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Materia: Estética
Cátedra: Schwarzböck
Carrera: Filosofía
Teórico: N° 4 – Miérc. 30 de agosto de 2017
Profesora: Silvia Schwarzböck
Tema: Unidad I. 2. Estética y crítica cultural después de Kant. 2. 1. Estética, ironía y crítica
cultural: Friedrich Schlegel (Primera parte).

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Hoy vamos a leer Sobre el estudio de la poesía griega, de Friedrich Schlegel, como un libro de crítica cultural, es
decir, intentaremos leer, a contrapelo, lo que tiene este libro, publicado en 1797, tiene de crítica cultural. En nuestra
lectura, la pregunta de partida, para leer a Schlegel como crítico cultural, es la pregunta por el estado del gusto
fuera de la Crítica del Juicio. ¿Qué relación hay entre el gusto tal como desarrolla en sociedad hacia 1797 (siete
años después de publicada la tercera Crítica de Kant) y el gusto tal como había sido teorizado, desde el punto de
vista trascendental, en la obra kantiana?

Para Schlegel, el gusto (hacia 1797) está dominado por la categoría de lo interesante. Lo interesante es
lo que tiene un valor estético provisional. Cuando los europeos realmente existentes, a fines del siglo XVIII,
dicen “bello” –advierte Schlegel-, lo que entienden por “bello” es, en realidad, interesante. La diferencia entre
interesante y bello, en sentido kantiano, es radical; para Kant, bello es lo que place de manera desinteresada. Lo
bello kantiano, entendido como lo contrario de lo interesante, es lo contrario de lo que se entiende por bello en la
sociedad burguesa.

En primera instancia, lo interesante, como la categoría estética socialmente vigente, es el resultado de


que el punto de vista estético –como fenómeno ilustrado- se construya como un punto de vista del receptor. El
fenómeno del juicio estético es un fenómeno social, no un fenómeno artístico. Representa una parte sustancial
del giro hacia el sujeto propio de la filosofía moderna (de Descartes a Kant), no una parte de un giro dentro del
círculo de las artes. No hay revolución artística que justifique el punto de vista estético: es una revolución social,

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si se quiere, la que se anuncia en el juicio de gusto pensado como derecho, como “universalizable”. No hay un
giro en las artes, equivalente del giro hacia el sujeto que se da en la filosofía moderna, hasta el primer
romanticismo, del que Schlegel –el joven Schlegel- es parte e ideólogo.

Si lo bello kantiano, como lo desinteresado, es lo contrario de lo interesante, y el gusto, hacia el final del
siglo XVIII, está dominado por la categoría de lo interesante, lo que se advierte, como primera conclusión, es
que el gusto ha sido hasta ahora un problema del receptor, es decir, un problema del contemplador de obras de
arte, o bien el contemplador de paisajes, de jardines, o de mobiliario. La del contemplador es, precisamente, la
figura del esteta, no la del artista.

En este sentido, el arte –contra lo que cree Kant- forma parte más de lo agradable, dice Schlegel, que de
lo bello. Es algo que produce interés, antes que desinterés: es difícil que la relación burguesa con el arte pueda
ser pensada, desde el punto de vista de la sociedad, como desinteresada; la relación burguesa con el arte, en la
sociedad del siglo XVIII, es de interés, de un profundo interés. La categoría estética que domina el sensus
communis realmente existente –contra el que postula la filosofía kantiana- es la categoría de lo interesante. Lo
que buscan los receptores en el arte, igual que en la naturaleza, en la comida, en el sexo, en la decoración o en
los libros de viajes, es lo interesante (lo que tiene un valor estético provisional). Al comienzo del Studium,
Schlegel describe, con absoluta impiedad, cuál es la relación cuasi terapéutica –podríamos decir hoy- que los
receptores establecen con las obras de arte. Así y todo, admite que esa relación no rebaja, por sí sola, la
artisticidad de las obras de arte.

El arte no se pierde por el hecho de que la gran masa de todos los que no sólo son groseros, sino que también
están equivocados, de los que son más bien malformados que incultos, dejen de buen grado de dar pasto a su
imaginación con todo lo que es simplemente extraño o nuevo, sólo para llenar la infinita vaciedad de su ánimo con
cualquier cosa, para huir por algunos instantes de la insoportable longitud de su existencia. [Schlegel, Friedrich,
Sobre el estudio de la poesía griega, trad. Berta Raposo, Madrid, Akal, 1996, p. 59]

Schlegel, a su modo, busca salvar al arte de su uso social dominante: la mera fruición. Es kantiano, en
este punto, o, si se quiere, más kantiano que Kant: postkantiano. Más allá de que la contemplación de obras de
arte, hacia finales del siglo XVIII, sea eminentemente interesada –interesada en que conlleve al sujeto, como
rédito, poder cargar con el peso de su existencia-, el arte no por eso pierde su artisticidad.

Él no dice que el arte de su época sea decadente o destinado sólo a satisfacer la abulia de las clases
dominantes, sino que no hay manera de que la relación con el arte no esté mediada por un interés, y que éste sea,
precisamente, el forjador de una imaginación inestable, además de delicada. Una imaginación que siempre tiene
como meta la búsqueda lo nuevo o lo extraño es una imaginación debilitada. El juicio de gusto padece como

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vicio lo que Kant ve como su virtud: la capacidad de abstraer la forma del contenido se vuelve inagotable. El
sujeto de ese tipo de juicio se cansa, cada vez con mayor rapidez, de las formas conocidas y busca formas
nuevas. Se deja llevar por lo que se presenta como extraño o como nuevo, pero lo extraño o lo nuevo, una vez
conocido, rápidamente deja de serlo (porque al juicio de gusto le sigue el juicio de conocimiento).

El nombre del arte es profanado cuando se le llama poesía a esto: a jugar con imágenes extravagantes o infantiles
para estimular deseos lánguidos, lisonjear sentidos apáticos y halagar paladares groseros. [Ídem, pp. 59-60]

El énfasis en lo grosero o en lo inculto pareciera tener que ver con esta masa -como la llama Schlegel- de
personas que se suman, todas juntas, como clase, al consumo del arte en términos de novedad o extrañeza.
Pareciera que la situación de los artistas, a fines del siglo XVIII, es la de satisfacer una demanda de novedad,
producto de que se ha incorporado al juicio estético una masa de personas que antes no cultivaba los placeres del
arte, de la comida, de la bebida o del disfrute del ocio. Casi podemos entender la posición de Schlegel como la
de un crítico cultural reaccionario, en cuanto a esta situación de los recién llegados. Antes que ver lo que esto
tiene de benéfico este carácter de masa, es decir, el hecho de que cada vez más personas hacen uso libre de sus
facultades de conocimiento para experimentar placer en el campo de las artes o de la comida, la bebida y los
paisajes, lo que encuentra es una presión por lo nuevo. Pero no es exactamente así como habría que pensar la
lectura de Schlegel. Si bien su punto de vista es el del crítico cultural, la manera en la cual enfoca el problema
del gusto conlleva una identificación con el artista, antes que con el receptor. Ese es su punto de quiebre con la
estética kantiana.

La postura schlegeliana, a diferencia de la kantiana, es de empatía con el artista, antes que de empatía con
el receptor. Es como si quisiera decir: nosotros, los artistas, estamos bajo la presión de un público que no para de
demandar novedad y extravagancia. No es que ese público esté gozoso de extraer la forma de cualquier objeto
cotidiano para producir juicios de gusto, sino que pide cada vez con más énfasis nuevos objetos u objetos
extravagantes con los que hacer uso libre de sus facultades. Se trata de un público que rápidamente se cansa de
lo bello y busca lo bello como nuevo o extraño. Al contrario de lo que pensaba Kant, la categoría de lo bello no
puede no ser interesante, hasta el punto de que su lugar lo ocupa directamente la categoría de lo interesante.
Podríamos incluso decir: bello no es lo que dice Kant, lo que place desinteresadamente, sino lo interesante.

Cambiando constantemente la materia, su espíritu sigue siendo el mismo: confusa mezquindad. En nuestro tiempo,
sin embargo, también hay un arte mejor, cuyas obras se destacan de entre las vulgares como altas rocas de entre
la indeterminada masa nebulosa de una región lejana. [Ídem, p. 60]

No se trata de que el arte haya entrado en decadencia, para Schlegel, sino de que ese sujeto empírico
capaz de educar el gusto (un burgués que imita a un aristócrata, así como el aristócrata imitó a otros aristócratas

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para aprender a juzgar, podríamos agregar nosotros), a mediados del siglo XVIII, una vez que empieza su
autoilustración, cada vez se cansa más rápidamente de los objetos que lo satisfacen. Los objetos del gusto, contra
lo que cree Kant, forman parte de lo agradable: son interesantes, antes que desinteresadamente placenteros.

Lo contrario de esta situación del gusto, propia de una cultura artificial –como llama Schlegel a la cultura
moderna- es la belleza pública, propia de la cultura natural. La cultura natural, esto es, la cultura antigua, es una
cultura de la belleza. En la cultura antigua, todo lo que pertenece a lo público es bello: desde los edificios hasta
las instituciones, desde los poemas hasta los discursos políticos. Lo bello no es, específicamente, un rasgo que se
corresponde con ciertos objetos, cuyo valor agregado sería ser bellos. La belleza antigua es natural: no está
creada artificialmente, como un valor extra. Todo lo griego (o todo lo romano), por ser griego o romano y en
tanto es griego o romano, es bello. En cambio la cultura artificial, la moderna, es una cultura del gusto. Y, a
finales del siglo XVIII, todos los que juzgan lo bello y lo sublime (que son, de acuerdo con sus facultades, todos
los seres humanos) viven en una cultura del gusto, a la cual corresponde el cambiar permanentemente de objetos.
Que el juicio estético sea inestable es parte de la cultura moderna, la cultura artificial. No es que estos sujetos
que cambian de gustos estén patologizados o pervertidos por el consumo rápido de los objetos artísticos, sino
que en realidad este cambiar de objeto es propio de la cultura moderna, propio de la cultura del gusto, la cual es
artificial, y no natural.

Lo bello es tan poco dominante en la poesía moderna que muchas de sus obras más excelentes son, evidentemente,
representaciones de lo feo;... [Ídem, pp. 60-61]

Aparece así una categoría que hasta ahora no había aparecido entre las categorías kantianas del gusto: lo
feo. Una cultura artificial, una cultura donde los receptores buscan lo interesante y lo buscan, específicamente,
en una esfera de la realidad, la del arte, necesita ampliar la categoría de lo bello, incorporando a ella lo agradable,
lo sublime y también lo feo. Es decir, para que bello sea lo mismo que interesante, lo bello tiene que ampliarse y
ser satisfecho por categorías que, previamente, no eran categorías estéticas, como, por ejemplo, lo feo, lo
monstruoso, lo colosal. Todo aquello que en la estética kantiana eran categorías limítrofes de lo bello –como lo
agradable y lo bueno- o de lo sublime –lo monstruoso, lo colosal, lo terrible- van a ir siendo incorporadas, ya en
el primer romanticismo, a la categoría de belleza. La belleza moderna no puede ser sino una belleza artificial, es
decir, una belleza creada a propósito, circunscripta a cierto tipo de objetos (los objetos artificiales, entre los
cuales los objetos artísticos serían los más artificiales de todos), hecha de la incorporación de todo lo no bello (de
todo lo que hasta ahora no había sido tenido por bello). Y todo lo que se logra con esta ampliación de la
categoría de lo bello es hacerlo más interesante; para poder despertar el gusto, que rápidamente se acostumbra al
objeto que tiene como paradigma de belleza, lo bello tiene que incorporar a lo feo, a lo sublime y a lo agradable.

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…y al fin habrá que confesar, aunque a disgusto, que hay una representación de la confusión en su más alto
grado, de la desesperación en toda su abundancia, que exige la misma -si no más alta- fuerza creadora y
sabiduría artística que la representación de la plenitud y la fuerza en perfecta armonía. [Ídem, p. 61]

Noten que es difícil para el artista de finales del siglo XVIII hacer desde cero un objeto bello que sea al
mismo tiempo interesante; y para eso necesita ampliar la categoría de lo bello. Ahora bien, hacer un objeto no
armónico -que represente lo feo, o lo terrible, o lo monstruoso- implica un esfuerzo mayor que el que requiere la
representación de la armonía. De este modo, la ampliación de la categoría de lo bello es proporcional al ansia
insatisfecha de los sujetos del gusto y al esfuerzo de los artistas por satisfacerla. De ahí la dificultad que tiene la
representación de lo bello interesante (como lo bello moderno, lo bello artificial), no porque lo feo sea más
difícil de representar que lo armonioso, o lo monstruoso que lo sublime, sino porque esa ampliación de la
categoría de lo bello es como un pozo sin fondo: aquello que demanda que se sigan buscando bellezas nuevas en
las antiguas fealdades es un ansia sin fin, un ansia infinita.

Las obras modernas más celebradas parecen ser distintas de este género, más por el grado que por la especie; y si
se encuentra algún atisbo de belleza perfecta, no está tanto en el goce tranquilo como en el ansia insatisfecha.
[Ídem, p. 61]

Contra el goce tranquilo aparece el ansia insatisfecha. Donde, para Kant, había belleza, para Schlegel hay
interés. Y el objeto de interés, el objeto interesante, debe ser tal frente a un ansia insatisfecha. Entonces, en lugar
de haber satisfacción, hay insatisfacción.

Estudiante: ¿Lo que produce esa ansia insatisfecha es la posesión, el interés, o es por la situación social y
política?

Profesora: Podríamos decir que el punto de vista schlegeliano es mixto. Por un lado, él pone un ojo en la
sociedad, y por otro lado, no podría poner ese ojo en la sociedad de la manera en que lo hace si no es a través de
la lectura de la Crítica del Juicio. Sin embargo, estas consecuencias que él ve no son consecuencias de la lectura
del texto de Kant por parte del mundo de los receptores, ni por la adopción de conductas en función de él, sino
que, en realidad, la mirada sobre esta situación es la de un lector privilegiado de la Crítica del Juicio, como lo es
Schlegel. Él es el que pone en términos de comparación la Crítica del Juicio y la sociedad, y ve hasta qué punto
el estado real de la burguesía no es tan avanzado como el de la Crítica del Juicio. Pero sobre todo, porque él no
aboga, en este texto, por una estética de lo nuevo, es decir, de la belleza artificial, sino por una estética de lo
bello, es decir, natural, como era, según él, la estética de los antiguos. Ahora bien, al mismo tiempo reconoce que
la estética de los antiguos no se puede recrear en términos de los modernos. La solución a este problema sería

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tener un gusto público, un gusto estable, como el gusto antiguo, que es como un no gusto: vivir en la belleza
implica no tener el problema del gusto: en las poleis griegas, los discursos políticos eran bellos, las instituciones
eran bellas, los edificios públicos eran bellos, las costumbres eran bellas: todo era bello, por lo tanto, no había
problema estético. Si se vive en medio de la belleza, no hay pregunta sobre la belleza. Bello es lo que es, y lo que
no es bello, no es. En una polis imbuida de la belleza no hay problema del gusto. Así, el gusto público no es el
problema del gusto sino la solución al problema del gusto.

