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CAPÍTULO 3

Cognición social e irracionalidad humana

1. INTRODUCCIÓN

Somos tan poco racionales que ni siquiera somos conscientes de nuestra irracio-
nalidad, a pesar de la formidable frecuencia con que actuamos irracionalmente: pre-
ferimos seguir creyendo que somos esencialmente racionales, y que es precisamente
la racionalidad la que nos distingue de las demás especies animales. Craso error, pues
lo que nos distingue de los demás animales, además del lenguaje o la mayor capaci-
dad de cooperación, es precisamente la irracionalidad: somos la especie animal más
irracional. Dos son las principales causas de la irracionalidad humana. La primera es-
triba en la descomunal dificultad que existe para procesar la excesiva cantidad de in-
formación proveniente de nuestro entorno, tanto del físico como sobre todo del so-
cial. Aunque no me guste la llamada metáfora computacional, diré que nuestros
cerebros no tienen la suficiente potencia para procesar adecuadamente tanta infor-
mación y especialmente no tienen la capacidad de procesarla en tan breve tiempo
como a menudo requieren las situaciones y urgencias sociales. En consecuencia, ha-
cemos muchos atajos mentales, tanto de percepción como de atribución. La segunda
causa de nuestra irracionalidad es nuestro inmenso egocentrismo (evidentemente,
unos más que otros), lo que nos lleva a no percibir objetivamente la realidad, sino a
construirla, perceptivamente, a medida de nuestros intereses personales y grupales.
Incluso nuestros recuerdos los modificamos según nos convenga. Pero tal vez lo más
grave es que, por una parte, sobrestimamos tanto nuestra objetividad perceptiva,
como la exactitud de nuestros recuerdos, y, por otra parte, enseguida se nos olvida
—si es que alguna vez fuimos conscientes de ello— que hemos sido nosotros mismos
quienes hemos construido nuestra realidad y creemos firmemente que ella era así ya
y que lo es independientemente de nosotros (por ejemplo, que los gitanos son vagos
o los andaluces juerguistas).
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¿Qué entendemos por irracionalidad? Hacerse ilusiones y engañarse a sí mismos


puede contribuir a que seamos felices y, en este sentido, serían medios racionales para
obtener un fin. En sentido estricto, suele definirse la irracionalidad como «el hecho de
llegar a conclusiones que no se pueden justificar por el conocimiento que se tiene» (Su-
therland, 1996, pág. 23). En la medida en que distorsionamos nuestra visión del mundo
o de nosotros mismos estamos pensando de forma irracional. «Resumiendo, vamos a
considerar irracional todo proceso de pensamiento que lleve a una conclusión o deci-
sión que no sea la mejor a la luz de las pruebas de que se dispone y teniendo en cuenta
las limitaciones de tiempo» (Sutherland, 1996, pág. 23).
Sorprendentemente, y dado que la irracionalidad depende tanto de una generaliza-
da holgazanería mental como de profundos intereses egocéntricos, suele afectar tanto a
personas inteligentes como a personas menos inteligentes, tanto a las más cultas como a
las menos cultas. Por ejemplo, en una investigación del psicólogo y premio Nobel de
Economía Daniel Kahneman, al personal y a los estudiantes de la Facultad de Medicina
de la Universidad de Harvard, probablemente la institución médica más prestigiosa del
mundo, se les preguntó qué porcentaje de pacientes que dieran positivo en la prueba de
una enfermedad la tendrían realmente, teniendo en cuenta que se presentaba en una de
cada mil personas y que el 5 por 100 de las que no la tenían daba positivo en la prueba.
Aproximadamente la mitad de los 60 sujetos respondió que el 95 por 100 y sólo once
dieron la repuesta correcta: un 2 por 100. Es evidente que una elevada inteligencia no
impide cometer importantes errores de probabilidad. Además, existen también graves
«errores de muestreo» que nos hace emitir juicios irracionales. Así, prestamos más aten-
ción a la información de una persona que tenemos delante o que conocemos que a los
datos estadísticos. Si, por ejemplo, nos dicen que estadísticamente el 90 por 100 de los
funcionarios están satisfechos con su trabajo, pero conocemos a dos que no lo están, da-
remos probablemente más verosimilitud a estos dos casos que al 90 por 100 de la esta-
dística. Pero es que a veces los datos de muestras no representativas nos influyen inclu-
so después de saber que no son representativas. Por ejemplo, en un experimento, los
sujetos vieron un vídeo de una entrevista con una persona que fingía ser funcionario de
prisiones. A la mitad de los sujetos se les mostró un carcelero totalmente inhumano que
calificaba a los presos de animales, sin posibilidad de redención. A la otra mitad se les
mostró un carcelero humanitario que creía en la rehabilitación de los presos. Dentro de
cada grupo de sujetos, a unos se les dijo que el funcionario que habían visto era típico,
a otros que no lo era en absoluto y a otros no se les dio ninguna información al respec-
to. Pues bien, la información sobre su grado de representatividad no influyó práctica-
mente en la opinión de los sujetos con respecto al sistema de prisiones. La mayoría de
los que vieron al carcelero agradable creía que, en su conjunto, los carceleros trataban a
los presos con justicia y se preocupaban de su bienestar, mientras que los que habían vis-
to al desagradable creían exactamente lo contrario. O sea, que incluso cuando se ad-
vierte que un único caso llamativo no es representativo, se tiende a creer que lo es y a
juzgar a toda la población, en este caso a los funcionarios de prisiones, de la misma ma-
nera.
