Sunteți pe pagina 1din 10

1.

Visión Bíblica de la muerte

El pensamiento de la muerte, con frecuencia, es perturbador para muchas personas. Algunos aseguran que
han muerto y que han vuelto a la vida; con mucho detallismo nos cuentan su experiencia de ese momento. Lo
cierto es que esas personas tuvieron una aproximación a la muerte, pero no murieron del todo porque nadie ha
regresado del más allá para contarnos su experiencia. Sólo Jesús pudo volver de la muerte, y nos aseguró que, si
creemos en Él, también nosotros resucitaremos para vivir eternamente.

Ante el perturbador pensamiento de la muerte, las reflexiones de los grandes


pensadores y filósofos, solamente nos presentan, en “abstracto”, sus teorías e hipótesis
acerca de la muerte; pero no nos sirven para enfrentar con fe y esperanza nuestra propia
muerte y la de nuestros seres queridos. Es solamente Dios el que nos puede hablar
acerca del “más allá”; del sentido cristiano de nuestra muerte. Sólo la Palabra de Dios
nos puede dar plena seguridad de que no caminamos por un sendero de frías y dudosas
teorías e hipótesis.
Sólo en la Biblia, Dios mismo nos habla, nos ayuda a enfrentar nuestra propia
muerte y la de nuestros seres queridos. No hay otro camino seguro para darnos razón
acerca del misterio de la muerte. ¿De qué me sirve saber lo que dijeron Sócrates y Platón
acerca de la muerte, si sus pensamientos son solamente hipótesis y teorías? La última
palabra para mí, acerca de la muerte, sólo me puede venir de la revelación: lo que Dios
me adelantó acerca de lo que será mi muerte y mi vida en el más allá. Acerquémonos,
entonces, a la Biblia, y volvamos a escuchar con fe lo que Dios nos reveló acerca de la
muerte y de la vida eterna.

El pensamiento de la muerte en el Antiguo Testamento

La Biblia nos enfrenta con la primera muerte de un ser humano: un asesinato; un


hermano que mata a su propio hermano. Caín mata a Abel. De sopetón nos encontramos
con el dolor profundo de una mamá y de un papá, que, por primera vez, ven que uno de
sus hijos, está tendido en el suelo y no se levanta más. Adán y Eva comprueban lo que el
Señor les había advertido; si escogían ir por el camino del pecado, se encontrarían con la
muerte. Su hijo, sin vida, en el suelo, era una prueba fehaciente de lo que Dios les había
adelantado acerca de la muerte.
Los primeros seres humanos de la Biblia comenzaron a pensar que el hombre, al
morir, no quedaba totalmente aniquilado. Según ellos iba a un lugar de sombras, llamado
“Seol”. La Biblia no detalla cómo era ese lugar. Según los hombres bíblicos de los
primeros tiempos, en el “Seol” nadie alaba a Dios, ni se relaciona con los demás. Es un
lugar de sombras, de frustración. Por eso, cuando al Rey Ezequías se le anuncia su

12
próxima muerte, se pone a llorar desconsolado (Is 38, 1-7).
Pero esa idea desoladora del “Seol” fue, poco a poco, abandonada. Ya en algunos
salmos, comienza a aparecer la incipiente revelación de Dios con respecto al más allá. En
el salmo 16, dice el salmista:“Todo mi ser vivirá confiadamente, pues no me dejarás en
el sepulcro, ¡no abandonarás en la fosa al amigo fiel! Me mostrarás el camino de la
vida”(Sal 16, 10-11). En el salmo 49, el salmista afirma: “Pero Dios me salvará del
poder de la muerte, me llevará con él” (Sal 49, 15).
El libro de la Sabiduría afirma concretamente: “Las almas de los buenos están en
manos de Dios, y el tormento no las alcanzará” (Sb 3, 1). Además, afirma también el
mismo escritor, que los buenos “resplandecerán como antorchas” (Sb 3, 7). En el libro
de los Macabeos, los mártires, que dan testimonio de su fe en el Señor, afirman que
mueren confiando en que Dios los resucitará (2M 7, 9.14, 23). Es en el segundo libro de
los Macabeos en donde se hace oración de intercesión por los muertos en la batalla. En el
mismo texto se comenta: “Si él no hubiera creído en la resurrección de los soldados
muertos, hubiera sido inútil e innecesario orar por ellos. Pero como tenía en cuenta
que a los que morían piadosamente los aguardaba una gran recompensa, su intención
era santa y piadosa. Por eso hizo ofrecer este sacrificio por los muertos, para que
Dios les perdonará su pecado” (2M 12, 44-45). De esta manera, Dios fue preparando a
la humanidad para la revelación de Jesús en el Nuevo Testamento, acerca del sentido de
la muerte para el cristiano.

