiferencia son buenos o malos, o no indiferentes a ni-
vel moral. Creo que un mundo sin ningún tipo de interés sería
éticamente neutral. Es la no indiferencia psicológica lo que ha-
ce que una cosa no sea indiferente a nivel ético. Si en algún pá-
rrafo de este libro pareciera que estaba identificando el valor
o el bien con el interés, se deberá tener en cuenta que, en ese
momento, estaba hablando elípticamente: estaría queriendo decir
que el interés debe ser y que, en ese sentido, es bueno.
Quisiera dedicar este capítulo a contestar a la siguiente pre-
gunta: ¿qué es lo que hace que algo sea bueno?; ¿se trata del
mismo interés o del objeto de interés?; ¿es, por ejemplo, mi
gusto por una manzana, o es la manzana como objeto de mi gus-
to? En cierto sentido, el valor implica ambos factores. Debe-
ríamos llamar valor subjetivo al interés, valor objetivo al objeto,
y valor completo a toda la situación, es decir, al interés por un
objeto. Como a menudo nos interesamos por los datos de nues-
tras introspecciones, el objeto puede ser interno al organismo in-
teresado. Tal es el caso de un sentimiento, una imagen, una idea,
una sensación kinestésica, o incluso el propio yo como objeto
de autoconocimiento. Aunque el hecho es difícil de analizar, po-
demos amarnos u odiarnos «a nosotros mismos». También es
cierto que la situación a la que hemos llamado «valor completo»
presenta un doble carácter: interés por un objeto y objeto de un
interés.
El interés y sus objetos 195
Constituye una excepción manifiesta la existencia de actitu-
des subjetivas que todavía no han encontrado sus objetos. Tal
es el caso que se produce cuando nos levantamos por la mañana
de mal humor sin un motivo definido: no sabemos aún por qué
estamos enfadados, pero el hecho evidente es que lo estamos.
En muchos casos, los psicoanalistas han descubierto, sin embar-
go, la presencia de un objeto real situado a nivel subconsciente;
si en tales situaciones encontramos casualmente un objeto del
que somos plenamente conscientes —una cosa inofensiva o una
persona sobre la que descargar nuestra irritabilidad—, haremos
uso de un sustitutivo y sublimaremos una reacción colérica que,
de otro modo, hubiéramos reprimido. Con todo, el proceso de
sublimación prueba que se puede separar un interés de un ob-
jeto y unirlo a otro, sin que éste sufra una total modificación.
Se puede decir, pues, que tiene una cierta independencia respec-
to a un objeto específico.
Al analizar el significado del valor, el profesor De Witt H.
Parker apunta que puede haber deseos o emociones a las que no
corresponda ningún objeto:
Hay que hacer notar... que son muy pocos los casos en los que
a un valor no corresponde un objeto valioso. El ejemplo más inte-
resante es el de la música. Cuando escuchamos música, se despiertan
y se satisfacen deseos, pero éstos no son deseos de algo, ni sus satis-
facciones son satisfacciones por algo. Los sonidos que oímos no cons-
tituyen los objetos de esos deseos, del mismo modo que las palabras
con las que expresamos nuestros anhelos no son el objeto de nues-
tros anhelos; son expresiones, encarnaciones del deseo, no objetos de
deseo. En la música, los deseos carecen de objeto; deseamos, pero
no deseamos nada, y nos sentimos satisfechos, pero no nos sentimos
satisfechos por nada. Tampoco hay en la experiencia musical objeti-
vos o metas explícitas; el deseo no ha formulado a dónde se dirige
ni qué le produciría satisfacción.2
No estoy muy seguro de la validez de este análisis. Cuando
oímos los primeros compases de una obra musical, nuestra con-
ciencia comienza a vibrar de expectación y deseo; ciertos tonos
piden y conducen naturalmente a otros. Se han de «resolver»
las disonancias, por ejemplo; hay notas «que adelantan» y notas
2
Human valúes (Valores humanos). Harper, New York 1931, 23.
196 El significado del bienestar
«que siguen» a otras, y éstas son, precisamente, las que marcan
la pauta de la composición. El resultado final puede ser la res-
puesta a muchas premoniciones y deseos. Por ello podemos de-
cir que deseamos lo que completa y responde a los anhelos que,
en un principio, se despertaron en nosotros. De ser así, las fases
posteriores de la composición musical serán, en cierta medida,
los objetos evocados por las primeras. No puede decirse, sin
embargo, que deseemos los tonos exactos que oímos, ya que és-
tos resultan inesperados e incluso su encanto depende de su no-
vedad. La música es, al mismo tiempo, objeto de deseo y ex-
presión.
Supongamos que fuera sólo la expresión de deseos y emo-
ciones. Aun así, estirando nuestros términos un poco, podemos
seguir hablando de un «interés» y de un «objeto». La emoción
y el deseo que sentimos ante la música es un estado de no in-
diferencia psicológica, un valor que mueve a la conciencia y, en
en este sentido, constituye un interés, aun cuando no nos sinta-
mos interesados por nada en concreto. Por otra parte, podemos
seguir empleando la palabra «objeto», si entendemos por ella lo
que nos interesa o lo que expresa un interés. La música, como
fruto de la imaginación libre, ilustra este último tipo de obje-
to. A menudo usamos el término «objeto estético» en este sen-
tido. No creo, pues, que estemos faltando al idioma cuando ex-
tendemos el término «objeto» para designar instancias de este
tipo: para referirnos, con otras palabras, a objetos expresivos,
esto es, objetos que son la expresión y la encarnación de emo-
ciones, deseos o sentimientos.
Es posible, además, hacer uso del término «interés potencial»
para referirnos a una emoción subjetiva, como ese «mal humor
sin fundamento» del que antes hablábamos. Una emoción de este
tipo no es un interés actualizado en el sentido de que se dirija
a un objeto definido, sino un interés potencial, es decir, tiende
a unirse a un objeto. Podríamos utilizar, así, la palabra «interés»
como un recurso terminológico para hacer referencia a los sen-
timientos, emociones, voliciones y juicios, tanto si son actuales
como si son simplemente potenciales respecto a los objetos. Ne-
cesitamos hacer este amplio uso del término si queremos dispo-
El interés y sus objetos 197
ner de una «teoría del interés» que sea capaz de abarcar todos
los aspectos de la vida moral.
¿Reside el valor —en el sentido de «lo que debe ser»-— en
el interés o en el objeto? No siempre se han puesto de acuerdo
los filósofos al tratar de responder a esta pregunta. Unos defien-
den que el valor es el interés por el objeto, otros dicen que es
el objeto del interés, otros señalan que es la relación existente
entre el interés y el objeto, y otros afirman incluso que es una
característica de la situación total que abarca al interés y al ob-
jeto. Examinar una por una todas estas alternativas exigiría un
complicado análisis que escapa a las pretensiones de este libro.
Me limitaré, pues, a clarificar la solución a la luz de unas
breves observaciones. Por «valor intrínseco» entiendo lo que
es un fin en sí mismo o lo que es bueno en sí. Hablando con
toda exactitud, un objeto de interés puede poseer un valor in-
trínseco. Puede decirse, por ejemplo, que cuando me como un
bombón lo estoy tratando como «un fin en sí mismo», pues no
lo hago por ninguna consecuencia ulterior, sino simplemente por-
que me gusta su sabor. Sin embargo, cuando digo que una per-
sona tiene un valor intrínseco, utilizo el término en un sentido
diferente. No quiero decir que adquiere ese valor cuando, por
ejemplo, un caníbal decide comérsela. Tienen un valor intrínseco
en un sentido más íntimo y esencial. En este sentido más res-
tringido, pienso que un valor intrínseco es el que le otorgamos
a una cualidad interna de experiencia, mientras el objeto exter-
no es válido no intrínseca sino instrumentalmente, esto es, co-
mo medio de producir o expresar esa experiencia.
_
...: . ~ -~~I*>I—^¿*KJ¿*¿ÍWZ~ ~~~ - ' / - " - ^ v ^ r s ?
Deseo un libro, por ejemplo, pero el libro no es bueno en
sí mismo. Supongamos que el libro es muy difícil de encontrar
y que eso me acarrea urfa serie de problemas e inconvenientes.
En ese caso, es instrumentalmente malo en el sentido de que me
causa un dolor. Supongamos ahora que lo consigo y que leo su
contenido. Si me desagrada, seguirá siendo instrumentalmente
malo. Imaginemos, por el contrario, que su lectura me compla-
ce. Sería entonces instrumentalmente bueno, es decir, bueno co-
mo medio para el fin de instruirme y deleitarme. Ahora bien,
no creo que nunca, al menos como yo lo entiendo, sería bueno
198 El significado del bienestar
en sí mismo, esto es, intrínsecamente bueno. Lo mismo sucede
con otros objetos. Evidentemente, cuando el propio objeto es
un interés, posee un valor intrínseco, pero ello es en razón del
objeto en cuestión.
Con todo, el valor intrínseco es el interés positivo o negativo.
Siempre que aparece un interés, existe un valor. Si el interés es
positivo —una actitud de agrado—, el valor es positivo, bueno
en lugar de malo. Estas observaciones merecen una puntuali-
zación. Un interés positivo puede implicar momentos de inquie-
tud y de tensión dolorosa —las punzadas del deseo—. En este
sentido, encierra un mal y no es, pues, un bien incondicional.
Un bien puro consiste, primariamente, en la realización de inte-
reses, por cuanto el deseo, en su proceso de realización, alcanza
su satisfacción. Hablando con más propiedad, el ideal del hom-
bre no es sólo la realización, sino el cultivo de intereses. No sólo
importa satisfacer intereses, sino tener más intereses que satis-
facer: pasar de una serie estrecha de intereses a otra más am-
plia y satisfacer ese nivel más rico y extenso. Como John Stuart
Mili observó,
una inteligencia cultivada... halla fuentes de inagotable interés en
todo lo que le rodea: en los objetos de la naturaleza, las obras de
arte, las creaciones poéticas, los acontecimientos de la historia, las
costumbres pasadas y presentes de la humanidad, y sus perspectivas
futuras.3
La auténtica vida feliz es la que experimenta el hombre
que responde con intereses positivos a una gran serie de objetos
y que realiza activamente esos intereses consiguiendo en ello un
gozo y una satisfacción plenos. Si hubiéramos de resumir lo que
es el bien en unas pocas palabras, diríamos que es el cultivo y
la realización de intereses positivos. Frente a ello, el signo de
una vida infeliz o intrínsecamente mala consiste en el predomi-
nio de intereses negativos y en la falta de cultivo o en la frus-
tración de intereses positivos. El resto de este capítulo se redu-
ce a dilucidar lo que significa el bien y el mal así concebidos.
Aunque piense que el valor intrínseco reside en los intereses
3
Utilitarismo. Traducción de Ramón Castilla. Aguilar, Buenos Aires,
página 38.
El interés y sus objetos 199
y no en sus objetos, dichos intereses no son ciegos, desorien-
tados y aislados: no se justifican en una esotérica y fantástica
abstracción del mundo real; se expresan en objetos o se dirigen
a objetos y son públicamente descriptibles en términos de sus
referencias objetivas y de sus manifestaciones comportamentales.
Disfruto con este cuadro. Amo a esta persona. Admiro este acto.
Puede incluso hablarse de los objetos, dada su capacidad de evo-
car y expresar intereses, ya que, aunque no poseean un valor
intrínseco, en el sentido estricto y esencial del término, pueden
aún poseer un valor terminal, en el sentido de que el interés
se consuma en ellos y a través de ellos. A nivel ético, resultan,
evidentemente, muy importantes, sobre todo como fines y metas
de la aspiración.
La personalidad humana, como lugar y centro de intereses,
presenta tres dimensiones o capacidades fundamentales: conocer,
sentir y esforzarse, o, en un lenguaje más académico, conoci-
miento, afección y volición. ¿Cuál es la relación entre el interés
y el valor con cada una de estas capacidades? ¿Puede decirse que
el bienestar humano consiste en la realización de todas estas
aptitudes, o se ha de fundar en el desarrollo de una de ellas en
concreto?
Una vez más, las respuestas dadas por los filósofos se dife-
rencian entre sí. Un intelectualista, como Aristóteles, sitúa esen-
cialmente el bien en la vida de la razón y defiende que el inte-
rés por el conocimiento prevalece sobre cualquier otro. Un he-
donista, como Epicuro, afirma que el bien intrínseco se ha de
buscar exclusivamente en el sentimiento de placer y que todo
lo demás no interesa sino como medio. Un voluntarista, como
Nietzsche, defiende que el valor intrínseco ha de ubicarse en la
volición y que a ella se han de subordinar totalmente el senti-
miento y el intelecto. Otros filósofos, como Platón, admiten que
el bienestar humano implica la realización de todas las dimen-
siones de nuestra naturaleza. Consideremos, a continuación, ca-
da una de estas alternativas.
200 El significado del bienestar
2. El bienestar como la vida
de la razón
La expresión clásica del intelectualismo está representada por
la ética de Aristóteles (384-322 antes de Cristo). Empezaré ex-
poniendo su filosofía moral para pasar luego a hacer un comen-
tario crítico sobre ella.
Su concepción de la ética es esencialmente humanista. Según
él, el conocimiento del hombre constituye el fundamento para
establecer normas y valores. Su ética se basa en la psicología y
no en la teología o metafísica trascendental.
Constituye una de las ciencias prácticas y forma parte de la
política. Su problema fundamental consiste en determinar las
cualidades de la vida humana que el educador y el hombre de
estado deberán cultivar en el pueblo. Todo su objeto se reduce
a descubrir el bien supremo del hombre.
¿Cuál es, pues, la mejor forma de vida? Aristóteles responde
que existe un acuerdo general en considerar que la mejor forma
de vida es «la felicidad», entendida, claro está, en un sentido
muy amplio y ambiguo. Por ello, la investigación ética ha de
dirigirse a especificar una cuestión de hecho: ¿qué tipo de vida
merece llamarse verdaderamente feliz?
Establece, así, tres criterios para determinar en qué consis-
te la felicidad. Primero, se ha de desear por sí misma, es decir,
como fin y no como un simple medio. De ahí que no pueda con-
sistir en algo externo, como la salud. Segundo, ha de ser autosu-
ficiente, esto es, adecuada para satisfacernos por sí misma. Por
ello, no puede radicar en el placer o el honor, que, a los ojos de
Aristóteles, no son suficientes. Tercero, ha de fundarse en la
vida y en la acción específicamente humanas. Toda criatura tiene
una función que le caracteriza, y su bien consiste, precisamente,
en ejercer esa función. Un oso, por ejemplo, ha de ser un oso,
esto es, ha de expresar la función propia de los osos. De igual
modo, un hombre ha de ser un hombre: ha de expresar, en la
medida de lo posible, su función específicamente humana.
El bienestar como la vida de la razón 201
Según el primer criterio, ¿qué es lo que sólo un hombre
puede hacer? La capacidad de crecimiento y de reproducción la
compartimos incluso con las plantas; la capacidad de experimen-
tar sentimientos, sensaciones e impulsos la compartimos con otros
animales; todas estas funciones no pueden diferenciar ni carac-
terizar a la acción humana. No constituyen su rasgo distintivo, su
atributo esencial, su diferencia específica. La razón es la capa-
cidad de calcular, reflexionar, conocer, de comprender relacio-
nes y cualidades universales, y de vivir de acuerdo con una ley
en lugar de estar sometidos al apetito.
La felicidad es la vida de la razón, no la mera potencialidad
de razonar, que un hombre puede poseer hasta cuando está pro-
fundamente dormido, sino el ejercicio activo de la inteligencia.
Aristóteles añade que hemos de actuar de acuerdo también con
la virtud, o en el caso de que existan varias virtudes, según la
mejor y más perfecta de todas ellas. Esta forma de vida no pue-
de reducirse tampoco a cortos períodos, sino que se ha de exten-
der a toda nuestra existencia, pues una golondrina no hace ve-
rano ni un trocito de felicidad constituye una vida feliz. En re-
sumen, la felicidad consiste en una forma de vida activa, virtuo-
sa e ininterrumpida, una vida en la que entren en juego las fa-
cultades específicamente humanas y, por encima de todas, nues-
tra naturaleza racional.
Si definimos la felicidad así, no sólo responderemos al ter-
cero de los criterios, sino también a los otros dos. Efectivamente,
esta forma de vida es deseable por sí misma, esto es, constituye
un fin o bien último y no un simple medio. También es auto-
suficiente y resulta preferible a cualquier otra forma de vida
que pudiéramos concebir. Se trata del único modo de vida que
puede satisfacer plena y permanentemente al hombre. La posi-
ción aristotélica tiene el mérito de implicar otras concepciones
bastante extendidas sobre la felicidad. Unos dicen que la felici-
dad se identifica con la virtud, otros que con el placer, y otros
incluso con cualquier forma de prosperidad externa. Sin embar-
go, para Aristóteles, la virtud es el terreno abonado en el que
florece la felicidad, el placer su acompañante habitual, y la pros-
peridad su condición indispensable.
202 El significado del bienestar
Aunque Aristóteles admita que el placer es auténticamente
bueno, no podemos decir que sea un hedonista. También los
animales experimentan placer, y nuestro filósofo está seguro de
que el bien del hombre ha de estar muy por encima del de los
animales inferiores. El placer es el acompañamiento de la vida
feliz, y no su principal sustancia. Es lo que «florece» en la vida;
perfecciona y completa la actividad a la que acompaña, y alcan-
za su punto álgido en el funcionamiento más libre y más salu-
dable del alma. De ahí que la vida de la razón no sea sólo la
mejor y más notable de todas las formas posibles de vida, sino
también la más placentera.
Habría también que puntualizar que, aunque los bienes ex-
ternos no sean buenos por sí mismos, resultan condiciones in-
dispensables para una vida virtuosa. Para poder emplear noble-
mente el ocio y expresar nuestra naturaleza en su grado más ele-
vado, se requiere una cierta dosis de salud, seguridad y como-
didad.
Existen dos formas de bien que corresponden a las dos par-
tes principales del ser humano: la racional y la infrarracional. La
primera forma es el bien intelectual, que corresponde a la parte
racional. Consiste en el ejercicio de la razón por sí misma. La
segunda es el bien moral, que corresponde a la parte infrarra-
cional. Esta parte se divide, a su vez, en la parte «vegetativa»,
que consiste en las funciones vitales elementales de alimentación,
crecimiento y reproducción, y la parte «apetitiva», que encuadra
la percepción, la emoción, el placer y el dolor, y el deseo y la
aversión. La parte vegetativa está fuera del alcance de la razón,
pero la parte apetitiva es racional en la medida en que obedezca
los dictados de la razón.
Consideremos ahora el bien moral, que constituye una es-
pecie de excelencia o de virtud. Sólo heredamos una cierta ca-
pacidad para la virtud, mientras que la actualización de esa po-
tencialidad exige una gran cantidad de práctica y de esfuerzo.
Sin embargo, como fruto del hábito y de la educación, lo que
no es más que una mera aptitud se convierte en una disposición
desarrollada. A esa disposición es a lo que llamamos virtud. El
bien moral es la disposición a elegir la moderación en lugar de
El bienestar como la vida de la razón 203
los extremos. Tanto el exceso como la deficiencia anulan la vir-
tud.
Este mismo es el caso de las fuerzas físicas y la salud. El ejerci-
cio, tanto si es exagerado como si es insuficiente, altera este vigor;
igualmente el exceso y la insuficiencia de bebida y de alimento com-
prometen la buena salud, mientras que la medida en ello crea, des-
arrolla y conserva la salud. Lo mismo cabe decir de la templanza, de
la fortaleza y de las demás virtudes. El hombre que, lleno de miedo,
huye a la mínima sombra de peligro, que es incapaz de soportar
nada, se vuelve blando, mientras que el que no tiene miedo de nada
y va a través de todo, da muestras de temeridad. Igualmente, el que
gusta toda clase de placeres sin prohibirse ninguno, da muestras de
intemperancia, mientras que el que los huye todos, como hacen los
rústicos, se vuelve completamente insensible. Así, pues, la templanza
y la fortaleza se destruyen por exceso o por insuficiencia de práctica,
mientras que la moderación las conserva.4
Este principio de moderación no se limita a las acciones,
sino que también es aplicable a las emociones.
Los sentimientos de temor, de confianza en sí mismo, de concu-
piscencia, de ira, de piedad, en una palabra, de placer o de dolor,
pueden afectarnos o demasiado o demasiado poco, y en ambos casos
de manera defectuosa. Pero si experimentamos estos sentimientos en
el momento oportuno, por motivos satisfactorios, respecto de personas
que los merecen, por fines y en condiciones convenientes, nos man-
tendremos en un excelente término medio, que es lo característico
de la virtud.5
Esta última cita señala claramente que el justo medio no es
un punto equidistante entre dos extremos, sino una posición
flexible y adaptable al momento, lugar y circunstancias, tanto en
relación con la persona que actúa como con las que son afecta-
das por su comportamiento. Esta postura rechaza, pues, toda
concepción rígida y rigorista como la kantiana, haciendo de la
moral un sutilísimo arte intelectual regido por un sentido de la
proporción y de la armonía y por un cálculo de las consecuencias.
Una parte de la vida racional la constituye la sabiduría prác-
4
Etica Nicomaquea, en Obras. Traducción de Francisco de P. Sama-
ranch. Aguilar, Madrid 1964, 1.188.
s
Ibid., 1.192.
204 El significado del bienestar
tica que encierra la virtud moral, un punto en el cual ya nos
hemos detenido antes. Este implica bienes instrumentales y no
solamente intrínsecos. Otra parte es el ejercicio de la razón por
sí misma: esto es lo que Aristóteles llama virtud intelectual. Co-
mo el bien supremo e intrínseco del hombre es el perfecto de-
sarrollo de su naturaleza racional, éste ha de ejercitarse primor-
dialmente en la virtud intelectual, es decir, en la libre actividad
de la razón.
Podemos aplicar, además, aquí el principio ya establecido de que
todo lo que es propio de la naturaleza de una cosa, es lo mejor y lo
más placentero para esa cosa. Como lo más genuinamente humano es
la razón, una vida de acuerdo con la razón ha de ser, por ello, la
mejor y la más placentera para el hombre. De este modo, una vida
así será la más auténticamente feliz.6
La ley moral suprema es el amor a la virtud intelectual. Sa-
tisfacer ese amor significa acceder a una vida de contemplación
intelectual, una vida que halla su mejor expresión en la ciencia
y en la filosofía.
Pasaré ahora a comentar críticamente todo lo expuesto hasta
aquí. Empezaremos por investigar cuál es la relación de la razón
con el valor y con el interés, y, a la luz de lo que concluyamos,
determinaremos si la vida racional merece la alabanza ilimita-
da que Aristóteles le concede.
Su afirmación de que la razón constituye un atributo exclu-
sivamente humano y que, por ello, ha de ser el bien supremo del
hombre, es falsa. Como el psicólogo Wolfgang Kohler ha pro-
bado en numerosos experimentos, los chimpancés tienen también
una capacidad racional. Por ejemplo, enfrente de una jaula don-
de está encerrado un chimpancé, colocamos un plátano fuera de
su alcance. Ponemos a su lado una caña con la cual pueda co-
gerse el plátano. El animal, dando una clara muestra de inteli-
gencia, tomará la caña y se apoderará del plátano. Puede, así,
probarse que la inteligencia o la razón no es exclusivamente
humana. Lo que, en esencia, distingue al hombre es el notable
desarrollo de todos los aspectos de la cultura, que expresan su
6
Ibid., 1.240.
El bienestar como la vida de la razón 205
capacidad para la creatividad y la autotrascendencia. Bach, por
ejemplo, fue un gran artista y Kant un excelente pensador, pero
ambos fueron profundamente humanos. Jesús, un hombre emi-
nentemente religioso, está tan por encima de los animales como
Aristóteles, un hombre que consagró su vida a la ciencia y a la
filosofía. Por otra parte, lo que verdaderamente importa es el
valor que, a nivel humano, adquiere una determinada facultad,
ya que no va en detrimento de la dignidad de una capacidad
cualquiera el que tenga sus orígenes en una vida anterior a la
del hombre. ¿Va, por ejemplo, en detrimento del amor humano
el hecho de que los perros manifiesten afecto por sus amos?
Creo que sería absurdo contestar afirmativamente.
Lo valioso no es, por necesidad, lo que distingue específica-
mente al hombre, sino lo que es digno de él. De entre todos
los animales, sólo el hombre es capaz de distinguir el bien y el
mal; de ahí que sólo él pueda realizar actos criminales. La mal-
dad diabólica es tan específicamente humana como el bien
que Aristóteles buscaba. Aristóteles pregunta: «¿cuál es la fun-
ción más propia del hombre?» Ahora bien, si «lo más propio»
no significa otra cosa que lo que distingue al hombre, lo que
contestemos no resultará necesariamente relevante para el ideal
moral de felicidad. Por otro lado, si «lo más propio» significa
lo moramente propio, el intento de determinar su naturaleza ha-
ciendo referencia a una función humana supone partir de algo
que no se ha probado: que el hombre es lo moralmente propio.
Dicha hipótesis resulta injustificable. El bien no reside en todo
lo que distingue al hombre: reside en aquella parte de la natu-
raleza humana que es el lugar del valor, al margen totalmente
de que dicha parte constituya o no constituya un distintivo es-
pecífico del hombre. Como ya hemos visto, esa parte es el in-
terés. Tenemos, pues, que examinar el interés para determinar
si el énfasis que Aristóteles pone en la razón está justificado.
Consideremos qué relación puede haber entre la razón y el
interés. La razón es, por lo pronto, un factor del interés. Pode-
mos distinguir entre un interés reflexivo y un interés no refle-
xivo, entre apreciar y despreciar, entre premiar y valorar. Cuando
estimamos o valoramos, la razón modifica y controla el interés.
Sólo entonces actúa un juicio de la razón. Ahora bien, si afir-
206 El significado del bienestar
máramos que el juicio es el factor más importante del interés,
estaríamos cometiendo un error. Como hay gustos racionales y
gustos no racionales, el interés, con frecuencia, no incluye un
juicio. El juicio no constituye la más íntima esencia del interés,
pues le sobreviene y califica. En este sentido, el juicio es me-
nos importante como factor del interés que los sentimientos y
los deseos.
Con todo, resulta indispensable para la vida virtuosa. Antes
de que un objeto de interés pueda ser considerado un valor fi-
dedigno, hemos de determinar si, al menos, es «agradable» o si
también es «susceptible de agradar»; si es «deseado» o es tam-
bién «deseable»; si es «admirado» o es también «admirable».
Hay una gran diferencia entre lo que se premia y lo que mere-
ce ser premiado, y entre lo que se premia irreflexivamente y lo
que se alaba tras un acto de reflexión. Si no admitiéramos estas
distinciones, nuestras vidas serían totalmente anárquicas. Como
John Dewey indicó:
En nada se revela tanto una persona como en las cosas que juzga
agradables y desagradables. Tales juicios constituyen la única alterna-
tiva posible frente al dominio de la creencia por el impulso, frente
a la suerte, el hábito y el interés individual. La formación de una
buena capacidad de juicio, cultivada y eficazmente operativa, o de
un gusto por lo estéticamente admirable, lo intelectualmente acepta-
ble y lo moralmente aprobable representa la más elevada tarea del
ser humano ante los incidentes de la experiencia.7
Uno de los mayores méritos de Aristóteles como filósofo
moral radica, precisamente, en admitir estas observaciones. Com-
prende que sin el juicio o la sabiduría práctica nuestra vida no
se distinguiría de la locura. Según él, la función principal de la
razón consiste en gobernar nuestros sentimientos y apetitos. Si
así no fuera, el ser humano no podría actuar de un modo nor-
mal, satisfactorio, sano y equilibrado.
No sólo es la razón un factor del interés, sino también uno
de sus principales objetos. Aristóteles apunta repetidas veces que
7
The quest for certainty. Mintor, Balch, New York 1929, 262. Hay
traducción castellana: La busca de la certeza. Fondo de Cultura Económica,
México 1952.
El bienestar como la vida de la razón 207
la vida de la razón es lo que realmente interesa a los hombres, lo
que quieren y ansian, lo que más total y profundamente les sa-
tisface. Esta afirmación contiene una gran verdad. La mayoría
de los hombres son profundamente adversos a actuar de un mo-
do atolondrado, sobre todo si ese comportamiento se convierte
en una actitud permanente. Es verdad que la locura constituye
sólo una de las formas posibles de irracionalismo, y que una per-
sona, aun sufriendo una grave enfermedad mental, puede todavía
mostrarse muy razonable en algunos aspectos de su conducta.
Con todo, su capacidad racional se ve disminuida, y nadie desea-
ría vivir en un estado así. Posiblemente, la explicación de esta
aversión haya que buscarla en el hecho de que la racionalidad
representa algo muy valioso, por lo que su pérdida se considera
como una de las cosas más temibles. Por otra parte, uno de los
rasgos más característicamente humanos es el deseo de saber, el
hacer preguntas, el dar muestras de curiosidad. Este rasgo se
manifiesta particularmente en los niños pequeños que hacen in-
numerables preguntas y se muestran extraordinariamente inte-
resados por los animales, las máquinas, las personas y por obje-
tos naturales como las estrellas y las tormentas. ¡Dichoso el
hombre que conserve esta curiosidad infantil y desarrolle y di-
rija su inquietud natural de saber hacia intereses intelectuales
cada vez más amplios y vitales!
El lector habrá observado que en la concepción que Aristó-
teles tiene de la ciencia se sitúa a las contemplativas y puramente
intelectuales por encima de las activas y eminentemente experi-
mentales. En muchos de sus textos se nos dice que la ciencia pura
está por encima de la aplicada. Su postura contrasta abiertamen-
te con el aforismo de Francis Bacon de que «conocer es poder»
y con la afirmación de Robert Boyle según la cual «idear es lo
mismo que tender a obrar». La concepción que Aristóteles tiene
de la ciencia está íntimamente relacionada con su desprecio por
el trabajo físico y con su predilección aristocrática por «el no-
ble empleo del ocio». La pasión que Aristóteles muestra por la
ciencia pura ha sido objeto de duras críticas por parte de auto-
res modernos demócratas y socialistas. Lancelot Hogben, por
ejemplo, tras echarle en cara su insensibilidad de aristócrata en
medio de una sociedad esclavista, arguye:
208 El significado del bienestar
La ciencia progresa gracias a sus aplicaciones. Justificarla como
un fin en sí misma es una política de derrota. Una sociedad en la
que la búsqueda de la verdad se convierta en el juguete de una clase
privilegiada o una sociedad que limite los beneficios de la aplicación
científica a un grupo reducido de individuos no puede hacer un
uso pleno de la ciencia. La ciencia avanza con mayor rapidez cuando,
por ser más ampliamente compartidos, se reconoce la eficacia de sus
beneficios. Sobre todo, su mayor carta de crédito radica en la pros-
peridad que imparte en las clases menos privilegiadas. Alcanzará su
más elevada dignidad en una sociedad sin clases que exija un modelo
de ocio y bienestar asequible a todos sus miembros}
Puede argüirse en defensa de Aristóteles que el ansia de
conocer por conocer constituye una de las fuentes más importan-
tes de la felicidad, y que la aplicación del saber científico a la
práctica ha sido con demasiada frecuencia insatisfactoria o po-
sitivamente perjudicial. En nuestra época concretamente, la cien-
cia aplicada ha multiplicado las diversiones entontecedoras, ha
impregnado de monotonía múltiples trabajos, ha convertido la
guerra en un juego diabólico e infinitamente peligroso y ha pro-
ducido, entre otras cosas, una gran cantidad de objetos de con-
sumo mal distribuidos y de pésima calidad. Si la ciencia ha de
rendir un servicio al hombre, tiene que buscar otros ideales
y dirigirse a la prosecución de metas más dignas.
A pesar de la valoración acertada que Aristóteles hace de la
ciencia pura, su estrechez de miras en otros aspectos es clara-
mente manifiesta. Inútilmente buscaremos en las páginas de sus
obras de ética la más mínima alusión a los valores estéticos. En
su Poética, ciertamente, aporta muchas ideas interesantes sobre
las cualidades de la buena poesía, y en su Política da muestras
claras de haber comprendido las funciones que puede ejercer la
enseñanza de la música y de otras formas de arte. Con todo,
sitúa las actividades artísticas muy por debajo de la ciencia y
de la filosofía, y nunca llega a comprender la gran aportación
que la belleza y el arte pueden hacer al logro de la felicidad.
Por otra parte, en su exposición de lo que es la virtud moral,
se interesa casi exclusivamente por resaltar el valor del «justo
8
Science for tbe citizen (Una ciencia para el hombre de la calle).
Knopf, New York 1938, 726.
El bienestar como la vida de la razón 209
medio». Sin embargo, este valor es instrumental y relativo; no
puede haber un justo medio entre la villanía y la virtud. «Sé
cauteloso, evita los extremismos y sigue el justo medio» es un
consejo de prudencia, pero no necesariamente de moral. El mal-
vado y el astuto pueden utilizarlo en provecho propio. El prin-
cipal valor que un hombre honrado puede descubrir en la ob-
servancia del justo medio consiste en que promueve la armonía
y, en consecuencia, la máxima realización de los diversos inte-
reses de la personalidad; pero este valor resulta insignificante a
menos que esos intereses armonizados sean cualitativamente ri-
cos. Considerada en sí misma, la moderación no pasa de ser man-
sedumbre y sosería: sólo contribuye en gran medida a la felicidad
cuando la equilibra el gusto por la aventura y el entusiasmo
despreocupado por vivir intensamente. Aunque Aristóteles trate
exclusivamente el tema de la amistad, sus observaciones no re-
basan nunca el nivel del sentido común, ni valoran como debie-
ran el afecto apasionado. Tampoco le presta gran atención a la
compasión y, al igual que otros aristócratas griegos, acepta la
esclavitud y considera desdeñosamente a los trabajadores ma-
nuales.
Todo el que profundice en sus obras de ética descubrirá que
la gran cantidad de elementos experimentales que se hallan pre-
sentes en ellas resultan ahogados por el exagerado intelectua-
lismo aristotélico. Como observa Santayana, «la vida de la ra-
zón marcará un auténtico progreso cuando dé su más plena ex-
presión a los intereses que apuntan sus tentativas».9 Aparte de
su fondo de intereses vitales, el pensamiento de Aristóteles re-
sulta demasiado árido y abstracto para que llegue a colar en el
corazón humano. Ningún hombre elegiría una vida de pura ac-
tividad intelectual desprovista de todo sentimiento y de la sa-
tisfacción de toda forma de deseo.
' The Ufe ofreason (La vida de la razón), I. Scribner's, New York
1927, X.
210 El significado del bienestar
3. El bienestar como el
máximo de placer
En el extremo opuesto del intelectualismo se encuentra la
teoría ética que se ha venido llamando hedonismo, palabra de-
rivada del término griego hedone que significa «placer». El he-
donismo defiende que el placer es lo único que, en último tér-
mino, puede ser considerado bueno, y el dolor lo único que, en
último término, puede ser considerado malo. Como el placer y
el displacer son sentimientos, el hedonismo defiende que éstos
son el único lugar del valor último.
Puede decirse que desde la época de Demócrito (alrededor
del 460-362 antes de Cristo) hasta la actualidad, el mundo oc-
cidental ha conocido movimientos de corte hedonista. En la pri-
mera mitad del siglo iv antes de Cristo, Aristipo de Cirene, uno
de los discípulos de Sócrates, fundó una escuela hedonista en
la que defendió que lo único que merece tenerse en cuenta es
el placer del momento. Epicuro, que llegó a Atenas el año 306
antes de Cristo, estableció otra escuela hedonista que llegó a
florecer casi durante nueve siglos. A diferencia de Aristipo, cuyo
lema era «comamos, bebamos y disfrutemos, pues mañana mori-
remos», Epicuro creyó que la mejor forma de alcanzar el placer
y evitar el dolor consiste en llevar una vida sencilla y austera,
en la que se cuide más el rechazo del mal que el logro del bien.
Una muestra característica de su postura lo constituye el siguiente
fragmento de una de sus cartas:
Entiendo por placer la ausencia de dolor en el cuerpo y de tur-
bación en el alma. No es una sucesión ininterrumpida de borrache-
ras, orgías, sexo y placeres y lujos de una buena mesa lo que produce
una vida placentera: es el razonamiento equilibrado, la búsqueda de
los fundamentos de la elección y del rechazo, y el destierro de todas
aquellas creencias por las que se apoderan del alma las mayores
turbaciones.10
10
Carta a Meneceo. Traducción inglesa de Hick, recogida en el libro
de GORDON H. CLARK y T. V. SMITH, Readings in ethics (Lecturas de
ética). Crofts, New York 1935, 91.
El bienestar como el máximo de placer 211
Tras el paréntesis que supuso la edad media, el hedonismo
volvió a hacer su aparición con la recuperación de los saberes
clásicos emprendida por el renacimiento. En Inglaterra, uno de
los países donde echó raíces más profundas, estuvo representa-
do en diversos grados y formas por una serie de filósofos, entre
los que cabe incluir a Thomas Hobbes, John Locke, David Hu-
me, Jeremy Bentham, James Mili, John Stuart Mili y Henry
Sidgwick. Su influencia es hoy menos intensa de lo que fue en
el siglo xix. Con todo, sigue percibiéndose la inspiración hedo-
nista en pensadores tales como los filósofos americanos Durant
Drake, F. C. Sharp, William Savery y Curt John Ducasse. To-
davía, pues, no se ha extinguido su eco ni faltan quienes apelan
con vigor a algunos de sus principios.
Entre los modernos defensores del hedonismo, uno de los
más importantes y característicos es Jeremy Bentham (1748-1832),
fundador del importante movimiento filosófico llamado utilita-
rismo y de la no menos conocida corriente política que lleva el
nombre de radicalismo. La clave de su pensamiento está conte-
nida en las siguientes palabras recogidas de su Introducción a
los principios de la moral y de la legislación:
La naturaleza ha puesto al hombre bajo el dominio de dos sobe-
ranos maestros: el dolor y el placer. Sólo por ellos descubrimos lo
que debemos hacer y determinamos cuál será nuestro comportamien-
to. Por un lado, el modelo del bien y del mal, por otro la cadena
de causas y efectos, están sujetos a su trono.11
Bentham defiende aquí dos doctrinas muy distintas, una de
tipo psicológico y otra de carácter ético. La doctrina psicológica
afirma que todo hombre está constituido de tal manera que,
siempre y en cada una de sus acciones, busca su propio placer o
evita un posible dolor. La doctrina ética declara que el único
modelo de bienestar y el objetivo de la acción justa radica en la
felicidad, entendida ésta como la mayor cantidad de placer y el
menor margen de dolor. La primera de las doctrinas lleva el
11
An introduction to the principies of moráis and legislation (Intro-
ducción a los principios de la moral y de la legislación). Hafner, New York
1948, 1.
 212 El significado del bienestar
nombre de hedonismo psicológico. El propio Bentham la formu-
ló de la siguiente manera:
Con ocasión de cada acto que realiza, todo ser humano tiende a
seguir aquella línea de conducta que, según su visión de la situación
y las indicaciones del momento presente, contribuirá en mayor me-
dida a conseguir el grado más elevado posible de felicidad personal.12
La segunda de las doctrinas es el hedonismo ético. Defiende
que el placer es siempre bueno en sí mismo y que ninguna otra
cosa puede serlo. Por otra parte, se juzga el placer en términos
cuantitativos. Lo que importa es conseguir la mayor cantidad
posible de placer, sin reparar en el tipo de placer de que se trate
ni en la forma de obtenerlo. La cantidad viene determinada por
dos factores: la duración o el período de tiempo que abarca,
y la intensidad, o la fuerza relativa que el placer alcanza en un
momento determinado. De igual forma, el dolor es lo único que
puede ser considerado malo en sí mismo. Al igual que el placer,
sólo es considerado en términos de los modelos cuantitativos de
intensidad y duración.
Desde un punto de vista lógico, el hedonismo psicológico y
el hedonismo ético representan dos doctrinas bastante separadas.
Bentham creyó que el hedonismo ético se funda en el hedonismo
psicológico: que el placer ha de ser bueno porque siempre es
deseado. Ahora bien, es posible que algo sea bueno aunque no
se desee, y que se desee algo aunque no sea bueno. Mientras
el hedonismo psicológico ha sido casi unánimemente rechazado
en las últimas décadas por muchos psicólogos y filósofos, el he-
donismo ético continúa siendo en gran manera defendido. Por
otra parte, si concedemos al hedonismo psicológico que el im-
pulso de nuestra propia naturaleza nos obliga a perseguir el pla-
cer, no podemos, lógicamente, aceptar la tesis del hedonismo
ético de que debemos buscar la felicidad. El deber implica elec-
ción, no necesidad. De ahí que exista una incompatibilidad ló-
gica entre el hedonismo psicológico y el ético.
En su formulación del hedonismo ético, Bentham incurre en
12
The works of Jeremy Bentham (Obras de Jeremy Bentham), IX.
W. Tait, Edinburgh 1843, 5.
El bienestar como el máximo de placer 213
numerosas inexactitudes. Lo verdaderamante opuesto al placer
no es el dolor, como él mantiene, sino la falta de placer. Ge-
neralmente, el dolor supone no placer, pero, en ocasiones, puede
llevar emparejado el placer. Un niño que esté mudando los
dientes puede mover con la lengua el que está a punto de caér-
sele encontrando un cierto placer en la sensación dolorosa que
ello le produce. El placer que el masoquista experimenta con el
dolor constituye un hecho psicológico sobradamente conocido.
Como indica el psicólogo Edward Titchener: «El dolor es una
sensación, y una sensación que con intensidades y en circunstan-
cias diversas puede ser placentera, indiferente o no placente-
ra».13 Bentham debería haber definido la «felicidad» como el
máximo excedente de placer sobre la carencia de éste.
Examinemos ahora la relación que guarda el placer con el
interés. ¿Es el único o el principal factor de interés?; ¿es un
objeto de interés? En caso negativo, ¿es el único objeto del in-
terés reflexivo?
El placer y la falta de placer son, evidentemente, formas de
interés, pero no las únicas. Como ya hemos observado, el juicio
interviene como factor en la reflexión de lo que agrada o des-
agrada. La emoción está también implicada en el interés y hasta
puede decirse que resulta aún más indispensable. Una emoción
es un complejo estado de conciencia que contiene placer o dis-
placer entre los elementos que la constituyen, pero en la que
intervienen también otros componentes. La reverencia, por ejem-
plo, es una mezcla de placer, temor y afecto. La admiración su-
pone una fusión de placer, curiosidad, conocimiento y sentido
del misterio. El amor encierra placer, ternura y estimación cons-
ciente de las características del ser querido. La repugnancia es
un conjunto de displacer, temor y aversión. Hasta la emoción
más simple presenta alguna cualidad distintiva que permite ca-
racterizarla al margen de la sensación de placer o displacer que
implique.
El interés supone también volición, es decir, impulso, deseo,
anhelo, apetencia. Por otra parte, la mayoría de los psicólogos
u
Text-book of psychology (Manual de psicología). Macmillan, New
York 1910, 227.
 214 El significado del bienestar
actuales defienden que la volición es, precisamente, el factor más
importante del interés, ya que de ella surgen y dependen el sen-
timiento y la emoción, el éxito o el fracaso del esfuerzo volitivo
del organismo. Como el interés incluye juicio, emoción y voli-
ción, no se puede reducir sin más al placer y al displacer. Con-
sideremos ahora los sentimientos hedonístas como objetos de in-
terés.
El placer es un objeto de interés positivo (agrado) y el dis-
placer es un objeto de interés negativo (desagrado). Una persona
puede buscar, por ejemplo, ansiosamente el placer sexual, aunque
de hecho le agraden muchas otras formas de placer. Ahora bien,
sería un error mantener, como hace el hedonismo psicológico, que
el placer o la evitación del displacer es el único objeto del agra-
do o del deseo. Hoy en día son muchas las personas que desean
tanto o más ampliar su conocimiento, alcanzar seguridad, lograr
honores o conseguir poder.
Suponer que el placer es siempre el único objeto de deseo
constituye una confusión debida a no distinguir entre el deseo
de placer y el placer que acompaña a la satisfacción del deseo.
Siempre obtengo algún placer con la realización de mi deseo,
pero ello no significa que el placer sea necesariamente el objeto
de mi deseo. Como obtenemos placer cuando conseguimos lo que
queremos, suponemos que lo único que deseamos es el placer.
Cuando estoy solo, por ejemplo, necesito que alguien me haga
compañía, y, con la satisfacción de ese deseo, obtengo placer.
Ahora bien, el ansia de compañía llega primero, y el placer es
una consecuencia de la satisfacción de ese deseo y no su objeto.
En realidad, nos olvidamos a menudo totalmente del placer y nos
esforzamos por conseguir otras cosas. Estamos más en disposi-
ción de obtener placer precisamente cuando nos olvidamos de
él. Hay una profunda verdad en el dicho que se ha dado en
llamar «la paradoja hedonista», según el cual «la forma de ob-
tener placer consiste en olvidarse de él». El secreto de la feli-
cidad radica en el poder que tienen los intereses impersonales de
hacer felices a los hombres; ello sucede cuando nos entregamos a
una causa olvidándonos de nosotros mismos o cuando dejamos
que nos absorba un trabajo creativo.
El bienestar como el máximo de placer 215
Ahora bien, la mayoría de los hedonistas se ven forzados a
aceptar que deseamos otras cosas además del placer, pero sue-
len hacer hincapié en que, cuando reflexionamos, el placer cons-
tituye el único objeto de deseo. Veamos, por ejemplo, lo que
dice al respecto un defensor del hedonismo como el profesor
F. C. Sharp:
Lo bueno... no es lo deseado en cuanto tal. Es lo que deseamos
cuando nos sentamos fríamente a reflexionar sobre las relaciones
existentes entre los diversos fines que nos atraen, y nos enfrentamos
sin tapujos al hecho de que el logro de unos es incompatible con el
de otros. Pronto notamos que nos sentimos muy interesados por
ciertas metas, mientras se desvanece el atractivo de otras. Lo que en
tales situaciones sigue ocupando un lugar en nuestra estimación es
lo que llamamos bueno. Si hemos de definirlo con pocas palabras
podríamos decir que una experiencia es intrínsecamente buena cuando
es capaz de convertirse en el objeto de un deseo reflexivo entendido
en el sentido que le hemos dado en la descripción anterior.14
En estos momentos de reflexión, sigue diciendo Sharp, des-
cubrimos que lo intrínsecamente bueno es el placer y no otra
cosa.
Ahora bien, estoy de acuerdo en que no tenemos ninguna
otra forma de determinar lo que es bueno que no sea la de
«sentarnos fríamente a reflexionar» sobre todas las metas posi-
bles que la vida nos brinda y la de descubrir, a través de la in-
trospección crítica, lo que real y verdaderamente queremos. La
definición de bien que Sharp propone me parece extraordinaria-
mente válida como forma de actuación, pero creo que el objeto
del deseo reflexivo no se agota con el placer.
Considero evidente que la cordura es algo que todo hombre
desea incluso cuando se para cuidadosamente a reflexionar. Hay
formas de demencia en cuyo cuadro sintomático aparecen delirios
de grandeza que pueden resultar extraordinariamente placente-
ros. Sin embargo, ninguna persona que lo piense querría volverse
loca, aunque ello le procurara más placer y menos dolor que el
que pudiera experimentar de alguna otra manera.
14
Ethics (Etica). Century, New York 1928, 410-411.
 216 El significado del bienestar
Por otra parte, considerándola exclusivamente, la unión del
placer y la cordura no es suficiente. Una ostra es «sensata» y
puede que estos animales sientan placer, pero la mayoría de los
hombres, cuando reflexionan, desean una vida mental superior
a la de las ostras. Es posible que en un mundo en el que sólo
hubiera ostras se diera más placer y menos dolor que en otro
en el que existieran seres humanos. Ahora bien, como apuntó
Platón en el Filebo, el hombre necesita algo más: requiere ac-
tividad intelectual tanto como experiencias placenteras. Una vida
en la que no se dieran sino sentimientos —sin memoria, ni ex-
pectativa, ni conciencia de uno mismo, ni conocimiento del en-
torno— no agotaría en modo alguno el amplio campo de los de-
seos humanos.
Creo que hay muchas otras cosas que los hombres desean
incluso cuando se paran a reflexionar. Para comprobarlo, haga-
mos el siguiente experimento mental. Imaginemos dos mundos
con igual cantidad de placer, pero diferentes en muchas otras
cosas. Los únicos seres que habitan en el primero sólo sienten
placer, pero no tienen ni siquiera conciencia del medio que les
rodea. No saben nada de la verdad, del amor, de la imaginación,
del conocimiento de la belleza ni de lo que es una personalidad
madura. En el segundo de los mundos, existen seres humanos
que no sólo experimentan placer, sino que también conocen,
aman, admiran la belleza, practican la virtud y desarrollan sus
aptitudes. Aunque en ambos mundos exista la misma cantidad
de placer, ¿no es el segundo más deseable que el primero? Creo
que las personas que contesten afirmativamente serán, con toda
seguridad, las más reflexivas.
Pasemos ahora al nivel de la vida individual. Imaginemos
que se descubriera una droga que fuera capaz de conferir al
hombre la capacidad permanente de estar siempre durmiendo y
de no despertar más que para sentir placer. Aunque la cantidad
de placer fuera en ambos casos igual, ¿nos dejaría indiferentes
la pérdida de todas las otras capacidades humanas? Evidente-
mente que no. Quiero decir con esto que, en el ejemplo propues-
to, aunque los valores instrumentales permanezcan, los valores
intrínsecos de la vida humana resultan reducidos o eliminados.
El bienestar como el máximo de placer 217
Un hedonista contestaría que el amor, el conocimiento, la
belleza, etc., son, evidentemente, bienes pero sólo en función
de que producen placer. A mi forma de ver, esta respuesta re-
sulta inadecuada. No es lo deseable sin más lo que nos produce
placer, sino que sentimos placer de determinadas formas y como
acompañamiento de ciertas cosas. En los ejemplos anteriores
hemos supuesto que la alternativa menos atractiva era igual o
mayor en cuanto a la cantidad de placer, pero que carecía de
ciertas cosas que los hombres verdaderamente deseamos.
John Stuart Mili (1806-1873), en su obra El utilitarismo,
admite que casi todos preferimos estar cuerdos que locos, aunque
quizá el loco experimente algo más de placer, y que no querría-
mos convertirnos en animales inferiores ni aún a cambio de
obtener todos los placeres posibles en la vida de los brutos. Sin
embargo, trata de salvar el hedonismo y, para ello, establece una
distinción entre la cantidad y la cualidad del placer, haciendo
hincapié en ésta última.
Sería absurdo suponer que los placeres dependen sólo de la can-
tidad, siendo así que, al valorar todas las demás cosas, se toman en
consideración la cualidad tanto como la cantidad. Si se me pregunta
qué quiere decir diferencia de cualidad entre los placeres, o qué
hace que un placer, en cuanto placer, sea más valioso que otro, prescin-
diendo de su superioridad cuantitativa, sólo encuentro una respuesta
posible: si, de dos placeres, hay uno al cual, independientemente de
cualquier sentimiento de obligación moral, dan una decidida preferen-
cia todos o casi todos los que tienen experiencia de ambos, ese es el
placer más deseable. Si quienes tienen un conocimiento adecuado de
ambos, colocan a uno tan por encima del otro, que, aun sabiendo
que han de alcanzarlo con un grado de satisfacción menor, no lo
cambian por ninguna cantidad del otro placer, que su naturaleza les
permite gozar, está justificado atribuirle al goce preferido una supe-
rioridad cualitativa tal, que la cuantitativa resulta, en comparación, de
pequeña importancia.15
La posición de Mili es más adecuada pero menos coherente
que el hedonismo puramente cuantitativo de Bentham. En pri-
mer lugar, es discutible que los placeres, considerados en sí mis-
mos, se diferencien entre sí por el tipo o la cualidad. Titchener,
15
S. MILL, o. c, 7-8.
 218 El significado del bienestar
por ejemplo, en su Manual de psicología, niega la existencia de
tales diferencias; índica, además, que la diferencia atribuida al
tipo existe realmente, pero que no se da en los placeres sino en
los contenidos de conciencia muy distintos que tienen la pro-
piedad común de agradar.16 Según esta interpretación, el placer
de jugar al tenis no difiere cualitativamente del de leer un libro
junto al fuego; ahora bien, ambas experiencias son muy diferen-
tes por otra serie de razones.
Por otra parte, es discutible que podamos separar claramente
el placer del contenido al que va unido. El «placer puro» no
pasaría de ser una abstracción irreal. No hay duda de que po-
demos abstraer mentalmente la complacencia de una experien-
cia, pero lo que podemos considerar separadamente no está, de
hecho, separado. Lo que se da en la vida real es la experiencia
agradable y no el placer desnudo. Nunca encontramos place-
res «en solitario tropel»; los hallamos como constituyentes de
emociones, entrelazados con deseos, o fundidos con ideas, imá-
genes o sensaciones. Esas experiencias placenteras presentan di-
ferencias cualitativas. Existe, por ejemplo, una diferencia de cua-
lidad entre el agradable placer de escuchar una sinfonía y la
grata sensación de rascarnos la espalda. Los sentimientos con-
tenidos en cada experiencia se funden sutilmente entre sí y con
el contenido total. Como Félix Krueger, el eminente psicólogo
alemán, escribiera:
Las partes o aspectos diferenciables de una experiencia real nunca
están tan aislados uno de otro como las partes de una sustancia
física, como sus moléculas o sus átomos, por ejemplo. Todo lo que,
por analogía, podemos diferenciar a este nivel está unido a otra cosa
y lo que le rodea se integra en una elaboración mayor. Por si fuera
poco, cada situación está, sin excepción, vinculada a una totalidad
que la penetra y que, de un modo más o menos completo, la encua-
dra. Los sentimientos son cualidades de experiencias de esa tota-
lidad.17
"• Véase TITCHENER, o. c, 256-257.
17
The essence of jeeling (La esencia del sentimiento), en Veelings
and emotions (Sentimientos y emociones), editado por Martin L. Reymert.
Clark University Press, Worcester, Mass. 1928, 67.
El bienestar como el máximo de placer 219
Mili estaría en lo cierto al mantener que los placeres se di-
ferencian por la clase a la que pertenecen, si entendiera por pla-
cer no algo separado de todo contenido, sino un estado agrada-
ble de experiencia. Ello se debe a que la experiencia contiene
algo más que placer y a que el placer se funde con sus otros
constituyentes. Quizá sin proponérselo, las expresiones de Mili
atestiguan estos hechos. Así, por ejemplo, habla de la mayor
«dignidad» o «intelectualidad» de los placeres que prefiere. Ello
implica que no sólo es bueno el placer, sino también la dignidad
o intelectualidad que sirve para diferenciar una experiencia agra-
dable de otra que también lo es. Al admitir estas diferencias,
Mili está abandonando implícitamente el hedonismo estricto.
En resumen, el placer no es la única forma de interés, ni
su único objeto, y ni siquiera el único objeto del interés refle-
xivo. Concluyo, pues, que no basta por sí solo para constituir
el bienestar.
La felicidad, bien último de la vida, se reconoce mejor que
se define. Generalmente sabemos cuándo somos felices, pero si
se nos pregunta qué es la felicidad, nos quedamos desconcerta-
dos. Podemos, sin embargo, describirla acertadamente como lo
que nos gusta y lo que queremos en forma de experiencia in-
mediata, de igual modo que la infelicidad sería lo que nos dis-
gusta y lo que rechazamos. Lo que queremos es una actividad
que esté libre de conflictos irreconciliables y de frustraciones,
placentera y emocionalmente gratificante, y que satisfaga sin sa-
ciar o sin que se agote su interés. Como la única palabra con la
que podemos designar esa experiencia es la de «placer», siem-
pre habrá personas que la encontrarán inadecuada. A mí, por
lo menos, me lo parece por las razones que he venido dando.
Si algunos filósofos persisten en emplear la palabra placer
para designar todas estas experiencias intrínsecamente valiosas,
es de temer que se consideren diferencias de posición lo que no
es más que una cuestión terminológica. Mientras unos prefieren
usar el término en un sentido muy amplio, otros le otorgan un
significado muy preciso. Como un uso extremadamente amplio
puede dar lugar a equívocos, cuando no a errores, prefiero emplear
cualquier otra palabra.
220 El significado del bienestar
Al decir que el bienestar incluye algo más que placer, no
defiendo que el placer sea neutral desde el punto de vista del
valor. Aunque no agote el bien intrínseco, es intrínsecamente
bueno. Cuando con una actitud crítica me encierro dentro de
mí mismo, no veo que una experiencia totalmente carente de
placer sea en algún momento intrínsecamente buena, por muchos
factores que le añadamos y por mucho que aumentemos su va-
lor. Por el contrario, me siento inclinado a creer que toda ex-
periencia agradable es siempre intrínsecamente buena. El inten-
to de Kant de demostrar lo contrario me parece engañoso. Kant
argüía que el placer ha de estar unido a una buena voluntad
para ser intrínsecamente bueno; que el placer obtenido con un
acto de tortura, por ejemplo, es malo en sí mismo. Está claro
que un placer de este tipo es malo, pero lo es, no porque sea
un placer, sino porque supone la manifestación de una disposi-
ción inmoral y porque ocasiona más mal que bien. Sus malos
efectos y lo que le acompaña tienen un peso específico mucho
mayor que su bondad intrínseca, aunque, en cuanto placer, sea
intrínsecamente bueno. Con todo, no estoy seguro de la correc-
ción de esta afirmación. Es posible que un placer contagiado
durante mucho tiempo por circunstancias moralmente malas cons-
tituya un mal en sí mismo.
Sin embargo, todo moralista liberal y antipuritano se mos-
trará más predispuesto a alabar el placer que a condenarlo. Na-
die ha ensalzado más sinceramente el valor del placer sin ser
un hedonista que el gran filósofo liberal Benedicto Spinoza.
Seguramente sólo una salvaje y triste superstición puede prohibir
disfrutar de los placeres. ¿Qué razón hay para que no sea tan con-
veniente desechar la melancolía como apagar el hambre y la sed?
Tal es mi regla y tal mi convicción. Ninguna divinidad, nadie más
que un envidioso, puede gozar con nuestras lágrimas, nuestros sollo-
zos, nuestro temor y otras señales de interior impotencia; por el con-
trario, cuanto mayor es el gozo que nos afecta, más grande es la
perfección que conseguimos y más necesario que participemos de la
naturaleza divina. Es, pues, propio de un hombre sabio usar de las
cosas y disfrutar de ellas en lo posible (sin llegar hasta el hastío, por-
que esto no es deleitarse). Es propio de un hombre sabio, repito,
utilizar para su refección y para la reparación de sus fuerzas, ali-
mentos y bebidas agradables tomados en cantidad moderada, como
asimismo los perfumes, el encanto de las frondosas plantas, la com-
El bienestar como la satisfacción del deseo 221
postura, la música, los juegos que ejercitan el cuerpo, los espectácu-
los y otras cosas de igual especie de que todos pueden usar sin
perjuicio alguno ajeno.18
Spinoza creía incluso que el bien consiste en el regocijo de
todo el organismo, y que el mayor deleite no es el simple pla-
cer pasivo y localizado, sino el gozo del organismo entero en
su más plena realización. Esa alegría integral y no el mero placer,
es lo que constituye el signo más seguro del bienestar.
4. El bienestar como
la satisfacción del deseo
Al igual que el hedonismo exacerba exclusivamente el sen-
timiento, el voluntarismo extremo viene caracterizado por el
acento exclusivista que pone en la volición. A un nivel muy
general, puede decirse que es voluntarista toda doctrina para la
cual la volición incluye momentos de pensamiento y sentimiento,
determinando que la satisfacción del deseo produce placer y emo-
ciones agradables. Ilustraremos algunas de las formas de volun-
tarismo recurriendo a una serie de ejemplos históricos.
Uno de los voluntaristas más famosos fue Arturo Schopen-
hauer (1788-1860), notable defensor del pesimismo radical de la fi-
losofía occidental. Según él, la esencia fundamental y completa
de la vida es la «voluntad», entendiendo por tal toda forma de
apetito, impulso, instinto o deseo que impulse a cualquier ser a
esforzarse y a actuar. Como idealista, creía que toda la naturaleza
se halla penetrada por la voluntad. «Hasta ahora, explicó, el
concepto de voluntad se ha incluido en el concepto de fuerza.
Yo hago justamente lo contrario: considero que toda fuerza de
la naturaleza está dotada tanto de pensamiento como de volun-
tad».19 La acción de la gravedad, la fuerza expansiva de un lí-
1S
Etica. Traducción de Ángel Rodríguez Bachiller. Aguilar, Buenos
Aires 1961, 333.
" Werke (Obras) (Edición alemana), II. Leipzig 1873-1874, 362.
222 El significado del bienestar
quido contenido en un vaso y la respuesta trópica de una planta,
por ejemplo, constituyen manifestaciones de una voluntad. En los
niveles inferiores de la existencia, la voluntad es un impulso
ciego, pero en el hombre se hace consciente. Todas las otras
funciones de la mente se subordinan a ella. La voluntad es la
capitana, la razón el obediente timonel; la voluntad busca el fin,
la razón se limita a descubrir o a inventar los medios. De igual
modo, el sentimiento y la emoción son funciones de la volición.
Desde esta posición, Schopenhauer se veía obligado a situar la
voluntad en el centro de la teoría de los valores. «Todo lo que
se conforma al esfuerzo de una voluntad individual, afirmó, se
llama bien en relación con la voluntad en cuestión —buena co-
mida, buen camino, buen presagio—. A lo opuesto se le llama mal
o, en el caso de seres animados, perversión».20 Su pesimismo le
hizo creer que la voluntad encierra una mayor dosis de mal que
de bien. Se trata de un irracional e insaciable furor de vivir, que
surge de la zozobra, la necesidad y el sufrimiento. «Querer es
una necesidad, una carencia y, en consecuencia, un dolor, declaró.
La vida oscila entre el dolor y el aburrimiento».21 El único refugio
contra la avidez insaciable y la larga tortura del deseo se encuen-
tra en los momentos de rapto de la contemplación estética o en
los escasos estados de paz desapasionada —la ecuanimidad per-
fecta del nirvana— que sólo alcanzan los santos ascéticos.
Friedrich Nietzsche (1844-1900) compartió con Schopenhauer
la doctrina sobre la importancia trascendente de la voluntad, pe-
ro sustituyó su pesimismo sumiso y resignado por un desafiante
optimismo. Defendió que la voluntad —y, por encima de todo,
la voluntad de poder— es la fuerza directiva fundamental de la
vida; y que no sólo es, sino que ha de ser, la facultad que impera
en la personalidad. Por encima de todo tipo humano, Nietzsche
ensalzó al aristócrata fuerte, soberbio, agresivo, cuyo ideal es
esclavizar y explotar; el hombre feliz, el que razona y el que
ama carecen de valor.
Aunque se diferencien en muchos aspectos, hallamos en Scho-
penhauer y en Nietzsche una expresión extrema de la primacía
Ibid., IV, 265.
Jbid., sección 57.
El bienestar como la satisfacción del deseo 223
de la voluntad. El fascismo y el nazismo han convertido este
principio en una de sus principales doctrinas. Como ejemplo ca-
racterístico podemos citar al propio Benito Mussolini, según el
cual, el fascismo «niega la validez de la ecuación: bienestar igual
a felicidad» y descubre su «valor» en «una voluntad de existir y
una voluntad de poder».22 La historia posterior del fascismo, con
su activismo destructor y su anti-intelectualismo, podría bastar
como indicación de los peligros sociales de este voluntarismo
exagerado. Toda ética que desprecie los valores intrínsecos del
sentimiento y de la razón resulta rechazable. Como ha dicho
Bertrand Russell, «la vida virtuosa es la que está impulsada por
el amor y guiada por el conocimiento».23 Sí no admite este hecho,
toda ética está obligada a ser cruel e irracional.
Para obtener una amplia visión de lo que es el bienestar,
podemos volver a hacer referencia a la filosofía de Spinoza. Su
ética era, fundamentalmente, voluntarista: defendía que la esen-
cia de todo ser es un «conatus» o impulso volitivo, una tenden-
cia a la autoconservación y al autodesarrollo, una necesidad de
aumentar la plenitud del individuo. «Este esfuerzo, escribió, cuan-
do se relaciona sólo con el alma, se llama voluntad; cuando se
relaciona a la vez con el alma y con el cuerpo, se llama apetito;
el deseo es el apetito con conciencia de sí mismo». La volición
es la base de toda valoración: «no nos esforzamos en nada, ni
queremos, apetecemos o deseamos cosa alguna porque la juzgue-
mos buena; sino que, por el contrario, juzgamos que una cosa
es buena porque nos esforzamos hacia ella, la queremos, apete-
cemos y deseamos».24 De este modo, el bien surge del deseo y no
el deseo del bien.
Como la necesidad básica del hombre consiste en el aumento
de la vida, ser bueno significa, ante todo, fomentar la vida, favo-
recer los poderes del hombre. «Llamamos bueno o malo, aclara
Spinoza, lo que acrecienta o disminuye, secunda o reduce nuestra
22
The political and social doctrine of fascism (Doctrina política y so-
cial del fascismo): International conciliatíon (Conciliación internacional)
(enero, 1935) 9 y 13.
23
What i believe (Aquello en lo que creo). Dutton, New York 1925,
20.
24
B. SPINOZA, O. C, 115-116.
224 El significado del bienestar
potencia de obrar».25 De este modo, Spinoza fundó su ética en
la distinción entre una vida descendente y una vida ascendente.
El problema ético fundamental consiste en pasar del nivel más
bajo de la vida al más elevado, a fin de que ésta sea cada vez
más activa, organizada, proyectiva, dinámica y total, ya que, en
último término, esta vitalidad desbordante constituye el más
fundamental de nuestros deseos.
La realización del apetito, del deseo y de la voluntad que ese
proceso de expansión vital implica, va acompañada de razón y de
sentimiento. Intelectualmente significa reemplazar el desorden y
la confusión por la sistematización y el orden racional, e identi-
ficarnos mentalmente con el todo eterno. El desarrollo del pen-
samiento supone un ascenso a través de tres niveles de conoci-
miento. El primer nivel es la «imaginación», e incluye la sensa-
ción y la representación; nos proporciona un vislumbre diferen-
ciado, fragmentado y superficial de la realidad. La razón, el se-
gundo de los niveles, es más adecuado: nos suministra la ciencia,
y su efecto es unificar, aunque de un modo incompleto. El do-
minio intelectual no se logra sin acceder al tercero de los niveles
de conocimiento: la intuición, una «visión intelectual» que em-
pieza captando el todo para desde él comprender la parte, dado
que ésta está implicada en el conjunto. A este nivel, la certeza
y la necesidad de la demostración propias de la ciencia se unen
a una percepción intelectual, concreta e inmediata del todo. En
la cima de su desarrollo mental, el hombre capta la unidad del
«ser total»: consigue su salvación y su libertad viviendo cons-
cientemente como un hombre completo en ese conjunto cósmico
que todo lo abarca.
Un paso importante hacia el logro de esta realización del
deseo y de esta expansión del pensamiento, lo constituye la trans-
formación de nuestra vida emocional mediante el tránsito de las
emociones pasivas a las activas. Una emoción pasiva está locali-
zada, desunida y separada del conjunto de la personalidad. Se
trata de una simple respuesta a las fuerzas externas que nos do-
minan y no de una afirmación de la individualidad y de la integri-
dad, ni de un resultado de la realización orgánica. Las emociones
25
Ibid., 186.
El bienestar como la satisfacción del deseo 225
pasivas incluyen el pánico, el miedo, los amores esclavizados, el
odio, la envidia y toda pasión inmoderada. Corresponden a las
ideas confusas e inadecuadas de la primera de las formas de co-
nocimiento: impresiones sensoriales aisladas, opiniones populares,
convenciones y supersticiones. Las emociones activas, por el con-
trario, surgen de la expresión libre e íntegra del hombre total.
Proceden de la máxima realización del deseo y de la voluntad y
corresponden a la razón y a la intuición. Suponen el amor a los
objetos más amplios —la naturaleza y la comunidad humana uni-
versal— y producen la máxima felicidad, pues ésta depende de la
calidad de los objetos en los que fijamos nuestro amor, y el amor
hacia IOJ objetos más extensos impregna el alma de un profundo
gozo.
Esta es la visión que Spinoza tiene del tránsito del hombre
de la esclavitud a la libertad, un paso motivado e impulsado por
la volición, pero que incluye en su amplio ámbito el desarrollo
intelectual y emocional.
Para considerar la validez de estas doctrinas, podemos exami-
nar la relación existente entre la volición y el interés y el valor.
Ello exige un análisis de los factores que entran en la expresión
y en el cumplimiento del deseo. Podemos distinguir los siguientes
factores:
(1) Impulso o fuerza. La volición es el elemento dinámico
de la personalidad: es impulso, fuerza, movimiento o tendencia.
Un organismo vivo, ya sea por sus caracteres instintivos o por los
adquiridos, presenta apetencias y disposiciones que le gobiernan:
impulsos psicológicos tales como el hambre, la sed, la necesidad
de sexo, descanso o sueño, y disposiciones psicológicas como la
curiosidad, el deseo de juzgar, el interés por la seguridad y el
impulso artístico. Los valores de nuestros cuerpos y de nuestras
almas consisten primariamente en la satisfacción de tales necesi-
dades, anhelos y tendencias.
(2) Pensamiento. Si no hemos de estar dirigidos por impul-
sos ciegos, sino por deseos conscientes, el pensamiento ha de to-
mar conciencia del impulso y representarse, verdadera o falsamen-
te, los supuestos objetivos de la actividad, tanto los inmediatos
como los remotos. En el caso del hambre, por ejemplo, tomar
226 El significado del bienestar
alimento será la meta consciente del impulso. La inteligencia
puede examinar con un sentido crítico cada uno de los objetivos
para juzgar, en consecuencia, su dignidad o su indignidad. Fre-
cuentemente, un juicio de este tipo supone una elección y, a ve-
ces, hasta una nueva orientación del deseo.
(3) Esfuerzo. Entre la aparición de un impulso y su satis-
facción, se da generalmente un intervalo de tensión, inquietud y
búsqueda. A menudo, aunque no invariablemente, va acompañado
de displacer, que es un signo de la falta de tranquilidad. En el
tránsito de la búsqueda a la consumación, el displacer y las emo-
ciones negativas que le acompañan se tornan en placer y en emo-
ciones positivas... Sin embargo, a veces, como en el caso de una
agradable necesidad de comer, no se produce ninguna sensación
dolorosa de deficiencia, y la fase de búsqueda resulta también
placentera.
(4) Anticipación y memoria. La consumación del deseo no es
instantánea: existe un estado previo a la satisfacción, que es la
anticipación, y un estado posterior a la misma, que es la memo-
ria. Por otra parte, cada nueva satisfacción puede reavivar el re-
cuerdo de satisfacciones pasadas similares y provocar el anhelo por
posibles reanudaciones futuras. Como apunta el profesor Parker:
Todo valor contiene... ecos del pasado y suministra nuevas reso-
nancias para inéditos valores futuros. Un valor es un sistema armó-
nico, que, como un tono, rememora todos los que armonizan con él.
Merced a la anticipación imaginaria de la satisfacción, gozamos antes
de gozar; gracias a la memoria, disfrutamos después de haber dis-
frutado; y cada gozo contiene un gozo anterior y otro posterior. A la
vista del papel que juega la imaginación en el valor, gracias a la
anticipación y a la memoria, es preciso concluir que el valor no se
circunscribe al término de la experiencia, a la sola consumación, sino
que abarca el proceso entero de deseo-búsqueda-satisfacción.26
(5) Consumación o frustración. Si el deseo se realiza, la con-
secuencia es la satisfacción. Por el contrario, si se frustra, el resul-
tado es una insatisfacción. La satisfacción comporta alivio de la
tensión, placer y emociones positivas como el amor y la alegría.
H. PARKER, O. C, 25.
El bienestar como el desarrollo de la personalidad 227
La insatisfacción implica aversión, displacer y emociones negativas
como el odio y el disgusto.
Primariamente, un valor es el complejo proceso total que
supone la satisfacción de un deseo. Como hemos señalado, con-
tiene impulso, pensamiento, imaginación, emoción y placer o dis-
placer. Cuando sometemos el deseo a un análisis detenido como
el que acabamos de hacer, descubrimos en él esos factores de
interés intelectual, hedonista y emocional que hemos venido des-
cribiendo. Sólo cuando concebimos el deseo en un sentido muy
amplio, podemos decir con toda propiedad que constituye la base
y el contenido del valor. Un deseo abstracto, desprovisto de todo
pensamiento, emoción y sentimiento, no es más real que el placer
puro: en consecuencia, no puede entrar en el contenido de la
experiencia del valor. Spinoza, pues, era realista al hacer hinca-
pié en la interrelación de las funciones mentales.
Dado que el deseo es concebido a menudo a nivel abstracto
y restringido, quizá sea mejor, para indicar la base psicológica
del valor, emplear la palabra interés. Por otra parte, tal vez este
término exprese mejor la idea de que el interés positivo consiste
en una actitud de agrado que abarca elementos intelectuales, voli-
tivos, emocionales y hedonistas, y que el interés negativo supone
una actitud similar de signo contrario en la que se incluyen tam-
bién todos los factores mencionados.
5. El bienestar como el desarrollo
de la personalidad
Por su carácter dinámico, la personalidad humana representa
una organización de intereses cuyo enriquecimiento y satisfac-
ción constituye su bienestar. Como organización de intereses, se
diferencia de la simple colección; se parece más a una comunidad
en miniatura. La idea es muy antigua. Platón, en La república,
sostuvo que el estado es el orden individual a gran escala y el
individuo el orden estatal a escala reducida. Del mismo modo que
228 El significado del bienestar
imaginó su estado ideal como una auténtica comunidad en la que
existiera una interdependencia y una mutualidad genuinas, con-
cibió el alma individual como una «comunidad» de partes en la
que se da una armoniosa interacción entre todas ellas. La posición
platónica puede ser traducida al lenguaje de la moderna psicolo-
gía. Podemos defender que una personalidad virtuosa es aquella
que está bien organizada y en la que todas las dimensiones de la
naturaleza humana —la volitiva, la intelectual, la hedonista y la
pasional— forman una comunidad, una unidad orgánica. En ella,
cada parte se relaciona con otra y con el conjunto, y todas esas
dimensiones interdependientes, que se expresan en múltiples in-
tereses, son cultivadas y satisfechas.
A mi forma de ver y en relación con el objetivo más caracte-
rísticamente humano, nuestro valor depende de nuestra sabiduría
moral. Nos interesa lo que puede ser objeto de nuestro interés.
Nuestro interés dominante es el cultivo y la satisfacción de inte-
reses. La personalidad, como lugar y centro dinámico de intereses,
constituye nuestro interés supremo. Estar vivo supone, así, el
deber de responder a todos los valores. El conjunto de la cultura
humana —la ciencia, el arte, la religión, la moral —han de
servir a la vida y facilitarla. La aspiración básica del hombre,
por decirlo con las elocuentes palabras de D. H. Lawrence, con-
siste en despertar «el cuerpo aún no nacido de la vida oculto en
el cuerpo de esta casi muerte que llamamos vida».27
No quiero decir que hemos de interesarnos sólo por el hom-
bre. Nada contribuye más a la felicidad que los intereses imperso-
nales que trascienden nuestro yo y que se sitúan incluso por en-
cima de la vida. Tal sucede al astrónomo interesado por desen-
trañar el misterio del universo o al hombre corriente que se emo-
ciona ante la belleza y se siente fascinado con el espectáculo de
la naturaleza. Sin embargo, estos intereses son válidos para el
hombre porque enriquecen la vida. Cuando estos intereses nos
absorben, abrimos de par en par las ventanas del alma y dejamos
que los aires vivificadores que proceden de los más remotos con-
fines del universo impregnen nuestros espíritus. Realizamos la
27
Glad ¿hosts (Espíritus alegres): Dial 81 (julio de 1926) 2.
El bienestar como el desarrollo de la personalidad 229
vida trascendiéndola, pero el resultado es la potenciación de la
misma.
Si nuestra meta es, sin lugar a dudas, el enriquecimiento de
la vida, ésta se funda en la realización del hombre total: no sólo
de la razón, ni de la voluntad, ni de las emociones, sino de la
expresión y actualización de la naturaleza humana como una or-
ganización dinámica de intereses.
Quizá pueda comprenderse mejor el significado del bienestar
contrastándolo con el mal. Tomamos un ejemplo de la literatura:
el momento terrible en que Macbeth toma conciencia de la abso-
luta inutilidad, la falta de sentido y la miseria de su existencia.
Le ha sobrevenido un desastre tras otro; Lady Macbeth ha muer-
to; todas sus esperanzas y sus equivocados sueños se han desmo-
ronado; sabe, en fin, como las brujas le han revelado, que la de-
rrota y la muerte estrechan su cerco en torno a él. Con el candor
despiadado de la desesperación resume así el mal de la vida:
Esa engañosa palabra mañana, mañana, mañana, nos va llevando
por días al sepulcro, y la falaz lumbre del ayer ilumina al necio hasta
que cae en la fosa. ¡Apágate ya, luz de mi vida! ¿Qué es la vida sino
una sombra, un histrión que pasa por el teatro y a quien se olvida
después, o la vana y ruidosa fábula de un necio? M
¿Qué supone esta forma horrible de entender el mal? No se
trata ya, como diría un hedonista, de afirmar que la vida encierra
dolor. Tras las palabras de Macbeth se esconde la idea de que el
sufrimiento humano alcanza grados insoportables. Macbeth pon-
dría el dedo en la llaga si hubiera ampliado y profundizado en su
idea de que la existencia carece de significado, de dignidad y de
valor y de que la vida no es más que «una vana y ruidosa fábu-
la». Es precisamente en tales situaciones, en esos momentos en
que la vida se nos revela en su más absoluta inconsecuencia, ca-
rente de modelos para la inteligencia, de atractivos para la volun-
tad y de deleite para las emociones y sentimientos, cuando un
hombre no ve otra salida que el suicidio.
28
W. SHAKESPEARE, Macbeth, quinto acto, escena quinta, en Obras
inmortales. Traducción de M. Menéndez y Pelayo. E.D.A.F., Madrid 1966,
página 434.
230 El significado del bienestar
Un hedonista podría objetar a Macbeth que, al pasar revista
a lo que ha sido su vida, está hablando del mal desde la panorá-
mica de un largo período de tiempo, que, por el contrario, un
hombre que se hace daño en un dedo experimenta sólo un dolor
pasajero y que la insignificancia relativa del displacer se debe
enteramente a su carácter evanescente. Yo creo, sin embargo,
que, en ningún otro momento de su vida, ha experimentado
Macbeth el mal de una forma más sólida y extensa que en esa
situación que Shakespeare nos describe en la que su alma herida
de muerte se vuelve más penetrante, abarca toda su personalidad
y roe las más vitales entrañas de su ser. Suponiendo una duración
igual, el displacer, aisladamente considerado, produce menos da-
ño, a causa de su carácter simple, periférico y localizado, y de su
impotencia para envolver todas las dimensiones de un ser hu-
mano y captar la trama íntima de la vida. Una persona que ha
sido derrotada en todas sus dimensiones esenciales y en su más
íntima naturaleza se aborrece más profundamente a sí misma que
otra que ha sido lesionada sólo en uno de sus aspectos, como,
por ejemplo, el del placer.
Podemos expresar la misma idea con otras palabras. Como
antes hemos dicho, no sólo los «intereses» incluyen algo más que
sentimientos, sino que lo mismo sucede con sus «objetos». Si sus-
tituimos en esta frase la palabra sentimientos por las de juicios,
emociones o voliciones, la afirmación sigue siendo correcta. Por
ello, un hedonismo exclusivista resulta tan éticamente inadecuado
como lo son un voluntarismo, un emotivismo o un intelectualismo
con iguales pretensiones. La única teoría ética válida sería aquella
que admitiera que toda la personalidad entra en juego en el acto
de interesarse y como objeto de interés.
Lo que acabo de decir sigue siendo válido si pasamos del mal
que encierra la vida, tal y como ha quedado ilustrado con la som-
bría visión de Macbeth, a la consideración del bien. Cuando una
persona examina su vida y la encuentra auténticamente gloriosa,
está expresando y valorando todas las dimensiones de su natura-
leza: la volitiva, la intelectual, la hedonista y la pasional. Ahora
bien, aunque" estas «dimensiones» puedan ser separadas a efectos
de análisis, no se dan verdaderamente diferenciadas: en la reali-
dad, se interpenetran y enriquecen en sus relaciones mutuas y en
El bienestar como el desarrollo de la personalidad 231
su conexión con el conjunto orgánico de la unidad de la persona-
lidad. El bien supremo consiste, a mi forma de ver, en el regocijo
de todo el organismo, la alegría de la realización orgánica total.
Lo intelectual, lo volitivo, lo emotivo y lo afectivo emergen de
un foco central de unidad o identidad personal: el hombre se
convierte en un ser armónico y relativamente completo. No es
sólo un compuesto de estados cambiantes, sino un «yo» que
perdura y evoluciona. El «yo» se convierte en el dirigente del
cambio, al expresarse a través de lo que hace y de lo que piensa.
La personalidad, bien integrada, presenta unos elementos unifica-
dos y ricos que forman, como hemos dicho, una especie de «co-
munidad» caracterizada por la interdependencia y la potenciación
mutua de sus miembros.
Hasta aquí he descrito la realización de la personalidad ape-
lando a sus dimensiones conscientes —sentimiento y emoción,
volición e inteligencia— y a su interpenetración en la unidad or-
gánica del yo intencional. Esta visión resultaría incompleta si no
incluyéramos en ella los niveles físicos y subconscientes. Como no
soy psicólogo, no intentaré explorar aquí el oscuro y laberíntico
reino del «id» con su cúmulo de exigencias biológicamente deter-
minadas, ni de armonizar las demandas rivales de las «necesida-
des del id», las «necesidades del ego», las «necesidades del super-
ego» y las «necesidades ampliadas del ego», como ya ha hecho
Tolman en su admirable análisis de El hombre psicológico?* Tam-
poco quisiera adentrarme en la paradójica doctrina de que existen
auténticas experiencias a nivel inconsciente. El significado del
subconsciente está plagado de enigmas. Baste, pues, con subrayar
el hecho básico de que toda persona es un organismo psicofísico
con un cuerpo, un nivel subconsciente y otro consciente tan ínti-
mamente relacionados entre sí que constituyen un sistema único.
Como resultado de las investigaciones de innumerables fisiólo-
gos, como Jacques Loeb y Walter Cannon, y de la labor de mu-
chos psicólogos, como Pierre Tanet y Sigmund Freud, hoy pode-
mos afirmar el estrecho enlace del cuerpo y la mente, y de la con-
ciencia y la subconsciencia en casi todos los aspectos de nuestra
vida. Al igual que las hormonas físicas, por ejemplo, ejercen una
29
Véase este artículo aparecido en Journal of social psychology 1?
(febrero de 1941) 205-218.
232 El significado del bienestar
influencia decisiva en el temperamento humano, un conflicto psí-
quico puede perturbar las funciones físicas. La unidad del orga-
nismo psicofísico es ya una idea plenamente aceptada en psiquia-
tría y en medicina psicosomática. Aunque el valor intrínseco se
halla sólo en los estados conscientes de interés, hemos de tener
en cuenta la interdependencia que existe entre el cuerpo y la
mente, si queremos interpretar adecuadamente la salud física y
mental.
La idea que yo tengo de la ética apela, pues, al organismo
humano total y no a una de sus partes o dimensiones. Desde la
perspectiva de este humanismo integral, se han de considerar bá-
sicos para la personalidad y, en consecuencia, para la vida moral,
aquellos valores biológicos que resultan tan fundamentales como
una alimentación suficiente, descanso, vivienda adecuada, vestido,
ejercicio físico y deportes, expresión sexual, evitación del dolor
y cuidado de la salud. Si bien a un nivel menos básico que éstos,
pero igualmente imprescindibles para el organismo humano, se
encuentran nuestros valores más «ideales»: belleza, conocimiento,
amor y cooperación, seguridad, aventura y trabajo creador. Los
dos grupos de valores —el biológico y el psicológico— han de
ser considerados en términos de interacción, interdependencia y, a
menudo, de unión y combinación. Son los elementos de esa reali-
zación orgánica total —la salud psicofisiológica de la personali-
dad— que constituye la norma del bienestar humano.
La especificación de dicha norma exige la colaboración de
muchos especialistas —médicos, psicólogos, higienistas, filósofos,
educadores, asistentes sociales, políticos, investigadores en el cam-
po de la estética y de la dietética, etc.—. Las artes y las ciencias
del hombre han de aunar sus esfuerzos para definir la meta que
toda sociedad debe perseguir: la salud y el bienestar de toda la
personalidad. No se trata de una tarea propia de charlatanes o de
«idealistas» abstractos. Es posible utilizar los métodos de las
ciencias experimentales para la dilucidación de aquellos impulsos
humanos que, al ser básicos y fundamentales, exigen ser satisfe-
chos para evitar la enfermedad física y mental, y el suicidio a
nivel individual, o la guerra, la depresión económica y el sadismo
colectivo a nivel social. La realización de tales impulsos conduce,
por el contrario, a la felicidad, la paz social y la convivencia justa
El valor social 233
de los pueblos. Al no existir un cuadro eterno y fijo de valores,
es preciso que ampliemos y profundicemos en el conocimiento
axiológico para verificar la validez de las metas que actualmente
se nos proponen y perfeccionar sus contenidos. Sólo quiero insis-
tir, por el momento, en un concepto capital: que la norma de
aspiración ha de ser la salud y la felicidad de la personalidad
total que surgen de la cooperación armónica de nuestras activi-
dades físicas y mentales que, como hemos dicho, se encuentran
sometidas a una constante interacción.
No hay oráculos sobrenaturales que nos revelen que el bien
supremo consiste precisamente en esa realización conjunta. El
testimonio de esa valoración es obra exclusiva del hombre. El
summum bonum se define merced a un juicio sereno y equilibrado
sobre la base de toda la evidencia experimental que podamos dis-
poner. El bien supremo —no el bonum sino el summum bonum—
consiste en lo que ansian los hombres moralmente juiciosos cuando,
libres de apasionamientos y de prejuicios, reflexionan sobre la am-
plia gama de datos experimentales, consideran las alternativas
definidas por la ciencia y vivificadas por el arte y deciden cuáles
son las necesidades básicas y auténticas. Todo juicio de valor se
apoya en el conjunto de conocimientos de que un hombre puede
disponer, en la ciencia, la capacidad de imaginación, la experien-
cia práctica y la introspección crítica. Creo que cuando los hom-
bres moralmente sensibles se paran a reflexionar de este modo,
coinciden en desear una vida bien integrada y plena de experien-
cias cualitativamente ricas y variadas... Desean la realización con-
junta y armónica de sus potencialidades, y no un placer o una
pasión psicopatológicos, ni una intelectualidad que implique frial-
dad emocional, ni un cultivo de la mente a expensas del cuerpo,
ni un desarrollo espiritual que deje de atender las exigencias de
satisfacción y perfeccionamiento fisiológicos.
6. El valor social.
El significado de la justicia
Hasta ahora hemos estado examinando el bienestar de la per-
sonalidad individual que, como hemos visto, constituye el único
234 El significado del bienestar
lugar posible del valor intrínseco. Con todo, hemos insistido re-
petidas veces en el capítulo anterior, que los seres humanos son
profundamente sociales y que su realización sólo es posible en el
seno de una comunidad o sociedad.
Los dos conceptos básicos para la reconstrucción moral son
la personalidad y la comunidad. Nuestro ideal debiera ser el des-
arrollo total de las personas unidas en el seno de una comunidad
rica en experiencias. Los liberales trasnochados sacrificaron la
comunidad en beneficio de la «personalidad individual»; los tota-
litaristas adelantados a su época negaron la personalidad indivi-
dual en aras de la «comunidad»; pero la solución válida para la
ética consiste en afirmar su interdependencia. A nivel personal;
la potenciación de la vida —entendida como el enriquecimiento
cualitativo y la satisfacción de intereses— constituye el fin su-
premo o la meta de nuestra aspiración. Pero para conseguir esa
plenitud existencial los hombres han de estar unidos por la sim-
patía y el espíritu de colaboración. Como dijera Spinoza, nada
importa tanto al hombre como su prójimo. Si bien es cierto que
la personalidad, al margen de la comunidad, se reduce a una pura
nada, también es verdad que una comunidad se empobrece en la
monotonía cuando descuida el desarrollo de las personalidades
que la componen. «Una comunidad ideal, ha escrito Whitehead,
es aquella en la que intensas individualidades se relacionan en la
unidad de un término común de referencia». 30
Hace muchos siglos, Platón utilizó el término justicia para de-
signar la armonía que ha de existir entre los individuos y los
grupos en el seno de una comunidad más amplia. Hizo uso de la
misma palabra para hacer referencia al desarrollo armónico de
todas las partes fundamentales de un alma individual. Podría
traducir la idea de Platón al lenguaje de nuestros días empleando
la palabra autorrealización para designar el desarrollo armónico
de la personalidad individual. Por otra parte, la palabra justicia,
a menos que la entendamos en u n sentido excesivamente amplio,
representa uno de los valores de la vida comunitaria, pero no
el único. Con todo, resulta útil por el momento si consideramos
30
ALFRED NORTH WHITEHEAD, Adventures of ideas (Aventuras
de ideas). Macmillan, New York 1933, 362.
El valor social 235
la justicia, en el amplio significado que Platón le confirió, como
armonía funcional y unidad orgánica. Según este significado, pien-
so que la justicia y la autorrealización son más o menos interde-
pendientes, que se determinan recíprocamente y que cada una
potencia a la otra. N o quiero decir con esto que la justicia y el
interés individual coincidan siempre. Las exigencias de la justicia
o el deber para con los demás pueden demandar el sacrificio del
interés personal e incluso la muerte. Lo que niego rotundamente
es que la justicia y la autorrealización se opongan entre sí de un
modo necesario y hasta normal. El ideal moral consiste en conse-
guir la máxima armonía entre el bienestar individual y el social,
entre la autorrealización y la justicia.
Muchas veces se ha afirmado, sin embargo, que existe una
absoluta incompatibilidad entre la autorrealización y la justicia.
Glaucón, uno de los personajes de La república de Platón, por
ejemplo, recuerda la leyenda del anillo de Giges que podía hacer
invisible a quien lo llevara, y pregunta qué haría un hombre
corriente si tuviera a su alcance una forma tan segura de escapar
a las consecuencias de sus delitos sociales. Si, haciéndonos invi-
sibles a voluntad, pudiéramos robar, matar o cometer injusticias
en provecho propio sin el más mínimo riesgo de ser capturados,
¿cuántos de nosotros seguiríamos la estrecha y recta senda de una
vida moral?
Friedrich Nietzsche creía que ningún ser superior lo haría.
Defendió que, normalmente, la autorrealización exige la viola-
ción de la justicia. Para el aristócrata nato, la autorrealización
sólo se logra mediante el poder y la dominación, merced a la
explotación y al sometimiento de los seres inferiores. En nuestro
mundo de hoy, serían muchas las personas que, sin ser tan fran-
cas como Nietzsche, estarían de acuerdo en afirmar la incompa-
tibilidad de la autorrealización y la justicia. Innumerables seres
humanos buscan su satisfacción personal o la satisfacción de un
grupo reducido con el que se sienten identificados, utilizando
métodos injustos y antisociales.
La negación de la justicia suele adoptar dos formas. La pri-
mera es el egoísmo personal. Los individuos buscan sus ventajas
personales a expensas de los intereses públicos. Sus medios son
236 El significado del bienestar
la corrupción política, la publicidad engañosa, la elaboración de
productos de ínfima calidad, la explotación de sus empleados, el
incumplimiento de los deberes públicos, la evasión de impuestos,
la fijación monopolizadora de precios y las innumerables formas
que adopta la estafa y el chantaje. En los casos más extremos,
no sienten el más mínimo escrúpulo recurriendo incluso al crimen
violento y a la guerra como medio de medrar económicamente.
La segunda forma es el egoísmo de grupo. Al igual que un
individuo puede adoptar el ideal del «sólo yo», un grupo perte-
neciente a una comunidad más amplia puede afirmar fanática-
mente el ideal del «sólo nosotros». Tal ha sido el pecado fun-
damental del fascismo, aunque dicha actitud no se restringe a esta
ideología política. En todos los países se suele dar la tendencia
a negar la justicia o los derechos de toda la comunidad en bene-
ficio de lealtades a fracciones restringidas.
El efecto del egoísmo individual y de grupo es la destruc-
ción de la justicia. Su total destrucción significa la anarquía, esto
es, la lucha de todos contra todos. Como Platón recalcó, ésta es
la causa de que deba haber un cierto grado de justicia en todo
grupo coordinado. Incluso en una banda de ladrones se ha de
implantar una cierta justicia entre sus miembros si desean mante-
ner la unidad. La injusticia constituye la auténtica esencia y el
principio de la anarquía en el sentido que Hobbes dio a este tér-
mino al describir el «estado de naturaleza».31 Su descripción de
ese estado anárquico —«solitario, pobre, peligroso, cruel, bre-
ve»— deja clara su incompatibilidad con la autorrealización. La
vida individual resulta intolerable cuando la única regla que
preside la existencia es que «el hombre es un lobo para el
hombre».
Si normalmente la autorrealización requiere justicia, no es
menos cierto que la justicia exige autorrealización. La armonía
social ideal se asienta en la armonía de individuos que colaboran,
que potencian al máximo sus aptitudes y que reconocen los de-
rechos que asisten a los demás para hacer lo mismo. No podemos
describir la justicia de un modo externo y negativo como la sim-
31
Véase Leviatán, en The english works of Thomas Hobbes (Obras
inglesas de Thomas Hobbes). Bohn, London 1839, III, 113.
La capacidad de perfeccionamiento iyi
pie ausencia de fricciones. No hay ninguna fricción entre los
muertos, pero tampoco ninguna forma de justicia. La justicia
implica que los seres humanos reconozcan y respeten a los demás
como personas.
La autorrealización —el bien de la persona individual— y la
justicia —el valor fundamental de la comunidad— tienden, pues,
a ser interdependientes. Constituyen los dos grandes objetos de
la reconstrucción moral. Se les ha de concebir en términos de
cultivo, satisfacción y reconciliación de intereses, primero a nivel
personal y luego a nivel social. Dedicaremos el próximo capítulo
a examinar a fondo la naturaleza de esa reconciliación.
7. La capacidad de
perfeccionamiento
Si tenemos en cuenta no sólo el presente, sino también el
futuro, habremos de considerar otro importante factor: la capaci-
dad de llegar a conseguir algo mejor. Algunas sociedades perma-
necen relativamente estáticas y muestran poca tendencia a avan-
zar o a declinar. Otras pueden presentar incluso un cierto índice
de prosperidad, pero están presididas por la crisis y el desorden.
Por el contrario, hay otras que progresan aunque ocupen un lugar
inferior en la escala del bienestar inmediato. El sacrificio, la au-
todisciplina, el esfuerzo perseverante y el cumplimiento libre y vo-
luntario del deber constituyen algunas de las actitudes requeridas
para que una sociedad evite su propia autodestrucción.
Uno de los graves peligros de todo sistema cerrado, ordena-
do y racionalizado consiste en su tendencia a anclarse en el esta-
tismo y, en definitiva, a declinar. Como Arnold J. Toynbee, uno
de los historiadores contemporáneos más sobresalientes, ha de-
clarado, éste es el defecto capital de todas las utopías sociales
similares a la «república» de Platón:
La mayor parte de las utopías sociales consideran que su fin
supremo consiste en detener todo movimiento descendente. Ello se
238 El significado del bienestar La capacidad de perfeccionamiento 239
debe a que raras veces comienzan a escribirse utopías en una socie- valores, se puede caracterizar a los individuos en términos de
dad antes de que sus miembros hayan perdido la esperanza de un
progreso futuro. De ahí que, en la mayoría de las utopías —con la una fusión dinámica y compleja de intereses; su bienestar con-
notable excepción de la obra del genio inglés que dio su nombre a siste en el cultivo armónico y en la satisfacción de dichos intere-
toda la literatura de este género—, se han de subordinar, y, si es ses. Tales intereses implican placer, emoción gozosa y satisfacción
preciso, sacrificar, todos los fines sociales al logro de un equilibrio máxima del deseo. En el sentido que lo hemos definido, el bien
invenciblemente estable.32 supone tanto el enriquecimiento cualitativo como la satisfacción
cuantitativa de intereses. He defendido que, como ideal, implica
La tendencia de Platón a proscribir a los poetas, censurar a la realización de todas las dimensiones fundamentales de la natu-
los artistas, prohibir «los pensamientos peligrosos», desaconse- raleza humana: sensorial, intelectual, volitiva y pasional. Por otra
jar las innovaciones, decir «mentiras nobles» para preservar una parte, la naturaleza humana es fundamentalmente social y, por
jerarquía clasista, etc., convierten su «república», a pesar de la ello, la satisfacción y el cultivo cualitativo de intereses requiere
grandeza de su concepción, en un ideal estático e incluso una sociedad en la que los seres humanos se reconozcan entre sí
decadente. como personas valiosas y autónomas. En términos de valores in-
mediatos, un orden social justo se consigue cuando el bienestar,
Al aceptar la exigencia platónica de justicia, es importante
tal y como lo hemos concebido, está en manos no de una raza,
que superemos su error de sacrificar lo dinámico a lo ordenado.
de una clase o de un grupo privilegiado, sino del máximo número
Nuestro ideal no ha de ser un sistema puro, ordenado y estrecho,
de personas que componen una sociedad. Como hemos de contar
sino el de un equilibrio cambiante y dinámico que combine la
con el futuro, debemos considerar si la sociedad progresa o retro-
integración social con el progreso. cede. Una sociedad justa es la que se muestra más eficaz para
De este modo, una sociedad sana fomentará y protegerá la promover el bienestar, no sólo de todos sus miembros, sino tam-
libertad, la espontaneidad y los impulsos creativos. Animará a los bién a lo largo de todo su proceso.
artistas y a los pensadores. Estimulará la investigación, la expe-
rimentación y la innovación, no sólo en las ciencias físicas y tec-
nológicas, sino también en las humanidades y en las ciencias so-
ciales. Tendrá en cuenta y evitará los errores del pasado y prote-
gerá sus objetivos para el futuro de un modo claro y abierto.
Infundirá en sus miembros una fe inquebrantable en una vida
mejor y dedicará, así, sus energías a las grandes tareas del desa-
rrollo social.
Ya estamos en disposición de entrelazar los hilos de mi expo-
sición y definir, a la luz de los argumentos ofrecidos, el signifi-
cado de una sociedad justa. El bien intrínseco de una sociedad
radica en el bienestar de los que la componen: no tiene otro bien
intrínseco más allá del de sus miembros. Como portadores de
32
A study of history (Un estudio de la historia). Oxford University
Press, New York 1947, 183: Traducción castellana: Compendio del estudio
de la historia. Emecé, Buenos Aires 1959. Como habrá advertido el lector,
Toynbee hace referencia a Tomás Moro, cuya obra Utopía podrá leer en
castellano: ZYX, Madrid 1968 (Nota del traductor).
 8
La acción social justa

