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CAPÍTULO 3
1. INTRODUCCIÓN
Somos tan poco racionales que ni siquiera somos conscientes de nuestra irracio-
nalidad, a pesar de la formidable frecuencia con que actuamos irracionalmente: pre-
ferimos seguir creyendo que somos esencialmente racionales, y que es precisamente
la racionalidad la que nos distingue de las demás especies animales. Craso error, pues
lo que nos distingue de los demás animales, además del lenguaje o la mayor capaci-
dad de cooperación, es precisamente la irracionalidad: somos la especie animal más
irracional. Dos son las principales causas de la irracionalidad humana. La primera es-
triba en la descomunal dificultad que existe para procesar la excesiva cantidad de in-
formación proveniente de nuestro entorno, tanto del físico como sobre todo del so-
cial. Aunque no me guste la llamada metáfora computacional, diré que nuestros
cerebros no tienen la suficiente potencia para procesar adecuadamente tanta infor-
mación y especialmente no tienen la capacidad de procesarla en tan breve tiempo
como a menudo requieren las situaciones y urgencias sociales. En consecuencia, ha-
cemos muchos atajos mentales, tanto de percepción como de atribución. La segunda
causa de nuestra irracionalidad es nuestro inmenso egocentrismo (evidentemente,
unos más que otros), lo que nos lleva a no percibir objetivamente la realidad, sino a
construirla, perceptivamente, a medida de nuestros intereses personales y grupales.
Incluso nuestros recuerdos los modificamos según nos convenga. Pero tal vez lo más
grave es que, por una parte, sobrestimamos tanto nuestra objetividad perceptiva,
como la exactitud de nuestros recuerdos, y, por otra parte, enseguida se nos olvida
—si es que alguna vez fuimos conscientes de ello— que hemos sido nosotros mismos
quienes hemos construido nuestra realidad y creemos firmemente que ella era así ya
y que lo es independientemente de nosotros (por ejemplo, que los gitanos son vagos
o los andaluces juerguistas).
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2. LA PERCEPCIÓN DE PERSONAS
Y LOS PRINCIPALES SESGOS PERCEPTIVOS1
Todos nos hacemos impresiones de los demás: unos nos caen bien y otros nos caen
menos bien. Una persona que a mi me cae bien, sin embargo a mi amigo Miguel le cae
mal. ¿Cómo nos hacemos una impresión de las demás personas? Digamos en primer lu-
gar que la investigación sobre la formación de impresiones es la parte de la psicología
social que estudia cómo las personas utilizan la diferente información que reciben de
una persona estímulo determinada para formarse una impresión relativamente coheren-
te y unitaria de ella. La formación de impresiones no es sino una parte de la llamada cog-
nición social, que es el proceso de recoger información sobre las otras personas, organi-
zarla e interpretarla. La cognición social implica, entre otras cosas, formarse impresiones
de los otros y buscar las causas de su conducta.
Solomon Asch, psicólogo alemán de origen judío que se había exilado en Estados
Unidos huyendo del nazismo, fue el primero en intentar entender cómo nos hacemos
una impresión de los demás (Asch, 1946), y para ello propuso un modelo, gestaltista, se-
gún el cual los diferentes datos estímulos que recibe el individuo son organizados for-
mando un todo, de forma que cualquier información que le llega es asimilada en fun-
ción de la información que ya tiene. Este modelo propone que el sujeto organiza todos
los rasgos, influyendo cada uno de ellos en todos los demás, de tal forma que la impre-
sión final será una dinámica no fácilmente predecible. La ventaja de este modelo sobre
el meramente aditivo quedó demostrada en un experimento del propio Asch en el que
un grupo de sujetos recibía una descripción de una persona, desconocida para ellos, que
contenía los siguientes rasgos: inteligente, habilidosa, trabajadora, afectuosa, decidida,
práctica y cauta. Otro grupo similar recibió una descripción que contenía estos rasgos:
inteligente, habilidosa, trabajadora, fría, decidida, práctica y cauta. Como vemos, las dos
descripciones eran similares, con una sola diferencia: mientras a unos se les decía que tal
persona era afectuosa, a los otros se les decía que era fría. Pues bien, como suponía Asch
y como se deducía de su modelo gestaltista, esta sola diferencia originó un cambio esen-
cial en la impresión que de esa persona se hicieron sus sujetos.