Pero en la modernidad no puede haber gusto público. No hay posibilidades de recrear las condiciones de
una cultura natural en la cultura artificial. Las obras de arte modélicas de la modernidad, que son para Schlegel el
Hamlet de Shakespeare y el Fausto de Goethe, son obras que muestran, justamente, la escisión del sujeto, y no
su carácter unitario.

Si no, pareciera que el punto de vista schlegeliano, en este texto fuera clasicista, y es todo lo contrario. Él
es absolutamente crítico de los clasicistas. Dice que son almas viejas disfrazadas con ropajes antiguos. La
búsqueda del modelo en la Antigüedad es, más bien, un síntoma del cansancio de una cultura, y no de su vigor.
Por tanto, lo que sería la solución al problema del gusto, para Schlegel, es al mismo tiempo imposible: no se
puede volver a esa situación en la que se vivía en la belleza. No puede haber, en la cultura moderna, un gusto
público. Así, la filosofía debe cargar con el problema del gusto. El problema es que la estética es impotente
frente a él. No encuentra ni los principios del gusto ni los de la belleza. No capta bien el problema, ni encuentra,
por eso, la solución.

El Estudio sobre la poesía griega es el mundo invertido de la Crítica del Juicio. Todo lo que en el texto
de Kant tiene un signo, en la sociedad burguesa, que refleja críticamente Schlegel, aparece con el signo
contrario. La belleza entendida como desinterés se vuelve, en la sociedad, interés. Y lo que era goce tranquilo se
convierte en ansia insatisfecha. Todo lo que gusta puede dejar de gustar rápidamente.

Los límites de la ciencia y del arte, de lo verdadero y de lo bello, están tan confusos que incluso se ha vuelto
titubeante, casi en general, la convicción de la inmutabilidad de aquellos eternos límites. La filosofía poetiza y la
poesía filosofa. La historia es tratada como poesía y ésta como historia. Incluso los géneros literarios confunden
recíprocamente su función. Una atmósfera lírica se convierte en el tema de un drama y un motivo dramático es
comprimido en una forma lírica. Esta anarquía no se detiene en los límites externos, sino que se extiende a todo el
terreno del gusto y del arte. La fuerza productora es incansable e inconstante. Tanto la receptividad individual
como la pública son siempre igual de insaciables e insatisfechas. [Ídem, p. 61]

Dada esta situación social del gusto, los roles que tienen que cumplir los géneros, así como las disciplinas
–ciencia, arte y filosofía- se confunden. Aparece así, casi como un efecto de esta situación y al mismo tiempo

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con posibilidades de ser su causa, la teoría. Ni bien el gusto se muestra inconstante, tiene que aparecer una teoría
del gusto, es decir, una búsqueda de principios del gusto, como para poder responder a las demandas del gusto.
En lugar de haber poéticas, como en la primera mitad del siglo XVIII, que prescriben cómo tienen que ser las
obras de arte para satisfacer un gusto estable y que tiene al modelo clásico como horizonte, lo que aparece es una
teoría del gusto casi como una teoría del capricho humano; un búsqueda de los principios del sujeto como para
ser estudiados en términos de poder ser satisfechos por las obras de arte. Más que una preceptiva, la teoría
aparece como una psicología del gusto. Antes que decir cómo tienen que ser las obras de arte para ser siempre
idénticas a sí mismas y perfectas, la teoría trata de entender qué es lo que quiere el receptor -el cual es voluble,
cambiante y siempre quiere lo nuevo- para poder satisfacerlo. Por lo tanto, la teoría del arte sería una teoría de lo
nuevo; una teoría de la inestabilidad del gusto, antes que una preceptiva de las obras de arte. La situación de
finales del siglo XVIII es la inversa de la de principios del siglo. En lugar de preceptivas para las obras de arte
hay teoría del gusto. El punto de vista estético, como punto de vista dominante, es el del receptor: la estética es
una filosofía del gusto, no una filosofía del arte.

Con la asunción, por parte de Schlegel, de que el punto de vista dominante en la estética de su tiempo es
el punto de vista del receptor, aparece, como problema, el fenómeno de la moda, que tiene que ver, justamente,
con la caducidad permanente del gusto y, sobre todo, con la ausencia de un gusto público. Es decir, el gusto que
en Kant aspiraba a la universalización, en la sociedad es caprichoso y privado, y también por eso, inestable. Así,
hacer una teoría del gusto es, en la medida en que se atiene a la sociedad, hacer una teoría de la veleidad
humana: una teoría de la moda. A diferencia de las preceptivas, que tomaban como modelos a las obras de la
antigüedad clásica y extrapolaban sus principios a las obras contemporáneas (y así, en lugar de ser obras clásicas,
obtenían obras neoclásicas), esta teoría del gusto que se busca hacer después de Kant es una teoría que vuelve a
partir de la anarquía del gusto, para tratar de entender qué tiene que hacer un artista para satisfacer al público,
cuando el público no sabe lo que quiere, o bien lo que quiere es que haya siempre algo nuevo. Pero ¿cómo
podría saber el artista qué es lo nuevo? Si hay algo no sistematizable, es precisamente lo nuevo, aquello que va a
sorprender al público. De ahí que toda obra de arte moderna, en tanto no puede no ser artificial, pueda fracasar,
en la medida en que tiene una voluntad intrínseca de ser nueva, y puede no ser vista como tal. Si no es vista
como nueva, pasa desapercibida.

Pero el problema es que lo que se piensa respecto de cuál es la norma del gusto, en una cultura artificial,
es también una malversación de la teoría kantiana del genio. Se piensa que la norma del gusto la pone el genio,
por lo tanto, la sociedad está permanentemente deduciendo de él, como figura de lo extraordinario, la norma.

Todo nuevo fenómeno brillante despierta la confiada creencia de que ahora se ha alcanzado la meta, la suma
belleza; de que se ha encontrado la ley fundamental del gusto, la norma suprema de todo valor artístico. Mas el

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momento siguiente pone fin a la fiebre, entonces llega la sobriedad, se destruye la imagen del ídolo mortal y se
consagra en su lugar uno nuevo, cuya divinidad a su vez no durara más que el capricho de sus adoradores. [Ídem,
p. 61]

Podríamos pensar en una paradoja del genio. De la figura del genio, entendida como una individualidad
extraordinaria y extravagante, se deduce la norma de lo nuevo, que por supuesto va a caducar rápidamente.
Cuando aparece, lo hace como si fuera a durar para siempre; como si esa norma tuviera el rango de lo eterno. En
la medida en que cae, y esa caducidad indica que la figura de la que emanaba no era en realidad un genio, la
figura del genio mismo dura lo que sus adoradores decidan. Es como si dijéramos: se es genio hasta que se deja
de serlo. El público se vuelve, así, tiránico respecto de la genialidad de los artistas (Es notable el hecho de que
Schlegel piensa como si él fuera un artista, más que un crítico: como si pesara sobre él la tiranía del público, y el
carácter voluble del gusto).

La teoría del genio, en la Crítica del Juicio, no es la teoría del individuo genial, de aquél que introduce
una innovación en un campo artístico particular –en ese caso, la teoría sería imposible: no se puede hacer una
teoría idealista a partir de la excepcionalidad, salvo para mostrar las condiciones de posibilidad de esa
excepcionalidad-, sino la teoría que explica cómo puede haber en una obra de factura humana, como es la obra
artística, algo que llamamos belleza. Por eso en el §46 encontramos una definición del arte bello a partir de la
categoría de genio: el arte bello es arte del genio. Y a esa definición (que aparece en el título del parágrafo 46) le
sigue la definición de “genio”:

Genio es el talento (dote natural) que da la regla al arte. Como el talento mismo, en cuanto es una facultad innata
productora del artista, pertenece a la naturaleza; podría expresarse así: genio es la capacidad espiritual innata
(ingenium) mediante la cual la naturaleza da la regla al arte.

Cuando uno lee esta definición por primera vez, puede pensar que lo que Kant trata de explicar con la
categoría del genio es qué cualidad tiene un individuo (y esa cualidad sería un talento natural) como para que le
pueda dar la regla al arte. En el arte de la época en que se forma el individuo que va darle una regla nueva al arte
–y en una época, como el siglo XVIII, donde los estilos públicos cambiaron del barroco al clasicismo, sin olvidar
el rococó-, hay reglas y este individuo –o, mejor dicho, la obra de este individuo- las cambia, creando una nueva
(no, simplemente, destruyendo las que están vigentes). Sin embargo, lo que trata de explicar Kant con la figura
del genio es exactamente lo contrario de lo que parece indicar, en primera instancia, su definición: ¿cómo se
explican las reglas –en tanto son reglas no obligatorias- de las obras de arte? Kant no se pregunta por algo que
puede responderlo la investigación empírica dentro de la Historia del Arte. Lo que se pregunta, en relación a esas
reglas no obligatorias con las que se produce belleza artística es: ¿por qué no son siempre las mismas? ¿Cómo es

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posible que las reglas del arte cambien para que la belleza artística cambie? El genio explica que en una obra
aparezca algo que nunca ha sido visto, algo que ha sido hecho según una regla que es nueva respecto de las
vigentes. El genio explica el cambio en los criterios de la belleza a lo largo de la historia del arte; explica, en
última instancia, que la belleza artística tenga una historia. Decir que el genio explica la generación de reglas a lo
largo de la historia del arte equivale a decir que “hay una historia del arte” que es a la vez “una historia de la
belleza” (hasta ahora, la fealdad no ha ingresado, como categoría estética, a la historia del arte: en todo caso, si
un artista representa un objeto “feo”, por el solo hecho de representarlo, lo representa como “bello”). Más allá de
que la obra sea anónima, colectiva, o de un solo autor, Kant se pregunta: ¿cómo entra en ella la belleza? Por otra
parte, ¿por qué la belleza no es siempre la misma en los objetos artísticos? (es decir, ¿por qué los objetos
artísticos, como objetos bellos, tienen una “historia”?) Porque la belleza la pone alguien, se puede decir.

Kant introduce la figura del imitador (que también la introduce Schlegel en Sobre el estudio de la poesía
griega) como la de aquel que aprende las reglas. En el § 32 y en el § 33 de la Crítica del Juicio, dice que el
modo de aprender lo bello es en el modo de la repetición de los aciertos. Justamente, se nos enseñan las grandes
obras de cada campo artístico en función de los aciertos y no en función de los errores. Por lo cual uno podría
decir que todo el aprendizaje humano es por imitación (en las artes) o repetición (en las ciencias), como para que
en medio de lo repetido y lo imitado reluzca lo nuevo (la nueva regla). En medio de la repetición apreciamos lo
que una obra tiene de nuevo, de original, de diferente de las otras obras que se hicieron a la par. Eso es, de
alguna manera, lo que aprendemos institucionalmente. La teoría kantiana del genio no es la teoría de un
individuo extraordinario, sino justamente de lo contrario: una teoría del modo en el cual se cambian las reglas
mientras se trasmiten las reglas. Es lo que explicaría que exista la historia del arte como la historia de las reglas
para producir belleza (hasta ese momento, el arte producía belleza).

Schlegel habla del fin del gusto público. Hacia finales del siglo XVIII, se ha acelerado el cambio de las
reglas del gusto. La demanda social de lo nuevo tiene que ver también con que se han democratizado, hasta
cierto punto, los conocimientos sobre arte. Se han difundido, a través de los salones, dentro de algunos círculos
de la burguesía, los contenidos de la historia del arte. En el siglo XVIII, existe la posibilidad de comparar estilos
públicos y de saber que hay distintos conceptos de belleza.

En su libro El amor al arte. Los museos europeos y su público (1969), Pierre Bourdieu y Alain Darbel
plantean el problema del placer estético desde el punto de vista de la sociología. Las conclusiones que sirven de
introducción al libro las obtienen de una investigación de campo sobre las visitas a los museos de arte franceses.
El punto de vista de los autores, en este sentido, es el inverso del de Kant: lo que analizan ellos es el
comportamiento de las distintas clases sociales que van a los museos (entre las que predominan las clases medias

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cultas, sobre todo –ironizan ellos- porque siempre son quienes se consideran más cultas de lo que en realidad
son), para llegar a la conclusión de que existe el privilegio de clase; lo que analiza Kant son las condiciones de
posibilidad de los juicios que podrían realizar todos los hombres y mujeres del mundo, independientemente de
sus clases sociales, pero sólo los realizan los miembros de las clases cultivadas. Ahora bien, cuando la teoría
kantiana llega al problema del “arte bello como arte del genio” aparece de algún modo su límite, como si la
propia teoría se pusiera a prueba a sí misma. Bourdieu y Darbel leen a Kant a partir de ese límite, que para ellos
estaría dado por el “gusto bárbaro” (atribuido a las clases populares) como aquel que es incapaz de diferenciar lo
bello de lo agradable. Esta incapacidad de separar lo bello de lo agradable en la época de Kant estaba más
asociada con la burguesía como clase ascendente que con las clases poco cultivadas de las que hablan Bourdieu
y Darbel como aquellas más directamente excluidas –excluidas por sí mismas- del museo de arte. No obstante,
ellos sostienen que de ahí resulta que

…una obra de arte de la que se espera que exprese inequívocamente una significación trascendente al significante
sea tanto más desconcertante para los menos preparados cuanto más completamente revoque (como las artes no
figurativas) la función narrativa y designativa [Bourdieu, Pierre; Darbel, Alain, El amor al arte. Los museos
europeos y su público, trad. Jordi Terré, Buenos Aires, Paidós, 2003, p. 80]

Por supuesto que, como se trata de una investigación de campo hecha en 1969, aspira a ser leída a partir
de la contundencia de los datos estadísticos (aun cuando todos sepamos que los datos que aporta una estadística
en una investigación sociológica también se construyen junto con la interpretación). Y, en este sentido, esta
interpretación sociológica es insostenible a partir de la letra de la Crítica del Juicio, en la medida en que aplasta
el punto de vista trascendental. Pero, de todos modos, me interesa que ellos pongan el dedo en la llaga cuando
aparece la figura del museo que excluye a ciertas personas porque, precisamente, podría incluirlas. No hay nada
que impida que alguien entre a un museo, sobre todo si la entrada es libre y gratuita. Pero por eso mismo el acto
de entrar al museo revela un sistema de presupuestos y conocimientos que tienen que ser aprendidos
previamente, aunque no sean requeridos para la interpretación específica de las obras de arte que se van a visitar.
Supone, además, cierto criterio para encontrar redundancias entre las obras y para establecer, por contraste con
esas redundancias, diferencias que se constituyen en modos de la originalidad para cada época. Y el punto ciego
de la teoría del genio de Kant está más bien del lado de no poder pensar (dentro del marco de una Crítica del
Juicio) de qué modo se construye la historia del arte como historia de los cambios en el criterio de la belleza:
como una historia, a su vez, de la historiografía. Boudieu y Darbel desconfían de los historiadores del arte más
de lo habitual: ¿qué pasaría si los naturalistas e impresionistas franceses, entre 1680 y 1880, no hubieran firmado
sus cuadros?, se preguntan citando a Longhi. Si bien la originalidad se construye a partir de la diferencia con las

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redundancias, cada época tiene su propio criterio para reconstruir lo que son redundancias y diferencias en el
respectivo pasado.
La idea de redundancia y originalidad, pensada a partir de este sentido en que la entienden Bourdieu y
Darbel, no puede depender solamente de los criterios de la comunidad de los artistas. Son criterios en los que
interviene el sistema de las artes en su conjunto, que en la época de Kant estaba todavía en formación.