1. Las bases de la obligación social

Hemos dicho que el tema principal de este libro lo constitu-

ye la respuesta a dos grandes cuestiones: ¿cuál es la naturaleza de
una sociedad justa? y ¿qué es una acción social justa? Los capí-
tulos precedentes han sido dedicados a contestar con una cierta
extensión a la primera de estas preguntas. Ha llegado el momento
de volver a plantear la segunda. Digo «volver», porque en la
primera parte examinamos y, por último, rechazamos la tesis de
que la ley constituye el modelo último de la acción justa. Trata-
remos de abordar ahora el problema desde otro ángulo, esto es,
intentaremos buscar un criterio de conducta que no sea forma-
lista sino teleológico.
Para que una interpretación de la acción justa resulte ade-
cuada, ha de explicar, ante todo, lo que significa la afirmación
«debes hacer esto y aquello», teniendo en cuenta que debes tiene
un sentido moral. El concepto de «justo» es inseparable del de
«deber» moral. Nunca es justo hacer lo que no se debe hacer,
y lo que se debe hacer es siempre justo. Fuera de la significación
de «deber» u «obligación», «lo justo» carece de sentido y de
lógica.
Debemos a Kant, más que a ningún otro pensador, el haber
242 La acción social justa
puesto de relieve que el concepto de obligación constituye el eje
y la médula del problema moral. Sin embargo, como hemos estado
viendo en el capítulo 4, su intento de derivar la fuerza obligatoria
del deber del principio lógico de no contradicción supone empren-
der un camino equivocado, pues conduce a una interpretación
formalista y abstracta de la obligación en la que no se hace justicia
a la importancia de las consecuencias y al hecho de la individua-
lidad humana.
En el capítulo 6 sugerimos otra interpretación, según la cual,
la obligación representa, en gran parte, la presión que la sociedad
ejerce sobre el individuo. Ello significa que, en su naturaleza más
íntima, el hombre es un ser social que siente la fuerza de la socie-
dad como la «voz» interiorizada de la conciencia. Todo hombre
está implicado en una compleja red de fuerzas sociales que, gra-
dualmente, configuran en su interior un «yo social», fruto y re-
sultado de la acumulación y el depósito interior de innumerables
actitudes y emociones sociales. Cuando estamos impulsados a ac-
tuar de acuerdo con esas fuerzas sociales, experimentamos el fuer-
te apoyo interior de nuestro «yo social»; cuando, por el contra-
rio, estamos impelidos a actuar en sentido opuesto, sentimos su
represión y su coacción. «Cultivar ese yo social, escribe Bergson,
constituye la esencia de nuestra obligación para con la sociedad».1
Creo que esta interpretación de la obligación va bien encami-
nada, aunque resulta incompleta. A mi forma de ver, el concep-
to de «deber» se ha de explicar, ante todo, mediante la conjun-
ción de dos factores: primero, la influencia de la sociedad, y se-
gundo, el intento de superar cualquier tipo de prejuicio para ac-
ceder, así, a la objetividad moral. Ambos factores están presentes
en la interpretación de «lo justo» que encontramos en la Teoría
de los sentimientos morales de Adam Smith y en el Tratado de la
naturaleza humana e Investigación sobre los principios de la mo-
ral de David Hume. Aunque raras veces aparezca en ellos el tér-
mino «deber», suministran la base para una doctrina clara y cohe-
rente de la obligación.
1
HENRI BERGSON, The two sources of morality and religión. Holt,
New York 1935, 7. Traducción castellana: Las dos fuentes de la moral y
de la religión. Sudamericana, Buenos Aires 1946.
Las bases de la obligación social 243
Smith y Hume, unidos no sólo por la amistad sino también
por el acuerdo en muchas de sus doctrinas éticas esenciales, de-
fendieron que la simpatía constituye la fuente de la vida moral.
En mayor o menor medida, todos tenemos una especial afinidad
respecto al bienestar y la desgracia de otros; a través de la pie-
dad, la benevolencia y la imaginación llegamos a comprender y a
ser afectados por lo que otros sienten. Las emociones y los sen-
timientos son «contagiosos» y tienden a propagarse, en cierto
sentido, de una persona a otra. Cuando alguien experimenta, por
ejemplo, una gran congoja, sufrimos al ver y comprender su dolor.
Merced a la imaginación, escribe Smith, nos ponemos en su lugar;
nos concebimos soportando sus mismos tormentos, y casi puede de-
cirse que entramos en su propio cuerpo y que nos convertimos, en
cierta medida, en su persona. De este modo, nos formamos una idea
de sus sensaciones e incluso sentimos algo que, en un grado inferior,
no difiere demasiado de lo que el otro experimenta. Cuando com-
prendemos sus congojas, las adaptamos y las hacemos nuestras, aca-
ban por afectarnos, haciéndonos luego estremecernos y temblar con el
solo pensamiento de lo que el otro siente. Lo mismo que sucede
con el dolor y con cualquier tipo de aflicción ocurre con todas las
emociones que compartimos. Hemos de pensar, pues, que, según la
vivacidad o la insensibilidad con que las captamos y concebimos, ex-
perimentamos, en diferente grado, las emociones de otros.2
La simpatía constituye la base de nuestra preocupación moral
por los que nos rodean. Las disposiciones altruistas se configu-
ran en nuestro interior merced a numerosas experiencias de sim-
patía. Tales disposiciones, en unión con otras actitudes sociales,
se funden para formar el «yo social» cuya voz constituye la con-
ciencia.*
Sin embargo, la simpatía necesita estar sometida al control y
a la crítica de la inteligencia. Su intensidad es mucho mayor res-
pecto a las personas que nos rodean o a las que pertenecen a
nuestro grupo, pero se marchita y desvanece cuando la distancia,
el prejuicio o el desconocimiento embotan nuestros sentidos. Es-
2
ADAM SMITH, The theory of the moral sentiments (Teoría de los
sentimientos morales). Cadell and Davies, London 1804, 3.
* Hume y Smith no utilizan el concepto de «yo social». Su uso en
este contexto supone una implicación de su teoría.
 244 La acción social justa
ta es la razón de que resulte éticamente necesario corregir nues-
tras predisposiciones y ampliar el círculo de nuestro interés mo-
ral. Recojamos una cita de H u m e :
Hemos de admitir que la simpatía es mucho más débil que la
preocupación que sentimos por nosotros mismos, y que la simpatía
hacia personas alejadas de nuestro lado es más débil aún que la que
experimentamos respecto a las que están cerca o a nuestro lado. Pre-
cisamente por ello necesitamos enderezar nuestros juicios y centrar
nuestro interés en los caracteres humanos para pasar por alto las
diferencias y hacer que nuestros sentimientos sean cada vez más
públicos y sociales.3
Dado que todos estamos muy influidos por las peculiaridades
y perspectivas de nuestra experiencia personal, hemos de tratar
de alcanzar un punto de vista más objetivo.
Todo hombre concreto, dice Hume, tiene una posición particular
respecto a los demás. Es impensable, pues, que podamos conversar
en términos razonables si cada uno de nosotros considera los carac-
teres y las personas sólo como se le aparecen desde su punto de
vista peculiar. Para evitar, así, una constante contradicción y conse-
guir un juicio más estable de las cosas, hemos de fijar unos puntos
de vista sólidos y generales, en orden a que siempre que reflexio-
nemos nos situemos en ellos, en la medida en que nos lo permite
nuestra situación actual.4
Adam Smith reconoce, igualmente, que la simpatía es a me-
nudo distorsionada por el favoritismo o la insensibilidad y que,
por ello, hemos de conseguir una base más imparcial y libre de
prejuicios para la elección moral. Señala que hemos de buscar
este modelo supremo en el punto de vista de un «supuesto es-
pectador instruido e imparcial», que considere el efecto total de
cada alternativa y decida la forma mejor de actuar, una vez exa-
minadas las diversas formas de orientar nuestro comportamiento.
Este juez absolutamente prudente y libre de prejuicios no existe,
pero como ser imaginario representa un ideal o modelo que he-
3
DAVID HUME, An enquiry concerning the principies of moráis (In-
vestigación sobre los principios de la moral). Open Court, La Salle, III.
1938, 64.
4 gación y surge en todo momento en que una persona es impul-
HUME, A treatise of human nature (Tratado de la naturaleza hu-
mana). Oxford University Press, London 1896, 581.
Las bases de la obligación social 245
mos de tratar de alcanzar. Puede decirse que obramos moralmen-
te en la medida en que nuestra acción se ajusta a lo que nos
indica.
Creo que estas teorías de Adam Smith nos suministran las
claves necesarias para una recta interpretación de la obligación
moral. El «debes», como imperativo moral, es una exigencia ra-
cional y social a la vez: la presión social interiorizada regida por
la razón. Trataré de definir ahora con una mayor precisión estos
dos aspectos, individual y social, de la obligación.
La presión social de la obligación surge cuando una persona
siente que ha de dejar de lado su propio bien en favor del bien
mayor de otros o que ha de sacrificar el bien menor de un grupo
restringido por el bien mayor de un grupo más amplio. Los inte-
reses sociales impulsan al hombre a pasar de un bien menor a
otro mayor.
Supongamos que una persona sale a dar un paseo por el bos-
que en un hermoso día de verano. Al pasar por la orilla de un
estanque, ve de improviso que un niño se ha caído al agua y que
corre peligro de ahogarse. Se compadece al instante del pequeño
y, a costa de sacrificar su paseo y de mojarse la ropa, se lanza
al estanque y le salva. ¿Podemos decir que es la compasión del
momento lo que le impele a actuar y que la obligación se reduce
simplemente a esto? El problema no es tan sencillo. El senti-
miento de que debe rescatar al niño surge a impulsos de la com-
pasión del momento; pero esta afección presente y concreta no
es sino el núcleo en torno al cual gravitan sentimientos y actitu-
des implantados en su conciencia por muchas experiencias pasa-
das de tipo parecido. Todas esas experiencias han dejado recuer-
dos y huellas que se han ido uniendo hasta formar el «yo so-
cial» como fruto de la fusión y de la organización de incontables
actitudes de simpatía. La visión del niño en una situación apurada
hace que intervenga todo ese núcleo complejo de experiencias.
De ahí que la presión de la compasión inmediata se vea reforzada
por la presión de un gran número de experiencias similares vivi-
das en el pasado. Sentimos esta presión como un deber o una obli-
sada interiormente hacia un objetivo que no experimenta como
246 La acción social justa
propio pero al que responde en virtud del «yo social» que lleva
dentro de ella.
Las emociones y las actitudes que se funden para formar el
«yo social» y constituir, así, el sentimiento de obligación, tienen,
indudablemente, diversos orígenes. Siguiendo la línea de Hume y
de Smith, hemos hablado ya de la simpatía, pero hay una gran
diversidad de relaciones que resultan de las órdenes y de las pro-
hibiciones sociales, de la alabanza y la censura, del tabú y del
atractivo, del castigo y del premio. Esas actitudes de aprobación,
abominación, temor, etc., o el sentimiento de obligación, al igual
que sus opuestos, se despiertan en el interior de la conciencia.
Con su aumento y su fusión, tales actitudes se sintetizan, final-
mente, en un complejo psicológico dinámico al que Freud llamó
«super-ego» y aquí lo hemos designado con el nombre de «yo so-
cial». El sentimiento de obligación se constituye, primariamente,
por la presión interna de ese «yo social».
Sin embargo, no todo acaba aquí. Como Hume y Smith apun-
taron, la simpatía puede estar orientada en un sentido equivoca-
do: puede ser excesiva, inadecuada, estar desplazada, tener lími-
tes muy estrechos, aparecer distorsionada por prejuicios o por
basarse en concepciones erróneas, etc. Por otra parte, el refuerzo
que suministra el «yo social» no garantiza contra una orientación
equivocada, dado que lo que hace es aumentar la presión pero no
asegurar una aplicación correcta. En consecuencia, la simpatía y
el «yo social» necesitan ser regulados y completados por la razón
en orden a conseguir un juicio moral reflexivo y desapasionado.
Volvamos al ejemplo anterior. Pongamos por caso que el niño
que está en peligro de muerte es negro y que el paseante que le
ve es blanco y tiene intensos prejuicios raciales. En tales circuns-
tancias, el sentimiento de compasión puede mostrarse en un grado
tan débil, que el sujeto, insensible, sigue dando su paseo sin
responder a la llamada de socorro. Y aun en el caso de que se
detenga a salvar al niño, su reacción puede deberse a que la razón
rechaza su emoción espontánea.
Veamos otra versión del ejemplo. Supongamos que el pa-
seante no sabe nadar y que, en su intento de salvar al niño, pue-
de poner su vida en grave peligro. Añadamos, además, que, en
Las bases de la obligación social 247
función del cargo público que ocupa, la vida del susodicho indi-
viduo no sólo es preciosa para él, sino también para muchas otras
personas. En ese caso, la decisión de arriesgar su propia vida con
la esperanza de salvar la del niño exige un intenso razonamiento.
En estas situaciones se requiere que el juicio racional con-
trole las emociones del momento. Este problema se plantea en
muchas circunstancias de la vida que exigen una respuesta moral.
Las normas nos ayudan a alcanzar un punto de vista más sólido
e imparcial siempre que las apliquemos con una cierta sensibili-
dad y dejemos intervenir la razón para ampliar y regular nuestras
simpatías y para corregir nuestros posibles prejuicios. De esta for-
ma, la acción deja de ser sólo sentimental y pasa también a estar
regulada por principios.
Si el problema se redujera a ejercer la simpatía o a experi-
mentar sentimientos, toda acción que estuviera motivada por ellos
sería necesariamente buena. Ahora bien, todos sabemos que un
motivo puede ser bueno a nivel interior o subjetivo, en el sentido
de que la intención lo es, mientras que el acto puede no serlo a
nivel externo u objetivo, dado que no produce los mejores re-
sultados posibles. Un acto no puede ser completamente bueno a
menos de que tanto las intenciones como los resultados lo sean.
No basta, pues, estar motivado por la simpatía o por el senti-
miento del deber: importa igualmente actuar sin prejuicios, con
una acertada apreciación de los fines y con un conocimiento ade-
cuado de los medios, para que pueda decirse que el acto es obje-
tivamente bueno. El «deber» expresa la exigencia de objetividad
moral y no el simple sentimiento subjetivo de obligación. Cuando
decimos que debemos hacer un determinado acto, queremos dar
a entender que constituye objetivamente la mejor elección dadas
las consecuencias previsibles que implica.
En resumen, el sentimiento de obligación incluye dos elemen-
tos: primero, las emociones y actitudes volitivas que han cristali-
zado en el «yo social» y que provocan, en un determinado mo-
mento, un sentimiento intenso de obligación. Segundo, la aversión
racional hacia lo que produce consecuencias perjudiciales, y la
aprobación racional de todo acto que origine resultados benefi-
ciosos. Este factor racional de la obligación se expresa en la ne-
 La acción social justa
248
cesidad de superar los prejuicios y de conseguir un grado cada
vez mayor de objetividad moral. Cuando la moral se hace más
reflexiva, esta dimensión racional tiende a cobrar una importan-
cia mayor. No se trata, pues, de desarraigar la poderosa motiva-
ción que suministra el amor o el sentimiento intenso de obliga-
ción, sino de hacer que esos impulsos armonicen con la inteli-
gencia.
Lo que acabo de decir vale tanto para la elección individual
como para la social. Los problemas con que se enfrenta una
sociedad son mucho más complicados que los que afectan al in-
dividuo, pero en ambos casos existe la misma necesidad de com-
binar la razón con la buena voluntad. No basta con que los que
ejercen funciones políticas dentro de una sociedad —tanto si son
muchos o pocos— tengan una gran sensibilidad moral y den
muestras de ser muy altruistas; han de saber racionalmente en
qué radica el bienestar de los individuos y cuáles son los medios
para alcanzarlo. Igualmente, deben evitar todo prejuicio —como,
por ejemplo, mostrar una marcada preferencia por una determi-
nada raza, nación o clase social— que pervierta y distorsione su
juicio. Sólo así podrán responder adecuadamente a las exigencias
de la obligación.
Ahora bien, podríamos preguntarnos por qué un individuo
ha de responder a tales exigencias. ¿Por qué supeditar nuestro
bien menor particular al bien mayor de la sociedad? ¿Por qué
no elegir el bien menor de nuestro pequeño grupo y dejar de
atender al bien mayor de un grupo más amplio?
Podemos responder, en parte, a estas preguntas basándonos
en el hecho de que la moral constituye una dimensión fundamen-
tal de nuestra naturaleza. La sociedad y, más concretamente, el
«yo social» forman una parte tan esencial de nosotros mismos
que no podemos desoír sin más sus exigencias; no podemos dejar
de hacer caso a las demandas sociales sin suprimir una dimensión
esencial de nosotros mismos. Como ha dicho Walt Whitman,
«aquel que camina una sola legua sin simpatía, camina en un su-
dario a su propio funeral».5
5
«Canto a mí mismo», en Hojas de hierba, en Obras escogidas. Tra-
ducción al castellano de Concha Zardoya. Aguilar, Madrid 1960, 273,
Las bases de la obligación social 249
Con todo, como Kant defendió, la moral supone también y
en gran medida contrariar nuestra naturaleza humana. Hay que
refrenar nuestras inclinaciones y hacer frente a nuestros prejui-
cios. En este sentido, la moral es ajena a nuestra naturaleza, lo
cual no quiere decir que no debamos obrar éticamente. La razón
de nuestra obligación moral radica, simplemente, en que el bien,
por el hecho de serlo, ha de elevarse al máximo, y el mal, tam-
bién por el hecho de serlo, ha de reducirse al mínimo. Me parece
evidente que debemos elegir todo acto cuyo contenido y conse-
cuencias ocupen un lugar superior en la escala de valor intrínseco,
antes que cualquier otro que pudiéramos poner en práctica. En
lugar de ceder a algún prejuicio en favor de una alternativa me-
nos valiosa, hagamos el mayor bien y el menor mal que podamos.
No existe en ética un principio más importante que éste. Si no
aceptamos esto, no podremos disponer de base alguna para una
ética teleológíca y objetiva, ni a nivel individual ni a nivel social.
Ya podemos, pues, definir el significado de la acción justa.
Un acto es objetivamente justo cuando, en la medida de lo pre-
visible, acarrea el máximo excedente de bien sobre mal. En este
cálculo se ha de tener, evidentemente, en cuenta el valor o el
contravalor intrínsecos al acto mismo. Cuando se ha de juzgar,
por ejemplo, si es justo declarar una guerra, no sólo habremos
de tener en cuenta las consecuencias eventuales que de ello se
sigan, sino también los valores o contravalores inherentes al pro-
pio conflicto bélico. Sin embargo, una vez que se ha calibrado
lo que implica inmediata y finalmente, intrínseca e instrumental-
mente, una acción o una actitud, podemos determinar su bondad
o maldad objetiva por el bien y el mal que en sí misma comporta.
En el último capítulo definí el bien como la realización de
intereses y el mal como la frustración de los mismos. Expliqué
que la realización no implica sólo la satisfacción del deseo, sino
también la emoción placentera y agradable que la acompaña, y
que la no realización no sólo significa frustración del deseo, sino
también la emoción dolorosa y desagradable subsiguiente. Para
simplificar mi exposición, designaré el bien, en el sentido en que
lo acabamos de definir, con el término felicidad, y el mal con el
término infelicidad. Por otra parte, como la felicidad se identi-
fica con el bien, será mejor obtener más felicidad que menos; y
 250 La acción social justa
como la infelicidad se identifica con el mal, será mejor conseguir
menos infelicidad que más. En consecuencia, será objetivamente
justo aquel acto que implique y produzca el mayor excedente de
felicidad sobre infelicidad, teniendo en cuenta a todo el pueblo
y un período de tiempo prolongado. La aspiración a crear una
sociedad así es subjetivamente buena. También será subjetivamen-
te bueno elegir un ideal injusto pero al que aspiramos porque,
tras una cierta reflexión, lo consideramos adecuado. El signo de
una acción objetivamente injusta es el aumento de la infelicidad
y la disminución de la felicidad. La aspiración a producir ese
excedente de infelicidad es subjetivamente injusta.
2. Teorías inválidas
acerca de lo justo
Podemos agrupar en cuatro clases las teorías acerca de lo
justo que, por una razón u otra, considero inválidas y erróneas:
hipotéticas, formalistas, disdemonistas y eudemonistas-parcia-
listas.*
(1) Teorías hipotéticas. Niegan la objetividad del deber e
insisten en que el juicio moral presenta la siguiente forma: «Si
deseo X, entonces debo hacer Y » ; o «SÍ mi grupo quiere X,
entonces debe hacer Y». Según esta postura, nada es justo o in-
justo, bueno o malo, a menos que sea tenido por tal, esto es, a
menos que la inclinación o la aprobación subjetivas así lo consi-
deren. Esta concepción puramente hipotética o subjetivista de lo
justo está contenida, por ejemplo, en la afirmación de Hobbes de
que el bien o el mal morales vienen determinados por el apetito
o deseo de cada hombre en particular o por la orden arbitraria de
* Como explicará más adelante, el autor recoge los términos disde-
monista y eudemonista de la Etica de F. C. Sharp. Este, a su vez, adjetiviza
los sustantivos griegos SuírScau-ovía y EÚ8cau.ovía. Etimológicamente, pues,
las teorías a las que se refiere Rader serían «teorías de la infelicidad» y
«teorías de la felicidad». Hemos preferido, sin embargo, limitarnos a trans-
cribir los términos ingleses. El término «eudemonista», además, es de uso
corriente en filosofía moral (N.T.).
Teorías invalidas acerca de lo justo 251
un soberano. En líneas generales, puede decirse que se reducen
a este tipo todas las teorías relativistas para las que lo bueno no
es más que lo que es objeto de aprobación o inclinación indivi-
duales o lo que es objeto de aprobación o inclinación de los gru-
pos. Se niegan, pues, a admitir que exista un modelo último por
el que sea posible determinar la universalidad y la objetividad de
lo justo y de lo injusto.
A mi forma de ver, esta posición subjetivista o relativista es
errónea. Como «debo» no sólo denota un bien subjetivo sino
también objetivo, existe en la moral un elemento categórico y no
simplemente hipotético. La moral no depende sin más de la in-
clinación, sino de lo que es objetivamente bueno. Impone al in-
dividuo exigencias y demandas que no pueden ser eludidas ni
pasadas por alto diciendo que nuestro grupo o nosotros mismos
no «nos sentimos inclinados» a someternos a ellas. Si cometiera
un asesinato, no sería válida la excusa de decir que mi grupo o yo
nos sentíamos inclinados a ello y que mi acción era coherente
con mi tendencia. Kant estaba totalmente en lo cierto al distin-
guir entre el deber y la inclinación y al defender que un precepto
moral no es un imperativo hipotético sino categórico. Su error
estaba en aceptar un criterio formalista para determinar dicho
imperativo categórico. En una ética teleológica, como la que esta-
mos defendiendo en este libro, sólo se impone categóricamente
lo que contribuye al bienestar. H e estado manteniendo que nues-
tro deber consiste en alcanzar el máximo excedente de felicidad
sobre infelicidad. Ello constituye realmente, esto es, a nivel ob-
jetivo, un deber para todo hombre: no se reduce al capricho o a
la inclinación del sujeto. Una sociedad que, deliberadamente, se
empeñara en hacer lo opuesto —aumentar la infelicidad y dismi-
nuir la felicidad— no sería justa y resultaría condenable a los ojos
de la moral. Por otra parte, un sádico es un enfermo: su inclina-
ción sádica no hace que el causar deliberadamente dolor a otros
se convierta en un acto moralmente bueno. A menos de que en
ética adoptemos un punto de vista objetivo, no podremos justifi-
car otra cosa que no sea la anarquía moral y el nihilismo. Care-
ceríamos de base racional para oponernos, por ejemplo, al empleo
de cámaras de tortura.
(2) Teorías formalistas. Como estas teorías ya han sido exa-