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2. LA PERCEPCIÓN DE PERSONAS
Y LOS PRINCIPALES SESGOS PERCEPTIVOS1

Todos nos hacemos impresiones de los demás: unos nos caen bien y otros nos caen
menos bien. Una persona que a mi me cae bien, sin embargo a mi amigo Miguel le cae
mal. ¿Cómo nos hacemos una impresión de las demás personas? Digamos en primer lu-
gar que la investigación sobre la formación de impresiones es la parte de la psicología
social que estudia cómo las personas utilizan la diferente información que reciben de
una persona estímulo determinada para formarse una impresión relativamente coheren-
te y unitaria de ella. La formación de impresiones no es sino una parte de la llamada cog-
nición social, que es el proceso de recoger información sobre las otras personas, organi-
zarla e interpretarla. La cognición social implica, entre otras cosas, formarse impresiones
de los otros y buscar las causas de su conducta.
Solomon Asch, psicólogo alemán de origen judío que se había exilado en Estados
Unidos huyendo del nazismo, fue el primero en intentar entender cómo nos hacemos
una impresión de los demás (Asch, 1946), y para ello propuso un modelo, gestaltista, se-
gún el cual los diferentes datos estímulos que recibe el individuo son organizados for-
mando un todo, de forma que cualquier información que le llega es asimilada en fun-
ción de la información que ya tiene. Este modelo propone que el sujeto organiza todos
los rasgos, influyendo cada uno de ellos en todos los demás, de tal forma que la impre-
sión final será una dinámica no fácilmente predecible. La ventaja de este modelo sobre
el meramente aditivo quedó demostrada en un experimento del propio Asch en el que
un grupo de sujetos recibía una descripción de una persona, desconocida para ellos, que
contenía los siguientes rasgos: inteligente, habilidosa, trabajadora, afectuosa, decidida,
práctica y cauta. Otro grupo similar recibió una descripción que contenía estos rasgos:
inteligente, habilidosa, trabajadora, fría, decidida, práctica y cauta. Como vemos, las dos
descripciones eran similares, con una sola diferencia: mientras a unos se les decía que tal
persona era afectuosa, a los otros se les decía que era fría. Pues bien, como suponía Asch
y como se deducía de su modelo gestaltista, esta sola diferencia originó un cambio esen-
cial en la impresión que de esa persona se hicieron sus sujetos.
Ahora bien, ¿por qué se producían estos resultados? Para explicarlos, Asch distin-
guió entre rasgos centrales y rasgos periféricos. Son rasgos centrales aquellos que tienen
un alto peso específico sobre la impresión final, mientras que serán periféricos los que
tengan un bajo peso en esa impresión final. El que un rasgo sea central o periférico de-
penden del contexto, o sea, de los demás rasgos estímulo. Por ejemplo, el rasgo «inteli-
gente» adquiere diferente significado y valor según el contexto (acompañando al térmi-
no «perverso» se hace negativo y acompañando al término «altruista y desinteresado» se
hace positivo). Dado que la centralidad de un rasgo depende de los otros rasgos, enton-
ces un mismo rasgo será central en un contexto y periférico en otro, como de hecho de-
mostró Asch. De esta manera, poseer una deficiente fluidez verbal será un rasgo perifé-
rico en el caso de un deportista, y sin embargo será central en el caso de un profesor,
——————
1
Entendemos por sesgo un error sistemático y, por tanto, un sesgo perceptivo será un error sistemático
de percepción, que, por consiguiente, está muy generalizado y lo cometemos la mayoría de las personas: sue-
le ser algo habitual en nuestra forma de pensar.