Respecto del cambio en las reglas con que el arte produce la belleza, volviendo al texto de Kant, uno
podría decir: el problema de esas reglas es justamente que son reglas. No son leyes. No son leyes como son
leyes las leyes de la naturaleza. Se trata de algo que por definición puede cambiar. No son reglas que tengan una
obligatoriedad más allá de la vigencia que les den los hombres de una época. Por la misma razón que las reglas,
en las artes, se pueden enseñar y aprender, se pueden cambiar. La no obligatoriedad de las reglas del arte se
contrapone a la obligatoriedad de las normas (del derecho) y de las leyes (de la naturaleza). Las reglas del arte se
siguen porque lo producido por ellas -la belleza- place socialmente.

Ahora bien, lo que nota Schlegel en 1797, en Sobre el estudio de la poesía griega, es cuán rápidamente
cansa la belleza y cuán elevada es la demanda de que los objetos artísticos estén hechos de una manera que el
receptor, frente a ellos, no identifique cómo han sido hechos y que, justamente por eso, le parezcan por sí
mismos geniales. Como si lo que existiera socialmente fuera una parodia de la genialidad. En la medida en que
el receptor reclama de todo objeto artístico que sea interesante, exige de él que tenga una belleza cuyas reglas
(las reglas que lo han producido) resulten, por lo menos en un primer momento, incognoscibles. Como si lo que
se demandara del arte fuera que cambie (y no que no cambie) las reglas de la belleza.

Retomando el punto de partida de la clase, podemos decir que Schlegel usa la Crítica del Juicio para
hacer una crítica cultural. No porque él piense que el juicio estético tiene que practicarse en sociedad tal como lo
fundamenta la Crítica del Juicio (el punto de vista kantiano, sabe él bien, es un punto de vista filosófico-
trascendental), sino porque lo que teoriza Kant en esa obra es un libre juego entre las facultades que va tender a
la insatisfacción en la búsqueda de la satisfacción. Ésa sería la paradoja del gusto, paradoja que el propio Kant no
podría leer entre líneas en su estética, pero sí puede leerla Schlegel.

Cuando Schlegel, en el Studium, habla de poesía griega y poesía moderna, define el término poesía así:
es todo discurso cuyo objetivo principal o secundario es lo bello. Por lo tanto, bello puede ser el arte, pero
también la historia, las costumbres, la política y, en ese sentido, bellas eran todas las manifestaciones de la vida
griega. En la modernidad -en la que Schlegel reconoce estar inserto-, la belleza es un constructo y, en este
sentido, no puede no ser artificial.

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Lo que caracteriza a la belleza es que es una representación de la plenitud y de la fuerza de una
comunidad que vive en armonía. Es decir, no puede haber belleza que aparezca en el arte si no está en la
realidad. Si en la polis griega hay belleza, no es porque alguien se la agrega a las instituciones, a los discursos, a
las leyes, etc., sino porque la belleza ya está allí: pertenece a lo griego, en tanto lo griego es lo propio de una
comunidad que vive en plenitud y armonía. En la cultura moderna, en la medida en que la vida social, por su
desigualdad, no puede no ser conflictiva, no puede haber una belleza que no sea artificial, es decir, no puede
haber otra belleza que la que se crea para que pueda ser disfrutada en un tiempo y un espacio diferenciados: el
tiempo y el espacio del ocio. Toda belleza posible, en la cultura moderna, es una belleza que no pertenece a la
sociedad. La sociedad moderna es desarmoniosa. La belleza, en ella, siempre está aislada: es una experiencia
subjetiva, desconectada del todo social.

Los griegos tenían belleza natural, los modernos tienen belleza artificial: buscan cosas interesantes. La
belleza, en la modernidad, es algo que el sujeto construye artificialmente, con el libre juego de las facultades de
conocimiento. Por eso, lo que se juzga bello place sólo un instante, para luego dejar de producir placer: no hay
manera, bajo estas condiciones de artificialidad, de que lo bello se sostenga en el tiempo. La forma de hacer a lo
bello interesante (cuando lo bello tiene que ser producido por los artistas) es incorporarle –de ahí que lo bello,
para Schlegel, siempre sea bello artificial- todo lo que antes no era considerado bello: lo feo, lo sublime, lo
agradable, lo bueno, es decir, todo lo que para Kant delimitaba lo bello. Y asimismo, después habrá que
incorporarle todo lo más contrario a lo bello: lo enfermo, lo deforme, etc. Todas las categorías limítrofes posibles
y, cuando no alcancen, todas las categorías más lejanas.

Ahora bien, si en la cultura moderna no hay (ni puede haber) un gusto público, es porque no hay
costumbres públicas. La vida está escindida entre la vida pública y la vida privada; entre la esfera de los
negocios y la de los sentimientos. Por lo tanto, la caricatura del gusto público es la moda. Lo que hay en la
cultura moderna, en lugar de gusto público, es moda. La moda –definida por Schlegel- consiste en rendirle
homenaje, a cada momento, a un ídolo distinto. La moda es siempre una idolatría provisional. Lo nuevo hace
creer, cuando aparece, que se ha alcanzado la belleza, que se ha encontrado una norma fundamental del gusto, la
norma suprema de todo lo artístico, y que ya no será necesario volver a cambiarla. Sin embargo, esa no es sino
otra de las paradojas del gusto, una paradoja que es, al mismo tiempo, la clave de la modernidad estética: lo
nuevo se presenta como lo original y, en tanto original, como la verdadera norma del arte. El degustador de arte,
el esteta, parece querer decir: que cese para siempre el gusto privado y que se instale un gusto público. Ahora
bien, eso es imposible, porque precisamente, lo característico del gusto es su mutabilidad. De hecho, que no haya
más gusto privado sino público es un objetivo de las vanguardias del siglo XX, pero en los términos del siglo
XVIII no se puede plantear sino como la paradoja misma del gusto. Para poder instalar un gusto público habría

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que cambiar la sociedad. Y precisamente ese será el ideal de las vanguardias: que una nueva forma de vida haga
que vivamos en la belleza porque vivimos en la verdad. Pero, mientras tanto, para el sujeto escindido, el sujeto
moderno, no puede haber gusto público, aunque lo desee. Y cada vez que aparezca lo nuevo dirá: esto es lo bello
para siempre. Porque no es que el sujeto moderno sabe de antemano que se va a cansar de la belleza. No. Es que
el gusto moderno, dice Schlegel, es lánguido: por eso es exigente, tiránico con los artistas.

Lo nuevo no es, entonces, lo verdadero. Y no puede serlo, porque la norma del gusto –en esto, Schlegel
es estrictamente kantiano- no es obligatoria. En la libertad que Kant descubre en el juicio de gusto está,
precisamente, su problema: ¿por qué, si hay libertad en el juego de las facultades, lo que gusta un instante tendría
que gustar todos los instantes posibles? Ahora bien, Kant no está diciendo, tampoco, que lo que place, place para
siempre. Está diciendo que el sujeto tiene facultades que se disponen de determinada manera cuando, en lugar de
conocer el objeto, se dejan llevar por el sentimiento de placer que le provoca la forma del objeto en tanto
representación y no en tanto el objeto es algo existente y consumible.

Lo que Schlegel critica es la figura de lo nuevo como brillante, porque lo brillante es confundido con lo
original. Y lo original es indicador de lo último, pero en realidad es lo primero. Cuando algo es original, cuando
uno dice “esto nunca fue visto antes” aun cuando esto que se dice no haya sido comprobado -es decir, cuando es
simplemente el estado de las facultades del sujeto lo que hace que declare del objeto que es original- este objeto,
en tanto no tendría antecedentes, en tanto irrumpiría en el mundo sin ser parecido a nada, sería lo primero –como
lo primero de una serie, en todo caso, pero primero al fin-; y el efecto de lo que acaba de conocerse y se presenta
como nuevo es que el sujeto se lo represente como si fuera original.

En este sentido, lo bello -pensado después de Kant- no puede ser ya nunca más lo bello en sentido
antiguo, como tampoco lo era ya para Kant. Recordemos que en el tercer momento de la Analítica de lo bello de
la Crítica del Juicio Kant diferencia la belleza de la perfección. No puede haber algo que se pueda considerar
bello por perfecto, en tanto lo perfecto responde a un modelo. El modelo es característico de la belleza adherente,
y no de la belleza libre. Yo podría decir de un niño, de una mujer o de un varón “qué bello” o “qué bella”, pero
es muy difícil que, en esos casos, yo pueda juzgar la belleza del objeto sin compararla con un modelo. Por algo
se les dice “modelos” a las personas que encarnan un ideal humano de belleza en cada época: parecieran tener
todos los rasgos de la perfección física tal como es entendida en el respectivo presente.Ya la belleza entendida en
sentido antiguo -identificada con la perfección o excelencia- es imposible para el propio Kant. Lo que place al
sujeto moderno tiene, sin que él lo sepa, alguna irregularidad (de manera que sea más difícil identificar al objeto
con su concepto y su finalidad). La belleza libre es más susceptible de generar juicios de gusto que la belleza
adherente.

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Pero en la sociedad de finales del siglo XVIII tampoco puede decirse que esté vigente la concepción de
lo bello en sentido kantiano, es decir, como complacencia o contemplación desinteresada. En medio de la tiranía
del gusto no público, ni lo bello antiguo ni lo bello kantiano pueden ser lo bello. Lo bello tiene que ser lo nuevo,
y lo nuevo tiene que tener los rasgos de lo brillante, de lo que llama la atención, de lo que está rodeado de
encanto –algo que para Kant era propio de lo agradable de la sensación, y no de lo bello del sentimiento-. Por
eso la poesía que satisface una demanda tan permanentemente insatisfecha, una demanda tan imperativa, es una
poesía extravagante. La extravagancia no es algo vicioso, en la belleza moderna, sino necesario; es el mínimo
indispensable como para que el objeto en cuestión llame la atención. Los objetos de una cultura artificial tienden
a ser brillantes, llamativos, atractivos a los sentidos, encantadores, arrobadores, deslumbrantes, excéntricos, es
decir, extravagantes. Nada demasiado normal, común, muy visto, puede ser declarado bello. Cada vez más, la
belleza se va ir engullendo a sus opuestos, precisamente porque lo que se juzgue como bello tendrá que ser algo
cada vez más extravagante, más inusual.

Las obras modernas más celebradas parecen ser distintas de las obras clasicistas, que buscan la perfecta
armonía; pero más, dice Schlegel, por el grado que por la especie. En este punto, lo que él marca es que este
estado de anarquía del gusto hace que también lo clasicista, en tanto armonioso, pueda gustar a continuación de
una belleza moderna muy extravagante. Es decir, una vez agotado el gusto de la extravagancia, una obra
clasicista o incluso una obra del pasado puede volverse bella.

El gusto busca la variedad: una obra clasicista, antes que ser de otra especie que una obra moderna, es
una obra de otro grado de belleza, porque tiene una armonía que, en términos del cansancio permanente del
gusto, podría volver a gustar, en tanto podría ser “nueva” cuando se ha vuelto inusual. De hecho, el rescate de las
bellezas y de las fealdades antiguas es parte de este programa del primer romanticismo. Por ejemplo, la
recuperación del gótico como belleza, por parte del Goethe y los primeros románticos, la recuperación del arte
medieval en general, que no tiene proporción centralizada; pero también las bellezas de la antigüedad, como las
tragedias y comedias griegas, podrían alternarse perfectamente con las bellezas modernas en términos de que el
gusto busca la variedad.

Lo que caracteriza a la moda, como reemplazo del gusto público, es lo cíclico: lo que dejó de estar de
moda puede volver a estarlo en otra temporada. Lo que fue modélico, en la medida en que deja de serlo, puede
convertirse en otro tipo de belleza. No inmediatamente, pero sí después de cumplido un ciclo de olvido. Así,
volver a los antiguos o a ciertas bellezas medievales puede ser también un modo de la extravagancia.

Se trata, precisamente, de la belleza perfecta de la obra clasicista como algo que satisface por un tiempo

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el goce tranquilo, y de la belleza extravagante como lo que satisface, durante otro tiempo, esa ansia insatisfecha
en el modo de un goce intranquilo, de un interés. Pero no se trata de que alguien adopte un gusto y lo pueda
sostener en el tiempo, sino de una inestabilidad que es, de alguna manera, la consecuencia de lo que Kant teorizó
como libertad en el juicio estético. Esta libertad, decíamos, tenía que ver con el instante del juicio de gusto, antes
que con una capacidad que se pueda conservar en el tiempo y activar siempre de la misma manera, a voluntad
del sujeto. No es que el sujeto se pueda disponer a gustar de las obras del pasado cuando va al museo
simplemente porque no quiere desperdiciar el tiempo de ocio. No puede decir: en lugar de conocer (de re-
conocer las obras de las que ya sé su nombre y las he visto en reproducciones), voy a disfrutar de tenerlas
delante. El sujeto podría tener, en esas circunstancias, una experiencia enteramente de conocimiento y no de
gusto. O podría sentir placer durante la primera media hora de la visita al museo y, a partir de ahí, empezar a
tener una experiencia estricta de conocimiento (viendo una por una las obras que una guía o catálogo le indican
que tiene que ver).

Lo que teorizó Kant como juicio estético no estaba exento, en virtud de su aspiración a lo público, de
permanecer insatisfecho. El hecho de que haya, según el segundo y el cuarto momento de la Analítica de lo
bello, una aspiración a la universalización en términos de compartir el propio juicio no quiere decir que la
capacidad de juzgar no necesite activarse por un desvío del conocimiento hacia el placer ni, mucho menos, que
un juicio sobre la belleza de un objeto vaya a durar en el tiempo, como si se pudiera repetir indefinidamente,
después de la primera vez, sólo por tener las facultades que permiten emitirlo.

La época moderna se alejó de lo bello cuanto más lo ansiaba, dice Schlegel. No importa que el artista
persiga lo extravagante, lo voluptuoso, lo florido, lo cautivador –incluso como parodia de lo moderno- o lo
contario: lo perfecto, lo redondo, lo fino; que se incline por el gusto francés, por el gusto inglés o por el gusto
italiano; lo que busca, y lo que lo apremia, es satisfacer una receptividad insaciable e insatisfecha. Este carácter
insatisfecho del juicio de gusto, teorizado por el Estudio sobre la poesía griega, podría leerse como la mitad
sombría de la Crítica del Juicio; es lo que Kant no puede teorizar y Schlegel pone en texto.

