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Cuando

las
mujeres matan

Carlos Maza Gómez




© Carlos Maza Gómez, 2016


Todos los derechos reservados






Índice

La Chirrina 5
…………………………….
El Crimen del Tierzo 31
…………………..
El Crimen de la calle Trafalgar 61
………..
El Crimen de Cabra 95
……………………
























































La Chirrina
1900











































Quiero dejar claro, desde el comienzo de mi declaración, que no justifico
en modo alguno el triste suceso que me ha llevado a escribir estas páginas. No
hay nada que lleve a aceptar la pérdida de una vida humana de una forma
aparentemente tan caprichosa e innecesaria. Soy un abogado humanista. Ya sé
que eso es raro de encontrar a comienzos de este siglo XX, pero entiendo que
la muerte violenta nunca es necesaria, ni siquiera en una guerra, otra forma de
confrontación de ambiciones, venganzas y resentimientos históricos.
Aclarado esto, que ya sé que resulta impopular, hablemos de Carmen
González Iglesias, conocida como “La Chirrina”. Durante su juicio recordé a
mi admirada Doña Concepción Arenal, cuando defendía que debíamos odiar el
delito pero compadecer al delincuente. Ni cuando lo dijo ni ahora los jurados,
el público y en ocasiones los jueces, tienen en cuenta esa máxima. Los
tribunales son muchas veces escenarios de una venganza, la de la sociedad
frente a quien ha transgredido sus normas. Carmen mató por su mano, privó a
una muchacha de su vida, de lo que podría haber llegado a ser, le robó su
futuro, dejó a su madre, su hermana, en la soledad de su ausencia. Todo eso es
cierto y resulta terrible. Pero Carmen también llevó una carga de desdichas
toda su vida, recogió el rechazo unánime de quienes la rodeaban, fue vista
desde siempre como pendenciera, una enemiga de la sociedad en que vivía,
cosechó desprecios e insultos allá por donde iba. Por eso, al menos, merece
que nos detengamos un momento a contemplar quién fue, quién sigue siendo
ahora que está encerrada por largo tiempo, por qué se comportó así, si estaba
en su naturaleza matar o fue un acto donde resumió su vida entera de violencia
y menosprecios.
Carmen, lo voy a decir con claridad, produce inicialmente un
sentimiento de repulsión a quien tenga una mínima educación, que haya
nacido en un buen hogar y conocido el amor de su familia. Es grande, fuerte,
nada agraciada. Los que la ven la califican de hombruna y no seré yo quien lo
desmienta. Tiene una expresión torcida, recelosa, capaz de actuar por
venganza, odio o rencor. Ya digo que no es agradable estar con ella, máxime
cuando la encuentras encerrada en un calabozo y su expresión pasa de lo
huidizo a la ira en cuestión de segundos.
Sin embargo, me senté con ella, pregunté, la escuché, guardé silencio,
eso la hizo hablar más. Me enteré poco a poco de su historia. Los compañeros
en los pasillos de la Casa de Canónigos se ríen un poco de mí, no me importa.
Me consideran un extraño abogado. “Te debías dedicar a la literatura, Luis, me
dicen” y yo sé que no es por hacer mala sangre conmigo. Es que se dan cuenta
de que mis intereses son más amplios que los habituales. “Los hechos, Sr.
Martorell” me interrumpen a veces los jueces, “vaya a los hechos”. Porque me
entretengo en contar antecedentes, historias del pasado. Creo que permiten
comprender mejor los hechos del presente por los que juzgan a mi defendido.
Pero eso no suele interesar, por eso sonríen y me dicen los compañeros eso de
la literatura. No digo que no, a veces tentado he estado de escribir una novela
sobre mis clientes, sus azares, la vida que han llevado, qué les condujo a
delinquir. De algún modo, es lo que estoy haciendo con la Chirrina.