Ahora bien, ¿por qué se producían estos resultados? Para explicarlos, Asch distin-
guió entre rasgos centrales y rasgos periféricos. Son rasgos centrales aquellos que tienen
un alto peso específico sobre la impresión final, mientras que serán periféricos los que
tengan un bajo peso en esa impresión final. El que un rasgo sea central o periférico de-
penden del contexto, o sea, de los demás rasgos estímulo. Por ejemplo, el rasgo «inteli-
gente» adquiere diferente significado y valor según el contexto (acompañando al térmi-
no «perverso» se hace negativo y acompañando al término «altruista y desinteresado» se
hace positivo). Dado que la centralidad de un rasgo depende de los otros rasgos, enton-
ces un mismo rasgo será central en un contexto y periférico en otro, como de hecho de-
mostró Asch. De esta manera, poseer una deficiente fluidez verbal será un rasgo perifé-
rico en el caso de un deportista, y sin embargo será central en el caso de un profesor,
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Entendemos por sesgo un error sistemático y, por tanto, un sesgo perceptivo será un error sistemático
de percepción, que, por consiguiente, está muy generalizado y lo cometemos la mayoría de las personas: sue-
le ser algo habitual en nuestra forma de pensar.
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puesto que la fluidez verbal es algo importante para ser un buen profesor, pero total-
mente irrelevante para, por ejemplo, correr los cien metros. Pero si esto es así, ¿cómo
integramos la información contradictoria en una única y consistente impresión de una
persona? De hecho, a veces recibimos informaciones contradictorias de un mismo in-
dividuo (por ejemplo, tenemos una impresión de él como de una persona muy pun-
tual y un día llega con mucho retraso). ¿Cómo integramos esta información que con-
tradice la impresión previa que teníamos de él? La teoría de Asch predice que
adaptaremos la información contradictoria a la impresión previa (efecto de primacía)
(si fuera la nueva y contradictoria información la que obliga a cambiar la impresión
previa, estaríamos ante un efecto de recencia o de recienticidad). Ahora bien, si Asch
tiene razón y el efecto de primacía es realmene más influyente que el de recencia, en-
tonces también serán importantísimas en el comportamiento interpersonal las prime-
ras impresiones que nos hacemos de los demás. De ahí los intentos de la gente por ma-
nejar las primeras impresiones. Es lo que se llama presentación de uno mismo o manejo
de impresiones.