El pensamiento de la muerte en el Nuevo Testamento

Dice la Carta a los Romanos: “El salario del pecado es la muerte” (8, 23). La
humanidad estaba bajo el signo terrible de la muerte. Al venir Jesús, afirma que viene
para morir. Tres veces lo anuncia con claridad en el Evangelio de san Marcos. Pero cada
vez que Jesús habla de su muerte, añade que a los tres días va a resucitar.
Jesús viene para asumir nuestra muerte; la que merecíamos por nuestros pecados.
Viene para quitarle a la muerte su poder desolador sobre nosotros. La muerte de Jesús es
una muerte “expiatoria”. Muere en lugar de nosotros, para que seamos perdonados y
para que no tengamos una muerte eterna, sino que podamos resucitar. San Pedro lo
expresa muy bien, cuando escribe: “Jesús en el madero llevó nuestros pecados”(1P 2,
24). Unos setecientos años antes, el profeta Isaías había tenido una revelación acerca del
futuro Mesías. Lo vio como un cordero que en silencio era llevado al matadero con los
pecados de todos (Is 53, 7). Ése es el sentido expiatorio de la muerte de Jesús en lugar
nuestro.

13
Muerte y resurrección

Pero Jesús no venía para quedarse en un sepulcro. Siempre que Jesús habla de su
futura muerte, añade que va a resucitar a los tres días. Durante su vida Jesús demostró
que tenía poder sobre la muerte. Con una orden resucitó al hijo de la viuda de Naín (Lc
7, 12).También le devolvió la vida a la hija de Jairo, dirigente de una sinagoga (Mc 5, 22-
42). A propósito, Jesús permitió que su amigo Lázaro se quedara cuatro días en la
tumba; luego lo resucitó, espectacularmente, con una sola orden: “Lázaro, sal fuera” (Jn
11, 43). Fue el milagro más grande de Jesús durante su vida pública.
Es impresionante que nadie le preguntó a Jesús qué quería decir cuando afirmaba
que iba a resucitar. Era algo tan inexplicable, que, por eso mismo, nadie se atrevía a
consultarle a Jesús qué quería decir eso de “resucitar al tercer día”.
Cuando María Magdalena va al sepulcro de Jesús y lo encuentra vacío, no grita con
júbilo: “¡Resucitó!”. Más bien piensa que se han robado el cuerpo del Señor. Pedro, al
ver el sepulcro vacío, solamente lo inspecciona, pero no da muestras de alegría; no habla
de resurrección. La resurrección de Jesús fue el acontecimiento más grande del mundo.
Sobre la resurrección del Señor está basado todo el cristianismo. Por eso, san Pablo
decía: “Si Jesús no resucitó, vana es nuestra esperanza”(1Co 15, 17).
Hay una expresión de nuestro Credo, que ha desconcertado a muchos; en el Credo,
refiriéndonos a Jesús, confesamos: “Descendió a los infiernos”. No quiere decir que fue a
visitar al diablo, sino que fue a anunciar a los santos, que habían muerto antes que él,
que con su muerte y resurrección la puerta del cielo estaba nuevamente abierta.
“Infiernos”, aquí, quiere decir, “lugares inferiores”, en donde, según los antiguos, estaban
retenidos los que habían muerto en gracia de Dios, antes de que Jesús abriera
nuevamente las puertas del cielo, cerradas por el pecado. Estos “infiernos”, en el sentido
bíblico, son una imagen para hablar del estado en que se encontraban los justos, que
habían muerto antes de la redención que trajo Jesús.