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puesto que la fluidez verbal es algo importante para ser un buen profesor, pero total-
mente irrelevante para, por ejemplo, correr los cien metros. Pero si esto es así, ¿cómo
integramos la información contradictoria en una única y consistente impresión de una
persona? De hecho, a veces recibimos informaciones contradictorias de un mismo in-
dividuo (por ejemplo, tenemos una impresión de él como de una persona muy pun-
tual y un día llega con mucho retraso). ¿Cómo integramos esta información que con-
tradice la impresión previa que teníamos de él? La teoría de Asch predice que
adaptaremos la información contradictoria a la impresión previa (efecto de primacía)
(si fuera la nueva y contradictoria información la que obliga a cambiar la impresión
previa, estaríamos ante un efecto de recencia o de recienticidad). Ahora bien, si Asch
tiene razón y el efecto de primacía es realmene más influyente que el de recencia, en-
tonces también serán importantísimas en el comportamiento interpersonal las prime-
ras impresiones que nos hacemos de los demás. De ahí los intentos de la gente por ma-
nejar las primeras impresiones. Es lo que se llama presentación de uno mismo o manejo
de impresiones.
Por otra parte, para entender cabalmente cómo nos hacemos una impresión de otra
persona es necesario tener muy presente la influencia de estas dos variables:

1) Los determinantes sociales y culturales: la cultura contribuye en gran medida a la


formación de las impresiones y contribuye de varias formas: a) poniendo su acento se-
lectivo en ciertos rasgos (por ejemplo, en nuestra cultura, a la hora de hacernos una im-
presión de alguien, tiene más importancia la corbata que el color de los calcetines); y b)
proporcionando categorías ya hechas como las de género, edad, etnia, etc. Los estudios
que tratan de mostrar la influencia de los factores sociales sobre la percepción, incluso
física, fueron llevados a cabo sobre todo en las décadas de los 40 y 50 por autores per-
tenecientes a la llamada New Look (Bruner, Postman, etc.). Así, Goddman (1947) en-
contró que los niños pobres percibían la misma moneda como de mayor tamaño que los
niños ricos.
2) Las características o atributos del perceptor: si dijimos que a la hora de hacernos
una impresión de otra persona va a tener importancia, en nuestra cultura, el llevar o no
corbata así como su color, ello no será ajeno a las características del perceptor. De he-
cho, por no poner sino otro ejemplo, a unos les caerá mejor su profesor si es serio y exi-
gente a otros les caerá mejor que si es bromista y poco exigente (aunque evidentemen-
te, un profesor puede ser, a la vez, bromista, serio y exigente). A la hora de hacernos una
impresión, tendemos a prestar atención principalmente a estos tipos de información: a)
información sobre la pertenencia a grupos o categorías sociales (sexo, clase social, etc.);
b) información sobre los rasgos de personalidad (en nuestra cultura, la inteligencia, la
amabilidad y el ser trabajador, servicial, honesto y bondadoso son los más utilizados) y
otras características como las físicas, principalmente el atractivo físico, que es absoluta-
mente central en la formación de impresiones de los occidentales, pues como han mos-
trado los psicólogos sociales, parece que seguimos el supuesto de que «lo bello es bue-
no»; c) información sobre la conducta: naturalmente, también van a desempeñar un
papel central en nuestras impresiones los comportamientos concretos de las personas;
d) comunicación no verbal: generalmente los indicadores no verbales tienen un mayor
impacto que los verbales a la hora de hacernos una impresión de los demás, destacando
la mirada, las señales faciales, la postura, la distancia interpersonal y el contacto físico; y
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e) la información suministrada por los estereotipos. Sin embargo, el modelo de Asch tie-
ne un importante problema: es demasiado racional, cuando realmente, como ya se ha
dicho, los seres humanos somos más irracionales de lo que él creía y utilizamos con fre-
cuencia una serie de sesgos entre los que los más frecuentes son los siguientes:

1) Sesgo confirmatorio: consiste en la tendencia a buscar información que confirme


nuestras preconcepciones y creencias. Es en este sentido que tenemos que decir que
nuestras preconcepciones controlan nuestras percepciones y nuestras interpretaciones. Por
ejemplo, son muchos los varones que están convencidos de que las mujeres conducen
mal. Pero tal afirmación, en contra de lo que suele creerse, no la han extraído de su ex-
periencia, sino que es ya un prejuicio previo y la «experiencia en carretera» la utilizan
exclusivamente para confirmar tal prejuicio, para lo que sólo se fijarán en los casos que
confirmen tal creencia mientras que no se fijarán en los casos que no la confirmen. Ve-
mos lo que nos interesa, lo que queremos ver, y luego recordamos sólo parte de lo que
vimos, en función también de nuestros intereses y de nuestras creencias y preconcep-
ciones. De esta manera, quien esté convencido de que las mujeres conducen mal, de
diez infracciones de conducción en mujeres, verán todas y las recordarán, aunque tam-
bién distorsionadas, durante mucho tiempo. En cambio, de otras diez infracciones rea-
lizadas por varones, sólo verán algunas, restarán gravedad a otras y, finalmente, con el
tiempo tenderán a olvidar muchas de ellas. Por tanto, un tiempo después no tendrán
dudas: su experiencia en carretera les dice, sin ningún género de dudas, que las mujeres
conducen mucho peor que los hombres. Nos encanta comprobar que tenemos razón y
que nuestras creencias son las acertadas, y para ello tergiversamos la realidad haciendo
que coincida con nuestras creencias y con nuestras teorías.