La exigencia de lo nuevo es propia de un gusto débil, no de uno fuerte. En términos menos


nietzscheanos (los del par fortaleza / debilidad), y más próximos a los de Schlegel, el gusto socialmente
existente es un gusto privado o –podríamos agregar nosotros- privatizado, en el sentido de que alguna vez -en
el mundo antiguo- fue público. Schlegel piensa, en términos estrictamente poskantianos, lo que en términos
nietzscheanos sería una estética del efecto:

El público más selecto, en el fondo completamente indiferente ante toda forma y sólo lleno de una sed
insaciable de temas, no exige del artista nada más que individualidad interesante, con tal que se produzca un

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efecto, si ese efecto es fuerte y nuevo. Entonces, la manera y el tema en que se produzca [el efecto de lo
interesante] es tan indiferente para el público como la armonía de cada uno de los distintos efectos hacia un
todo perfecto. […] Con cada goce, los deseos se vuelven aún más vehementes; con cada concesión, las
exigencias suben cada vez más alto, y la esperanza de una satisfacción final se aleja cada vez más. Lo nuevo
se vuelve viejo; lo peregrino, corriente, y los estímulos de lo atractivo se embotan. Cuando la propia fuerza es
más débil y el instinto artístico menor, la floja receptividad se hunde en una indignante impotencia; el gusto
debilitado, al fin, no quiere ya aceptar más alimento que asquerosas crudezas, hasta que se extingue por
completo y acaba en una decidida nulidad. [Ídem, p. 63]

En Schlegel hay un modo kantiano de preguntarse por la anarquía estética de la época: como
esperando un giro copernicano. Parece un modo de preguntarse al que sólo puede responderse, podríamos
agregar, con un giro copernicano.

Quizá haya llegado el momento decisivo en el cual, o bien es inminente un completo perfeccionamiento del
gusto después de lo cual ya nunca podrá volver a hundirse sino que tendrá necesariamente que progresar, o
bien el arte caerá para siempre y nuestra época tendrá que renunciar por completo a todas las esperanzas de
belleza y restablecimiento de un arte auténtico. [Ídem, p. 65]

El Studium repite, para su respectivo problema, la pregunta kantiana respecto de la metafísica: ¿qué
giro tendría que dar la estética para progresar? Exceptuando a la Crítica del Juicio -sin cuya lectura Schlegel
no podría haber escrito el Studium-, podríamos decir que ni las poéticas -estableciendo principios a priori
para las obras de arte- ni la crítica de arte -tratando de encontrarlos a posteriori en las obras ya hechas-
logran crear una solución al problema de la falta de un gusto público y la necesidad de establecerlo. Noten
que digo establecer y no restablecer un gusto público a la manera antigua. Es decir, de poder establecerse un
gusto público, habrá que establecerlo a la manera moderna, a la manera de la cultura artificial de la que habla
Schlegel, y no a la manera de la cultura antigua, que es una cultura natural. La sociedad burguesa no puede
llegar a ser una comunidad a la griega: no hay manera de que los modernos sean antiguos a no ser
disfrazándose de ellos, como hacen los clasicistas.

Por lo tanto, la postura schlegeliana, a su modo, es receptiva del giro kantiano: hay que tener claridad
sobre el principio de formación del gusto, sobre el espíritu de su historia hasta la fecha, para dar con el
sentido de sus afanes y actitudes, con la dirección de su carrera y con su meta. Hay que pensar el gusto desde
el problema de su principio de formación. El gusto es un fenómeno filosófico complejo: ni un fenómeno
psicológico ni un fenómeno sociológico. No se puede legislar sobre el gusto (el juicio estético está basado en
el placer, no en el conocimiento), pero tampoco por eso se debe creer que sobre el gusto no se puede escribir,
porque es arbitrario, caprichoso, veleidoso, cambiante y, en ese caso, sólo se lo puede historiar y dar cuenta

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de sus cambios.

A su vez, Schlegel advierte, en el fragmento 12 de Fragmentos Críticos, cuán dificultoso va a ser,


para la filosofía postkantiana, pasar de la filosofía del gusto a la filosofía del arte:

[12] En aquello que se denomina filosofía del arte, falta habitualmente una de las dos: o la filosofía o el arte.
Uso la traducción de los Fragmentos críticos de Cecilia González y Laura Carugati, que está incluida
en el libro de Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy El absoluto literario. Teoría de la literatura del
romanticismo alemán (Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2013). Este libro, publicado originalmente en 1978, es
un ensayo de estos dos filósofos franceses sobre el primer romanticismo alemán, y además un trabajo de
traducción al francés de todos los textos de los que están hablando, de modo que contiene todos los
fragmentos.

El fragmento 12 plantea cuál es la dificultad de la estética para dejar de ser una filosofía del gusto y
convertirse en una filosofía del arte. La estética recién es plenamente una filosofía del arte con Schelling,
cuyas clases de Filosofía del arte están publicadas con ese título. El primer romanticismo incluye al joven
Schelling, que formó parte del Círculo de Jena. Los hermanos Schlegel (Friedrich y August) constituían su
ala fundadora, dado que eran los directores y creadores de la revista Athenaeum, en la que se publicaban sus
textos. El Círculo de Jena se nucleó alrededor de esta revista, y también en torno a la adoración por Fichte, no
correspondida por él (él no se consideraba parte de ese círculo, pero sus miembros lo consideraban su
filósofo de cabecera y su inspiración).

El Círculo de Jena dura tres años: entre 1797 y 1800. De él formaban parte Schelling, los hermanos
Schlegel, Schleiermacher, Tieck: una serie de figuras que hoy se las suele estudiar por separado, y que en ese
momento, el de su juventud, formaban parte de un colectivo.

Ahora bien, el joven Schelling, desde un comienzo, piensa en darle al programa del primer
romanticismo la forma de un sistema, igual que el joven Hegel, mientras que los hermanos Schlegel
permanecen en la ironía, en la lógica de la infinitud del yo. El primer romanticismo -a mi modo de ver y de
acuerdo con nuestro programa- no tendría que ser identificado con la ironía y el fragmento, como si fueran
sinónimos, porque si así lo hiciéramos estaríamos dejando afuera del primer romanticismo al joven Schelling.
El joven Schelling, insisto, tiene desde el comienzo la idea de que la filosofía romántica requiere de una
forma sistemática, y no de la fragmentaria forma de la ironía. La disputa de fondo es si el romanticismo debe
tener una forma fragmentaria o una forma sistemática. Recién con la idea de sistema, los dos componentes de
la filosofía del arte a los que refiere Schlegel en el fragmento citado (filosofía y arte) se van a poder articular

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en un todo.

En primera instancia, el problema estético es, en 1797, lo que queda del gusto, es decir, la centralidad
del sujeto, que es completa y se completa a sí misma. El protagonismo del yo –el yo burgués- no pretende ser
estrictamente social, o sociocultural, sino también político. Es decir, se aspira a que el privilegio se convierta
en derecho; que la aspiración del juicio estético a la universalidad pueda realizarse en la historia. La
aspiración a la universalidad del juicio estético tiene algo en común con la “Oda a la alegría” de Schiller, que
es de 1785 y es el texto poético que será convertido en la parte coral de la 9ª sinfonía de Beethoven, y cuyo
título original es An die Freude, es decir, “A la alegría”. Voy a leerles la interpretación que hace Esteban
Buch de la relación que tiene la “Oda a la alegría” de Schiller con el momento político de finales del siglo
XVIII:

La alegría es signo de pertenencia a la comunidad humana, bajo la condición de la amistad o el amor. Es


también el principio trascendente del universo natural; el elogio de la naturaleza desemboca en una
invocación a Dios, que el coro prolonga interrogándose sobre la prosternación y exhortando a alzar la
mirada. La versión de 1785 esboza en la última estrofa un verdadero programa. [Buch, Esteban, La novena de
Beethoven. Historia política del himno europeo, trad. de Juan Gabriel López Guix, Barcelona, Acantilado,
2001, pp. 84-85]

Ahora les leo la última estrofa de la Oda a la alegría. Dice Schiller:


[…¡] se romperán las cadenas de los tiranos
habrá clemencia hasta para el malvado
esperanza para el moribundo
gracia en el juicio supremo!
¡También vivirán los muertos!
Hermanos, bebed y sumaos al canto,
todos los pecadores serán perdonados
y nunca más existirá el infierno.

Noten, en la última estrofa, el salto a lo que podríamos llamar el nivel utópico-revolucionario de la


“Oda a la alegría”. La Oda parte, en su comienzo, de un motivo común, que -como explica Buch- era, en
realidad, un motivo genérico, propio de las Trinklieder, es decir, las canciones de bebedores (o borrachos),
compuestas como odas a la amistad y al vino: los himnos báquicos del siglo XVIII. Esta exaltación de la
amistad, relacionada con el vino, no hacía a la “Oda a la alegría” tan extraña, temáticamente, a su época, no
obstante, es Schiller uno de los primeros en darle esta exacerbación utópico-revolucionaria, relacionada con
el momento político de la Revolución francesa.

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En este sentido, aquello con lo cual relaciona Schiller la alegría es un motivo estético-político: el
Weltgefühl, es decir, el “sentimiento del mundo”. Este sentimiento sería el de la pertenencia a una comunidad
cuyos miembros no son entre sí, simplemente, los amigos que celebran las Trinklieder; no se trata de la
comunidad de los conocidos -de los amigos, de los amantes, de los iguales-, sino de la comunidad de los no
conocidos. El Weltgefühl, como sentimiento cosmopolita, es la alegría de pertenecer a la comunidad de los no
conocidos, de los todavía no conocidos: una humanidad cuyos miembros no se conocen entre sí, pero de la
cual yo, con mi juicio estético, soy un ejemplar, un caso. La humanidad schilleriana sería, en términos
kantianos, el sensus communis: la comunidad utópica de la cual mi juicio es un ejemplar, sólo un caso. Se
trata, en Schiller, de un sentimiento cosmopolita ilustrado, más que un sentimiento de camaradería, como el
de chocar las copas de vino y brindar por algo que se desea. Es cosmopolita en el sentido del ciudadano del
mundo, es decir, el hombre ilustrado utópico (o futuro) de los escritos del último Kant (por ejemplo, el de los
escritos de filosofía de la historia y los escritos políticos, sobre todo, Idea de una historia universal en
sentido cosmopolita y Origen presunto de la historia humana). En estos ensayos, aparece una idea de la
naturaleza como providencia que se continúa en la cultura, y hay un sentido de la historia que está dado por
una meta que, aun cuando no se alcance, hace que exista un progreso hacia mejor –progreso en el plano de la
normatividad: mejoran las constituciones que los hombres se dan a sí mismos para poder vivir juntos. No es
que progresen los sentimientos morales o progresen los hombres en su bondad. No hay progreso moral sino,
podríamos decir, lo contrario: progreso normativo; progreso en las normas que hacen que los hombres, que
no son buenos, se protejan a sí mismos de sí mismos y de sus semejantes. El progreso kantiano es un
progreso paradójico.

La centralidad filosófica del sujeto se ha potenciado, dentro de los límites del idealismo, no gracias a
Schiller, sino gracias a la lectura fichteana de Kant. El kantismo es ahora un kantismo consecuente, porque se
ha eliminado de él el problema de la cosa en sí. Fichte demuestra, en su Wissenschaftslehre (Teoría de la
ciencia, de 1794: esta es la obra que tanto influye sobre el primer círculo del romanticismo), que no es
posible que un yo absoluto, es decir, un yo que pone el objeto, sea incapaz de conocer la cosa en sí. Es decir,
hay una inconsistencia en el núcleo del pensamiento kantiano, una cobardía dentro de su audacia, casi
podríamos decir, que consiste en dejar abierto el problema de la cosa en sí, de la cognoscibilidad de la cosa
en sí, como si fuera realmente un problema, cuando en realidad, no hay razón alguna para que el sujeto de la
filosofía teórica de Kant tenga alguna restricción en cuanto al conocimiento de la cosa en sí. Un yo absoluto -
es decir, un yo autorreflexivo, una autoconciencia- es también un yo autoproductivo, porque se pone él
mismo su propios límites y ejerce su libertad en la acción dándose su propia ley. Ese sujeto, que es
autorreflexivo y autoproductivo a la vez, no puede tener un límite para conocer la cosa en sí: en realidad no

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puede tener ningún límite, no sólo el de la cosa en sí. Es decir, ese yo que pone el objeto, y que se pone a sí
mismo en la acción de poner el objeto, no puede ser sino infinito, esto es, absolutamente productivo.

Gaos, quien traduce las dos Introducciones a la Teoría de la ciencia, traduce como “acción” la palabra
Tathandlung, que es difícil de traducir en el sentido en el que la usa Fichte. Tat quiere decir “hecho” y
Handlung, “acción”. La Tathandlung es una acción instituyente, una acción creadora, libre. La acción -
entendida como Tathandlung- es la acción de un sujeto que se da a sí mismo su propia ley y, en ese sentido,
crea la ley. Un sujeto que se da a sí mismo su propia ley es un sujeto enteramente libre, cuya yoidad es
infinita.

Paradójicamente, lo que en Fichte está planteado como el principio del sistema (de su propio sistema),
Schlegel lo aplica como el principio de la ironía. Por lo tanto, este yo podría ser el principio de la ironía, en lugar
del principio del sistema (como ve Hegel). Pero, no obstante, no es absolutamente obvio que este Yo (el Yo
absoluto de la filosofía de Fichte) sea el yo de la ironía. El modo en que Schlegel incorpora ese Yo al programa
del romanticismo es un modo eminentemente moderno, eminentemente consciente de que lo puede llevar más
allá del kantismo (del problema del receptor) y trasladarlo a la obra de arte (pero para eso la obra de arte tiene
que cambiar –ahora sí- de concepto). Entre el Yo fichteano y el Yo protorromántico hay una operación teórica:
la operación de Schlegel, que tan bien es leída por Hegel en las Lecciones sobre la estética:

Con esta orientación y a partir de los modos de pensar y de las doctrinas de Friedrich von Schlegel, se desarrolló
luego en múltiples figuras la llamada ironía. Encontró ésta su fundamento más profundo, por uno de sus lados, en
la filosofía de Fichte, en la medida en que los principios de esta filosofía fueron aplicados al arte. Tanto Friedrich
von Schlegel como Schelling partieron del punto de vista de Fichte; Schelling, para transgredirlo absolutamente,
F. von Schlegel, para desarrollarlo a su modo y luego sustraérselo [Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la estética,
trad. A. Brotons Muñoz, Madrid, Akal, 1989, pp. 49-50]

Schelling, en la óptica de Hegel, partiría del Yo fichteano para transgredirlo, pero F. Schlegel
directamente lo incorporaría de manera directa, sin modificarlo. Esta operación de Schlegel –a mi entender- no
habría que interpretarla de manera tan hegeliana: se trata de una aplicación por la cual ese Yo es llevado al límite
de sus posibilidades en la figura del crítico. El crítico que es Schlegel es ese Yo en acción, podríamos decir.
Vamos a ver en qué aspectos de la lectura de Fichte se apoya el ironismo schlegeliano, pero también, en qué
sentido esa intuición intelectual de la que habla Fichte necesita ser elevada a la dimensión especulativa de lo
absoluto, como va a suceder en el idealismo absoluto de Schelling y Hegel, y no puede ser solamente puesta en
práctica en el modo de la ironía. Pero también –creo- hay que reconocerle a Schlegel algo más que la
apropiación -en la práctica de la crítica- del Yo fichteano.