252 La acción social justa
minadas en la primera parte, no nos queda otra cosa que hacer
aquí sino reafirmar nuestra crítica. Podemos hacer dos objecio-
nes a esta posición: en primer lugar, estas teorías, al no basarse
en la conciencia de un valor último, tienden a carecer de fuerza
motriz. El que verdaderamente aprecia el bien y se esfuerza por
aumentarlo, descubre que su acción está motivada por el amor y
la simpatía; por el contrario, el que sólo busca la simple obser-
vancia de «la ley moral» puede permanecer interiormente frío y
adoptar actitudes «farisaicas». En segundo lugar, estas teorías
dejan de suministrar a la ética una base racionalmente objetiva.
«La ley por la ley» no es ur^ principio racional, por lo que el
intento kantiano de basar la ley moral en el principio de no
contradicción está condenado al fracaso debido a su abstraccio-
nismo y a su carácter puramente formalista. No puedo encontrar
una prueba más válida del bien y del mal que la apelación al bie-
nestar. Sólo en la medida en que la obediencia a una ley pro-
mueva el bienestar, hemos de someternos a lo que ésta prescribe,
pero no por ninguna otra razón. Defender que en todo momento
y de un modo absoluto nuestro deber consiste en obedecer cual-
quier norma o ley, aunque los resultados sean injustos, me parece
una doctrina falsa e incluso perniciosa. Estoy, pues, plenamente
de acuerdo con G. E. Moore cuando afirma:
Me parece evidente que hacer una acción pensando que todo el
. mundo la haría es objetiva y verdaderamente peor que juzgar que, si
obráramos de un modo diferente, haríamos siempre algo malo. Si
admitimos esto, hemos de rechazar al momento la doctrina de que
hay formas de acción cualesquiera que sean que ha de constituir
siempre nuestro deber hacerlas o evitarlas, independientemente de
las consecuencias que reporten.6
Pienso que, por regla general, la aceptación de teorías forma-
listas se debe a la tendencia irracional de nuestra naturaleza a con-
vertir los medios en fines. Hay, por ejemplo, personas tan «prác-
ticas» que se obsesionan hasta tal punto por los medios que aca-
ban por tomarlos como fines; están tan entusiasmadas por «la
eficacia» o por «el éxito inmediato» que se olvidan de hacer feli-
ces a los que las rodean e incluso de serlo ellas mismas. Lo mismo
6
Ethics (Etica). Oxford University Press, New York 1912, 181.
Teorías inválidas acerca de lo justo 253
le sucede al individuo que codicia de tal modo el dinero, que no
es sino un simple medio, y termina concibiéndolo como un fin,
deleitándose en su posesión. Los formalistas éticos no se sitúan
a un nivel diferente: obsesionados por el cumplimiento del deber,
olvidan que las leyes no son más que medios y las consideran
como fines en sí mismas reverenciándolas como a tales. Esta
actitud no rebasa el límite de la idolatría y carece, por supuesto,
de toda base racional.
(3) Teorías disdemonistas. He recogido los términos disde-
monista y eudemonista de la Etica del profesor F. C. Sharp. Di-
cho autor entiende por modelo eudemonista el que «aprueba una
conducta por sus buenos efectos y la desaprueba por sus resul-
tados perjudiciales». Por el contrario, el modelo disdemonista
invierte la relación al beneficio y al perjuicio que establece el eu-
demonismo: «aprueba que el que ha causado un mal a otro ha de
hacer lo que le perjudica y no hacer lo que le beneficia, y ello no
como un medio para un fin ulterior —como sería la protección de
la sociedad—, sino como un fin en sí mismo».7 Este modelo es
aceptado por todos los que defienden que se ha de hacer que
los enemigos, los criminales o «los malos» sufran, no porque ello
les ayude o beneficie a la sociedad, sino porque «es lo que les
corresponde».
El modelo disdemonista está mucho más extendido de lo que
pudiéramos creer, siendo muy corriente en épocas de guerra o
de gran agresividad, dado que en tales situaciones se intensifica
el impulso a tomar represalias. Por otra parte, ha ejercido una
gran influencia en los sistemas de justicia para con el criminal y
ayuda a explicar las terribles condiciones que encontramos en la
mayoría de las cárceles del mundo. Este modelo ha inspirado in-
numerables argumentos de obras de teatro, de novelas y de pelí-
culas en las que «los malos» mueren o son severamente castiga-
dos con gran regocijo de los lectores o del auditorio. De un mo-
do mucho más complicado, esta tesis ha sido abiertamente defen-
dida por filósofos como Kant y Hegel, quienes mantuvieron que
se ha de castigar al criminal sin tener en cuenta si ello les ayuda
o si causa algún beneficio a la sociedad. Encontramos, por el con-
' Ethics (Etica). Century, New York 1928, 33.
254 La acción social justa
trario, un rechazo de esta opinión en el personaje de Sócrates que
Platón presenta en el libro primero de La república, quien defien-
de que es injusto causar cualquier mal a otro, sea éste amigo o
enemigo. A este modelo disdemonista se opone, igualmente, el
precepto cristiano de que hay que devolver bien por mal.
Está indudablemente claro que podemos admitir que los bue-
nos son más merecedores de ser felices que los malos, que éstos
son más merecedores de la infelicidad que los primeros y que,
en consecuencia, debemos aspirar a una distribución «justa» de
la felicidad y de la infelicidad que premie al virtuoso y castigue
al malvado. Se ha admitido que incluso Dios está motivado en
este sentido, es decir, que eleva a los buenos a la gloria infinita
del cielo y castiga a los reprobos al fuego eterno del infierno.
El modelo de bien que hemos adoptado condena, sin embar-
go, este aumento gratuito del dolor en toda situación indiscrimi-
nada. Defiende que todo hombre ha de ser tan feliz como sea
posible, en la medida en que ello concuerde con la felicidad de
otros. Con todo, este modelo no condena de un modo absoluto
los premios y los castigos. Si el bien moral es premiado con la
felicidad, se reforzará la bondad y los hombres tenderán a ayudar
a su prójimo con mayor frecuencia; y si se castiga el mal moral
con la infelicidad, la maldad quedará desalentada y los hombres
tenderán a hacer menos daño a su prójimo. De ahí que, a falta de
una alternativa mejor, el castigo resulte justificable.
Con todo, la palabra castigo, como generalmente se entiende,
no significa una penalización preventiva y remediadora en orden
a potenciar el máximo de felicidad. Significa, por el contrario, el
sufrimiento que deliberadamente se impone a quien se ha hecho
acreedor a ello por haber obrado mal. En este último sentido,
la palabra castigo debiéramos borrarla totalmente de nuestro có-
digo moral. Es un vestigio de sistemas morales primitivos como
el de «ojo por ojo, diente por diente». Con demasiada frecuen-
cia no es más que la expresión de impulsos psícopatológicos o
inmorales como el sadismo y la sed de venganza. Su efecto es,
pues, disminuir el bienestar humano.
Lo que realmente necesita el que obra mal no es un «castigo»
sino un «tratamiento». Al igual que un médico debe a veces in-
Teorías inválidas acerca de lo justo 255
fligir un sufrimiento a un enfermo para conseguir su salud, un
juez ha de provocar a veces un dolor en aras del bienestar. En
Erewhon, la utopía satírica de Samuel Butler, los médicos del
alma, a los que el autor llama «enderezadores», tratan el crimen
de esta forma, esto es, intentan comprender con plena imparcia-
lidad al criminal y eliminar las causas de su comportamiento en
lugar de hacer sufrir a la gente inútilmente. A veces se ha adop-
tado esta actitud en nuestra sociedad con los delincuentes juve-
niles consiguiéndose un notable progreso. En algunos casos, el tra-
tamiento ha sido el fruto de un cuidadoso estudio científico. Nu-
merosos especialistas han conseguido diagnosticar los problemas
del adolescente analizando su inteligencia, sus ineptitudes físicas,
sus rasgos caracteriológicos, sus conflictos y anormalidades psíqui-
cas y los numerosos factores que incluye su medio ambiente. So-
bre la base del conocimiento adquirido en estas distintas áreas,
cabe la posibilidad de elaborar una serie de prescripciones tan
científicas como las que puede hacer un médico y en cuyo voca-
bulario no entre casi nunca la palabra «castigo». Se ha hecho un
laborioso estudio de la eficacia que se podría obtener con un tra-
tamiento de este tipo, completándose sus resultados con los de
otras investigaciones para corregir los posibles fallos del primero.
Este segundo procedimiento emplea los numerosos recursos que
reportan las ciencias sociales, psicológicas y médicas, y el resul-
tado ha sido beneficiosísimo tanto para el individuo implicado
como para la sociedad. Creo que se debieran utilizar estos méto-
dos humanitarios y científicos, no sólo para afrontar el problema
de la delincuencia juvenil, sino también el del crimen adulto. He-
mos de esforzarnos por descubrir científicamente las causas del
crimen, tanto a nivel individual como social, y por trazar un plan
bien concebido para eliminarlo y reformar al criminal. Tengo la
esperanza de que con este enfoque racional conseguiremos aumen-
tar en gran manera el índice de felicidad humana. A largo plazo,
estos procedimientos serían menos costosos, incluso económica-
mente, que los métodos tan toscos y rudimentarios que hoy em-
pleamos para combatir el crimen.
(4) Teorías eudemonistas-parcialistas. Las doctrinas de este
tipo reconocen, dentro de ciertos límites, que el modelo más
apropiado de la acción justa es el aumento de la felicidad, pero
256 La acción social ¡usía
muestran, a la vez, una marcada preferencia por una visión estre-
cha del bien (como, por ejemplo, egoísta, racista, nacionalista, cla-
sista, etc.). Estas posturas suelen ser muy frecuentes y son mu-
chas las personas que las aceptan aunque no lo reconozcan abier-
tamente. Difícilmente encontraremos a un hombre que se com-
porte siempre de acuerdo con un modelo universalista y muchas
más raras veces hallaremos a un individuo que siga esta norma
de acción a lo largo de toda su vida.
Ya he hablado en los capítulos 5 y 7 de la necesidad que te-
nemos de adoptar un modelo universalista y no restringido de
bienestar. Dada la importancia social del tema no está, sin em-
bargo, de más que volvamos a detenernos en él aunque, en este
caso, nos ceñiremos a su relación con el significado de la acción
justa e injusta.
Todo modelo parcialista de bienestar es condenable porque,
al ser restringido, nos obliga a sacrificar un bien mayor. Por otra
parte, en la práctica, una actitud favorable hacia un grupo limitado
suele ir emparejada con demasiada frecuencia con una actitud
desfavorable hacia los que no pertenecen a la colectividad prefe-
rida. En consecuencia, puede decirse que un modelo estrecho de
eudemonismo suele ir unido a un modelo disdemonista. Ordina-
riamente, el racismo, por ejemplo, implica tanto una actitud fa-
vorable hacia los individuos de nuestra misma «raza» como una
actitud de odio y de sometimiento hacia las «razas inferiores».
De igual modo, los prejuicios en favor de nuestra propia nación
se combinan a menudo con los prejuicios contra las restantes na-
ciones. Lo mismo puede decirse de los prejuicios hacia una de-
terminada clase social, una casta o cualquier otra forma de grupo
limitado. Esta es una de las causas por las que los grupos, los
ideales, las creencias o las fidelidades se enzarzan en luchas
continuas.
Tan común es este modelo del conflicto que Cari Schmitt,
un conocido especialista alemán en estos temas, ha defendido que
todas las relaciones políticas se organizan sobre esta base.
La distinción política esencial, escribe, es la que existe entre
amigo y enemigo. Presta a las acciones y a los motivos humanos un
Teorías inválidas acerca de lo justo 257
significado político. En último término, todas las acciones y motivos
políticos pueden ser reducidos a esta distinción de base.8
Partiendo de estas ideas, Schmitt considera que el conflicto e
incluso la guerra constituye una manifestación normal e inevita-
ble de toda relación política y social. No existe, según él, una
norma universal ni un modelo imparcial por el que, en casos ex-
tremos, podamos resolver tales conflictos; de ahí que «resulte
imposible un estado mundial que abarque a la totalidad de seres
humanos y que el campo político sea un pluriverso y no un
universo».9
Este tipo de postura no sólo ha sido muy aceptada, sino que
ha inspirado conductas sociales tan perjudiciales como las que
alcanzaron su punto álgido en la segunda guerra mundial. Entre
nazis y fascistas, especialmente, y, en general, entre personas de
ideología más o menos similar a éstas, suele ser frecuente la afir-
mación del ideal del «sólo nosotros». Con frecuencia se ha dis-
tinguido entre oriente y occidente, gentiles y judíos, blancos y
negros, «pueblos escogidos» y «razas inferiores», mientras que
el elogio y la exaltación de uno de los polos han corrido parejos
con el desprecio, la tortura e incluso la muerte del otro.
Aplicado a las diferentes esferas de la cultura, este tribalismo
ha apoyado las más intolerantes doctrinas. Se dijo, por ejemplo,
que el pueblo alemán, como perteneciente a la raza «aria», dis-
pone de una física, unas matemáticas, una historia, una antropo-
logía, un arte, una música, una literatura, un derecho y una reli-
gión peculiares y distintivos, y que las culturas «no arias» ca-
recen de validez e importancia. En Italia y en el Japón se renun-
ció, igualmente, a la idea de una humanidad universal en favor
de un prejuicio racial o nacionalista.
Con su intolerante «cultura» y sus mitos fanáticos, esta estra-
tegia de odio servía a los propósitos de los demagogos fascistas:
desviar a las masas de las causas reales de sus sufrimientos, fo-
mentar un sentimiento de solidaridad nacional cultivando una
' Der Begriff des Politiscben. Hanseatische Verlags-Anstalt, Hamburg
1933, 7.
' Ibid., 35-36.
258 La acción social justa
mentalidad de rebaño y una actitud de odio hacia los grupos
«ajenos», preparar la conciencia del pueblo para una campaña de
guerra y violencia e inspirar, entre las numerosas víctimas de la
«gran depresión», la idea de que «la destrucción del enemigo»
constituía la solución para todos sus males. La inseguridad labo-
ral, el desempleo, la pobreza y el enfrentamiento internacional
constituyen el terreno abonado en el que suelen florecer estas
actitudes patológicas.
Si nos dirigimos a las naciones democráticas, encontraremos
muchos individuos y grupos cuya mentalidad no difiere en espí-
ritu de la fascista. Las ciudades americanas, por ejemplo, son
un hervidero de actitudes antisemitas; los defensores de la «su-
premacía blanca» se cuentan por millones; durante la guerra, e
incluso en los años posteriores, los japoneses eran despreciados
en Estados Unidos donde se les calificaba con el nombre de «ama-
rillos». Si un americano medio oye que en Puerto Rico se está
muriendo la gente de hambre, lo más probable es que se encoja
de hombros y pase a ocuparse de cosas más «interesantes».
Está claro que los prejuicios nacionalistas y racistas no se
han limitado a los países fascistas. Ha podido observarse que his-
tóricamente el nacionalismo se ha ido desarrollando de un modo
cada vez más intenso en casi todos los países y que el imperialis-
mo, con su terrible explotación de las razas y de los pueblos
«inferiores», constituye una fase casi universal en el proceso del
capitalismo moderno. Los lemas y consignas que han conducido
a sangrientos combates son demasiado conocidos: «Britannia ru-
les the waves!» «Deutschland über alies!» «France d'abord!»
«America first!» «My country, right or wrong!». Aunque los
fascistas llevaron estas tendencias al extremismo patológico del
sadismo y de la xenofobia, no tenemos más que observar lo que
está sucediendo en Estados Unidos para comprobar que el cán-
cer del racismo y del nacionalismo se está propagando por el
tejido sano del organismo democrático.
Entre los grandes pensadores del siglo xix, Karl Marx de-
dicó una especial atención al problema de los conflictos de gru-
pos. Concibió, así, la historia desde la perspectiva de antiguos y
amargos antagonismos: conflictos entre ricos y pobres, libres y
Teorías inválidas acerca de lo justo 259
esclavos, dirigentes y dirigidos, explotadores y explotados, «razas
superiores» y razas sometidas, trabajadores manuales e intelec-
tuales, campesinos y ciudadanos, hombres y mujeres... Defendió
que el conflicto básico es el que se produce, a nivel económico,
entre opresores y oprimidos y que, en nuestra época, esta lucha
se fundamenta en la propiedad que individuos particulares osten-
tan de los medios de producción. En tanto no se resuelva este
conflicto mediante el establecimiento de una sociedad sin clases
en la que se instaure como condición indispensable una propiedad
colectiva, seguirán sin desaparecer las luchas que derivan de este
antagonismo radical. En la medida en que siga sin resolverse el
conflicto económico de base, no podemos esperar que la humani-
dad se una, dado que no puede haber una auténtica cooperación
entre el amo y el siervo, el explotador y el explotado. No voy a
hacer ahora un estudio valorativo de los argumentos de Marx,
pero sí quiero subrayar al menos la gran importancia que tiene
el conflicto económico y el hecho evidente de que los prejuicios
de clase no son menos fundamentales que los racistas y los
nacionalistas.
A estas formas de prejuicios de grupo cabe añadir además los
prejuicios individuales que derivan del egoísmo: la preferencia
del ideal del «sólo yo». Aunque haya dicho que éste es un pre-
juicio «individual», es necesario admitir que es fomentado por un
orden social competitivo y que, en comparación, aparece en muy
contadas ocasiones en sociedades cooperativas, como los pueblos
y los arapesh, entre las comunidades primitivas, o como los cuá-
queros, entre las más civilizadas. La sociología y la antropología
han comprobado en múltiples ocasiones que no se trata ni mucho
menos de un rasgo humano inalterable y que su intensidad varía
según las circunstancias y condiciones sociales. Es mucho menos
agudo y frecuente en una sociedad esencialmente cooperativa que
en otra que, en contraste, presente un alto índice de despiadada
competitividad.
En consecuencia, es difícil pero no imposible superar el egoís-
mo. Todo hombre es, en cierto sentido, el centro de su pequeño
mundo particular, vive dentro de su piel, ve con sus propios ojos
y siente con los sentimientos que le caracterizan. A menos que
supongamos que tiene el poder de leer los pensamientos ajenos,
 260 La acción social justa
no experimenta nunca directamente otras cosas que no sean sus
propios valores. Ve las manifestaciones de alegría de los que le
rodean y ello puede hacerle feliz, pero nunca vive directamente la
satisfacción de otras personas. Este hecho ha conducido a no
pocos escritores a defender el egoísmo. Dado que todo individuo
se halla situado en una «posición egocéntrica», ¿por qué ha de
esforzarse en conseguir otro bien que no sea el suyo?
Sin embargo, como hemos estado viendo, las personas no son
sólo egoístas, sino también sociables. La simpatía constituye un
hecho fundamental de la vida humana; según muchos psicólogos,
el amor es el impulso vital básico. Estas emociones rompen los
muros que existen entre los seres humanos y se convierten en
importantes factores en la resolución de conflictos y egoísmos.
Rainer María Rilke escribió: «El amor consiste en esto: en que
dos soledades se protegen, se comunican y se dan la bienvenida
la una a la otra».10 En esta medida, los individuos trascienden su
posición egocéntrica.
Por otra parte, el egoísmo resulta contradictorio como teoría
ética. Defiende que el bien de cada hombre es el único bien; pero,
al haber muchos hombres, ello equivale a decir que hay muchos
bienes únicos, lo que constituye una evidente contradicción.11
Por otra parte, si espero que otros hombres reconozcan mi bien,
me toca igualmente reconocer los suyos. Si mi bien ha de ser
promocionado, por la misma razón se ha de promover el bien de
los demás. El bien, por el hecho de serlo, ha de ser promovido en
la medida de lo posible. Sólo cuando somos presa del egoísmo
más desaforado, nos parece irracional esta afirmación. Cuando am-
pliamos nuestras simpatías y logramos una captación más viva de
la alegría y del dolor de otros, nos parece más irracional que nunca
endurecer nuestros corazones y reducir nuestras aspiraciones éticas
a los estrechos límites del yo individual.
La forma más razonable de superar el egoísmo no es reprimir
y sojuzgar nuestro yo, sino expandirlo hasta que nuestro bien
10
Otado por WALTER DE LA MARE en Love (Amor). Morrow, New
York 1946, 11.
11
Véase G. E. MOORE, Principia ethica. U.N.A.M., México 1959,
94-99.
Teorías inválidas acerca de lo justo 261
coincida con el de los demás. Un hombre no ha de despreciarse
a sí mismo, sino ampliar y vivificar aquellos intereses que no sean
exclusivamente suyos. Como Spinoza subrayó, un hombre es gran-
de en la medida en que lo sean sus intereses, y el mero egoísmo,
por ocupar el puesto más bajo en la escala del interés, empobre-
ce su yo. Puede decirse que, en gran medida, todo el problema
del control social se reduce a eliminar el conflicto existente entre
los intereses individuales y los sociales. Para conseguir esto se ha
de cambiar tanto al individuo como a la sociedad: se ha de hacer
a la sociedad más cooperativa y a los individuos más altruistas
y menos apegados a sus intereses personales.
Del mismo modo que no es injusto perseguir nuestros intere-
ses personales si ello no constituye un obstáculo para los intereses
sociales, tampoco es injusto buscar los intereses de nuestro grupo
si con ello no impedimos la satisfacción de intereses más amplios.
Es evidente que una de las exigencias primordiales de toda civi-
lización dinámica es el crecimiento rico y variado de asociaciones
humanas, con todas las diversas formas de amor y de lealtad que
originan. Sólo cuando la lealtad al grupo se convierte en egoísmo
de grupo, o peor aún en agresividad de grupo, es cuando aparece
una actitud inmoral. Lo que precisamos, como ha apuntado
Josiah Royce, es una lealtad que sea ampliamente tolerante, que
respete las fidelidades de otros, que sea, por así decirlo, «leal a la
lealtad».12
El problema moral más importante de nuestra época consiste
en si creemos en la posibilidad de establecer una comunidad más
amplia de seres humanos, de reconocer su destino común y de
cultivar su humanidad participada; o si, por el contrario, sólo
creemos en individuos desarraigados, aislados y particulares, que
luchan en un sistema inorgánico en el que se desprecie a los que
se quedan atrás, o en una multiplicidad de razas, naciones y cla-
ses que luchan constantemente en un conflicto carente de
significado.
12
Véase The philosophy of loyalty (Filosofía de la lealtad). Macmillan,
New York 1909, especialmente el c. III.
 262 La acción social justa
3. La tarea moral.
Elección e integración de valores
Toda mi argumentación va dirigida al logro de un mayor
orden y de una menor anarquía. La esencia de la tarea moral es
la prosecución de una integración más amplia y armónica de
intereses, de forma tal que un impulso no luche contra otro
impulso, ni un individuo contra otro individuo, ni un grupo
contra otro grupo. Como ha dicho Ralph Barton Perry:
Sólo se produce el drama moral cuando hay unos intereses que
se oponen a otros, cuando la senda de una vida individual se cruza
con la de otras. Todo interés está obligado a reconocer otros intere-
ses, por un lado, como partes de su entorno, y, por otro, como
compañeros en la empresa general de la vida. Aquí se encuentra
implicada la idea moral o el principio de acción, según el cual, un
interés se alta con otro para ser fuerte y poderoso contra el enemigo
que todos heredamos: la pesada inercia y el incesante desgaste del
cosmos. Merced a la moral, una pluralidad de intereses se convierte
en una economía o una comunidad de intereses... Aunque la reali-
zación de un interés aislado sea algo bueno, sólo la satisfacción de
una organización de intereses es moralmente buena... Los principios
morales definen la adaptación de un interés a otro en orden a la
economía de cada uno de ellos y al fortalecimiento de ambos contra
el fracaso y la muerte. La moral no es más que la forma de llevar
adelante el negocio de la vida más allá de un cierto grado de com-
plejidad. Es el método de un vivir concertado, acumulativo, por el
que los intereses pasan de la dudosa condición de ser tolerados por
el cosmos a la de seguridad y confianza. La causa y el motivo de la
moral no se diferencian, pues, de los de la vida.13
Para un ser que no experimentara el riesgo y la aventura de
vivir no existiría la moral. Un ser tan estático como el «Dios»
de Aristóteles —un ser eterno que piensa eternamente pensa-
mientos eternos— no puede ser moral porque no se enfrenta
a la necesidad vital de tener que elegir. Es el carácter temporal
y procesal de la vida el que plantea problemas éticos: nuestra
existencia está impregnada de interés moral porque hemos de
tener en cuenta un antes y un después. Ponderamos las lecciones
del pasado, elegimos mirando hacia el futuro y consideramos los
13
The moral economy (La economía moral). Scribner's, New York
1909, 13, 15 y 19.
La tarea moral 263
intereses de los que nos rodean porque sólo una acción armónica
y equilibrada puede resolver los conflictos y las incompatibilidades.
La elección se nos hace mucho más sencilla por el hecho de
vivir en una sociedad organizada con costumbres, reglas, leyes e
instituciones basadas en una larga y variada experiencia. Duran-
te la infancia se nos inculca la idea de que la amabilidad es mejor
que la crueldad, de que no debemos mentir, de que robar es un
acto vituperable, de que por regla general tenemos que cumplir
nuestras promesas, etc. Cuando llegamos a la madurez, caemos
en la cuenta de que el sentido común de la humanidad ha des-
cubierto determinadas fuentes de felicidad; de que bienes tales
como la salud, la seguridad, el conocimiento, la libertad, el amor,
la belleza y el trabajo creador constituyen, por aceptación univer-
sal, las fuentes principales de la felicidad humana; y que sus
opuestos, la enfermedad, la inseguridad, la ignorancia, la tiranía,
el odio, la fealdad y el trabajo penoso constituyen, también por
aceptación universal, las fuentes principales de la desgracia y del
dolor. Por otra parte, podemos profundizar y ampliar este cuadro
de valores reflexionando sobre la base de lo que han escrito
pensadores antiguos y modernos.
A pesar de ello, nos habremos de enfrentar con la necesidad
de elegir entre valores variados y opuestos. Todo valor puede ser
sometido a crítica a la luz de su valía intrínseca y de su consis-
tencia o inconsistencia con otros valores. ¿Cómo podemos de-
terminar los valores que merecen ser elegidos? ¿Sobre qué prin-
cipios podemos elaborar nuestra economía moral?
Uno de los intentos clásicos por contestar a estas preguntas
lo constituye el «cálculo hedonista» de Jeremy Bentham. El fa-
moso pensador inglés defendió que el valor intrínseco del pla-
cer o del dolor viene determinado por su intensidad y su du-
ración. A la hora de considerar un placer o un dolor futuros,
hemos de tener en cuenta su certidumbre o incertidumbre y
su proximidad o lejanía. Si deseamos considerar, además, las con-
secuencias de un placer o de un dolor, habremos de calibrar
otros dos factores: primero, su «fecundidad» (es decir, la pro-
babilidad de que el placer vaya seguido de más placer o el do-
lor de más dolor), y, segundo, su «pureza» (esto es, que un pía-
 264 La acción social justa
cer se vea libre de todo dolor subsiguiente, y que un dolor no
vaya acompañado de un placer ulterior). Por último, si hemos
de considerar una acción que afecta a un grupo de individuos,
debemos tener en cuenta el número de personas que experimen-
tarán de resultas de ella placer o dolor. Bentham resumió su con-
sejo en el siguiente verso:
Intenso, largo, cierto, rápido, fructífero y puro
son los signos del placer que ahuyentan el dolor.
Sí los placeres son privados, gózalos por ti mismo,
si son públicos, amplíalos todo lo que puedas.
Evita todo dolor que esté en tu mano esquivar;
si son inevitables, reduce al mínimo su número.14
Bentham propuso calcular el valor de una acción según el
mayor número de placeres y el menor número de dolores que
quepa esperar de ella una vez restados los segundos a los pri-
meros.
Con frecuencia, se ha achacado a Bentham el carácter poco
práctico de su «cálculo». No hay duda de que es imposible cal-
cular con precisión aritmética el excedente de placer sobre do-
lor o de dolor sobre placer que resultará de un acto. Todo lo
más que podemos hacer es juzgar que un placer (o un dolor)
será mayor en duración que otro y estimar muy por encima las
consecuencias subsiguientes. Toda ética teleológica exige esta
ponderación de valores y consecuencias, por lo que Bentham tie-
ne al menos el mérito de haber reconocido la naturaleza del
problema y de haber tratado de resolverlo.
Si intentáramos formular los criterios, no para una ética he-
donista como la de Bentham, sino para el concepto más amplio
de cultivo y satisfacción de intereses, el problema sería aún más
complicado. Podemos indicar, sin embargo, los siguientes crite-
rios:
1) Criterio de duración: Charles W. Eliot, rector de la
universidad de Harvard, gustaba de decir que «las satisfacciones
14
Principies of moráis and legislation (Principios de moral y de legis-
lación). Hafner, New York 1948, 28.
La tarca moral - 265
de la vida han de ser duraderas». Con ello apuntaba a un im-
portante criterio: la extensión temporal del valor.
En igualdad de circunstancias, se han de preferir satisfaccio-
nes o alegrías que sean duraderas (que no se conviertan pron-
to, por ejemplo, en el polvo y la ceniza del aburrimiento); y se
han de cultivar los intereses que produzcan esos placeres. Tales
intereses son los que tienen cimientos más profundos, los que ex-
presan deseos más importantes y los que suministran los medios
necesarios para su realización y mantenimiento. Un interés que
sea superficial o irreal desemboca o se convierte en aversión.
2) Criterio de intensidad: En igualdad de circunstancias,
se han de preferir las satisfacciones y alegrías más intensas a
las menos intensas. Está claro que la intensidad no puede ser
medida con toda exactitud; sin embargo, en ocasiones, podemos
decir con un cierto grado de fiabilidad que una satisfacción es
más intensa que otra e incluso que ésta es más intensa que otra
tercera. Cabe, así, la posibilidad de ordenarlas en una escala de
magnitudes de intensidad, separando cada una de la siguiente
en el orden de jerarquía por alguna diferencia apreciable.
Del mismo modo que los intereses profundos producen ge-
neralmente satisfacciones más duraderas, también originan goces
más intensos. Cuando se frustran esos intereses fundamentales,
el dolor resultante es, en correspondencia, intenso y prolongado.
Gracias a las investigaciones de Freud, Adler, Hamilton, Murray,
Hollingworth y Tolman, disponemos de suficientes datos psico-
lógicos como para poder afirmar que determinados intereses son
extremadamente fundamentales y que entre ellos se incluyen el
interés por el amor y la amistad, por la seguridad, por un tra-
bajo productivo, por la manifestación constructiva de nuestras
aptitudes, por una posición y una reputación sociales dignas y
por una variedad considerable de estímulos. Para conseguir una
felicidad y evitar una infelicidad intensas, resulta particularmente
importante satisfacer los deseos más fundamentales.
3) Criterio de cualidad: John Stuart Mili apelaba a este
criterio cuando defendía que ciertas formas de placer son pre-
feribles a otras completamente al margen de su intensidad y du-
ración. Ya hemos hecho referencia a las incoherencias que pre-
266 La acción social justa
senta la argumentación de Mili; lo que ahora quisiera, no obstan-
te, subrayar es que hemos de preferir una satisfacción cualitati-
vamente superior a otra cualitativamente inferior.
Al juzgar la cualidad, hemos de establecer una diferenciación
entre lo preferido y lo preferible. Hay deseos apasionados e irra-
cionales, como los de tipo sádico o masoquista, que no constitu-
yen criterios ni determinantes objetivos de la cualidad de un va-
lor. «Desear lo perjudicial, ha escrito Erich Fromm, constituye
la esencia de la enfermedad mental».15 Las preferencias de una
conciencia enferma, superficial o ignorante, no son necesariamen-
te un índice de una cualidad superior. Toda preferencia, como
forma que es de un interés, encierra algún valor, pero ello no
quiere decir que dicho valor merezca ser elegido o que sea mo-
ralmente permisible; aun en el caso de que tuviera un valor in-
trínseco, el objeto de dicha preferencia no es necesariamente re-
presentativo de una cualidad superior o de un tipo digno de elec-
ción.
¿Cómo podemos juzgar entonces lo que es cualitativamente
superior? Esta pregunta encierra una enorme dificultad. Puede
que, mediante un análisis adecuado, consigamos reducir el mo-
delo cualitativo a un criterio cuantitativo, como el de la inten-
sidad, por ejemplo. Es, sin embargo, una creencia muy extendida
que ciertos tipos de satisfacciones y de goces, como los que sur-
gen del arte, de la ciencia, de la filosofía, de la religión, del
amor y la amistad, etc., son cualitativamente superiores a los
placeres puramente corporales o sensuales. Es posible que la ba-
se de esta creencia se apoye en el hecho de que los valores «su-
periores» representan el conjunto de la conciencia y que, por
ello, expresan de un modo más aproximado la esencia y la tota-
lidad de la personalidad humana. Los valores «inferiores», por
el contrario, son menos ricos, menos complejos, más centrados
en lo corporal, menos representativos del yo en conjunto, ya que
expresan sólo un aspecto de la personalidad. En su mejor mani-
festación, el amor, por ejemplo, no es sólo una experiencia sexual
y sensual, sino también emocional, afectiva, imaginativa e inte-
lectual. Por ello rezuma el perfume de toda la personalidad, mien-
L. c, 120.
La tarca moral 26/
tras que el puro contacto físico, aunque tal vez produce un plum-
illas intenso, sólo expresa un aspecto aislado de la naturaleza hu-
mana. Este es el modelo que tiene presente De Witt Parker
cuando afirma:
Es superior el interés que mejor representa el valor del yo como
un todo, el que da al conjunto lo que éste necesita. De este modo,
cabe la posibilidad de determinar que un interés importante es su-
perior a otro demostrando simplemente que es más adecuado al valor
del yo en conjunto.16
Si estas afirmaciones de De Witt Parker son correctas, el in-
terés cualitativamente superior sería el más amplio, esto es, el
que expresa una dimensión mayor del yo o incluso al yo en con-
junto. Puede parecer que la amplitud es algo puramente cuanti-
tativo y que, en consecuencia, cabe la posibilidad de reducirla a
los criterios de duración, intensidad y número. Con todo, cuan-
do consideramos valores superiores, como el amor o la belleza,
por ejemplo, parece que hallamos en ellos también una diferen-
cia cualitativa. Este problema de la cualidad de un valor resulta
muy difícil de analizar, por lo que las ideas que he sugerido
aquí son meramente provisionales y revisables.
4) Criterio numérico: En igualdad de circunstancias, un con-
junto de muchos valores es mejor que un conjunto de pocos va-
lores. En general, es mejor una vida en la que haya muchas
alegrías que una vida en la que haya pocas, y es mejor una so-
ciedad en la que sean felices muchas personas que una sociedad
en la que sean felices pocas personas.
Una de las consecuencias de este criterio es que se han de
preferir intereses concordantes a intereses discordantes. El efecto
de la falta de acuerdo es disminuir el número de satisfacciones
y aumentar el de dolores. Como un tanto humorísticamente ha
hecho observar Bertrand Russell, el amor es mejor que el ase-
sinato, porque el amor satisface a dos, mientras que el asesinato
sólo satisface a uno. Los intereses egoístas, avariciosos, depreda-
dores, sádicos o inmoderados son fuente de conflictos, mientras
que los altruistas, generosos, desprendidos, filantrópicos o equili-
16
Human valúes (Valores humanos). Harper, New York 1931, 97.
 268 La acción social ¡usía
brados producen armonía. Se han de evitar, además, los conflic-
tos sociales; por lo que, desde el punto de vista de la armonía
interior, el mejor de todos los grupos sería aquella comunidad en
la que el bien de cada uno coincide con el bien de todos.
Otra consecuencia del criterio numérico es que los bienes de
la vida han de ser extendidos al mayor número posible de per-
sonas. Ello significa que es mejor la participación democrática
que el exclusivismo estrecho. Tratar de aumentar la felicidad
prodigando toda la atención sobre un individuo o sobre un gru-
po reducido, cuando deberíamos interesarnos por todos los miem-
bros de nuestra comunidad, sería algo similar a intentar obtener
una abundante cosecha de trigo cultivando un acre de tierra, cuan-
do podríamos cultivar un centenar de acres.
5) Criterio de fecundidad: no sólo se han de juzgar los va-
lores desde el punto de vista de su dignidad inmediata, sino tam-
bién desde la perspectiva de su valía instrumental o de su capa-
cidad para producir futuros valores o contravalores. En base a
ello, pueden ser dignos de elección ciertos bienes externos que
resultan escasos o que no son valores en sí mismos. Esta afirma-
ción justifica, por ejemplo, que hayamos puesto un gran énfasis
en las necesidades básicas de la vida, como el alimento, el vesti-
do y la vivienda. Como ha observado Helen Lynd: «Un alimento
y una vivienda decorosos no hacen más espirituales a los hom-
bres, pero constituyen una mejor base para conseguirlo que el
pasar hambre o frío».17 Por similares razones merece subrayarse
la salud y una sólida educación, ya que sin ellas los hombres
encuentran muchas dificultades para el logro de sus objetivos.
La primera obligación de toda sociedad es suministrar a todos
sus miembros estos bienes imprescindibles: comida, vivienda, ves-
tido, servicios sanitarios y educación. Igual de importante resulta
lograr un sistema económico y social que evite el terrible desas-
tre de la guerra y de la depresión económica y que proporcione
a todo hombre, mujer y niño seguridad contra la pobreza y opor-
tunidad razonable para lograr su felicidad.
Al considerar los valores instrumentales, hemos de tener en
England in the eighteen-eighties (Inglaterra en la década de 1880).
Oxford University Press, New York 1945, 424.
La tarea moral 269
cuenta el factor del riesgo. En general, se han de preferir las
satisfacciones y las alegrías más probables a las menos probables.
Podemos preguntarnos, por ello, en qué medida es probable que
lleguemos a alcanzar los valores futuros que perseguimos. Esta
consideración justifica una cierta preferencia por los valores que
están más cercanos a nosotros en el tiempo y en el espacio, dado
que la distancia temporal y espacial hace más oscuros e inciertos
los efectos de nuestras acciones. Existe, sin embargo, en la na-
turaleza humana una marcada tendencia a exagerar el valor de
este factor: el prejuicio en favor de lo inmediato constituye una
de las formas más perjudiciales de parcialismo. Al igual que el
hijo pródigo, los americanos, por ejemplo, han talado bosques,
han agotado su suelo y han extraído minerales en cantidades des-
comunales. Uno de los principales valores de la planificación so-
cial, si atendemos especialmente las cuidadosas estimaciones que
nos suministran los científicos sociales, radica en la posibilidad
de reducir razonablemene tamaña devastación.
Como hemos estado viendo, los valores pueden diferir en una
mayor o menor duración, intensidad, cualidad, número y fecun-
didad. Resulta difícil determinar el valor de las alternativas recu-
rriendo a uno o a todos estos criterios. Más problemático es aún
contrapesar estos criterios con otros. Indudablemente, este último
problema —cómo comparar modelos— resulta sumamente com-
plejo. Supongamos, por ejemplo, que hemos de considerar cuál
de estas tres alternativas hay que elegir cuando la primera es pre-
ferible en términos del criterio de intensidad, la segunda según
el de duración y la tercera de acuerdo con el de cualidad. ¿Cómo
podemos comparar estos criterios y decidir cuál ha de prevalecer
en una situación dada? Evidentemente que ello dependería mu-
cho de la medida en que cada una de las alternativas fuera su-
perior o inferior a las otras en cada uno de los criterios. Si una
alternativa fuera, por ejemplo, muy superior en intensidad y muy
inferior en duración y cualidad, parecería que es la mejor, en la
medida en que estos tres criterios intervienen. Pero si no se da
ninguna superioridad decisiva en favor de una alternativa y ca-
da una es superior en un aspecto diferente, será imposible deci-
dir sobre la base de un fundamento claro y racional. En tales
circunstancias, solemos tomar una decisión brusca y repentina.
270 La acción social justa

Me gustaría decir mucho más acerca de este problema, pero es

tan difícil y complicado que me he tenido que contentar con
tocar algunos de sus puntos en este breve epígrafe.

Si es difícil determinar el valor de las alternativas en rela-

ción con una vida individual, mucho más complejo será plantear
este problema a nivel social. La ética social es un arte sutil y
difícil que no puede resolverse maquinalmente. Con todo, si los
hombres se tomaran tiempo y reflexionaran con mayor cuidado,
podrían por lo menos elegir inteligentemente obteniendo, en ge-
neral, consecuencias mejores y más fecundas.
RESUMEN

"¿Sf

En la primera parte de este libro, defendí que toda ética basa-

da simplemente en el puro cumplimiento de las leyes resulta ina-
decuada y que es necesario, a nivel moral, recurrir a la conside-
ración de los ideales y de las consecuencias. He dedicado, pues,
toda esta segunda parte a examinar la ética de los ideales.
Este tipo de ética, a la que he designado con el nombre de
ideológica, defiende que las acciones son justas en la medida en
que tiendan a promover un bien intrínseco, y malas en la medida
en que tiendan a promover un mal intrínseco. Trata de definir,
en consecuencia, el bien y el mal intrínsecos y se esfuerza en deter-
i minar los mejores medios para promover el primero y reducir el
segundo.
Si tenemos en cuenta la definición de la naturaleza del bien
intrínseco que ofrece cada una de ellas, podemos distinguir di-
versas teorías. La relativista niega la existencia de un bien uni-
versal; la absolutista, no sólo afirma la universalidad del bien,
sino también la eternidad de su contenido. El individualismo ex-
tremo sitúa el bien en el individuo autosuficiente; el colectivis-
ta extremo considera que el lugar del bien intrínseco no puede
ser otro que el grupo o la sociedad. El intelectualista descubre
el bien en la razón, el hedonista en el placer y el voluntarista
en el deseo o en la voluntad. Por último, algunos filósofos, al
intentar elaborar una concepción más amplia del bien, lo sitúan
272 Etica de los ideales
en el interés y en sus objetos. He ido examinando una por una
estas diversas interpretaciones.
En el capítulo 5 estudié la tesis relativista de que el bien
no tiene un alcance universal, dado que varía de un lugar a otro
y de una época a otra. Esta teoría constituye el polo opuesto del
absolutismo, que proclama el carácter incondicionado e invaria-
ble de los modelos morales.
El relativismo ha tendido a prevalecer en períodos conflicti-
vos, como la época de los sofistas o nuestra actual situación de
crisis. El relativismo antiguo viene representado por Protágoras,
quien enseñó que cada hombre o cada grupo «es la medida de
todas las cosas», o por Trasímaco, más radical, para quien la
justicia se reduce al «interés del más fuerte». Entre los relativis-
tas modernos, Pareto y Westermarck han defendido que los con-
ceptos éticos descansan sobre «sentimientos» o «emociones» va-
riables, por lo que carecen de toda posible justificación racional.
Con todo, al igual que muchos relativistas, Westermarck se mues-
tra incoherente con su propia posición al admitir un elemento de
«imparcialidad» en el juicio moral.
Al rechazar las premisas extraempíricas y las implicaciones
del absolutismo, el relativismo concuerda con la postura de la
ciencia y con la tesis del liberalismo. Su punto flaco hay que bus-
carlo en su negativa de encontrar una base objetivamente válida
que fundamente las normas humanas. Con ello deja de hacer jus-
ticia a la entraña misma de la moral.
Para evitar los extremismos relativistas y absolutistas, hemos
de combinar lo viejo y lo nuevo, el espíritu de cambio y de reno-
vación y el de conservación y permanencia, el ideal perdurable y
sus aplicaciones dinámicas a situaciones variadas y cambiantes.
De igual modo, hemos de unir el particularismo y el universalis-
mo, el internacionalismo y el patriotismo, el cosmopolitismo y
el regionalismo, la lealtad al gran estado y la fidelidad a la pe-
queña comunidad.
La naturaleza humana suministra una base para esta «unión
de extremos opuestos». Los seres humanos no son ni totalmente
variables ni completamente fijos y estables; tampoco son exac-
Resumen 273
tamente iguales ni radicalmente distintos. Comparten unas nece-
sidades básicas, pero las expresan de formas diferentes. La uni-
dad mundial se ha convertido en un imperativo moral en una
época de armamento científico tan terrorífico como el que hoy
poseen los grandes países industriales. Sin embargo, no hay po-
sibilidad alguna de que se produzca esa unión mientras no se
reconozcan las necesidades comunes y las diferencias legítimas.
En el capítulo 6 planteé una importante pregunta: ¿se da
el bien intrínseco en el individuo o en el grupo? Algunos indi-
vidualistas han apuntado que no puede hablarse del valor intrín-
seco al margen del interés (sea éste un sentimiento, una emoción,
un deseo, un acto de voluntad o alguna otra actitud similar de
estimación o rechazo), y que el lugar del interés, y en consecuen-
cia del valor intrínseco, es siempre el individuo. En el extremo
opuesto, los colectivistas éticos como Rousseau admiten que un
grupo puede tener un interés colectivo que difiere bastante de
la simple suma de los intereses individuales y que la satisfacción
de ese interés común constituye un bien distinto a la suma de
los bienes individuales.
Hobbes representa la posición extrema del individualismo éti-
co. Mantiene que el hombre es egoísta por naturaleza, que las
sociedades son «cuerpos artificiales» creados para ayudar y pro-
teger a los individuos, y que el estado es un artificio concebido
exclusivamente para evitar la anarquía suicida de la condición
natural del hombre. Desde esta perspectiva, el valor reside en
el individuo autosuficiente.
Hegel, por el contrario, es el más alto exponente de la posi-
ción opuesta, esto es, del colectivismo extremo. Defiende que los
valores supremos de la vida son los sociales, que el individuo
sólo puede lograr su libertad participando en las actividades co-
lectivas, y que la familia, la iglesia, el estado o cualquier otro
grupo que mantenga una unidad interna es una especie de orga-
nismo social poseedor de un valor intrínseco.
Mi tesis ha sido la necesidad de evitar tanto el individualis-
mo exagerado que Hobbes representa, como el colectivismo ex-
tremo ejemplificado con la filosofía hegeliana. Para establecer una
tercera alternativa, he definido y descrito diversos grados de in-
274 Etica de los ideales
tegración, distinguiendo aquellos que caracterizan a los grupos
humanos frente a los que no son propios de nuestras colectivi-
dades. Cabe señalar los siguientes grados: 1) la mera contigüidad
en el tiempo y en el espacio, como es el caso de una colección ac-
cidental y heterogénea; 2) la asociación externa, que se da cuando
se agrupan determinados elementos, no porque exista algún tipo
de relación entre ellos, sino porque todos hacen referencia a un
mismo factor ajeno a la reunión misma; 3) la interdependencia
mecánica, en la que las partes guardan una interacción funcional
aunque no sufren una modificación esencial como resultado de su
interacción; 4) la interdependencia orgánica, en la que no sólo
existe una interacción de partes, sino que dicha interacción mo-
difica las características esenciales de éstas; 5) la interdependencia
existencial, en la que las partes dependen entre sí tanto por sus
rasgos esenciales como por su propia existencia; 6) la unidad de
configuración, en la que las partes son interdependientes y, a la
vez, están determinadas por las características del conjunto; 7) la
unidad biológica, en la que existe una unidad simple, la vida del
conjunto, que es el fin de las partes; y 8) la unidad psicológica,
en la que la unidad vital del grado anterior alcanza el nivel de
la conciencia.
A la vista de estos niveles de integración, cabe la posibilidad
de denunciar los principales errores del individualismo y del co-
lectivismo extremos. El primero interpreta los grupos en térmi-
nos de la mera contigüidad, de la asociación externa o de la
interdependencia mecánica, descuidando o excluyendo las formas
superiores de unidad como efecto del énfasis excesivo que pone
en la independencia de los individuos. El segundo, por el con-
trario, atribuye a los grupos humanos las formas más intensas de
integración. Algunos de los niveles superiores —la interdepen-
dencia orgánica, la interdependencia existencial y la unidad de
configuración— pueden ser aplicados con toda propiedad a cier-
tos grupos humanos; pero otras formas más intensas de integra-
ción —la unidad biológica y la psicológica —resultan inapropia-
das para calificarlos. Al hacerlo, el colectivismo extremo incurre
en el error fundamental de suponer que el grupo es literalmente
un organismo vivo o una conciencia colectiva.
Ahora bien, si un grupo no puede tener una conciencia en
Resumen 275
el sentido literal del término, tampoco puede poseer un valor
intrínseco. No puede haber ningún valor intrínseco donde no exis-
te ninguna forma de interés, y no existe ningún interés donde no
se da la conciencia. De ahí que el lugar del valor intrínseco sea
el individuo y no el grupo. Con todo, el individuo real es pro-
fundamente social. En él, y no en su contrapartida mítica, «el
egoísta puro», reside el valor.
Dediqué el capítulo 7 a examinar algunas de las teorías clá-
sicas sobre el bienestar, analizando, en particular, la relación que
éste guarda con el interés. Donde hay intereses, existen también
valores. Cometeríamos, sin embargo, la «falacia naturalista» si
identificáramos sin más el valor con el interés. Para evitar este
error, hubimos de distinguir entre la no indiferencia psicológica
—el interés— y la no indiferencia ética —el deber—. Especi-
ficamos, sin embargo, que es la no indiferencia psicológica la que
hace que algo no sea indiferente a nivel ético. El interés posi-
tivo debe ser y, en este sentido, es bueno.
En un sentido estricto, el valor intrínseco afecta al interés y
no a su objeto. Lo que constituye un valor intrínseco no es, por
ejemplo, el dulce que me como, sino el placer que experimento
al hacerlo. Cabe decir, en líneas generales, que se puede hacer
radicar el bienestar humano en el cultivo y en la satisfacción de
intereses positivos (situaciones de agrado), y la miseria humana
en intereses negativos (situaciones de desagrado) y en la frustra-
ción de intereses positivos.
Todo individuo presenta tres dimensiones o aspectos funda-
mentales: el cognitivo, el afectivo y el volitivo. ¿Qué relación
guarda cada uno de ellos con el interés y el valor?
Aristóteles es el exponente clásico de los valores cognitivos.
Defiende que el bien supremo es la vida de la razón, en cuanto
que responde a la naturaleza humana que es, en su esencia, ra-
cional. Distingue entre el bien moral, que es el apetito orientado
por la razón, y el bien intelectual, que es el ejercicio libre de la
razón por sí misma. El primero se manifiesta en la prudente
elección del justo medio; el segundo, en el noble cultivo de la
ciencia y de la filosofía.
 276 Etica de los ideales
Aristóteles estaba equivocado al suponer que la razón es un
atributo exclusivamente humano, dado que los chimpancés, por
ejemplo, dan también muestras de inteligencia. Es evidente que
en sus formas superiores la razón es algo exclusivamente huma-
no, pero éste es también el caso de las formas más elevadas
de la religión, del amor y del arte. Por otra parte, el bien no
reside, como Aristóteles supuso, en lo que es exclusivamente hu-
mano, sino en la dimensión de nuestra naturaleza que es el lugar
del valor, independientemente de que ésta sea específica y exclu-
sivamente del hombre o no lo sea. Esta dimensión es el interés;
aunque la razón califica al interés, no constituye su esencia. Sin
el juicio intelectual, no obstante, sería imposible distinguir la vida
de la locura; el conocimiento es, además, uno de los objetos su-
premos de interés. Aunque la razón sea indispensable, ningún
hombre elegiría una vida de pura actividad intelectual.
Los hedonistas, como Epicuro y Bentham, defienden que sólo
el placer constituye un bien intrínseco. Para valorar esta afirma-
ción, hubimos de considerar la relación que existe entre el pla-
cer y el interés. Como resultado de nuestro análisis, concluimos
que el placer es una forma de interés, pero que éste incluye tam-
bién elementos intelectuales, emocionales y volitivos. Por otra
parte, el placer no constituye el único objeto de interés. Está cla-
ro que hay muchas personas que desean también otro tipo de co-
sas. Los hedonistas pueden entonces recurrir a la afirmación de
que el placer es el único objeto del deseo reflexivo. Los hombres
desean obrar con sensatez y cordura, pero también buscan amor,
belleza, conocimiento y otros bienes sustanciales, incluso cuando
se paran a reflexionar cuidadosamente sobre ello.
Dado que el placer, ni es la única forma del interés, ni su
objeto exclusivo, ni tampoco el objeto único del interés reflexi-
vo, considero que el hedonismo supone una concepción dema-
siado estrecha de la naturaleza del bien.
Lo mismo puede decirse del voluntarismo extremo de un
Nietzsche o de un Schopenhauer. Más adecuada resulta, sin em-
bargo, la concepción que Spinoza tiene del bienestar, en cuanto
que ésta, aunque se basa en la volición, implica la satisfacción
de todas las dimensiones del ser humano. Sólo cuando concebimos
Resumen 277
el deseo en un sentido tan amplio que incluye factores intelec-
tuales, sensuales y emocionales, puede decirse con propiedad que
constituye la base y el contenido del valor. Con todo, resulta más
apropiado emplear el término interés para designar el deseo así
concebido.
La realización de la personalidad, como foco dinámico de in-
tereses, implica sentimiento y emoción, volición e intelecto, pero
exige también el apoyo y la cooperación del nivel físico y del ni-
vel subconsciente. La norma del bienestar humano se convierte,
así, en la salud y el desarrollo de la personalidad total, tanto a
nivel físico como psicológico.
Nuestro ideal social ha de ser el desarrollo de personalidades
completas unidas en el seno de una comunidad culturalmente ri-
ca. La personalidad y la comunidad se necesitan esencialmente en-
tre sí; la personalidad se difumina en la nada cuando se separa
de la comunidad, y la comunidad se evapora en la monotonía
cuando las personalidades que la componen resultan anuladas.
La autorrealización, el bien de la personalidad individual, y la
justicia, el valor fundamental de la comunidad, tienden, así, a
ser interdependientes. Hemos de evitar, sin embargo, el error de
Platón, cuya concepción de la justicia social resulta excesiva-
mente estática. Nuestro ideal ha de ser un equilibrio dinámico
que combine la integración y el desarrollo. El mejor orden so-
cial es el que resulta más eficaz para el cultivo y la satisfacción
de los intereses humanos, no sólo de un modo inmediato, sino
también a largo plazo.
Contestada, pues, la pregunta sobre la naturaleza de una so-
ciedad éticamente buena, pasamos en el capítulo 8 a plantear
otra cuestión fundamental: ¿qué es una acción social justa?
No podemos encontrar una respuesta a esta pregunta sin
ofrecer antes una interpretación de lo que es el deber. Siguiendo
la línea de Adam Smith y de David Hume, he interpretado la
obligación como una exigencia tanto social como racional: la pre-
sión del «yo social» regulada por la inteligencia.
El aspecto social de la obligación explica, primariamente, el
sentimiento de compulsión moral. Innumerables actitudes y emo-
278 Etica de los ideales
ciones sociales, como la simpatía, dejan su huella en la concien-
cia; mediante un proceso gradual de aumento y de fusión, dichas
huellas se unen para formar el «yo social». Ante la acción de un
estímulo apropiado, este «yo social» ejerce una intensa presión
que el individuo experimenta como una obligación.
Hay que puntualizar, sin embargo, que la obligación como
acontecimiento psicológico se distingue de la obligación como
hecho moral. Decir que una persona debe actuar de una determi-
nada manera no es lo mismo que decir que siente que ha de ac-
tuar así. Como hecho moral objetivo, puede existir un deber aun
faltando esa presión interna. Por ello, podemos estar obrando
mal a pesar de nuestra deliberación y de nuestras buenas inten-
ciones. La razón ha de intervenir, pues, para ampliar y regular
nuestro sentido de la obligación y para corregir nuestros prejui-
cios morales.
He llamado «bien subjetivo» al sentimiento de que nuestra
acción está presidida por una buena intención, y «bien objetivo»
al hecho de que la alternativa elegida sea moralmente la mejor.
Cuando interpretamos así el deber y el bien, expresamos la exi-
gencia racional de objetividad moral, y no sólo el mero senti-
miento de obligación. Esta exigencia de objetividad se basa, en
último término, en el principio ético evidente de que el bien, por
el hecho de serlo, ha de ser potenciado al máximo, y que el mal,
también por el hecho de serlo, ha de ser reducido al mínimo.
Una acción social es objetivamente justa si consigue el máximo
excedente de bien sobre mal, entendiendo estos términos en el
sentido en que los hemos definido en el capítulo 7.
«Lo justo» ha sido explicado de acuerdo con una serie de mo-
delos inválidos que hemos reducido a cuatro tipos: hipotético,
formalista, disdemonista y eudemonista-parcialista. 1) Las teorías
hipotéticas niegan la objetividad del deber e insisten en que éste
depende siempre de nuestra inclinación. Se trata, simplemente,
de una elección subjetiva de fines. 2) Las teorías formalistas, que
ya fueron criticadas en la primera parte, interpretan «lo justo»
en un sentido no teleológico como la simple obediencia a «le-
yes morales». 3) Las teorías disdemonistas afirman que los ene-
migos, los criminales o «los malos» han de sufrir porque «se lo
Resumen 279
merecen». 4) Las teorías eudemonistas-parcialistas, como el egoís-
mo, el racismo y el nacionalismo, muestran una preferencia por
una visión restringida del bien. Frente a todos estos modelos in-
válidos, he sugerido un modelo eudemonista exento de prejuicios
y de particularismos: el modelo universalista del máximo de bie-
nestar.
La esencia de la tarea moral consiste en lograr el máximo de
bienestar posible mediante una integración total y armónica de
los intereses. La ética teleológica es la que propende a cultivar
esa economía moral, tanto si se trata de una vida individual co-
mo si abarca a todas las vidas que se hallan comprendidas en una
sociedad.
Los elementos de una economía moral de este tipo son la
satisfacción de intereses y la digna elección de éstos, según los
criterios de duración, intensidad, cualidad, número y fecundidad.
He examinado uno por uno estos criterios de elección y he apun-
tado lo difícil que resulta decidir cuál de ellos ha de prevalecer
en caso de conflicto. Con todo, podremos adoptar decisiones per-
sonales y emprender políticas sociales de un modo mucho más
inteligente, si nos tomamos tiempo y ponemos todo nuestro cui-
dado para evitar una actuación a ciegas.
Aclarados estos puntos, hemos puesto fin a nuestro intento
de determinar el significado de una buena sociedad y de una
acción social justa. Ha llegado el momento de delinear los idea-
les sociales a un nivel de mayor concreción.
 III

IDEALES
SOCIALES
 INTRODUCCIÓN

Hemos dedicado la segunda parte a examinar diversas teorías

sobre el bienestar y hemos concluido que consiste, esencialmen-
te, en el cultivo y la satisfacción de intereses valorados tanto
cuantitativa como cualitativamente. La prueba definitiva de un
orden social es su eficacia en promover entre sus miembros esa
forma de felicidad. Cuando uso el término felicidad, me refiero
al «bien» tal y como ha sido definido en te segunda parte.
La prueba de la felicidad no se ha de aplicar sólo al orden
social en conjunto, sino también a sus partes más importantes.
Una economía, una política o un sistema jurídico que frustren
innecesariamente intereses, que favorezcan los intereses de unos
pocos y no los de la mayoría, o que consigan un nivel mínimo
de felicidad cuando podrían lograr otro mayor, no pueden ser jus-
tificados en el sentido que ya hemos hablado.
Consideremos a título de ejemplo el problema del equilibrio
que resulta más apropiado entre el trabajo y el tiempo libre.
Hasta cierto punto, cuanto más dure la jomada laboral, mayor
será el volumen de bienes y de servicios. Sin embargo, las ven-
tajas que se sigan del aumento de la producción han de ser con-
trapesadas con los inconvenientes derivados de la disminución del
tiempo libre. Para alcanzar el máximo de bienestar, debemos
trabajar siempre que el incremento de trabajo aumente el exce-
dente de felicidad sobre infelicidad, pero hemos de dejar de tra-
284 Ideales sociales Introducciótt 285

bajar desde el momento en que el incremento de trabajo dismi- tamos estas cuestiones con una actitud fría e ímparcial. Aunque
nuya y no aumente dicho superávit. En la práctica puede resultar a nivel moral resulte a veces recomendable el fervor apasionado
imposible determinar con toda exactitud si en una industria con- del partidismo, no es ésta una actitud apropiada a la investiga-
creta se ha de trabajar ocho horas, más de ocho horas o menos ción filosófica.
de ocho horas. Con todo, el principio general que ha de servir
de criterio es lo suficientemente claro como para que pueda ser-
vir de orientación a toda política social.
Cuando no nos referimos a la solución de un problema con-
creto —como la duración más conveniente de la jornada labo-
ral—, sino a la valoración general de un ideal social, el proble-
ma se hace mucho más complicado. Con todo, el principio para
determinar la política social sigue siendo el mismo: ¿cómo po-
demos alcanzar el máximo de felicidad? Podemos preguntar, en
otros términos, qué tipo de orden social se ajusta mejor al cul-
tivo y a la satisfacción de los intereses humanos. Las respuestas
que suelen darse a esta pregunta difieren en lo fundamental y
las divergencias dependen, en gran medida, de la serie de valores
que están en oposición. Un comunista y un liberal, por ejemplo,
difieren en sus interpretaciones de la libertad, en su estimación
de la igualdad y en sus concepciones del estado como instrumento
de política social. Es posible que la mayoría de estas diferen-
cias radiquen en los medios a emplear, pero algunas se refieren
también a los objetivos o fines últimos que se han de perseguir.
El conocimiento social depende de nuestra capacidad de saber
cuáles son las metas más apropiadas que debemos perseguir y
cómo podemos acceder a ellas. Va a ser muy difícil que, en este
período sumamente crítico de la historia, podamos evitar una
catástrofe si no disponemos de objetivos muy claros y de planes
muy bien concebidos.