Nació en un pueblo pequeño de Salamanca hacia 1855. Su padre era
jornalero, vivían en una especie de cabaña por cuyas junturas entraba el frío en
esos inviernos castellanos. Muchas veces no había ni qué comer porque la
cosecha terminaba y el trabajo escaseaba. Su padre, un hombre tosco, sin
educación ni posibilidades de prosperar, marchaba entonces lejos, hacia el sur,
en busca de algún jornal que enviaba a la familia cuando podía. En ocasiones,
me dijo Carmen, no llegaba nada en un par de meses y debían hacer todo tipo
de trabajos humildes, buscar alimentos del campo. Tanto los padres como los
cinco hijos que llegaron a tener con bastantes intervalos no eran bien vistos en
el pueblo en cuyas afueras el padre había levantado la cabaña. La pobreza
nunca genera amigos y ellos, más que pobres, resultaban miserables.
Los dos chicos mayores trabajaban desde que eran pequeños pero los
demás, tres chicas, lavaban ropa para sus vecinas, hacían recados y, cuando
nadie las veía, robaban algo de aquí y de allá, sobre todo para comer. Carmen
recordaba su infancia. El frío era constante, dormían todos los miembros de la
familia en un jergón y tiritaban juntándose unos a otros para darse calor. Ése
fue quizá su primer recuerdo.
La madre estuvo enferma muchos años, tras uno de sus partos que acabó
en aborto. Estuvo a punto de morir, luego se recuperó un poco, permaneció
como una inválida varios años. Cuando le pregunté me dijo que la recordaba
como una mujer enjuta, casi siempre vestida de negro, silenciosa. “Tengo su
imagen en la cabeza”, me dijo Carmen, “sin dientes, masticando una raíz una y
otra vez hasta ablandarla”. En su memoria no quedaba ningún abrazo, ningún
gesto de cariño salvo el cuerpo de su hermana más pequeña en la cama,
pegándose a ella para quitarse el frío de aquellos inviernos.
Por supuesto, no sabía leer ni escribir. Al parecer, el cura de aquella
aldea se interesó en cierta ocasión y el padre lo despidió con cajas
destempladas, diciendo que allí todos eran necesarios para ganarse el sustento.
“No puedes dejar que tus hijos vivan como animales” se atrevió a decirle el
sacerdote. No pudo continuar porque el padre cogió una garrota que tenía
detrás de la puerta y se la mostró con una mirada feroz que lo hizo escapar.
Esa mañana, me dijo mi defendida, los hijos estaban detrás de la puerta,
viendo y escuchando. Su hermana más pequeña, la que luego ha sido conocida
por lo que le pasó a su marido, por sus hurtos, le dijo entonces a su madre:
“¿Qué tiene de malo leer y escribir, madre? Algunos de mis amigos saben”.
Ella no dijo nada pero allí se perdió la oportunidad de que las cosas cambiaran
un poco.
Algo hay que hablar de esa hermana, Gloria, la pequeña, justo la que
vino después de Carmen. Ésta me decía que era la única persona a la que ha
querido. “Ni a mi marido, que en paz descanse, ni a Pepe, mi hombre de ahora,
les he querido nunca como a mi hermana Gloria” llegó a decirme, “sólo a ella,
sólo a ella. Los carceleros son unos malnacidos, que no la dejan que venga”.
Prefería callarme porque había hablado con ella, con Gloria, y le había
escuchado unas palabras sobre su hermana, un desprecio a la suerte que la
esperaba… “Merecido lo tiene” contestó cuando le contaba en qué
condiciones estaba. “¿Por qué tuvo que acuchillar a aquella muchacha? ¿No le
bastaba darle un bofetón? ¿o golpearla con un ladrillo, como hizo con su
madre? No pienso ir a verla, no insista, mi hermana como si se hubiera
muerto”. Esta respuesta me la callaba y veía a Carmen pesarosa, despotricando
de los carceleros como si ellos tuvieran la culpa de que nadie fuese a visitarla,
de que su hermana permaneciese lejos. Se le saltaban las lágrimas a ella, que
daba miedo verla cuando se enfadaba, con ese aspecto imponente, enfurecido,
su feo rostro crispado y allí llorando por una hermana que le había dado la
espalda. Nunca tuve valor para decirle lo que sucedía en realidad.
La madre murió cuando Carmen tenía como nueve años. Su hermana
mayor se había escapado de casa, nunca supieron dónde fue ni con quién lo
hizo. Eso pasaba entonces y pasa ahora con las niñas más miserables. Les
llega una vieja de esas que se lo saben todo, las engatusa hablándoles de
collares de perlas, dinero, de ir en carruajes bonitos y ellas se escapan de casa,
la vieja las entrega a unos hombres que las conducen al barrio chino de
Barcelona o a cualquier otro lado. Allí, entre hombre y hombre, siguen
soñando con llegar a bailar en salas de fiestas, con un muchacho que se
enamorará de ellas y les regalará una vida distinta. Ya sabe lo que es eso.