2) Sesgo de perseverancia en la creencia: consiste en la persistencia de nuestras cre-
encias y concepciones iniciales, incluso cuando los fundamentos en que se basaban han
quedado desacreditados. Por eso resulta sorprendentemente difícil demoler una creen-
cia falsa una vez que la persona ha elaborado una razón fundamental en que apoyarla.
Pero lo grave es que tendemos siempre a buscar razones en las que apoyar nuestras
creencias. Por ejemplo, Anderson, Lepper y Ross (1980), después de darles a sus suje-
tos dos casos concretos para que los examinaran, les pidieron que decidieran si las per-
sonas que asumen riesgos serían buenos o malos bomberos. A unos se les daba un caso
en el que se observaba que era bueno asumir riesgos mientras que a los otros se les daba
el caso opuesto en el que se mostraba claramente que era muy peligroso para un bom-
bero asumir riesgos. Después se les pidió que escribieran las razones por las que ellos
creían que era así, con lo que cada grupo se formó una teoría opuesta respecto a este
tema, de tal forma que incluso cuando la información fue desacreditada al explicarles
que los datos del caso habían sido inventados por el experimentador con el simple pro-
pósito de la investigación, los sujetos continuaron creyendo que «su teoría» era cierta.
Una implicación de esto es que cuanto más examinamos nuestras propias teorías y explica-
mos cómo podrían ser ciertas, más nos vamos cerrando a la información que desafíe nues-
tras creencias. Por ejemplo, una vez que consideramos por qué un acusado podría ser
culpable, incluso desafiando toda evidencia contraria (por ejemplo, después de una sen-
tencia absolutoria), seguiremos pensando que tal persona bien podría haber realizado el
delito del que ha sido absuelto. Así, si nos dicen que se ha descubierto que fue un com-
pañero nuestro quien venía robando desde hace dos años en la Facultad, enseguida
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construimos una teoría que explique coherentemente tal hecho, y para ello nos iremos
formando una impresión negativa de ese compañero, iremos recordando algunas de sus
conductas y de sus dichos que parecían explicar su personalidad «ladrona», etc. Si unas
semanas después nos dicen que era un error, que el ladrón no era él, sino otra persona, aje-
na a la Facultad, pero que se llamaba como él, será ya difícil borrar la imagen negativa que
me había hecho de ese compañero. Sabré que no fue él quien robó, pero sigo convencido
de que bien podría haber sido. En esto se basa la conocida frase de «difama, que algo que-
da». Pero es más: no queda algo, queda muchísimo, casi todo. Y es que nuestras creencias
y expectativas afectan poderosamente la manera en que percibimos e interpretamos los
acontecimientos. Somos prisioneros de nuestros propios patrones de pensamiento. Y todo
ello ocurre porque, y esto me parece una de las principales claves explicativas de la con-
ducta humana, nuestras preconcepciones controlan nuestras percepciones, nuestras interpre-
taciones y hasta nuestros recuerdos. La realidad la vemos siempre a través de nuestra per-
cepción, de nuestras categorías, de nuestras creencias e interpretaciones previas. Como
decía Nietzsche, no existe la «inmaculada percepción». Nuestra percepción está cargada
y teñida de teoría. Algo similar se ha encontrado también en diferentes experimentos. Así,
Vallote, Ross y Lepper (1985) mostraron a sus sujetos, unos pro israelíes y otros pro árabes,
seis noticias de las cadenas de televisión en las que se describía el asesinato en 1982 de re-
fugiados civiles en dos campos libaneses. Cada uno de los dos grupos percibió que las ca-
denas de televisión eran hostiles a su postura. Pero es que este fenómeno es general: los
candidatos presidenciales y sus defensores casi siempre consideran que la cobertura me-
diática es contraria a su causa; los seguidores de los equipos de fútbol, o de otros depor-
tes, perciben que los árbitros suelen estar a favor de sus contrincantes; las personas que es-
tán pasando por algún conflicto (parejas, empresarios o dirección/trabajadores, etc.)