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Fichte, en la Primera Introducción a la Teoría de la ciencia, dice que ha sido malentendido tanto por los
filósofos como por los no filósofos (por los que no tienen un sistema, en realidad), por eso escribe dos tipos de
introducciones. También piensa que Kant ha sido malentendido. Hay una lectura brillante que hace Hegel,
nuevamente, de la filosofía de Fichte, en la que dice que el de Fichte es un kantismo consecuente. Lo que hace
Fichte, según Hegel, es una exposición consecuente de la filosofía de Kant. Y esa lectura consecuente consiste
en abolir la cosa en sí. Es el primer filósofo idealista que lleva el idealismo trascendental a la condición de
idealismo absoluto, porque hace desaparecer el problema de la cosa en sí. Por eso Fichte aclara, en la
“Advertencia preliminar” de la primera de las dos introducciones (dedicada a aquellos que no tienen un sistema
filosófico), que él va a hacer una exposición “del gran descubrimiento de Kant”, pero agrega:
“independientemente de Kant”. El kantismo sin Kant sería, de alguna manera, la fórmula de la filosofía
fichteana. Él dice -en la misma “Advertencia preliminar”-: mi sistema no es otro que el kantiano. Es decir, va a
exponer el descubrimiento kantiano de una manera como no lo ha expuesto el propio Kant. Su sistema, en su
modo de proceder, es totalmente independiente de la exposición kantiana, aunque lo que exponga sea “el gran
descubrimiento de Kant”.

Kant es hasta ahora […] un libro cerrado, y lo que se ha leído en él es justamente aquello que no ajusta dentro de
él y que él quiso refutar [Fichte, J. G., “Primera introducción a la teoría de la ciencia”, en: Introducción a la teoría
de la ciencia, trad. José Gaos, Madrid, Sarpe, 1984, “Advertencia preliminar”, p. 27]

Fichte, en realidad, está diciendo que lo que verdaderamente encandiló de la filosofía kantiana es el
componente empirista: el hecho de que para Kant el conocimiento quede restringido a lo fenoménico. Eso es lo
que hizo que no se haga de Kant una lectura especulativa, sino una lectura empirista. Resguardando, claro, la
cosa en sí (lo que Fichte va a llamar dogmatismo).

Mis obras no quieren explicar a Kant ni ser explicadas por él […] Mi sistema sólo puede ser juzgado por él
mismo, no por las proposiciones de ninguna filosofía. […] Por lo tanto, es menester admitirlo totalmente o
rechazarlo totalmente. [pp. 27-28]

Este va a ser un rasgo de las filosofías idealistas sistemáticas (de Fichte a Hegel): proponer que hay
tomar una filosofía en su totalidad, aceptando sus principios. Para la época, la filosofía sistemática (entendida
como filosofía especulativa) tiene una ventaja y es que, en un punto, es irrefutable: o se la toma o se la rechaza,
pero no se la puede refutar. Al menos ése es el modo en el cual los filósofos conciben, en el contexto intelectual
de finales del siglo XVIII, la ventaja de ser sistemático. De ahí también la “anarquía de los sistemas
metafísicos”, con la que la moderación de Kant (con la restricción al conocimiento de la cosa en sí) pretendía
terminar, logrando que la metafísica progresara como progresaban las ciencias. No obstante, también está el

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problema de si la filosofía de Kant llega a ser una filosofía sistemática. Este fue un tema que se discutió
largamente, no sólo en el momento de publicación de la tercera crítica, sino que se siguió discutiendo hasta el
siglo XX.

De todas maneras el de Fichte pretende ser un sistema, como también pretende serlo el de Schelling y el
de Hegel. Por lo tanto, sólo puede ser adoptado o rechazado, pero no refutado.

Se puede no entender mis obras y se debe no entenderlas si no se las ha estudiado [p. 28]

Quien no entiende a Fichte –dice Fichte- es porque no estudia su filosofía de acuerdo con sus principios.
No la sigue al pie de la letra, podría decirse, en el sentido de que no razona con esa filosofía. Hegel, en las
Lecciones de filosofía de la historia (y en sus clases en general) también hace hincapié en ese punto: es más fácil
criticar una filosofía (rechazar desde el comienzo sus principios, para pasar a no entenderla), que “interpretarla”
(es decir, seguir lo que el autor quiere decir a partir de los principios que establece). Aparece, entonces, en la
primera Introducción fichteana, el problema de no ser entendido por no ser leído en la propia clave. Y esto puede
suceder porque no se ha estudiado una filosofía como su autor propone estudiarla. Pero Fichte, inmediatamente,
cambia el tono: ¿cómo van a entenderme a mí si no han entendido a Kant?

Mis obras no contienen la repetición de una lección ya anteriormente [p. 28]

Sin embargo, en tanto sus obras exponen lo nuevo de Kant, exponen precisamente lo que no se ha
entendido de él. Fichte viene “después de Kant” también en el sentido de exponer algo que necesitaría de que se
haya entendido a Kant.

Después de no haber sido entendido Kant, algo totalmente nuevo para la época

Si no se ha entendido a Kant, menos se va a entender una filosofía que re-expone lo nuevo que Kant ha
traído a la filosofía (dice Fichte). Cierra, entonces, la Advertencia preliminar con una ironía que uno podría
leerla –en la clasificación schlegeliana de los distintos tipos de ironía- como la ironía del polemista (la ironía
retórica, no la ironía romántica).

Con aquellos que por obra de una larga servidumbre de espíritu se han perdido a sí mismos y consigo
mismos han perdido su sentido para la propia convicción y su fe en la convicción de los demás; con aquellos
para los que es locura que alguien busque independientemente la verdad, que en las ciencias no ven nada
más que un modo más cómodo de ganarse el pan y que ante cada ensanchamiento de ellas se espantan como
ante un nuevo trabajo; con aquellos para quienes ningún medio es vergonzoso si se trata de someter al que

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echa a perder el negocio, con ninguno de ellos tengo nada que hacer. Me resultaría penoso que estos me
entendieran. [p. 29]
Es decir, la ironía retórica de la Advertencia preliminar es algo que, por supuesto, va a seducir a los
ironistas románticos. Esta Advertencia significa -a la manera de Nietzsche en el siglo XIX- poner la filosofía
como algo que es “para todos y para nadie”. Advertir que lo importante es ser entendido por quien tiene que
entender (por quien vale la pena ser entendido), en un sentido aristocratizante, más que aristocrático. Esta idea
de Fichte, de que el idealismo es algo para espíritus fuertes o espíritus fríos, se presenta casi como una invitación
a la juventud –a la “mejor juventud”- a sumarse a la causa propia.

Lo primero que va a hacer Fichte, entonces, en el punto I de la Primera Introducción a la Teoría de la


ciencia, es repetir el cogito cartesiano, pero lo repite tal y como debe ser repetido después de Kant. Esa es, de
alguna manera, la operación que hace Fichte en la primera Introducción a la Teoría de la ciencia. Se trata de un
cogito cartesiano post-kantiano o a propósito de la filosofía de Kant. El cogito cartesiano ya no puede ser como
era en Descartes, sino como debe ser después de Kant.

Fíjate en ti mismo. Desvía tu mirada de todo lo que te rodea y dirígela a tu interior. He aquí la primera
petición que la filosofía hace a su aprendiz. No se va a hablar de nada que esté fuera de ti, sino
exclusivamente de ti mismo [pp. 29-30]

Es decir, hay que fundar el yo como un principio absoluto, de la misma manera en que la filosofía moderna
se fundó a partir del cogito cartesiano. Cuando se hace esta introspección que propone Fichte, se advierte que
algunas de nuestras representaciones van acompañadas de un sentimiento de libertad y algunas de nuestras
representaciones van acompañadas de un sentimiento de necesidad. Eso es el resultado de la introspección.
Entonces, Fichte se autopregunta: ¿Cuál es el fundamento del sistema de las representaciones acompañadas por
el sentimiento de la necesidad? (pp. 30-31) Y se autorresponde:

El sistema de las representaciones acompañadas por el sentimiento de la necesidad llámese también la experiencia,
interna tanto como externa. Según esto, y para decirlo con otras palabras, la filosofía ha de indicar el fundamento
de toda experiencia. [p. 31]

¿De qué debe dar cuenta la filosofía? De esto que él llama experiencia que –recordemos de Kant- es un
compositum, no es algo dado, sino algo construido. Fichte –irónico en sentido retórico- hace que está hablándole
a un lector que ha malentendido a Kant pero que, claro, para malentenderlo tiene al menos que haberlo leído.

Por lo tanto, la encargada de hacer esta fundamentación de la experiencia es la Wissenschaftslehre (la


Teoría de la ciencia). ¿Por qué le llama así? Hay una larga disquisición de Fichte explicando por qué le llama

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así. La llama así, básicamente, porque advierte que muchos le van a criticar que reduzca la filosofía a una teoría
del conocimiento. Como la filosofía no se debe reducir a una gnoseología, usa un nombre específico (Teoría de
la Ciencia) para la exposición del “gran descubrimiento kantiano”. La filosofía, en tanto se aplica a fundamentar
la experiencia, se llama Teoría de la ciencia.

En el capítulo III va a indagar cuáles son los componentes de la experiencia. Estos componentes, que están
inseparablemente unidos en ella, son la cosa y la inteligencia. El filósofo es, justamente, el que abstrae en la
experiencia lo que está inseparablemente unido en ella: la cosa y la inteligencia. La palabra utilizada para
inteligencia es, obviamente, Intelligenz. Si el filósofo abstrae la inteligencia de la cosa y deriva de ella la cosa,
esa filosofía se llama idealismo. Si hace lo contrario (derivar la inteligencia de la cosa) se llama dogmatismo. No
importa en absoluto si el dogmatismo es racionalista o empirista. Eso no le interesa a Fichte. Se trata por igual,
tanto en el caso del racionalismo como en el del empirismo, de una filosofía dogmática (toda filosofía que deriva
la inteligencia de la cosa es dogmática).

El problema con estas dos filosofías, el dogmatismo y el idealismo, de acuerdo con el capítulo IV, es que
son mutuamente excluyentes. No se puede constituir un sistema que tome elementos de uno y de otro. Es decir,
son sistemas inconciliables. No se puede hacer una solución de compromiso entre ellos: por eso, o se es idealista
o se es dogmático. No hay posibilidad alguna de tomar elementos verdaderos de uno y otro y componer un
sistema que tenga lo mejor de ambos sistemas. No hay un sistema superador. El idealismo kantiano, en este
sentido, tampoco tendría que ser pensado como un sistema que combina y concilia “lo mejor del racionalismo”
con “lo mejor del empirismo”. El idealismo de Kant es “algo totalmente nuevo para la época”.

Por lo tanto, lo que Fichte va a proponer (ante la imposibilidad de una solución de compromiso, de un
sistema conciliador entre idealismo y dogmatismo) es un criterio para decidir si una filosofía idealista es mejor
que una dogmática, cuando uno tiene que elegir entre un sistema y otro. Lo que es verdaderamente sugerente de
la posición de Fichte es que él sostiene que hay dos clases de filósofos, así como hay dos clases de humanidad:
algunos filósofos prefieren el dogmatismo y otros el idealismo. Por supuesto, de las dos posturas la única que es
capaz de explicar verdaderamente cómo se constituye la experiencia es el idealismo. Pero hay temperamentos
dogmáticos y apasionados (según Fichte) así como hay temperamentos idealistas y fríos. Los apasionados
prefieren el dogmatismo, porque el dogmatismo tiene algo que lo hace enteramente atractivo como filosofía:
requiere ser defendido con pasión. La propia insuficiencia especulativa del dogmatismo lo hace necesitado de la
defensa apasionada. Mientras que el idealismo requiere del otro tipo de temperamento: de los temperamentos
fríos, los que no adoptan una filosofía que demanda, de parte del sujeto que la sostiene, una encarnizada defensa.
El idealismo no necesita ser defendido. El dogmatismo, sí. Justamente, más allá de lo interesante de esta

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observación que hace Fichte, es que no todos los temperamentos se van a inclinar por el idealismo, aunque sólo
él pueda explicar lo que hay que explicar (la experiencia). En el idealismo se puede explicar cómo se constituye
la cosa a partir de la inteligencia. Por eso mismo, digamos así, es una filosofía aburrida, para temperamentos
fríos. [A la clase:] Veo que todos se ríen. Por otro lado, Fichte era leído como un gran escritor en la época en que
escribe las Introducciones a la Teoría de la ciencia. Dentro de estas coordenadas, tiene razón al decir que esta
filosofía es para espíritus fríos (aun cuando lo diga en términos de ironía retórica y con ánimo de polemista).

En el capítulo V de la Primera Introducción, me interesa mostrar algo que, por la incompatibilidad que hay
entre los dos sistemas, hace que el idealismo se corresponda con un tipo de yo que es distinto del tipo de yo con
el que se corresponde la filosofía dogmática. El tipo de yo de la filosofía dogmática es un yo disperso, según
Fichte, mientras que el yo con el que se corresponde la filosofía idealista es un yo absoluto. Esto lo va a analizar
al final de la argumentación, pero por ahora sigue con la contraposición de ambos sistemas. El yo de la filosofía
dogmática sería el yo que se infiere de todas las representaciones de la cosa, sean representaciones acompañadas
del sentimiento de libertad (por ejemplo una fantasía) o acompañadas del sentimiento de la necesidad.

El principio de los dogmáticos es la fe en las cosas, por el propio interés de ellos; así pues, una fe mediata en
su propio yo disperso y sólo por los objetos sustentados. [p. 45]

El yo que está sostenido por los objetos es un yo débil. Se trata de un yo que sólo puede inferirse de las
representaciones de la cosa en sí, no es enteramente autónomo, verdaderamente absoluto. Es un yo débil (el yo
del dogmatismo) contra el yo fuerte del idealismo.

Pero quien llega a ser consciente de su independencia frente a todo lo que existe fuera de él -y sólo se llega a
esto haciéndose algo por sí mismo, independientemente de todo-, no necesita de las cosas para apoyo de su
yo, ni puede utilizarlas, porque anulan y convierten en vacua apariencia aquella independencia [p. 45]

Fichte parece Hegel en su exposición del principio de la ironía (el Yo que pone el no-Yo). No es tan
exagerado Hegel cuando dice que lo que hacen los hermanos Schlegel es tomar el yo fichteano y aplicarlo en
una filosofía del arte. Es una muy buena lectura –también en lo que tiene de exageración- de aquello en lo que,
en parte, consiste la ironía. La ironía es el yo fichteano elevado a juez en materia de cuestiones estéticas: bien
podría leerse así. ¿Qué es el crítico sino un yo fichteano en acción? ¿Qué es Schlegel sino un gran aplicador del
yo fichteano?