En la tercera parte vamos a examinar brevemente algunos de

los ideales principales del orden social: la aristocracia, la demo-
cracia, el liberalismo, el fascismo y el socialismo. Pasaremos lue-
go a indicar algunos de los problemas que tiene planteados nues-
tra difícil época de crisis y de construcción. Los temas que va-
mos a tocar tienen una importancia tan extraordinaria que in-
cluso podría decirse que no existen otras cuestiones de relevan-
cia mayor. Creo, sin embargo, que se podrían resolver si afron-
 9
El ideal aristocrático

1. Sócrates y el ideal
de la aristocracia

Aunque la mayoría de los americanos se consideran a sí mis-

mos muy democráticos, lo cierto es que algunos son, esencial-
mente, partidarios de un ideal de aristocracia. Influyentes escri-
tores americanos, como Irving Babbitt, Ralph Ames Cram y Geor-
ge Santayana, han criticado la democracia y se han sentido in-
clinados hacia un modelo aristocrático de vida y de sociedad.
En un polémico libro, Modelos de pensamiento antidemocrático,
David Spitz ha presentado las líneas generales de pensamiento de
algunos de estos autores. No voy a detenerme en los pormeno-
res de este aristocratismo contemporáneo, limitándome a exponer
el ideal clásico y genérico de esta concepción.
Entiendo por «aristócrata» el que habitualmente prefiere los
bienes «excelentes» o «escogidos» a los vulgares y comunes. La
esencia del ideal aristocrático se halla en el acento que pone en
la cualidad a expensas de la cantidad. El aristócrata estaría de
acuerdo con Spinoza en que «todo lo que es hermoso es tan di-
fícil como raro».1 Defiende, así, que la democracia implica po-
sesión en común, pero no excelencia. Su efecto, declara, es po-
1
Etica, ed. o, 431.
288 El ideal aristocrático
pularizar y, por ende, vulgarizar. Con su pasión por la igualdad,
la democracia nivela toda distinción y se contenta con un dis-
creto término medio. Aunque la crítica a la democracia se re-
monta al mismo Sócrates, sus líneas generales y la forma de su
argumentación pueden aplicarse, igualmente, a una sociedad in-
dustrial compleja. Como los problemas de nuestra sociedad se
han hecho más técnicos y recónditos, las opiniones del hombre
medio resultan —hoy más que nunca— ineptas e insignificantes.
No es de extrañar que, en consecuencia, siga teniendo una reper-
cusión en nuestro mundo el viejo ideal político de Sócrates y de
Platón: el gobierno de los más sabios. Hay que decir, con todo,
que el ideal de la aristocracia —el cultivo de la excelencia— ha
conservado su vitalidad a través de los siglos.
No hay un mejor ejemplo de lo que es el ideal aristocrático
que la vida y las ideas de Sócrates. Nació en el año 469 antes
de Cristo, casi 11 años después de que su patria derrotara a los
persas en la batalla naval de Salamina, y murió el 399 antes de
Cristo, 4 años después de que Atenas se rindiera a Esparta, po-
niéndose fin así a la terrible guerra del Peloponeso. Sócrates
conoció, pues, a Atenas en el esplendor de su gloria y en la
pendiente de su humillación. Difícilmente transcurría un año sin
que se produjera una victoria o una derrota memorables. Por
otro lado, la lucha feroz que se libraba dentro de las murallas
de la ciudad entre el partido democrático y el oligárquico, re-
forzaban la excitación del pueblo. En esta época de conflictos,
se criticó de un modo exacerbado todo intento de seguir con-
fiando en la seguridad y el apoyo de los modelos establecidos.
Cada vez aparecían en mayor número en el escenario político
hombres que, como Alcibíades, daban claras muestras de deso-
rientación y de inestabilidad. Cuando las costumbres perdieron
su carácter obligatorio y vinculante, no faltaron filósofos atre-
vidos que, como los sofistas, insistieron en una nueva y radical
teoría del valor. Dada la imposibilidad de llegar a la verdad en
materia de moral, el bien y el mal, según ellos, son cuestiones re-
lativas a la arbitrariedad de las convenciones: ningún hombre
debe, pues, someterse a ellas a menos que se acomoden a sus
propósitos personales. En consecuencia, se ha de renunciar a las
leyes humanas para seguir las leyes de la «naturaleza».
Sócrates y el ideal de la aristocracia 289
.. .la antigua regla del bien
no es sino el simple proyecto
que adopta quien tiene el poder
y defiende quien tiene fuerza para hacerlo.2
En el plano político, esto supone identificar la justicia con
la fuerza y afirmar que la única política realista y «natural» es
un estado poderoso. En esta sociedad de tambaleantes ideales,
Sócrates se atrevió a hablar con serena pero profunda convicción.
Su extraña apariencia —iba siempre descalzo, era chato y de ojos
saltones y tenía unos andares muy característicos— contrastaba
abiertamente con sus profundas intuiciones y su aptitud dialéctica.
Combinó la lucidez del sentido común y una especial capacidad
para el humor irónico con una absorción mística en el mundo
invisible de la contemplación. Iba modestamente por las calles
de Atenas trabando conversación con la gente. Sus palabras no
constituían para él un pasatiempo inútil, sino el cumplimiento de
una «misión» a la que se había dedicado con el alma y la vida.
Su objetivo era despertar en la conciencia de sus conciudadanos
el sentimiento de su profunda ignorancia del bien y del mal. No
se presentaba como sabio, sino como observador de lo que ha-
cían y decían los que se tenían por tales. Sin embargo, cuando
estos presuntos «sabios» eran sometidos a examen, se hacía pa-
tente que estaban sumidos en un pozo de ignorancia. Algunos de
sus discípulos se abandonaron al cinismo o al nihilismo moral,
otros al más crudo egoísmo y otros se limitaron a repetir las
fórmulas convencionales. Sócrates rechazó esta aceptación irre-
flexiva de las costumbres tanto como su extremo opuesto en el
que se identificaba la justicia con el poder.
Estaba profundamente convencido de que la reflexión cons-
tituye el deber supremo del hombre. «Una vida sin examen, afir-
mó, no merece ser vivida».3 De este modo, defendió la vigilan-
cia, la investigación y la fe en la especulación intelectual. En este
aspecto contrastó profundamente con el dogmatismo y el agnos-
ticismo de sus contemporáneos. El dogmático decía enfáticamen-
1
WILLIAM WORDSWORTH, Rob Roy.
3
PLATÓN, Apología de Sócrates, en Diálogos, La república o el estado.
Traducción de Patricio Azcárate. ED.A.F., Madrid, 1962, 34.
290 El ideal aristocrático
te: «es así» o «no es así». El agnóstico —un dogmático disfra-
zado— afirmaba con no menos convencimiento: «nada podemos
saber». Sócrates, por el contrario, declaró: «no demos por su-
puesto nada importante, pero tengamos fe y tratemos de descu-
brirlo con nuestra inteligencia». Defendió con todas sus fuerzas
este ideal de investigación. La solidez de su actitud se trasluce
en las palabras que Platón le atribuyó:
A la verdad, yo no podré afirmar muy positivamente que todo lo
demás que he dicho sea verdadero; pero estoy dispuesto a sostener
con palabras y con hechos, si soy capaz de ello, que la persuasión
de que es preciso indagar lo que no se sabe nos hará sin comparación
mejores, más resueltos y menos perezosos que si pensáramos que era
imposible descubrir lo que ignoramos, e inútil buscarlo.4
La investigación por la que abogaba no era el estudio en
solitario, sino el contacto esclarecedor de un alma con otra: una
búsqueda en común, dominada por el amor y dirigida al esta-
blecimiento de los fines más importantes de la vida. Así lo ex-
puso claramente a los ciudadanos atenienses durante su juicio,
en respuesta a Anito, su acusador:
(Si) me dijeseis: Sócrates, en nada estimamos la acusación de
Anito y te declaramos absuelto, pero es a condición de que cesarás
de filosofar y de hacer tus indagaciones acostumbradas, y si reincides,
y llega a descubrirse, tú morirás; si me dieseis libertad bajo estas
condiciones, os respondería sin dudar: Atenienses, os respeto y os
amo; pero obedeceré a Dios antes que a vosotros, y mientras yo viva,
no cesaré de filosofar, dándoos siempre consejos...5
Encolerizados por su intransigencia, los ciudadanos de Ate-
nas le condenaron a muerte.
¿Cuál era el ideal por el que Sócrates bebió la mortífera ci-
cuta? El ideal socrático era el mismo del de la filosofía enten-
dido en su antigua significación original: «el amor a la sabidu-
ría». Estaba de acuerdo con los sofistas en que el hombre no
ha de dejarse dominar por la costumbre, pero difería de ellos
por su afirmación de que nuestra aspiración suprema no es el
4
Menón o de la Virtud, en Ibid,, 455.
5
Apología de Sócrates, en Ibid., 26.
Sócrates y el ideal de la aristocracia 291
poder sino la sabiduría. Enseñó a los hombres a investigar en
su propia alma, no para buscar lo individual, lo subjetivo y lo
relativo, sino para entrar en contacto con lo que hay en ella de
universal y básicamente humano. Creyó que el elemento funda-
mental del hombre debía ser la razón y defendió que la sabidu-
ría constituye la esencia de la virtud, tanto a nivel individual
como social. Para él, la única solución válida de los problemas
sociales consiste en elaborar una ciencia racional de la política
y en conferir el poder estatal a los hombres más sabios de la co-
lectividad.
El ideal que Platón expuso en La república, según el cual
los gobernantes han de ser filósofos y toda la sociedad se ha de
asentar en un riguroso y amplio sistema educativo, es, en cierto
sentido, la extensión lógica del ideal socrático de investigación.
Muchos de los aspectos del estado ideal de Platón se encuentran
expuestos a graves objeciones. Su división tripartita del alma
en concupiscible, irascible y racional; su correspondiente división
de las clases sociales en trabajadores manuales, militares y go-
bernantes-filósofos; su recomendación de que la clase dirigente
puede hacer uso de mitos y de «mentiras nobles» para engañar
y dominar al pueblo; y sus ideas sobre la censura de la religión
y de las artes, la eugenesia, la propiedad colectiva, o la comu-
nidad de mujeres e hijos, están abiertas a severas críticas. Con
todo, la grandeza de La república reside menos en los detalles
que en la idea principal introducida por Sócrates y ampliada por
la portentosa imaginación de Platón: el ideal de una sociedad
educadora regida por la sabiduría. Este ideal no ha perdido ni
un ápice de su vitalidad.
Algunos escritores contemporáneos, como R. H. S. Crossman
y K. R. Popper, creen que el retrato que Platón hace de Só-
crates en La república falsea extraordinariamente los hechos.6
Precisan que el auténtico Sócrates histórico fue, en el fondo, li-
beral y democrático, mientras que el Sócrates que nos presenta
Platón no es sino un aristócrata con algunos visos de fascista.
6
Véase R. H. S. CROSSMAN, Plato today (Platón, hoy). Oxford Uni-
versity Press, New York 1939, y K. R. POPPER, The open society and its
enemies. Routledge, London 1945, I. Traducción castellana: La sociedad
abierta y sus enemigos. Paidós, Buenos Aires 1956.
 292 El ideal aristocrático
Creo que es muy difícil saber el tipo de persona que fue Sócra-
tes realmente, por lo que no pretendo discutir aquí este tema.
Sospecho que Sócrates fue más democrático y tolerante que Pla-
tón, pero que éste, si le vemos dentro del contexto de su época,
no fue tan reaccionario como a veces nos lo pintan. En todo ca-
so, el retrato de Sócrates que descubrimos en los diálogos de
Platón impresiona profundamente y resulta, en muchos aspec-
tos, digno de crédito. Tanto si es ficticia como si no lo es, la
figura de Sócrates ha dejado una profunda huella en la humani-
dad. Este tipo de personalidad, libre de algunas de las ideas to-
talitarias que Platón le atribuyó en La república, es la que tengo
presente en mi actual exposición.
2. Un diálogo imaginario
Si Sócrates volviera a la tierra, su crítica de la democracia
americana no se diferenciaría demasiado de la que hizo a la de-
mocracia ateniense. Imaginemos que, de algún modo, se hubiera
escapado del limbo y que, disfrazado con un traje moderno,
apareciera en una ciudad cualquiera de Estados Unidos hablando
correctamente en inglés. Su conversación con un demócrata mo-
derno podría ser más o menos como sigue:
—Sócrates: Si tuvieras un par de sandalias que necesitaran
una reparación, ¿se las llevarías a alguien que no supiera qué
hacer con ellas o se las darías a un zapatero remendón que co-
nociera muy bien su oficio?
—Demócrata: Por supuesto que si tuviera un par de sanda-
lias —o mejor de zapatos— que necesitaran una reparación, se
los llevaría a un zapatero que supiera lo que se traía entre manos.
—Sócrates: Supongamos ahora que has contraído una grave
enfermedad. ¿Seguirías ese viejo consejo de que cada uno es el
mejor médico de sí mismo o acudirías a un especialista que fuera
muy conocido por su competencia profesional?
Un diálogo imaginario 293
—Demócrata: Iría al médico, claro.
—Sócrates: Imagínate ahora que posees una embarcación con
un preciado cargamento y que quieres darte a la mar, teniendo
que atravesar un peligroso estrecho. ¿Dejarías que la tripulara
un grupo de hombres de tierra adentro que nunca hubiera visto
un barco, y permitirías que uno cualquiera de ellos la pilotara?
—Demócrata: Evidentemente que no. Buscaría una tripula-
ción muy entrenada y, sobre todo, elegiría un buen piloto con
muchas horas de navegación.
—Sócrates: Muy bien. Consideremos ahora la más importante
de todas las artes, el arte que controla y dirige a todas las de-
más.
—Demócrata: ¡Cuál es?
—Sócrates: El arte de gobernar: la más complicada y difí-
cil de todas las artes, y también la más importante, porque es
la que determina los fines del estado.
—Demócrata: ¡Qué cosas más raras dices! ¡Qué sabrás tú de
la complejidad del gobierno, si vienes de una ciudad-estado tan
pequeña como Atenas! Ten en cuenta que nuestro estado abarca
inmensos territorios, que en él viven más de ciento noventa mi-
llones de habitantes y que tiene ciudades mucho más grandes que
la antigua Atenas.
—Sócrates: ¡Por supuesto! Pero no se trata de un problema
de tamaño. Habéis inventado y multiplicado más máquinas de
las que podría concebir la imaginación más portentosa y habéis
unificado el mundo con vuestros métodos de comunicación y de
transporte. Disponéis de un armamento bélico extraordinario y
terriblemente eficaz. Todos estos cambios me asombran y, a la
vez, me llenan de miedo. Me pregunto cómo el hombre de esta-
do más sabio podría llegar a entender un sistema tan amplio,
tan complicado, tan técnico y tan peligroso. ¡Qué desconcertado
debe estar entonces el americano medio!
—Demócrata: No es fácil, lo sé, entender de asuntos tan com-
plejos. Pero el pueblo puede determinar la política general que
294 El ideal aristocrático
se ha de llevar a cabo, mientras luego los expertos perfilan los
detalles.
—Sócrates: Nuestra democracia ateniense no hizo nunca eso.
Todos los ciudadanos tenían derecho a asistir a la asamblea le-
gislativa y hasta elegían por sorteo a los funcionarios públicos
encargados del poder ejecutivo. Pero comprendo que vuestro
estado es tan enorme que esos métodos son impensables. Por
otra parte, aunque se pudieran poner en práctica, no sería pru-
dente hacerlo.
—Demócrata: Eso es verdad. Nos hemos dado cuenta de que
teníamos que moderar nuestra democracia y evitar el gobierno
directo de la mayor parte del pueblo. Las masas deciden la po-
lítica general votando a un grupo de representantes. Si se ven
aquejadas por problemas económicos e injusticias sociales, votan
a las izquierdas. Si desean conservar los modelos tradicionales,
votan a las derechas. Luego el grupo de representantes elegidos
decide los detalles de la política gubernamental. Puede que estos
representantes no sean expertos, pero están más cualificados que
la media de los votantes.
—Sócrates: Veo que habéis corregido algunos de los males
de la democracia; pero la línea general de política que vuestros
votantes indirectamente eligen es lo más difícil de todo, dado
que se trata de lo más genérico y de lo que ha de tener en cuen-
ta una mayor variedad de factores. A veces le es difícil a un
hombre gobernar su propia casa. ¿Cuánto más difícil le será de-
cidir sobre la política general de todo un estado! Si ya en Ate-
nas, a pesar de su pequenez, era bastante difícil, me imagino lo
complicado que os será decidir un programa general para vues-
tro gigantesco estado.
—Demócrata: Con todo, creo que el hombre de sentido
común tiene una especie de instinto o de tino para saber lo que
le conviene. Como decimos los americanos, el que lleva el za-
pato es el que sabe dónde le aprieta.
—Sócrates: No creo en ese «instinto» o «tino» del que me
hablas. Puede que la religión sea materia de intuición, pero la
habilidad del estadista es un arte racional. Doy por descontado
Un dialogo imaginario 295
que el hombre medio sabe dónde le aprieta un zapato, pero lo
más probable es que no sepa arreglarlo. Recuerda, por favor,
lo que ya has aceptado. Has admitido que en los asuntos ordi-
narios de la vida necesitas el servicio de los que verdaderamente
los conocen. Pero ¿qué sucede cuando llegamos a la más im-
portante y difícil de todas las artes, al arte de gobernar? ¿Qué
haces entonces? Te limitas a contar cabezas, que es un procedi-
miento tan idiota como cortarlas.
—Demócrata: Lo que dices es razonable y sensato, pero no-
sotros desconfiamos del gobierno de unos pocos, aunque sean
«expertos», porque siempre acaban gobernando para su grupo
restringido. A pesar de todas las dificultades y azares, dejamos
que sea el pueblo quien decida.
—Sócrates: Pero aun tratándose de un gobierno elegido por
el pueblo, ¿cómo pueden gobernar para éste si los que lo han
votado no saben lo que les conviene? Perdona que te lo vuelva
a preguntar, pero ¿sabe la mayor parte del pueblo cómo se ha-
cen unas sandalias?
—Demócrata: No.
—Sócrates: ¿Sabe cómo curar una enfermedad?
—Demócrata: No.
—Sócrates: ¿Sabe pilotar un barco?
—Demócrata: No.
—Sócrates: ¿Sabe hacer lo que es más difícil que todo eso:
llevar y dirigir la nave del estado?
—Demócrata: Supongo que no. Pero entonces, como te he
dicho, eligen a unos líderes que son los que determinan los de-
talles de los programas políticos.
—Sócrates: Sí, pero al elegir a esos líderes están decidiendo
la política. Por otra parte, si son ignorantes, ¿cómo pueden ele-
gir líderes sabios?
—Demócrata: Bueno, educamos a nuestros votantes para que
puedan elegir con prudencia y sensatez.
296 El ideal aristocrático
—Sócrates: ¿De verdad? He estado ya deambulando por las
calles de tu ciudad y he hablado con muchos de tus conciudada-
nos; créeme, los he encontrado tan ignorantes y tan engreídos
como lo eran mis compatriotas de Atenas. Y eso que les he pre-
guntado, como ya te he dicho, cosas nada difíciles. He visto, ade-
más, lo que ocurre cuando celebráis elecciones. La semana pasada
fueron a las urnas los habitantes de esta ciudad. Te voy a decir
lo que sucedió. Varias semanas antes escuché los discursos de
vuestros políticos, leí vuestros periódicos y me fijé en las paredes
y en las vallas de la ciudad: por todas partes aparecían los mis-
mos nombres proclamados a voz en grito y sin parar. Escuché
esas misteriosas y extrañas máquinas que llamáis transistores y
volví a oír el mismo mecanismo absurdo de repetición y la mis-
ma falta de razonamiento lógico. Me pareció que vuestros polí-
ticos, publicistas y locutores habían aprendido el arte de los so-
fistas de hacer que la peor causa parezca la mejor. Sabían cómo
recurrir a los prejuicios y a los informes erróneos, cómo enton-
tecer e hipnotizar la conciencia del pueblo repitiendo siempre
lo mismo, fomentando deseos extravagantes o creando una at-
mósfera de ilusión. Un filósofo que quisiera ilustrar la natura-
leza de las falacias lógicas encontraría un número enorme de
ejemplos en la verborrea de estos demagogos. He oído rumores
de que los ricos compran los servicios de estos habilidosos em-
baucadores, que sobornan a los encargados de esos medios tan
poderosos —prensa, cine, estaciones de radio, emisoras de te-
levisión—, y que luego los utilizan para enseñar al pueblo a
pensar erróneamente, para decirle a quién ha de amar y a quién
odiar, cuándo debe reír y cuándo llorar. Los filósofos y los hom-
bres de estado no pueden hacer nada frente a esos monstruos
mecánicos. Lo que con tanto orgullo llamas «democracia», en
realidad no es más que una plutocracia que se ha degradado al
incitar las pasiones de las masas.
—Demócrata: Me pintas una cuadro muy negro. Creo que
exageras, pero me parece que hay mucho de verdad en lo que
estás diciendo. ¿Tienes tú algo mejor que ofrecer?
—Sócrates: No se pueden superar todos esos males mientras
los hombres no caigan en la cuenta de que la política es un arte
racional que exige un cuidadoso aprendizaje y unas aptitudes es-
Vn diálogo imaginario 297
peciales. Hasta que esto suceda, vuestra democracia degradará
todo modelo al nivel mediocre y populachero del término me-
dio. Una verdadera aristocracia elevaría drásticamente los mode-
los culturales e insistiría en que sólo los que mejor representa-
ran esos modelos estarían preparados para desempeñar la impor-
tante y difícil tarea de gobernar.
—Demócrata: Lo que dices está muy bien, pero soy muy
escéptico sobre la posibilidad de llevarlo a la práctica. Dudo mu-
cho de que se pueda formar a esos gobernantes ideales; y, aun-
que así fuera, ¿cómo llegarían al poder?
—Sócrates: Lo primero que se necesita es que el arte de go-
bernar constituya la base de la educación. Incluso vuestros vo-
tantes —si es que todavía sigues pensando en ellos— podrían
estar mejor educados, aunque la especialización en estos temas
quedara reservada a los futuros gobernantes. Como Platón, el
mejor de mis discípulos, gustaba de decir, en un buen estado, el
ministro de educación es mucho más importante que el minis-
tro del ejército.
—Demócrata: Pero Platón cometió el error de reservar una
educación en profundidad a unos pocos, mientras que yo la ex-
tendería a todo el pueblo.
—Sócrates: ¡Como si todos fueran capaces de recibirla! ¿Y
qué le enseñarías a esa maravillosa multitud?
—Demócrata: Vivimos en una era científica. Todos los ciu-
dadanos podrían conocer los fundamentos de la ciencia.
—Sócrates: Ah, claro, así todo el pueblo, y no sólo unos
pocos, podrían contribuir a destruirte a ti y a todas vuestras ciu-
dades. He oído hablar de los ingenios diabólicos que han cons-
truido vuestros científicos, y sé que vuestra ciencia amenaza con
aniquilar todo lo que os es más querido. Habéis avanzado mu-
cho en conocimiento científico y en habilidad técnica, pero no
sois más sabios que los hombres de Atenas. En conocimiento y
poder sois como gigantes, pero en sabiduría no rebasáis el nivel
de los pigmeos. No hay que desdeñar vuestra ciencia, por su-
puesto, pero puede ser utilizada para el bien tanto como para
el mal.
298 El ideal aristocrático

—Demócrata: Me temo que lo que dices sea una gran ver-

dad. 10
—Sócrates: Es una gran verdad. Y cuando digo que única-
camente puede salvaros la educación no me refiero sólo a la edu-
cación científica, sino también a la filosófica. Necesitáis plan-
El ideal democrático
tearos los problemas más fundamentales: ¿Qué es el hombre?
¿De dónde viene y adonde va? ¿Cuál es su problema principal?
¿Cómo puede ser feliz? ¿Qué tipo de estado es bueno y cuál
es malo? El hombre que no se hubiera esforzado por resolver es-
tos problemas no es sino una lombriz, un ser inepto para go-
bernar a otros seres humanos. Sólo el gobierno de los sabios,
es decir, de los hombres que se hubieran planteado en profun-
didad el significado y el valor de la vida, podrán impedir que
vuestras ciudades se conviertan en montones de escombros en-
negrecidos sembrados de cadáveres destrozados. Esta es la opi-
nión de un extranjero que viene de muy lejos, que sabe muy 1. Distribución y excelencia
poco, pero que conoce la importancia de la verdadera sabiduría.

Cometeríamos un grave error si supusiéramos que la demo-

cracia se ve obligada a rechazar el ideal de excelencia que ca-
racteriza a la aristocracia. Se opone a la forma como la aristo-
cracia entiende este ideal, del mismo modo que rechaza toda for-
ma de prerrogativa y de marginación. Cree en la satisfacción
equitativa de necesidades iguales, en el justo reconocimiento de
aptitudes similares y en la igualdad de oportunidades para todos
los miembros de la sociedad. Al mismo tiempo, exige que no se
desdeñe la excelencia, esto es, los bienes cualitativamente su-
periores, en cualquiera de sus manifestaciones. La fe en la de-
mocracia no implica preferir la mediocridad —sería una locura
hacerlo—, pero tampoco admitir la excelencia por sí sola. Una
persona auténticamente democrática desea que, en la medida de
lo posible, todo el pueblo participe de un modo equitativo de
los bienes cualitativamente superiores.
La distribución y la excelencia constituyen dos importantes
valores que han de ser combinados y cultivados. El mundo ci-
vilizado ha vivido una intensa experiencia individualista, pero
puede afirmarse que no ha conocido todavía una adecuada y justa
distribución de los bienes cualitativamente superiores. La dis-
30Ü El ideal democrático
tribución de la excelencia constituye el punto clave de la única
reconciliación posible entre la democracia y la aristocracia. En
primer lugar, hemos de compartir los bienes de la vida, pero, en
segundo lugar, hemos de hacer que lo que compartimos y dis-
tribuimos sea cada vez mejor. Para que una democracia sea justa
y adecuada, debe abarcar e incluir, en este sentido, el ideal aris-
tocrático.
La acusación que tradicionalmente se ha venido haciendo a la
democracia ha destacado que ésta implica distribución pero no
excelencia. Esta era la crítica de Sócrates y de Platón que mu-
chos escritores de nuestra época comparten. La imposibilidad de
conciliar la excelencia con la distribución ha sido afirmada, por
ejemplo, por George Santayana con estas palabras:
La cultura se encuentra aquí entre la espada y la pared: si lo
elevado y noble ha de seguir siendo raro, o si los bienes ordinarios
han de constituir la tónica media. Nunca podremos eludir estas alter-
nativas hasta que una raza purificada y superior suceda al bípedo
promiscuo que hoy denigra el planeta.1
Ni que decir tiene que hay algo de verdad en esta afirma-
ción. Muchas formas de excelencia encierran tal dificultad que
siempre serán más o menos escasas. Con todo, resulta muy du-
doso que exista un terreno más apropiado para conseguir gran-
des cosas y para asegurar un equitativo reparto de beneficios
que una democracia política y social. La gran diferencia de opor-
tunidades que suele darse en sociedades no democráticas impide
que se logre el máximo de distribución y de excelencia. Las per-
sonas y los grupos marginados se ven intensamente perjudicados,
mientras que los privilegiados tienen acceso a todos los campos.
Sólo en una sociedad democrática, en la que las oportunidades
constituyan una herencia común, se pueden desarrollar mejor las
aptitudes y capacidades y hacer un uso racional de ellas. Como
Ralph Barton Perry ha escrito:
En la democracia no se trata de dar acogida y autoridad al que
ha dado muestras de poseer unas cualidades excepcionales, y de su-
1
Reason in society (La razón en la sociedad). Scribner's, New York
1927, 111.
Distribución y excelencia 301
mir a la masa restante en la mediocridad, sino de explotar nuevos
recursos y de descubrir genios en los lugares más oscuros e insos-
pechados. Al sacar a la luz y al aire a las amplias masas de la hu-
manidad que hasta ahora han estado sepultadas, la democracia espera
enriquecer cualitativa y no solo cuantitativamente la cultura uni-
versal.2
Enriquecer la cultura tanto en un sentido cuantitativo como
cualitativo constituye uno de los objetivos primordiales de la
democracia. Ahora bien, este enriquecimiento sólo es posible en
una forma superior de democracia, esto es, en una sociedad de-
mocrática que adopte el ideal aristocrático de excelencia. No de-
bemos sacrificar los bienes escogidos en aras de los bienes co-
munes y corrientes, ni valorar exclusivamente el número, la ra-
pidez y el poder. Si no queremos que la democracia occidental
siga el camino de Babilonia y de Roma, tendrá que cultivar la
actividad intelectual, la sensibilidad estética y el refinamiento
moral.
La naturaleza del problema de cómo combinar la excelencia
y la distribución se revela en la vida y en la correspondencia per-
sonal de esa figura brillante y casi legendaria que fue T. E.
Lawrence (1888-1935). Después de sus asombrosas hazañas co-
mo líder de los árabes en la primera guerra mundial, se sintió
profundamente asqueado ante la negativa de las grandes poten-
cias a cumplir las promesas hechas a los pueblos de África, y, en
1922, consiguió superar sus trastornos mentales alistándose co-
mo mecánico con un nombre supuesto en las fuerzas aéreas bri-
tánicas. Un año después, en un continuado intento de pasar de-
sapercibido, pasó al cuerpo de tanques. Las experiencias que
vivió como soldado raso le produjeron tan tremenda angustia
que estuvo a punto de perder la razón y de recurrir al suicidio.
Graduado en Oxford, arqueólogo, hombre de letras y amante de
la música, se sintió herido en carne viva ante la indiferencia y
la insensiblidad de sus compañeros de cuartel para apreciar la
belleza y la cultura. En una carta a Lionel Curtis, editor de
Review of politics, comunicó a su amigo sus amargos interro-
gantes y dudas:
Puritanism and democracy (Puritanismo y democracia) Vanguard
Press, New York 1944, 453.
 302 El ideal democrático
¿Puede haber algo provechoso o verdadero en todos nuestros
modos, ciencias y artes? Durante centenares o quizá miles de años,
la clase ociosa ha estado celosamente trabajando y recogiendo todo lo
que las generaciones anteriores habían llevado a cabo. A pesar de
todo, las masas actuales son tan salvajes y materialistas como las que
conocieron y describieron Platón, Cristo, Shelley y Dostoievski. Ante
la vista de esta multitud, está empezando a ser claro lo pequeño que
es nuestro nivel de conocimientos y lo mal que nos servimos de él
los seres humanos. Tú y yo lo sabemos: tratas de contarle lo que
sabes a todo el que quiere oírte, y éste es el resultado: una débil
penumbra en la que revolotean aturdidos unos cuantos insectos atraí-
dos por unas lamparillas de gas.3
La visión que Lawrence tuvo del profundo salvajismo de sus
compañeros no llegó a afectarle tanto como sus dudas ulteriores
sobre el papel de los artistas e intelectuales. Sin un profundo
fundamento en las masas, la élite cultivada le parecía desarrai-
gada y, por consiguiente, falta de esa salud y virilidad primitivas
que caracterizaban a sus compañeros. En la misma carta que an-
tes he citado, confesaba Lawrence:
Estos compañeros son la realidad, y tú y yo, acostumbrados a
vivir en Londres y a hablar de cosas desencarnadas, no somos más
que una simple envoltura que oculta un corazón semejante al de
ellos. Mis camaradas sienten el sol y el aire sobre su piel: esto les
ha hecho ser muy sensuales, pero a la vez les ha ayudado a crecer
sanos y fuertes. Nosotros, por el contrario, nos hemos atrofiado y
deformado; la insensibilidad ha hecho mella en nuestros cuerpos...
una insensibilidad y una apatía que sólo pueden admitir los estetas
que prefieran el vestido al cuerpo, la superficie a las intenciones.4
Esta carta contiene el vivo planteamiento del que tal vez
constituye el problema supremo de la cultura humana: ¿cómo
puede el intelectual desarraigado crecer y dar fruto en el suelo
de la humanidad? ¿Cómo puede conjuntarse y armonizarse una
humanidad escindida en masa y élite"? ¿Cómo puede entrar la
levadura de la cultura en la masa de la vida diaria? ¿Cómo una
cultura puede conseguir al mismo tiempo elevación en su des-
arrollo vertical y extensión en su distribución horizontal?
' The letters of T, E. Lawrence (Las cartas de T. E. Lawrence).
Doubleday, Doran, New York 1939, 413.
4
Ibid., 414.
Distribución y excelencia 303
En la carta de Lawrence podemos observar el intento de
combinar la excelencia con la distribución, única solución válida
al enfrentamiento de los ideales aristocrático y democrático. El
primer estadio del proceso mental de Lawrence fue la experiencia
de los bienes escogidos —el cultivo de la excelencia en poesía,
arte, música y filosofía—. A ello le siguió una inversión radi-
cal: la manifiesta negación de todo lo que valoraba y el descu-
brimiento de que los bienes vulgares, carentes de refinamiento,
pero poseedores de intensa vitalidad, se oponen abiertamente a
los valores aristocráticos. El conflicto resultante le condujo a
la necesidad de recapacitar sobre todo lo que antes había experi-
mentado. Las cartas que escribió en esta última etapa expresan
su idea de que la humanidad no debe sacrificar los bienes vul-
gares en favor de los escogidos ni viceversa, y que, en conse-
cuencia, la meta a conseguir no es ni la excelencia ni la distri-
bución aisladamente consideradas, sino la distribución de la ex-
celencia. Su visión total de la vida se había ampliado y transfor-
mado: aspiraba a una cultura superior encarnada en una sociedad
sin clases.
Dicha cultura ha de ser una parte orgánica y profunda de la
vida ordinaria y presentar «la amplitud y variedad que caracteri-
zan a la humanidad misma». No puede ser un juguete costoso
para ricos y sofisticados, —«algo añadido como una salsa que
cubre un pescado pasado e incomestible»—. La cultura como
«una mercancía específica», como «algo que sólo puede ser ad-
quirido por personas privilegiadas que dispongan de suficiente
tiempo y dinero», y descrito en la «sección social» de una re-
vista dominguera, no puede ni siquiera existir en una sociedad
democrática. Por decirlo con palabras de Herbert Read:
No es lo mismo una cultura democrática que una democracia a la
que se añade la cultura como una especie de suplemento. El punto
más importante que debo aclarar y subrayar es que, en una sociedad
normal, la cultura no ha de ser algo apartado y diferenciable, un
conjunto de enseñanzas que se puede exponer en libros y en museos
para que lo devoremos en nuestros ratos libres. Sólo por el hecho
de que no existe como entidad separada, haríamos mejor en dejar de
usar la palabra «cultura»... ¡Al diablo con la cultura! 5
5
The politics of the unpolitical (La política de la antipolítica). Rout-
ledge, London 1946, 47 y 50-51.
304 El ideal democrático Distribución y excelencia 305

Una cultura democrática, que sería la única que no podría habitantes que componen el pueblo ruso constituye uno de los
ser objeto de desprecio, no constituye un mero producto de la logros más espectaculares de la historia de la cultura. La distri-
democracia. Es la democracia misma como forma de vida crea- bución de ejemplares de libros ha pasado de unos pocos cente-
dora y articulada. nares o miles a ediciones de varios millones; las universidades
y los institutos científicos han experimentado un crecimiento
Lawrence aspiraba a una cultura entendida en este sentido.
increíble; las sociedades populares de teatro, canto, música, dan-
Con todo, sus intereses eran excesivamente individualistas y apo-
za y artes gráficas cuentan con innumerables socios. Como resul-
líticos como para reflejar las implicaciones de sus ideas en el
tado, un escritor como Sholokhov, un músico como Prokofiev
plano de la reconstrucción de las bases de la nueva sociedad. Era
y un científico como Kapitza soy hoy conocidos por millones de
muy característico de él pensar en términos de acción directa y
compatriotas, participando incluso una gran cantidad de personas
personal, como se observa en su intento de estimular la afición
en trabajos creadores. Un logro parecido se produjo en Estados
a la buena música entre sus compañeros de cuartel poniendo a
Unidos al fundarse y extenderse rápidamente el sistema de es-
su disposición su colección de discos. Cabe, sin embargo, la po-
cuelas públicas gratuitas. En este caso, sin embargo, la democra-
sibilidad de apreciar las enormes implicaciones que encierra su
tización de la cultura no se llevó a cabo bajo un gobierno con-
intuición más madura; podemos comprender que el único ideal
trolado por un partido único y muy disciplinado que ejerciera
válido de cultura es la interpenetración, en sus diversos aspec-
una severa censura. En este sentido, puede decirse que los re-
tos, de la excelencia y la distribución. Ello significa una cultura
sultados fueron mucho más sanos y democráticos que en la Unión
elevada en su desarrollo vertical y extendida en una dimensión
Soviética.
horizontal por constituir un patrimonio común de las masas.
Con todo, los americanos no pueden sentirse satisfechos de
Una sociedad antidemocrática como la Rusia de los zares,
la situación de su país. Un gran número de personas están to-
podía contentarse con una cultura vertical. El antiguo imperio
davía excluidas de toda participación en el mundo de la cultura.
ruso consiguió una elevada forma de excelencia. Nombres como
En una época de normalidad, un tercio de la población ameri-
Dostoievski y Tolstoy en literatura, Moussorgsky y Tchaikowsky
cana no sólo no participa de los rudimentos de una cultura ge-
en música, Pavlova y Nijinsky en danza y el teatro de las artes
nerosamente distribuida, sino que ni tan siquiera dispone de
de Moscú en arte escénico, son claros testimonios de la altura
alimentación, vestido y vivienda suficientes y decorosos. Si al-
cultural conseguida. Incluso en el campo científico, encontramos
guien duda de mis palabras, no tiene más que tomar el ferroca-
figuras tan ilustres como Lobatchewsky en matemáticas, Mende-
rril elevado que atraviesa la zona sur de Chicago. Verá millas
liev en química y Pavlov en fisiología. Sin embargo, sólo unos
y millas de áreas en estado de ruina, lugares increíblemente re-
pocos podían participar del arte y de la ciencia. La masa abru-
pugnantes, pobres y carentes de toda higiene, y una población
madora de la población estaba sumida en la suciedad, el analfa-
con una moral tan baja que esparce por patios y solares vacíos
betismo, el hambre y la pobreza. La riqueza y el poder político,
montones de basuras, de latas y de desperdicios ennegrecidos.
al igual que la cultura, eran prerrogativas de unos pocos.
Ruskin decía que la suciedad en las condiciones de vida es un
No creo que la Rusia soviética presente un desarrollo tan síntoma de que un país está enfermo. Si ello es cierto, varias
elevado de la cultura vertical como la conseguida por el imperio zonas de Chicago y de otras ciudades de Estados Unidos acusan
zarista, pero, a pesar de algunos puntos discutibles, ha dado una alarmante enfermedad.
testimonio al mundo de las inmensas ganancias que se pueden Por otra parte, Estados Unidos tiene aún mucho camino que
obtener mediante una participación horizontal en la cultura. La recorrer para lograr una cultura tan superior en algunos aspec-
vertiginosa desaparición del analfabetismo en los 180 millones de tos como la que alcanzó la Rusia zarista. A excepción hecha del
306 El ideal democrático
campo exclusivamente científico, Norteamérica está muy lejos
todavía de la cultura alcanzada en la Atenas de Pericles, la Flo-
rencia de los Medicis o el Londres de la época isabelina. En todos
estos momentos de la historia la cultura alcanzó altas cotas, pero
estuvo restringida a unos grupos muy reducidos. La democracia
actual se opone a esos límites estrechos. Su exigencia es doble:
distribución y excelencia.
Necesitamos, pues, fomentar la iniciativa de personas bien
dotadas —artistas y pensadores—, aumentar el uso de escuelas,
librerías, bibliotecas, museos, teatros y salas de conciertos que
difundan los beneficios de los logros obtenidos, y despertar los
genios que aún duermen entre el pueblo. Habría que multipli-
car las explotaciones públicas de tipo técnico, como la presa
de la Gran Cañada americana, y estimular y controlar todo in-
vento que resulte aprovechable, no para restringirlo a monopo-
lios privados, sino para ampliarlo y potenciar la economía pú-
blica.
A cada forma de participación y de distribución corresponde
una forma de excelencia: inteligencia política, eficacia económica
o eminencia cultural. De este modo, todos estos valores no sólo
han de estar encarnados en instituciones, sino en el corazón y
en el alma del pueblo. Como forma de vida, la democracia es la
autorrealización de seres humanos cooperativos, la interpenetración
de la excelencia y de la distribución equitativa.
2. La inteligencia social
Un aristócrata estaría de acuerdo en que nuestra meta ha de
ser la distribución y la participación de la excelencia, esto es,
una civilización tan rica a nivel cuantitativo como cualitativo,
pero negaría que la democracia política constituye el medio apro-
piado para conseguir este fin. Diría que hemos de tener un go-
bierno para el pueblo, pero no del pueblo ni de acuerdo con el
pueblo. Sostendría que el instrumento más apto para conseguir
La inteligencia social 307
el bienestar social es un grupo de «expertos» y no un electorado
democrático «chapucero» que elige a unos representantes «in-
competentes».
Max Lerner ha respondido a los que así razonan:
El razonamiento empieza con una premisa mayor bastante sen-
sata: que el gobierno ha de residir en la inteligencia; luego declara
sin más, como premisa menor, que la inteligencia está limitada a unos
pocos, y de ahí extrae la conclusión de que el gobierno ha de ser
obra de un grupo selecto. Está claro, desde un punto de vista es-
trictamente lógico, que el término medio que se considera indistri-
buible es el de «inteligencia». Si lo indistribuible hace referencia a
la salud, el éxito y las buenas maneras, la premisa menor está más
que justificada. Pero si hace referencia a la inteligencia social, que
es lo más ampliamente repartido entre los hijos de Adán, todo el
silogismo cae por su base.6
¿Qué es la «inteligencia social»? ¿Es algo reservado a una
élite, o algo que todo hombre medio posee? ¿Puede la demo-
cracia apelar a la inteligencia para establecer el orden social? Nin-
gún filósofo político ha respondido de un modo más esclarecedor
a estas preguntas que Jean Jacques Rousseau (1712-1778). Estoy
pensando menos en el primer Rousseau, que ensalzó la inocen-
cia desnuda del hombre primitivo en estado de naturaleza, que
en el Rousseau maduro, que concibió la «libertad bajo la ley»
como algo que el ciudadano civilizado disfruta en cuanto miem-
bro responsable del cuerpo político. Para descubrir el pensamiento
más maduro de Rousseau, nos hemos de dirigir a su Contrato
social.
Lejos de defender la existencia de «derechos naturales» basa-
dos en un «estado de naturaleza» presocial, Rousseau afirma en
su Contrato social que todos los derechos son esencialmente so-
ciales.
El orden social es un derecho sagrado que constituye la base de
todos los demás derechos. Sin embargo, como este derecho no pro-
cede de la naturaleza, se ha de basar en la convención.7
6
It is later than you think (Lo último que piensas). Viking Press,
New York 1943, 246.
7
The social contract (El contrato social). Dutton, New York 1913, 6.
308 El ideal democrático
Como resultado de una convención social, un ser primitivo y
aislado deja su estado de «animal estúpido y poco imaginativo»
y se convierte en «un individuo inteligente y humano».8
La convención fundamental, a la que Rousseau llama «con-
trato social», es la que crea el estado. Rousseau nos dice que no
hay forma de responder a la cuestión de su origen, problema, por
otra parte, irrelevante, debiéndose pasar entonces a tratar el tema
de su legitimidad.
El problema está en encontrar una forma de asociación que de-
fienda y proteja la persona y los bienes de cada miembro con la
fuerza de todos los demás, y en la que cada individuo, aun uniéndo-
se al resto, pueda seguir obedeciéndose a sí mismo y siendo tan libre
como antes.9
El contrato social proporciona la solución a este problema.
Cada uno de nosotros pone su persona y todo su poder a dispo-
sición de la comunidad bajo la dirección suprema de la voluntad ge-
neral y, en nuestra calidad de miembros de la corporación, recibimos
una parte indivisible del todo.10
El cuerpo político así creado es una sociedad de libre y no
forzado consentimiento y una unión de cada uno con todos en
los mismos términos de bienestar común. Aunque la independen-
cia individualista y libre del hombre del «estado de naturaleza»
se vea obligada a tal unión, consigue a cambio una libertad mu-
cho más sustancial como corresponde al poder y a las prerro-
gativas del ciudadano.
Cada hombre, al darse a todos, no se da a nadie en especial; y,
como no hay ningún miembro que tenga sobre él un derecho dis-
tinto al que él tiene sobre los demás, gana lo equivalente a lo que
pierde, más un aumento de la fuerza para conservar lo que tiene.11
' Ibid., 19.
' Ibid., 14.
10
Ibid., 15.
11
Ibid.
La inteligencia social 309
El profesor Ernest Hunter Wright, en su excelente libro
El significado de Rousseau, nos suministra un sencillo ejemplo:
Si no hubiera sociedad, no pagaría impuestos, cosa que ahora ten-
go que hacer. Eso es lo que pierdo. Pero todos los otros miembros
también pagan impuestos, y el importe de su tributo, que se utiliza
en mi beneficio, equivale a la cantidad que pago para beneficiar al
resto. De este modo, mi ganancia es igual a mi pérdida. Sin embar-
go, juntos podemos hacer con nuestros impuestos cosas que sería im-
posible llevar a cabo de cualquier otra manera. Juntando, así, nues-
tras fuerzas, cada uno hereda un poder hasta entonces desconocido.
Si ampliamos nuestro ejemplo, el principio sigue teniéndose en pie.
Cada deber que tengo con los otros miembros de la sociedad pre-
senta como contrapartida el deber que los demás adquieren en co-
rrespondencia por mi beneficio; y, a la vez, todos salimos ganando
con la fuerza que deriva de la unión.12
Esta forma de unión es la que crea el estado democrático.
En el ejercicio activo de sus funciones, el estado ha de ser con-
siderado soberano; la soberanía se identifica con la voluntad ge-
neral ejercida por el conjunto de todos los ciudadanos. Esta vo-
luntad general se plasma en la ley, que es lo único que garantiza
a los derechos humanos seguridad y respeto. La única forma de
libertad que no tiene un carácter ilusorio es la que se da bajo
el orden jurídico.
Esta voluntad general que se expresa en la ley es «general»
en dos sentidos: es general en su objeto. Su fin, en palabras de
la constitución de los Estados Unidos, es «promover el bienestar
general». Es también general por expresar la voluntad de todos.
La mencionada constitución comienza de la siguiente manera:
«Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos... ordena y esta-
blece...». La voluntad de todo un pueblo es la que se deja oír
en las palabras de la constitución.
Por otra parte, la voluntad general no es la suma de las vo-
luntades particulares. En la medida en que cada persona por se-
parado expresa sólo su identidad y su interés individuales, no
actúa como ciudadano. Tampoco puede hablar en nombre de la
voluntad general la suma de los votos de individuos privados y
12
The meaning of Rousseau (El significado de Rousseau). Oxford
University Press, London 1929, 73.
310 El ideal democrático
egocéntricos. Rousseau insiste en que una comunidad establece
una forma de unión que vincula orgánicamente a sus miembros
entre sí; sus voluntades se funden y se transforman en una
voluntad corporativa.
En el lugar de la personalidad individual de cada parte contra-
tante, este acto de asociación crea al punto un cuerpo moral y colec-
tivo compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea y
que recibe de este acto su unidad, su identidad común, su vida y su
voluntad. Esta persona pública formada, así, por la unión de todas
las otras personas, tomó antiguamente el nombre de «ciudad» y aho-
ra el de «república» o «cuerpo político».13
Del mismo modo que esta personalidad corporativa trasciende
a todo interés puramente individual, también se encuentra más
allá de todos los intereses de grupos restringidos. Rousseau re-
chaza la teoría del «grupo de presión» con no menos fuerza que
la teoría puramente individualista. Un estado no es un campo
de combate en donde se libren luchas entre grupos conflictivos,
expresando cada uno su propio partidismo, sino un cuerpo or-
gánico de ciudadanos desinteresados que se unen con el propósito
de lograr el bienestar general.
Si el choque de los intereses particulares hace necesario el esta-
blecimiento de las sociedades, el acuerdo de estos intereses variados
lo hace posible. El elemento común a estos diferentes intereses es lo
que forma el vínculo social; y si no hubiera ningún punto de acuerdo
entre todos ellos, no podría existir ninguna sociedad. Toda sociedad
ha de ser gobernada solamente sobre la base de este interés común.14
La consecuencia clara de este pasaje es que no debe haber
ninguna fracción separada y opuesta, ni ninguna escisión funda-
mental en las clases u otros grupos intermedios. «Si la voluntad
general ha de poder expresarse a sí misma, no deberá haber nin-
guna sociedad parcial dentro del estado». 15 Lo primero que se
exige para el logro de la unidad es la abolición de todo privi-
legio especial y, en consecuencia, el establecimiento de la igual-
dad social.
u 14
ROUSSEAU, /. c, 15-16.
14
Ibid., 22.
15
Ibid., 26.
La inteligencia social 311
Desde cualquier ángulo que abordemos nuestro principio, sacare-
mos la misma conclusión: que el pacto social funda entre los ciuda-
danos una igualdad de un tipo tal que todos se obligan a observar
las mismas condiciones para disfrutar, en consecuencia, de los mismos
derechos.16
Mucho antes que Marx, Rousseau había bosquejado el ideal
de una sociedad sin clases. Rousseau sería el primero en admitir
que se trata de un ideal y no de una realidad. Estaría, en este
sentido, de acuerdo con lo que Walt W h i t m a n escribiera en sus
Perspectivas democráticas:
Frecuentemente hemos estampado la palabra democracia. Sin em-
bargo, no puedo repetir lo que significa en una palabra cuya sustan-
cia duerme todavía, no obstante la resonancia y las muchas coléricas
tempestades fuera de las cuales han advenido sus sílabas, por medio
de la pluma o de la lengua. Es un gran mundo, cuya historia, su-
pongo, permanece inédita, porque esa historia no ha sido aún es-
tablecida.17
Aunque, en gran manera, la historia de la democracia está
aún por escribir, ¿podemos decir, al menos, que las sociedades,
en la medida en que se aproximan al ideal democrático, dan mues-
tras de «inteligencia social»? De nuevo será la teoría de Rousseau
la que nos ayudará a responder a esta pregunta.
Lo primero que habría que apuntar es que ninguna otra for-
ma de inteligencia es verdaderamente social en el sentido de que
represente una auténtica comunidad de intereses. Los intereses
privados de individuos que compitieran en un sistema de lucha
sin cuartel no serían, en este sentido, sociales. Entre intereses
de este tipo puede haber conflictos, dominios o compromisos,
pero no existe ninguna integración real ni ninguna forma de co-
laboración. Tampoco son verdaderamente sociales los intereses
de la clase más poderosa o los de una élite dominante, porque
no son representativas de toda la sociedad. Implican una parte
separada del todo y, en esta medida, se encuentran fuera de la
sociedad a la que pretenden reglamentar. Todos los intereses de
Ibid., 28.
17
Perspectivas democráticas, en Obras escogidas. Traducción de Con-
cha Zardoya. Aguilar, Madrid 1960, 748.
312 El ideal democrático
este tipo, tanto si son de individuos privados como de grupos
limitados, son intereses parciales que buscan privilegios parcia-
les. Se diferencian en mucho de los que están implicados y en-
cuadrados en una comunidad de individuos interactuantes e in-
terdependientes que reconocen conscientemente la mutualidad
de sus intereses.
Entiendo por comunidad algo tan corriente, tan común y tan
elemental que nadie puede dejar de comprenderlo. La interde-
pendencia de los seres humanos constituye un hecho demasiado
evidente. En una familia, un vecindario, un círculo de amigos,
una actividad cooperativa del tipo que sea, los hombres experi-
mentan el hecho de la ayuda mutua y de la interdependencia
personal. Cuando esta experiencia se convierte en la base vo-
luntaria de la coherencia de un grupo, se puede decir que esta-
mos ante una comunidad. Este grupo se mantiene y se unifica
merced a la práctica de la cooperación, la colaboración y la par-
ticipación.
La palabra comunidad procede de la latina communitas, com-
puesta de dos raíces: con, que significa con, y munis, que sig-
nifica dispuesto a servir. Teniendo en cuenta estos significados,
podemos decir que una persona pertenece a una comunidad cuan-
do está «con» otros, cuando está «dispuesta a servirles» y cuando
los demás adoptan una actitud recíproca.
De este modo, una comunidad difiere de una simple reunión
de individuos, cada uno de los cuales persigue sus intereses por
separado. En una comunidad, los miembros son funcionalmente
dependientes unos de otros, bien porque posean algo en común
o bien porque se complementen y enriquezcan entre sí con sus
diferencias y peculiaridades. La unidad de una comunidad no ex-
cluye la diferenciación; una unión más íntima puede suponer
incluso una mayor individualidad en sus miembros. Como ob-
servé en la conclusión del capítulo 6, el carácter distintivo de
una persona puede ser el factor que más nos impulse a amarla.
Sin embargo, toda comunidad ha de poseer una unidad real y un
cierto carácter orgánico.
Una comunidad se diferencia también de una asociación en
la que unos utilizan a otros como instrumentos. Un hombre pue-
La inteligencia social m
de observar a otro y decirse: «me sirve». Su actitud es muy dife-
rente cuando afirma: «podemos ayudarnos». La primera actitud
excluye la mutualidad, la segunda se basa en ella. La primera
conduce a la explotación, la segunda, al compañerismo y a la co-
laboración. En una sociedad adquisitiva, predomina la primera;
de ahí que los hombres estén divididos en clases y que, en este
sentido, falte democracia. En una auténtica comunidad, que es
siempre en esencia democrática, la segunda resulta fundamen-
tal; los hombres se consideran entre sí como fines y no como
simples medios; en consecuencia, las divisiones de clase y otras
barreras tienden a desaparecer.
Una comunidad es también algo distinto a una asociación
involuntaria. La división tan compleja del trabajo que presenta
la sociedad industrial contemporánea, por ejemplo, puede forzar
a los hombres a cooperar obligando a que cada individuo realice
una pequeña operación en el proceso total de producción. Los
hombres pueden seguir siendo incluso extraños los unos a los
otros; cada uno está motivado por un interés puramente priva-
do; cada individuo coopera obligado por la necesidad de hacerlo.
Una comunidad, por el contrario, es una asociación voluntaria
en orden a la ayuda mutua. Entendiéndola de este modo, no
excluye las formas más fructíferas de competencia, como la ri-
validad amistosa de los científicos en el descubrimiento de la
verdad. Una competencia de este tipo contribuye a la causa co-
mún y representa no una alternativa a la cooperación sino un
aspecto de ella.
Los hombres no necesitan estar íntimamente unidos para for-
mar una comunidad. En las grandes comunidades, la intimidad
entre todos los miembros es imposible, pero, al menos, deben
entrar voluntariamente en relaciones de servicio y tener un cierto
sentido de «pertenencia» o de identificación con el grupo. En
cierta medida, todos los miembros han de sentirse unidos por
bienes comunes, recuerdos comunes, esperanzas comunes, ideales
comunes y hechos comunes.
En esencia, la democracia es la forma política que moldea
y expresa la vida de una comunidad. El mayor logro de Rousseau,
como filósofo político, consiste en su elaboración del significado
314 El ideal democrático
de una comunidad política y en la determinación de sus raíces
democráticas. Sólo por esta razón merecería ser considerado co-
mo el filósofo de la democracia. Es evidente que incurre en
ciertas exageraciones: insiste en que la comunidad es un organis-
mo social que posee un valor intrínseco supremo, postura que ya
hemos sometido a crítica en el capítulo 6. Por otra parte, se
siente más profundamente inclinado a subrayar la fraternidad y
la igualdad que la libertad; de ahí que su ideal pueda ser tacha-
do de unilateral. Aunque en muchas de sus partes su teoría de la
comunidad contenga exageraciones incidentales o incluso erro-
res, lo cierto es que logra clarificar nítidamente la diferencia que
existe entre los intereses de un individuo o de un grupo restrin-
gido y los de toda la comunidad. Cuando la razón está en con-
formidad con los intereses de toda la comunidad, como Rousseau
la entendió, se da inteligencia social. Esta forma de inteligencia
caracteriza a la democracia, porque sólo ella puede constituir una
auténtica comunidad política. Es, pues, inútil argüir que una
aristocracia es más «inteligente» que una democracia y que, en
consecuencia, constituye un sistema político mejor. La respuesta
más oportuna que podemos dar a esta objeción es que el tipo
de inteligencia implicado en esta alternativa es muy diferente y
que sirve a distintos fines.
Por otra parte, una democracia no es necesariamente necia.
En primer lugar, puede hacer uso de personas expertas siempre
y cuando se pongan al servicio de las demás y no se conviertan
en sus señores. Mientras siga manteniendo su esencia, la demo-
cracia puede delegar sus poderes. Los delegados pueden demos-
trar una elevada competencia; y los equipos adecuados de téc-
nicos y expertos pueden aconsejar a los comités del congreso
y a las agencias administrativas del gobierno para que los repre-
sentantes del pueblo basen sus decisiones en un conocimiento
exacto y en una planificación técnica y científica y no en rumores
o en simples súplicas o exigencias de camarillas y de grupos de
presión. Está claro que el consejo de personas expertas y de
equipos científicos y técnicos debería ser mucho mayor que el
actual.
Por otra parte, la democracia abarcaría y adoptaría el ideal
platónico de un estado educador. La educación constituye el co-
La inteligencia social 315
razón y el alma de la democracia. Sin ella, la civilización no
podría sobrevivir en un mundo tan complicado y peligroso como
el nuestro. Como ha dicho Whitehead, la civilización supone «el
triunfo de la persuasión sobre la fuerza».18 Esta victoria exige,
por encima de todo, el arte y la técnica del pedagogo. En esta
era atómica que vivimos, en la que la capacidad de destrucción
y de construcción ha aumentado a pasos tan agigantados, nece-
sitamos una enérgica educación liberal para que el conocimiento
adquirido pueda ser orientado hacia la potenciación de la vida
y no hacia su destrucción. La enorme masa de información cien-
tífica que hemos acumulado ha de integrar una interpretación
unificada de la naturaleza y del hombre. Esta gran tarea exige un
enorme esfuerzo comunitario que trascienda la especialización de
la investigación, la erudición y la enseñanza. No convoca sólo al
técnico y al experto, sino a todo hombre que pueda contribuir
con su dosis relativa de talento y de inteligencia en orden al lo-
gro del bien común. Su convocatoria puede conseguir un empleo
más justo y extenso de los recursos humanos que los que podría
obtener cualquier forma de sistema aristocrático o clasista. La
democracia no significa sólo que todos los hombres han de ser
tratados igual, sino que se dará a todos los individuos la misma
oportunidad de autoafirmación y se elegirá a aquellos que mejor
puedan contribuir al bienestar común. El ideal democrático no
implica la aceptación de la doctrina absurda y anticientífica de
que todos los individuos nacen con las mismas aptitudes, sino
la aspiración racional de conceder a todos una igualdad de de-
rechos y de oportunidades. El hecho -mismo de la desigualdad
psicológica es una razón más para que se persiga la igualdad
de oportunidades, dado que sin ella los hombres más capacitados
quedarían frustrados y los peor dotados podrían ser preferidos.
Toda democracia adecuada ha de aspirar a utilizar a sus indi-
viduos mejor dotados, pero debe reconocer que el genio puede
crecer en los lugares más humildes e insospechados.
Jesús era hijo de un carpintero y Leonardo da Vinci era hijo
natural de un criado... El padre de Shakespeare era carnicero y la-
nero; el de Beethoven, «un borracho impenitente»; el de Schubert,
" A. N. WHITEHEAD, Adventures of ideas (Aventuras de ideas).
Macmillan, New York 1933, 105.
316 El ideal democrático

un campesino; el de Faraday, «un pobre herrero»; el de Carlyle, un

albañil; el de Lincoln, «un carpintero vagabundo»; el de Pasteur,
curtidor; el de Browning, oficinista;... la madre de Sócrates era par-
lí
tera; la de Beethoven, «hija de un cocinero»; y la de Schubert, «una
ignorante esclava del trabajo doméstico».19 El ideal liberal
La democracia no sólo rechaza el gobierno de unos pocos,
sino que, frente a la aristocracia, rehusa todo monopolio del
arte y de la ciencia. Reconoce la importancia que tiene el culto
a la inteligencia, pero aspira a que ésta sea social y exprese los
intereses de la comunidad y no los de unos grupos privilegia-
dos. Como ya Rousseau señalara, su ideal es el de una comuni-
dad en la que todos los hombres se unan por relaciones de co-
operación sin injustas distinciones de clase.

1. La tradición del liberalismo

individualista

Aunque «democracia» y «liberalismo» sean dos conceptos ín-

timamente relacionados, cabe la posibilidad de establecer distin-
ciones entre ambos. Mientras que la esencia del ideal democrá-
tico es, a mi forma de ver, la igualdad y la fraternidad, el ideal
liberal pone todo su acento en la libertad. El término liberal es
utilizado a menudo para indicar que el gobierno ejerce sus fun-
ciones con el consentimiento del pueblo: en este sentido, es in-
separable de la democracia política. Hay, sin embargo, otra for-
ma de libertad —la libertad civil— que no caracteriza necesaria-
mente ni a la teoría ni a la práctica democráticas. Alexis de
Tocqueville, en su famoso libro La democracia en América, te-
nía en cuenta las diferencias que existen entre liberalismo y de-
mocracia, al escribir:

Creo que las comunidades democráticas tienen una afición natu-

" F. W. COKER, Recent political tbought (Pensamiento político re-
ciente). Appleton-Century, New York 1934, 361.
ral por la libertad; abandonadas a sí mismas, la buscan, la estiman y
ven con pesar su falta. Sin embargo, su pasión por la igualdad es
ardiente, insaciable, incesante, invencible: exigen la igualdad en liber-
tad; y, si no pueden obtenerla, claman por la igualdad en esclavitud.1
Democracy in America (La democracia en América). Oxford Univer-
318 El ideal liberal
Como movimiento histórico, el liberalismo ha insistido a me-
nudo en que la igualdad democrática ha de ser limitada por los
intereses de la libertad personal y por los derechos civiles. Cabe,
pues, la posibilidad de distinguir, tanto a nivel histórico como
teórico, el ideal liberal del democrático y tratarlos por separado.
Está claro, además, que puede haber un liberalismo no democrá-
tico o una democracia no liberal.
Hasta nuestro siglo, la tradición principal d-1 liberalismo ha
venido concibiendo la libertad en términos esencialmente indivi-
dualistas: se trata de la libertad de empresa que el individuo
debe gozar al margen de las trabas de la organización social.
Sintetizando el pensamiento liberal de su época, Tom Paine
declaró que incluso el mejor de los gobiernos es un mal necesa-
rio. De igual modo, Thomas Jefferson desconfiaba de todo go-
bierno que fuera poderoso. Thoreau llegó al punto de declarar
que no sólo es mejor el gobierno que menos gobierna, sino que
el mejor de todos sería el que no gobernara absolutamente nada.
Los aristócratas americanos del sur, como John C. Calhoun y
Jefferson Davis, entendieron la libertad en términos de autono-
mía local frente a restricción gubernamental. Los abolicionistas,
como William Lloyd Garrison y Wendell Phillips, concibieron
la libertad como el derecho de todo hombre, blanco o negro, a
poseer y dirigir su propia vida. Los hombres de frontera, como
Davy Crockett y Daniel Boone, indentificaron la libertad con la
semisalvaje individualidad del oeste. En Inglaterra, el pensamien-
to liberal siguió una trayectoria más o menos similar. William
Godwin, por ejemplo, en su famoso libro Justicia política, afir-
mó que, «en cualquier caso, el gobierno es un mal» y que «se
ha de inmiscuir lo menos posible».2 De igual modo, el famoso
filósofo Victoriano Herbert Spencer era tan contrario a la acti-
vidad gubernativa que se negaba a enviar sus manuscritos por
correo y los entregaba en propia mano a su editor.
Es evidente que cuando llamo «liberales» a todos estos pun-
sity Press, New York 1947, 310. Traducción al castellano en Fondo de
Cultura Económica, México 1957.
2
Enquiry concerning polittcal justice (Investigación sobre justicia po-
lítica). University of Toronto Press, 1946, II, 215.
La tradición del liberalismo individualista 319
tos de vista, estoy tomando el término en su sentido más amplio.
En este uso general del vocablo, el liberalismo implica un es-
píritu abierto y crítico; tolerancia respecto a las opiniones he-
terodoxas; deseo de emplear la persuasión y no la fuerza; opo-
sición a todo uso arbitrario e injustificado del poder; preferen-
cia de la variedad sobre la uniformidad estrictamente organizada;
liberación de situaciones sociales opresivas; tendencia a conseguir
una genuina igualdad de derechos y oportunidades; rechazo de
toda forma de discriminación, ya se funde ésta en la raza, la
religión, la ideología política o la situación económica. Estos va-
lores no son relativos a un tiempo o a un lugar concretos. Son
los valores de la razón y de la simpatía en cuanto que se opo-
nen al odio y a la violencia. Aunque han sido interpretados de
un modo diferente según las distintas épocas y nunca han sido
realizados en toda su plenitud, son los signos más imperecede-
ros de una existencia civilizada. Nada de lo que diga en este
capítulo, o incluso en todo el libro, debe ser interpretado como
un intento de poner en duda estos valores esenciales del más
sano liberalismo.
Sin embargo, en un sentido más restringido, el liberalismo
es la filosofía ultraindividualista de las clases medias en su mar-
cha ascendente hacia el poder. Aunque constituye el fruto de
la acción de muchos factores (crisis religiosas, descubrimientos
científicos, inventos técnicos, expansión geográfica, etc.), el ele-
mento decisivo que influyó en su génesis fue la profunda re-
volución económica que supuso el tránsito del feudalismo al ca-
pitalismo del laissez faire. Su punto álgido se produjo de 1600
a 1900 en Inglaterra y en Estados Unidos, un período más en
Francia y un paréntesis más restringido aún en Alemania e Ita-
lia.
En su intento de racionalizar el sistema de «libertad de em-
presa», los filósofos liberales y los teóricos sociales, como John
Locke y Adam Smith, concibieron el orden económico como un
equilibrio impersonal y natural que se regula a sí mismo. El
modelo que en el campo de la naturaleza corresponde a esta con-
cepción del sistema económico fue el orden del universo newto-
niano. No sólo los Principios de Newton era uno de los libros
más conocidos de su época, sino que sus tesis se habían divul-
320 El ideal liberal
gado y vulgarizado gracias a innumerables folletos que alcanzaron
nutridas ediciones. El gran descubrimiento de Newton había sido
que todos los movimientos terrestres y celestes obedecen a una
misma ley uniforme según la cual cada partícula de materia atrae
a las demás con una fuerza que varía directamente en relación
a la masa e inversamente en relación al cuadrado de la distan-
cia. Esta extraordinaria generalización abarcaba todo tipo de fe-
nómenos desde el movimiento de las estrellas más lejanas hasta
la caída de un alfiler. Al observar el contraste existente entre
el confusionismo de los asuntos humanos y la economía abstrac-
ta del universo físico de Newton, los teóricos sociales se lanza-
ron a la tarea de formular leyes similares para la sociedad y para
las relaciones individuales.
En Francia, por ejemplo, Turgot, Quesnay y otros «fisiócra-
tas» se esforzaron por extender la «ley de la naturaleza» del
orden físico al social, siendo los primeros en concebir el sistema
económico como una unidad que posee una coherencia racional
y que está gobernada por un conjunto inmutable de «leyes na-
turales». En oposición a los «mercantilistas», que defendían la
práctica tradicional de la reglamentación estatal de los asuntos
económicos, los fisiócratas franceses sostuvieron que si se aban-
donara a sí mismo el sistema económico, produciría los mejores
resultados posibles gracias a la acción libre y sin trabas de fuer-
zas económicas impersonales. A Vincent de Gournay, uno de los
representantes de este grupo, se le atribuye el clásico lema de
laissez faire, laissez aller («dejar hacer, dejar ir»). En defensa
de su ideal de laissez faire, los fisiócratas sostuvieron que todo
hombre tiene un «derecho natural» a perseguir su interés per-
sonal y que con ello, merced a la armonía natural que reina en
la esfera económica, promueve necesariamente el bien común.
Como un reflejo de la vida rural francesa del siglo x v m , man-
tuvieron también que la tierra y sus productos son las fuentes
últimas y únicas de la riqueza y que la agricultura había de ser
la base del sistema de producción de toda nación.
Los economistas clásicos ingleses, Adam Smith y David Ri-
cardo, adaptaron el ideal fisiócrata de la libre competencia a la
economía relativamente comercial e industrial de Inglaterra. Ela-
boraron una detallada teoría de un orden económico que se re-
La tradición del liberalismo individualista 321
gula y equilibra a sí mismo y que está gobernado no por pla-
nes o propósitos globales sino por los factores «impersonales» de
lu libre competencia. Según esta teoría, el interés egoísta cons-
tituye el mejor guía del interés social. Adam Smith, por ejem-
plo, declaró:
Todo individuo se esfuerza constantemente por hallar el empleo
más ventajoso del capital de que puede disponer. Se trata, por su-
puesto, de su ventaja personal y no de la social. Pero la considera-
ción de su provecho individual le conduce, de un modo natural o
mejor necesario, a perseguir el empleo que resulte más beneficioso
para la sociedad... Con frecuencia, buscando su propio interés, pro-
mueve el de la sociedad de un modo más eficaz que cuando intenta
potenciarlo de una manera consciente y deliberada. Nunca se ha sa-
bido que los que hicieron negocios teniendo presente el bien público
hayan hecho grandes cosas por él. Por otra parte, ésta es una incli-
nación muy poco común entre los comerciantes y se necesitan unas
breves palabras para disuadirles de ella.3
Bernard Mandeville, en su Fábula de las abejas, expuso la
misma idea, aunque empleando un estilo mucho más mordaz y
casi satírico.
Aunque cada parte estaba llena de vicios,
del conjunto resultaba un paraíso;...
como sucede con la armonía musical,
que disuelve las disonancias en una melodía;
las partes que, separadas, se oponen,
se ayudan por efecto del estímulo mutuo.4
Al creer que un orden económico competitivo se mantendría
por sí mismo, los liberales defendieron negativamente la libertad
como la ausencia de toda restricción y se opusieron a la inter-
vención del estado en los asuntos económicos. Con ello espera-
ban conseguir lo que Adam Smith llamó «el sistema evidente y
simple de la libertad natural». Describió de la manera siguiente
el principio fundamental de este sistema:
Debe permitirse a todo hombre, en la medida en que no viole las
leyes de la justicia, que persiga con toda libertad su propio interés
' The wealth of nations (La riqueza de las naciones). Modern Library,
New York 1937, 421, 423.
4
The fable of the bees (La fábula de las abejas). J. Tonson, London
'1732, 8-9.
322 El ideal liberal
y que compita con otros hombres u órdenes de hombres en el campo
de la industria y del capital.5
Hubo otros autores menos interesados por la justicia o más
confiados en que el interés personal no podía entrar en conflic-
to con el interés social, que no suavizaron así su individualismo.
Frederic Bastiat, el economista francés, resumió el credo optimista
de este liberalismo en las dos frases siguientes: «competencia
es libertad» y «libertad es armonía».6 En el espíritu de esta teo-
ría y en la que más tarde desarrollara el darwinismo social, Her-
bert Spencer afirmó que el control político se ha de reducir a
la eliminación del mal y ha de dejar enteramente el logro del bien
a los individuos privados. En Estados Unidos, estas ideas se ex-
tendieron ampliamente por la influencia de teóricos sociales co-
co William Graham Sumner. De él son estas palabras:
En el fondo, hay dos cosas importantes de las que se ha de ocupar
el gobierno: la propiedad de los hombres y el honor de las mujeres.
Ha de defender ambas cosas contra toda forma de crimen.7
Nadie aceptaría hoy un negativismo político y un liberalis-
mo económico de un modo tan ingenuo, pero muchos influyen-
tes economistas, como Ludwig von Mises y Friedrich A. Hayek,
están todavía dominados por la concepción del orden económico
competitivo como una armonía que se equilibra a sí misma. Creen
que el «sistema de libre competencia» ha de ser encaminado y
protegido pero no trabado por la acción del gobierno. Hayek, por
ejemplo, en su aplaudido libro El camino hacia la servidumbre,
defiende que los esfuerzos aislados de los individuos son armó-
nicamente coordinados por la mecánica de autoequilibrio del
sistema de mercado y que la única alternativa posible frente a
«las fuerzas impersonales y aparentemente irracionales del mer-
cado» es el gobierno tiránico y arbitrario de «burócratas» y «dic-
tadores».8
5
A. S M I T H , /. c, 651.
4
Citado por SEBASTIAN DE GRAZIA, The political community (La co-
munidad política). University of Chicago Press, 1948, 53.
7
What social classes owe to each other (Lo que cada clase debe a
las otras). Harper, New York 1883, 101.
' Véase The road to serfdom (El camino hacia la servidumbre). Uni-
versity of Chicago Press, Chicago 1944.
La tradición del liberalismo individualista 323
Paralelamente a la teoría liberal de la economía, se elaboró
una teoría política basada en una «ley natural» que se suponía
inmutable y que se distinguía de las leyes pasajeras promulgadas
por el hombre. El concepto de ley natural como fundamento de
todo derecho humano se remonta a filósofos tan antiguos como
Heráclito, los sofistas, los cínicos y los estoicos. En el capítu-
lo 3 he expuesto la doctrina estoica de que «todo el universo
es una república gobernada por leyes naturales» y que todo ser
humano, como ciudadano de dicha república, nace con unos de-
rechos naturales inalienables que la razón puede descubrir. En
la edad media, el naturalismo se combinó con la teología cris-
tiana. Se afirmó que Dios, al crear la naturaleza, la dotó de un
orden inmutable y providente. La «ley eterna de Dios», decla-
ró santo Tomás de Aquino, nos ha sido revelada directamente
en la biblia e indirectamente en la naturaleza. También está
escrita en el corazón del hombre de donde la razón puede desci-
frar sus preceptos generales. Durante el renacimiento y la ilus-
tración, aumentó la confianza en la «luz natural» de la razón
humana y, en correspondencia, decayó la fe en la «revelación»
divina contenida en las sagradas escrituras. La física de Newton,
en particular, parecía un maravilloso despliegue de un orden
racional establecido por Dios.
Influido por esta tradición, John Locke (1632-1704) defen-
dió que hay un «orden natural» diseñado por Dios, que los hom-
bres poseen ciertos derechos por ley natural, que la razón pue-
de descubrirlos y que suministran un criterio inmutable que pue-
de servir de prueba a las instituciones políticas. Los seres hu-
manos, afirmó Locke, existen antes que la sociedad civil y su es-
tado natural no era, como Hobbes lo describió, una guerra cruel
de todos contra todos, sino una existencia pacífica y amistosa.
En ese estado presocial, todos los hombres poseían ciertos dere-
chos en virtud de ser criaturas racionales e hijos de Dios. Locke
declaró:
El estado de naturaleza tiene una ley natural que lo gobierna,
que obliga a todos; y esa ley, que no es otra que la razón, enseña
a cualquier hombre que la consulte que todos los seres humanos son
 324 El ideal liberal
iguales e independientes y que ninguno ha de dañar a otro en su
vida, salud, libertad y posesiones.9
El principal defecto resultante del «estado de naturaleza» es
la inseguridad producida por la falta de una autoridad civil que
haga cumplir la ley natural. De ahí que, de acuerdo con la vo-
luntad del pueblo, sea preciso crear el gobierno para que proteja
estos derechos naturales. «El fin de la ley, afirmó Locke, no es
ni mucho menos abolir ni limitar la libertad, sino preservarla
y fomentarla».10 Si el soberano dejara de respetar abiertamente
los derechos naturales de los ciudadanos, sería culpable de una
ruptura de contrato y el pueblo tendría derecho a rebelarse, pues
nadie ha de estar «sometido a la voluntad inconstante, incierta,
imprevisible y arbitraria de otro».11 La disolución del estado que
puede darse en caso de rebelión no implica la disolución de la
responsabilidad moral, pues ésta antecede y es independiente
de las instituciones políticas de la humanidad.
Todas estas ideas ejercieron una profunda influencia y se re-
flejaron en importantes documentos históricos como la declara-
ción de independencia americana y la declaración francesa de los
derechos del hombre. En el transcurso del tiempo, estos concep-
tos han estado expuestos, sin embargo, a numerosas críticas.
Entre sus principales opositores se encuentran utilitaristas como
Jeremy Bentham y John Stuart Mili, quienes rechazaron el ra-
zonamiento de Locke, aunque mantuvieron algunas de sus con-
clusiones. Veamos, por ejemplo, un texto de Bentham:
Carece totalmente de sentido hablar de derechos naturales: es un
disparate retórico, una solemne estupidez, admitir unos derechos na-
turales e imprescriptibles. ¿Qué nos dice la voz de la razón y del
sentido común? Que en la medida en que sea justo y oportuno —so-
cialmente ventajoso, por ejemplo—, se ha de mantener este o aquel
derecho, y que, en la medida en que sea injusto o inapropiado, ha
de ser abolido: del mismo modo que no hay ningún derecho que
deba ser mantenido sino en tanto en cuanto resulte ventajoso para
' An essay concerning the true original, extent and end of civil go-
vernment (Ensayo sobre el verdadero origen, alcance y fin del gobierno
civil). Appleton-Century, New York 1937, sección 6.
10
Ibid., sección 57.
11
Ibid., sección 22.
La tradición del liberalismo individualista 323
la sociedad, tampoco hay ningún derecho que deba ser abolido sino
en la medida en que resulte desventajoso para la sociedad.12
Según Bentham, la única regla de acción que es incondicio-
nalmente verdadera es la que nos impulsa a conseguir el máximo
excedente de placer sobre dolor: sólo en la medida en que los
«derechos» y las «libertades» ejerzan este efecto podrán ser
justificados. Bentham sustituía, así, de un modo resuelto la teo-
ría de los derechos naturales por el utilitarismo.
A pesar de todo, Bentham fue a su manera tan individualista
como Locke. Siguió concibiendo a los individuos en términos
completamente egoístas y a la sociedad como un simple agregado
de átomos individuales. Por otro lado, adoptó en parte la doc-
trina de la armonía natural de los intereses y, con ciertas reser-
vas, justificó el laissez faire a nivel económico basándose en su
hipótesis de que el egoísmo humano armoniza con los intereses
sociales. En un sentido considerable modificó, sin embargo, esta
teoría: ¿eseó establecer por medio de la legislación un sistema
de recompensas y de castigos que indujeran a los individuos,
mientras siguieran siendo totalmente egoístas, a promover «la
mayor felicidad para el mayor número». Pero no puso nunca
en duda que una multitud de individuos egoístas pudiera for-
mar una sociedad ideal.
La clásica defensa de la libertad llevada a cabo por el utili-
tarismo está contenida en un ensayo de John Stuart Mili que
lleva por nombre Sobre la libertad. No hay ningún otro autor
más representativo ni más identificado con el ideal del libera-
lismo que él. Como sus predecesores liberales, intentó definir las
condiciones negativas de la libertad para determinar la medida en
que el individuo tiene derecho a oponerse a la interferencia del
estado o de la opinión pública.
El objeto de este ensayo, declaró, es la libertad social o civil,
es decir, la naturaleza y límites del poder que puede ser ejercido
legítimamente por la sociedad sobre el individuo.13
12
Anarchical fallacies (Errores anárquicos), en The works of Jeremy
Bentham (Obras de Jeremy Bentham). W. Tait, Edinburgh 1843, 501.
13
Sobre la libertad. Traducción de Josefa Sainz Pulido. Aguilar, Bue-
nos Aires, 1962, 37.
326 El ideal liberal
Su enfoque mismo muestra la influencia de la doctrina tra-
dicional según la cual el individuo como tal es libre y ejerce
beneficiosamente la libertad mientras no se interfiera la sociedad.
Mili defendió, primeramente, que, frente al gobierno y a la opi-
nión pública, el individuo tiene derecho a que le dejen en paz.
Basó abiertamente su argumentación, no en derechos natura-
les, sino en «la utilidad, en el sentido más amplio del vocablo,
como fundada en los intereses permanentes del hombre en cuan-
to ente progresivo».14 Sin libertad, ni el individuo puede ser
feliz, ni la sociedad progresar.
La especie humana, afirmó, ganará más en dejar a cada uno que vi-
va como le guste más, que no obligarle a vivir como guste al resto
de sus semejantes.15
Respesto a los asuntos personales, el individuo y no la so-
ciedad ha de ser soberano.
Para que esta coacción fuese justificable, sería necesario que la
conducta de este hombre tuviese por objeto el perjuicio de otro.
Para aquello que no le atañe más que a él, su independencia es, de
hecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y su espíritu, el
individuo es soberano.16
Al afirmar que «el bien de este individuo, sea físico, sea mo-
ral, no es razón suficiente» 17 para el control social, Mili parece
superar su utilitarismo estricto. De igual modo, parece que afir-
ma la libertad como un principio absoluto cuando declara que
la humanidad no tiene ningún derecho a imponer silencio a un
disidente aislado.
Si toda la especie humana no tuviera más que una opinión, y so-
lamente una persona tuviera la opinión contraria, no sería más justo
el imponer silencio a esta sola persona, que si esta sola persona
tratara de imponérselo a toda la humanidad, suponiendo que esto
fuera posible.18
" Ibid., 51-52.
15
Ibid., 55.
" ibid., 50.
" Ibid.
" Ibid., 61.
La tradición del liberalismo individualista 327
Con todo, defiende a lo largo de su exposición que la indi-
vidualidad y la diversidad se justifican por su utilidad. En su
Autobiografía afirma que el punto clave de este ensayo Sobre la
bilertad es
la importancia que para el hombre y para la sociedad tiene la gran
variedad de tipos de carácter y el dar libertad plena a la naturaleza
humana para que se manifieste en innumerables y opuestas direc-
En el mismo ensayo, afirma con gran acierto
que un estado que empequeñezca a sus miembros en orden a que
sean más dóciles instrumentos en sus manos, aun con propósitos be-
neficiosos, descubrirá que con hombres reducidos no puede realizar
nada importante.20
Mili muestra un ansia especial por defender al individuo ex-
cepcional contra «la mediocridad colectiva» de la opinión públi-
ca. En este sentido, lo que hay en él de aristócrata y lo que hay
de individualista se entremezclan en su pensamiento.
La iniciación a todas las cosas prudentes y nobles viene y debe
venir de los individuos, procediendo, generalmente al principio, de
un individuo aislado. El honor y la gloria del hombre corriente con-
sisten en poder seguir esta iniciativa, en tener sentido de lo que es
prudente y noble, y en dirigirse a ello con los ojos abiertos... Pa-
rece, sin embargo, que cuando las opiniones de masas compuestas
únicamente de nombres de tipo medio llegan a ser dominantes, el
contrapeso y el correctivo de sus tendencias habrá de ser la indivi-
dualidad más y más acentuada de los pensadores más eminentes.
Es, sobre todo, en circunstancias semejantes, cuando los indivi-
duos de excepción, en vez de ser cohibidos, deberían ser instigados
a obrar de modo diferente a la masa.21
Como ha dicho el profesor George H . Sabine, el ensayo de
Mili es, «en cierto sentido, una defensa de la libertad contra
la democracia». 22
" Autobiography (Autobiografía). Columbia University Press, New
York 1924, 177.
20
Sobre la libertad, l. c, 191.
21
Ibid., 137-138.
12
A history of political theory (Historia de la teoría política). Holt,
New York 1937, 667. Traducción castellana en Fondo de Cultura Económica,
México 1965.
328 El ideal liberal
Aplicando sus principios li1 rales, Mili defiende elocuente-
mente «la libertad de pensamiento y de expresión». El progreso
es algo deseable, argumenta, y la represión de las ideas impide
con harta frecuencia el progreso. En primer lugar, la idea su-
primida podría ser verdadera. Suponer que nunca puede darse
este caso es admitir nuestra infalibilidad personal; y la historia
está repleta de ejemplos de ideas que, en su tiempo, parecieron
absurdas y nocivas y luego se descubrió su verdad y su eficacia.
Hasta los hombres mejores y más prudentes se han equivocado
al considerar «seguras y evidentes» sus opiniones personales. Un
ejemplo significativo fue el intento frustrado de Marco Aurelio de
suprimir el cristianismo. En segundo lugar, la idea reprimida
puede contener una parte de verdad. Sólo con el enfrentamien-
to de opiniones puede surgir la verdad total. Las medias verda-
dades afirmadas como si fueran dogmas y acompañadas de la
represión de los que no las aceptan, son a menudo tan inútiles
como los errores. En tercer lugar, la idea reprimida puede ser
completamente falsa. Sin embargo, su expresión sigue siendo vá-
lida, porque sin la oposición ni la controversia, incluso una doc-
trina verdadera degenera en u n dogma sin vida. Puede incluso
perderse el auténtico significado de la verdad, puesto que éste
sólo sale a la luz mediante el contraste y la discusión. Mili ex-
pone:
Lo que hay de particularmente malo en imponer silencio a la
expresión de opiniones estriba en que supone un robo a la especie
humana, a la posteridad y a la generación presente, a los que se
apartan de esta opinión y a los que la sustentan, y quizá más. Si
esta opinión es justa, se les priva de la oportunidad de dejar el
error por la verdad; si es falsa, pierden lo que es un beneficio no
menos grande: una percepción más clara y una impresión más viva
de la verdad, producida por su choque con el error... Jamás podre-
mos estar seguros de que la opinión que intentamos ahogar sea fal-
sa, y estándolo, el ahogarla no dejaría de ser un mal.23
De un modo no menos vigoroso defiende Mili la «libertad de
acción», aunque reconoce que, en ocasiones, la sociedad puede im-
pedirla legítimamente, cosa que no debe hacer con su expresión
verbal y su defensa. Cree que, en muchos aspectos de la vida,
Ibid., 61.
La tradición del liberalismo individualista 329
la experimentación no reporta sino ventajas, y manifiesta un ex-
traordinario y generoso respeto por las personas independiente»
e incluso excéntricas.
Los seres humanos se convierten en noble y hermoso objeto tic
contemplación, no por el hecho de llevar a la uniformidad lo que
de individual hay en ellos, sino cultivándolo y buscándolo, dentro
siempre de los límites impuestos por los derechos y los intereses de
los demás; y como las obras participan de los caracteres de quienes
las llevaron a cabo, por el mismo procedimiento la vida humana se
hace rica, diversa y animada, nutriendo con más abundancia los
pensamientos altos y los elevados sentimientos, fortaleciendo los
vínculos que unen a los individuos con la raza, haciendo que sea
infinitamente más digna de que se pertenezca a ella.24
Reparemos, sin embargo, que en este texto reconoce que la
libertad personal debe ser limitada por «los derechos y los in-
tereses de los demás»; en otro pasaje admite también que la li-
bertad de cada uno ha de ser recortada en orden a evitar «el
perjuicio de otros». 25 En una sociedad compleja y muy indepen-
diente, esta limitación puede significar la necesidad de recurrir
a una dosis considerable de control social. Después de escribir
Sobre la libertad, Mili llegó a ser muy consciente del contexto
social en el que se dan las libertades y de los efectos perjudicia-
les que originan las diferencias y desigualdades en la distribu-
ción de la riqueza y del potencial económico. En su Autobiogra-
fía, en la última edición de sus Principios de economía política
y en su obra postuma, El socialismo, modificó considerablemente
su individualismo primitivo e incluso adoptó un actitud de corte
socialista. Mili no sentía ninguna simpatía por el socialismo ex-
tremo que concentraba en el estado casi todos los poderes, pero
aprobó la cooperación voluntaria y una considerable cantidad de
propiedades colectivas. El gran problema del futuro, declaró, es
cómo unir la mayor libertad de acción posible con la propiedad
colectiva de las materias primas del planeta y una participación
equitativa en todos los beneficios del trabajo en equipo.26
24
Ibid., 131.
a
Ibid., 55.
26
Autobiography (Autobiografía), l. c., 162.
330 El ideal liberal
La filosofía social de Mili levantó dos importantes corrientes
de pensamiento liberal en el mundo contemporáneo. Su indivi-
dualismo primitivo ha contribuido en muchas ocasiones a servir
de punto de apoyo del «individualismo» y de la «libertad de
empresa» que hombres de estado como Herbert Hoover, publi-
cistas como Walter Lippmann y economistas como Lionel Rob-
bins, han defendido a ultranza. Igualmente, el idealismo social
ulterior de Mili ha encontrado muchos simpatizantes, entre los
que se cuentan desde liberales moderados como L. T. Hobhouse,
hasta socialistas más abiertos como Joh Dewey y Harold Laski.
En el seno de esta corriente se ha producido, así, una batalla
ideológica entre un liberalismo «antiguo» o tradicional y un li-
beralismo «moderno» o revisado, entre los que insisten en que
la libertad es incompatible con la planificación y con el colec-
tivismo, y los que defienden que la libertad auténtica sólo es po-
sible en una democracia social planificada. A la luz de estos
hechos, el término liberalismo se ha convertido en algo tan elás-
tico que prácticamente se utiliza ya para designar toda teoría
social desde el conservadurismo más reaccionario hasta el radi-
calismo más extremista. A pesar de ello, sigue manteniéndose
viva una gran dosis de tradición liberal.
2. Valoración de
la tradición liberal
La tradición del liberalismo individualista contiene muchas
admirables verdades tanto como graves errores. Si la interpre-
tamos en un sentido no ideológico, la teoría de los «derechos
naturales» contiene más de error que de verdad. Las leyes de la
naturaleza, en cuanto simples descripciones de lo real, no su-
ministran reglas válidas para el comportamiento humano. Como
mantuve en el capítulo 3, hemos de distinguir entre lo que es
y lo que debe ser, entre los hechos y las normas. De no hacerlo
así, incurriríamos en la «falacia del factualismo». Efectivamente,
los liberales cometen esta falacia cuando describen el orden eco-
Valoración de la tradición liberal 3H
nómico competitivo como «un sistema evidente y simple de li-
bertad natural». Suponen que el hombre es egoísta por natura-
leza, pero que su tendencia al egoísmo concuerda con el bienes-
tar social. Aún más, argumentan que si el yo no se centra en
sí mismo, no sirve necesariamente al bien público. Sin embargo,
el acuerdo perfecto de un yo con otro yo y con la sociedad cons-
tituye un ideal, pero no una cuestión de hecho. Basar toda la
teoría económica y política en la concordancia entre lo fáctico
y lo ideal, cuando tal identidad no existe, supone cometer un
grave error: hacer del egoísmo una virtud y ensalzar la codicia
como forma de obediencia a las leyes de la naturaleza.
Por otra parte, no existen «derechos naturales» inalienables
o inviolables. Como dice el profesor A. C. Ewing:
¿Es inviolable el derecho de propiedad? Si lo fuera, no podría
hacerse ninguna reforma social que supusiera el sacrificio de algo
por parte de los ricos, a menos de que todos los que tuvieran que
hacer tal sacrifitio consintieran en ello. ¿Es inviolable el detecho a
la libertad de expresión? Entonces no debo ser condenado por decir
sin ninguna base que mi prójimo es un asesino, ni por incitar a
otras personas a matarle empleando argumentos falsos. ¿Es inaliena-
ble el derecho de libertad de reunión? Entonces el estado no debie-
ra evitar las grandes concentraciones de masas de las que se sabe
positivamente que conducirán a un mitin sanguinario."
En la práctica, el tribunal supremo de los Estados Unidos
ha manifestado que todos esos derechos deben ser especificados
y recortados con cualificaciones y excepciones. Negarse a aceptar
que, en ciertos casos, estas reservas son necesarias supone man-
tener que las leyes de la moral social no admiten ninguna excep-
ción posible. Con ello, estaríamos incurriendo en la teoría de
Kant sobre el carácter absoluto de los derechos y de los debe-
res. En el capítulo 4 hemos criticado esta forma de absolutis-
mo ético, posición que, por otra parte, ha sido rechazada en fi-
losofía casi unánimemente.
La mayoría de los defensores de la teoría de los derechos
27
The individual, the state, and world government (El individuo, el
estado y el gobierno mundial), 12. Copyright 1947 de la Macmillan Com-
pany y citado con su permiso.
332 El ideal liberal
naturales han cometido también otros errores. Han supuesto que
los derechos naturales son «evidentes» y que, en consecuencia,
hay algún método fácil de descubrirlos o una intuición inmedia-
ta de los mismos; mientras que, por el contrario, se requiere una
larga investigación y una profunda reflexión para averiguar la
naturaleza, los límites y las condiciones de los derechos huma-
nos. Los defensores de los derechos naturales tienden a conce-
birlos en abstracto, independientemente los unos de los otros
y de las circunstancias históricas concretas; mientras que los de-
rechos están tan profundamente condicionados por sus interre-
laciones y por los factores temporales y espacíales que resulta
muy difícil separarlos de ellos. Muestran, además, una marcada
predilección por explicar dichos derechos recurriendo a una his-
toria mitológica, un primitivo «estado de naturaleza»; pero lejos
de ser completados en esa mítica edad de oro, sólo se consiguen
mediante el ascenso duro, largo y difícil del hombre a partir de
un estado de salvajismo y de barbarie. Se inclinan a concebirlos
de un modo demasiado negativo e individualista —como inhe-
rentes al individuo al margen de la acción social positiva—, sien-
do así que la libertad es algo positivo y no puramente negativo;
representa la presencia de oportunidades y no sólo la simple
ausencia de constricción. No existe la libertad del «hombre na-
tural», como algo inherente al individuo aislado que haya de ser
descubierto despojándole sin más del «yugo» de las relaciones
sociales. Fuera de la sociedad, el individuo nunca es libre; es pro-
funda e ineluctablemente social por naturaleza, por lo que no
adquiere una auténtica y sustancial libertad sino sobreponiéndose
a las fuerzas de la sociedad.
Hechas estas críticas a la teoría de los derechos naturales, ci-
ñámonos a la verdad fundamental que expresa. Como defensores
de los derechos naturales, Locke y Jefferson estaban admitiendo,
efectivamente, que hay un tribunal supremo de apelación por
encima de las convenciones y de las leyes ordinarias del hom-
bre; que existen ciertos derechos que están profundamente inser-
tos en la auténtica naturaleza de lo real; que todo gobierno que
los viola se hace reo ante la razón y la conciencia de los hom-
bres; que, en consecuencia, el individuo es algo más que un
simple instrumento en manos del estado y no puede abandonar
Valoración de la tradición liberal 3Í3
nunca totalmente su independencia; que el estado no crea la
moral, sino que ha de someterse a ella; y que los ciudadanos
han de obedecer al estado sólo si éste garantiza, en líneas gene-
rales, los derechos humanos fundamentales. Rectamente inter-
pretadas, todas estas afirmaciones son verdaderas y extraordina-
riamente sanas.
En cierto sentido, puede incluso decirse que existen ciertos
derechos «naturales». Difícilmente podremos poner en duda que
la naturaleza humana, el medio físico y las condiciones sociales
de existencia presentan unas características relativamente cons-
tantes, que han sido y continúan siendo factores fundamentales
en la prosecución de la felicidad. En la medida en que definen
derechos naturales, esas condiciones permanentes y generales de
la felicidad humana son «leyes de la naturaleza»; los «derechos
naturales» son entonces las exigencias que los seres humanos
pueden legítimamente reclamar a la luz de dichas leyes. No es
ilusorio decir, por ejemplo, que los nazis, con su insensible falta
de consideración, de la compasión, de la razón y de las condi-
ciones fundamentales de la felicidad, violaron los derechos na-
turales del hombre, y con ello perdieron toda base moral para
seguir ostentando el poder político. Interpretados así, los dere-
chos naturales son teleológicos; insistir en ellos supone negar
que todos los valores sean meramente negativos, simples crea-
ciones del gobierno que ejerce el poder o de la sociedad exis-
tente. Lejos de ser infundados y anticuados, estos derechos na-
turales son antitotalitarios y nunca han sido más oportunos que
en el presente siglo cuando el totalitarismo político ha cercena-
do tanto la libertad. Constituyen la defensa necesaria contra to-
da forma de tiranía.
De este modo, si los derechos naturales han de ser interpre-
tados como teleológicos, no se diferenciarán esencialmente de los
que Mili defendiera con tanto ardor. Como ya he dicho, su in-
vestigación consistía en demostrar que el bienestar perdurable de
la humanidad se relaciona estrechamente con los derechos del
individuo y que éste no puede ser feliz ni prosperar sin libertad.
Mili estaba en lo cierto: la libertad es tan necesaria al hombre
como el alimento y el aire. Sin determinados derechos civiles
—como los de libertad de expresión y reunión— los individuos
334 El ideal liberal
se deshumani2an; una sociedad que redujera a sus miembros a la
calidad de simples números, no podría llevar a cabo nada ver-
daderamente meritorio. Sin libertad, quedan abolidos los méto-
dos de persuasión y bloqueadas las vías de adaptación pacífica.
En tales condiciones, ningún país está seguro: se acumula el
atraso y las injusticias sociales, crecen los resentimientos, hasta
que, en fin, se hace inevitable una violenta revolución. En nues-
tra era atómica, en que la necesidad de adaptación a situaciones
sin precedentes y sometidas a un vertiginoso cambio es tan agu-
da, la libertad de expresión puede ser una cuestión de vida o
muerte. Sin libertad, no podemos lograr una adaptación pacífi-
ca, ordenada y flexible al rápido cambio tecnológico, y sin esta
adaptación hay pocas oportunidades de evitar una tercera guerra
mundial o una sangrienta revolución.
Al igual que todos los derechos fundamentales del hombre,
la libertad de expresión no puede ser negada ni siquiera a los
que no creen en ella. El profesor Ewing ha dicho muy bien:
Este derecho debiera ser concedido incluso a aquellas personas
que, si estuvieran en el poder, se lo negarían a todas las demás,
pues las razones para permitirlo no dependen de las opiniones de
aquellos a quienes se ofrece la oportunidad de ejercerlo. Sería iló-
gico, además, que el defensor de la libertad de expresión se olvidara
de sus propios principios, que constituyen el mejor medio de des-
cubrir y de ratificar la verdad, negando este derecho a quienes se
oponen a él. Reprimir la libertad de expresión supone apelar a la
fuerza y no a la razón, o pretender ser infalible.28
Pienso, sin embargo, que existen profundas crisis en la vida
humana —como cuando los grupos autoritarios pretenden inter-
ferir un proceso democrático-— en las que resulta legítimamente
justificable suprimir la libertad de algunos para salvar o recobrar
la libertad de la mayoría. Una democracia, por ejemplo, puede
verse en la necesidad de suprimir determinadas libertades para
poder supervivir al precio que sea. Con todo, los políticos han
de tener una seguridad razonable de que la crisis es lo suficien-
temente profunda como para reprimir las fuerzas antidemocrá-
* Ibid., 55-56.
Valoración de la tradición liberal 331
ticas, sin que su decisión se apoye en meras suposiciones o te-
mores sin fundamento.
Sin embargo, si no se hace uso de una precaución extrema,
la supresión de libertades podría acarrear mayores males que los
que se estaba pretendiendo evitar. Como escribió el juez Oliver
Wendell Holmes:
Creo que hemos de estar constantemente vigilantes para evitar
todo intento de controlar algo que, como la libertad de expresión,
debemos pensar y estar dispuestos a defender con la muerte; a me-
nos, claro está, de que este derecho se encuentre tan seriamente ame-
nazado de interferencia que, de acuerdo con el espíritu de nuestras
leyes y de la justicia en general, necesitemos suspenderlo momentá-
neamente para salvar a la nación.29
Parecería más seguro recurrir a la represión sólo cuando la
libertad de expresión deje de ser una alternativa práctica. Ape-
lar a las consignas de un supuesto «americanismo» para justifi-
car una mayor represión significa obrar de mala fe. Como ha
escrito elocuentemente el juez Louis Brandéis:
Los que consiguieron nuestra independencia mediante la revolu-
ción no eran ni mucho menos unos cobardes. No les atemorizó el
cambio político. No exaltaron el orden a costa de la libertad. A todo
hombre valiente, seguro de sí mismo, que tenga fe en el poder del
razonamiento libre y que no le asuste aplicarlo a toda incidencia que
pudiera presentar un gobierno popular, no le parece que la libertad
de expresión encierre ninguna forma de peligro. Una cosa muy dis-
tinta es cuando se sospeche que el advenimiento de un mal es tan
inminente que ya no queda ni tiempo ni oportunidad para discu-
tir libremente la situación. Cuando hay tiempo para exponer median-
te el razonamiento lógico las falsedades y errores o para superar el
mal recurriendo a un proceso educativo adecuado, se ha de fomentar
la libertad de expresión y no recurrir al silencio forzado. Sólo una
situación de emergencia puede justificar la supresión momentánea de
este derecho. No hay otra regla posible si queremos conciliar la auto-
ridad con la libertad. No soy yo sólo el que opina así: esta idea está
contenida en nuestra constitución. Los americanos pueden, pues, re-
cusar toda ley que reprima la libertad de expresión y de reunión,
29
MYER COHÉN, editor, Selected supreme court decisions (Selección
de decisiones del tribunal supremo). Harper, New York 1937, 9.
336 El ideal liberal
demostrando que no hay ninguna situación de emergencia que la
justifique.30
Esta apelación tenaz a los métodos de la libertad de expre-
sión constituye un síntoma indudable de toda conciencia autén-
ticamente liberal.
Al vivir en una época de relativa paz y seguridad, Mili no vio
la necesidad de discutir el problema de preservar la libertad du-
rante una crisis tan profunda que conmueva el orden social desde
sus mismos fundamentos. No conoció la profunda crisis inter-
nacional que supuso la caída de las repúblicas española, alemana
y checoslovaca. No tuvo siempre presente, como hemos hecho
aquí, que la tolerancia es función de la seguridad, que la into-
lerancia echa raíces en las crisis y que, en consecuencia, la «li-
beración del miedo» resulta una condición indispensable para
todas las otras formas de libertad. No tuvo conciencia de las fuer-
tes medidas que se han de tomar a veces para impedir que hom-
bres como Hitler escalen las ciudadelas del poder. Una de las
principales limitaciones del ensayo de Mili es precisamente su
falta de datos para poder tener en cuenta los problemas que
estos hechos plantean.
Con todo, esta limitación no es sólo suya: uno de los prin-
cipales defectos de la tradición liberal ha sido su tendencia a
estimar excesivamente el poder de la razón como forma de solu-
ción de los problemas sociales, especialmente cuando dichos con-
flictos implican cuestiones tan fundamentales como las prerro-
gativas de una clase dominante instalada en el poder. La tenden-
cia de muchos liberales a no atreverse a hacer un análisis rea-
lista del papel social que ejerce la fuerza y la represión no es el
método más adecuado para eliminar la violencia. Frente a ello,
el realismo ha de ser necesariamente un principio de prudencia
social. Si no valoramos excesivamente el poder de la razón de
un modo tan optimista como ingenuo, estaremos en mejor dis-
posición de evitar los violentos desastres que han terminado por
aplastar a las fuerzas democráticas y liberales en numerosos
países.
30
Ibid., 19.
Valoración de la tradición liberal 337
Otras limitaciones del liberalismo tradicional hay que buscar-
las en sus prejuicios típicos de la clase media. En este sentido,
no ha sido consecuente con su ideal de libertad. Ha tendido a
restringirla a unas razas, naciones y clases determinadas, y con
demasiada frecuencia se la ha negado a los trabajadores más po-
bres, a los pueblos colonizados, a los negros y a otras minorías
raciales y religiosas. Locke, por ejemplo, en sus Reflexiones so-
bre la educación, propugnó una enseñanza esencialmente servil
para los niños pertenecientes a la clase obrera y se refirió con
evidente desprecio a «la picardía aborrecible» de las personas
vulgares.31 Burke, un liberal más reaccionario, habló del pueblo
como «una multitud de cerdos... nacida para consumir con fru-
galidad».32 Alexander Hamilton declaró: «El pueblo, señor, no
es más que un gigantesco animal».33 Líderes tan radicales como
Tom Payne y Robespierre concibieron la revolución en términos
de una clase media que habría de salvaguardar los derechos de
los pobres; e incluso el máximo exponente del liberalismo, John
Stuart Mili, temió que la democracia redujera a los hombres ex-
cepcionales a «la mediocridad colectiva» de las masas. Algunos
de los más recientes apologetas del «liberalismo» han defendi-
do el «derecho» de los grandes monopolistas a crear una esca-
sez artificial de bienes y el «derecho» del rico a explotar el
trabajo de los nativos de las colonias.
No veo razón alguna para ensalzar en nombre de la libertad
unos «derechos» que injurian al ser humano. Los que extienden
la libertad a todos, por otra parte, son, en espíritu, mucho más
liberales que los que restringen la libertad a los ricos y a los que
se mantienen en el poder. Todo el problema radica en si ver-
31
Véase ALEXANDER MEIKLEJOHN, Education between lwo toorlds
(La educación entre dos mundos). Harper, New York 1942, 31-33.
32
Véase HAROLD LASKI, The rise of liberalism (El surgimiento del
liberalismo). Harper, New York 1936, 225, 231. La frase «fruges consumere
nati» la he traducido por «born to consume frugally». Esta frase latina
aparece en la obra de BURKE, Thoughts on scarcity (Reflexiones sobre la
escasez). (Nota del Autor). Al castellano la hemos traducido por «nacidos
para consumir con frugalidad» en versión literal del inglés. (Nota del Tra-
ductor).
33
Citado por MERLE CURTÍ, The growth of american thought (El des-
arrollo del pensamiento americano). Harper, New York 1943, 192.
338 El ideal liberal
daderamente queremos democratizar la libertad. El ideal liberal
de libertad ha de ir unido al ideal democrático de igualdad.
Cuando el liberalismo se aleja de la democracia, la libertad se
convierte en un privilegio de la clase dominante y deja de satis-
facer las exigencias de la justicia. A su vez, una democracia se-
parada del liberalismo no pasa de ser lo que podríamos llamar
una «democracia totalitaria», esto es, una democracia que, basa-
da en el mando de una mayoría que no ostenta derechos civiles,
degenera casi irremisiblemente en una de las más profundas for-
mas de autocracia totalitaria. Debemos crear, pues, una estruc-
tura social que asegure la interacción creativa de la libertad y
de la igualdad, una sociedad de hombres libres unidos en una
comunidad democrática.
3. Libertad y organización
En una dictadura o en una democracia totalitaria, se mar-
gina al hombre de ideas independientes y al que manifiesta ap-
titudes excepcionales. Mili temía, por encima de todo, estos tipos
de régimen y, a mi forma de ver, no le faltaban poderosas ra-
zones para adoptar esa actitud. Sin embargo, es importante con-
siderar que todo individuo presenta dos aspectos: el que le se-
para y aisla y el que le une a los demás. Un desarrollo pleno de
la individualidad implica, no sólo la expresión de ideales que
trascienden al yo, sino también la de aquellos que le afirman.
Históricamente, el liberalismo individualista ha estado tan absor-
to en subrayar el último tipo de interés que, con harta frecuen-
cia, ha infravalorado la importancia que reviste el primero. Ha
tendido, así, a concebir al individuo como un yo completo, ce-
rrado y centrado en sí mismo; en consecuencia, ha entendido la
libertad como algo inherente al individuo al margen de sus re-
laciones sociales, considerando que la libertad y la organización
social son términos antitéticos. Este aspecto del liberalismo exige
una cuidadosa y amplia consideración.
Aunque el liberalismo individualista contenga una gran do-
Libertad y organización 339
sis de verdad, resulta inadecuado, entre otras cosas, por su in-
sistencia, que aún supervive anacrónicamente, en la imposibili-
dad de conciliar la libertad con la organización social. Con ello
da pie a los que se están esforzando en desviar al pueblo de una
labor fundamental de reconstrucción social. Siempre que se van
a celebrar unas votaciones, no dejan de aparecer individuos afir-
mando que «la libertad y, en especial la libertad de empresa, se
opone a la tiranía de la planificación». A menudo declaran que
la planificación es «anti-americana» y que se opone a la libertad
por la que lucharon los padres fundadores de los Estados Uni-
dos.
La realidad es muy otra: la planificación, tanto si la empren-
den grupos civiles u organizaciones comerciales, como si la llevan
a cabo entidades estatales, forma parte de la tradición americana
al mismo lado que «el más acendrado individualismo». Los ameri-
canos no hubieran adquirido en todo el mundo una merecida
reputación de eficacia, si tendieran a hacer las cosas a la ligera
o si las limitaran al mero capricho individual. Desde la época del
Mayflower Compact, hasta los recientes informes de los exper-
tos en planificación, los americanos han sabido reunirse para ha-
blar de sus problemas comunes y para lograr comprenderlos in-
teligentemente sobre la base de una información exacta. Como
resultado, han emprendido una acción social coherente que in-
tegrara intereses y actividades discordantes a la luz de un co-
nocimiento y de una intención comunes. La planificación, lejos de
ser una nueva forma de «perversión» importada de la Unión
Soviética, se encuentra profundamente inserta en el corazón del
americano medio. Por otra parte, la actitud más sensata no es
rechazar la organización como si se tratara de una plaga impor-
tada desde otras latitudes, sino hacer uso de ella controlándola
y democratizándola.
La posición de la democracia no coincide ni con la liberal
ni con la fascista. La libertad sin organización es una mera ilu-
sión; la organización sin libertad es una camisa de fuerza. En lugai
de oponerse el uno al otro, estos dos valores han de ser refun-
didos de forma tal que la libertad no sea sólo libertad ní la
organización sea sólo organización. Debe haber en ambas partes,
340 El ideal liberal
como resultado de su interpenetración, una nueva cualidad y un
nuevo ideal: una libertad organizada y una organización libre.
Algo tan preciado como la libertad exige un precio. Sólo pue-
de ser conseguida cuando lo planificamos y nos organizamos pa-
ra convertirla en una realidad. No es lo mismo ser jurídicamente
«libres» para hacer lo que queramos, que ser realmente libres y
capaces de hacerlo. Con demasiada frecuencia, tendemos a con-
cebir la libertad en un sentido abstracto como la mera ausencia
de restricción legal, como «la libertad que tienen el rico y el
pobre a dormir bajo el mismo puente». Raras veces la concebi-
mos de un modo concreto y positivo como la oportunidad de
hacer lo que queramos, lo cual, indudablemente, exige una gran
dosis de planificación y de organización. A la hora de considerar
un problema de este tipo, es muy importante que descendamos,
como hiciera William James, a los detalles concretos que rodean
la materia. Cuando pensamos en estos términos —de trabajo
remunerado, buena alimentación, ropa adecuada, vivienda digna,
descanso convenien e, vacaciones tranquilas, educación suficiente
para poder desarrollar nuestras aptitudes, derecho a decir todo
lo que pensamos de nuestro trabajo sin temor a sufrir represa-
lias económicas, derecho a una vejez feliz y segura, con algo
más que una mezquina pensión, etc., comprendemos que una
sociedad libre no puede ser establecida sobre la base del confu-
sionismo de egoísmos opuestos o de una simple ausencia de res-
tricciones legales. El fallo de pensar así viene determinado por
la presencia de ideas confusas y sentimentaloides. Durante la
gran depresión económica, por ejemplo, un alto funcionario dijo
que era una gran bendición para el pueblo americano tener par-
ques nacionales, porque así las personas sin trabajo serían libres
de poder divertirse completamente gratis en estos lugares de
esparcimiento. Este funcionario concebía negativamente la liber-
tad como la simple ausencia de toda traba externa.
Ralph Barton Perry ha definido la libertad de un modo más
adecuado y menos ingenuo. Para él, la libertad «es la ausencia
de obstáculos externos que la traben y la presencia de recursos
y de capacidades que la promuevan, el poder de todo individuo
Libertad y organización 341
de realizar sus deseos o satisfacer sus necesidades».34 Esta defi-
nición combina dos conceptos: el de libertad negativa —ausen-
cia de restricciones externas— y el de libertad positiva —la
presencia de recursos y de aptitudes para poder efectuar elec-
ciones.
Teniendo en cuenta esta definición, podremos comprender
mejor que muchos de los llamados «liberales» han incurrido en
dos errores. Primero, interpretar la libertad de un modo dema-
siado restringido que implica simplemente restricción estatal,
siendo así que existen otras formas importantes de restricción,
como la fuerza física, el ostracismo social o la coacción econó-
mica. Cualquiera que ejerza una forma de poder, puede cons-
treñir a los que carecen de él. Cuando en una determinada so-
ciedad existen grandes diferencias de clase, unas poseen una
desproporcionada participación en el poder y, con ello, consi-
guen presionar a las que están marginadas. Un gobierno que se
dedique activamente a proteger al débil y a eliminar las dife-
rencias de clase, puede potenciar el grado de libertad negativa,
aunque reprima de un modo rígido y quizá excesivo a los miem-
bros poderosos de la sociedad.
Segundo, los «liberales» hacen hincapié en la libertad nega-
tiva a expensas de la positiva. Conciben casi exclusivamente la
libertad en términos de «derechos civiles», tal y como los en-
contramos estipulados en las diez primeras enmiendas de la cons-
titución de los Estados Unidos. Estos derechos son muy nece-
sarios para que una sociedad pueda llamarse libre —quiero que
quede claro este punto—, pero no son suficientes para consti-
tuir una auténtica libertad. Un hombre es libre sólo nominal-
mente si se le «permite» elegir, pero no se le proporcionan me-
dios para efectuar su elección o su personalidad está tan poco
desarrollada que no puede adoptar decisiones prudentes e impor-
tantes. Como ha dicho Helen Lynd, en la medida en que el li-
beralismo subraya sólo la libertad negativa, deja «a los hombres
libres para vivir sin la base material de la vida; libres para ha-
blar, pero sin nada propio que decir; libres para creer, pero sin
34
Puritanism and democracy (Puritanismo y democracia). Vanguard
Press, New York 1944, 512.
342 El ideal liberal
nada positivo en qué confiar; libres para adorar, pero sin nada
en qué depositar su fe».35 Para poseer un alto grado de libertad
positiva, los hombres han de ver satisfechas sus necesidades fun-
damentales, como alimentación, vivienda, vestido, educación, es-
tabilidad laboral, juego y esparcimiento, expresión creadora de
sus aptitudes, disfrute de la belleza y del arte...
Pensando en términos muy concretos, Franklin D. Roosevelt
promocionó una «Declaración de derechos económicos» que in-
cluía las siguientes determinaciones:
El derecho a un trabajo útil y remunerado en las industrias, co-
mercios, granjas o minas de la nación; el derecho a ganar lo sufi-
ciente para poder disponer de una alimentación, vestido y diversión
adecuados;... el derecho de toda familia a un hogar decoroso; el de-
recho a una asistencia médica eficaz y la oportunidad de lograr y
disfrutar una buena salud; el derecho a una conveniente protección
contra los temores económicos de otras épocas: enfermedad, accidente
y desempleo; el derecho a una sólida educación.36
Tales aspiraciones, que la Asamblea de las Naciones Unidas
ha incluido en su declaración de derechos internacionales, son
absolutamente necesarias si queremos que la libertad se convierta
en la base principal de la vida humana.
Incluso los tradicionales derechos civiles requieren condicio-
nes positivas para llevarlos a la práctica. La libertad de expre-
sión, por ejemplo, exige otras cosas además del derecho legal a
poder decir lo que pensamos. Como declaró el ministerio del
ejército americano en un comunicado durante la segunda guerra
mundial:
La primera condición es que el individuo tenga algo que decir.
Saber leer y escribir es un requisito previo y un factor que hace
posible la libertad de expresión. Negadas, reprimidas o esclavizadas
la educación y la información, los pueblos se estancan en el atraso;
difícilmente merecerán sus opiniones el alto privilegio de poder ser
expresadas. De igual modo, para quien vive en el terror o en la indi-
gencia, aunque su expresión no se vea limitada por ningún tipo de
L. c, 348.
Mensaje al congreso, enero de 1944.
Libertad y organización 343
censura, su miserable condición hace las veces de mordaza. Otra
condición necesaria para la libertad de expresión es que el pueblo
tenga acceso a los medios de ponerla en práctica —periódicos, emi-
soras de radio, lugares de reuniones—. Cuando el poder se une al
capital y la prensa está demasiado ligada a los intereses particulares
de la propiedad, la libertad se resiente. No existe libertad a menos
que el pueblo disponga de información. Una última condición de la
libertad de expresión es que la difusión de información y la expre-
sión de opiniones no vayan acompañadas de castigos, tanto si éstos
son aplicados por el gobierno, como si lo son por cualquier forma
de interés privado.37
Acompañados de los medios que los posibilitan y potencian,
los derechos humanos son algo muy real y valioso, pero si no
van apoyados por la organización social necesaria, pueden con-
vertirse en sólo buenos propósitos de resultados infructuosos.
Muchos libros de política y de economía quedan invalidados
por no reconocer estos hechos con suficiente claridad. La tesis
del profesor Hayek, por ejemplo, en El camino hacia la servi-
dumbre, según la cual, un orden económico planificado es in-
compatible con la libertad, resulta discutible sólo por el hecho
de que no se analicen los conceptos de «libertad» y de «orga-
nización». Faltando este análisis, se tiende a identificar «libe-
ralismo económico» con «libertad» y «sociedad planificada» con
«totalitarismo», y a defender que, «en el fondo, son más o me-
nos lo mismo». El efecto es que las diferencias existentes entre
el fascismo y el socialismo o entre éste y un programa mixto
como el New Deal de Franklin D. Roosevelt desaparecen o se
oscurecen. De este modo, la argumentación resulta confusa y,
en consecuencia, peligrosa. Un análisis adecuado ha revelado, por
el contrario, que esa planificación del gobierno que el profesor
Hayek identifica con tanta frecuencia con organización estricta,
puede ser libre, y que, falta de ella, la «libertad» se convierte
a menudo en algo negativo y meramente nominal. Por otra par-
te, en su ansia por defender la «empresa comercial», pasa por
alto las condiciones fundamentales que su propio ideal de liber-
tad individualista exige. No comprende que, como ha subrayado
Perry:
37
Citado por ABRAHAM EDEL, The theory and practice of philosophy
(Teoría y práctica de la filosofía). Harcourt, Brace, New York 1946, 261.
344 El ideal liberal
Lo que más favorece a una organización estricta es esa mala
distribución de la riqueza que reduce a los hombres a los aspectos
más rutinarios de la existencia, limita la vida a las funciones anima-
les —un nivel en el que todos los individuos se parecen—, somete
a todos a las presiones de las opiniones y de los sentimientos de un
grupo, y excluye el libre juego de la imaginación, la reflexión y la
elección, que son la fuente más fructífera de las diferencias per-
sonales.38
Lo cierto es que no podemos conseguir una dosis aceptable
de individualidad, ni una libertad auténtica, eficaz y operativa
sin una planificación amplia y a largo plazo. Si en tiempos de
paz movilizáramos sobre una base estable y duradera nuestros
recursos nacionales en orden al bienestar público como lo hace-
mos en períodos de guerra, podríamos conseguir una transfor-
mación espectacular en una sola generación y, en consecuencia,
aumentaríamos el grado de libertad positiva. Por nuestra expe-
riencia en épocas de guerra sabemos que podemos hacer grandes
cosas y estamos empezando a comprender que constituye una lo-
cura y una crueldad absolutas perpetuar la pobreza cuando te-
nemos los recursos necesarios para eliminarla. Por supuesto que
nuestra planificación deberá contrapesar las directrices de los
expertos con las iniciativas surgidas del pueblo. Ha de integrar
hombres libres en una comunidad organizada.
El hecho de que la libertad no sea incompatible con la or-
ganización es algo que puede observarse en muchas actividades
de la vida diaria. Supongamos, por ejemplo, dos personas que
bailan juntas. El ritmo, a cuyo compás se mueven al unísono,
constituye el punto de referencia de su acción conjunta. Bailan
a un tiempo y marcan el compás: el movimiento de una está
respondiendo constantemente al de la otra. No es que bailen de
ese modo porque se sientan obligadas a hacerlo, sino porque quie-
ren moverse así y no de otra manera. Sus deseos se satisfacen
en función de un mismo modelo. El resultado es una fusión de
normas e impulsos, una combinación de los dos aspectos funda-
mentales de la naturaleza humana: lo espontáneo y lo metódico,
lo impulsivo y lo racional.
31
PERRY, l. C, 464.
Libertad y organización 345
Por otra parte, una forma justa de organización no sólo no
reprime la auténtica individualidad, sino que la potencia. Como
ha observado Félix Cohén, hay más auténtica individualidad y
más campo de acción para la aplicación de las diferentes aptitu-
des en la magnífica coordinación de un equipo de béisbol que
en una carrera en la que cada participante corre por una pista
y lleva su propia marcha.
Al igual que sucede en la armonía orquestal, la mayor parte de las
veces, la sociedad exige que cada individuo toque su propia nota y
no que todos toquen la misma.39
Puede objetarse que estos ejemplos de organización libre no
imponen al individuo ninguna restricción, mientras que, general-
mente, la planificación social sí que lo exige. Con frecuencia, este
tipo de crítica se basa en la suposición de que toda coerción dis-
minuye el grado de libertad. Si éste fuera el caso, difícilmente
se podrían justificar las leyes que exigen la intervención de la
policía para asegurar su cumplimiento. Las leyes del tráfico, por
ejemplo, ponen trabas e imposiciones, pero sin ellas las vidas
de muchas personas serían menos libres y correrían más riesgos.
De igual modo, cuando en un mitin se produce un alboroto
extraordinario, el moderador necesita hacer uso de un martillo
o incluso disponer de un oficial de la policía. Por regla general,
la finalidad de estas imposiciones no es otra que la de facilitar
la libertad de quienes quieren deliberar y votar de un modo
justo y democrático. La coerción es a menudo necesaria para
«mantener la paz» sin la que no es posible ninguna forma de
auténtica libertad.
Otra objeción frecuente es que la libertad y la organización
sólo pueden conciliarse tratándose de grupos reducidos. Hemos
de admitir que si un grupo amplio se ha de mover y actuar con-
juntamente, el problema de conciliar la libertad y la organiza-
ción adquiere una dimensión sutil y complicada. Como contra-
partida, cuando consigue armonizarse, el resultado suele ser más
rico y la libertad ejercida más intensa y profunda.
39
En American philosophy today and tomorrow (Filosofía americana
de boy y de mañana), editado por H. M. Kallen y Sidney Hook, Furman,
New York 1935, 92.
346 El ideal liberal