Seguramente aquello le sucedió a la hermana mayor. El caso es que,
cuando murió la madre, Carmen tuvo que hacerse cargo de la casa. El padre
seguía marchando cada cierto tiempo. Además, se le agrió el carácter con la
ausencia de su mujer. No se recataba de pegarles a la menor contrariedad,
beber demasiado, volver borracho apestando a vómito y alcohol. Los
hermanos mayores seguían trayendo un mísero jornal, a veces se marchaban
con el padre y quedaban las dos niñas en casa durante semanas. “Esos son mis
recuerdos más felices de mi pueblo, cuando todos se iban y Gloria y yo nos
quedábamos solas”. Le pregunté si había tenido amistades entre los chicos y
chicas de allí. “Eso Gloria, que era la guapa de la familia, la más simpática. A
mí me insultaban, decían que era un monstruo, que les daba asco, que era un
pájaro de mal agüero. Yo les contestaba a golpes, era tan fuerte como ellos.
Casi siempre se reían de mí pero si alcanzaba a alguno se iba bien caliente a su
casa. Con todo eso que pasaba, las vecinas empezaron a odiarme porque sus
hijos se quejaban de mí, decían que era bruta, ignorante, empezaron a contar
que tenía piojos, la rabia, yo qué sé”. Terminó por encerrarse en casa, pasear
sola por el campo, cazar pájaros. Por eso la apodaron la Chirrina, ya saben que
es un pájaro, el mosquitero común, uno que había en abundancia por aquellas
tierras. Los atrapaba con liga. Algunas noches eso fue lo que permitió que
cenaran algo.
Cuando le pregunté por esos chicos que la insultaban, los mismos que
eran amigos de su hermana, me dijo que los odiaba a todos. “Los hubiera
matado, si me hubiera atrevido. Todos estaban bien vestidos, eran guapos,
comían caliente cada día. Incluso los más pobres entre ellos eran los que más
me insultaban, como si les fuera repugnante. En ocasiones me miraba en un
trozo de espejo que teníamos en la cabaña y me decía que yo no tenía la culpa
de haber nacido tan fea, de no ser como mi hermana, también me daba asco la
muchacha que me miraba desde el espejo. No podía sino darles la razón pero
los odiaba a todos, alguno se llevó una buena pedrada de mi cuenta y, si
hubiera tenido más fuerzas, puede que hubiera matado a alguno”.
La tensión llegó a tal extremo que el cura habló de nuevo con su padre.
Éste lo amenazó con una horca. Dijo que su hija no se iba a ninguna parte, que
no le contara historias. Luego llegaron los hombres. Su padre y su hermano
mayor se habían ausentado y estaban los tres restantes, el chico y las dos
chicas, cuando escucharon el rumor de muchas pisadas por el camino.
Observaron con temor que eran varios hombres, llevaban antorchas porque era
de noche, pensaron. Salió el muchacho y les dijo que su padre no estaba, que
allí solo estaban ellos. Le apartaron con rudeza, hicieron que salieran las
chicas y luego prendieron fuego a la cabaña.
Carmen se recuerda abrazada a su hermana, llorando las dos mientras
veían que aquello que llamaban hogar ardía con suma rapidez. Un hombre les
dijo: “Decidle a vuestro padre que os vayáis y cuanto más lejos mejor. No os
queremos aquí. Si seguís aquí cuando vuelva habrá una desgracia mayor”.
Solo eso. Luego se fueron por el camino igual que habían llegado.
Cuando llegó el padre se vino abajo. “Desde entonces fue un viejo
inútil” me dijo Carmen, “todo lo bravo que había sido con nosotros y con
cualquiera, desapareció, no quedó nada”. Tomaron el camino hasta llegar a las
afueras de Salamanca. Se cobijaron los primeros días en una cueva. Las
muchachas pidieron limosna, los chicos se ganaron la vida haciendo pequeños
trabajos. El padre dejó de comer, dejó de hablar. Le creció la barba, el hambre.
Los chicos habían conseguido habilitar una chabola y allí vivían de mala
manera. Una mañana el padre no se levantó, se quedó sobre la paja donde
dormía, con los ojos abiertos mirando el techo de la chabola y no se movió
más. Pocos días después, sin hablar, vaciando la vejiga así como estaba,
murió.
Aquello fue la dispersión de todos. Para entonces, Carmen tenía
dieciséis años, su hermana trece, los chicos sobrepasaban los veinte por poco.