Hay algunos momentos en los cuales Fichte define lo que es este yo que Schlegel parece haber
transliterado para explicar qué es la ironía.

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El yo que este hombre posee y le interesa, anula aquella fe en las cosas.
Parece otra definición de la ironía. ¿Qué es la ironía sino esta anulación de la fe en las cosas, por la cual las
cosas son lo que son sólo por su referencia al yo? Hay cosas que son bellas porque el yo lo dice, porque el juicio
sobre ellas sentencia en ellas la belleza. Sigo en el punto 5 (pág. 46):

El dogmático cae, con el ataque a su sistema, realmente en peligro de perderse a sí mismo. [p. 56]

El dogmático sostiene su yo en las cosas: esto que dice Fichte no es una mera forma de hablar. Si cae el
sistema del dogmático, cae el yo del dogmático. Un yo como el de las Meditaciones metafísicas de Descartes,
justamente, se sostiene si se sostiene el sistema. Ese yo es el fundamento, en última instancia, de la existencia del
mundo. Pero si no se prueba la existencia del mundo con la prueba de la existencia de Dios, ese yo queda
encerrado en el solipsismo. El yo cartesiano es un yo amenazado -en el sentido de la lectura derridariana- por la
locura. Es un yo que puede “perderse”, literalmente. El racionalismo y el empirismo, como sistemas que derivan
el yo de las cosas, son dogmatismos. También lo es la filosofía de Leibniz.

En los casos de la filosofía dogmática (empirismo y racionalismo) se trataría filosofías cuyo yo no se


sostiene sin la existencia de las cosas. Es un yo dependiente de las cosas y, en ese sentido, es un yo disperso,
anterior al “yo pienso” kantiano, un yo “que acompaña todas mis representaciones” anteponiéndose a ellas. Por
supuesto, ustedes me dirán ¿desde dónde este yo (dogmático) es menos –en el sentido de “inferior”- que otro yo
(idealista)? Lo es desde un yo absoluto. Lo es si se mide ese yo con un yo absoluto. Si ustedes leen la tercera
clase de Deleuze en el libro Kant y el tiempo, la clase dedicada a lo sublime, la exposición empieza mostrando la
diferencia entre el yo cartesiano y el yo kantiano. El yo cartesiano es todavía un sujeto pasivo.

Uno de los textos más bellos de Kant es “¿Cómo orientarse en el pensamiento?”. En ese hermoso texto desarrolla
toda una concepción geográfica del pensamiento. Y tiene incluso una nueva orientación: hay que ir más lejos.
Descartes no fue lo suficientemente lejos puesto que determinó ciertas sustancias como sujeto. Haría falta ir más
lejos y romper el lazo del sujeto con la sustancia. El sujeto no es sustancia. [Deleuze, G., Kant y el tiempo, Buenos
Aires, Cactus, 2008, p. 76]

Ahora bien, los románticos no leen literalmente esta Tathandlung, como la piensa Fichte, en los
términos de la filosofía práctica kantiana, donde siempre hay más posibilidades que en la filosofía teórica. El
problema de la cosa en sí es una restricción teórica, no práctica. Benjamin, en su tesis doctoral de 1919, El
concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán, en la cual le dedica varios capítulos a la lectura que
los románticos hacen de Fichte, sostiene que en realidad, lo que hacen los primeros románticos –
fundamentalmente Schlegel- es trasladar a la filosofía teórica lo que Fichte plantea para la filosofía práctica.
No son fichteanos en el sentido del homenaje y de la literalidad, de la exégesis directa, como si trasladaran

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directamente a la estética la filosofía fichteana. Quien dice que Friedrich Schlegel traduce a la estética la
filosofía fichteana del Yo –como vimos en la cita- es Hegel, y lo dice como una crítica, no como un elogio.
Por eso digo que no se trata, en la ironía schlegeliana, de una operación tan mecánica como la piensa Hegel;
no es que en el primer romanticismo esté tan ausente -como Hegel dice que está- la filosofía propia; no creo
que lo único que hace Schlegel sea una aplicación a la crítica de arte de un kantismo consecuente en el
sentido de Fichte.

Lo que abre el primer romanticismo en el campo de la estética es lo que podríamos llamar el kantismo
sin cosa en sí o postkantismo, es decir, un kantismo de las posibilidades ilimitadas, un kantismo del yo
infinito. Es en este punto que Kant y el primer romanticismo se hermanan, en tanto hay algo en Kant que el
romanticismo puede extrapolar, y lo hace con la mediación de Fichte, siendo más fichteanos que Fichte.

Pero también -propongo- el problema se podría pensar al revés: no en términos de que la


productividad infinita del yo sea inconsistente con la (auto) limitación a que la cosa en sí sea incognoscible,
sino en términos de que, si la cosa en sí deja de ser un límite para la filosofía idealista, es porque el yo se ha
infinitizado. Es decir, el filósofo idealista que es Fichte no encuentra razón para que la filosofía de Kant tenga
como problema a la cosa en sí. El yo de la filosofía kantiana tiene el problema de la cosa en sí en tanto
problema de la cosa en sí kantiana, pero no como un problema del yo.

Ese yo infinito es ya el yo del primer romanticismo. Quien lee a Kant de manera romántica no
encuentra sino una inconsistencia en que la cosa en sí sea un problema. Ese yo infinito es entonces el yo del
primer romanticismo en sus dos modalidades de entender la modernidad estética: la ironía –en Schlegel y el
Círculo de Jena- y el sistema -en la filosofía del arte de Schelling-.

La dificultad para hacer el pasaje de la filosofía del gusto a la filosofía del arte es que la centralidad
del sujeto había estado garantizada por el ejercicio del juicio como ejercicio del gusto. Por esto decíamos
que el gusto era un lastre difícil de dejar atrás para la filosofía del arte, es decir, para convertirse en una
filosofía cuyo tema es el arte, y no el gusto. Este lastre no va a desaparecer de la estética. En su marco de
nacimiento, podría decirse, el problema del gusto es el que abre la reflexión. Pero si ese es su marco de
nacimiento -la estética nace de pensar el gusto y no de pensar el arte-, podría decirse que también es su
enfermedad mortal, como si la estética no pudiera salir nunca de la soberanía del sujeto. Lo que le da
nacimiento es lo que permanentemente la amenaza de muerte. Lo mismo que hace que el lenguaje
exacerbado de la “Oda a la alegría” suene hoy kitsch y el mundo poético de Schiller parezca tan viejo como
quimérico es, precisamente, lo que hace que el problema del gusto siempre parezca lo que envejece a la
estética, lo que la hace depender de la subjetividad, lo que la retrotrae a la metafísica de la subjetividad.

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Podemos decir, en este sentido, que los problemas del primer romanticismo nunca terminan de volverse, para
bien y para mal, problemas de museo, de anticuariado. Todo lo que en Kant no envejece es lo mismo que
envejece a Schiller; lo mismo que hace de Kant un filósofo que se vuelve a leer y siempre dice otra cosa es lo
que hace que la “Oda a la alegría” nos haga pensar en la vieja Europa. No se puede leer a Schiller salvo como
pasado, como historia; lo universal de la “Oda a la alegría” es lo universal-ilustrado de Europa, y Europa es
el símbolo universal de la vejez del mundo, en lugar de ser el símbolo de su antigüedad. Es como si Europa
fuera un museo de sí misma y, precisamente, la “Oda a la alegría” fuera su himno, no inmortal, sino senil. No
se puede soportar tanto kitsch en ese poema, porque ese mundo al que aspira Schiller es ya un mundo
marmóreo, un mundo que se celebra a sí mismo en valores que nunca se pusieron ni se pondrían en práctica.
La universalidad a la que la “Oda a la alegría” aspira bien se merece el nombre hegeliano de universalidad
abstracta, en lugar de universalidad concreta. Esto es lo que hace de esa universalidad, planteada en los
términos de Schiller, algo viejo de nacimiento, en tanto se celebra -y lo celebra en los términos de Kant- algo
siempre no-vigente, en tanto nunca se realiza y siempre es aspiración.

En este sentido, uno podría pensar la “Oda a la alegría” como símbolo de lo europeo, como un
símbolo vetusto, pero también como un Museo Británico expandido. El Museo Británico, entendido como el
símbolo del poder colonial de un Imperio, es también el símbolo de la Ilustración. El Museo Británico
londinense propone un recorrido -en el folleto que la propia institución ofrece como mapa para los visitantes-
que es una celebración del momento ilustrado: su recorrido es, en realidad, el recorrido de un
autoproclamado progreso de la razón. Los distintos períodos de las distintas culturas están distribuidos en las
distintas salas según continentes: ese es el recorrido del progreso. Y el discurso oficial del museo en su
disputa con el gobierno de Grecia -que desde la década de 1980 le reclama las esculturas del Partenón- es el
discurso ilustrado: el Museo existe desde 1753 para que se puedan contar a un público mundial los más de
dos millones de años de historia humana (así figura en el folleto). Esta insistencia en que el público del
Museo Británico es el mundo, de que está abierto al mundo, es lo que hace del Museo Británico un símbolo
autocelebratorio de la Ilustración. De hecho, la última sala es, precisamente, la que está dedicada a la
Ilustración.

El Museo es a la vez un símbolo de la Ilustración y un símbolo de la rapiña. Uno puede pensar la


“Oda a la alegría”, entonces, como el proyecto de un himno europeo –como dice Esteban Buch-, pero
también como el símbolo de la contradicción que el proyecto ilustrado mismo encierra: la expansión colonial
y, al mismo tiempo, la celebración de lo rapiñado. En la épica colonialista, lo conseguido por la violencia, a
través de las conquistas de los tesoros de otros pueblos, se celebra como los logros de la humanidad. La
civilización tiene que tener un museo de sí misma, así como lo tiene que tener el progreso. Ese museo es el

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Museo Británico.
Añadamos, en este sentido, que hoy Londres es la ciudad más cara del mundo -también para los
británicos-, pero todos sus museos públicos son gratuitos. La única dificultad es llegar (porque el altísimo
precio de los alquileres hace que incluso quienes trabajan en Londres tengan que vivir en los suburbios y el
transporte público es carísimo: para recorrerlo se necesitan muchas horas, disponibles sólo para los turistas,
es decir, el mundo, no para quienes van a la ciudad a trabajar).

Esta contradicción es también la de la Ilustración, con su propia idea autocelebratoria, la “Oda a la


alegría”, y su propia institución autocelebratoria: el Museo Británico. El Museo Británico –dijimos- es
fundado en 1753, es decir, cuatro años antes de la publicación de la Indagación sobre el origen de nuestras
ideas de lo sublime y de lo bello, de Burke, de los ensayos de estética de Hume -del mismo año- y el Ensayo
sobre el gusto, de Montesquieu, que iba a estar destinado a la Enciclopedia. Por eso también puede ser
entendido como el símbolo máximo de la centralidad del sujeto moderno, cuando se vuelve un sujeto
ilustrado. Es decir, el sujeto ilustrado es el sujeto de la rapiña, el sujeto burgués, y al mismo tiempo el sujeto
que le da el sentido de un progreso a los más de dos millones de años de cultura. Por eso, en el folleto donde
el Museo Británico explica por qué, en su disputa con el gobierno de Grecia, tiene derecho a poseer las
esculturas del Partenón, aclara cuáles son los otros museos del mundo que tienen también partes del Partenón
y no las devuelven. Es como si el discurso oficial del museo fuera: nosotros somos nada más que el museo
que más rapiña hizo, pero conservamos lo rapiñado en nombre de la humanidad. Esas esculturas no son
británicas, aunque el museo se llama Británico, y aunque estén en territorio británico. El Museo Británico es
el símbolo del espectáculo que se da, para sí misma, la humanidad civilizada: el museo abierto al mundo. En
algún lugar, alguna persona, algún día, puede encontrar las reliquias que encarnan el progreso humano. Por
ejemplo, puede ver la piedra Roseta.

Estudiante: Hasta los griegos pueden ir a visitar.

Profesora: Los griegos pueden, perfectamente, tomarse el tren e ir a ver las partes que les faltan al
Partenón.

Claro, esto que parece tan siniestramente gracioso es lo que a veces no aparece en la reflexión de la
Ilustración sobre sí misma. Quizás nosotros, por nuestra ex-centricidad latinoamericana respecto de la
centralidad europea, vemos este nivel de ridículo. Pero una institución de esas características no es capaz de
pensarse a sí misma con las contradicciones de la Ilustración. Celebrar la Ilustración, para quien lo ve desde
un lugar ex–céntrico, es celebrar la rapiña. Este acceso universal al museo es el acceso a dos millones de años
de rapiña europea, no (o no sólo) de progreso. Esta contradicción no aparece reflejada en el discurso de la

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propia institución.
Aquí se ve este doblez que estamos viendo -en este curso de Estética- entre lo burgués y lo ilustrado.
Hay un pequeño pliegue donde esa rapiña, esa apetencia del objeto, precisamente, como dice Kant, hay que
frenarla. La actitud ilustrada, en la versión kantiana, no deja de ser el freno a la apetencia burguesa: “sólo
contemplemos desinteresadamente –nosotros, los cosmopolitas europeos- las riquezas que nos apropiamos”.
Disfrutemos de los manteles, de los jardines, del diseño barroco de muebles, disfrutemos de la riqueza, no en
lo que tiene de rapiña, de apetencia burguesa, sino en lo que tiene de bello. Hay algo de altísima civilización
en el juicio estético, que es precisamente lo que celebra la figura del museo: la capacidad de ver lo que no
tiene sino un valor de rapiña, lo que no tiene sino un valor económico, bajo la perspectiva de la abstracción
de la forma. En el Museo Británico, como símbolo ilustrado, está presente esta duplicidad. La Ilustración es
esa duplicidad: la actitud de rapiña y la capacidad de tomar distancia de lo rapiñado y disfrutarlo sin
apetencia.

El momento que estamos estudiando, el del nacimiento de la estética, es también el momento del
nacimiento de los grandes museos europeos. Esta actitud contemplativa que demanda el museo puede
entenderse como parte de esta cultura ilustrada que, no casualmente, son filósofos británicos quienes la
teorizan.