Un excelente ejemplo de esta forma de organización social

libre nos lo ha suministrado la Tennessee Valley Authority. Como Í2
podemos observar por el libro de David Lilienthal, TV.A.: Una
democracia en marcha® una obra que no ha perdido su interés El ideal fascista
a pesar del paso de los años, resulta verdaderamente impresio-
nante el éxito de esa gran experiencia social por conseguir los
fines de la libertad empleando los métodos de ésta. El objetivo
clave —la elevación del nivel de vida a lo largo de todo el va-
lle mediante un desarrollo unificado y un mantenimiento de los
recursos disponibles— significa el aumento del índice de liber-
tad positiva —la oportunidad de una mayor felicidad y de una
experiencia más rica—. Los métodos han sido estimular la de-
mocracia desde su base, mantener unidos al pueblo y a los es-
pecialistas, ampliar las alternativas de los individuos mostrán-
doles lo que puede hacer la tecnología, conseguir una persuasión 1. Características principales
comunitaria mediante las técnicas de la libertad de expresión, del fascismo
evitar la centralización antidemocrática conservando la autono-
mía regional y utilizando recursos y agencias locales, etc. He
aquí, pues, un ejemplo vivo de interpenetración de la libertad
La derrota de las potencias del eje en la segunda guerra mun-
y la organización, una demostración de que la planificación pue-
dial no es óbice para que hagamos un estudio crítico de su ideo-
de hacer uso del inmenso poder de la ciencia y de la tecnología
logía. El fascismo es un tema que se ha de seguir discutiendo,
para ampliar el campo de la libertad. Comprendo, claro está, que
dado que constituye una fase en la historia del espíritu humano,
la T.V.A. tenga sus detractores y reconozco que el experimento,
que su fuerza ha ejercido una peligrosa repercusión después de
como toda empresa humana, no es perfecto; pero todo ello no
la guerra, y que, como tendencia, se deja sentir incluso en el se
obsta para que constituya un ejemplo válido de organización
no de las democracias contemporáneas. Por otra parte, el fas-
social libre.
cismo constituye el mejor ejemplo para ilustrar hasta dónde
He dedicado este capítulo a exponer y criticar el liberalis- puede llegar un sistema de organización sin libertad.
mo, tratando de dejar claro que la libertad es algo muy precia- Entiendo por fascismo el tipo de totalitarismo de derechas
do, pero que a menudo ha sido mal entendido y se le ha de- que logró imponerse en Alemania, Italia y Japón, y que se ex-
fendido equivocadamente. En oposición al individualismo exage- presó, en una forma menos pura, en España, Portugal, Grecia,
rado, he mantenido que la libertad sin organización no pasa de Argentina y algunos otros países. Aunque existen profundas dis-
ser una quimera. En los dos capítulos restantes estudiaremos crepancias entre estas diferentes formas de fascismo, todas ellas
ia otra cara de la moneda: la organización sin libertad, algo que, presentan la suficiente similitud como para justificar un nom-
como veremos a continuación, se parece mucho a una camisa de bre común. Ceñiré mi exposición al nazismo alemán y al fas-
fuerza. cismo italiano, por constituir sus ejemplos más característicos.
En la práctica, el fascismo fue una «economía dirigida» que
se basó en la interacción de tres grupos: militares, monopolistas
Harper, New York 1944. industriales y caciques de la política y de la burocracia. Como
348 El ideal fascisla
ha apuntado Franz Neumann en su extraordinario libro Behe-
moth, cada miembro de esta alianza necesitaba a los otros dos.
El ejército necesitaba al partido y a la burocracia, puesto que
la guerra moderna, por su carácter universal, requiere la movi-
lización de toda la población. El ejército no podría poner en pie
de guerra a toda la nación sin contar con el apoyo decisivo del
partido y de la burocracia. Por otra parte, el partido tenía ne-
cesidad del ejército para imponer la ley de la fuerza, preparar
la guerra y, por último, llevarla a cabo. Ambos necesitaban a
los grandes monopolistas para constituir la base económica de
una planificación totalitaria; los económicamente privilegiados, a
su vez, confiaban en el partido y en el ejército para abatir a la
oposición y llevar adelante sus aspiraciones imperialistas. Los
tres grupos estaban unidos por una pasión antidemocrática y
por la necesidad de unir sus fuerzas en un período de intensa
crisis social. De una manera demasiado simplista, se ha intenta-
do interpretar muchas veces el fascismo tomando como punto de
referencia cualquiera de estos tres factores: el político, el eco-
nómico o el militar. En resumen, el fascismo fue una comple-
ja alianza de las fuerzas de la derecha antidemocrática para con-
solidar su poder, al verse impelida a actuar, principalmente, por
la profunda crisis económica y cultural del momento.
Bien es cierto que tal alianza no resultó demasiado fácil. En
gran medida, el ejército y las grandes empresas terminaron por
quedar subordinados a la máquina del partido y a los dirigentes
políticos, lo cual, como es de suponer, no se produjo sino a costa
de muchas desavenencias internas. Cuando la guerra y la crisis
alcanzaron sus más altas cotas, los miembros de la alianza hu-
yeron cada uno por su lado. La profundidad de este cisma final
puede ser ilustrada con el sugerente libro de Liddell Hart, Los
generales alemanes hablan, y con numerosos estudios sobre el des-
contento que se originó en la camarilla de los dirigentes fas-
cistas.
La teoría fascista fue, en gran medida, un intento de racio-
nalización y un disfraz de esa alianza totalitaria. El concepto bá-
sico del totalitarismo fue expresado en el famoso lema de Mus-
solini: «Nada fuera ni por encima del estado, nada contra el
estado, todo en el estado y todo para el estado». En teoría, los
Características principales del fascismo 349
nazis rechazaron este totalitarismo político, defendiendo que el
estado es un simple instrumento del partido único y de la razf
germánica; pero, en la práctica, lo adoptaron bajo el disfraz de
la «comunidad racial» y del «estado popular», transformándolo
incluso en el más drástico credo totalitario.
La teoría italiana, tal y como aparece en los filósofos fascistas
Alfredo Rocco y Giovanni Gentile, no pasó de ser una degra-
dación del hegelianismo. Según ellos, el individuo se salva de
su limitación radical entablando relaciones sociales. Comprome-
tiéndose en la vida de la comunidad, consigue su salvación mo-
ral. Sin embargo, los numerosos intereses de 1a colectividad se
integran en el estado. En consecuencia, cuando el ciudadano
obedece al estado, responde a sus más íntimos deseos, consi-
guiendo esa disposición anímica social y esa identificación con
un todo superior en las que radica la libertad y el bienestar. El
estado, sin embargo, no existe simplemente para sus miembros,
pues, como una especie de consciencia colectiva u organismo so-
cial, tiene un valor intrínseco supremo que no se encuentra en
las conciencias de los individuos. De ahí que el gobierno, que
es donde reside el poder del estado, tiene el derecho y el deber
de someter a los recalcitrantes ciudadanos a la obediencia, y de
coordinar todos los aspectos de la vida nacional en una integra-
ción monística y omnicomprensiva.
La versión alemana del totalitarismo, expresada por Alfred
Rosenberg y por el propio Hitler, se basaba en el concepto de
comunidad racial. Sus muchos antecedentes se pueden encontrar
analizando el concepto de nacionalismo germánico de Fichte, la
mística del pueblo de Wagner y el mito ario de Gobineau. En
cierta medida, sus modelos teóricos podrían retrotraerse incluso
al viejo testamento. Aunque torturasen y mataran a innumera-
bles judíos, los nazis reavivaron algunos de sus más antiguos
conceptos ideológicos: el mito del pueblo elegido y del mesías
destinado a liberarlo de la esclavitud. Como un nuevo mesías,
Hitler subrayó los valores tribales contenidos en su adaptación
teutónica del mito: la dignidad suprema de la comunidad ger
mánica y la unidad espiritual del pueblo escogido. Con su in
tenso e intolerable tribalismo, los nazis se apartaron, sin em
bargo, de un elemento sublime contenido en el credo judaico
350 VA ideal fascitsa
la doctrina de que el pueblo elegido prepararía el camino para
un reino de auténtica fraternidad entre todos los seres humanos,
en el que la comunidad de los pueblos del orbe se uniría bajo
un mismo Dios universal. En la práctica, pues, el credo nazi
fue muy diferente: fomentó el anti-individualismo y un vago
misticismo racial, utilizados para justificar la poderosa coordina-
ción de todas las actividades en el ámbito de un estado exclu-
sivista, cruel y militarizado.
El pueblo japonés fue, igualmente, instruido en la idea de
que su país era «un imperio celestial», inspirado por un empe-
rador divino y destinado por la providencia a dominar a todas
las naciones del mundo. Para conseguir esta hegemonía, el pue-
blo había de ser moldeado por el estado en una uniformidad
que no se diferenciaba demasiado de la que caracteriza a la ma-
nada.
En sus aspectos concretos, el fascismo representó, como he-
mos dicho, una economía dirigida y autoritaria en la que se com-
binaban e interpenetraban intereses económicos, políticos y mili-
tares. Si se prefiere, podría decirse que se trataba de una especie
de colectivismo, aunque muy alejado del que preconiza un so-
cialismo democrático. Los fascistas abolieron la «libre empresa»
y, en cierta medida, suprimieron el «capitalismo», aunque man-
tuvieran una especie de capitalismo monopolista sometido al
poder estatal. Este hecho puede comprobarse con meridiana cla-
ridad en obras tales como Behemoth de Franz Neumann, El ara-
do y la espada de Cari Schmidt, y El comercio como sistema de
poder de Robert Brady. En consonancia con su estructura jerár-
quica fundamental, el fascismo manifestó una decidida voluntad
de poder: el poder de unos pocos sobre la mayoría, el poder de
una clase, una raza o una nación victoriosa sobre sus víctimas
sojuzgadas.
Sin embargo, el fascismo disfrazó, en cierta medida, su ca-
rácter antidemocrático. Un grupo de paladines «selectos» no pue-
de llevar a cabo una guerra total: ha de comprometer, en la
medida de lo posible, la voluntad y la energía de todo un pue-
blo. Ahora bien, no se puede ganar a toda una población me-
diante un credo autoritario que afirme el derecho de un grupo
Características principales del fascismo 351
restringido a dominar a las masas. En consecuencia, los propa-
gandistas del fascismo se guardaron mucho de utilizar conceptos
autoritarios y difundieron una ideología presuntamente popular.
Según el contenido de este credo «democrático», se presen-
tó a Alemania, a Italia y a Japón como naciones proletarias en
lucha por sus derechos contra sus enemigos «plutodemócratas»,
que habían monopolizado, injustamente, la mayor parte de los
territorios y de las riquezas del mundo.
No puede establecerse una justicia económica, argumentaron, mien-
tras existan naciones egoístas que ostenten todas las riquezas del
globo en perjuicio de otras. Los pueblos del eje no sólo son pobres,
sino racialmente superiores, y de ahí que tengan derecho, tanto a
nivel biológico como económico, a una mayor participación en los
bienes del mundo. Si el mundo estuviera mejor dividido, y Europa
fuera para los europeos, Asia para los asiáticos y América para los
americanos, las razas superiores de cada área descubrirían la Le-
bensraum para una nueva vida de felicidad y prosperidad.
Más tarde, cuando no pudieron convencer a los americanos
con estos argumentos, empezó a oírse menos eso de que «Amé-
rica había de ser para los americanos».
La argumentación presenta un triple carácter. En su aspecto
económico, apela al ideal de participación y al derecho que tie-
nen las masas a acceder a los bienes materiales y a todo lo que
se puede adquirir con ellos. En su aspecto biológico, recurre al
sentimiento de orgullo por descender de un grupo privilegiado,
a la superioridad racial de ciertos pueblos y a su presunto «de-
recho» a dominar a los demás. Finalmente, en su aspecto geopo-
lítico, defiende que existen grandes áreas regionales que han de
ser unificadas si se pretende hacer un uso eficaz de los recursos
económicos. Esta ideología, fruto de la combinación de burdos
errores e hipocresías con una exigencia justa de compartir las
riquezas naturales y de conseguir una gran integración regional,
obtuvo, lamentablemente, un gran éxito al ser apoyada por las
masas pertenecientes a las potencias del eje, que trataban de
escapar de los terribles sufrimientos y frustraciones originados
por la «gran depresión» y por la profunda crisis cultural sub-
siguiente. Sin este llamamiento a la colaboración del hombre me-
352 El ideal ¡asusta
dio, el fascismo no hubiera podido nunca poner en trance de
muerte a toda la civilización, como lo hizo.
A pesar de su disfraz popular, el carácter tiránico de los re-
gímenes fascistas ya ha sido desenmascarado. El espíritu de su
normativa podría resumirse en el famoso consejo que Maquiavelo
diera al príncipe: une la fuerza del león con la hipocresía del
zorro. Como león, has de estar siempre dispuesto a hacer uso
de la violencia; como zorro, has de romper tu palabra siempre
que con ello obtengas algún beneficio.
Tras la máscara de la buena voluntad y el juego limpio, se
escondía el fraude, la crueldad y la más absoluta falta de es-
crúpulos. Bajo el guante blanco de la diplomacia se ocultaba la
garra ensangrentada de la fiera. En toda época han existido im-
perialistas y déspotas que se han comportado según los princi-
pios de Maquiavelo, pero no encontraremos un modelo más cla-
ro ni más cercano a nosotros de este tipo de conducta que el
presentado por los dictadores fascistas. Existe, con todo, una
diferencia fundamental entre Maquiavelo y los fascistas. El pen-
sador florentino concibió un noble código de moral cuya descrip-
ción aparece en otros escritos suyos, restringiendo la validez de
los principios expuestos en El príncipe a épocas de crisis y de-
cadencia. Los dictadores fascistas, por el contrario, dieron sobra-
das pruebas de haber perdido toda sensibilidad para concebir mo-
delos morales medianamente aceptables. Su cinismo les conducía
a un solapado nihilismo.
Franz Neumann, en Behemoth, y Harold Laski, en ¿Hacia
dónde vamos a partir de aquí?, han defendido que este oportu-
nismo sin principios y esta ilegalidad al servicio de un ansia ili-
mitada de poder representan las características más fundamen-
tales del fascismo. Pasaron por alto las fiorituras de lo que pre-
tende ser la «filosofía» fascista —una serie de frases mal hilva-
nadas recogidas de Hegel, Nietzsche, Sorel, Gobineau y muchos
otros— e insistieron en que, esencialmente, el fascismo repre-
senta la ausencia de toda ley y el nihilismo más obsoluto. Neu-
mann, por ejemplo, describió al nacional socialismo alemán como
«la negación del estado, el reino de la ilegalidad y de la anar-
quía, que «devoró» los derechos y la dignidad del hombre y se
Características principales del fascismo 353
esforzó en convertir el mundo en un espantoso caos...». 1 Creo
que esta interpretación es, en líneas generales, correcta. En tanto
que la teoría fascista se utilizó para apuntalar esa ilegalidad,
adoptó la forma de un relativismo extremo que renunciaba a
todo principio fijo y concebía los ideales como construcciones
ficticias que las hazañas decisivas han de deshancar en el mo-
mento crítico u oportuno.
Aunque Mussolini representó en los últimos años de su vida
un papel lastimoso y subordinado, podemos considerarlo como
un portavoz autorizado de este aspecto del credo fascista. Sub-
rayó repetidas veces la idea de que los principios son relativos
a los modos cambiantes y a las situaciones. Veamos un texto
suyo a título de ejemplo.
El fascismo no ha intentado nunca revestir su complicada y po-
derosa actitud mental con un programa definido, sino que ha pro-
curado seguir en todo momento los dictados siempre cambiantes de
su intuición... Si ser relativista supone despreciar las categorías fijas
y no hacer caso de los que se proclaman portadores de una verdad
objetiva e imperecedera..., entonces, nada hay más relativista que
las actitudes y la actividad del fascista. Del hecho de que todas las
ideologías tengan igual valor y de que todas sean meras ficciones,
el relativista moderno infiere que todo hombre tiene el derecho a
crear para sí mismo su propia ideología y a intentar imponerla con
toda la energía de que sea capaz.2
En términos más o menos parecidos a éstos, los fascistas pre-
tendieron excusar su oportunismo sin escrúpulos.
Podemos encontrar una elaborada racionalización metafísica
del comportamiento oportunista en el «actualismo» de Giovanni
Gentile, uno de los más conocidos filósofos fascistas italianos.
Según su concepción, toda realidad se reduce al constante de-
venir del espíritu. La vida humana no es sino subjetividad y eva-
nescencia, el «espíritu como acto puro». Al proclamar que la
única verdad radica en la práctica sometida a un cambio cons-
tante, Gentile subrayó que las decisiones emanadas directamente
del Duce habían de ser ejecutadas una vez que eran formuladas.3
' Behemoth. Oxford University Press, New York 1942, VII.
2
Diutuma. Milano 1924, 374-377.
3
Véase The philosophical basis of fascism (Las bases filosóficas del
fascismo): Foreign Affairs 6 (1928) 300.
354 El ideal fascista
Cuando se aplica al derecho y a la política esta apoteosis del
hecho irracional, el resultado es la afirmación de que todo pro-
grama social no puede ser más que la orden del líder. Todo
nombre, todo grupo y toda situación se justifican, en último tér-
mino, a la luz de una decisión individual. Ello se traduce en lo
que la Gestapo o alguna otra brigada similar afirmara: No te
preocupes por precedentes legales ni por principios; condúcete
en cada caso como te parezca más oportuno. Ni la «ciencia» es
objetiva, ni la moral imparcial, ni el arte y la religión universa-
les. La «cultura» no es más que mera propaganda: la sujeción
de todo pensamiento y de toda expresión a la conveniencia del
momento.
Hitler representó el prototipo de esta actitud. En su mayor
parte, Mein Kampf es un libro mediocre y poco original, pero
constituye un ejemplo brillante de persuasión propagandística,
de técnicas de engaño, de manipulación de símbolos y conven-
cionalismos y de apelación a lo más veleidoso e irracional que
hay en el ser humano. Su autor aparece revestido de la habili-
dad diabólica de un moderno Maquiavelo que hubiera desecha-
do todo ideal fijo y se hubiera convertido en un forajido en el
pleno sentido de la palabra. Fuera de unos pocos principios fa-
náticos y pseudocientíficos, como es el caso del racismo, toda
la «ideología» de Hitler no fue más que un puro engaño que
encubría la astucia de un pistolero, la sustitución de tácticas
por principios y la utilización de todo recurso para llegar al po-
der. En su caso concreto, el oportunismo desembocó ya en un
abierto nihilismo, en la anarquía de la jungla como norma de
vida.
Aunque sólo me he detenido en los puntos más concordan-
tes entre las distintas formas de fascismo, no hay duda de que
existen también sustanciales discrepancias. A diferencia de Ita-
lia, Alemania conoció una convulsión social más profunda, una
dictadura más despiadada, un mayor fervor popular, una ideolo-
gía más mística y salvaje y un racismo más intenso e intolerante.
El cínico oportunismo de Mussolini no pasó de ser el de un
aventurero temerario: el oportunismo salvaje de Hitler fue el
propio de un fanático. Aunque no conozco de cerca el fascismo
japonés, no dudo en que presentó, igualmente, rasgos peculia-
Crítica del fascismo 355
res y característicos. Con todo, los regímenes fascistas se pare-
cieron en muchas otras cosas: en su totalitarismo de derechas,
en su estructura jerárquica, en su racismo o nacionalismo inten-
sos, en su oportunismo al borde del nihilismo, en su confianza
en el mito, en su propaganda y en su gran habilidad para em-
baucar a las masas.
2. Crítica del fascismo
Aunque condenemos totalmente y sin paliativos el tipo fas-
cista de sociedad, no debemos cegarnos a la hora de enjuiciar
valorativamente su teoría y su práctica. En cierta medida, los
fascistas fueron justos al denunciar la interacción de intereses
e instituciones competitivos, más allá de toda reglamentación,
que originan una anarquía y destruyen la libertad de un modo
tan terrible a como lo hacen las fuerzas de la naturaleza que
hechizaron al hombre primitivo. Por otro lado, el programa y
los proyectos que exhibió el fascismo, al menos en los momentos
iniciales de su ascenso socio-político, ofrecieron a millones de
personas una explicación del significado y de los objetivos de la
vida en un momento en que la sociedad moderna no tenía nada
en qué creer. Chicos y chicas que no podían encontrar trabajo
y que se sentían frustrados y desconcertados en un mundo que
no contaba con ellos, comprendieron pronto que el fascismo les
necesitaba, que tenía una función y un papel trascendente que
ofrecerles, distinto a todo lo que habían conocido hasca entonces.
Participaron en la exaltación emocional de un gran movimiento
colectivo; descubrieron la forma de escapar de sus preocupacio-
nes personales y egoístas en el amplio ethos de la solidaridad
tribal, y se aprestaron a sacrificarlo todo, voluntarios y felices,
por lo que les parecía que era la gloria de la nación y de la ra-
za. En su primera época, además, el estado fascista parecía pro-
videncial: bajo el impulso de la planificación nacional, disminuyó
el desempleo y terminó por hacerlo desaparecer; la productivi-
dad se acrecentó a pasos agigantados.
356 El ideal fascista
Con todo, aunque admitamos estos éxitos transitorios, hemos
de insistir en que los ideales fascistas fueron demoníacos y tirá-
nicos. Difícilmente podríamos describir la falta de libertad que
caracterizó a los regímenes fascistas: el exterminio deliberado
del pensamiento espontáneo y de la acción autónoma, el trata-
miento de los seres humanos como productos elaborados en la
cadena de montaje de una fábrica política, que les cortara, com-
pusiera y modelara según las últimas consignas emanadas del
ministerio de propaganda. Esperando órdenes y obedeciéndolas
ciegamente, los miembros de los estados fascistas se convirtie-
ron en meros autómatas deshumanizados, alienados y aislados
unos de otros, en simples réplicas mecánicas de un hombre masa
abstracto. Como si se tratara de una espantosa sátira, esta «uni-
formación» fascista no era otra cosa que la caricatura terrible
de las tendencias comunes a toda la civilización moderna: la
hipnosis de las masas a través de la propaganda política y co-
mercial, la astuta manipulación de las conciencias y de las vo-
luntades humanas por la «máquina del poder», y la huella men-
tal de la burocracia, más o menos disfrazada, tanto a nivel gu-
bernamental como industrial.
Este tipo de organización supone una violación muy grave
de los principios que hemos enumerado en la segunda parte de
este libro. Frente a todo régimen que no vaya dirigido al bie-
nestar humano y a toda exaltación de la colectividad por sí mis-
ma, hemos defendido que el único lugar del valor es el indivi-
duo, que sólo él constituye un fin en sí mismo, que, en conse-
cuencia, tiene un derecho inalienable a ser tratado como un fin
y no como un simple medio, y que ningún estado, raza o cla-
se dirigente tiene un valor intrínseco más allá del bienestar de
sus miembros.
Por otra parte, el nacionalismo o el racismo de los regímenes
fascistas es un ejemplo evidente de ideal plagado de prejuicios.
Como indiqué en el capítulo 8, se ha de rechazar una lealtad
de este tipo porque combate otra serie de fidelidades y no es,
en este sentido, «leal a la lealtad». Combina una difusión res-
tringida del bien y un intenso egoísmo de grupo con una actitud
malévolamente agresiva hacia toda colectividad que no sea la
suya. En su lucha contra otros grupos, los fascistas dieron so-
Crítica del fascismo 357
bradas muestras de lo que no dudo en calificar de crueldad dia-
bólica. Sólo en Alemania, murieron de 12 a 15 millones de per-
sonas en cámaras de gas, horcas, ante pelotones de fusilamien-
to o de otras mil maneras. Los fascistas torturaron y extermina-
ron a viejos y jóvenes, hombres y mujeres, sin que, a menudo,
mediara la más mínima provocación. Lo que sucedió en el barrio
judío de Varsovia y en los de muchos otros lugares fuera de
Alemania supera a toda descripción. Difícilmente podrá nunca
el sadismo llegar a tales extremos. Tamaña carnicería es una
muestra del nivel que puede alcanzar la naturaleza humana en
períodos de profunda crisis y desorientación.
En el capítulo 5, he considerado el racismo y el nacionalis-
mo como dos formas de relativismo social. Un ejemplo perfecto
lo constituye la doctrina que los apologetas del fascismo como
Alfred Rosenberg defendieron, según la cual, todos los valores
son relativos a la «comunidad» nacional o racial. En el mismo
capítulo señalé también que hay un relativismo temporal, esto
es, una negación del carácter perdurable de las normas. Si la
estrechez de miras del fascismo le llevó a rechazar todo valor
de alcance mundial, su oportunismo le condujo a negar todo va-
lor duradero. El fascismo defiende, en efecto, que todo mode-
lo varía de un lugar a otro y de una época a otra, llevando este
relativismo temporal y social hasta el límite del nihilismo. La
crítica que he hecho a estas dos formas de relativismo en los
capítulos 5 y 8 implica, pues, una acusación indirecta del fascismo.
No creo que haga falta repetir los argumentos que allí expuse.
Señalaré, sin embargo, la forma tan trágica en que estos dos
relativismos constriñeron el ideal fascista de organización. A
causa de su desaprensivo oportunismo, el fascismo no logró real-
mente imponer la ley y el orden en los asuntos internos de las
sociedades donde arraigó. Lo que se dio fue una salvaje repre-
sión, pero no la estabilidad de un orden moral o jurídico. Por
debajo de su superficie, no se podía hallar otra cosa que no fue-
ra desorden, duda e incertidumbre. En Italia, especialmente, el
cinismo fue reemplazando gradualmente toda fe en lo obligato-
rio; el estado, aparentemente unido, era un hervidero de con-
flictos internos. En Alemania, a su vez, los sistemas de creen-
cias acabaron por derrumbarse como un castillo de naipes. Se
358 El ideal fascista
produjo una fe histérica y pasajera en el Duce o en el Führer,
pero acabó por mostrarse tan insuficiente que sólo la fuerza
bruta y el fanatismo desesperado pudieron contener la desin-
tegración social.
Por otra parte, en el campo de las relaciones internacionales,
el fascismo representó la más absoluta de las anarquías. Al re-
chazar el derecho y la autoridad internacionales, rehusó entrar
en contacto con esa organización amplia y omnicomprensiva que
tanto necesitaba. Mussolini declaró que «el internacionalismo es
una fábula absurda», y subrayó «el dato insuprimible de la na-
ción y de la raza».4 He aquí un rasgo típico del fascismo que se
traduce en la guerra o en la amenaza constante de un enfrenta-
miento bélico. Desgraciadamente, esta mentalidad está muy le-
jos de haber desaparecido y su existencia, en una época de tan
poderoso armamento como la nuestra, constituye un grave peli-
gro para todos los pueblos del mundo.
La mentalidad fascista representa también una amenaza con-
tra el espíritu democrático americano. Si en Estados Unidos se
produjera una grave catástrofe nacional, como una guerra con
la Unión Soviética o una profunda depresión económica, esta
amenaza podría llegar a hacerse extraordinariamente seria. En
un período de crisis aguda, no faltarían personas que apoyaran
una forma fascista de «solución», una organización coercitiva
de derechas que excluyera totalmente la libertad. Me gustaría
creer que ese número de personas sería muy reducido, pero no
debemos sentirnos demasiado satisfechos a la vista de los años
difíciles que tenemos por delante. El estallido de la guerra, en
unu época de diabólico armamento científico, podría originar rá-
pidamente una histeria nacional con su consiguiente adopción
de medidas extremas. Por otra parte, si se produjera otra pro-
funda depresión •—algo que reputados economistas consideran
muy posible—, la «rebelión de las masas» asumiría pronto pro-
porciones inmensas, los propietarios serían presa del pánico y
los demagogos ofrecerían soluciones «de emergencia». ¿Podemos
estar seguros de que, en tales circunstancias, no se unirían los
4
«Popólo d'Italia», 1 de febrero de 1921; citado por HERBERT W.
SCHNEIDER, Making the fascist state (Creando el estado fascista). Oxford
University Press, New York 1928, 275.
Crítica del fascismo 359
embaucadores, los demagogos y los monopolistas para crear algo
parecido a un fascismo americano?
Sin llegar a un crisis tan extrema, las tendencias fascistas
nos acechan como pájaros de mal agüero. Mientras escribía este
libro, se ha desencadenado una ola de intolerancia por todo el
país. Los liberales, entre otros, han sido acusados de emprender
actividades «subversivas» y han sido puestos en la picota por
las «juntas de fidelidad» y los «comités de actividades anti-nor-
teamericanas». En los procesos emprendidos por estos comités
legislativos, se ha negado a los acusados el derecho a ser defen-
didos por un abogado, el de hacer preguntas a los testigos que
declararon contra ellos, el de citar testigos de defensa y el de
poder declarar en beneficio propio. Al mismo tiempo, el depar-
tamento federal de investigación (F.B.I.), aunque hasta ahora ha
ejercido dignamente su funciones, se está convirtiendo en una
especie de policía secreta nacional, dedicándose a coleccionar in-
formes confidenciales de muchas personas sospechosas de ser
de centro-izquierda. Dichos informes y otras pruebas clandesti-
nas han sido utilizadas muchas veces para desposeer a ciertas
personas de sus cargos públicos, sin que en múltiples casos ni
siquiera las propias víctimas llegaran a saber qué argumentos
se esgrimían contra ellas. Muchas revistas y periódicos se han
unido a la campaña y un falso y nuevo modelo de «america-
nismo» —la aceptación dogmática e incuestionable de todo lo
que se dice al nivel oficial— está empezando a calar en la con-
ciencia del pueblo.
Está claro que quien concibe la «lealtad» en estos términos,
no sólo no es liberal, sino ni tan siquiera conservador. Un ver-
dadero conservador se ajustaría a los principios tradicionales dej
americanismo que incluyen los procedimientos prescritos en nues-
tra declaración de derechos y en la norma anglosajona del juego
limpio. No puede ser considerada conservadora ninguna acción
que, como la intolerancia y la represión, ayude e incite a los
extremistas que tratan de subvertir las instituciones americanas.
Si bien es cierto que debemos guardarnos del espionaje y de la
verdadera traición, no lo es menos que hemos de estar predis-
puestos a evitar que nuestro gobierno se convierta en un estado
policíaco.
360 El ideal fascista Crítica del fascismo 361

Como ha declarado William O. Douglas, juez del tribunal por tierra el orden viejo y, en el día de su muerte, nadie tendrá
miedo de ir a un país que tanto se parece a aquél en el que ya ha
supremo: vivido.6

Un pueblo indiferente a sus libertades civiles no merece conser-

varlas y, en nuestra época revolucionaria, no puede esperarse que
las conserve mucho tiempo. Un pueblo que proclame sus libertades
civiles, pero las reserve sólo para unos grupos privilegiados, está
empezando a descender por la pendiente que lleva al totalitarismo.
Se asemeja tanto a una dictadura de derechas como a una dictadura
de izquierdas. Al actuar de este modo, se borra toda distinción bá-
sica entre nuestro sistema de gobierno y el totalitarismo. Permitir
que esto suceda supone cometer un pecado de omisión. Más nos
valdría perder en la lucha por la causa de la decencia y de la jus-
ticia. Ganaríamos, entonces, en grandeza y, aun siendo derrotados,
dejaríamos una rica herencia a los que vinieran detrás. Nuestros
descendientes podrían volver a edificar sobre las cenizas de nuestras
esperanzas perdidas. No fracasaremos, sin embargo, si siempre nos
mantenemos unidos en nuestra fe, pues el objetivo de todas las razas
consiste en caminar hacia un sistema que respete su dignidad, libere
sus conciencias y les permita adorar a Dios a su modo. No se ha
redactado nunca un manifiesto de fe política más apropiado a estos
fines que nuestra declaración de derechos.5

La mejor defensa contra las fuerzas antidemocráticas, ven-

gan éstas de la extrema derecha o de la extrema izquierda, es
un programa democrático dinámico. La democracia sólo puede
ser defendida con la democracia: no puede ser mantenida con la
tiranía, ni preservada con el miedo al cambio. En último tér-
mino, no hay más que una respuesta a la amenaza revoluciona-
ria: las reformas que lleven «al mayor número posible de per-
sonas» la esperanza, la confianza y la alegría. Si los pueblos son
libres y prósperos, las incitaciones revolucionarias caerán en saco
roto y disminuirá rápidamente el número de agitadores. El mejor
consejo contra las influencias subversivas fue el que dio el an-
tiguo sabio que escribiera el Tao Te Ching, libro sagrado del
taoísmo chino:

Haz dulces las comidas del pueblo, bellos sus vestidos, conforta-
bles sus casas, fuente de placer su vida diaria. Cuando sea el pueblo
quien domine el país de parte a parte, se seguirá oyendo el canto
de los gallos y el ladrido de los perros, pero la justicia habrá echado
5
Our bilí of rights: Vital speeches 14 (1948) 242.
6
Citado por E. R. HUGHES, en Chínese pbilosophy in classical times
(Filosofía china de la época clásica). Dutton, New York 1942, 164. Traduc-
ción castellana: Tao te ching (El libro del recto camino). Morata, Madrid
1961,
 13
El ideal socialista