El mayor les dijo: “Arreglaos, poneros algún vestido que no sea un harapo. Id
por las casas, ofreced vuestros servicios para ayudar en lo que sea. En
Salamanca hay muchos viejos, muchas viejas, que necesitan ayuda en su
hogar”. Y luego terminó: “Dentro de poco, Sebas y yo nos iremos hacia el
norte, quizá nos embarquemos para América si conseguimos dinero para el
pasaje”. Y así fue como se decidió el siguiente paso a dar.
Las dos muchachas se fueron presentando en distintas casas, hablando
con unos y con otros. Encontraron una pareja de ancianos que las acogió.
Tuvieron suerte por una vez. El matrimonio vivía en un caserón grande, fruto
de riquezas de otro tiempo, pero entonces nadie lo habitaba salvo ellos. Los
hijos habían marchado lejos y se encontraban desvalidos. De manera que, por
una módica soldada, pudieron ambas alojarse en un cuarto de la casa y atender
a los viejos, que apenas salían a la calle. A la pequeña Gloria le gustaba hablar
con ellos y ellos estaban encantados con la niña. Le daban dulces, la hacían
comer, “hay que alimentarse para que seas toda una mujer” le decían siempre.
Mientras tanto, Carmen fregaba el piso, lavaba la ropa manchada con los pises
de los viejos, quitaba la suciedad incrustada en los muebles desde hacía años.
No le importaba hacer el trabajo duro. De hecho, recordaba bien aquel tiempo.
Es cierto que la gente era algo desabrida con ella en el mercado porque
discutía mucho y de malos modos, amenazaba cuando creía que la estaban
engañando, era una mujer desconfiada y que gustaba de discutir sin que la otra
persona supiera si podría contenerse, tan iracunda se volvía cuando recibía
algún desprecio durante las discusiones. Una vez se metió en un tumulto
porque una verdulera la llamó “muerta de hambre”. Se tiraron del moño, se
arañaron, el puesto se vino abajo, tuvieron que venir los guardias. Desde
entonces inspiró temor en todas partes, la hacían esperar en cada puesto a ver
si se iba a otro lado. Eso sí, no se atrevían a discutir pero ella se daba cuenta
de que todo el mundo la miraba mal. Mientras tuviera dinero le daban lo que
pedía pero, si alguna vez tenía una necesidad, nadie la ayudaría sino todo lo
contrario. La historia del pueblo se repetía exactamente igual, como si el mal
no residiera en los lugares sino que fuera con ella.
Un día murió la señora en cuya casa vivían. “Se quedó pajarito” como
me dijo en el calabozo donde hablábamos. Vinieron los hijos, un hombre y una
mujer, con sus parejas. Hubo mucha frialdad, nadie parecía sentir la muerte de
aquella señora salvo el viejo, que permanecía gimoteando en un sillón, y
Gloria, que no dejaba de llorar. La hija de la difunta se interesó por ella. Ya
tenía por entonces quince años y era una chica agraciada, de un carácter
aparentemente dulce. Lejos estaba el tiempo en que la echarían de casa por
robar objetos que luego revendía. Total, que la hija de la señora se encaprichó
con ella y dijo si quería ir a Madrid para servir en su casa. Gloria se lo dijo
toda entusiasmada a su hermana. Carmen tuvo que decir que sí, que estaba
bien, a ver qué futuro podían tener las dos ahí, tal vez el viejo las despidiera
incluso. En todo caso era una gran oportunidad, le dijo a su hermana que no
debía desaprovecharla.
De manera que quedó sola con el viejo. Pasaron los meses y la actitud de
éste hacia ella cambió. Empezó a mirarla torcido, decía ella, a buscarla por
toda la casa para estar a su lado, hablar de manera incontenible de toda su
vida. Ella lo aceptó porque no tenía más remedio pero, como me dijo, “maldita
la gana que tenía de escuchar toda esa monserga”. Lo peor fue cuando el viejo
empezó a rozarse al pasar, a cogerla de la mano en cualquier circunstancia.
“Ya sé que estaba solo pero a mí me daba asco cuando me sobaba la mano,
con la nariz goteando del catarro que siempre tenía y esos ojos de cordero
degollado”. Una tarde la llamó desde el dormitorio y lo encontró tirado, medio
desnudo. Le dijo “Ven aquí, Carmencita, dame un poco de calor”. Lo insultó,
le llamó de todo, viejo piojoso, cerdo baboso, los gritos se escuchaban en toda
la casa. Los vecinos incluso llamaron a la puerta, a ver qué era ese escándalo.