consideran que los mediadores imparciales están sesgados contra ellos. En otro interesan-
te estudio, Rothbart y Birrell (1977) presentaron a sus sujetos la foto de un hombre para
que evaluaran su expresión facial. A la mitad se les dijo que se trataba de un líder de la
Gestapo y que era responsable de horribles experimentos médicos en un campo de con-
centración. A la otra mitad se les dijo que se trataba de un líder antinazi clandestino y que
había salvado a miles de judíos. Pues bien, ante la misma fotografía de la misma persona,
los sujetos del primer grupo juzgaron que su expresión facial era cruel, mientras que los
del segundo la juzgaron amable y simpática.
También se ha encontrado que los debates presidenciales estadounidenses refuer-
zan en su mayor parte las opiniones que se tenían antes del debate. Es más, con casi un
margen de 10 a 1, aquellos que ya estaban a favor de un candidato u otro percibieron
que su candidato había ganado el debate (Kinder y Sears, 1985). Por otra parte, los ci-
neastas pueden controlar las percepciones de las emociones de los individuos sólo con
colocarle al actor una horrible cicatriz en la cara, pero también manipulando el contex-
to en el que se ve una cara. Este fenómeno recibe el nombre de efecto Kulechov, cineas-
ta ruso que le utilizó creando tres cortometrajes que presentaban la cara de un actor con
una expresión neutra después de haber mostrado a los espectadores a una mujer muer-
ta, un plato de sopa o una niña jugando, lo que hacía que el actor pareciera, respectiva-
mente, triste, pensativo o contento. Somos nosotros los que, activa e interesadamente,
construimos nuestro mundo.
¿Podemos evitar este sesgo y sus terribles consecuencias? Existen básicamente dos
vías: la primera, muy socorrida pero poco eficaz y totalmente insuficiente, consiste en in-
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tentar ser objetivos y no tener prejuicios; la segunda, mucho más eficaz y menos utiliza-
da, consiste en intentar explicar, buscando razones para ello, cómo podrían no ser
acertadas mis creencias y sí las contrarias. Así, incluso experimentalmente encontró
Anderson (1982) que intentar explicar por qué una teoría opuesta a la nuestra puede
ser cierta reduce e incluso elimina el sesgo de la perseverancia en la creencia. Por con-
siguiente, sería un sano ejercicio contra la intolerancia en nosotros mismos el obligar-
nos, al menos de vez en cuando, a explicar por qué la creencia opuesta a la nuestra po-
dría ser cierta.
Una implicación de lo que acabamos de ver está en que uno de los grandes riesgos
y peligros de la toma de decisiones es que quien las toma suele ser extremadamente re-
acio a modificarlas, incluso en el caso de disponer de pruebas aplastantes de que se ha
equivocado, lo que lleva a los médicos a no modificar un diagnóstico claramente equi-
vocado; produce graves injusticias, como en el caso del juez que se niega durante años a
revisar los casos de gente inocente que ha sido condenada; hace que los científicos se
aferren a teorías que han demostrado ser falsas, etc. Por razones esencialmente psicoso-
ciales nos cuesta mucho también cambiar nuestras creencias y opiniones. Entre otras,
dos razones influyen aquí poderosamente: a) cuando tenemos una creencia, la que sea,
hacemos todo lo posible por ignorar las pruebas que la refutan (incluso cuando el pro-
pio prestigio y autoestima no están en juego); y b) incluso cuando hay pruebas en con-
tra, nos negamos a creerlas. Veamos este ejemplo (Snyder y Swann, 1978): un grupo de
sujetos tenía que entrevistar a un cómplice del experimentador para averiguar si era una
persona extrovertida, y el otro grupo para descubrir si era introvertida. Pues bien, am-
bos grupos tendieron a hacerle preguntas en la línea de la hipótesis propuesta. Por ejem-
plo, los que tenían que demostrar la hipótesis de la extroversión preguntaban: «¿Te gus-
ta ir a fiestas?», mientras que los del otro grupo preguntaban: «¿Te desagradan las
fiestas ruidosas?» En ambos casos, una respuesta afirmativa confirmaba la hipótesis que
se intentaba probar
3) Sesgo de la visión retrospectiva: es la tendencia a exagerar, después de conocer el re-
sultado, la capacidad que tenemos para prever la forma en que algo sucedió. Por ello
también se le suele conocer con el nombre de «ya lo decía yo». Así, Leary (1982) en-
contró que sus sujetos creían en 1980, pocos días antes de las elecciones presidenciales
norteamericanas, que la disputa entre los dos candidatos estaba muy reñida como para
hacer previsiones y que, si acaso, se produciría una ajustadísima victoria de Reagan so-
bre Carter. Tras las elecciones, después de la aplastante victoria de Reagan, los mismos
sujetos de Leary señalaron que ellos ya habían dicho que ganaría Reagan por mucha di-
ferencia. Al mismo resultado llegó Powell (1988) tras el nuevo triunfo de Reagan, esta