Por otra parte, para entender cabalmente cómo nos hacemos una impresión de otra
persona es necesario tener muy presente la influencia de estas dos variables:
e) la información suministrada por los estereotipos. Sin embargo, el modelo de Asch tie-
ne un importante problema: es demasiado racional, cuando realmente, como ya se ha
dicho, los seres humanos somos más irracionales de lo que él creía y utilizamos con fre-
cuencia una serie de sesgos entre los que los más frecuentes son los siguientes:
construimos una teoría que explique coherentemente tal hecho, y para ello nos iremos
formando una impresión negativa de ese compañero, iremos recordando algunas de sus
conductas y de sus dichos que parecían explicar su personalidad «ladrona», etc. Si unas
semanas después nos dicen que era un error, que el ladrón no era él, sino otra persona, aje-
na a la Facultad, pero que se llamaba como él, será ya difícil borrar la imagen negativa que
me había hecho de ese compañero. Sabré que no fue él quien robó, pero sigo convencido
de que bien podría haber sido. En esto se basa la conocida frase de «difama, que algo que-
da». Pero es más: no queda algo, queda muchísimo, casi todo. Y es que nuestras creencias
y expectativas afectan poderosamente la manera en que percibimos e interpretamos los
acontecimientos. Somos prisioneros de nuestros propios patrones de pensamiento. Y todo
ello ocurre porque, y esto me parece una de las principales claves explicativas de la con-
ducta humana, nuestras preconcepciones controlan nuestras percepciones, nuestras interpre-
taciones y hasta nuestros recuerdos. La realidad la vemos siempre a través de nuestra per-
cepción, de nuestras categorías, de nuestras creencias e interpretaciones previas. Como
decía Nietzsche, no existe la «inmaculada percepción». Nuestra percepción está cargada
y teñida de teoría. Algo similar se ha encontrado también en diferentes experimentos. Así,
Vallote, Ross y Lepper (1985) mostraron a sus sujetos, unos pro israelíes y otros pro árabes,
seis noticias de las cadenas de televisión en las que se describía el asesinato en 1982 de re-
fugiados civiles en dos campos libaneses. Cada uno de los dos grupos percibió que las ca-
denas de televisión eran hostiles a su postura. Pero es que este fenómeno es general: los
candidatos presidenciales y sus defensores casi siempre consideran que la cobertura me-
diática es contraria a su causa; los seguidores de los equipos de fútbol, o de otros depor-
tes, perciben que los árbitros suelen estar a favor de sus contrincantes; las personas que es-
tán pasando por algún conflicto (parejas, empresarios o dirección/trabajadores, etc.)
consideran que los mediadores imparciales están sesgados contra ellos. En otro interesan-
te estudio, Rothbart y Birrell (1977) presentaron a sus sujetos la foto de un hombre para
que evaluaran su expresión facial. A la mitad se les dijo que se trataba de un líder de la
Gestapo y que era responsable de horribles experimentos médicos en un campo de con-
centración. A la otra mitad se les dijo que se trataba de un líder antinazi clandestino y que
había salvado a miles de judíos. Pues bien, ante la misma fotografía de la misma persona,
los sujetos del primer grupo juzgaron que su expresión facial era cruel, mientras que los
del segundo la juzgaron amable y simpática.
También se ha encontrado que los debates presidenciales estadounidenses refuer-
zan en su mayor parte las opiniones que se tenían antes del debate. Es más, con casi un
margen de 10 a 1, aquellos que ya estaban a favor de un candidato u otro percibieron
que su candidato había ganado el debate (Kinder y Sears, 1985). Por otra parte, los ci-
neastas pueden controlar las percepciones de las emociones de los individuos sólo con
colocarle al actor una horrible cicatriz en la cara, pero también manipulando el contex-
to en el que se ve una cara. Este fenómeno recibe el nombre de efecto Kulechov, cineas-
ta ruso que le utilizó creando tres cortometrajes que presentaban la cara de un actor con
una expresión neutra después de haber mostrado a los espectadores a una mujer muer-
ta, un plato de sopa o una niña jugando, lo que hacía que el actor pareciera, respectiva-
mente, triste, pensativo o contento. Somos nosotros los que, activa e interesadamente,
construimos nuestro mundo.
¿Podemos evitar este sesgo y sus terribles consecuencias? Existen básicamente dos
vías: la primera, muy socorrida pero poco eficaz y totalmente insuficiente, consiste en in-
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tentar ser objetivos y no tener prejuicios; la segunda, mucho más eficaz y menos utiliza-
da, consiste en intentar explicar, buscando razones para ello, cómo podrían no ser
acertadas mis creencias y sí las contrarias. Así, incluso experimentalmente encontró
Anderson (1982) que intentar explicar por qué una teoría opuesta a la nuestra puede
ser cierta reduce e incluso elimina el sesgo de la perseverancia en la creencia. Por con-
siguiente, sería un sano ejercicio contra la intolerancia en nosotros mismos el obligar-
nos, al menos de vez en cuando, a explicar por qué la creencia opuesta a la nuestra po-
dría ser cierta.