El problema que aparece en relación con este sujeto –el de la rapiña y el de la contemplación, este
sujeto central y autocentrado, el sujeto burgués- es que se vuele absoluto con Kant, e infinito en el idealismo
de Fichte. La cosa en sí, el residuo incognoscible de la experiencia –podríamos decir también: la realidad sin
sujeto-, a partir de Fichte, se convierte en la vieja cosa en sí kantiana. Retomo la Primera Introducción a la
Teoría de la ciencia, la que Fichte escribe para los lectores que no tienen un sistema:

Nosotros sabemos bien que la cosa surge, en realidad, por un actuar según estas leyes; que la cosa no es
absolutamente nada más que todas estas relaciones unificadas por la imaginación, y que todas estas
relaciones juntas son la cosa. El objeto es, en realidad, la síntesis primitiva de todos estos conceptos […] En
tanto no se hace surgir la cosa entera ante los ojos del pensador, no se ha perseguido al dogmatismo hasta su
última guarida. Pero esto sólo es posible haciendo actuar a la inteligencia en la totalidad de sus leyes, no en
parte de ellas. Un idealismo como el descripto es, según esto, un idealismo no demostrado e indemostrable. Es
un idealismo que no tiene frente al dogmatismo otras armas que las de asegurar que tiene razón y, frente al
criticismo superior y acabado, que la de una ira impotente y la de afirmar que no se puede ir más allá; la de
asegurar que más allá de él ya no hay suelo; que desde aquí se le resulta inteligible, y otras semejantes, todas
las cuales no significan absolutamente nada. [p. 58]

La filosofía de Fichte se presenta como un idealismo consecuente, pero también como un idealismo

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absoluto: sabe que la cosa se produce ante los ojos del pensador –podríamos decir nosotros, ante los ojos de
la mente, y no ante los ojos de la sensibilidad-; sabe que la cosa no es más que un producto de ese sujeto que
la ha puesto, y que no hay nada que demostrar al respecto. Lo que caracteriza a este yo como absoluto es su
inmanencia y su carácter reflexivo –pero reflexivo en el modo de la acción, de la actividad creadora. No se
necesita más que hacer una introspección para encontrar esa capacidad productiva que tiene el yo. Podemos
pensar que esta autoobservación, que Fichte propone en el modo del cogito cartesiano, es la prueba de la
infinitud del yo, y de esta infinitud del yo emana la filosofía idealista.

En todo caso, dice Fichte, el problema es que filosofía idealista es fría, y como tal es una filosofía
para los jóvenes. La filosofía para viejos es el dogmatismo, que para él son el racionalismo y el empirismo.
Son, dice él, filosofías que requieren espíritus pasionales; espíritus a los que les gustan las demostraciones, la
argumentación, las explicaciones y las defensas encendidas de los principios. Mientras que la filosofía
idealista es absolutamente indemostrable: o se es idealista o no. Pero no se puede demostrar el idealismo. En
esto está el problema y a la vez la gracia del idealismo: se lo toma como un sistema o se lo rechaza como un
sistema. Pero no hay manera de convencer a alguien por medio de argumentos de que el idealismo tiene
razón. Por eso es una filosofía fría, y para espíritus fríos. Dice:

Si el idealismo se confirmara como la única verdadera filosofía, para ser filósofo hay que haber nacido
filósofo, ser educado para serlo y educarse a sí mismo para serlo. Pero no es posible ser convertido en filósofo
por arte humana alguna. Por eso se promete también esta ciencia pocos prosélitos entre los varones ya hechos.
Si puede esperar algo, esperará mucho más del mundo juvenil, cuya fuerza innata no ha sucumbido todavía en
medio de la molicie [Schlaffheit] de la época [p. 47]

Estudiante: Casi parece estar hablándole a Schelling.

Profesora: Exacto. Como si esta filosofía ya tuviera ahí a sus prosélitos. Fichte es muy consciente de
que tiene un público y de cómo está conformado ese público filosófico: es un público joven. Y por otro lado,
aparece también la idea de que no hay manera de convertir a alguien en idealista. No es una filosofía que
pueda apelar al convencimiento, una filosofía que pueda hacer demostraciones argumentativas de su valor
filosófico. En este sentido, el filósofo se hace a sí mismo: por medio de la introspección, tiene asegurado el
punto de vista idealista.

En esta apelación a la juventud quizás podríamos ver el sesgo iniciático –el sesgo de círculo y de
vanguardia- al que invita el propio Fichte, y que dará lugar al Círculo de Jena. Por eso les decía que el primer
romanticismo es un círculo de adoradores de Fichte, en tanto tiene esa actitud de creer que ellos sí han
entendido la filosofía de Kant vuelta consecuente consigo misma por Fichte; ellos sí han sacado de Kant las

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consecuencias que son necesarias para ser filósofo, es decir, para poder hacer crítica de arte como filosofía
idealista, o filosofía idealista como crítica de arte. Quien se diferencia del círculo en este punto –y al
diferenciarse lo rompe, podría decirse- es Schelling, con su idea de sistema.

Pero la frialdad del idealismo tiene que ver precisamente con lo que tiene de Yo fuerte (sea en la
forma de ironía o en la forma de sistema): no hay manera de discutir con el idealismo. Se es o no se es
idealista. El idealista no puede convencer a otro de cómo está constituida la cosa: la cosa es una producción
y, en ese sentido, todo idealista la ve ante los ojos del pensamiento producida. Pero no se puede demostrar,
para Fichte, la superioridad del sistema idealista respecto de los sistemas dogmáticos.

Ahora bien, ¿en qué consiste, desde el punto de vista fichteano, este yo absoluto propio del idealismo? En
el capítulo 6 de la Primera introducción a la teoría de la ciencia –igual que en la segunda Introducción-, Fichte
retoma el problema de en qué consiste esta intuición intelectual, esta capacidad del yo de intuirse a sí mismo,
que presentó en el primer capítulo.

En la inteligencia como tal se ve a sí misma […,] en esta unión inmediata del ser y del ver, consiste la
naturaleza de la inteligencia. […] Lo que ella es (la inteligencia) y lo que en ella es, lo es para sí misma. [p.
48]

Este concepto idealista del para sí va a volver a aparecer en la filosofía de Hegel. La cosa no es para sí,
sólo el yo es para sí. Lo que está en el yo y el yo son para sí. La cosa, en cambio, sólo es en la medida en que
aparece para el yo (es en sí, en vocabulario hegeliano). El ser de la cosa no es para sí, siempre es para otro. Pone
un ejemplo: Pienso este o aquél objeto y cómo me aparezco a mí mismo en este pensar. Produzco en mí ciertas
determinaciones, si el objeto es una mera invención, o estas determinaciones están delante de mí sin mi
intervención, si ha de ser algo real. Sea una invención (si el objeto lo produzco yo) o si se trata de algo que está
delante mío (que está ahí independientemente de mi voluntad) se trata, en los dos casos, de algo que lo produzco
yo. Yo produzco los objetos de mi invención [Erdichtung], pero yo también produzco los objetos de mí ver
[Zusehen]: se trata de llevar al extremo el principio productivo del yo, el principio de la filosofía trascendental.
Yo veo aquel producir este ser. Ellos son en mí sólo en cuanto los veo. Ver y ser están inseparablemente unidos.

Lo que caracteriza a este yo, en tanto absoluto, es que puede auto-observarse o auto-verse en la producción
del objeto. Esa auto-percepción del yo se hace como una operación filosófica de abstracción. Es en este punto
donde la filosofía, para Firchte, se vuelve inenseñable, ya que ese acto -por el cual yo puedo separar el yo en
tanto productor de lo producido por él- es una operación por la cual, espontáneamente, como un acto libre,
produzco mi yo a la par que produzco el objeto de mi yo. Esto es lo que uno podría llamar el punto ciego de la

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filosofía de Fichte: esa intuición de mi yo, ese yo = yo, es un instante en el cual yo soy enteramente libre. Mi
libertad, en ese acto, es una libertad absoluta. Y ese acto libre es un acto absolutamente productivo, en el que el
yo se auto-instituye como fundamento de la experiencia. Pero no es algo que se pueda hacer de manera mecánica
y auto-inducida, como un ejercicio. Se trata de un acto espontáneo y en tanto tal no se puede inducir con la sola
lectura del texto de Fichte. La formación del no-yo en el yo es una función inconsciente del yo. Pero el yo es
capaz de auto-intuirla como un modo de auto-intuirse (de auto-intuirse como un yo que produce el no-yo)

En el final del capítulo 4 de la primera Introducción, Fichte define a la intuición intelectual (a la acción por
la cual el yo se pone a sí mismo y se ve a sí mismo en el acto de producirse a sí mismo) como una conciencia de
sí inmediata en una acción libre del espíritu. Así define a esta operación. Pero aclara que nadie puede ser
obligado a hacer esto, que esta conciencia no puede serle enseñada a nadie, que cada cual ha de producirla por
medio de la libertad en sí mismo (p. 39).

El componente que hace de esta operación una operación que no se puede desarrollar como si fuera un
mero ejercicio -o que no se puede practicar al modo de una operación ascética- es su libertad: se trata de una
actividad enteramente libre, enteramente espontánea. En ese sentido, es algo, paradójicamente, con lo que el yo
se tiene que encontrar antes que producirlo. La reflexión (que es capaz de ir al infinito) y el poner el no-yo son
dos actos diferentes que el idealismo absoluto va a tender a identificarlos. Por eso Fichte lo va a explicar mejor
cuando se lo explica a los filósofos que tiene un sistema que a los lectores que no tienen un sistema. Ese acto
libre es algo que ya está implícito en las posibilidades del sujeto, pero que el sujeto lo encuentra entre sus
posibilidades precisamente cuando lo realiza. En ese sentido, no lo puede producir simplemente porque decide
producirlo, sino que lo produce libremente porque se encuentra produciéndolo libremente.

Cuando él se lo explica a un filósofo, en el capítulo 4 de la Segunda Introducción (la Introducción “para


aquellos que ya tienen un sistema filosófico”), dice:

Yo y actuar que vuelve sobre sí son conceptos completamente idénticos. [p. 81]

Ese yo no lo produzco proponiéndome producirlo, sino que en el actuar, en esa acción que es conciencia en
tanto conciencia de sí, aparece ese yo.

Tiene que pensar ese volver sobre sí como anterior a todos los demás actos de la conciencia. [p. 82]
El filósofo tiene que pensar ese volver sobre sí, entonces, como el acto más primitivo del sujeto.
Tiene que pensar [ese volver sobre sí] como un acto para él totalmente incondicionado y, por ende,
absoluto. Y, por consiguiente, [tiene que pensar] aquella suposición y este pensar el yo como puesto
primitivamente por sí mismo, una vez más, como totalmente idénticos. [p. 82]

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Esto es lo que él llama intuición intelectual. En la primera Introducción, de acuerdo con lo que vimos,
también él plantea esta posibilidad, pero la plantea a través de la figura de la serie. De todas las cosas que
apareen en la conciencia (algunas producto de la invención y otras con presencia real), si yo busco hacia atrás
cuál es su origen (lo que las hace surgir), voy a encontrar la condición de todas ellas –en tanto condicionadas- en
un yo incondicionado. Este yo, precisamente en la medida que me vuelvo sobre él y lo experimento actuando, es
un yo absoluto. Pero se trata de lo que podríamos llamar una intuición en el sentido de un conocimiento directo
de ese yo. Es una intuición inmediata, libre y espontánea: por eso yo no puedo hacer que aparezca el yo del yo
mientras actúa. Fichte no puede explicar cómo producir ese yo, sólo puede explicar que es el fundamento del
toda la experiencia.

De ahí la inconsistencia de Kant: su filosofía descubre un yo absoluto (“el gran descubrimiento


kantiano”, ése que la Teoría de la ciencia fichteana pretendió exponer), pero a ese yo absoluto, a pesar de su
absolutez, tiene que aceptar que la cosa en sí le es incognoscible. Ahora bien, si ese yo es absoluto, puede
producir absolutamente todo. Por lo tanto, desaparece el problema de la cosa en sí. No hay cosa en sí que a ese
yo le pueda resultar incognoscible, en la medida en que él mismo la ha producido. No puede haber algo que el yo
absoluto no pueda conocer, si es él mismo el que lo ha producido, si ese yo absoluto es la fuente productora de
toda la experiencia posible.

La intuición intelectual es una operación que no se puede hacer sino a través de la abstracción (es una
operación reflexiva). No obstante, eso no garantiza que al separar la inteligencia de la cosa, en lo que está unido
en la experiencia, aparezca ese yo como yo productor, como el yo más primigenio. Lo que puede suceder es que
yo, a través de una serie, buscando lo incondicionado a partir de lo condicionado, encuentre qué es causa de qué,
y finalmente, encuentre como última posibilidad causal de toda la serie completa de causas, a ese yo como yo
productor.

Ahora bien, una cosa es leer el texto de Fichte, la primera introducción hecha para aquellos que no tienen
un sistema y enterarse de que hay una inconsistencia en la exposición kantiana (pues un yo absoluto debe poder
llegar al conocimiento absoluto) y otra cosa es, para el filósofo, hacer la experiencia de ese yo absoluto en su
absolutez. Son dos cosas distintas. Si efectivamente se va a fundar un sistema filosófico, se requiere analizar la
experiencia. Y en ese análisis de la experiencia, hacer aparecer ese yo. Este aspecto por el cual la intuición del yo
no está garantizada metódicamente (como podría estarlo el yo del cogito cartesiano, que –comparado con el yo
fichteano- es una experiencia casi mundana para realizar a la noche, frente al fuego, antes de ir a dormir) es el
que seduce por completo a los románticos de Jena.

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En su tesis doctoral El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán (1919), Benjamin sostiene
–entre otras cosas- que es en la naturaleza reflexiva del pensamiento donde los románticos vieron más bien una
garantía de su carácter intuitivo. En la Teoría de la ciencia, Fichte insiste en el darse recíproco, uno a través del
otro, del pensamiento reflexivo y el conocimiento inmediato. En las Lecciones Windischmann –que Benjamin
analiza para exponer la lectura que los primeros románticos hacen de Fichte-, Schlegel define al pensamiento
como la facultad de la actividad que retorna a sí misma, la capacidad de ser el yo del yo. Y ese pensamiento –
sigue- no tiene otro objeto que “nosotros mismos”. Benjamin también cita un pasaje de Lucinde, la novela de
Schlegel: “El pensamiento tiene la peculiaridad de que, en la inmediata proximidad de sí mismo, piensa
preferentemente en aquello sobre lo que puede pensar sin fin”.

Entonces, si bien la autorreflexión del yo es algo que no puede estar garantizado por la realización misma
de la abstracción, es algo que está posibilitado por esa misma capacidad autorreflexiva del yo (que llega al
infinito). No se trata de algo que lo garantiza la propia operación de abstracción; no obstante, es en ella donde
tendría que aparecer -y donde tendría que verse- que se trata de una inteligencia que actúa, pero sólo puede
actuar de cierto modo (según el capítulo 7 de la primera Introducción).

Esta inteligencia, en la medida en que es una inteligencia productora, no actúa de cualquier modo, sino
según leyes. Es decir, esa inteligencia se da su propia ley y actuando según esa ley, se autodetermina.