vez ante Mondale, en 1984. Y es que, como subraya Myers (1995, pág. 26), «descubrir
que algo ha pasado lo hace parecer más inevitable». Este fenómeno puede demostrarse
de varias formas. Veamos dos: Primera, pídale a la mitad de un grupo que prediga el re-
sultado de algún acontecimiento actual, por ejemplo, cuál será el resultado de un próxi-
mo y competido partido de fútbol entre el Real Madrid y el Barcelona. Pídale a la otra
mitad, una semana después de que se conozca el resultado, que diga qué previsión hu-
bieran hecho ellos antes del partido. Segunda, proporcione a la mitad de un grupo un
descubrimiento psicológico y a la otra mitad el opuesto. Por ejemplo, dígale a la mitad
del grupo: «Los psicólogos sociales han encontrado que, a la hora de elegir nuestros
amigos o de enamorarnos, somos atraídos más por personas cuyos rasgos son diferentes
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a los nuestros. Parece ser cierto aquel viejo dicho de que “los opuestos se atraen”.»
Pero a la otra mitad dígale lo contrario: «Los psicólogos sociales han encontrado que,
a la hora de elegir amigos o de enamorarnos, somos atraídos más por personas cuyos
rasgos son similares a los nuestros. Parece ser cierto aquel viejo dicho de que “Pájaros
de un mismo plumaje vuelan juntos”». Después, pídales a todos ellos que digan si,
para ellos, tales resultados son «los que esperaban» o si, por el contrario, «les resultan
sorprendentes». Muy probablemente todos afirmarán que eso es lo que ellos espera-
ban: «Eso ya lo decía yo.»
4) Sesgo de la confianza excesiva: es la tendencia a sobreestimar la precisión de nues-
tros juicios y de nuestras creencias. Tendemos a creer que tenemos razón y que acerta-
mos más de lo que realmente tenemos razón y acertamos. La evidente vanidad de nues-
tros juicios («ya lo sabía yo desde el principio») se extiende también a las estimaciones
de nuestro conocimiento actual. Kahneman y Tversky lo han demostrado repetidamen-
te. Este sesgo es particularmente peligroso cuando afecta a la toma de decisiones, prin-
cipalmente en el caso de ciertas decisiones delicadas, como la de una guerra.
5) Sesgo de la ilusión de control: este sesgo, que está muy relacionado con el anterior,
es la tendencia a sobreestimar el grado de controlabilidad que creemos tener. Así, Langer
y Roth (1975) encontraron que las personas creen poder predecir y controlar el resultado
del lanzamiento de una moneda: estamos motivados para controlar nuestro ambiente, de
tal forma que a menudo creemos que muchas de las cosas que conseguimos se deben a
nuestra valía, cuando realmente ha sido el azar el responsable de ello. Más en concreto,
«nuestra tendencia a percibir los acontecimientos aleatorios como relacionados alimenta
la ilusión de control, la idea de que los acontecimientos fortuitos están sujetos a nuestra in-
fluencia. Esto mantiene activos a los jugadores y hace que el resto de nosotros hagamos
todo tipo de cosas inverosímiles» (Myers, 2008, pág. 82). Por ejemplo, Langer (1977) de-
mostró esta ilusión de control en una serie de experimentos sobre el juego. En efecto, en
comparación con las personas a las que se había asignado determinado número de lotería,
la persona que había elegido su propio número exigía cuatro veces más dinero cuando se
le pedía que vendiera su boleto. Cuando se participa en un juego de azar contra una per-
sona extraña y nerviosa, la gente apuesta más que cuando juega contra un oponente tran-
quilo y confiado, como si el que nuestro contrincante sea nervioso o tranquilo fuera algo
que influyera en el comportamiento del azar. El tirar el dado, o girar la ruleta, aumenta la
confianza de las personas (Wohl y Enzle, 2002). En todo caso, recordemos que entende-
mos por ilusión de control «la percepción de que los sucesos incontrolables están más su-
jetos al control personal o son más controlables de lo que realmente son» (Myers, 2008,
pág. 87). Más de 50 experimentos han concluido de forma consistente que la gente actúa
como si pudiera predecir o controlar los sucesos aleatorios. Además, la observación de la
vida real confirma los resultados de tales experimentos. De hecho, los que juegan a los da-
dos suelen tirarlos con suavidad cuando desean obtener un número bajo y con fuerza
cuando desean un número alto (Henslin, 1967). La industria de los juegos de azar florece
gracias a las ilusiones de los jugadores, que atribuyen sus ganancias a su habilidad, mien-
tras que las pérdidas se convierten en «casi aciertos» o «carambolas» o se debe, para el que
apuesta en acontecimientos deportivos, a una mala decisión del árbitro o a un bote en fal-
so de la pelota (Gilovich y Douglas, 1986). Y en la bolsa, la ilusión de control desgracia-
damente fomenta el exceso de confianza y, por tanto, también lleva a pérdidas frecuentes
(Barber y Odean, 2001).