1. Raíces históricas y
principales representantes

La concepción de un ideal socialista no es tan reciente como

pudiera pensarse. Podemos encontrar ciertos atisbos de una teo-
ría socialista o comunista en obras tan clásicas como La repú-
blica de Platón o la Utopía de santo Tomás Moro. Una idea más
o menos vaga de socialismo estaba presente, por ejemplo, en la
conciencia de John Ball, dirigente de la revolución del campesi-
nado británico en la baja edad media y en la de los cavadores,
una facción democrática de corte radical, que mantuvo ideales
«comunistas» durante la revolución puritana. Con todo, hasta el
siglo xix, la teoría socialista no asumió su forma definitiva en
las obras de autores como Charles Fourier, Louis Blanc, Ro-
bert Owen, Ferdinand Lasalle y, sobre todo, Karl Marx y Frie-
drich Engels. En 1884, George Bernard Shaw y Sidney Webb
organizaban la Sociedad Fabiana y, al año siguiente, el poeta
William Morris se convertía en la cabeza de la liga británica
socialista. Las ideas socialistas fueron propagadas en América
por intelectuales como Edward Bellamy y William Dean Ho-
wells, y por líderes radicales como Daniel De León y Eugene
V. Debs.
364 El ideal socialista
Con el desarrollo a gran escala del capitalismo industrial y
la aparición de poderosos movimientos obreros, la teoría socia-
lista llegó a ejercer una enorme influencia. El establecimiento
revolucionario de la comuna de París, que en 1871 fue ante todo
un estado proletario, representó de forma dramática el carácter
extraordinario de los nuevos ideales. Hacia 1898, la causa so-
cialista había conseguido numerosos adeptos: el partido socialde-
mócrata alemán obtuvo ese mismo año 2 millones de votos y
consiguió ocupar escaños en el parlamento; 6 años más tarde,
Debs, candidato socialista a la presidencia de los Estados Uni-
dos, obtenía 100.000 votos. El primer intento importante de
revolución, acompañado de huelga general de trabajadores, se
produjo en Rusia en 1905. En vísperas de la primera guerra mun-
dial, los socialistas conseguían la quinta parte de los votos en
Italia y la tercera parte en Alemania. Con todo, la guerra pro-
dujo una profunda crisis en los partidos socialistas que, en con-
secuencia, padecieron un declive pasajero. En 1917, triunfaba,
sin embargo, en Rusia la primera revolución comunista. Los
acontecimientos que ocurrieron después, como la gran expansión
del comunismo en Asia y en los países del este tras la segunda
guerra mundial y el florecimiento de los partidos socialdemó-
cratas en la Europa Occidental, son hechos demasiado conocidos
y cercanos como para que nos detengamos en ellos.
Para valorar estos grandes acontecimientos históricos, es me-
nester que comprendamos las doctrinas que, en gran medida, los
inspiraron. Por razones de espacio, me he de limitar a la expo-
soción de la filosofía social de Marx y Engels. Tampoco voy a
tratar aquí su doctrina filosófica general conocida con el nom-
bre de «materialismo dialéctico», por no resultar estrictamente
relevante respecto al tema de los ideales sociales.
La biografía y los datos personales de Marx y de Engels qui-
zá puedan arrojar cierta luz sobre sus doctrinas. Nacido en Trier,
Prusia, en 1818, Karl Marx procedía de una familia judía de
clase media-alta, aunque un hermano suyo, abogado, había aban-
donado el judaismo para abrazar la fe de la iglesia nacional pru-
siana. Karl Marx fue enviado a las universidades de Bonn y de
Berlín, donde entraría en contacto con los «jóvenes hegelianos»,
un grupo de filósofos y de críticos de izquierdas, que ejercieron
Raíces históricas y representantes 365
en él una profunda influen 'a. Tras doctorarse en filosofía, com-
prendió que sus ideales políticos eran demasiado radicales co-
mo para que le permitieran seguir una carrera académica. En
1842 empezó su acción política como editor de un periódico de
la oposición, el «Rheinische Zeitung», que pronto sería prohi-
bido por el gobierno prusiano. Acompañado de su joven y aris-
tocrática esposa, Jenny von Westphalen, prefirió vivir como exi-
lado en París y Bruselas, a excepción de un breve regreso a
Colonia durante la revolución de 1848-1849. Exilado de nuevo
por sus actividades revolucionarias, marchó con su familia a Lon-
dres, donde fijaría por fin su residencia. Allí fue donde luchó
infatigablemente como escritor y organizador socialista durante
el resto de su vida.
Mientras tanto, había entablado una profunda amistad con
Friedrich Engels, a quien conociera en París durante el otoño
de 1844. Engels, que llegaría a convertirse en un estrecho cola-
borador de Marx, había nacido en Barmen en 1820. Su padre
era un acomodado fabricante textil de ideología conservadora
que incorporaría eventualmente a su hijo al negocio familiar
de Ermen y Engels, especialistas en fila turas de algodón en Man-
chester. Mientras estuvo viviendo en Alemania, pasó, al igual
que Marx, de la izquierda hegeliana a la herejía política, convir-
tiéndose durante un breve espacio de tiempo en un periodista
radical. Con todo, en 1842 volvió a trabajar en su empresa de
Manchester y pasaría algún tiempo hasta que escribiera una
mordaz acusación del industrialismo británico, que se publicó
en 1844 con el título de La situación de la clase obrera en Ingla-
terra. Después de su encuentro con Marx en París, pasó los años
que van de 1845 a 1850 en Francia, Alemania y Bélgica, orga-
nizando grupos socialistas y colaborando con su nuevo amigo. A
finales de 1847, publicarían juntos en Bruselas el Manifiesto co-
munista. Obligado a salir de Alemania por la reacción derechista,
hubo de volver muy a su pesar a encargarse del negocio fami-
liar de Manchester, aunque siguió estando en contacto por carta
o por visitas ocasionales con Marx hasta que éste se trasladó a
Inglaterra en 1870. En 1865, los dos amigos colaboraron en la
organización de la Asociación Internacional Obrera, conocida
después con el nombre de Primera Internacional; y tomaron par-
366 El ideal socialista
te activa en sus asuntos internos hasta su disolución en 1872.
Tras la muerte de Marx, Engels completó, con las anotaciones
que hubiera hecho su amigo, el segundo y el tercer tomos de
El capital. Murió en 1895.
A pesar de su estrecha amistad, los dos pensadores presen-
taban un sorprendente contraste. Engels era un alemán rubio,
alto, erguido y muy acicalado. Fue un alegre bebedor, jovial de
temperamento e incluso un eficaz hombre de negocios hasta el
punto de llegar a ser un miembro respetado de la bolsa de Man-
chester. Cuando se cansaba de su «maldito negocio», se enfras-
caba en la actividad socialista o se fugaba con su .íovia irlande-
sa, Elizabeth Burns, con quien acabaría casándose. Con el tiem-
po llegó a ser socio de la empresa, pero hasta cuando no era más
que un simple empleado con un sueldo modesto, ayudó con
constantes donaciones de dinero a la familia Marx, que estaba
sumida en la más absoluta pobreza. A pesar de sus actividades
prácticas, fue un mediocre estudiante que sólo logró destacar
en ciencias naturales, estrategia militar e idiomas.
Por el contrario, Marx era un judío tan moreno que sus ín-
timos le apodaban «el moro»; bajo y fuerte de cuerpo, de ca-
bello espeso y oscuro, taciturno y de ojos brillantes. Descuidado
en el vestir y en los modales, raras veces encontraba tiempo
para abandonar su trabajo abrumador y tomar rápidamente unos
bocados. Su exiguo sueldo como corresponsal del neoyorkino
«Tribune» apenas le bastaba para atender y mantener a su fa-
milia, faltándole dinero incluso «para comprar zapatos y sellos
de correos».
A su extrema pobreza se unió la muerte de varios de sus
hijos y, en sus últimos años, los estragos de la enfermedad. A
pesar de todas estas dificultades, llevó a cabo una enorme can-
tidad de trabajo y adquirió una sólida formación, no sólo en
filosofía, economía e historia, sino también en literatura. En este
campo, se sintió interesado por el teatro griego y por las obras
de Shakespeare, Goethe y Balzac. Su carácter polémico y ardien-
te no le impidió ser un tierno padre de familia y un amigo afec-
tuoso de un grupo pequeño y escogido. Muchos le han achacado
poseer un espíritu vengativo, pero como Edmund Wilson ha
apuntado:
Alienación y fetichismo 367
Sólo un espíritu tan sensible e irritable, tan incómodo en el
mundo, podía reconocer y ver las causas de la mutilación que en
todas partes sufría la humanidad, los terribles enfrentamientos, las
agitaciones sin límites, a los que estaba condenada la era de las
grandes ganancias.1
2. Alienación y fetichismo
Los primeros escritos de Marx y, en mucha menor medida,
los de Engels mostraron una intensa preocupación por el pro-
blema de la alienación que experimenta el hombre frente a un
mundo que él mismo ha creado. Como Marx declararía más tarde:
Todo en nuestros días parece contener a su contrario; las má-
quinas que podrían reducir y fecundar el trabajo humano nos hacen
morir de hambre y cargar con un trabajo agotador. Por un extraño
y fantástico encantamiento, las fuentes de riqueza recién descubiertas
se han convertido en causa de indigencia. Las victorias del arte se
pagan con la pérdida de su carácter. Cada paso que da la humanidad
hacia el dominio de la naturaleza convierte al hombre en esclavo de
otro hombre o de su propia infamia. Hasta la clara luz de la ciencia
no sólo se muestra incapaz de alumbrarnos, sino que nos sume en
las tinieblas de la ignorancia. Todos nuestros inventos y progresos
parecen dar como resultado la aparición de fuerzas materiales dota-
das de vida inteligente que reducen la vida humana al nivel de una
fuerza material.2
Marx defiende que, al desarrollarse la industria y la tecnolo-
gía a un ritmo mucho más rápido que las formas de control so-
cial, terminan volviéndose contra sus creadores y sometiéndoles.
Con palabras de Emerson:
Las cosas están en la montura
y la humanidad cabalga.3
1
To the Finland station (Hacia la estación de Finlandia). Harcourt,
Brace, New York 1940, 316. Versión castellana en Alianza, Madrid 1974.
2
Speech at the anniversary of the People's Paper (Discurso en el ani-
versario de People's Paper), ai Selected Works (Obras escogidas), II. In-
ternational publishers, New York, 1933, 427-428.
5
RALPH WALDO EMERSON, Ode to William Ellery Channing (Oda
a William Ellery Channing).
368 El ideal socialista
Los hombres se han convertido en esclavos de las máquinas
y del dinero y las cosas cobran vida y dominan a los seres hu-
manos. D e este modo, se ha producido una doble inversión de
valores: la deshumanización y despersonalización de la humani-
dad, y la atribución de relaciones sociales y propiedades espiri-
tuales a los objetos materiales. Marx llama a lo primero «alie-
nación» y a lo segundo «fetichismo».
En tonos muy crudos describe, en especial, la alienación que
experimenta el obrero en el seno del modo de producción ca-
pitalista. En las industrias mecanizadas de la civilización capi-
talista, los trabajadores se ven obligados a vender su fuerza de
trabajo y a dejarse tratar como mercancías; no pueden conservar
ni vender los objetos que producen. Trabajan bajo un sistema
rutinario de división minuciosa de funciones que sólo utiliza
y desarrolla una parte de sus aptitudes. De ahí que el obrero
no pueda lograr su autorrealización como persona ni persiga fi-
nes propios: es usado como una herramienta por su patrón.
En lugar de desarrollar libremente sus energías físicas y psíquicas,
mortifica su cuerpo y arruina su mente... No trabaja, pues, volunta-
riamente sino bajo el efecto de la compulsión. Su labor es forzada.
No constituye la satisfacción de una necesidad, sino sólo un medio
para satisfacer deseos que le son ajenos.4
Aún es más deshumanizante el desempleo y la pobreza, la
pérdida y la decadencia del poder humano que se origina cuando
la máquina compite contra los trabajadores, empobreciéndoles o
haciéndoles perder su empleo.
No tener, declaró Marx, es... la negación total del ser humano, y
supone un tener muy positivo, un tener hambre, frío, enfermedad,
crimen, envilecimiento, flaquezas, todas las formas de inhumanidad
y de patología.5
4
K. MARX, Qkonomische-philosophische Manuskripte, en MARX y EN-
GELS, Gesamtausgabe, III. Berlín 1932, 85-86; citado por HERBET MARCU-
SE, Reason and revolution. Oxford University Press, New York 1941, 277-
278. Traducción castellana: Razón y revolución. Instituto de estudios políti-
cos, Caracas 1967.
5 6
Die Heilige Familie, en Gesamtausgabe, I. Frankfurt 1927, 212.
Versión castellana: La Sagrada Familia. Grijalbo, México 1960; Manuscritos
de economía y filosofía. Alianza Editorial, Madrid 1968.
Alienación y fetichismo 369
Marx y Engels ilustraron esta acusación con sobrecoge» lm as
descripciones de la vida de los desheredados de la forUinn.
Como hemos dicho, hasta la prosperidad económica se per-
vierte y deshumaniza en el sistema de beneficios. La absorción
en el lucro, el negocio y la producción de artículos como fines
en sí mismos y su dedicación obsesiva a las gigantescas, inhu-
manas e impersonales organizaciones empresariales anulan la per-
sonalidad del hombre y le roban las posibilidades de participar
en una cultura equitativamente compartida. «El desprecio por
la teoría, el arte, la historia, el h o m b r e . . . , declaró Marx, cons-
tituye el auténtico punto de vista y la virtud del hombre adi-
nerado». 6
Si los hombres caminan tras el dinero y son dominados por
las máquinas, es porque los objetos inanimados han adquirido
la cualidad de personas: se han convertido — p o r decirlo con
una expresión empleada por el propio M a r x — en «fetiches».
Los trabajadores producen mercancías y les dan u n valor econó-
mico como resultado de su elaboración; pero, una vez produ-
cidas, las mercancías gobiernan a sus productores en lugar de
ser éstos los que las gobiernen. Aparecen como seres indepen-
dientes dotados de vida y entablan relaciones entre sí y con el
hombre. Marx escribió:
El objeto que produce el trabajo, su producto, es visto como
una entidad ajena, una fuerza que se ha hecho independiente de
su productor... Cuanto más se fatiga el trabajador, más poder ad-
quiere el mundo ajeno de los objetos que produce, más se enfrentan
a él y más le empobrecen.7
Según Marx y Engels, la tiranía de los procesos industriales
se intensifica por la actitud supersticiosa que adoptan los hom-
bres hacia las mercancías económicas. Los valores de tales mer-
cancías —valores que poseen sólo por las relaciones que guar-
dan con las personas que las usan— aparecen como cualidades
intrínsecas que varían en el mercado según sea la valía objetiva
Selected essays (Ensayos escogidos). International Publishers, New
York 1926, 93.
7
Gesamtausgabe, III, 83; citado por MARCUSE, /. c, 277.
370 El ideal socialista
que se les asigne. Un diamante, por ejemplo, parece que es algo
intrínsecamente muy valioso cuando puede ser tan barato como
un trozo de carbón si uno y otro exigen en su producción la
misma cantidad de trabajo. De ahí que la esencia del hombre
y el contenido de los valores de cambio se despersonalicen y,
en consecuencia, se vuelvan despiadados.
El carácter inhumano del capitalismo se acentúa cuando las
fuerzas productivas se desarrollan con una rapidez mucho mayor
que sus correspondientes controles sociales. Abandonado a sí
mismo, el sistema económico empieza entonces a manifestarse
como una fuerza desenfrenada que dirige al hombre y le hace
perder su puesto de trabajo, le arrastra a ciclos de inflación
y depresión, y le lanza al infierno sombrío de la guerra. No
hay nadie detrás que piense, planifique u organice este desarro-
llo. Dadas «las innumerables fuerzas que se entrecruzan»,8 las
consecuencias son muy diferentes del resultado previsto.
Ya estamos en disposición de comprender la entraña de la
ética marxista: la exigencia de que los seres humanos y las
cosas sean tratados como lo que realmente son. Con otras pa-
labras Marx insiste como Ruskin en que «no hay otra riqueza
que la vida». La ventaja del socialismo, tal y como él lo con-
sidera, está en que pone fin a la «alienación» del ser humano
y al «fetichismo» de la mercancía y del proceso industrial. «Vol-
ver a considerarse a sí mismo como un ser social, esto es, como
un ser humano... es algo que caracteriza al individuo conscien-
te».9 Marx creyó que la vuelta a la humanidad esencial del hom-
bre sólo es posible si se produce una reorganización fundamen-
tal de las relaciones sociales, en consonancia con las fuerzas pro-
ductivas más altamente desarrolladas. No se pondrá fin a la
alienación en tanto que los hombres, bajo una economía plani-
ficada en función del beneficio social, no vuelvan a dominar los
productos de su trabajo. La auténtica libertad significa, así, li-
beración de la esclavitud de las condiciones materiales, y, en
especial, de la pobreza y del trabajo excesivo. Como Marx in-
sistió:
* Véase MARX y ENGELS, Correspondence: 1846-1895. International
PubUshers, New York 1936, 476.
9 12
Gesamtausgabe, III, 114; citado por MARCUSE, /. c, 286.
Fuerzas productivas y relaciones sociales 371
El reino de la libertad sólo empieza a ser una realidad cuando
acaba el trabajo penoso originado por el infortunio y los objetive»
ajenos; echa sus raíces, como es natural, más allá de la esfera de la
producción propiamente material.10
Reside en «el desarrollo total y libre de cada ser humano» "
que sólo será posible mediante la reducción de la jornada lubo-
ral y el dominio del hombre sobre el medio material. Sin em-
bargo, «el verdadero reino de la libertad... sólo puede florecer
en el terreno de la necesidad que constituye su base».12 El ser
humano no se libera alejándose de las cosas materiales, sino
dominándolas. No sólo de pan vive el hombre, pero ha de tener
pan si ha de vivir para otras cosas.
3. Las fuerzas productivas y
las relaciones sociales
Marx declaró que el hecho de que el hombre esté alienado
no debe conducirnos a un estado de desesperación.
El antagonismo que hoy existe entre la industria y la ciencia,
por un lado, y la miseria y la disolución, por otro; el antagonismo
entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de nuestra
época constituye un hecho palpable, abrumador e indiscutible. Pode-
mos lamentarlo, desembarazarnos del progreso para vernos libres de
los conflictos que encierra o suponer que todo avance en el campo
de la industria ha de traducirse en un retroceso en el de la política.
Por nuestra parte, no podemos equivocarnos a la hora de desenmas-
carar el espíritu que continúa determinando todas esas contradiccio-
nes. Sabemos que para conseguir que las nuevas fuerzas sociales
funcionen eficazmente lo único que necesitan es ser dominadas por
hombres tan nuevos como ellas, y éstos no pueden ser otros que
10
Recogido de El capital, de Marx, por K. R. POPPER, The open so-
ciety and its enemies (La sociedad abierta y sus enemigos). Routledge, Lon-
don 1945, 96.
11
Ibid., 107.
Ibid., 96.
 372 El ideal socialista
los trabajadores. Constituyen un invento de los tiempos modernos
como la propia maquinaria industrial.13
Este texto precisa una aclaración. Presupone la tesis de que
son las condiciones económicas las que, ante todo, determinan
los acontecimientos históricos. Marx y Engels admitieron, sin
embargo, que una explicación puramente económica no pasa de
ser una abstracción ilegítima de la plenitud concreta de la his-
toria. Engels afirmó:
El desarrollo político, jurídico, filosófico, religioso, literario, artís-
tico, etc., se basa en el desarrollo económico. Pero todos estos ele-
mentos interactúan entre sí y reaccionan sobre la base económica.
No es que el nivel económico sea la causa y el ¡actor activo únicos,
mientras todos los demás ejercen sólo un papel pasivo. Hablando
con más propiedad, podría decirse que existe una interacción sobre
la base de la necesidad económica que, en última instancia, se afirma
siempre a sí misma.14
De este modo, Marx y Engels concibieron la historia como
una interacción muy compleja de fuerzas desiguales entre las
que, a la larga, las causas económicas resultan ser con mucho
las más poderosas. El historiador ha de considerar, pues, el
sistema económico como la causa primera del cambio social. Al
hacerlo, descubre que no hay una forma única de sistema eco-
nómico, sino una sucesión de modelos: el comunismo primitivo,
el régimen esclavista, el feudalismo y el capitalismo, al que las
fuerzas históricas conducen inexorablemente al socialismo. Cada
etapa viene marcada por su correspondiente nivel de desarrollo
tecnológico. «La tahona, por ejemplo, da lugar a la sociedad del
señor feudal; el molino de vapor, a la sociedad del capitalista
industrial».15
No sólo hay un desarrollo de una etapa a otra, sino incluso
dentro de cada una de ellas. En las primeras fases de expansión
13
Speecb at the anniversary of the People's Paper (Discurso en el
aniversario del People's Paper), l. c, 428.
14
MARX y ENGELS, Correspondence (Correspondencia), 517.
15
MARX, Tbe poverty of philosophy (La miseria de la filosofía). Inter-
national Publishers, New York, sin fecha. Versión castellana en Aguilar,
Madrid 1969.
Fuerzas productivas y relaciones sociales 373
económica, la interacción de los diversos factores de un sistema
productivo —la fuerza de trabajo, los recursos naturales, los
instrumentos y las relaciones sociales— presentan un estado
de equilibrio relativo y se desarrollan, así, progresiva y armó-
nicamente. Sin embargo, más pronto o más tarde, las relaciones
sociales —la estructura de clases y el sistema de propiedad— en-
tran en conflicto con el trabajo, la tecnología y el uso efectivo
de los recursos naturales. Aunque en esencia las relaciones socia-
les formaban parte de las fuerzas de producción, llega un mo-
mento en que encadenan a dichas fuerzas. En la fase inicial del
capitalismo, por ejemplo, la clase capitalista ascendente facilitó
en gran manera la expansión de la producción; en su fase final,
el sistema de la propiedad privada y la estructura clasista co-
rrespondiente se traducen en la depresión, la guerra y el enorme
despilfarro de la fuerza de trabajo, de los recursos naturales y
de la tecnología. Este catastrófico conflicto entre las fuerzas de
producción y las relaciones sociales de produción persistirá hasta
que se origine una reorganización de las relaciones sociales más
en consonancia con las fuerzas productivas. Tal reorganización
exige una auténtica revolución.
La naturaleza del conflicto existente entre las fuerzas pro-
ductivas y las relaciones sociales, tal y como Marx la concibió,
exige una mayor precisión. Las fuerzas se desarrollan a un rit-
mo más rápido que las relaciones. Ello significa que las técni-
cas, las herramientas y las máquinas empleadas en el trabajo
cambian más rápidamente que las formas de propiedad y la dis-
tribución de la riqueza. Se vierte el vino nuevo en odres vie-
jos; no es posible vencer las dificultades y los peligros provo-
cados por la fermentación del vino nuevo en tanto en cuanto
no dispongamos de odres nuevos; con otras palabras, se han de
crear nuevas relaciones sociales que se ajusten a las nuevas fuer-
zas productivas. La multiplicación de inventos, la expansión del
comercio y de la industria manufacturera, y el desarrollo cre-
ciente de la vida urbana en el último período del feudalismo
no podían ya conciliarse con la rígida y jerárquica estructura de
la sociedad feudal: lo que se ha dado en llamar el nacimiento
del capitalismo constituía, pues, un fenómeno necesario. Marx
y Engels creyeron que, de igual modo, el rápido desarrollo ex-
374 El ideal socialista
perimentado por la tecnología durante las últimas décadas exige
el tránsito de una forma capitalista de economía a otra socia-
lista.
Henry Adams, que creía también en el papel dinámico que
históricamente juega el factor tecnológico, escribió:
Las bombas constituyen un extraordinario factor educativo, y
hasta la radiotelegrafía o las aeronaves exigen una reconstrucción
social... El nuevo americano —hijo de la fuerza de la electricidad y
de la energía que irradia— puede ser considerado como una especie
de dios en relación con el hombre que primitivamente surgió de la
naturaleza.16
Marx y Engels contestarían que, para resolver nuestros pro-
blemas, más que «una especie de dios», lo que necesitamos es
una clase obrera en orden de batalla, pero por lo demás suscri-
birían esta afirmación de Adams.
Aunque creyeron en la extraordinaria importancia de la tec-
nología, su interpretación de la historia dista mucho de ser un
mero determinismo tecnológico. Las relaciones existentes entre
las clases sociales representan también un papel tan crucial como
las máquinas y las técnicas. Las grandes crisis de la historia apa-
recían ante sus ojos como el resultado del conflicto entre unas
técnicas sometidas a un rápido proceso de cambio y unas estrati-
ficaciones de clase dominadas por una lenta evolución. Por otra
parte, este conflicto no es infrahumano o automático: implica
siempre un enfremamiento de ideas y de deseos. Por encima de
todo, supone una lucha entre clases opuestas, entre amos y
esclavos, señores feudales y siervos, capitalistas y obreros. Para
poder entender mejor la forma como se aplica esta tesis a los
problemas contemporáneos, no estaría de más que diéramos un
rápido repaso a la teoría económica marxista.
14
The education of Henry Adams (La educación de Henry Adams).
Houghton Mifflin, Boston 1918, 496.
La economía marxista 375
4. Breve resumen de la
economía marxista
Tengamos en cuenta, ante todo, que la economía marxista
resulta extremadamente complicada y que lo único que podemos
hacer en unas pocas páginas es mencionar sus puntos más im-
portantes.
1) Teoría del valor del trabajo. Marx distinguió entre «va-
lor de cambio» (el valor económico de bienes o de servicios) y
el «valor de uso». Una cosa puede tener una gran utilidad y,
sin embargo, no costar nada. Cuando puede ser obtenida sin
trabajo, no hay razón alguna para pagar por ella aunque resulte
muy útil. El aire, por ejemplo, tiene un extraordinario valor de
uso, ya que no podríamos vivir sin él, pero carece de valor de
cambio. Para que algo adquiera un valor de cambio, debe ser
el producto de una fuerza de trabajo.
Con todo, también ha de resultar útil al individuo que lo com-
pra. Si no presentara ninguna utilidad o tuviera sólo una uti-
lidad privada, carecería de precio. Un gamberro que, en una
noche oscura, hiciera un gran agujero en un parque público,
no habría producido un valor de cambio. Nadie le pagaría por
haber hecho un trabajo cuyo resultado podría ser perjudicial a
otros. De ahí que, para que un artículo adquiera un valor eco-
nómico, ha de ser el producto de una fuerza de trabajo y re-
sultar socialmente útil.
Aunque el precio en el mercado constituya la medida mone-
taria del valor de cambio, no se identifica con éste. Los precios
pueden ser el exponente de valores ficticios, por lo que a menu-
do se dice que el margen de beneficios es demasiado elevado. A
causa del fraude, de los engaños de la publicidad o de las exigen-
cias fijadas por los monopolios, los precios resultan en ocasio-
nes exorbitantes. En consecuencia, hemos de establecer una dis-
tinción entre el valor económico real de una mercancía —lo que
Marx llamó a veces «precio natural»— y su precio actual en el
mercado, que puede diferir en gran manera del valor de cambio
o «precio natural».
376 El ideal socialista
Lo que hace que una mercancía sea económicamente valiosa
es que sólo puede ser obtenida mediante un cierto coste: el gasto
de una determinada cantidad de fuerza de trabajo útil. Este
libro, por ejemplo, tiene un valor económico, no sólo por tener
un valor de uso, sino también en función del esfuerzo empleado
en escribirlo y en imprimirlo. Todo esfuerzo, muscular o cere-
bral, que va a producir un artículo socialmente útil, añade a su
valor de cambio lo que Marx definió como «fuerza concentrada
de trabajo». Esta teoría no es sólo de Marx, sino también de
los fisiócratas Adam Smith y David Ricardo, y de casi todos los
economistas que le precedieron.
Lo que Marx añadió fue la limitación implicada en su afir-
mación de que el valor de cambio se basa en «el tiempo de tra-
bajo socialmente necesario». Ello significa que el valor de una
mercancía se determina por
la cantidad de trabajo necesaria para su producción en un estadio
determinado de una sociedad, bajo unas condiciones sociales genera-
les de producción, y teniendo en cuenta además el promedio de in-
tensidad y de habilidad laboral requerido.17
Ello implica, en primer lugar, que la cantidad de trabajo
requerida para producir una determinada cuota de valor de
cambio guarda relación con el avance tecnológico de la sociedad.
Cuando se introducen recursos para economizar el trabajo, el
valor de cambio de una mercancía, consecuentemente, decrece;
pero, en un tiempo dado, el trabajador producirá más artículos
de este tipo.
En segundo lugar, esta teoría supone que el valor económico
viene determinado por las condiciones medLs. Un trabajador re-
lativamente poco hábil producirá menos que la media de traba-
jadores, mientras que otro relativamente hábil producirá más;
pero el valor se determina por el promedio de esfuerzo requeri-
do en un nivel tecnológico dado. Al centrarse esta teoría en la
consideración de los promedios, no dice aplicación al caso con-
creto excepcional, como sería el caso de una perla que alguien se
17
Valué, price and profit (Valor, precio y beneficio). International
Publishers, New York 1935, 33.
La economía marxista J>11
encontrara por casualidad. El tiempo medio de trabajo requeri-
do para conseguir una perla suele ser muy considerable, y ello
es lo que determina su valor de cambio.
Como el valor de cambio está en función de la fuerza de
trabajo, el absentismo de los terratenientes y de los capitalis-
tas no interviene para nada en su producción. Si un capitalista
produjera un valor económico sería por haber usado activamente
sus músculos o su cerebro en la elaboración de algo «socialmen-
te necesario»; y si la remuneración se ha de basar en la produc-
tividad, sólo tienen derecho a ella los directivos, gerentes o
administradores, pero no los que sólo ostentan una propiedad
sobre los dividendos. En El capital admite Marx que resultan
justos «los salarios de la dirección o de la superintendencia»
que, aunque nominalmente representen una participación en los
beneficios, en realidad se trata de remunerar un trabajo de di-
rección que resulta necesario. Ahora bien, en general, la renta
del capitalista no representa una remuneración justa por la rea-
lización de un trabajo, sino una apropiación indebida de la «plus-
valía» producida por sus empleados.
2) Teoría de la plusvalía. Al carecer de capital, el trabaja-
dor ordinario se ve obligado a vender su fuerza de trabajo como
si se tratara de una mercancía. Como en el caso de cualquier
otra mercancía, su valor de cambio viene determinado por la
cantidad de trabajo socialmente necesaria para su producción.
Dicha cuota es la cantidad de fuerza de trabajo requerida para
mantener al trabajador, para entrenarle en el logro de una de-
terminada habilidad y para facilitarle que tenga un número de-
terminado de hijos que puedan reemplazarle en el mercado del
trabajo cuando su capacidad sufra un desgaste. En condiciones
ordinarias, el salario que paga el capitalista es una medida apro-
ximada de este valor de cambio.
Sin embargo, el trabajador produce normalmente más valor
que el que viene representado por los salarios que percibe, La
fuerza de trabajo constituye, así, una mercancía peculiar, dado
que produce más valor que el que se le asigna en el mercado.
Si un hombre trabaja 8 horas, por ejemplo, en el curso de 6,
produce lo suficiente para costear su propio salario; en las otras
378 }'ú ideal socialista
2 horas restantes producirá plusvalía que el empresario no le
retribuye. Marx afirma que los trabajadores son fuente de ri-
queza, pero que los capitalistas se apropian de una gran parte
de ella. Este superávit constituye el origen de la renta, del in-
terés y del beneficio.
Según Marx, el conflicto de intereses entre los capitalistas
y los trabajadores resulta evidente. Como el capitalista desea
obtener la mayor cantidad posible de plusvalía, está interesado
en pagar los salarios más bajos posibles y en vender sus artícu-
los al mayor precio posible. El interés del trabajador es diame-
tralmente opuesto: asegurar un salario lo más elevado posible
y comprar los artículos lo más baratos posible. Resulta, pues,
inevitable, declara Marx, que exista un conflicto entre las dos
clases sociales.
3) La concentración del capital. Con la acumulación de la
plusvalía, la riqueza y el poder económico tienden a concentrar-
se cada vez en menos manos. Aparece, así, el consorcio, el trust,
la empresa multinacional y el cartel. Las grandes empresas des-
truyen o absorben a las pequeñas. ¿Por qué se produce esta con-
centración?
La respuesta de Marx es que las grandes empresas son más
eficaces y poderosas y pueden aplastar a sus oponentes más dé-
biles. La producción a gran escala, con un nivel tecnológico su-
perior, resulta, por regla general, más barata. Pero las pequeñas
empresas no pueden costear la producción en masa ni adquirir
nueva maquinaria, con lo que son eliminadas en la competencia
feroz por el beneficio.
Cuando la riqueza y el poder económico adquieran un alto
grado de concentración, la crisis del capitalismo habrá llegado a
su punto álgido. La maravillosa maquinaria de nueva invención
que se utiliza en la producción a gran escala representa un po-
tencial productivo extraordinariamente incrementado, pero, en
el régimen capitalista, compite contra los trabajadores desplazán-
doles de sus puestos y empobreciéndoles. Al recibir en salarios
una proporción decreciente de lo que producen, los trabajadores
carecen de poder adquisitivo para consumir los productos que
La economía marxista 37S>
la industria altamente mecanizada derrama a manos llenas. El
resultado es una tendencia constante hacia la superproducción
en relación con la demanda real y hacia la subproducción en re-
lación con las necesidades humanas y con la capacidad de pro-
ducir. Como Engels afirmó:
Se produce demasiado poco... ¿Pero por qué se produce dema-
siado poco? No porque se hayan agotado los límites (técnicos) de la
producción. No, sino porque los límites de la producción son deter-
minados, no por el número de estómagos hambrientos, sino por el
número de bolsillos capaces de comprar y de pagar. Los estómagos
de los pobres, cuyo trabajo no puede ser utilizado para sacar de él
un beneficio y que, en consecuencia, no se puede comprar, están
condenados a muerte.18
He aquí la causa, defendieron Marx y Engels, de que hoy
en día la pobreza conviva paradójicamente con la abundancia
potencial.
No son sólo los trabajadores los que se hallan oprimidos.
Como el poder de la producción mecanizada aumenta y el poder
adquisitivo decrece, se origina una baja en el tanto por ciento
de los beneficios. Al emplearse cada vez menos fuerza de tra-
bajo en la elaboración de una determinada mercancía, disminuye
la plusvalía correspondiente y se resiente toda la base del be-
neficio. Aunque el beneficio proporcional tiende a disminuir, la
ganancia en bloque, en una producción a gran escala, puede ex-
perimentar un alza. Sin embargo, el tanto por ciento decreciente
en los beneficios constituye, a la larga, un síntoma mortal para
la estructura capitalista. Por otra parte, la creciente disparidad
entre la capacidad de la sociedad para producir y su capacidad
para consumir hace al sistema cada vez más irregular conducién-
dole a una incontrolada sucesión de ascensos y depresiones.
En su esfuerzo por contrarrestar estas tendencias, los empre-
sarios intensifican la competencia a muerte con otros empresa-
rios y la explotación de sus empleados. Tratan febrilmente de
salvaguardar sus ganancias abaratando la mano de obra y las ma-
terias primas, y asegurando mercados internacionales. Las naciones
18
MARX y ENGELS, Correspondence (Correspondencia), 199.
380 lil ideal socialista
dominadas por intereses capitalistas se ven empujadas, así, a la
rivalidad comercial y al imperialismo, que, a su vez, conducen
al conflicto bélico. La guerra puede reavivar los puestos de tra-
bajo y los beneficios, pero ello se paga al elevado precio de una
crisis más profunda aún en los años de posguerra. Cuando la
situación se hace intolerable y adquiere una enorme fuerza la
contraorganización de los trabajadores agrupados en potentes sin-
dicatos, comienza la revolución.
4) La economía de la propiedad colectiva. El resto de la
teoría marxista entra de lleno en el campo de la predicción. Tras
una lucha protagonizada por los trabajadores, éstos obtendrán
el control del estado y de los instrumentos de producción. La
revolución que seguirá a ello no será tanto tecnológica como so-
cial. Aunque en la época de Marx y de Engels no existían aún
aviones, dínamos o bombas atómicas, ellos estaban profundamen-
te convencidos de que la tecnología había dado un paso gigan-
tesco. Engels afirmó:
Hemos sometido las fuerzas de la naturaleza y las hemos puesto
al servicio del hombre; de este modo, hemos multiplicado infinita-
mente la producción, hasta el punto de que un niño produce hoy
más de lo que antes producían un centenar de adultos."
Según esta teoría, el problema fundamental no está en que
las fuerzas de producción resulten inadecuadas, sino en que las
relaciones de producción se opongan a la utilización máxima de
tales fuerzas en orden al bienestar humano. De ahí que la revo-
lución no haya de ir dirigida contra las técnicas y los instrumen-
tos de producción, sino contra las relaciones sociales que tra-
ban y desvían dichas fuerzas productivas. Como el problema radi-
cal se centra en la propiedad privada de los medios de producción,
se hace necesario sustituir el sistema de propiedad privada indi-
vidual por el de una propiedad colectiva. La reorganización del
sistema económico no ha de hacerse sobre la base de la indivi-
dualidad dirigida a la producción del beneficio privado, sino de
" Dialectics of nature (La dialéctica de la naturaleza). International
Publishers, New York 1940, 19. Versión castellana en Grijalbo, México
1970.
ha economía marxista 381
acuerdo con una planificación social de la producción orientada a
un uso colectivo. Con la industria en manos del estado o de coo-
perativas no orientadas al beneficio privado, ningún individuo
podrá comprar una fábrica para su propio provecho, del mismo
modo que hoy no puede adquirir una oficina de correos o una
escuela pública. Los bienes de consumo estarán, por supuesto,
en manos privadas y, en este sentido, según Marx, habrá una
mayor cantidad de propiedad privada distribuida entre el pueblo
que la existente bajo el régimen capitalista.
Como resultado de esta revolución, el esfuerzo individual y
anárquico será reemplazado por una planificación social general.
Hasta el momento presente de la historia, el hombre sólo ha
conseguido el control de la naturaleza física. En el control de la
industria y en el protagonismo histórico, la acción humana ha
conseguido «lo que deseaba sólo por vía de excepción y, la ma-
yoría de las veces, el resultado ha sido todo lo contrario del que
buscaba».20 «Lo que pretende cada individuo se ve trabado pol-
lo que otro persigue, y el efecto resultante suele ser algo no
querido por nadie».21 Sin embargo, en virtud de la propiedad co-
lectiva de los medios de producción y de la planificación laboral
orientada al uso social, comenzará a alborear una nueva fase de
la historia: por vez primera, el hombre podrá organizar su exis-
tencia social en orden al logro del máximo bienestar. La capaci-
dad plena de producción de la sociedad, libre ya de un sistema
anticuado de propiedad, será utilizada para satisfacer las necesi-
dades humanas esenciales. Desaparecerá para siempre la explota-
ción del hombre por el hombre y, poco a poco, se irán borrando
las huellas de la antigua división clasista.
Aunque durante un cierto período de tiempo se ha de mante-
ner un sistema diferencial de salarios, como incentivos que garan-
ticen el esfuerzo individual, y aunque no se podrá eliminar de
improviso todo poder coercitivo, la sociedad progresará hacia la
igualdad, la libertad y la abundancia económica. En la primera
fase del desarrollo —la llamada «socialista»—, el principio de dis-
tribución se basará en la conocida propuesta de Saint-Simón:
20
Ibid.
21
MARX y ENGELS, Correspondencia, 476.
 382 El ideal socialista
«Cada uno según sus aptitudes y a cada uno de acuerdo con lo
que produce». Pero cuando la era de la abundancia haya adqui-
rido una mayor solidez y desaparezcan los antagonismos antiguos
de clases, se podrá implantar un sistema más generoso de distri-
bución. Marx afirma:
En una fase avanzada de la sociedad comunista, desaparecida la
subordinación esclavizada de los individuos bajo la división del tra-
bajo, y, con ello, la antítesis entre el trabajo físico y el intelectual;
una vez que el trabajo pase a ser no sólo un medio de vida sino
una necesidad primaria de nuestra existencia; después que las fuer-
zas productivas hayan aumentado también con todo lo que rodea al
desarrollo individual y las fuentes de riqueza colectiva manen con
la mayor abundancia: sólo entonces podremos dejar atrás la reducida
perspectiva del derecho burgués y la sociedad escribirá en sus ban-
deras: «cada uno según sus aptitudes y a cada uno de acuerdo con
sus necesidades».22
5. Teoría y táctica políticas
Para comprender esta teoría de la revolución social, hemos de
conocer también la doctrina marxista acerca del estado. El pensa-
miento de Marx y de Engels supone una violenta reacción contra
la teoría política idealista de Hegel. Según dicha teoría, todas
las organizaciones sociales, a excepción hecha del estado, resultan
incompletas y relativamente parcialistas. Sólo el estado puede
proporcionar el equilibrio justo entre intereses opuestos, conse-
guir una síntesis orgánica de las innumerables fuerzas que se dan
en la sociedad, y suministrar a todos los ciudadanos una plenitud
de oportunidades para que logren su autorrealización. Marx y
Engels consideraron irreal esta teoría. Lejos de estar por encima
de los particularismos clasistas, el estado, «por regla general»,
es el instrumento de «la clase económica más poderosa que, apo-
yándose en su supremacía económica, se convierte también en la
22
Critique of the Gotha program (Crítica al programa de Gotba), en
Selected works (Obras escogidas), II. International Publishers, New York
1933, 566. Versión castellana en R. Aguilera, Madrid 1968.
Teoría y tácticas políticas 383
clase política dirigente, adquiriendo, así, nuevos medios para
sojuzgar y explotar a las masas oprimidas». 23 Como instrumento
de dominio de clase, el fundamento auténtico del estado no suele
ser otro que el poder policíaco y militar.
Con todo, Marx y Engels matizaron bastante esta tesis gene-
ral. En el texto que acabo de citar, Engels afirma que «por regla
general», el estado adopta la forma de dominio de una clase. N o
niega que, en determinadas circunstancias, «la lucha de clases se
equilibra de tal modo que el poder público consigue un cierto
grado de independencia y actúa como mediador de la misma».
En El 18 Brumario de Luis Bonaparte, por ejemplo, indicó M a r x
que el gobierno del personaje que da título al libro significó en
la sociedad francesa un equilibrio transitorio de este tipo.*
Tanto él como Engels defendieron que el orden económico,
por ser la fuerza más poderosa, determina la estructura política y
jurídica, pero que ésta, a su vez, puede alcanzar una relativa
independencia o incluso reaccionar sobre el sistema económico.
Engels explicó:
La reacción del poder estatal sobre el desarrollo económico puede
revestir tres formas: puede seguir su misma dirección, en cuyo caso
el proceso evolutivo logrará un ritmo más rápido; puede oponerse
a su línea de desarrollo, lo que hará que, a la larga, el poder estatal
de toda nación moderna acabe por desintegrarse; o puede cortar el
curso de determinadas orientaciones del desarrollo económico e im-
ponerle otras.25
En cualquiera de estas tres formas, los factores políticos pue-
den ejercer un efecto pasajero en los económicos.
23
ENGELS, The origin of the family, prívate property, and the state
(El origen de la familia, de la propiedad privada y del estado). Kerr, Chica-
go 1902, 208. Versión castellana en Equipo Editorial, San Sebastián 1968.
24
Ibid., 209.
* Versión castellana en Ariel, Barcelona 1969. Brumario es el se-
gundo mes del calendario republicano francés, cuyos días primero y último
coincidían, respectivamente, con el 22 de octubre y el 20 de noviembre.
(Nota del Traductor).
25
MARX y ENGELS, Correspondence, 480-481.
384 El ideal socialista
Dado el carácter nada desdeñable del poder político, los tra-
bajadores deberán controlar el estado para llevar a buen término
su revolución social. El problema de si dicho control puede con-
seguirse por medios pacíficos constituye una espinosa cuestión.
Generalmente se considera a Marx y a Engels como a los autén-
ticos apóstoles de la revolución violenta; y lo cierto es que exis-
ten determinados pasajes, especialmente en sus primeras obras,
que apoyan esta interpretación. En el Manifiesto del partido co-
munista, escribieron:
Los comunistas rechazan todo intento de conciliar sus puntos de
vista y sus aspiraciones. Declaran abiertamente que sus fines sólo
pueden ser conseguidos derribando por la fuerza todas las condicio-
nes sociales existentes.26
De igual modo, en El capital, Marx afirmó que «la fuerza es la
partera de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas una
nueva».27
Existen, sin embargo, otros pasajes en los que consideran la
revolución violenta como un mal necesario. En 1846, poco más
de un año después de la aparición del Manifiesto del partido co-
munista, escribió Engels un folleto titulado Principios básicos
del comunismo, en el que se preguntaba: «¿Cabe la posibilidad
de abolir por medios pacíficos la propiedad privada?». Su res-
puesta fue la siguiente:
Es de desear que así sea, y los comunistas serían los últimos
en protestar por ello... Sin embargo, también observan que, en casi
todos los países civilizados, se reprime violentamente el desarrollo
del proletariado y que los enemigos de los comunistas hacen lo im-
posible para que éstos se vean obligados a recurrir a la revolución.
Si el proletariado oprimido se viera, así, obligado a recurrir a la re-
volución, nosotros, los comunistas, defenderíamos su causa con he-
chos lo mismo que ahora lo hacemos con palabras.28
26
Communist manifestó, en EMILE BURNS, A handbook of marxism
(Manual de marxismo). International Publishers, New York 1935, 59. La
versión española del Manifiesto del partido comunista puede ser encontrada
en W EBENSTEIN, LOS grandes pensadores políticos. Revista de Occidente,
Madrid 1965.
27
Capital (El capital). Kerr, Chicago 1906, I, 824. Versión castellana
en Fondo de Cultura Económica, México 1966.
* MARX y ENGELS, Gesamtausga.be, VI, 513.
Teoría y tácticas políticas 385
Esta es la postura de Marx y de Engels en una época en que
Europa presentaba un índice muy bajo de espíritu democrático.
No obstante, en sus últimos años, la democracia había dado
un gran paso, por lo que Marx y Engels expresaron repetidas
veces la esperanza de que se pudiera implantar el socialismo en
los países más democráticos recurriendo principalmente a medios
pacíficos. Por ejemplo, en su famoso discurso pronunciado en
Amsterdam al día siguiente del congreso celebrado por la Primera
Internacional en La Haya (1872), declaró Marx:
Sé que hemos de tener en cuenta las instituciones, costumbres y
tradiciones de los diversos países y no niego que existan naciones
—como Estados Unidos y Gran Bretaña, a las que quizá podría
añadir Holanda, si conociera mejor vuestras instituciones— en las
que los trabajadores podrían conseguir sus fines por medios pa-
cíficos.29
En otras ocasiones, suscribió Engels afirmaciones similares.
Cuando llegue el momento de la acción decisiva, las masas
proletarias recurrirán a medios pacíficos o violentos a tenor con
las circunstancias. Aunque Marx y Engels reconocieron la exis-
tencia de otras clases sociales distintas de la clase burguesa, cre-
yeron que la acción revolucionaria corresponde sólo a una de
ellas: la de los trabajadores industriales. Se ha de aplacar al cam-
pesinado y, en la medida de lo posible, ganar la voluntad de los
pequeños comerciantes y de los profesionales más desfavorecidos,
pero la revolución ha de ser protagonizada por los obreros indus-
triales. Sólo estos trabajadores, a través de sus organizaciones
sindicales, desarrollan el grado suficiente de conciencia social y
de dominio en la lucha de clases como para merecer la dignidad
de desempeñar el papel de agentes del cambio revolucionario.
Tras la revolución, se producirá un difícil período de tran-
sición antes de que se consiga establecer una sociedad colecti-
vista con ciertas garantías de seguridad. Ya hemos dicho que en
esta situación pasajera, el estado asumirá la forma de una «dicta-
dura del proletariado». Se ha escrito mucho sobre el significado
29
Citado por LUCIEN LAURAT, Marxism and democracy (Marxismo y
democracia). Gollancz, London 1940, 36.
386 El ideal socialista
de esta expresión, si bien es cierto que Marx y Engels la emplea-
ron en muy contadas ocasiones. Lucien Laurat, socíaldemócrata
francés, consignó el número de veces que la usaron y sólo encon-
tró 3 textos en las obras de Marx y 2 en los escritos de Engels.30
Por otra parte, parece que ni Marx ni Engels intentaron contras-
tar dicha «dictadura» con el gobierno de la mayoría. Engels, por
ejemplo, afirmó:
Bien es cierto que nuestro partido y la clase trabajadora sólo
pueden acceder al poder bajo la forma de una república democrá-
tica. Incluso puede decirse que, como ya lo ha demostrado la revo-
lución francesa, ésta constituye la forma específica de la dictadura
del proletariado.31
Parece ser que Marx y Engels entendieron por «dictadura
del proletariado» lo que en el capítulo 12 he llamado «democra-
cia totalitaria» —es decir, una democracia en el sentido de un
gobierno de la mayoría, en el que las peligrosas minorías reac-
cionarias se ven privadas de derechos civiles.
Utilizaron el término «dictadura» para hacer resaltar su con-
vencimiento de que el estado socialista, en su lucha por sobre-
vivir en un mundo hostil, ha de adoptar medidas rigurosas para
salvaguardarse frente a la contrarrevolución y a la guerra. La
sangrienta disolución de la comuna de París influiría no poco
en su adopción de esta actitud. Tras la guerra franco-prusiana,
«el primer gobierno proletario» fue la comuna que los revolu-
cionarios establecieron en París. El gobierno nacionalista francés,
bajo el mando de Thiers, sitió la ciudad y en la semana que
siguiera a la toma de París ejecutó, encarceló y desterró a más
personas que el régimen del terror de Robespierre durante los
tres años posteriores a la revolución francesa. Se calculó que las
pérdidas sufridas por el proletariado parisino alcanzaban la cifra
de más de 100.000 personas. Según Marx y Engels, tales acon-
tecimientos constituyeron una terrible demostración de los gra-
ves peligros de la contrarrevolución y de la importancia que
reviste una fuerte protección contra los enemigos de dentro y de
fuera.
30
Ibid., 40.
31
MARX y ENGELS, Correspondence, 486.
El movimiento colectivista 387
Con todo, creyeron que la coerción se iría haciendo cada vez
menos necesaria a medida que se fuera ganando en seguridad. En
consecuencia, cuando el socialismo se encuentre firmemente im-
plantado en todo el mundo y hayan desaparecido los viejos anta-
gonismos de clase, la coerción política dejará de ser necesaria.
Ya nunca más se inclinarán los hombres ante los poderosos de
la tierra; todo ser humano gozará del privilegio de ostentar una
auténtica libertad en el plano político, económico e intelectual.
El socialismo desembocará en un anarquismo cooperativo y el
estado, como organización coercitiva, «terminará por marchitarse».
6. Las discordias internas del
movimiento colectivista
Los anarquistas, como Michael Bakunin (1814-1876) y Peter
Kropotkin (1842-1912), defendieron la posibilidad de lograr el
anarquismo colectivista sin necesidad de atravesar un largo pe-
ríodo de transición. Con no menos ardor del que manifestaron
contra el orden económico capitalista, se opusieron también al
ideal socialista del control estatal de la propiedad y de los me-
dios de producción.
Afirmaron que los males de la sociedad actual resultan intole-
rables, pero que sólo se pueden solucionar mediante un control
directo del sistema económico emprendido por los propios tra-
bajadores sin la más mínima intervención del estado. De ahí que
la clase obrera haya de recurrir a «la acción directa», como sería
una huelga general de trabajadores, por ejemplo, más que a cam-
pañas políticas y a procedimientos parlamentarios.
La industria ha de quedar sometida al control de asociaciones
voluntarias de trabajadores, sin ningún tipo de coerción política
ni de centralización estatal. Se suprimirá toda obligación, toda ley
y todo gobierno que ejerza un poder. Por otra parte, según Kro-
potkin, la distribución de la riqueza se habrá de basar en el
principio: «A cada uno según sus necesidades». Ni siquiera el
388 El ideal socialista
trabajo deberá ser obligatorio; todos los artículos que se produz-
can, y no sólo los de primera necesidad, deberán ser distribuidos
de un modo libre y en cantidad suficiente entre todo el que lo
solicite.
Aunque Marx y Engels estaban de acuerdo en que el anar-
quismo cooperativo constituye la fase última y más elevada del
comunismo, se opusieron a la supresión inmediata del estado por
considerarla una táctica suicida. Engels, por ejemplo, afirmó:
Los anarquistas pretenden hacerlo todo al revés. Declaran que
la revolución proletaria debe empezar suprimiendo la organización
política del estado. Pero, después de su victoria, la única organiza-
ción con la que se encuentra el proletariado es precisamente el
estado. Dicho estado necesita sufrir considerables modificaciones
antes de que pueda cumplir sus nuevas funciones. Pero destruirlo
en ese momento supondría destruir el único organismo con que
cuenta el proletariado victorioso para asegurar su poder recién con-
quistado, mantener a raya a sus enemigos capitalistas y llevar a cabo
la revolución económica de la sociedad, sin la cual todo el triunfo
puede acabar en una nueva derrota y en una matanza en masa
de trabajadores similar a la que se produjo después de la caída de la
comuna de París.32
A pesar de su extremismo, el anarquismo ha servido para re-
chazar los aspectos más autoritarios del marxismo y para reavivar
el ideal de una organización social libre, cooperativa y descen-
tralizada.
El ideal de combinar la libertad y el colectivismo encontró
una expresión menos intransigente en los movimientos socialde-
mócratas. Los socialistas moderados, como Edward Bernstein
(1850-1932) y Jean Jaurés (1859-1914), abogaron por un proceso
democrático gradual y rechazaron ciertas tesis marxistas como el
aumento de la miseria de los trabajadores, la intensificación de la
lucha de clases y la dictadura del proletariado. Esta forma de so-
cialismo, según la cual se había de ir implantando gradualmente
un régimen democrático cada vez más acentuado, encontró una
favorable acogida en Gran Bretaña. La federación socialdemócra-
ta, único grupo de la clase obrera inglesa de fuerte orientación
a una implantación gradual de la democracia produjo numerosas
Ibid., 417.
El movimiento colectivista 389
marxista, nunca llegó a ser verdaderamente popular. Por otra
parte, los sindicatos rechazaron abiertamente la doctrina de la
lucha de clases durante el primer gran congreso sindical celebrado
en 1869. Cuando por fin surgió un socialismo propiamente britá-
nico, tomó la forma de los ideales gradualistas del fabianismo y
del partido laborista. Los teóricos principales del socialismo in-
glés han sido personas como Sidney y Beatrice Webb, (¡niham
Wallas, George Bernard Shaw, H. G. Wells, Harolc! I.nslu y
G. D. H. Colé, es decir, pensadores que han procurado combinar
la tradición liberal con la socialista.
Este tipo de socialismo está íntimamente relacionado con la
ola democrática creciente. Uno de los artículos principales del
credo democrático —el de que la felicidad no ha de ser un mo-
nopolio o un privilegio de una determinada clase social— apa-
rece en la redacción de documentos democráticos tan importantes
como la declaración americana de independencia y In declaración
francesa de derechos humanos. Cuando los trabajadores llegaron
a tomar conciencia de la situación y empezaron a dejarse oír,
exigieron que este ideal democrático se tradujera en una rea-
lidad económica. Insistieron en que el reparto de la riqueza
guarda una íntima conexión con la distribución de la felicidad;
y que la pobreza del mundo laboral constituye, así, un rotundo
mentís del ideal democrático. La mayor parte de las exigencias
del socialismo se centraron en una distribución más equitativa de
la riqueza y del poder económico, e, indirectamente, en una par-
ticipación mayor y más intensa de la felicidad. El inmenso cre-
cimiento que la democracia experimentó en el siglo xix contri-
buyó no poco a apoyar esta demanda. En la mayoría de las na-
ciones que habían alcanzado un grado más avanzado de democra-
cia, como Francia, Gran Bretaña, Australia, Nueva Zelanda y los
países escandinavos, su atracción por el socialismo dependió, en
gran manera, de su sentimiento democrático. En Estados Unidos,
a causa de su fuerte tradición individualista, el socialismo ejerció
una influencia mucho menor, si bien encontramos la misma fuente
de inspiración en movimientos tales como el «New Freedom» de
Wilson y el «New Deal» de Roosevelt.
El conflicto entre los marxistas radicales y los partidarios de
390 El ideal socialista
escisiones en el seno de los partidos socialistas. La más funesta
de todas tuvo lugar en Rusia con el enfrentamiento operado entre
los bolcheviques (la mayoría), dirigidos por Lenin, y los men-
cheviques (la minoría). Como es sabido, los bolcheviques derro-
caron al zar en 1917 y, a continuación, emprendieron con éxito
una segunda revolución contra los mencheviques y reformistas
capitaneados por Kerensky. Esta revolución «conmovió al mun-
do» mucho más que cualquier otra. No necesito recordar al lector
la notable expansión de la influencia comunista que ulteriormen-
te se produjo en Europa oriental, China y, en menos medida, en
otros países.
Los comunistas denunciaron amargamente a loa socialdemó-
cratas tachándoles de «revisionistas», «renegados» e infieles al
marxismo. Con todo, Lenin, Stalin y otros portavoces comunistas
no se apartaron menos de las enseñanzas de Marx y de Engels en
muchos otros aspectos.
En primer lugar, su insistencia obstinada en la ortodoxia
representa un acartonamiento de la teoría de Marx. Tanto Marx
como Engels declararon repetidas veces que su doctrina consti-
tuía una guía para la investigación, pero no un dogma que hubie-
ra de ser repetido mecánicamente. «Acepto gustosamente, afirmó
Marx, toda opinión que se base en una crítica científica».33 Con
demasiada frecuencia, la mayoría de sus seguidores, incluyendo
por supuesto a casi todos los comunistas, han perdido este afán
investigador.
En segundo lugar, el hincapié que Lenin y Stalin hicieron
en la «dictadura del proletariado» representó un cambio evidente
de la doctrina de Marx. Como ya hemos indicado, Marx y Engels
sólo utilizaron esta expresión en muy contadas ocasiones e in-
cluso en tales casos identificaron la «dictadura del proletariado»
con una forma peculiar de «democracia». Por otra parte, en la
teoría política comunista, la frase ha pasado a convertirse en un
estereotipo. A nivel práctico, se ha traducido, además, en la
dictadura de un partido y no de una clase. Lenin y Stalin crearon
un partido comunista altamente disciplinado y respaldado por
una implacable policía secreta; con ello, se apartaron de los as-
33
Capital (El capital), I, 16.
Critica y conclusión 391
pectos más democráticos del marxismo. Hasta la fecha, la Unión
Soviética no ha dado la más mínima prueba de esa «debilitación
del poder estatal» que Marx y Engels previeron como un acon-
tecimiento futuro.
En tercer lugar, el énfasis puesto en el nacionalismo ruso
resulta muy diferente de la posición de Marx y de Engels quienes,
en el Manifiesto del partido comunista, determinaron que el tra-
bajador proletario ha sido «despojado... de toda huella de ca-
rácter nacionalista».34 En su afán de ganar apoyo, Lenin apeló
a la autodeterminación de las minorías nacionales. Stalin propuso,
igualmente, una nueva forma de «estado multinacional» que fo-
mentaría la diversidad de lenguas y de culturas populares entre
las distintas nacionalidades que componen la Unión Soviética.
Al mismo tiempo, tanto él como sus seguidores fomentaron un
resurgir del patriotismo y del nacionalismo que alcanzaría su
punto álgido durante la segunda guerra mundial.
Con todo, en sus aspectos más fundamentales, los comunistas
han seguido siendo fieles a Marx. Mientras los socialdemócratas
han contemporizado y transigido, los comunistas soviéticos han
llevado a cabo una extraordinaria revolución colectivista. Difícil-
mente hallaremos calificativos para describir la importancia de
esta revolución, conseguida a costa de un drástico desarraigo del
resto de la humanidad.
7. Crítica y conclusión
Pocos pensadores sociales han levantado críticas más duras y
numerosas que Marx y Engels. Ciñéndome sólo a unos pocos
puntos importantes, trataré de determinar lo que, a mi juicio,
hay de verdad en todo ello.
1) Marxismo y ética. Aunque muchos textos de Marx y de
Engels están impregnados de profunda indignación moral, nunca
34
Communist mantfesto, 35.
392 El ideal socialista
llegaron a elaborar explícitamente una teoría ética. Odiaron toda
forma de «predicación» y pensaron que la exhortación moral tiene
mucho más de sentimental que de científica. Como ambientalis-
tas, subrayaron, por otra parte, la importancia de la revolución
económica y política a expensas de la transformación moral inte-
rior. Su teoría de la «alimentación» y del «fetichismo» consti-
tuye, sin embargo, una profunda crítica moral de la sociedad
existente, y enuncia, implícitamente, un ideal ético humanista.
Hay que reconocer, con todo, que este ideal se refleja sólo
en unos pasajes dispersos y que nunca adquiere la forma de una
teoría ética explícita y razonada. Como resultado de ello, y a
pesar de que el marxismo constituye en parte una exigencia
moral, se le ha considerado frecuentemente como una doctrina
amoral. El profundo sentido de responsabilidad social que carac-
terizaba a Marx, su amor a la libertad y su humanismo abierto y
tolerante han quedado sumergidos bajo un frío análisis científico
de las fuerzas económicas. Este carácter aparentemente amoral
de la doctrina marxista le ha preservado de la corrupción de la
honradez farisaica, pero también ha dado pie, entre los que se
consideran «seguidores de Marx», a la adopción de actitudes de
insensibilidad moral y hasta de cínico oportunismo. Ayudó, por
ejemplo, a hacer posible el «pacto de no agresión» de Stalin con
los nazis, la invasión soviética de Finlandia y otras maniobras
oportunistas similares emprendidas por el gobierno ruso y por los
partidos comunistas dentro y fuera de la Unión Soviética.
Este tema incide directamente en la importantísima cuestión
de las relaciones que existen entre el fin y los medios. John
Dewey, Bertrand Russell y algunos otros pensadores liberales
insisten en que medios tales como el engaño, la violencia y la
dictadura, no sólo son malos en sí mismos, sino también incom-
patibles con el fin de una comunidad libre, pacífica y cooperativa.
Las tácticas condenables, dicen estos críticos, pervierten e infec-
tan inevitablemente los objetivos. Considero que esta crítica está
totalmente justificada cuando va dirigida a ciertos radicales que
parten de la base de que es válido hacer el mal que produce un
bien ulterior. Ahora bien, aunque los comunistas muestran una
especial disposición a admitir que el fin justifica los medios, sus
críticos cometen a veces el error contrario. Están tan obsesio-
Crííica y conclusión 393
nados por el hecho de que unos medios perversos degradan a
unos fines valiosos, que fracasan a la hora de tener en cuenta
que unos objetivos elevados ennoblecen a los medios que se em-
plean para conseguirlos.
En consecuencia, no han comprendido suficientemente que
un fin bueno puede justificar un mal intrínseco pero que consti-
tuye un medio necesario para ese fin. Un ejemplo sería la derrota
de un enemigo tan funesto como el fascismo que puede justifi-
car la necesidad de recurrir a la guerra para aplastarlo; o el logro
de una democracia social y económica que puede justificar un sis-
tema férreo de control durante un período caótico de transición.
Los fines tienen, además, una independencia y una estabilidad
relativas, por lo que, en consecuencia, no podemos decir que se
deba siempre pasar por alto el carácter cualitativo de los medios,
limitándonos sólo a determinar el carácter cualitativo de las me-
tas a alcanzar a largo plazo. Está claro, por ejemplo, que del he-
cho de que una intervención quirúrgica resulte dolorosa no se
sigue que la salud conseguida gracias a ella lo sea también. Igual
de absurdo sería suponer que la república americana está destina-
da a ser un país en el que reine la violencia por el hecho de haber
nacido como fruto de una revolución violenta. La relación entre
medios y fines es demasiado complicada y variable para ser en-
tendida según una fórmula sencilla o inflexible. A veces el fin
justifica los medios, pero no siempre; y ni los fines ni los medios
pueden ser subrayados independientemente unos de otros. La
única garantía segura está en que consideremos con gran cuidado
los valores y los contravalores implicados tanto en los fines
como en los medios, y en que elijamos, de acuerdo con nuestras
posibilidades, aquella acción que produzca más valor y menos
contravalor.
La falta de una teoría moral marxista expuesta de un modo
explícito y sistemático no sólo deja sin clarificar la relación exis-
tente entre fines y medios, sino que también condena al terreno
de la ambigüedad la conexión que guarda la determinación econó-
mica de la moral y la determinación moral de la economía. En
líneas generales, Marx mantiene que unas fuerzas económicas
inexorables determinan los principales modelos culturales, y que,
en consecuencia, afectan al contenido esencial de la moral. Ello
 394 El ideal socialista
implicaría que hemos de someternos a unas «leyes inexorables»
y que lo más que nos cabe esperar es que lleguemos a modificar,
mediante la razón y el esfuerzo moral, el medio que nos rodea,
pero no el curso de la historia. Supondría que la moral no pasa
de ser un reflejo de las fuerzas económicas de la época a las que
dice relación.
Hay, sin embargo, en la filosofía de Marx otro filón que no
ha sido convenientemente explotado. Marx habla a veces, no en
términos de un puro relativismo moral, sino en los de una ética
universal y aplicable a todo ser humano. Defiende, por ejemplo,
que la emancipación del proletariado acarreará consigo la libera-
ción de toda la humanidad.
Esta clase contiene en sí el germen de la desaparición de todas
las clases. Se ha de convertir en la esfera de una sociedad de
carácter universal como resultado de su sufrimiento universal y de
no exigir una forma determinada de justicia, dado que no ha
sufrido ninguna injusticia en concreto, sino una injusticia radical y
completa. Ya no debe poder reclamar ningún derecho histórico,
sino un derecho humano... Por último, debe ser de una naturaleza
tal que no pueda emanciparse de un modo pleno sin liberarse de
todas las otras esferas de la sociedad, mientras al mismo tiempo
las libera. En pocas palabras, debe suponer la muerte definitiva del
hombre actual y el renacer de una nueva humanidad.35
Por otra parte, este universalismo ético aparece en ocasiones
combinado con una insistencia en el cambio interior y en la acti-
vidad del esfuerzo moral. Marx criticó, por ejemplo, a Feuerbach
y a otros materialistas que ponían el acento exclusivamente en
el medio ambiente.
La doctrina materialista de que los hombres son un producto de
las circunstancias y de la educación, y de que, en consecuencia, la
transformación del hombre ha de provenir de otras circunstancias
y de otra forma de educación, olvida que son precisamente los hom-
bres los que cambian las circunstancias y que el propio educador ha
de empezar por educarse a sí mismo.36
35
Introduction to a hegelian philosopby of lato (Introducción a la
filosofía del derecho de Hegel). París 1843; citado por FRANZ ME H RING,
Karl Marx. Covici-Friede, New York 1935, 95.
36
Theses on feuerbach, en BURNS, /. c, 229. Versión castellana: Tesis
sobre Feuerbach. Grijalbo, México 1970 (junto a varias obras de Engels).
Crítica y conclusión 395
Con otras palabras, aunque los seres humanos no pueden
cambiarse a sí mismos sin modificar el medio que les rodea,
tampoco pueden modificar dicho medio sin transformarse a sí
mismos. «Hasta ahora, dice Marx, los filósofos sólo han preten-
dido interpretar el mundo, cuando de lo que se trata es de
transformarlo»?1 Estos textos y otros parecidos implican que la
determinación económica de la moral debe ser limitada por la
determinación moral de la economía. Sin embargo, como ha de-
mostrado K. R. Popper en La sociedad abierta y sus enemigos,
el activismo de Marx no es plenamente consecuente con su his-
toricismo.
Creo que la teoría socialista habría sido mejor apuntalada si
Marx y Engels hubieran tratado de formular sus ideas acerca de
una sociedad justa del modo más explícito posible y se hubieran
aplicado a clarificar el hecho de que no se logra un mejor orden
social en virtud de unas leyes históricas inexorables, sino en fun-
ción de un esfuerzo, una planificación, una capacidad imaginativa
y una elección moral deliberada sobre la base de las alternativas
que la historia hace posibles.
2) El análisis marxista de la crisis social. Como hemos dicho,
la esencia de la teoría marxista de la crisis social es que las fuerzas
productivas —las técnicas y los instrumentos— cambian más rá-
pidamente que las relaciones de producción —la estructura de
clases y las instituciones de la propiedad— y que las crisis sub-
siguientes son provocadas ante todo por este desarrollo desigual.
Esta teoría pone en primer plano los factores económicos. El es-
píritu argumental de los múltiples dramas que se producen en la
historia no es otro que los procesos económicos.
Estoy de acuerdo en esta acentuación del carácter fundamen-
tal del problema económico, sobre todo en relación con el mundo
contemporáneo, aunque sería conveniente insistir en que, a me-
nos de que tengamos en cuenta lo que hay más allá de los lími-
tes de lo económico, ni siquiera comprenderemos lo que esta so-
lución representa. Ninguna parte de la sociedad puede ser enten-
dida totalmente al margen del conjunto de la historia. Creo que
" Ibid., 231.
396 El ideal socialista
no sólo se ha de analizar la crisis moderna en términos del des-
arrollo desproporcionado del sistema económico, sino del dese-
quilibrio que afecta a toda la estructura de la civilización. Aunque
estoy de acuerdo con Marx en que el dinamismo de la economía
tecnológica y el relativo estaticismo de las instituciones resulta
extraordinariamente crucial, pienso que se han de tener en cuenta
otros conflictos quizá no menos importantes.
Consideremos, a título de ejemplo, la crisis suprema de la
civilización grecorromana. Dicha crisis no fue sólo económica, sino
también política. Económica y tecnológicamente, las ciudades grie-
gas se habían hecho cada vez más interdependientes, pero su evo-
lución política estaba muy lejos de sintonizar con ese cambio.
Aunque Grecia fuera un país libre e independiente, su sistema
político no venía representado por un solo estado, sino por un
haz_anárquico de ciudades-estados independientes. Durante ciertos
períodos, la amenaza que suponía la agresión persa obligó a las
partes del mundo griego a unirse en precarias alianzas, aunque
tan pronto como el peligro desaparecía volvían a reaparecer con
toda su crudeza los ancestrales conflictos económicos y militares
entre Atenas, Esparta, Corinto, Siracusa y otras ciudades-estados.
Incluso cuando se formaron ligas entre distintos estados, se en-
zarzaron en luchas entre sí de un modo similar a como lo hicieron
los aliados y las potencias centrales en la primera guerra mundial,
o los países del eje y las Naciones Unidas en la segunda. El con-
flicto entre las confederaciones de Atenas y Esparta, resultante
de su imposibilidad de unión bajo una soberanía común, consti-
tuyó la causa principal de la catástrofe sufrida por la civilización
griega. De igual modo, el conflicto entre Roma y Cartago acarreó
consecuencias no menos costosas. Gracias a la fuerza de las ar-
mas, se consiguió por fin una amplia unidad; primero, de un
modo precario, con el imperio macedónico, y luego, de una forma
más permanente, con el imperio romano. Sin embargo, nunca se
consiguió una unificación política sobre la base de la persuasión
racional: persistió el anacronismo de la soberanía de las ciudades-
estados hasta que la guerra y las conquistas imperialistas termi-
naron por agotar las energías creadoras de la cultura. El fracaso
de la adaptación política ante la imposibilidad de seguir el ritmo
del desarrollo de las comunicaciones y del transporte produjo un
Crítica y conclusión 397
desequilibrio de considerable magnitud; los estados que de hecho
habían llegado a ser interdependientes continuaban desunidos en
sus estructuras políticas. Se vertía el vino nuevo en odres viejos,
y el resultado no podía ser otro que la crisis y la descomposición.
Cuando por fin se impuso militarmente la unificación política, la
decadencia de la cultura ya había alcanzado un grado muy
avanzado.
Hoy día estamos enfrentados a una crisis similar. La pequeña
ciudad-estado de antaño ha sido reemplazada por el estado nacio-
nal, pero éste no es aún suficientemente extenso. El mundo se ve
amenazado por un peligro común, pero no dispone de un gobier-
no universal. El transporte, las comunicaciones y los lazos econó-
micos se han desarrollado a una velocidad mucho mayor que la
unificación política. La crisis resultante es, además, muchísimo
más grave por el vertiginoso y terrible desarrollo de la guerra
tecnológica y del poder atómico. En consecuencia, el anacronismo
político que supone la existencia de naciones y estados absolutos
constituye una amenaza tan seria al menos como la pervivencia
de sistemas económicos caducos. La tarea de reafirmar la unidad
internacional y de crear un auténtico gobierno a nivel mundial
ha adquirido el mismo grado de urgencia que la acción sobre el
terreno económico.
Nuestra era atómica tiene planteados dos imperativos esen-
ciales en orden a la supervivencia del género humano. Una tarea
es la económica: conseguir una utilización plena de todos los re-
cursos disponibles para satisfacer al menos las necesidades huma-
nas fundamentales. El fracaso en esta tarea supone pobreza, de-
presión, revoluciones violentas. Una segunda tarea es la política:
reemplazar la anarquía existente entre los estados nacionales por
una auténtica comunidad mundial. El fracaso en esta tarea signi-
fica una guerra atómica de resultados imprevisibles. Ambas tareas
se relacionan estrechamente, pero ninguna de ellas se puede redu-
cir a la otra.
Si este análisis es correcto, no podemos admitir la afirmación
marxista de que sólo resultan fundamentales los factores econó-
micos. En función de una interpretación más completa, hemos de
generalizar el análisis marxista y hablar no sólo de factores eco-
398 El ideal socialista
nómicos, sino también morales, políticos y sociológicos. Hemos
de afirmar que la moderna tecnología tiende a seguir un desarro-
llo mucho más rápido que el del control social, la adaptación
moral, la estructura clasista de la sociedad y las relaciones inter-
nacionales; y que el resultado es la crisis y el desequilibrio. Por
otra parte, al hacer esta afirmación, hemos de ampliar el con-
cepto de «técnica» para poder aplicarlo a otros campos distintos
del económico. En los últimos años, se han llevado a cabo impor-
tantes inventos en áreas ajenas a la estrictamente económica —en
el campo militar, en el administrativo, en los métodos psicológi-
cos de propaganda, por ejemplo— y todos ellos afectan al equi-
librio social y actúan en la historia como fuerzas dinámicas. La
subida de Hitler al poder fue el resultado de una ingeniosa ma-
nipulación propagandística tanto como la consecuencia de formas
más arcaicas de tecnología física. A pesar de la gran cantidad de
investigaciones que la precedieron, la aparición del poder atómico
ha sido más bien el resultado de la presión y de las exigencias
militares que de la influencia directa de motivos económicos.
No estaría de más recordar también que la expansión rapidí-
sima de la tecnología habría sido imposible si no hubiera ido pre-
cedida del veloz desarrollo de la ciencia pura. ¿Se limita el efecto
desequilibrador de la ciencia pura a su influencia en el campo
tecnológico? No lo creo. El rápido desarrollo experimentado
por los descubrimientos científicos, al margen incluso de la tec-
nología, ha producido un efecto profundamente inquietante en el
pensamiento moderno. Se producen muchos más descubrimientos
científicos y con mayor rapidez de los que podemos asimilar
espiritual y culturalmente. La confusión surge cuando la verdad
nueva, demasiado complicada y oscura para la comprensión del
profano en la materia, suplanta a la verdad antigua. Una de las
razones de que los hombres parezcan a veces sumergirse en una
extrema desorientación intelectual es el rápido aumento del cono-
cimiento experimental sin un progreso equivalente en el saber
sintético y en el sentido de los valores. Nos falta, pues, una ade-
cuada asimilación espiritual de las ideas y de las técnicas cientí-
ficas; carentes de esta orientación correcta, nuestros extraordina-
rios recursos nuevos se aplican más a técnicas mortíferas que a
mejorar las artes que fomentan y potencian la vida. Marx y sus
Crítica y conclusión 399
más ortodoxos seguidores no han comprendido la importancia
que revisten estas causas intelectuales y morales en la génesis
de la crisis social.
3) La teoría económica marxista. Las críticas que se han
hecho a la teoría económica de Marx resultan innumerables; mu-
chas de ellas hacen referencia a detalles técnicos muy especiali-
zados. Por no ser economista y por limitaciones de espacio, no
puedo entrar en precisiones de erudito. Al margen de los tecni-
cismos, creo que, con todo, las tesis marxistas contienen una gran
dosis de verdad: que el valor económico se produce y se mide
por la fuerza de trabajo socialmente necesaria; que, general-
mente, los trabajadores perciben en sus salarios menos valor eco-
nómico del que producen; que la riqueza y el poder económico
tienden a concentrarse en un número cada vez más reducido de
manos; que el poder adquisitivo del pueblo o se reduce, como en
un período de depresión, o crece menos rápidamente que la capa-
cidad de producción industrial; que, en consecuencia, tiende a
darse una superproducción en relación con las necesidades huma-
nas; y que sólo unos cambios fundamentales en el orden econó-
mico pueden superar la paradoja que supone la existencia de la
pobreza en medio de una riqueza potencial.
No hay duda de que, en ciertos aspectos, las ideas de Marx
necesitan ser especificadas y completadas y que, en otros, prin-
cipalmente en sus predicciones, cometió varios errores. A excep-
ción hecha de lo sucedido en los países devastados por la guerra
o durante intensas depresiones, no puede decirse, como él previo,
que la miseria de los trabajadores haya ido en aumento. Sin de-
jar de reconocer la terrible pobreza que existe en muchos luga-
res, podemos afirmar no sin cierta base que, en las naciones
industrializadas, la renta del trabajador medio se ha visto muy
incrementada durante los últimos años como resultado de una le-
gislación orientada al bienestar social, del desarrollo de fuertes
movimientos obreros y del aumento de la productividad indus-
trial. Aunque Marx y Engels predijeron acertadamente el creci-
miento de monopolios y la disminución del número de pequeños
empresarios y de comerciantes independientes, no previeron el in-
menso incremento de profesionales y especialistas: abogados, mé-
dicos, profesores, periodistas, ingenieros, técnicos, administrativos
400 El ideal socialista
y empleados en servicios civiles. Por otra parte, el incremento
de la concentración de la riqueza se ha visto contrapesado, en
cierta medida, por la ampliación de la venta de acciones y de
bonos, y, en mucho mayor grado, por el aumento gradual de los
impuestos sobre la renta y sobre patrimonios y propiedades. Por
citar otro ejemplo de predicción equivocada, Marx y Engels su-
pusieron que, con muy raras excepciones, donde primero se im-
plantaría el socialismo sería en los países más industrializados,
es decir, en aquellos lugares en los que el capitalismo hubiera
alcanzado su máxima madurez. La realidad ha sido muy otra;
su primera gran conquista se produjo en un país casi feudal, co-
mo Rusia, y su extensión ulterior ha afectado a países muy poco
industrializados, como Europa Oriental, China y Cuba. Creo que
se habrían de introducir ciertos cambios sustanciales en la teoría
marxista para poder dar cuenta de estas desviaciones de su
predicción.
Con todo, me interesa menos entrar en los detalles de la teoría
económica de Marx que considerar sus líneas principales de la
política a seguir. Difícilmente se podrá dejar de admitir que nece-
sitamos mejorar nuestro sistema económico para evitar alzas y
depresiones, reducir al mínimo las causas económicas de la gue-
rra y atender más adecuadamente las necesidades humanas bási-
cas. La pregunta clave sería: ¿qué tipo de cambios económicos se
han hecho realmente necesarios?
Marx y Engels responderían que necesitamos una revolución
económica total, pero pienso que no valoraron suficientemente
el poder de un estado democrático para controlar y mejorar la
economía. Estoy pensando en un programa económico de altos
vuelos como el que propusieron John Maynard Keynes en Ingla-
terra y Alvin Hansen en Estados Unidos. Ambos economistas de-
fendieron la posibilidad de una acción conjunta del gobierno y de
la industria privada para garantizar un nivel total de producción
y un pleno empleo laboral. Este método de ingeniería social pre-
tende salvaguardar las libertades democráticas e impedir una rá-
pida y completa revolución acompañada de violencia y seguida
quizá de un régimen dictatorial.* En orden a evitar el desempleo
* Para completar este punto resulta aconsejable la lectura del libro
de J. A. SCHUMPETER, Diez grandes economistas: de Marx a Keynes. Alian-
Crítica y conclusión 401
e impedir la acumulación del capital estancado en el ahorro fami-
liar —un dinero inactivo que se traduce en máquinas y hombres
inactivos—, se habrían de poner en práctica proyectos públicos
tales como la electrificación de zonas rurales, la construcción de
grandes plantas hidroeléctricas, la erradicación del chabolismo, el
desarrollo de la circulación y del transporte, la previsión de inun-
daciones y otras catástrofes, el mantenimiento de los recursos na-
turales y la extensión de los centros de enseñanza. Para garantizar
el poder público adquisitivo y establecer un nivel de vida acep-
table para todos los ciudadanos, se habría de hacer uso de medi-
das tales como pensiones de jubilación, seguros contra el paro,
etcétera. El control fiscal, monetario y de inversiones podría ata-
jar inflaciones previsibles y mitigar o impedir amenazas de de-
flación. Con estos métodos se han conseguido ya mejoras muy
importantes, especialmente en países socialdemócratas como Sue-
cia y Nueva Zelanda, y se han alcanzado resonantes triunfos in-
cluso en Estados Unidos.
Al no ser economista, no estoy en condiciones de determinar
cuáles son los mejores métodos para conseguir un sistema que
utilice al máximo nuestros recursos en orden al bienestar humano.
Quizá los métodos de Keynes y de Hansen resulten inadecuados
y sea mucho mejor recurrir a otras técnicas gradualistas o incluso
a un amplio programa de socialización. Pero, en cualquier caso,
los métodos empleados se han de dirigir resueltamente al logro
de la felicidad humana y han de ser flexibles y democráticos en
el empleo de los medios. Una sociedad que está continuamente
planificando tiene más garantías de éxito que otra totalmente
planificada; y un enfoque experimental suele ser más apropiado
que otro dogmático.
4) El marxismo y la democracia liberal. La principal objeción
que se puede hacer a las afirmaciones políticas más extremas de
Marx es que violan los ideales de una democracia liberal. Esta
acusación se dirige en particular a la versión del marxismo que
domina en la Unión Soviética y en sus países satélites.
za, Madrid 1967; y para conocer la opinión que merecen al marxismo orto-
doxo los métodos de Keynes, se puede consultar la obra de O. V. KUÜSINEN
y otros, Manual de Marxismo-Leninismo. Fundamentos, Buenos Aires 1964,
268 y ss. (Nota del Traductor).
402 El ideal socialista
Resulta sumamente difícil conseguir una información objetiva
sobre lo que en realidad está ocurriendo en la Unión Soviética y
en otros países comunistas. Los prejuicios, la propaganda y la
información errónea o tergiversada oscurecen la verdad. Para
adoptar una actitud prudente, tenemos que abrirnos paso a tra-
vés de un laberinto de informes contradictorios. Por una parte,
sabemos que se han obtenido mejoras tan sustanciales como el
enorme incremento del número de escuelas, bibliotecas, museos,
teatros, salas de concierto y exposiciones de arte; el amplio des-
arrollo de los conocimientos tecnológicos; la considerable eleva-
ción del nivel total de productividad; el trato más igualitario de
la mujer y de las clases, razas y nacionalidades que antaño estaban
oprimidas, etc. Por otra parte, tenemos noticia de la supresión
de las libertades civiles, del férreo control desempeñado por un
partido único y muy disciplinado, de la acción despiadada de la
policía secreta, de los malos tratos que reciben los presos políticos
y del control burocrático de la ciencia y del arte. No podemos
más que concluir afirmando que el régimen soviético ha sido
progresivo en ciertos aspectos y regresivo en otros, y que la dicta-
dura no sólo ha persistido sino que, en ciertos niveles, se ha
acentuado. El carácter antiliberal de los países comunistas es, en
cierta medida, un resultado inevitable de los males heredados de
otras épocas y de las profundas crisis que supusieron la revolu-
ción, las luchas civiles y la guerra internacional. Sin embargo, las
pruebas parecen indicar con meridiana claridad que el socialismo
puede implantarse en países atrasados como Rusia y China y sólo
a un considerable precio: el de traspasar a la nueva etapa los
rasgos antidemocráticos que caracterizaban a las colectividades
primitivas presocialistas.
Resulta significativo que los partidos comunistas hayan con-
seguido sus éxitos más notables en países atrasados y no en na-
ciones como Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Suecia, es de-
cir, en áreas con un nivel relativamente avanzado en el campo
educativo, económico y democrático. Quizá Checoslovaquia pue-
da parecer una excepción, pero el triunfo del comunismo en este
país tuvo más de golpe de estado que de revolución popular y
autóctona. Existen poderosas razones para pensar que el comu-
Crítica y conclusión •li)3
nismo soviético representa un marxismo adulterado y deformado
por su contacto con unas condiciones sociales primitivas.
Con todo, se suele achacar también a Marx y a Engels los
rasgos antidemocráticos de los regímenes comunistas existentes.
Aunque, como hemos visto, su ideal último fue el logro de una
plena libertad sobre una base cooperativa, hicieron demasiado
hincapié en que todo nuevo estado socialista debe adoptar me-
didas muy rigurosas para atajar la contrarrevolución. No com-
prendieron suficientemente que existen otros peligros mayores
además de la contrarrevolución, y que el problema de la tiranía
puede ser incluso más agudo después de haberse llevado a cabo
una socialización de los medios de producción. No vieron con
claridad que la unificación dentro del estado del poder econó-
mico, político y militar puede desencadenar una formidable re-
presión y que una nueva clase oligárquica puede hacer uso de
esa fuerza para su propio engrandecimiento y para aumentar su
grado de influencia.
Los males inherentes a una centralización ilimitada y a una
dictadura de partido único fueron duramente puestos al descu-
bierto por Rosa Luxemburgo, la intrépida dirigente revoluciona-
ria de los marxistas alemanes, en los primeros días del régimen
soviético:
Una libertad que se limite exclusivamente a los partidarios del
gobierno y a los miembros de un partido único —por muy elevado
que sea el número de sus afiliados— no tiene nada de libertad. La
libertad es siempre libertad para el hombre que piensa de un modo
diferente. Esta afirmación no proviene de un amor fanático por un
concepto abstracto de «justicia», sino del hecho de que todo lo que
hay de esclarecedor, de sano y de purificador en la libertad política
deriva de su carácter independiente y de la realidad de que la
libertad pierde toda su virtud cuando se convierte en un privile-
gio... La represión de la vida política en todo el país puede terminar
afectando negativamente a la vitalidad de los propios soviéticos. Sin
elecciones generales, ni libertad de prensa, expresión y reunión, se
acorta la vida de las instituciones públicas, que pasa a convertirse
en la caricatura de sí misma, mientras la democracia desempeña el
único papel decisivo. Nadie escapa de la acción de esta ley.38
* ROSA LUXEMBURGO, Die Russische Revolution, 113; citado por
PAUL FROLICH, Rosa Luxemburg: her Ufe and work (Rosa Luxemburgo:
404 El ideal socialista Crítica y conclusión 405

Rosa Luxemburgo fue una fiel seguidora de Marx que, en siva y una libertad insuficiente, entre una planificación estricta
ciertos aspectos, vio de un modo más perspicaz que él y que y otra que esté cercana a la desorganización, entre una completa
Lenin el significado de la historia. Reconoció que la única garan- tolerancia y una tolerancia prudente, entre una democracia irra-
tía contra el abuso de poder es la libertad y la democracia, inclu- cional y una democracia justa y razonable. Lo que sí está claro
yendo todas las instituciones posibles para mantener al pueblo es que no podemos guiarnos por ningún principio absoluto. He-
bien informado. mos de aceptar que las «soluciones» absolutistas, como un laissez
faire ilimitado o, en el extremo opuesto, un estado con plena
Los socialistas franceses e ingleses, como Jean Jaurés y G.D.H.
responsabilidad respecto a toda actividad económica y social, sue-
Colé, han admitido, igualmente, que el gran objetivo de los que
len provocar resultados desastrosos.
creen en un socialismo democrático está en conservar los valores
liberales básicos —investigación, persuasión, libertad, individuali- Parece que una ingeniería social democrática y gradual ofrece
dad— y en combinarlos con instituciones socialistas. Este pro- más posibilidades al género humano que una revolución rápida
grama exige preservar los derechos civiles, facilitar la discusión y general. También parece claro que la mejor base para una socie-
libre y la oposición política y mantener centros descentralizados dad libre y feliz radica en una economía mixta que abarque y vin-
de poder. Parece que es mucho más probable alcanzar estos fines cule empresas privadas, cooperativas y entidades estatales y para-
por métodos graduales de persuasión y de experimentación que estatales. Necesitamos ampliar el campo de la propiedad colecti-
por medios violentos y rápidos. va, del control y de la planificación, para eliminar la pobreza in-
necesaria y evitar las depresiones económicas; pero una planifica-
Resulta imposible consignar con todo detalle la estrategia a
seguir para realizar un orden social libre, democrático y coopera- ción en orden al bienestar ha de salvaguardar antes que nada la
tivo. Se requiere una gran dosis de tacto y de adaptabilidad, y un libertad y la igualdad democrática controlando incluso a los pro-
considerable potencial de reserva para hacer frente a las circuns- pios planificadores. Ello significa que los ideales socialistas de
tancias imprevisibles que surjan. Marx y de Engels deben ser conciliados con los grandes ideales
tradicionales del liberalismo y la democracia.
Hemos de tener libertad, pero no para limitarla a los que
pueden tiranizar y explotar a los débiles. También hemos de
disponer de una adecuada planificación, pero no de una estricta
organización que confiera un poder cada vez mayor a un estado
centralizado que vaya, así, restringiendo libertades. Hemos de
apreciar la tolerancia, pero no la tolerancia ilimitada que deje a
una sociedad democrática totalmente al descubierto frente a las
embestidas de los intolerantes. Hemos de disfrutar de una demo-
cracia amplia y fuerte, pero no de una democracia incontrolada
que, basándose en los derechos de la mayoría, pase por alto los
derechos civiles de individuos y de minorías. No existe una receta
infalible para determinar el justo medio entre una libertad exce-

su vida y su obra). Gollancz, London 1940, 276-277. Aconsejamos la lectura

del reciente libro de Luis GÓMEZ LLÓRENTE, Rosa Luxemburgo y la social-
democracia alemana. Cuadernos para el Diálogo, Madrid 1975 (Nota del
Traductor).
 RESUMEN

En la segunda parte defendí que el bienestar consiste en el

cultivo y en la satisfacción de intereses positivos que expresen la
naturaleza total del hombre y que el valor de un orden social ra-
dica en su eficacia para promover ese bienestar. Seguía en pie un
problema: ¿Qué forma de orden social resulta más apropiada
para cultivar y satisfacer los intereses humanos? Las respuestas
que demos a esta pregunta dependerán de la forma como interpre-
temos la libertad, la igualdad, la planificación y otros valores socia-
les fundamentales. Los principales ideales de un orden social —los
ideales de la aristocracia, la democracia, el liberalismo, el fascismo
y el socialismo— representan concepciones contrapuestas de estos
valores básicos.
El capítulo 9 estuvo dedicado al ideal aristocrático. El aris-
tócrata prefiere los bienes escogidos a los vulgares y cree que la
excelencia es incompatible con la distribución y la participación
universales que propugna la democracia. En su significado etimo-
lógico, aristocracia significa «gobierno de los mejores» y, según
Sócrates y Platón, éstos no pueden ser otros que «los sabios».
No hay expresión mejor del ideal aristocrático que la vida y
el pensamiento de Sócrates. La misión a la que dedicara la mayor
parte de su vida consistía en despertar en la conciencia de sus
conciudadanos un sentido de la importancia suprema que reviste
la investigación. En parte, la utopía bosquejada por Platón, en
408 Ideales sociales
la que los filósofos ocupaban los puestos dirigentes, es una ex-
tensión de los ideales socráticos. Muchos puntos de La república
de Platón están abiertos a graves críticas, pero su concepto bá-
sico de un estado educador —el reino de la sabiduría— sigue
teniendo una profunda vigencia.
Si imagináramos que Sócrates volvía a la tierra y hablaba
con un demócrata moderno, su crítica de la democracia americana
no se diferenciaría, en principio, de la que hiciera a la democracia
ateniense. Apuntaría que en todas las artes de la vida, como
reparar unos zapatos, curar una enfermedad o pilotar un barco,
solicitamos lógicamente los servicios de un experto; pero que en
el arte de gobernar —la más importante y difícil de todas las
artes— recurrimos al sufragio de una multitud ignorante. Nos
recordaría los problemas tan terriblemente peligrosos y comple-
jos que ponen a prueba la habilidad del estadista y la ineptitud
de los representantes del pueblo. Insistiría en que la solución con- •».
siste en un estado basado en un sistema educativo universal, que
eleve a los sabios al poder y aplique el conocimiento de los ex-
pertos a los muchos problemas críticos que plantea el gobierno
moderno. Hasta que todas las naciones del mundo adopten esta
solución, no puede haber protección alguna que ofrezca garantías
contra una revolución violenta o contra una guerra atómica.
En el capítulo 10 examiné la réplica que podría dar a ello un
demócrata inteligente. No despreciaría el ideal aristocrático del
logro de una gran altura intelectual, ni rechazaría los bienes esco-
gidos en aras de los comunes. Trataría de combinar la excelencia
y la distribución equitativa. Como tan dramáticamente compren-
diera T. E. Lawrence, el género humano está hoy por hoy escin-
dido en dos fracciones: una masa y una élite, y nuestro gran pro-
blema está en poner fin a semejante cisma: conseguir una elevada
cultura y una distribución justa de la misma. Una cultura antide-
mocrática, como la de la Rusia zarista, pudo conseguir un nivel
envidiablemente alto, pero limitó sus valores a una minoría.
Igualmente parcialista es el tipo de cultura presuntamente «de-
mocrático» que difunda sus beneficios, pero se mantenga en una
marcada mediocridad. Un auténtico demócrata rechaza ambas li-
mitaciones: busca una cultura elevada, pero compartida por todo
el pueblo: una cultura rica en cualidad y en cantidad.
Resumen AW
El aristócrata admitiría que ésta ha de ser nuestra meta, pero
insistiría en que ello no puede lograrse sino por medios aristo-
cráticos. Diría que hemos de tener un gobierno para el pueblo
pero no del pueblo ni elegido por el pueblo. Ahora bien, el go-
bierno de una minoría casi siempre acaba gobernando para una
minoría. La inteligencia social democrática, como expresión de
la voluntad y de las necesidades del pueblo, difiere en gran ma-
nera de la inteligencia de individuos egoístas o de la de los
grupos de presión. Como dejó bien claro Jean Jacques Rousseau,
la voluntad general no consiste en la suma de las voluntades par-
ticulares, cada una de las cuales busque un objetivo separado; es
la expresión corporativa de una comunidad democrática. Para
que exista una comunidad, se requiere que la experiencia común
de interdependencia personal constituya la base voluntaria de la
coherencia de un grupo. El vínculo de una comunidad implica,
así, una relación de personas libres que se consideren unas a otras
como fines, es decir, una relación de mutualidad; esta situación
presenta un evidente contraste con la relación que se da cuando
una persona ve a otra como un simple instrumento. Como Rous-
seau defendiera, cuando la razón expresa el interés de una comu-
nidad, existe inteligencia social. La respuesta del demócrata al
aristócrata es que esta forma de inteligencia sólo se logra en la
democracia, y que la «inteligencia aristocrática» es algo muy di-
ferente y sirve a unos intereses distintos. Con todo, para realizar
la inteligencia social, la democracia ha de abarcar y adaptar a sus
propios fines el gran ideal platónico de un estado educador.
En el capítulo 11 he pasado revista al ideal liberal. Aunque
la democracia y el liberalismo están estrechamente relacionados,
la esencia de la primera es la igualdad y la fraternidad, y la esen-
cia del segundo es la libertad. Como teoría que cristalizó en los
siglos xvu y xvin, el liberalismo es la filosofía ultraindividua-
lista de una civilización comercial competitiva. Los teóricos libe-
rales concibieron primordialmente la libertad como el derecho de
todo individuo a ejercer la libertad de empresa. En el campo de
la economía, los fisiócratas franceses Turgot y Quesnay y los
economistas ingleses Smith y Ricardo elaboraron la teoría de un
orden económico «natural» que se regula a sí mismo y en la
ganancia individual coincide con el beneficio público. En el te-
410 Ideales sociales
rreno político, Locke mantuvo que existen unos derechos natu-
rales anteriores a todo estado político y que suministran las nor-
mas inmutables, gracias a las cuales podemos juzgar los méritos
y deméritos de un determinado gobierno. Bentham y Mili, por el
contrarío, rechazaron la teoría de los derechos naturales y defen-
dieron la libertad sobre la base del utilitarismo. La notable de-
fensa que Mili hiciera de la libertad de expresión, de pensamiento
y de acción, se basaba en la convicción de que la discusión uni-
versal y libre y la experimentación son socialmente ventajosas;
que la persona independiente, original e incluso excéntrica enri-
quece a la sociedad mucho más que la conformista. Su liberalis-
mo individualista primero, expresado en su ensayo Sobre la liber-
tad, ha servido de base a la línea individualista que ulteriormen-
te ha seguido la facción liberal. A su vez, el liberalismo de ten-
dencia socialista de sus obras posteriores ha inspirado un socia-
lismo de corte liberal.
Si tratamos de valorar la teoría del liberalismo individualista,
encontraremos que contiene tantas verdades como errores. La
teoría histórica de los derechos naturales encierra la hipótesis
falsa que ya criticamos en el capítulo 3, según la cual las leyes de
la naturaleza suministran reglas válidas para orientar la conducta
humana. Presupone una identidad natural entre el interés perso-
nal y el social, con lo que hace del egoísmo una virtud. Admite
erróneamente que los derechos naturales son absolutos, eviden-
tes, independientes de las circunstancias históricas e inherentes
al individuo aislado. Sin embargo, si interpretamos los derechos
naturales en un sentido social y ideológico sobre la base de las
condiciones relativamente permanentes y generales de la felicidad
humana, resultan válidos y constituyen una defensa necesaria
contra la tiranía. Así entendidos, no difieren en lo esencial de
los derechos que Mili defendió tan elocuentemente. Con todo, Mili
no consideró el problema de la necesidad de preservar la libertad
durante una crisis social muy profunda. No comprendió suficien-
temente que, en un período de crisis profunda, no podemos to-
lerar la acción de los enemigos de la tolerancia como Hitler, por
ejemplo. No observó que las crisis provocan una situación de
inseguridad y que ésta conduce a la adopción de actitudes de in-
tolerancia: la liberación del miedo constituye, pues, una forma
'Resumen •411
muy importante de libertad. Por otra parte, algunos liberales han
sido reacios a democratizar la libertad, a extenderla a los deshe-
redados de la fortuna, a los pueblos colonizados o a determinadas
minorías raciales, religiosas y políticas. Sin embargo, la libertad,
como la educación, no puede constituir un privilegio exclusivo de
un segmento de la humanidad.
El liberalismo individualista se ha equivocado también al su-
poner que la libertad y la organización se oponen entre sí. Muy a
menudo ha supuesto que el hombre nace libre, pero que queda
esclavizado en virtud de una red de relaciones sociales, y que, en
consecuencia, hemos de reconquistar la libertad despojándonos
de las coerciones y de los vínculos de la sociedad. Ello supone
una concepción demasiado estrecha y negativa. La auténtica liber-
tad no implica sólo la ausencia de constricciones sociales, sino
también la presencia de recursos y capacidades. No puede ser libre
un individuo pobremente vestido, subalimentado, sin un hogar
decoroso, inculto, sin asistencia médica, que viva de un salario mez-
quino, o que esté acosado por el miedo a la guerra, el desempleo
o a una vejez miserable y desatendida. No podemos conseguir los
medios materiales y culturales que la libertad requiere sin una
planificación y una organización democráticas. De ahí que la liber-
tad sin organización sea una quimera y que la organización sín
libertad se asemeje mucho a una camisa de fuerza.
En el capítulo 12 he examinado el ideal fascista. El fascismo
representó una compleja alianza de las fuerzas militares, econó-
micas y políticas de la derecha antidemocrática, impulsadas a una
acción extrema en virtud de una profunda crisis económica y cul-
tural. La teoría fascista no pasó de ser una máscara que pretendía
encubrir la naturaleza depredadora de tal alianza. La versión ita-
liana era una degeneración del hegelianismo que glorificaba el
estado totalitario; la alemana constituía la manifestación de un
tribalismo intenso e intolerante. Con todo, el fascismo disfrazó
en parte su carácter antidemocrático, difundiendo una ideología
popular que presentaba a Alemania, Italia y Japón como naciones
pobres pero destinadas a ocupar u n lugar superior en el mundo.
Bajo todas estas teorías se ocultaba una degradada y oportunista
voluntad de poder.
Aun aceptando los éxitos pasajeros conseguidos por el fascis-
412 Ideales sociales
mo al erradicar el paro obrero e inspirar una profunda lealtad
al grupo, hemos de condenar sin paliativos su organización tota-
litaria y sus prejuicios racistas y nacionalistas opuestos abierta-
mente a los principios éticos justificados y defendidos a lo largo
de este libro. Su rechazo de todo valor universal y perdurable
limitó su ideal de organización. A nivel interior, no consiguió
implantar un orden moral y jurídico estable y, en sus relaciones
internacionales, sustituyó el esfuerzo por una convivencia pací-
fica por el establecimiento de la más completa de las anarquías.
Desgraciadamente, la mentalidad fascista no ha muerto; cons-
tituye una amenaza constante incluso en los países de tradición
democrática. Esta amenaza asumiría unas gravísimas proporciones
si estallara otra guerra o se produjera una profunda depresión
económica. En la actualidad, las tendencias fascistas se dejan
sentir en la creciente ola de intolerancia hacia personas de men-
talidad liberal y radical y en la violación de los derechos civiles.
Tal intolerancia y tal represión son, en sí mismas, subversivas,
por cuanto que borran toda distinción entre el totalitarismo y la
democracia. La mejor defensa de la democracia está en conseguir
que nadie pase hambre o frío o se vea aquejado de enfermedades
por falta de una asistencia adecuada. Si el pueblo es feliz, caerá
en saco roto toda incitación a la revolución violenta.
En el capítulo 13 he pasado revista al ideal socialista. Este
ideal tiene una larga tradición y en la actualidad son muchas las
personas y los países que lo aceptan; el extraordinario poder que
ejerce en los asuntos mundiales constituye un hecho demasiado
evidente. Dada la enorme influencia de Marx y de Engels, he
centrado mi atención en sus ideas. El resto del capítulo se ha
limitado, pues, a exponer y criticar la posición de estos grandes
pensadores.
Según su teoría de «la alienación y el fetichismo», los seres
humanos se ven sometidos al poder del dinero y de las máqui-
nas; concretamente éstas parecen haber cobrado vida y dominar-
nos. En el régimen capitalista, el trabajador se convierte en una
especie de instrumento o de mercancía; y, con su desarrollo su-
perior .1 de los controles sociales, la tecnología conduce al motín
y a la represión a través de un dramático proceso de crisis y de
Resumen 413
guerras. La esencia de la ética marxista es que se puede poner
fin a esta situación siempre y cuando los seres humanos sean tra-
tados como personas con un fin en sí mismas y se relegue a las
cosas a su condición de objetos al servicio del hombre.
Para conseguir este ideal, habremos de comprender y dominar
las fuerzas de la historia. Marx y Engels concibieron la historia
como una interacción muy compleja de fuerzas desiguales en la
que los determinantes económicos juegan un papel primordial.
La historia muestra una sucesión de sistemas económicos: el
comunismo primitivo, el esclavismo, el feudalismo, el capitalismo
y, en el futuro, el socialismo. Las grandes crisis de la historia,
que desembocan en una transición revolucionaria de un sistema
económico a otro, son, ante todo, el fruto del conflicto originado
entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales. Las técnicas
y métodos de producción cambian más rápidamente que la estruc-
tura de clases, y este desarrollo desigual provoca finalmente un
profundo conflicto. Este enfrentamiento irá creciendo en intensi-
dad hasta que al final las relaciones sociales acaben por reorgani-
zarse y armonizar con las fuerzas productivas.
Los principales factores de este proceso revolucionario son
de carácter económico. La teoría económica marxista los analiza
del siguiente modo: 1) Teoría del valor del trabajo. Una mercan-
cía tiene un valor económico en función de la cantidad de trabajo
que se ha empleado en producirla. La cantidad de valor económi-
co resulta del promedio del trabajo empleado y del de los instru-
mentos utilizados en un determinado nivel tecnológico. 2) Teoría
de la plusvalía. Normalmente, el trabajador produce más valor
económico que el representado en el salario que percibe. La
«plusvalía» es la diferencia existente entre lo que recibe y lo que
produce. El capitalista se esfuerza en conseguir el mayor margen
posible de beneficios; el trabajador lucha por percibir mejores
salarios, en detrimento de las ganancias del empresario. De ahí
que los intereses del trabajador y los del capitalista se opongan
entre sí. 3) La concentración del capital. En su esfuerzo por in-
crementar la plusvalía, las empresas mayores y más influyentes
aplastan a las más débiles y explotan más intensamente a sus
empleados. De este modo, se produce una concentración cada
vez mayor de la riqueza y del poder económico, mientras las
414 Ideales sociales
fuerzas productivas continúan su desarrollo acelerado. El resul-
tado es una disparidad fundamental entre la capacidad social de
producir y la capacidad de consumir. Dicha disparidad, unida a
otros factores, desemboca al fin en una crisis revolucionaria. 4)
La economía de la propiedad colectiva. Una vez que los trabaja-
dores consiguen el control del sistema de producción, sustituyen
la propiedad privada por la colectiva, y la producción basada en
el beneficio por la producción orientada al uso. Gradualmente, la
«economía socialista» evolucionará hacia una «economía comu-
nista» basada en un anarquismo cooperativo.
Las modificaciones operadas a nivel económico afectan a la
superestructura política. El estado es primariamente un instru-
mento de la clase dominante. Los trabajadores han de controlar
la máquina del estado para completar su revolución social. En
algunos de sus escritos, Marx y Engels hablan de la necesidad
de una revolución violenta; pero en sus opiniones ulteriores ma-
nifiestan la esperanza de que en países democráticos como Ingla-
terra y América pueda conseguirse una revolución pacífica. La
fase inicial del estado de los trabajadores asumirá la forma de una
«dictadura del proletariado». Esta expresión sólo aparece contadas
ocasiones en sus escritos y nunca la conciben como «el gobierno
de la mayoría». La emplearon para hacer hincapié en la necesidad
de una protección poderosa frente a la guerra y la contrarrevolu-
ción. Marx y Engels creían, sin embargo, que el socialismo termi-
naría por desembocar en un cooperativismo anárquico, pacífico y
universal.
Con todo, los anarquistas Bakunin y Kropotkin denunciaron
la insistencia marxista en un estado fuertemente coercitivo aun-
que de carácter temporal. El anarquismo rechazó, pues, los as-
pectos más autoritarios del marxismo y expresó el ideal de una
economía cooperativista. Los socialistas como Bernstein, Jaurés
y los fabianos ingleses se han apartado también de la ortodoxia
marxista. Han procurado combinar el socialismo con la democra-
cia liberal y utilizar medios parlamentarios. El conflicto entre los
socialistas y los marxistas ha producido numerosas escisiones,
entre las que se incluye la ruptura pasajera que se dio en Rusia
entre los mencheviques y los bolcheviques (comunistas). Sin em-
bargo, los comunistas soviéticos se han apartado también de las
Resumen 415
enseñanzas de Marx, especialmente por la rigidez de sus dogmas,
su totalitarismo represor y su acendrado nacionalismo.
Pasando de la exposición a la crítica, creo que Marx y Engels
cometieron el error de no elaborar una teoría ética explícita.
Aunque su teoría de la alienación y del fetichismo contenga una
profunda crítica moral de la sociedad moderna, no establece las
normas éticas a la luz de las cuales quepa la posibilidad de juz-
gar las acciones sociales y las instituciones. En concreto, no han
clarificado suficientemente las relaciones existentes entre los me-
dios y los fines y entre los valores relativos y los universales. No
han especificado abiertamente si la determinación económica de
la moral imposibilita la determinación moral de la economía. Esta
ausencia de una teoría clara y explícita ha dado pie a los que se
llaman «marxistas» a adoptar actitudes de insensibilidad moral y
de cínico oportunismo.
Por otra parte, el análisis marxista de la crisis social pone un
acento excesivo en los factores económicos. El problema econó-
mico es fundamental, pero existen también otros elementos bási-
cos. La crisis suprema de la civilización grecorromana, por ejem-
plo, no fue sólo económica, sino también política. De igual ma-
nera, la crisis de la era atómica no es sólo económica: el anacro-
nismo político de los absolutismos estatales y nacionales repre-
senta un problema tan serio como la pervivencia de sistemas
caducos de producción. Hemos de comprender que, generalmente,
toda crisis es el resultado de un conflicto entre innovaciones rela-
tivamente dinámicas y tradiciones e instituciones relativamente
estáticas, pero que ni las innovaciones ni las tradiciones e insti-
tuciones son por necesidad económicas. Marx y Engels no conce-
dieron la importancia debida a los factores que no son estricta-
mente económicos.
La teoría económica de Marx contiene verdades muy impor-
tantes, pero que necesitan ser especificadas y revisadas. Al no ser
la economía mi fuerte, no sé si las aspiraciones humanitarias de
Marx podrían verse realizadas mediante un programa económico
distinto al que él propuso, como sería el caso de la ingeniería
social de un Keynes y de un Hansen. Podemos pronosticar, eso
sí, que un enfoque experimental tiene más garantías de éxito que
uno dogmático.
416 Ideales sociales