Las promesas de Jesús

Fue junto al sepulcro de Lázaro, que Jesús le dijo a una de las afligidas hermanas
del difunto: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto
vivirá, y el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25). Todo podría haberse
quedado en bonitas palabras, pero Jesús no se mostró como un “teórico” acerca de la
muerte; ante todos, con una orden, resucitó a Lázaro. Frente al sepulcro de Lázaro el
Señor nos entregó la más fabulosa promesa de resurrección para los que creemos en él.

14
En la última Cena, poco antes de su muerte, Jesús les dijo a sus apóstoles: “En la
casa de mi Padre hay muchas moradas, si no fuera así, yo no les habría dicho que les
voy a preparar un lugar. Y después de irme y de prepararles un lugar, vendré otra vez
para llevarlos conmigo, para que ustedes estén en el mismo lugar en donde yo voy a
estar” (Jn 14, 2-3). Esta promesa es fabulosa: muchas veces nos habremos preguntado:
“¿Cómo hago yo para dar ese salto hacia la eternidad?”. Jesús ya nos contestó por
anticipado esta pregunta. El Señor nos dice que no debemos preocuparnos por eso,
porque Él mismo vendrá para llevarnos. No iremos solos; Jesús mismo nos acompañará
en nuestro viaje hacia la eternidad.
Todas las veces, que participamos en la Eucaristía, nos sentimos como los apóstoles
y volvemos a escuchar esta inigualable promesa del Señor: Jesús tiene para nosotros una
morada preparada en el cielo. Además, recordamos que también dijo el Señor: “El que
come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último
día”(Jn 6, 54). Cada vez que comulgamos con devoción estamos comiendo el “antídoto”
contra la muerte eterna: estamos comiendo ya la vida eterna, nuestra futura resurrección.
Toda Eucaristía es como un ensayo de lo que tendremos que hacer en la Nueva
Jerusalén, que exhibe el Apocalipsis y a la que el Señor nos ha invitado.

La enseñanza de san Pablo

Dice san Pablo, en su Carta a los Romanos, que nosotros en el bautismo somos
“sepultados” con Cristo. Nos hundimos en los méritos de Cristo en la cruz. Y como
Jesús salió del sepulcro, así también nosotros, al estar en Cristo, vamos a ser
“resucitados” (Rm 6, 4-5). El mismo san Pablo afirma: “El que resucitó a Jesús, dará
también vida a nuestros cuerpos mortales” (Rm 8, 11). Por eso nosotros creemos en la
“resurrección de los muertos”, en cuerpo y alma, al final del mundo.
San Pablo no sólo escribió estas bellas frases; las vivió él mismo a plenitud. Cuando
san Pablo ya había cumplido su misión, decía: “Deseo morir y estar con Cristo” (Flp 1,
3). Para él, la muerte lo ponía en contacto directo con Jesús resucitado, que se le había
aparecido en el camino hacia Damasco. Pablo no demostraba pánico ni incertidumbre, al
pensar en su muerte; el motivo lo expresó en su carta a los Filipenses, cuando escribió:
“Para mí el vivir es Cristo, y la muerte, ganancia”(Flp 2, 21). Para Pablo la muerte era
el fin de una carrera, de una batalla librada por la fe; ahora esperaba una corona de
gloria. (2Tm 4, 8). A esa madurez cristiana se nos convida a todos nosotros. El cristiano
maduro, es el que, como Pablo, se encamina hacia la muerte como hacia una “ganancia”,
a recibir una corona de gloria. Todo esto no debe ser una “teoría” para nosotros;
debemos llegar a aceptar con la mente y a vivirlo con el corazón. Son conceptos,
revelaciones que deben estar muy dentro de nosotros, sobre todo en el momento que nos

15
toque dar el paso sin retorno a la eternidad.