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6) Correlación ilusoria: consiste en percibir una relación de causa-efecto allí donde


no existe. En un interesante experimento, Ward y Jenkins (1965) mostraron a sus suje-
tos los datos de un hipotético estudio que durante 50 días analizaba la eficacia de una
previa «siembra de nubes». Obviamente, unos días llovió y otros, los más, no llovió.
Pues bien, los sujetos creyeron que realmente era eficaz la siembra de nubes percibien-
do que existía una correlación entre siembra de nubes y lluvia. Y es que si creemos en
la existencia de una correlación (por ejemplo, que los gitanos son ladrones, o que los po-
líticos son corruptos), será más probable que percibamos y recordemos casos que la
confirmen. Como vemos, esto está muy relacionado con la llamada «conducta supersti-
ciosa», así como con el «sesgo confirmatorio». De hecho, Thomas Gilovich (1991) llevó
a cabo un estudio sobre la creencia de que las parejas estériles que adoptan un niño tie-
nen mayor probabilidad de concebir que parejas semejantes que no adoptan. La expli-
cación que vulgarmente suele darse es que las parejas que adoptan finalmente se relajan
y conciben. Sin embargo, esta explicación es absolutamente falsa. Lo que ocurre es que
en lugar de fijarnos en las parejas que conciben antes de adoptar o que no conciben des-
pués de adoptar, sólo nos fijamos en aquellas que confirman nuestras ideas previas, es
decir en aquellas parejas que han concebido después de adoptar, de tal forma que, aun-
que sean muy pocas, son suficientes para mantener nuestra falsa creencia.
7) Sesgo o falacia de tasa base: es la tendencia a ignorar o a subemplear la informa-
ción que describe a la mayoría de los casos y en su lugar ser influidos por características
distintivas del caso concreto que se está juzgando. Supongamos que Juan desea comprar
un coche. Sabe, por las más fiables estadísticas, que el coche modelo X es el que menos
probabilidades tiene de ir al taller y que es el más seguro de todos los modelos existen-
tes en nuestro país. El padre de Juan había comprado ese modelo X hace un par de años
y, desafortunadamente, ha sido uno de los pocos casos de ese modelo que ha dado mu-
chos problemas. Muy probablemente Juan no compre tal coche: se fiará más de un caso
concreto, pero próximo, que de las estadísticas generales. Indudablemente, el compor-
tamiento de Juan es poco racional. Ello está muy relacionado con el llamado heurístico
de disponibilidad, según el cual hacemos más caso al primer dato que nos viene a la ca-
beza (el más disponible) que a las estadísticas. En consecuencia, con frecuencia nos de-
jamos influir más por anécdotas que por hechos estadísticos (Green y otros, 2002), lo
que explica por qué el riesgo percibido está muy alejado del riesgo real (Allison y otros,
1992). Dado que las imágenes de las noticias de los accidentes de aviones son un re-
cuerdo muy disponible para la mayoría de nosotros, solemos suponer que corremos un
mayor riesgo en avión que en automóvil, a pesar de que está demostrado que es al revés
(Nacional Safety Council, 2001). Más aún, para la mayoría de los pasajeros de los avio-
nes, la parte más peligrosa de su viaje es el recorrido en coche hasta el aeropuerto.