Una implicación de lo que acabamos de ver está en que uno de los grandes riesgos
y peligros de la toma de decisiones es que quien las toma suele ser extremadamente re-
acio a modificarlas, incluso en el caso de disponer de pruebas aplastantes de que se ha
equivocado, lo que lleva a los médicos a no modificar un diagnóstico claramente equi-
vocado; produce graves injusticias, como en el caso del juez que se niega durante años a
revisar los casos de gente inocente que ha sido condenada; hace que los científicos se
aferren a teorías que han demostrado ser falsas, etc. Por razones esencialmente psicoso-
ciales nos cuesta mucho también cambiar nuestras creencias y opiniones. Entre otras,
dos razones influyen aquí poderosamente: a) cuando tenemos una creencia, la que sea,
hacemos todo lo posible por ignorar las pruebas que la refutan (incluso cuando el pro-
pio prestigio y autoestima no están en juego); y b) incluso cuando hay pruebas en con-
tra, nos negamos a creerlas. Veamos este ejemplo (Snyder y Swann, 1978): un grupo de
sujetos tenía que entrevistar a un cómplice del experimentador para averiguar si era una
persona extrovertida, y el otro grupo para descubrir si era introvertida. Pues bien, am-
bos grupos tendieron a hacerle preguntas en la línea de la hipótesis propuesta. Por ejem-
plo, los que tenían que demostrar la hipótesis de la extroversión preguntaban: «¿Te gus-
ta ir a fiestas?», mientras que los del otro grupo preguntaban: «¿Te desagradan las
fiestas ruidosas?» En ambos casos, una respuesta afirmativa confirmaba la hipótesis que
se intentaba probar
3) Sesgo de la visión retrospectiva: es la tendencia a exagerar, después de conocer el re-
sultado, la capacidad que tenemos para prever la forma en que algo sucedió. Por ello
también se le suele conocer con el nombre de «ya lo decía yo». Así, Leary (1982) en-
contró que sus sujetos creían en 1980, pocos días antes de las elecciones presidenciales
norteamericanas, que la disputa entre los dos candidatos estaba muy reñida como para
hacer previsiones y que, si acaso, se produciría una ajustadísima victoria de Reagan so-
bre Carter. Tras las elecciones, después de la aplastante victoria de Reagan, los mismos
sujetos de Leary señalaron que ellos ya habían dicho que ganaría Reagan por mucha di-
ferencia. Al mismo resultado llegó Powell (1988) tras el nuevo triunfo de Reagan, esta
vez ante Mondale, en 1984. Y es que, como subraya Myers (1995, pág. 26), «descubrir
que algo ha pasado lo hace parecer más inevitable». Este fenómeno puede demostrarse
de varias formas. Veamos dos: Primera, pídale a la mitad de un grupo que prediga el re-
sultado de algún acontecimiento actual, por ejemplo, cuál será el resultado de un próxi-
mo y competido partido de fútbol entre el Real Madrid y el Barcelona. Pídale a la otra
mitad, una semana después de que se conozca el resultado, que diga qué previsión hu-
bieran hecho ellos antes del partido. Segunda, proporcione a la mitad de un grupo un
descubrimiento psicológico y a la otra mitad el opuesto. Por ejemplo, dígale a la mitad
del grupo: «Los psicólogos sociales han encontrado que, a la hora de elegir nuestros
amigos o de enamorarnos, somos atraídos más por personas cuyos rasgos son diferentes
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a los nuestros. Parece ser cierto aquel viejo dicho de que “los opuestos se atraen”.»