Bienaventurados

El Apocalipsis no presenta a los que han muerto en Jesús, en un “Seol” de


frustración. El Apocalipsis es el libro más optimista de la Biblia: muestra a los que han
muerto en el Señor en la Nueva Jerusalén, en el cielo, en donde “no hay ni muerte, ni
luto, ni dolor, ni llanto” (Ap 21, 4). Un personaje del cielo, al referirse a los
bienaventurados, comenta: “Ellos son los que vienen de la gran tribulación; son los que
lavaron sus túnicas en la sangre del Cordero”.Como síntesis de lo que viven los que
están en el cielo, el Apocalipsis, afirma: “Bienaventurados los que mueren en el Señor.
Descansen ya de sus fatigas” (Ap 14, 13).
Consciente de estas revelaciones, el cristiano se enfrenta a la muerte, haciendo
morir diariamente a su hombre viejo, y fortaleciendo siempre su hombre nuevo. El
cristiano sabe que para pertenecer a la Iglesia triunfante, como el grano de trigo, debe
morir a todo lo que no es de Dios; debe lavar continuamente su túnica en la sangre de
Jesús, el Cordero de Dios. El cristiano maduro, no ve la muerte como una enemiga, sino
como una “hermana”, como la llamaba san Francisco de Asís. Por eso, como peregrino,
espera la muerte como una “ganancia”, pues lo lleva a la “corona de gloria” que el Señor
le ha preparado. El cristiano maduro, cuando llegue su hora, debe decir como Pablo:
“Deseo morir y estar con Cristo”.

16
2. Nuestras reacciones ante la muerte

Cuando muere algún amigo, nos acercamos a sus familiares y les llevamos palabras
de consuelo, que brotan del cariño, del deseo de poder aliviar en algo el dolor ajeno. Pero
sabemos, de antemano, que nuestras palabras no son una respuesta total para su
problema. Cuando la muerte se acerca a alguno de nuestros seres queridos, sentimos que
tambaleamos; las palabras de consuelo de los demás nos confortan, pero no son una
respuesta a nuestra crisis espiritual. Los libros escritos por los hombres acerca de la
muerte no dejan de ser simples teorías o hipótesis. El oscuro problema de la muerte sólo
se ilumina cuando logramos acercarnos a Jesús, que fue el único que puede decir: “Yo
soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” (Jn 11,
25).
El capítulo 11 de San Juan es un excepcional texto inspirado, que nos ayuda a
tantear, espiritualmente, a través de este laberinto para el que los hombres no nos pueden
dar una explicación suficientemente satisfactoria. Por eso viene muy al caso analizar las
distintas reacciones, que se detectan en las varias personas, que estuvieron cerca de la
muerte de Lázaro, el amigo de Jesús, que murió y fue resucitado.

Los Apóstoles

Cuando Jesús les anuncia que irán a visitar a la familia del difunto Lázaro, los
apóstoles enmudecen; no hay ningún comentario, en un primer momento. Sólo el apóstol
Tomás se hace intérprete de los sentimientos de los otros y dice: “Vayamos, pues,
también nosotros a morir”. Los apóstoles sían muy bien que a Jesús lo estaban
persiguiendo a muerte; captaban que, por consiguiente, también ellos peligraban. La
expresión “¡Vayamos, pues, a morir también nosotros!” no es una expresión de
aceptación, sino de rebeldía, de capricho espiritual. No se acepta la orden de Jesús; lo
siguen, pero de mala gana.
Tomás parece que, en gran parte, interpreta, en alguna forma, nuestros sentimientos
ante la muerte. Nunca la logramos aceptar. Ante ella pronunciamos frases como: “¡Qué
vamos a hacer!”…, “Así es la vida”…, “Es el destino”…, “No hay remedio”. En estas
expresiones se adivina que no hay aceptación; que estamos proyectando una disimulada
rebeldía.