Tengamos muy en cuenta que el conocimiento general de la estadística suele ser ru-
dimentario o inexistente. E incluso tiene muy mala prensa la estadística. Suele decirse
con frecuencia que «la estadística puede demostrar cualquier cosa» o que «hay menti-
ras, grandes mentiras y... estadísticas». Y ello es cierto, pero sólo cuando la estadística es
utilizada de forma incorrecta y poco racional. Veamos un par de ejemplos: en el prime-
ro, Kahneman y Tversky (1972) dijeron a sus sujetos que había dos hospitales en una
ciudad, uno grande en el que se producía una media de 45 nacimientos diarios, y otro
más pequeño en el que la media era de 15 nacimientos al día. Si a lo largo del año nace
igual número de niñas que de niños, se preguntó a los sujetos en cuál de los dos hospi-
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Cognición social e irracionalidad humana 69

tales habrá más días en que el 60 por 100 de los bebés que nazcan serán varones. Pues
bien, la mayoría de los sujetos contestaron que no había diferencia, cuando en realidad
en el hospital pequeño hay el doble de días en que el 60 por 100 de los bebés sean va-
rones. Obviamente, cuanto mayor sea el número de nacimientos mayor será la probabi-
lidad de que el porcentaje de niños y niñas se acerque a la media. En el segundo ejem-
plo los sujetos tenían que imaginar una urna con bolas rojas y blancas, de las que dos
tercios eran de un color y el tercio restante del otro (Tversky y Kahneman, 1982). El su-
jeto A extrae cinco bolas, cuatro de las cuales son rojas, mientras que el sujeto B extrae
veinte de las que doce son rojas, preguntándoseles cuál de los dos sujetos, A o B, estará
más seguro de que los dos tercios de las bolas sean rojas. La mayoría dijo que es el suje-
to A, porque extrae una proporción mayor de bolas rojas. Pero es una respuesta equi-
vocada.
Como luego veremos, a menudo incluso distorsionamos las pruebas para hacerlas
coincidir con nuestras propias creencias, con nuestras ideas preconcebidas. Pero es que
hay más: malinterpretamos sistemáticamente las pruebas incluso cuando carecemos de
ideas preconcebidas. Veamos este ejemplo tomado de Kahneman y Tversky (1973): «Mi
vecino de Londres es catedrático. Le gusta escribir poesía, es bastante tímido y es bajo»,
y seguidamente se nos pregunta si es más probable que sea catedrático de chino o de
psicología. La mayoría de las personas responde, equivocadamente, que de chino. La
respuesta correcta es que es más probable que sea catedrático de psicología, por la sen-
cilla razón de que en Londres hay muchos más catedráticos de psicología que de chino.
Conocer la manera poco racional —y a veces hasta abiertamente irracional— en
que pensamos, además de hacernos más humildes y, por tanto, más cautos y prudentes
respecto a las conclusiones a que llegamos, nos ayuda también a mejorar nuestra forma
de pensar, manteniéndonos más en contacto con la realidad. Y es que no nos conoce-
mos a nosotros mismos, ni siquiera sabemos interpretar adecuadamente nuestras pro-
pias emociones. Por ejemplo, hace ya tiempo que Richard Nisbett y Stanley Schachter
(1966) demostraron que las personas interpretamos mal nuestros propios pensamientos.
En efecto, estos psicólogos sociales pidieron a sus sujetos, alumnos de la Universidad de
Columbia, que soportaran una serie de descargas eléctricas de una intensidad creciente.
Poco antes del experimento, algunos sujetos habían tomado una pastilla que, según se les
dijo, les provocaría palpitaciones, irregularidades respiratorias y una sensación de cosqui-
lleo en el estómago: exactamente la misma reacción que producen las descargas eléctri-
cas. Los autores anticiparon que la gente atribuiría los síntomas de la descarga a la pas-
tilla y, por consiguiente, tolerarían descargas más intensas que aquéllos sujetos que no
habían recibido la pastilla, como así ocurrió: las personas que habían tomado la pastilla
aceptaron una intensidad de descarga eléctrica cuatro veces más fuerte. Y cuando se les
preguntó por qué habían soportado una descarga tan grande no mencionaron la pasti-
lla. Y al recordárseles los efectos previstos de la pastilla, respondieron que a otros tal vez
les había influido ésta, pero no a ellos. Igualmente, y de forma similar a los resultados de
este experimento, también en la vida real la gente suele negar insistentemente que sea
influida por los medios de comunicación de masas, aunque admiten que a otros sí les in-
fluye.
Más aún, es que a menudo tampoco somos capaces de predecir nuestra conducta.
Así, cuando se pregunta a la gente si obedecerían la orden de dar una alta descarga eléc-
trica o si dudarían en ayudar a una víctima si hay más personas presentes, la gran mayo-

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