Pero a la otra mitad dígale lo contrario: «Los psicólogos sociales han encontrado que,
a la hora de elegir amigos o de enamorarnos, somos atraídos más por personas cuyos
rasgos son similares a los nuestros. Parece ser cierto aquel viejo dicho de que “Pájaros
de un mismo plumaje vuelan juntos”». Después, pídales a todos ellos que digan si,
para ellos, tales resultados son «los que esperaban» o si, por el contrario, «les resultan
sorprendentes». Muy probablemente todos afirmarán que eso es lo que ellos espera-
ban: «Eso ya lo decía yo.»
4) Sesgo de la confianza excesiva: es la tendencia a sobreestimar la precisión de nues-
tros juicios y de nuestras creencias. Tendemos a creer que tenemos razón y que acerta-
mos más de lo que realmente tenemos razón y acertamos. La evidente vanidad de nues-
tros juicios («ya lo sabía yo desde el principio») se extiende también a las estimaciones
de nuestro conocimiento actual. Kahneman y Tversky lo han demostrado repetidamen-
te. Este sesgo es particularmente peligroso cuando afecta a la toma de decisiones, prin-
cipalmente en el caso de ciertas decisiones delicadas, como la de una guerra.
5) Sesgo de la ilusión de control: este sesgo, que está muy relacionado con el anterior,
es la tendencia a sobreestimar el grado de controlabilidad que creemos tener. Así, Langer
y Roth (1975) encontraron que las personas creen poder predecir y controlar el resultado
del lanzamiento de una moneda: estamos motivados para controlar nuestro ambiente, de
tal forma que a menudo creemos que muchas de las cosas que conseguimos se deben a
nuestra valía, cuando realmente ha sido el azar el responsable de ello. Más en concreto,
«nuestra tendencia a percibir los acontecimientos aleatorios como relacionados alimenta
la ilusión de control, la idea de que los acontecimientos fortuitos están sujetos a nuestra in-
fluencia. Esto mantiene activos a los jugadores y hace que el resto de nosotros hagamos
todo tipo de cosas inverosímiles» (Myers, 2008, pág. 82). Por ejemplo, Langer (1977) de-
mostró esta ilusión de control en una serie de experimentos sobre el juego. En efecto, en
comparación con las personas a las que se había asignado determinado número de lotería,
la persona que había elegido su propio número exigía cuatro veces más dinero cuando se
le pedía que vendiera su boleto. Cuando se participa en un juego de azar contra una per-
sona extraña y nerviosa, la gente apuesta más que cuando juega contra un oponente tran-
quilo y confiado, como si el que nuestro contrincante sea nervioso o tranquilo fuera algo
que influyera en el comportamiento del azar. El tirar el dado, o girar la ruleta, aumenta la
confianza de las personas (Wohl y Enzle, 2002). En todo caso, recordemos que entende-
mos por ilusión de control «la percepción de que los sucesos incontrolables están más su-
jetos al control personal o son más controlables de lo que realmente son» (Myers, 2008,
pág. 87). Más de 50 experimentos han concluido de forma consistente que la gente actúa
como si pudiera predecir o controlar los sucesos aleatorios. Además, la observación de la
vida real confirma los resultados de tales experimentos. De hecho, los que juegan a los da-
dos suelen tirarlos con suavidad cuando desean obtener un número bajo y con fuerza
cuando desean un número alto (Henslin, 1967). La industria de los juegos de azar florece
gracias a las ilusiones de los jugadores, que atribuyen sus ganancias a su habilidad, mien-
tras que las pérdidas se convierten en «casi aciertos» o «carambolas» o se debe, para el que
apuesta en acontecimientos deportivos, a una mala decisión del árbitro o a un bote en fal-
so de la pelota (Gilovich y Douglas, 1986). Y en la bolsa, la ilusión de control desgracia-
damente fomenta el exceso de confianza y, por tanto, también lleva a pérdidas frecuentes
(Barber y Odean, 2001).