Marta y María

17
Los sentimientos de Marta y María son bastante confusos ante la muerte de Lázaro.
Es explicable. Todos hemos pasado por momentos similares. Tanto Marta como María,
cuando se encuentran con el Señor, le reclaman: “Si hubieras estado aquí …”, como
quien dice: “No estuviste, y con tiempo te enviamos aviso”. “No llegaste y podías
haberlo curado”. Y así adelante. Lo cierto es que esa frase no deja de tener fondo de
rebeldía. Ante la muerte, siempre le queremos hacer objeciones a Dios. Nunca estamos
satisfechos; siempre presentamos nosotros una “posibilidad”, que hubiera podido entrar
en acción y no entró. Según nosotros, eso era lo mejor. Lo mejor es el plan de Dios.
Aunque no nos guste. Nuestras reclamaciones y cavilaciones no nos ayudan a que
superemos este momento difícil. Hasta que digamos: “Hágase”, pero de corazón, hasta
ese momento nuestra mente seguirá inventando posibilidades que ya no logran resucitar a
nuestros difuntos.
Algunas personas no lograron llegar al “hágase”, y se quedaron “resentidas” con
Dios. No lo han logrado “perdonar”, pues siguen pensando que les jugó una mala partida.
“Si hubieras estado aquí”… ¡Pero, si Dios siempre está! Cuesta mucho verlo en esos
momentos de oscuridad absoluta.
Ante el sepulcro de Lázaro, Jesús ordena que quiten la piedra que cubre la entrada.
Es la hermana de Lázaro, Marta, quien se opone a que quiten la piedra, y alega: “Hace
cuatro días que está allí el cadáver; ya huele mal”. Siempre le queremos dar órdenes a
Dios. En el fondo, casi creemos que no hizo bien las cosas; que obra con cierta
imprudencia. Ante la muerte, no faltan nuestras consabidas preguntas: “¿Por qué de
cáncer?” “¿Por qué a mí?” “¿Por qué tan joven, tan niño, tan pronto?” Nuestras
preguntas no son preguntas, sino, en cierto sentido, son alegatos: “No quiten la piedra;
¿no se dan cuenta que hace ya cuatro días que murió?…” “¿No te das cuenta de que
huele mal?”

La hora de Dios

Le avisan a Jesús que su amigo íntimo está gravemente enfermo, y no va, de


inmediato, a su casa; se queda predicando. ¡Que raro! Nos avisan a nosotros de la
gravedad de un amigo, y salimos volando hacia su casa. El reloj de Dios nunca podrá
estar sincronizado con el nuestro. Ni hay que intentarlo. La hora de Dios es eterna; sólo
nos toca aceptarla. El día que intentemos cronometrar a Dios, nos vamos a desesperar.
Algunos tienen mucha experiencia en esto.
Jesús durante su vida, muchas veces, habló de “su hora”. Se refería al momento de
su muerte y glorificación. Hubo un momento en que ya estaba en las manos de sus

18
enemigos, pero, dice el Evangelio, que se les escabulló. Todavía no había llegado su
hora. En el monte de los Olivos, cuando llegan los soldados, Jesús les dice: “Esta es la
hora de las tinieblas”; y se entregó a ellos. Había llegado su hora.
Nuestra hora está marcada en el reloj de Dios. Con angustiarnos no vamos a alargar
ni acortar el tiempo. No hay más que aceptar la muerte de antemano. A eso se llama
confianza en la sabiduría del Padre, que busca la mejor hora para cada uno de sus hijos.

Los signos

Cuando le dan a Jesús la noticia de la gravedad de Lázaro, dice unas extrañas


palabras: “Esta enfermedad no es para muerte”(Jn 11, 4). que lo rodeaban,
seguramente, no entendieron. Jesús sabía que todos ellos necesitaban un “signo” muy
fuerte porque les esperaban momentos de mucha crisis. Por eso reservó para esa
circunstancia la resurrección de Lázaro; este milagro era muy superior a cualquier otro
realizado antes. Cuatro días en un sepulcro; ¡mal olor de cadáver, y luego resucitado!
Los signos son voces de Dios para hablarnos, para interpelarnos. Siempre Dios está
haciendo signos. Hay que saberlos captar e interpretar. Pero un signo no basta para
decidir nuestra conversión definitiva. Muchos de los que presenciaron la resurrección de
Lázaro, seguramente, se asombraron en el momento, pero, al poco tiempo, volvieron a
su rutinaria vida. Y no sería raro que algunos de los que gritaban pidiendo la muerte de
Jesús, hubieran estado presentes junto al sepulcro de Lázaro. Ante los signos de Dios no
basta “asombrarse”: hay que “convertirse”.