En la forma como ha sido interpretado y aplicado en la

Unión Soviética, el credo marxista viola los ideales del libera-
lismo y de la democracia. Creo que el comunismo soviético, por
su contacto con unas condiciones sociales excesivamente primiti- CONCLUSIÓN
vas, representa una deformación degradada de los ideales de Marx.
Por otra parte, Marx y Engels no llegaron a tomar conciencia
del peligro de originar una nueva forma de tiranía al concentrar
en un estado colectivista todo el poder económico, político y La necesidad de hacer
militar.
La única garantía posible contra el abuso de poder no es las cosas difíciles
otra que la libertad y la democracia. La esperanza del futuro
se apoya en que en cada nación se implante una democracia social
de corte liberal y en que se establezca un gobierno mundial cuya
autoridad sea aceptada por todos los países. Ejercer un gran tacto
y una fuerte resolución para lograr un objetivo de paz mundial
constituye el imperativo inmediato de nuestra época. Sóren Kierkegaard observó: «Por cada uno que se haya de-
dicado a hacer las cosas más fáciles, hemos necesitado a otro que
las volviera a hacer difíciles».1
La mayor parte de las teorías de ética social intentan facili-
tarlo todo excesivamente. Las teorías formalistas tratan de re-
ducir la acción social justa al mero cumplimiento de la ley. Sin
embargo, las normas tajantes, las reglas severas e inflexibles o
incluso las más sofisticadas leyes de la «intuición» y de la «ra-
zón práctica» resultan demasiado simplistas. Nunca pueden ha-
cer justicia a los sutiles, variados y complejos problemas que se
plantean en una sociedad moderna.
La mayoría de las formas de ética ideológica son también
demasiado fáciles. El relativismo hace hincapié en las diferencias
que existen entre los seres humanos y deja de tener en cuenta
las semejanzas; el absolutismo pone el acento en las similitudes
y fracasa a la hora de percibir las disparidades. Un individualismo
extremo exaltará al individuo a expensas de la colectividad;
mientras un colectivismo exagerado ensalzará al grupo en detri-
mento del individuo. El hedonismo pretende hacer radicar el bien
en la sensación; el intelectualismo, en la razón; el voluntarismo,
1
Citado por WILLIAM BARRETT, Dialogue on anxiety (Diálogo sobre
la ansiedad): Partisan Review 14, marzo-abril (1947) 152.
418 Conclusión
en el deseo. Al subrayar sólo un aspecto de la naturaleza hu-
mana, cada uno de ellos incurre en una simplificación excesiva.
El auténtico centro del valor es la persona en sociedad. Como
foco dinámico de intereses, esa personalidad social responde al
hombre total. Sólo una ética que sepa dar cuenta de todas y cada
una de las dimensiones esenciales de la naturaleza humana —que
es, a la vez, individual y social, corporal y mental, y que pre-
senta pensamientos, sentimientos y deseos— es lo bastante sin-
tética y compleja como para poder servir de base a unos ideales
sociales valederos.
De igual modo, resulta demasiado estrecha toda teoría acerca
de la justicia que persiga exclusivamente el bien de una raza, de
una clase social, de un sexo o de una nación. Sólo una teoría
universalista del bien que intente conseguir el máximo de bie-
nestar, resulta lo suficientemente amplia como para poder abar-
car el ancho campo de la obligación humana.
También los ideales sociales facilitan demasiado las cosas.
Con excesiva frecuencia, esta afirmación se puede aplicar in-
cluso a los ideales radicales. Un amigo me decía que, por regla
general, «el problema de todo el que se considera radical consiste
en no serlo suficientemente». Mi amigo quería dar a entender
que muchos radicales tratan de cambiar la sociedad únicamente
en uno de sus aspectos fundamentales —transformando el siste-
ma económico, por ejemplo—, y fracasan a la hora de compren-
der la necesidad de cambiar también otras dimensiones importan-
tes del hombre y de la sociedad. Si hemos de lograr una paz
estable y duradera, debemos actuar en muchos campos a la vez:
económico, político, científico, educativo y moral. No existe una
solución simple y sencilla ni una panacea universal.
Necesitamos unir el respeto por la individualidad con la rea-
lización de la interdependencia social; combinar la devoción por
la libertad y por los derechos individuales con la lealtad a los
planes y a los objetivos comunitarios; enlazar el ideal democrá-
tico de participación y de distribución con el ansia del aristó-
crata por los bienes escogidos y selectos; completar la eficacia
económica y tecnológica con una apreciación de los valores mo-
Hacer las cosas difíciles 419
rales, artísticos y culturales del hombre... No resulta nada fácil
lograr una síntesis social tan compleja y universal.
Ante tamaña dificultad, se impone la necesidad de recurrir
al uso de métodos libres y democráticos. Una democracia liberal
presenta esta decisiva ventaja sobre toda otra alternativa: puede
corregir sus propios errores. Al dar rienda suelta a la crítica y al
debate, al potenciar el libre juego de ideas, al estimular la ma-
nifestación de los problemas del pueblo y al salvaguardar los
derechos de las minorías, suministra los medios para eliminar los
abusos y responder con flexibilidad a la dinámica de las nece-
sidades. La democracia es una sociedad abierta; la dictadura es
una sociedad cerrada. La primera permite que se lleven a cabo
pacíficamente reformas fundamentales. La segunda se niega a ello.
Aun en el mejor de los casos, el problema de salvaguardar la
paz y de promover el bienestar no resulta ni mucho menos una
tarea sencilla. Vivimos en una época de grandes miedos. Hay
miedo a la depresión económica, miedo a la guerra, miedo a la
pérdida de la libertad. En una época de miedos, resulta difícil
hacer frente a los exaltados y a los histéricos que pretenden im-
pulsarnos a la violencia. Como escribió hace ya tiempo el gran
historiador Arnold J. Toynbee:
En algunos aspectos es mucho más difícil vivir con inquietudes
que tratar de atajarlas cortándolas de golpe mediante el recurso a
una solución breve y simplista. Creo que si nosotros o los rusos
intentamos zanjar con una guerra la situación actual, el resultado
será que después nos tocará vivir tiempos diez veces peores.2
¿Quién puede poner en duda ahora, que ambas alternativas
son mucho más terribles, que Toynbee estaba en lo cierto? El
imperativo supremo no puede ser otro que el mantenimiento de
la paz.
No han faltado quienes han buscado una forma fácil de en-
frentarse al confusionismo moderno retrotrayéndose a un nivel
infrahumano y animal. Los fascistas suministran un ejemplo evi-
2
Russian catfish and western berring (El gato ruso y el arenque oc-
cidental) (folleto). Oxford University Press, New York 1949, 8.
 420 Conclusión
dente de esta tendencia. Aun reaccionando contra los procesos
más deshumanizantes de nuestra mecanizada civilización, no com-
batieron los excesos del maqumismo exaltando lo humano, sino
recurriendo a lo infrahumano y animal. Defendieron que los ras-
gos distintivos del hombre —su racionalidad, su humanitarismo,
su espíritu democrático— constituyen la fuente de todo mal,
porque debilitan y enflaquecen los instintos vitales. Nietzsche fue
el gran profeta de esta «inversión de valores»: anunció con al-
borozo la llegada de los «bárbaros» del siglo xx y declaró que
hemos de aceptar «al salvaje... o incluso al violento animal que
todos llevamos dentro».3 Oswald Spengler, que consideraba a
Nietzsche su precursor y maestro, reconoció igualmente el efecto
debilitador de la mecanización e intentó evadirse de él en una
nueva era de sangre y hierro, única posibilidad «fecunda», nos
dice, que sigue abierta a nuestra «agonizante» civilización occi-
dental. Mantuvo que el hombre es «un animal de presa», des-
preció «el desdentado sentimiento de compasión y de concilia-
ción» y se enorgulleció de que los alemanes hubieran recobrado
al menos «la capacidad de odiar».4
Todo intento de volver a las raíces animales de la vida está
condenado al fracaso. Por otra parte, Nietzsche y Spencer con-
cibieron mal la auténtica naturaleza animal. Los animales son vio-
lentos, pero también pacíficos; matan, pero también llevan una
vida de ayuda mutua. Los que como san Francisco de Asís y
W. H. Hudson conocen y aman a los animales, han descubierto
en ellos muchas otras cosas al margen de sus inclinaciones carni-
ceras y voraces. Los defensores del sentido «naturalista» del hom-
bre como «animal de presa» interpretan la vida según sus pro-
pios impulsos depredadores. Cuando el hombre busca el nivel
animal, cae por debajo de los seres irracionales. Al despojarse
de lo humano, accede a un nivel inferior al del animal, a un
estadio de nihilismo, a la inhumanidad de la máquina incontro-
lada o a la antihumanidad del sadismo diabólico.
3 cánica que hoy anda desbocada y desenfrenada. Esta es la gran
Véase La voluntad de dominio, en Obras completas, IV. Aguilar,
Buenos Aires 1963.
' The hour of decisión (Años decisivos). Knopf, New York 1934, 21;
Man and technics (El hombre y la técnica). Knopf, New York, 1932, 19
y ss. y 43.
Hacer las cosas difíciles -\2\
De igual manera, el intento de muchos individuos por eva-
dirse en lo transhumano o sobrenatural está también condenado
al fracaso. Inevitablemente, el hombre es hijo de la naturaleza;
lejos de ser la tierra un lugar extraño para él, constituye la
fuente de toda su vida y esperanza. Es en ella donde encuentra
o no encuentra la felicidad. Por otra parte, dirigir su aspiración
hacia una abstracción teológica, «débil pináculo de una apasio-
nada inutilidad», supone desviarle de las tareas terriblemente
urgentes que tiene entre manos.
Necesitamos, pues, algo distinto a una fácil evasión hacia el
animalismo o el supernaturalismo. Nuestra salvación no está en
despreciar la naturaleza humana, sino en darle una expresión
nueva, un mayor nivel de realización... Hemos de comprender
que todo trabajo y toda riqueza encuentran su fin y su justifi-
cación en el cultivo de los muchos aspectos de nuestra persona-
lidad. Debemos encontrar mayores oportunidades para el juego,
el arte, el amor y la risa, para el pensamiento creador y para el
orgullo por la obra bien hecha, para el cultivo de la vida en todo
su destello y diversidad... Bajo una economía democrática, pla-
nificada e impulsada hacia el bienestar social, el hombre ha de
dominar a la máquina. Ha de usar las técnicas mecánicas para
enriquecer los valores humanos.
De los cerebros de científicos e ingenieros han surgido millo-
nes de máquinas con billones de caballos de fuerza. Por no haber
dominado esta poderosa energía, hemos sufrido guerras, revolu-
ciones y caos económicos. Sin embargo, adecuadamente emplea-
da, la tecnología puede eliminar la pobreza y la explotación del
hombre por el hombre. Puede unir al mundo entero merced
al transporte y a la comunicación, creando así la base indispensa-
ble de una comunidad universal. Nuestras máquinas, pues, cons-
tituyen para nosotros algo demasiado maravilloso, productivo e
indispensable como para que en algún momento las destruya-
mos. Con todo, debemos esforzarnos en dominar esa fuerza me-
aventura de nuestra época —dominar las potencialidades ilimi-
tadas de la ciencia y de la tecnología—, la más prometedora y
peligrosa aventura que nunca hayan vivido el espíritu y la inte-
ligencia del hombre.
422 Conclusión Hacer las cosas difíciles 42)

He escrito este libro teniendo muy presentes las posibilida-
des de la ciencia y de la tecnología, no con un espíritu de deses-
peración, sino de aventura y de fe. Lo que más me impresiona
del mundo moderno, no es ya su incertidumbre y su turbación,
sino la inmensa esperanza que se abre paso a través del sufri-
miento humano. Hasta el cúmulo enorme de desastres que nos
aqueja sirve de fundamento a nuestra esperanza: es el índice
de una ingente ola de cambios que ha estado cogiendo fuerza
durante más de cien años y que en la actualidad está empezando
a alcanzar su cresta. El terrible choque de intereses que origina
huelgas, tumultos, guerras y revoluciones constituye un testimo-
nio del carácter radical y del ímpetu inmenso de la transición.
Estos cambios son demasiado amplios y profundos para poder
ser considerados como aberraciones temporales. En la medida en
que podemos interpretarlos quienes estamos en medio de ellos,
constituyen un claro presagio de una profunda alteración de to-
da la vida humana.
En cuanto individuos, no podemos impedir la llegada de este
orden nuevo, pero podemos comprender sus necesidades, apreciar
sus potencialidades y responder a sus valores. Si dejamos que
la inteligencia nos guíe y que la buena voluntad nos motive, no
sólo podemos mitigar el dolor de la transición, sino contribuir
a la creación de una sociedad humana y racional. No es una tarea
sencilla, pero tampoco imposible.
Bien es cierto que la venida de un mundo mejor puede ser
impedida por la furia infernal de la guerra científica, pero la
humanidad ha dado sobradas pruebas de su extraordinaria capa-
cidad de supervivencia.
Como resultado del desarrollo científico y tecnológico, ya *r Im
conseguido ese nivel máximo de destructividad; es muy po.s'iblr,
pues, que el deseo humano de supervivencia reaccione contrtí
la horrible matanza que supondría una tercera guerra muiulitil.
En todo país y en el interior de todo hombre, continúa li-
brándose una lucha sin cuartel entre las fuerzas del caos y IIIN
fuerzas que pueden conducirnos por fin hacia una civilización
mejor. A pesar de la tragedia y de la confusión, «la espernn/.ii
de una comunidad universal» da a nuestra época un significiulo
y un objetivo majestuosos. Puede estallar una guerra o una se-
rie de guerras increíblemente devastadoras y hacer su reaparición
una época de oscurantismo como la que siguió a la muerte de
san Agustín. Pero aún entonces continuará existiendo la espe-
ranza de una sociedad más justa. Los que amen la aventura y de-
seen un mundo mejor no sentirán vértigo ante la perspectiva que
se vislumbra a lo lejos. Si mantienen vivas las flechas del deseo,
asaltarán al fin las ciudadelas del poder.

No es probable que la guerra desaparezca totalmente, escribía

W. Winwood Reade en 1872, hasta que la ciencia descubra una
fuerza destructiva de tan sencillo manejo y tan terribles efectos que
pueda poner fin a toda manifestación artística y valiosa. Cuando
cada batalla sea una espantosa carnicería, el sentimiento de huma-
nidad habrá llegado al límite de su resistencia.5

5
The martyrdom of man (El martirio del hombre), citado por JAMES
R. NEWMAN y BYRON S. MILLER, The control of atomic energy (El control
de la energía atómica). McGraw-Hill, New York 1948, 251.
 INDICACIONES BIBLIOGRÁFICAS

Como lecturas complementarias, resultaría excelente recu-

rrir a los textos clásicos originales. Obras como el Eutifrón * de
Platón (sobre el problema de la ética teológica), el Manual de
Epicteto (sobre la ética naturalista) y la Fundamentación de la
metafísica de las costumbres de Kant (sobre la ética racionalista)
podrán servir de introducción a algunos de los tipos de etica
que hemos estudiado en la primera parte. Como lecturas comple-
mentarias de la segunda parte, recomendaría también obras cla-
sicas como la Etica a Nicómaco de Aristóteles, especialmente loa
capítulos I, II y X; El utilitarismo de John Stuart Mili, especial
mente los capítulos I, II y IV; y la Investigación sobre los príti
cipios de la moral de David Hume. Para completar la terrcrn
parte, sería aconsejable recurrir a La república de Platón, por
su exposición del ideal aristocrático; El contrato social de Rntin-
seau, por su defensa del ideal democrático; Sobre la libertad de
Mili, por su apología del ideal liberal; y Del socialismo utó-
pico al socialismo científico de Engels, y el Manifiesto del par
tido comunista de Marx y Engels para conocer el ideal socin-
lista-comunista.
Existe un buen número de antologías que recogen seleccio
nes más breves de grandes filósofos éticos y sociales. La mejor

* He omitido el lugar y la fecha de publicación de aquellas obras

clásicas más conocidas que han sido editadas en muchas ocasiones.
426 Etica y democracia
colección de fragmentos de grandes filósofos éticos es Ethical
tbeories (Teorías éticas) de A. I. Melden (New York 1950).
British moralists (Moralistas británicos) de L. A. Selby-Bigge
(London 1897); Classical moralists (Moralistas clásicos) de Ben-
jamín Rand (Boston 1909); y Readings in ethics (Lecturas de
ética) de Gordon H. Clark y T. V. Smith (New York 1935)
constituyen interesantes fuentes de teorías éticas. Entre las an-
tologías de filosofía política y social, los siguientes libros sumi-
nistran textos clásicos, antiguos y modernos: The clash of poli-
tical ideáis (El enfrentamiento de los ideales políticos) de Albert
R. Chandler (New York 1949); Social reformers (Reformadores
sociales) de D. O. Wagner (New York 1934); The making of
society (La formación de la sociedad) de V. F. Calverton (New
York 1937); y The social and political doctrines of contemporary
Europe (Doctrinas sociales y políticas de la Europa contemporá-
nea) de Michael Oakeshott (Cambridge, England 1939).
Exposiciones de teoría
ética y social
Outlines oh the history of ethics (Introducción a la historia
de la ética) de Henry Sidgwick (London 1886), y Moráis in re-
view (Revisión de la moral) de A. K. Rogers (New York 1927),
constituyen dos historias muy útiles de la teoría ética. The his-
tory of political theory (Historia de la teoría política) de George
H. Sabine (New York 1950) es el mejor libro sobre este tema.
Encontramos un informe muy objetivo de las teorías económicas
en History of economic doctrines (Historia de las doctrinas eco-
nómicas) de Charles Gide y Charles Rist (London 1915). El li-
bro de Erich Roll, History of economic thought (Historia del
pensamiento económico) (New York 1942) resulta muy infor-
mativo y está escrito en un tono muy liberal. Entre los muchos
libros que tratan el tema del pensamiento social desde una pers-
pectiva histórica, podríamos citar: The myth of the state (El
mito del estado) de Ernst Cassirer (New Haven 1946); Man the
measure (El hombre como medida) de Erich Kahler (NewYork
1943); Ideology and utopia (Ideología y utopía) de Karl Mann-
heim (London 1936); The condition of man (La condición hu-
Indicaciones bibliográficas •\M
mana) de Lewis Mumford (New York 1944); The meeting of
east and west (El encuentro de oriente y occidente) de F. S. C.
Northrop (New York 1946); The making of the modern mind
(La formación del espíritu moderno) de John Hermann Randall
(Boston 1940); y The ideal foundations of economic thought
(Los fundamentos ideales del pensamiento económico) de W.
Stark (New York 1944). El grueso volumen editado por Feliks
Gross, European ideologies (Ideologías europeas) contiene un
informe de los ideales sociales y políticos del siglo xx redactados
por diversos autores que subrayan las derivaciones históricas de
las corrientes ideológicas. A guide to the philosophy of moráis
and politics (Guía de la filosofía moral y política) de C. E. M.
Joad (New York 1938) es una exposición crítica de la filosofía
ética y política a partir de la Grecia antigua.
Si pasamos de estas obras generales a las lecturas comple-
mentarias de los distintos capítulos, podría indicar los siguientes
libros:
Capítulo 1: Las leyes de la sociedad
En los primeros capítulos de su Ethics (Etica) (New York
1932), John Dewey y J. H. Tufts describen el tránsito de una
moral consuetudinaria a una moral reflexiva. Moráis in evolution
(La moral en evolución) de L. T. Hobhouse (New York 1906)
y The origin and development of the moral ideas (Origen y de-
sarrollo de las ideas morales) de Edward Westermarck (London
1906) tratan del mismo tema, aunque aportando numerosos da-
tos al respecto. Las interpretaciones más antiguas de la moral
primitiva, que pueden encontrarse en obras tales como Physics
and politics (Tísica y política) de Walter Bagehot (London 1915)
y Folkways (Costumbres) de W. G. Sumner (Boston 1906), de-
berán ser completadas con estudios más recientes y precisos, co-
mo Crime and custom in pñmitive society (Crimen y costumbre
en la sociedad primitiva) de Bronislaw Malinowski (New York
1926), en donde se demuestra que los pueblos primitivos no han
seguido ciegamente todas sus costumbres. El lector interesado en
conocer la defensa que Edmund Burke hizo de la costumbre y
de la tradición puede conocer directamente su pensamiento en
428 Etica y democracia
sus polémicas obras: Reflections on the french revolution (Re-
flexiones sobre la revolución francesa), Appeal from the oíd to
the new whigs (Apelación de los liberales antiguos a los moder-
nos) y Letter to a noble lord (Carta a un noble señor). Los
pasajes más interesantes de Burke están recogidos en el libro
Introduction to modern philosophy {Introducción a la filosofía
moderna) de Alburey Castell (New York 1946). The political
philosophy of Burke (La filosofía política de Burke) de John
Maccun (London 1913) constituye una fuente aceptable de se-
gunda mano. Los estudiantes de filosofía del derecho positivo en-
contrarán una fuente muy valiosa de textos e interpretaciones en
Legal philosophy from Plato to Hegel (Filosofía jurídica de Pla-
tón a Hegel) de Huntington Cairns (Baltimore 1949), en The
nature of the judicial process (La naturaleza del proceso judicial)
de Benjamín Cardozo (New Haven 1921), en Ethical systems
and legal ideáis (Sistemas éticos e ideales jurídicos) de Félix S.
Cohén (New York 1933), en Law and the social order (El de-
recho y el orden social) de Morris R. Cohén (New York 1933),
en Collected legal papers (Colección de artículos jurídicos) de
Oliver Wendell Holmes (New York 1920), en General theory
of law and state (Teoría general del derecho y del estado) de
Hans Kelsen (Cambridge Mass. 1945), y en los libros de Roscoe
Pound, Law and moráis (Derecho y moral) (Chapel Hill 1924)
e Introduction to the philosophy of law (Introducción a la filo-
sofía del derecho) (New Haven 1922). En Civilization and the
growth of law (La civilización y el desarrollo del derecho) (New
York 1935), William A. Robson ha ido siguiendo el desarrollo
gradual de las teorías jurídicas desde las nociones más primitivas
hasta los conceptos modernos.
Capítulo 2: Las leyes de Dios
Como ya he dicho, el Eutifrón de Platón constituye una in-
teresante presentación del conflicto existente entre una concep-
ción formalista de la ética religiosa y una concepción teleológica.
Plato: The man and his work (Platón: el hombre y su obra)
de A. E. Taylor (New York 1927) contiene un análisis muy
Indicaciones bibliográficas 429
útil de este diálogo. La ética teológica de William Paley puede
ser estudiada en sus Principies of moral and political philosophy
(Principios de filosofía moral y política) (Boston 1811) o en la
obra más asequible de Alburey Castell, An introduction to mo-
dern philosophy (Introducción a la filosofía moderna) (New
York 1946), que recoge los pasajes más esenciales. A preface
to moráis (Prólogo a la moral) de Walter Lippmann (New York
1929) es una exposición muy sugestiva de las perplejidades que
acosan al hombre moderno al desprenderse de un ética religiosa
formalista. Las personas interesadas en estudiar los ideales mo-
rales y sociales del catolicismo no pueden hacer nada mejor que
consultar las propias encíclicas papales: Arcanum (1880), Diutur-
num (1881), Immortale Dei (1885), Libertas (1888), Rerum no-
varum (1891), Quadragesimo anno (1931) y Divini redemptoris
(1937). Una selección de estas encíclicas ha sido recogida en el
libro de Michael Oakeshott, Social and political doctrines of con-
temporary Europe (Doctrinas sociales y políticas de la Europa
contemporánea) (Cambridge, England 1939). La ética y los idea-
les sociales del liberalismo protestante pueden estudiarse en obras
como A common faith (Una fe común) de John Dewey (New
Haven 1934); The moral teachings of Jesús (Las enseñanzas mo-
rales de Jesús) de A. D. Lindsay (New York 1937); Creative
society (La sociedad creadora) de John Macmurray (New York
1936); An interpretation of christian ethics (Interpretación de
la ética cristiana) de Reinhold Niebuhr (New York 1935); The
idea of Christ in the gospels (La idea de Cristo en los evange-
lios) de George Santayana (New York 1946); y Toward the
christian revolution (Hacia la revolución cristiana) (Toronto
1936), editado por Gregory Vlatos y R. B. Y. Scott; Christian
ethics and modern problems (Etica Cristina y problemas moder-
nos) de W. R. Inge (New York 1930), y The idea of a christian
society (La idea de una sociedad cristiana) de T. S. Eliot (New
York 1940) son obras representativas de una concepción más
aristocrática y conservadora. Los que, aparte de la ética cris-
tiana, deseen conocer los ideales de otras religiones, encontra-
rán una excelente antología de textos originales en el libro de
Robert O. Ballou, Portable world bible (Biblia portátil mundial)
(New York 1944), y una excelente exposición e interpretación
430 Etica y democracia
en la obra de John B. Noss, Man's religions (Religiones del hom-
bre) (New York 1949).
Capítulo 3: Las leyes de la naturaleza
The stoic and epicurean philosophers (Los filósofos estoicos
y epicúreos) de Whitney J. Oates (New York 1940) contiene
todos los fragmentos que se conservan de Epicuro y de Marco
Aurelio. El libro de Michael B. Foster, Masters of political
thought {Maestros del pensamiento político), tomo I (Boston
1941), contiene un excelente capítulo sobre Cicerón y recoge se-
lecciones de De república y De legibus, obras que pueden ser
leídas enteras en ediciones independientes). Una buena fuente de
segunda mano es el libro de Edwyn R. Bevan, Stoics and sceptics
(Estoicos y escépticos) (New York 1913). Los libros de Frie-
drich Nietzsche, especialmente Así hablaba Zaratustra, La genea-
logía de la moral y Más allá del bien y del mal, presentan una
concepción de la ética naturalista totalmente diferente. A mi
juicio, el mejor libro sobre Nietzsche es What Nietzsche means
(El significado de Nietzsche), de George A. Morgan (Cambridge,
Mass. 1941), aunque también resulta interesante Nietzsche de
Crane Brinton (Cambridge, Mass. 1941). Una interpretación de la
ética revolucionaria del laissez faire puede encontrarse en las
obras de Herbert Spencer, Social statics (Estática social) y The
data of ethics (Los datos de la ética) (ambas publicadas en New
York, en 1892 y 1897, respectivamente). La postura opuesta
puede estudiarse en el libro de Thomas Henry Huxley y Julián
Huxley, Touchstone for ethics (La piedra de toque de la ética)
(New York 1947). La concepción belicista de la naturaleza bio-
lógica del hombre ha sido duramente criticada por Peter Kro-
potkin, en Mutual aid (La ayuda mutua) (London 1902); por
Patrick Geddes y J. A. Thomson, en Life: outlines of biology
(La vida: introducción a la biología) (New York 1931); y por
W. C. Allee, en The social Ufe of animáis (La vida social de los
animales) (New York 1938). El intento de basar la ética en la
naturaleza ha sido admirablemente criticado por John Stuart Mili
en su ensayo «Nature» («La naturaleza»), en sus Three essays on
religión (Tres ensayos sobre religión) (London 1885). El volumen
Indicaciones bibliográficas 4M
editado por Y. H. Krikorian, Naturalism and the human spirit
(El naturalismo y el espíritu humano) (New York 1944) contiene
interpretaciones más complejas y recientes de la naturaleza y de
la ética naturalista.
Capítulo 4: Las leyes de la conciencia
Los intuicionistas ingleses más antiguos están muy bien repre-
sentados por Joseph Butler, cuyos Sermones (London 1726) figu-
ran entre las obras maestras de teoría ética. La reaparición del
intuicionismo puede encontrarse en obras relativamente recientes,
como el ensayo de H. A. Prichard, Does moral philosophy rest
on a mistake? (¿Se apoya en un error la filosofía moral?): Mind
37 (1912), y los libros de W. D. Ross, The right and the good
(Lo justo y lo bueno) (Oxford 1930) y The foundations of ethics
(Fundamentos de ética) (Oxford 1939). Un resumen excelente
y una buena crítica del intuicionismo están contenidos en el libro
de Henry Sídgwick, The methods of ethics (Los métodos de la
ética) (London 1922). La filosofía ética y social de Kant está
contenida en sus obras originales Crítica de la razón práctica,
Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Filosofía del
derecho, Principios de política y La paz perpetua. Dada la dificul-
tad de las obras de Kant, las personas no iniciadas pueden leer
comentarios a Kant en el libro de Castell, Introduction to modern
philosophy (Introducción a la filosofía moderna) (New York
1946), que recoge muchos fragmentos originales. El mejor libro
sobre la ética de Kant escrito por un autor cuyo pensamiento
guarda gran afinidad con el del filósofo es The categorical impe-
rative (El imperativo categórico), de H. J. Patón (London 1947).
C. D. Broad, en Five types of ethical theory (Cinco tipos de teo-
ría ética) (New York 1930), interpreta y critica tanto a Butler
como a Kant. Kant, de A. D. Lindsay (London 1937), contiene
un buen capítulo sobre la ética kantiana, y el artículo de A. C.
Ewings, The paradoxes of Kant's ethics (Las paradojas de la
ética kantiana): Philosophy 13 (1938) corrige muchas de las in-
terpretaciones erróneas que se han dado sobre esta cuestión.
Cari J. Friedrich ha interpretado y editado los escritos morales
y políticos de Kant en The philosophy of Kant (La filosofía de
432 Etica y democracia
Kant) (New York 1949), y ha examinado el internacionalismo de
Kant en su excelente libro Inevitable peace {La paz inevitable)
(Cambridge, Mass. 1948).
Capitulo 5: El relativismo
Una de las formas más antiguas de relativismo, la de los so-
fistas, ha sido examinada y criticada por Platón en el Gorgias, el
Protágoras y en el libro primero de La república. Entre los libros
modernos, quizá la defensa del relativismo más conocida basada
en datos antropológicos sea la de Edward Westermarck, en Ethi-
cal relativity {La relatividad ética) (New York 1932). Para cono-
cer las grandes variaciones que presentan las costumbres humanas,
se pueden consultar obras de antropología como Patterns of cul-
ture {Modelos de cultura) (New York 1934), de Ruth Benedict,
y Cooperation and competition among primitive peoples {Coope-
ración y competición entre los pueblos primitivos), editado por
Margaret Mead (New York 1937). Se puede consultar un enfo-
que totalmente distinto del relativismo en el libro de A. J. Ayer,
Language, truth and logic {Lenguaje, verdad y lógica) (London
1946), en el que el autor hace una crítica de la pretendida obje-
tividad de los valores éticos utilizando los conceptos y métodos
del «positivismo lógico». Argumentando desde un punto de vista
similar, C. L. Stevenson ha defendido el subjetivismo ético en su
libro Ethics and language {Etica y lenguaje) (New Haven 1944)
y en un ensayo muy claro, The nature of ethical disagreement {La
naturaleza del desacuerdo ético), recogido en Readings in philo-
sophical analysis {Antología de análisis filosóficos) (New York
1949), editado por Herbert Feigl y Wilfred Sellars. Otro desta-
cado positivista, Moritz Schlick, en el capítulo 5 de sus Problems
of ethics {Problemas de ética) (New York 1939), critica desde el
punto de vista de la lógica el absolutismo ético, aunque no de-
fiende una posición relativista sino hedonista. Charner Perry, en
su artículo The arbitrary as basis for rational morality {Lo arbi-
trario como base para una moral racional): Ethics 43 (enero,
1933), defiende un relativismo particularmente cualificado; en el
mismo número, discuten y critican su argumentación Shailer
Mathews, G. Watts Cunningham, Frank H. Knight, Walton H.
Indicaciones bibliográficas 433
Hamilton, Max Ascoli y David F. Swenson. Una de las premisas
fundamentales de Vilfredo Pareto en su voluminosa obra The
mind and society (Tratado de sociología) (New York 1935) es el
relativismo ético. Podemos encontrar una crítica de los argumen-
tos de Pareto y una defensa de la objetividad ética en el capítulo
3 de la obra de Melvin Rader, No compromise {Sin compromiso)
(New York 1939). Una argumentación clara y lógica de que la
mayoría de los seres humanos pueden estar de acuerdo sobre los
valores fundamentales, puede encontrarse en los capítulos 5 y 21
del libro de Theodore Brameld, Ends and means in education
{Fines y medios en la educación) (New York 1950). Para estar
al corriente de otros argumentos contra el relativismo y el subje-
tivismo, el lector puede consultar los siguientes libros: The defi-
nition of the good {La definición de lo bueno), de A. C. Ewing
(New York 1947); Ethics {Etica), de G. E. Moore (New York
1912); The concept of moráis {El concepto de moral), de W. T.
Stace (New York 1937), y Reason in the art of living (La razón
en el arte de vivir), de James Bissett Pratt, capítulos 6 y 7 (New
York 1949). En el extremo opuesto al relativismo se encuentra la
argumentación de Nicolai Hartmann en defensa del absolutismo
ético, en su Ethics {Etica), volumen I (London 1932).
Capítulo 6: El grupo y el individuo
El individualismo ético de Thomas Hobbes, paradójicamente
combinado con una defensa del absolutismo político, se encuentra
expuesto no sólo en su Leviatán (New York 1949), sino también
en De cive o The citizen {El ciudadano) (New York 1949). Una
forma extrema de laissez faire ha sido expuesta por Herbert Spen-
cer en The man versus the state {El hombre contra el estado)
(New York 1891) y por el anarquista Max Stirner {The ego and
his oton) {El único y su propiedad) (New York 1918). Encontra-
remos un punto de vista totalmente opuesto en el ensayo de Tho-
mas Henry Huxley, Administrative nihilism {El nihilismo admi-
nistrativo), contenido en Critiques and addresses {Críticas y orien-
taciones) (New York 1873). Los argumentos en favor del colecti-
vismo ético están expuestos en obras clásicas como El contrato
social, de Rousseau, La filosofía del derecho, de Hegel, La teoría
434 Etica y democracia
filosófica del estado, de Bernard Bosanquet (London 1899) y, po-
niendo un énfasis mucho menor en el estado, en la obra de Josiah
Royce, Philosophy of loyalty {Filosofía de la lealtad) (New York
1908). Para conocer las réplicas más duras que se han hecho a
Hegel y a Bosanquet, puede consultarse The metaphysical theory
of the state {Teoría metafísica del estado), de L. T. Hobhouse
(New York 1918), y el artículo de J. E. M. McTaggart, The indi-
vidualism of valué {El individualismo del valor): Philosophical
studies (New York 1934). Si queremos estudiar una excelente
defensa del individualismo ético, podemos consultar el capítulo 16
de Puritanism and democracy {Puritanismo y democracia), de
Ralph Barton Perry (New York 1944). Una postura intermedia
entre el individualismo y el colectivismo puede verse en las obras
de W. E. Hocking, Man and the state {El hombre y el estado)
(New Haven 1926) y The lasting elements of individualism {Ele-
mentos constantes del individualismo) (New Haven 1927).
Capítulo 7: El significado del bienestar
La supremacía de la razón desde el punto de vista ético ha
sido puesta de relieve por Platón, en La república, y por Aristó-
teles, en su Etica a Nicómaco. Un gran intelectualista, compara-
ble en muchos aspectos a Aristóteles, es Confucio, cuyos escritos
están en parte reproducidos en The wisdom of Confucius {La sa-
biduría de Confucio) (New York 1938). Esta edición presenta una
interesante introducción de Lin Yutang. Podemos encontrar un
punto de vista similar al aristotélico, aunque modificado por el
sentido católico de lo sobrenatural, en obras neoescolásticas como
True humanism {Humanismo integral), de Jacques Maritain (New
York 1938). El puesto que ocupa la razón en la vida virtuosa ha
sido perfectamente valorado por L. T. Hobhouse, en The rational
good {El bien racional) (New York 1921), por W. T. Stace, en
The destiny of western man {El destino del hombre occidental)
(New York 1942), y por Arthur E. Murphy, en The uses of rea-
son {Los usos de la razón) (New York 1943). La doctrina de que
el único bien último es el placer viene expuesta en los escritos
de Epicuro (asequibles en la obra de Whitney J. Oates, The stoic
and epicurean philosophers {Los filósofos estoicos y epicúreos)
Indicaciones bibliográficas 433
(New York 1940); de Jeremy Bentham, Introduction to the prin-
cipies of moráis and legislation {Introducción a los principios de
la moral y de la legislación) (Oxford 1879); de John Stuart Mili,
The utilitarianism {El utilitarismo) (muchas ediciones); y de lícn-
ry Sidgwick, The methods of ethics {Los métodos de la ética)
(London 1822). Podemos encontrar argumentos más recientes en
favor del hedonismo en Ethics {Etica), de F. C. Sharp, capítulo 19
(New York 1928), en el artículo de Ralph M. Blake, Why not
hedonism? {¿Por qué no ser hedonista?): International journal of
ethics 37 (1926); en el de William Savery, A defense of hedonism
{En defensa del hedonismo): International journal of ethics 4.5
(1934); y en el capítulo 6 del libro de F. J. Schlick, Problems of
ethics {Problemas de ética) (New York 1939). La afirmación del
voluntarismo ético de que el impulso, el deseo o la voluntad cons-
tituyen los factores básicos del valor está contenida en la Etica
de Spinoza, en El mundo como voluntad y representación de
Schopenhauer y en La voluntad de poder de Nietzsche. Entre los
intentos más recientes de basar la ética en una psicología «hór-
mica» o voluntarísta, se encuentran las obras de E. B. Holt, The
freudian wish and its place in ethics {El deseo freudiano y su
lugar en la ética) (New York 1915), y de W. Olaf Stapledon,
A modern theory of ethics {Una teoría moderna de la ética) (New
York 1929). El ideal de «autorrealización» está representado en
Ethical studies {Estudios éticos), de F. H. Bradley (Oxford 1927),
Prólegomena to ethics {prolegómenos a la ética), de T. H. Green
(Oxford 1884), The nature of goodness {La naturaleza del bien),
de George Herbert Palmer (Boston 1903), y The ethical theory
of Hegel {La teoría ética de Hegel), de H. A. Reyburn (Oxford
1921). La doctrina del pluralismo ético, según la cual existe un
número de cosas de las que se puede decir que son intrínseca-
mente buenas, ha sido mantenida por Hasting Rashdall, en Theo-
ry of good and evil {Teoría del bien y del mal) (Oxford 1906), y
por G. E. Moore, en Ethics {Etica) (New York 1912) y Principia
ethica (Cambridge, England 1922). La concepción del valor como
interés o como los objetos de éste ha sido defendida por John
Dewey, en The quest for certainty {La búsqueda de la certeza),
capítulo 10 (New York 1926); The ways of things {Los sentidos
de las cosas), capítulos 7 y 8, de W. P. Montague (New York
436 Etica y democracia
1940); Human valúes {Valores humanos), primera parte, de De-
Witt H. Parker (New York 1931); A digest of purposive valúes
(Compendio de valores intencionales), de Stephen C. Pepper
(Berkeley 1947); The general theory of valué (Teoría general del
valor), de Ralph Barton Perry (New York 1926); A study in the
theory of valué (Un estudio sobre la teoría del valor), de D. W.
Prall (Berkeley 1921); y Valuation, its nature and laws (La valo-
ración, su naturaleza y sus leyes), de W. M. Urban (New York
1909).
Capítulo 8: La acción social justa
Como ya he señalado, las claves esenciales para una interpreta-
ción ideológica de lo justo y de la obligación pueden encontrarse
en The theory of the moral sentiments {¿Teoría de los sentimientos
morales), de Adam Smith (London 1892); y en Inquiry concer-
ning the principies of moráis (Investigación sobre los principios
de la moral) (Oxford 1936) y en el libro III del Treatise of hu-
man nature {Tratado sobre la naturaleza humana) (Oxford 1928),
de David Hume. En el libro 1 de su Ethics (Etica) (New York
1928), elabora F. C. Sharp una teoría del bien similar a las de
Smith y de Hume. Henri Bergson, en Las dos fuentes de la moral
y la religión, subraya el concepto de un «yo social», como base
del sentimiento de obligación. James Bissett Pratt, en Keason in
the art of living (La razón en el arte de vivir) (New York 1949),
especialmente en las partes II y III, enuncia un «principio de la
racionalidad y del valor» que se asemeja mucho al concepto de
bien que he defendido en este libro. The moral economy (La eco-
nomía moral) de Ralph Barton Perry (New York 1909) consti-
tuye una excelente y amplia exposición del significado del bien
desde el punto de vista de una teoría del interés. Entre las inter-
pretaciones psicológicas más recientes de la obligación moral,
podríamos recomendar Man for himself (Etica y psicoanálisis),
de Erich Fromm (New York 1947). Creative morality (Moral
creadora), de L. A. Reid (London 1937), que pasa revista a mu-
chos problemas éticos, resulta especialmente aconsejable por su
estudio de la relación existente entre el amor y el deber. Casi to-
Indicaciones bibliográficas 437
dos los libros que hemos citado anteriormente en el capítulo 7
contienen variadas exposiciones del concepto de bien.
Capítulo 9: El ideal aristocrático
La mejor exposición del ideal de la aristocracia es la conte-
nida en La república de Platón. La versión inglesa de esta obra
llevada a cabo por F. M. Cornford (New York 1945), además de
ser excelente, contiene una introducción y unas notas que resul-
tan de gran utilidad. Entre los comentarios hechos a Platón po-
dríamos citar Lectures on the republic of Plato (Lecciones sobre
La república de Platón), de R. H. Nettleship (London 1920), y
The political thought of Plato and Aristotle (El pensamiento po-
lítico de Platón y Aristóteles) (New York 1906) y Greek political
theory (Teoría política griega) (London 1918), de Ernest Barker.
Plato today (Platón, hoy), de R. H. Crossman (London 1937),
constituye una sorprendente interpretación de los ideales sociales
de Sócrates y de Platón, en la que no sólo se hace referencia a
Grecia, sino también al mundo actual. De mayor dificultad, pero
con una interesante crítica, es la obra de K. R. Popper, The open
society and its enemies (La sociedad abierta y sus enemigos) (Lon-
don 1945), que, especialmente en el primer volumen, interpreta
el pensamiento platónico como un precedente del totalitarismo
moderno. En el extremo opuesto se encuentra la interpretación
de John Wild, en Plato's theory of man (La teoría platónica del
hombre) (Cambridge, Mass. 1946), quien ve en Platón muchas
tendencias liberales y democráticas. Un espíritu no lejano al de
Platón inspiró o José Ortega y Gasset La rebelión de las masas
(Madrid 1946), que puede ser considerada como la obra de un
aristócrata moderno. En Walden dos (New York 1948) presenta
B. F. Skinner, en el estilo de una utopía ficticia, la afirmación
platónica de que se debe confiar el gobierno a los sabios, pero
entiende por tales no a los filósofos sino a los modernos cientí-
ficos sociales. La mejor crítica histórica del pensamiento aristo-
crático y autoritario contemporáneo está contenida en la obra de
David Spitz, Patterns of anti-democratic thought (Modelos de
pensamiento antidemocrático) (New York 1949), en la que se
critica agudamente la posición de James Burnham, Lawrence Den-
 438 Etica y democracia Indicaciones bibliográficas 4yj

nis, Ralph Adams Cram, Madison Grant, E. M. Sait e Irving Capítulo 11: El ideal liberal
Babbitt.
Fountainheads of freedom (Los orígenes de la libertad), de
Irwin Edman (New York 1941); The democratic spirit (El espí-
Capítulo 10: El ideal democrático ritu democrático), de Bernard Smith (New York 1941), y Primer
of intellectual freedom (El catecismo de la libertad intelectual),
G. D. H. Colé ha escrito una excelente introducción a la ver-
de Howard Mumford Jones (Cambridge, Mass. 1949), contienen
sión inglesa de El contrato social, de Rousseau (New York 1913).
extensas exposiciones del desarrollo histórico de la democracia y
El libro de Ernest Hunter Wright, The meaning of Rousseau {El
del liberalismo. Entre las obras inglesas, son de anotar Areopagi-
significado de Rousseau) (London 1929), constituye una excelen-
tica, de John Milton; el Segundo tratado sobre el gobierno civil y
te interpretación de Rousseau hecha desde una posición partidis-
Carta sobre la tolerancia (Oxford 1949), de John Locke, y Sobre
ta. Otro buen estudio sobre Rousseau es The dangers of obedience
la libertad, de John Stuart Mili, como las fuentes más clásicas
(Los peligros de la obediencia) (Harper 1930), que contiene tam-
sobre el tema. On social freedom (Sobre la libertad social), editada
bién otros ensayos sobre la democracia. Equality (La igualdad),
por Dorothy Fosdick (New York 1941), contiene varios de los
de R. H. Tawney (New York 1931), notable fabiano inglés, es
ensayos en los que se revelan las tendencias más socialistas de
una de las mejores formulaciones del ideal de la socialdemocracia.
su última época. The federalist (El federalista), de Alexander Ha-
A. D. Lindsay, en The essentials of democracy (La esencia de la
milton, James Madison y John Jay, y la obra más radical, Rights
democracia (Philadelphia 1929) y en The modern democratic
of man (Los derechos del hombre), de Thomas Paine, constituyen
state (El moderno estado democrático) (New York 1944), exami-
brillantes ensayos sobre la teoría liberal y democrática. The de-
na los conceptos básicos de la democracia en su contexto histó-
claration of independence (La declaración de independencia), de
rico. Furitanism and democracy (Puritanismo y democracia), de
Cari Becker (New York 1922) y The heavently City of the
Ralph Barton Perry (New York 1944), constituye un profundo es-
eighteenth-century philosophers (La ciudad celestial de los filósofos
tudio del significado y los orígenes de los ideales americanos. The
del siglo XVIII), del mismo autor (New Haven 1932), represen-
spirit of american government (El espíritu del gobierno america-
tan dos interpretaciones fascinantes de la filosofía social imperan-
no), de J. Alien Smith (New York 1907); Main currents in ame-
te en la edad de la razón, con una atención especial a los ideales
rican thought (Corrientes principales del pensamiento americano),
que inspiraron la revolución americana. The rise of european libe-
de Vernon Louis Parríngton (New York 1930); The course of
ralism (El origen del liberalismo europeo), de Harold Laski (Lon-
american democratic thought (La trayectoria del pensamiento de-
don 1936), constituye una reveladora exposición histórica del con-
mocrático americano), de R. H. Gabriel (New York 1940); The
flicto existente entre la tradición liberal y la democrática. Hacien-
growth of american thought (El desarrollo del pensamiento ame-
do uso del diálogo como forma literaria, G. Lowes Dickinson ha
ricano), de Merle Curtí (New York 1943), y Seeds of liberty (Las
dramatizado de un modo soberbio en Justice and liberty (Justicia
semillas de la libertad), de Max Savelle (New York 1948), son
y libertad) (London 1908) el conflicto existente entre el conser-
notables estudios sobre el origen y el desarrollo del ideal democrá-
vatismo, el liberalismo y el ideal de una democracia radical. L. T.
tico americano. En What does America mean? (¿Qué pretende
Hobhouse, en su interesante y profundo libro, Liberalism (Libe-
América?) (New York 1935), aboga Alexander Meiklejohn por
ralismo) (New York 1911), interpreta el ideal liberal desde una
un cultivo de la sabiduría sin sacrificar la igualdad. Democratic
perspectiva menos individualista que la de Mili. Los lectores in-
vistas (Perspectivas democráticas), de Walt Whitman (New York
teresados en estudiar la posibilidad de combinar los ideales libe-
1919), continúa siendo una defensa fresca y actual del ideal
ral y socialista, pueden consultar algunas obras que han ejercido
democrático.
una extraordinaria influencia: Freedom and culture (Libertad y
440 Etica y democracia
cultura), de John Dewey (New York 1939). Del mismo autor re-
sulta especialmente aconsejable Liberalism and social action (El
liberalismo y la acción social) (New York 1935). También del
mismo autor, Individualism oíd and new (Individualismo antiguo
y nuevo) (New York 1930). Morton G. White, en Social thought
in America (El pensamiento social en América) (New York 1949),
hace un estudio crítico de cinco liberales americanos muy influ-
yentes: Dewey, Holmes, Veblen, Beard y Robinson. The indivi-
dual, the state, and world government (Individuo, estado y go-
bierno mundial), de A. C. Ewing (New York 1947); It is later
than you think (Lo último en lo que piensas), de Max Lerner
(New York 1943); Man and society in an age of reconstruction
(Hombre y sociedad en una época de reconstrucción), de Karl
Mannheim (New York 1940); Freedom versus organization {Li-
bertad contra organización), de Bertrand Russell (New York
1934); y The vital center (El centro vital), de Arthur M. Schle-
singer (Boston 1949), abogan por un liberalismo de corte social
que combine la libertad y la planificación. Por el contrario, An
inquiry into the principies of a good society (Investigación sobre
los principios de una sociedad justa), de Walter Lippmann (Bos-
ton 1937); The road to serfdom (El camino hacia la servidumbre),
de Friedrich von Hayek (Chicago 1944); y Human action (La
acción humana), de Ludwig von Mises (New Haven 1949), de-
fiende un liberalismo individualista («la libertad de empresa») y
critica las tendencias socialistas.
Capítulo 12: El ideal fascista
Las fuentes más autorizadas del pensamiento fascista y nazi
pueden encontrarse en The political and social doctrine of fascism
(La doctrina política y social del fascismo): International concilia-
tion (enero de 1935), de Benito Mussolini; The political doctrine
o; fascism [La doctrina política del fascismo): International con-
ciliation (octubre de 1926), de Alfredo Rocco; Mein Kampf*
(New York 1938), especialmente el capítulo 11 del primer tomo,
* Los libros de Hitler y de Rosenberg que el autor cita en su versión
alemana original pueden verse traducidos al castellano por Mi lucha y El
mito del siglo veinte, respectivamente (Nota del Traductor).
Indicaciones bibliográficas 441
y los capítulos 1, 2 y 4 del segundo, de Adolf Hitler; y Der My-
thus des Zwanzigsten Jahrhunderts (München 1934), de Alfrcd
Rosenberg, que ha sido convenientemente resumido por Albert
R. Chandler en Rosenberg's nazi myth (El mito nazi de Rosen-
berg) (Ithaca 1945). Behemoth, de Franz Neumann (New York
1942), sobre la Alemania nazi, y Business as a system of power
(El comercio como sistema de poder), de Robert A. Brady (New
York 1943), sobre las tendencias económicas autoritarias en diver-
sos países, son estudios muy bien documentados sobre la base
clasista y las tendencias socio-económicas del fascismo. Para estu-
diar la teoría fascista y sus puntos más conflictivos con los idea-
les democráticos, conviene leer: The destiny of western man (El
destino del hombre occidental), de W. T. Stace (New York 1942);
No compromise (Sin compromiso), de Melvin Rader (New York
1939); y From Luther to Hitler (De Lutero a Hitler), de William
McGovern (Boston 1941). Concretamente, este último libro re-
sulta muy útil porque traza el desarrollo histórico de las teorías
políticas autoritarias.
Capítulo 13: El ideal socialista
Los principales resúmenes de literatura marxista en lengua in-
glesa son Selected works (Obras escogidas) de Karl Marx, en dos
volúmenes (New York 1933), y A handbook of marxism (Manual
de marxismo) de Emile Burns (New York 1953). El libro de H. P.
Adams, Karl Marx in bis earlier writings (Karl Marx en sus pri-
meros escritos) (London 1940) es una excelente exposición que
subraya la dimensión humanista y ética de los primeros escritos
de Marx, algunos de los cuales no son asequibles en inglés. Entre
los libros más útiles sobre el marxismo, merecen citarse "What Marx
really meant (El significado auténtico de Marx) de G. D. H. Colé
(New York 1934); Towards understanding of Karl Marx (Para
comprender a Karl Marx) de Sidney Hook (New York L933) y
From Hegel to Marx (De Hegel a Marx) del mismo autor (New
York 1936); Communism (El comunismo) de Harold Laski (New
York 1927); Proposed roads to freedom (Caminos hacia la liber-
tad) de Bertrand Russell (New York 1919); Soviet philosophy
(Filosofía soviética) de John Somerville (New York 1946); The
442 Etica y democracia
theory and practice of socialism (Teoría y práctica del socialismo)
de John Strachey (New York 1936); Human nature: the marxian
view (La naturaleza humana: el punto de vista marxista) de Ver-
non Venable (New York 1945); y To the Finland station (Hacia
la estación de Finlandia) de Edmund "Wilson (New York 1940).
En el segundo tomo de La sociedad abierta y sus enemigos (Lon-
don 1945), hace K. R. Popper una aguda crítica a la teoría mar-
xista de la historia y de la revolución. El lector interesado por el
comunismo ruso puede leer directamente The state and revolution
(El estado y la revolución) de V. I. Lenin (New York 1932);
Leninism (El leninismo), en dos volúmenes (New York 1928,
y Marxism and the national question (El marxismo y el problema
nacional) de Joseph Stalin (New York 1942); y The history of
the russian revolution (Historia de la revolución rusa) (New York
1936) y The revolution betrayed (La revolución traicionada) (New
York 1937), las dos obras heterodoxas de León Trotsky. The so-
viet impact on the western world (El impacto soviético en el mun-
do occidental) de Edward Hallett Carr (New York 1947) es una
brillante exposición de la influencia del pensamiento y de la prác-
tica soviéticas de las democracias occidentales. El socialismo fa-
biano puede ser estudiado en las tres fuentes siguientes: Fabián
essays in socialism (Ensayos sobre el socialismo fabiano) de G. B.
Shaw, Sidney Webb y otros (London 21920); Fabián socialism
(El socialismo fabiano) de G. D. H. Colé (London 1943); y Fabián
Iracts (Escritos fabianos), publicación periódica que edita la So-
ciedad Fabiana de Londres. Entre otras fuentes del socialismo li-
beral, puede consultarse: Evolutionary socialism (El socialismo
evolutivo) de Edouard Bernstein (New York 1909); Self govern-
ment in industry) (El autogobierno en la industria) de G. D. H.
Colé (London 1920), formulación de una especie de «socialismo
gremial»; The state in theory and practice (El estado en la teoría
y en la práctica) de Harold Laski (New York 1935), y ReflecHons
on the revolution of our times (Reflexiones sobre la revolución de
nuestro tiempo) (New York 1943), también del mismo autor; y
Industrial democracy (La democracia industrial) (London 1920);
'The collapse of capitalism civilization (El fracaso de la civilización
capitalista) (New York 1923); The history of trade unionism (His-
toria del sindicalismo) (London 1920), y A constitution for the
socialist commonwealth of Great Britain (Constitución para la re-
Indicaciones bibliográficas \\s
pública socialista de Gran Bretaña) (London 1920), todas ellas de
Sidney y Beatrice Webb. En contra del ideal socialista del estado
que ostenta el control y la propiedad, pero simpatizando con su
ideal de un colectivismo cooperativo, se encuentran los anarquis-
tas clásicos: Michael Bakunin (Dios y el estado) (Genova 1882);
Peter Kropotkin, Fields faetones and workshops (Campos, fábricas
y talleres) (London 1899); Elisee Reclus, An anarchist on anarchy
(Un anarquista escribe sobre la anarquía) (London 1894), y Leo
Tolstoy, What shall tve do then (Lo que haremos después) (Lon-
don 1885). En Caminos hacia la libertad, Bertrand Russell se
muestra simpatizante con muchas de las tesis anarquistas; y Her-
bert Read, en The philosophy of anarchism (La filosofía del anar-
quismo) (London 1941), implica también una aceptación del ideal
anarquista. El ideal de un «estado benefactor» y de una «economía
mixta», que supone planificación social, pero sin un socialismo
doctrinario, ha sido expuesto de un modo muy razonable en obras
tales como Fiscal policy and business eyeles (Política fiscal y ci-
clos comerciales) de Alvin Hansen (New York 1941), y The ge-
neral theory of employment, interest and money (Teoría general
de los puestos de trabajo, el interés y el dinero) de John Maynard
Keynes (New York 1936). En The keynesian evolution (La re-
volución keynesiana), Lawrence R. Klein opone esta nueva forma
de economía política al socialismo y al laissez faire capitalista (New
York 1947). Una interesante argumentación en favor de una eco-
nomía dualista, parcialmente socialista y capitalista, ha sido expues-
ta por W. P. Montague, en su ensayo Democracy at the Crossroads
(La encrucijada de la democracia), contenido en su obra The ways
of things (Los sentidos de las cosas) (New York 1940).
Referencias complementarias
Encontraremos muchos importantes artículos de filosofía ética
y social en la Encyclopaedia of the social sciences (New York 1930)
y en la Encyclopaedia of religión and ethics, editada por James
Hastings (Edinburgh 1908). Lo mismo puede decirse de las si-
444 Elica y democracia

guientes publicaciones periódicas: Mind, Hibbert journal, Procee-

dings of the aristotelian society, Philosophy, Journal of philoso- ÍNDICE GENERAL
phy, Philosophical review, Journal of philosophy and phenomeno-
logical research, Journal of social philosophy, y Journal of the
history of ideas. Como fuentes de bibliografías pueden citarse: el
tercer tomo del Dictionary of philosophy (New York 1925) de
James Baldwin; la Bibliographie de la philosophie (París, anual des- ENRIQUE LÓPEZ CASTELLÓN. Presentación 9
de 1937); A hibliography of philosophy, de 1933 a 1937, pu-
blicada en los números correspondientes al mes de agosto de Jour- Prólogo 19
nal of philosophy, 1934-1938; International index of periodicals;
Cumulative book index; y (al pie de varios artículos) en la Ency- I. ETICA DE LAS LEYES 23
clopaedia of the social sciences y en la Encyclopaedia Britannica. INTRODUCCIÓN 25
La mayoría de los manuales de ética y de filosofía social contienen
reseñas bibliográficas. También se puede consultar el Bibliographie 1. LAS LEYES DE LA SOCIEDAD 29
index, con bibliografía de bibliografías (New York, anual a par-
1. La moral de la costumbre 29
tir de 1944).
2. La defensa de Burke de la costumbre y la tra-
dición 31
3. Los peligros de la costumbre en una época de
rápida transición 35
\ 4. Las limitaciones de la costumbre en épocas de
normalidad .38
5. Las bases éticas de la ley positiva 40

2. LAS LEYES DE DIOS 45

1. Dios como legislador moral 45

2. Crítica de la ética teológica formalista 50
3. Un ejemplo histórico de transición a una moral
religiosa teológica 53
4. Conclusión 57

3. LAS LEYES DE LA NATURALEZA 59

1. El significado ambiguo de la ética naturalista ... 59

2. El estoicismo como ejemplo de ética naturalista 60
3. La ética evolucionista 70
4. Crítica general de la ética naturalista 80

4. LAS LEYES DE LA CONCIENCIA 83

1. La ética de la conciencia 83
446 Índice general Índice general •!•!/

2. La ética de la razón a priori 89 2. Teorías inválidas acerca de lo justo 2*>0

3. Crítica de la ética y de la política kantianas ... 100 3. La tarea moral. Elección e integración de valores 2(i7
4. Deberes pritna-facie 107
5. La rehabilitación de la conciencia 113 RESUMEN 27 I

RESUMEN 117
III. IDEALES SOCIALES 281
II. ETICA DE LOS IDEALES 123 INTRODUCCIÓN 283
INTRODUCCIÓN X25
9. E L IDEAL ARISTOCRÁTICO 287
5. E L RELATIVISMO. LA NEGACIÓN DE TODO IDEAL
UNIVERSAL 129 1. Sócrates y el ideal de la aristocracia 287
2. Un diálogo imaginario 292
1. El significado del relativismo ético 129
2. Algunos representantes antiguos y modernos del 10. E L IDEAL DEMOCRÁTICO 299
relativismo 131
3. El carácter insatisfactorio del relativismo y del 1. Distribución y excelencia 299
absolutismo 138 2. La inteligencia social 306
4. Una posición intermedia. Tema y variaciones ... 141
5. Lo particular y lo universal 143 11. E L IDEAL LIBERAL 317

6. E L GRUPO Y EL INDIVIDUO 153 1. La tradición del liberalismo individualista ... 317

2. Valoración de la tradición liberal 330
1. El lugar del bien intrínseco 153 3. Libertad y organización 338
2. El individuo como lugar del valor 159
3. El grupo como lugar del valor 164 12. E L IDEAL FASCISTA 347
4. La teoría de los niveles de integración 171
5. Crítica del individualismo extremo 178 1. Características principales del fascismo 347
6. Crítica del colectivismo extremo 185 2. Crítica del fascismo 355

7. E L SIGNIFICADO DEL BIENESTAR 191

13. E L IDEAL SOCIALISTA 36^
1. El interés y sus objetos 191 1. Raíces históricas y principales representantes ... 363
2. El bienestar como la vida de la razón 200 2. Alienación y fetichismo 3^7
3. El bienestar como el máximo de placer 210 3. Las fuerzas productivas y las relaciones sociales 37]
4. El bienestar como la satisfacción del deseo ... 221 4. Breve resumen de la economía marxista 375
5. El bienestar como el desarrollo de la personalidad 227 5. Teoría y táctica políticas 3^2
6. El valor social. El significado de la justicia ... 233 6. Las discordias internas del movimiento colecti-
7. La capacidad de perfeccionamiento 237
vista .^ 387
7. Crítica y conclusión 391
8. LA ACCIÓN SOCIAL JUSTA 241

1. Las bases de la obligación social 241 RESUMEN 407