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tales habrá más días en que el 60 por 100 de los bebés que nazcan serán varones. Pues
bien, la mayoría de los sujetos contestaron que no había diferencia, cuando en realidad
en el hospital pequeño hay el doble de días en que el 60 por 100 de los bebés sean va-
rones. Obviamente, cuanto mayor sea el número de nacimientos mayor será la probabi-
lidad de que el porcentaje de niños y niñas se acerque a la media. En el segundo ejem-
plo los sujetos tenían que imaginar una urna con bolas rojas y blancas, de las que dos
tercios eran de un color y el tercio restante del otro (Tversky y Kahneman, 1982). El su-
jeto A extrae cinco bolas, cuatro de las cuales son rojas, mientras que el sujeto B extrae
veinte de las que doce son rojas, preguntándoseles cuál de los dos sujetos, A o B, estará
más seguro de que los dos tercios de las bolas sean rojas. La mayoría dijo que es el suje-
to A, porque extrae una proporción mayor de bolas rojas. Pero es una respuesta equi-
vocada.
Como luego veremos, a menudo incluso distorsionamos las pruebas para hacerlas
coincidir con nuestras propias creencias, con nuestras ideas preconcebidas. Pero es que
hay más: malinterpretamos sistemáticamente las pruebas incluso cuando carecemos de
ideas preconcebidas. Veamos este ejemplo tomado de Kahneman y Tversky (1973): «Mi
vecino de Londres es catedrático. Le gusta escribir poesía, es bastante tímido y es bajo»,
y seguidamente se nos pregunta si es más probable que sea catedrático de chino o de
psicología. La mayoría de las personas responde, equivocadamente, que de chino. La
respuesta correcta es que es más probable que sea catedrático de psicología, por la sen-
cilla razón de que en Londres hay muchos más catedráticos de psicología que de chino.
Conocer la manera poco racional —y a veces hasta abiertamente irracional— en
que pensamos, además de hacernos más humildes y, por tanto, más cautos y prudentes
respecto a las conclusiones a que llegamos, nos ayuda también a mejorar nuestra forma
de pensar, manteniéndonos más en contacto con la realidad. Y es que no nos conoce-
mos a nosotros mismos, ni siquiera sabemos interpretar adecuadamente nuestras pro-
pias emociones. Por ejemplo, hace ya tiempo que Richard Nisbett y Stanley Schachter
(1966) demostraron que las personas interpretamos mal nuestros propios pensamientos.
En efecto, estos psicólogos sociales pidieron a sus sujetos, alumnos de la Universidad de
Columbia, que soportaran una serie de descargas eléctricas de una intensidad creciente.
Poco antes del experimento, algunos sujetos habían tomado una pastilla que, según se les
dijo, les provocaría palpitaciones, irregularidades respiratorias y una sensación de cosqui-
lleo en el estómago: exactamente la misma reacción que producen las descargas eléctri-
cas. Los autores anticiparon que la gente atribuiría los síntomas de la descarga a la pas-
tilla y, por consiguiente, tolerarían descargas más intensas que aquéllos sujetos que no
habían recibido la pastilla, como así ocurrió: las personas que habían tomado la pastilla
aceptaron una intensidad de descarga eléctrica cuatro veces más fuerte. Y cuando se les
preguntó por qué habían soportado una descarga tan grande no mencionaron la pasti-
lla. Y al recordárseles los efectos previstos de la pastilla, respondieron que a otros tal vez
les había influido ésta, pero no a ellos. Igualmente, y de forma similar a los resultados de
este experimento, también en la vida real la gente suele negar insistentemente que sea
influida por los medios de comunicación de masas, aunque admiten que a otros sí les in-
fluye.
Más aún, es que a menudo tampoco somos capaces de predecir nuestra conducta.
Así, cuando se pregunta a la gente si obedecerían la orden de dar una alta descarga eléc-
trica o si dudarían en ayudar a una víctima si hay más personas presentes, la gran mayo-