La inteligencia no siente una impresión de fuera, sino que siente en aquél actuar los límites de su propia
esencia. [p. 55]

Fichte diferencia entre lo que él llama un idealismo trascendente y un idealismo trascendental. El de él es


un idealismo trascendental en la medida en que es un idealismo que entiende el modo de operar de la inteligencia
como un modo de operar de una instancia que no es arbitraria, sino que se somete a leyes que ella misma se dicta
(en un sentido plenamente kantiano). La inteligencia no está heterónomamente fundada. No hay algo separado -o
distinto- de ella misma que la condiciona. Se trata más bien de una inteligencia que se autolimita al darse sus
propias leyes. La autolimitación es una figura que aparece también en los Fragmentos de Schlegel como aquello
que tiene que ser propio del artista moderno, en la medida en que en la cultura moderna (a diferencia de la
antigua) el artista conoce la idea de infinitud. El artista, justamente, tiene que autolimitarse, en la medida en que,
si no, podría librarse a su yo y ese yo conducirlo de una manera totalmente ilimitada al infinito. El yo del artista-
ironista es un yo ilimitado que, por eso mismo, tiene que autolimitarse, dándose a sí mismo –no kantianamente,
sino poskantianamente- su propia ley. Por lo tanto, las leyes del actuar de la inteligencia van a ser leyes que
constituyen un sistema.

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La inteligencia se da a sí misma, en el curso de su actuar, sus leyes. Por ejemplo, la ley de causalidad no es
una ley primera y primitiva, sino que sólo es uno de los varios modos de unión de lo múltiple. […] La ley de
esta unión de lo múltiple puede deducirse a su vez, así como lo múltiple mismo, de leyes superiores. [p. 56]

Aquí se encuentra una diferencia importante respecto de Kant: las categorías no son algo a lo cual el sujeto
se somete sin haberlo creado, sino que es algo creado por el sujeto. Es decir, son formas de unificar lo múltiple
que crea el propio sujeto. El sujeto se da sus categorías, se somete a una estructura trascendental que él mismo
ha creado. Fichte está hablando de una Intelligenz: se trata de una construcción intersubjetiva, no de un libre
arbitrio cognoscitivo. Pero esa capacidad de construir intersubjetivamente experiencia se la da el propio sujeto y
se la da a través de leyes que se conocen en el mismo acto de ser producidas.

Hay un punto, verdaderamente, que sí es problemático de explicar, porque como dice Fichte es imposible
de enseñar. Y ese punto es la intuición intelectual, la autopercepción del yo. No es porque esté mal
fundamentado por Fichte, sino porque es un punto ciego de esta filosofía idealista. De hecho, puede suceder que
yo no experimente esa capacidad productiva del yo, porque se trata de intuirlo en el modo de un conocimiento
directo, aunque proviene de una operación de abstracción. Es requerida la abstracción de la inteligencia respecto
de la cosa, pero lo que viene después no es algo que esté garantizado por la mera abstracción. Es una actividad
espontánea, no inducida. Es como si el aparato trascendental del sujeto kantiano pudiera volverse experiencia
para sí mismo. Es como si yo pudiera verme operando categorialmente, verme operando como un sujeto
trascendental. Es algo que es actividad y, a la vez, visión de la actividad. Me veo viendo, me autoproduzco
produciendo el objeto. En realidad, el objeto no es nada si yo no lo produzco. No es que ese yo sea consecuencia
de la representación, sino al revés: es causa absoluta de la representación. Para terminar, Fichte da -ahora sí- el
paso más allá de Kant:

En tanto no se hace surgir la cosa entera ante los ojos del pensador, no se ha perseguido al dogmatismo
hasta su última guarida. Pero esto sólo es posible haciendo actuar a la inteligencia en la totalidad de sus
leyes, no en parte de ellas. Un idealismo como el descrito es, según esto, un idealismo no demostrado e
indemostrable. Es un idealismo que no tiene frente al dogmatismo otras armas que las de asegurar que tiene
razón, ni frente al criticismo superior y acabado que la de una ira impotente y la de afirmar que no se puede
ir más allá, la de asegurar que más allá de él ya no hay suelo, que desde aquí se le resulta inteligible, y otras
semejantes, todas las cuales no significan absolutamente nada [p. 59]

¿Cuál sería, entonces, el “atrévete a pensar” de Fichte? (parafraseando el comienzo del opúsculo kantiano
“¿Qué es ilustración”) Decir: el yo puede conocer lo que él mismo produce. Eso producido, en tanto producido,
no podría sino ser producido por esa fuente originaria de todo conocimiento que es el yo. Es más, podemos intuir

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ese yo y ahí me parece que es donde está lo más problemático de Fichte: que el filósofo tiene que intuir el yo.
Pero aunque Fichte no pueda enseñar a hacerlo, no habría ninguna razón por la cual un idealista tendría que
aceptar que produce el conocimiento pero tiene un límite para conocer.

El filósofo requiere un acto enteramente libre por el cual pueda percibirse a sí mismo constituyendo el
todo, como para que pueda ser verdaderamente ésa la instancia soberana en la que se funda la Teoría de la
ciencia. Para eso, es necesario hacer el análisis: separar la inteligencia de la cosa. Ahora bien, la operación de
abstracción por sí sola no garantiza que yo conozca de la manera en la cual tiene que conocer el filósofo. No es
automática la intuición intelectual, no es automático el intuir el yo por el hecho de que yo, como filósofo,
produzca la abstracción. En todo caso, en la medida en que esa posibilidad está dada y yo sólo tengo que
encontrarla, y lo hago, tendría el fundamento, así, ante mis ojos.

En este sentido, volviendo a la ironía y al modo en el cual este yo sería el yo de la ironía (lo que postula
Hegel), uno podría decir que hay un tipo de actividad en la cual es mucho más fácil, desde el punto de vista
cognoscitivo, acceder a ese carácter de fuente de toda realidad que tiene el yo: esa actividad es justamente la
actividad crítica. La actividad crítica como la ve Schlegel, claro. Lo que en Fichte es la actividad nodal del
filósofo, en Schlegel es la actividad nodal del crítico. Efectivamente, en la crítica es mucho más fácil
experimentar esta soberanía absoluta de yo, esta capacidad de que todo lo que no sea el yo sea en tanto es
producto del yo. En la operación de juzgar belleza se constituye el objeto bello, como si el objeto bello no
tuviera (porque no tiene) ninguna otra realidad que no sea la que adquiere a través de la operación que lo juzga y
que, al juzgarlo, lo produce como objeto.

El hecho de que cualquier objeto antiguo, medieval o moderno pueda ser reivindicado como bello a
través de la actividad judicativa implica que la actividad judicativa del crítico es una actividad judicativa
enteramente productiva, como si el objeto no hubiera existido. Es una actividad que podríamos entenderla casi
como un producir belleza a partir de la nada. No importa el objeto, sino el yo que lo declara bello. De ahí que
Hegel vea crítica en lugar de filosofía en esta actividad y que diga que no es un talento especulativo –un talento
filosófico-, sino un talento crítico el que tenían los hermanos Schlegel. Por otra parte, Hegel reconoce ese talento
crítico como un talento: ese talento es el que diferenció a los hermanos Schlegel de lo que se entendía por
“críticos” en su época.

En el yo de la ironía es donde mejor podemos entender esta actividad autoproductiva del yo que se vuelve, para
la filosofía, casi una actividad inefable. No se puede enseñar y no depende del filósofo aprenderla y practicarla.
En la crítica en el sentido schlegeliano encontramos una actividad puramente creadora de sí misma, puramente
productiva.

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La estética no puede ser todavía filosofía del arte en sentido pleno con el primer romanticismo en su
versión schlegeliana, pero sí puede ser crítica de obras de arte. La crítica de obras de arte es el ejercicio del
juicio estético entendido como tal después de Kant; como juicio estético sin el problema de la cosa en sí;
como juicio estético realizable y realizado por un yo infinito. El juicio estético, entonces, produce la obra de
arte, o mejor dicho, produce la artisticidad de la obra de arte. Para que se amplíen los límites del juicio
estético precisamente en el momento en que se aplica al campo específico del arte, lo que se debe ampliar
son los límites de lo bello.

Ahora bien, ¿cómo es que se amplían los límites del juicio estético precisamente en el momento en
que se confinan a la obra de arte? El juicio estético, en Kant, estaba dirigido a cualquier objeto de la
apetencia cotidiana, sólo que juzgado desde una perspectiva contemplativa, y no desde una perspectiva
práctica o teórica: ¿por qué ahora sería más amplio que antes?

La estrategia para que se amplíen los límites del juicio estético cuando se concentran sobre la obra de
arte es la ampliación de la categoría de lo bello. De hecho, hay un opúsculo de Friedrich Schlegel de 1794 –el
mismo año de publicación de la Wissenschaftslehre- que se llama Sobre los límites de lo bello. El problema
de lo bello kantiano es que es limitado, y lo es justo en la época en la que el burgués aspira a lo ilimitado, y
en la cual el yo, filosóficamente, se sabe a sí mismo absoluto, productivo, infinito. Es como si hubiera en este
punto un temor kantiano a su propia filosofía; como si la filosofía kantiana se pusiera en lo teórico límites
que por sí misma no tiene.

La ampliación de los límites de lo bello consiste en incorporar a su concepto lo que para Kant era su
límite: lo agradable, lo bueno (es decir, lo interesante) y lo sublime. Lo más cercano a una nueva definición
de lo bello aparece en el fragmento 108 de los Fragmentos de Athenaeum.

Estos Fragmentos, cuando se publicaron en la revista Athenaeum, no aparecieron firmados. En


cambio los Fragmentos Críticos o Fragmentos del Lyceum sí son todos de Friedrich Schlegel. En las
ediciones críticas se aclara de quién es la autoría (si son de Friedrich o de August Schlegel, de ambos, o de
Schleiermacher o de Novalis o si la autoría es dudosa o no se ha podido determinar). La definición ampliada
de lo bello aparece en el fragmento 108 de los Fragmentos de Athenaeum:

[108] Lo bello es al mismo tiempo seductor y sublime. [Schön ist, was zugleich reizend und erhaben
ist].

Si lo leemos más literalmente: Es bello lo que es al mismo tiempo seductor y sublime. La palabra que
aparece traducida como “seductor” es reizend. El sustantivo Reiz es la palabra que, en el tercer momento de

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la Analítica de lo bello, aparece traducida por García Morente como “estímulo”. Es precisamente eso que
puede llevar al juicio estético a convertirse en un juicio sobre lo agradable y no sobre lo bello. El adjetivo
reizend es un participio presente: noten el formante de participio presente –nd. Está bien traducido por
“seductor”, pero también podríamos traducirlo por “estimulante”, que tiene la ventaja de ser también un
participio presente en castellano [formante -nt] y también, en la misma línea, por “atrayente”. No sé si
notaron que la crítica literaria (y también la cinematográfica), cuando se queda ya sin adjetivos y apela a los
lugares comunes, suele decir que un libro (o una película) es atrapante. El participio presente siempre da esa
idea de una acción que proviene del pasado pero continúa realizándose en el presente. Reizend, entonces,
tiene este componente: es algo que atrapa, que seduce, que estimula. Y la otra palabra es “sublime”, tal como
aparece en Kant: erhaben. “Lo sublime”, en cambio, tiene como formante haben, que es “tener”.

Lo bello tiene que ser seductor -atrapante, estimulante, atrayente, atractivo- y sublime. Es decir, tiene
que hacerse de las categorías que eran sus opuestas: lo atrayente era lo agradable kantiano, y lo sublime era la
otra categoría estética que no era lo bello. Ahora, bello es lo que es a la vez sublime y agradable. Es atrapante
para los sentidos, irresistible para los sentidos y, al mismo tiempo, inapresable para ellos. Es decir, lo bello
tiene que ser paradójico; tiene que ser algo casi imposible de abarcar con los sentidos y al mismo tiempo
irresistible para ellos. Claramente, ya no alcanza con lo bello kantiano, que consiste en la abstracción de la
forma. Esto es poco para ser belleza romántica. Alguien malicioso, alguien muy nietzscheano avant la lettre,
podría decir que la belleza romántica es la belleza más apta para este estado debilitado del gusto que el joven
Schlegel denuncia. Los románticos le están dando al público lo que el público necesita. Son psicólogos del
gusto, si hacemos un sociologismo de esta voluntad de atrapar, de hacer irresistible el objeto bello. Pero, por
otro lado, podríamos decir que al correrse los límites de lo bello también se corren los límites del arte. Y esto
es lo que se puede entender como el giro copernicano romántico que busca Schlegel en Sobre el estudio de la
poesía griega: encontrar algo que tenga las características de lo bello kantiano –lo bello desinteresado-, pero
al mismo tiempo rompa con las ataduras kantianas que separan lo agradable, lo bello y lo sublime y
construya lo bello interesante. Pero con la ampliación de los límites de lo bello también cambia la categoría
de lo sublime:

[110] Es un gusto sublime preferir siempre las cosas en la segunda potencia. Por ejemplo, copias de
imitaciones, evaluaciones de reseñas, agregados a anexos, comentarios a notas. Es más propio de nosotros, los
alemanes, preferir aquello donde se trata de prolongar. Los franceses prefieren aquello que favorece la
brevedad y vacuidad; su instrucción científica suele ser la abreviatura de un extracto, y el producto más
excelso de su arte poético, su tragedia, es sólo la fórmula de una forma. [Es ist ein erhabener Geschmack,
immer die Dinge in der zweiten Potenz vorzuziehn. Z.B. Kopien von Nachahmungen, Beurteilungen von
Rezensionen, Zusätze zu Ergänzungen, Kommentare zu Noten. Uns Deutschen ist er vorzüglich eigen, wo es

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aufs Verlängern ankommt; den Franzosen, wo Kürze und Leerheit dadurch begünstigt wird. Ihr
wissenschaftlicher Unterricht pflegt wohl die Abkürzung eines Auszugs zu sein, und das höchste Produkt ihrer
poetischen Kunst, ihre Tragödie, ist nur die Formel einer Form]. [A.W. Schlegel]

Este fragmento (atribuido a August Schlegel), por un lado, cataloga el gusto sublime como un gusto
que se caracteriza por preferir las cosas elevadas a la segunda potencia. Ahora bien, en los ejemplos que da
vemos que no se trata solamente de un gusto por lo complicado, por enrular el rulo, digamos así, sino por lo
que ha perdido ya toda referencia al objeto, todo contacto real con la cosa, todo referente. Lo sublime parece
ser lo sin referente; el disfrute mismo de la facultad de lo suprasensible. En cierto punto, es el gusto de una
facultad de lo onanista: ¿qué es lo sublime sino el placer de la facultad de lo sublime?; el placer sublime pasa
a ser el placer del no referente; el placer de la falta de contacto con todo objeto. Si lo sublime kantiano era
informe, lo sublime romántico aspira a disfrutar de la pérdida de contacto con el objeto.

Por otro lado, el fragmento admite que hay un gusto francés y un gusto alemán, entendidos como
antagónicos; el primero es el gusto por lo breve, el segundo por lo prolongado; el gusto francés es el gusto
por lo formal, por lo vacío, y el alemán, por lo viscoso, por lo denso. Cuando se dice de algo alemán, citando
a Borges, “es alemán en el mal sentido del término”, se alude, en parte, a lo que ya refiere el fragmento: al
gusto por lo fáustico, lo nocturno, lo complicado. Pero también hay un gusto sublime francés, que es su
contrario. Hay un sublime francés y un sublime alemán. Lo sublime romántico es, casi, lo sublime kantiano
hiperbolizado: un gusto de la facultad suprasensible por satisfacerse onanistamente a sí misma.

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