Yo soy la resurrección

En una situación tan delicada -la muerte de Lázaro-, no bastaba afirmar: “Yo soy la
resurrección y la vida; el que cree en mí aunque haya muerto vivirá” (Jn 11, 25). Jesús
resucitó a Lázaro; resucitó también al hijo de la viuda de Naín; a la hija de Jairo,
dirigente de una sinagoga. Jesús advirtió que para experimentar esa resurrección era
indispensable la fe. A Jairo, que acudió a él porque se le había muerto su hija, Jesús sólo
le advirtió: “No temas; sólo ten fe”. Y Jairo se aferró a las palabras de Jesús, y vio a su
hija resucitada. Marta desconfiaba, en cierta forma, cuando Jesús le dijo: “Tu hermano
resucitará”. Marta respondió: “Si, Señor, ya sé que resucitará en el último día”, quien
dice: “Pero para eso falta muchísimo tiempo”. Jesús se le adelantó: “Yo te digo que si tú
crees, verás la gloria de Dios”. Marta creyó y vio a su hermano resucitado.

19
La fe, que pide Jesús, concuerda con la definición de la fe que da la Carta a los
Hebreos: “Es garantía de lo que se espera, prueba de lo que no se ve”(Hb 11, 1). Fe es
meterse en lo invisible, pero no a ciegas, sino agarrados de la mano del Señor.

¿Un Dios impasible?

Cuadro simplemente bellísimo: Jesús quebrantándose -como cualquier ser humano-


ante la muerte de su amigo. Llora, se turba. Una mala educación religiosa o una falta de
orientación en las cosas de Dios, ha presentado un Dios lejano e impasible. Como que no
se interesara del confuso mundo de los hombres. Aquí, la Biblia afirma, gráficamente,
todo lo contrario. Jesús está junto al que sufre. Jesús también sabe llorar. Seguramente
tuvo que llorar la muerte de su papá, José. El silencio de la Biblia con respecto a José,
nos da a entender que ya había fallecido. Con razón Jesús, que había experimentado, en
carne propia, el dolor ante la muerte, pudo decir un día: “Vengan a mí todos los que
están agobiados y cansados que yo les haré descansar”(Mt 11, 28). Marta y María
acudieron a él. ¡Y, de veras, que sintieron lo que era su descanso!
Con la mejor buena voluntad, pero muy lejos de la manera de ser de Dios, algunas
personas dicen: “Dios me quitó a mi hijo”, “Dios me quitó a mi esposo”. Eso de “quitar
esposo e hijo” no es muy evangélico. Pero sí expresa esas concepciones subconscientes
de un Dios “no muy bueno”, que pareciera que no se da cuenta del dolor ajeno.
Jesús, que llora ante el sepulcro de Lázaro, nos viene a decir que Dios no está para
aumentar el dolor del mundo, sino para ponerse al lado del que sufre el mal del mundo, y
ayudarle a pasar por ese valle oscuro. ¡Cómo falta conocer más al auténtico Jesús! “La
anchura y la profundidad del Corazón de Dios”, como decía San Pablo.

Necrópolis

Los griegos llamaban necrópolis a sus cementerios, es decir, ciudad de los muertos.
Para ellos la muerte era un lugar de sombras y tristezas. Cuando alguien se ha logrado
encontrar con Jesús, ya no existen necrópolis, sino sólo “cementerio”, que quiere decir:
dormitorio, lugar de paso hacia una casa mejor y eterna.
Ante la muerte, es fácil tambalear. ¡Qué bien que abunden las palabras de consuelo
de los amigos! Sin ellas sentiríamos que nuestra soledad es más grande. Pero esas
palabras, como las de los grandes sabios de este mundo, nunca pueden sonar como las
luminosas palabras de Jesús que, en medio de las tinieblas de la muerte, nos repite: “Yo

20
soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” (Jn 11,
25). Jesús no se quedó en palabras. Resucitó a Lázaro y resucitó él mismo, como
primicia de todos los que vamos atrás, creyendo en que él no nos dejará en una oscura
necrópolis, sino que nos llevará a la casa definitiva de su Padre, nuestro Padre.

ESTRADA, HUGO, Nuestro más allá, Ed. San Pablo, Guatemala.

21

S-ar putea să vă placă și