De manera que al día siguiente se despidió y marchó para Madrid, donde
su hermana ya le había escrito dándole una dirección donde podría alojarse.
Así empezó su historia en la Corte, viniendo para servir, claro, aunque nunca
lo hizo en realidad.
Mientras buscaba una casa donde trabajar dio con un muchacho, el
Salamanquino que, como su propio mote indica, era de su tierra. Era un sujeto
de mala catadura y peores antecedentes. Formaba parte de una banda con sus
amigos el Moreno, el Santander, el Patón y el Cabaña. La otra mujer del grupo
era la Sortijera, llamada así porque su especialidad era ir pidiendo por las
calles, agarrar de la mano a las señoras y, mientras las entretenía con una
historia de pobreza, les arrebataba las sortijas con un arte que ya quisieran para
sí los grandes pintores de nuestra historia.
Fue su nueva amiga la que le enseñó a ser una tomadora, ya saben, a
hurtar. “Nada de violencias”, le dijo, “distraer y tomar, ése es nuestro trabajo”.
Ciertamente, la Sortijera era una mujer algo entrada en años pero no tenía el
aspecto hombruno e imponente de la Chirrina. “Lo tuyo es un problema,
chica” comentaba meneando la cabeza, “no pasas desapercibida en ninguna
parte. Si al menos supieras sonreír…”. Pero Carmen no sonreía, prefería el
robo antes que el hurto. Esperar a una mujer en un callejón por la noche,
molerla a golpes y robarle todo lo que llevaba encima. En ocasiones, las
agredidas eran meras prostitutas que buscaban cliente nada más y protestaban
de que les arrebatase lo poco que tenían. Fue cogiendo mala fama en el
submundo de Madrid que formaba aquella sociedad donde todos, en mayor o
menor grado, se conocían.
Por eso el Moreno, con el que convivía, le dijo que marchara a las
afueras, a pueblos cercanos a Madrid, Carabanchel, Pozuelo, por ahí. “En
Madrid ya apestas” le dijo sin contemplaciones. Luego se quedó parado un
momento y añadió: “Tendríamos que casarnos”. Carmen abrió la boca de par
en par, sorprendida, y dijo que sí, que cuando quisiera. Al Moreno le gustaba
esa mujer fornida y enrabietada con la vida. Él era mucho más tranquilo pero
le gustaba su fiereza en la cama, con sus amigos presumía de que era mucha
hembra pero él sabía domarla. Los amigos se encogían de hombros en la
taberna, sin poder imaginar bien qué le veía el Moreno a aquel mastodonte sin
gracia, perpetuamente enfadada con la vida y con todos, pendenciera como
pocas, tan dispuesta a la bronca. “Conmigo es suave como el terciopelo”
añadía el Moreno, que tenía letras y hasta cierto aliento poético. Los amigos
seguían mirándolo con marcado escepticismo. “¿Es que hay alguien que
quiera decir otra cosa?” preguntaba el Moreno echándose la mano a la cintura,
donde tenía la faca. “No, no” decían los demás finalmente, “claro que tenéis
que casaros, sois tal para cual” añadía alguno con una cierta sorna que dejaba
el insulto en el aire.
De manera que al Moreno se le metió en la cabeza el casarse, algo con lo
que no contaba la Chirrina en modo alguno. El matrimonio no duraría más allá
de tres años hasta que, en un golpe que se torció, al Moreno, viejo conocido de
la policía, lo frieron a tiros las fuerzas del estado sin que pudiera decir esta
boca es mía. De manera que ahí encontramos a Carmen González, la Chirrina,
viuda con los cuarenta años que cumplió la misma semana en que mataron a
su marido.
Desde entonces buscó otro hombre al que arrimarse. Se daba cuenta de
que necesitaba protección, que alguien la orientara, ella sola estaba perdida.
Apenas veía a su hermana, que iba de casa en casa robando al cabo del tiempo
y siendo expulsada, no sin pasar por la cárcel más de una vez. Unía a su
encanto personal, a su belleza, una perversión y una frialdad de carácter
notables. Con todo eso, siempre había algún palomo al que desplumar, alguna
casa que limpiar tras servir en ella un breve tiempo.
También Gloria se casó con un muchacho que trabajaba poco y bebía
mucho, que le daba palizas cuando volvía a casa borracho, que le quitaba el
dinero que ella sustraía por ahí para jugar a las cartas en la taberna y seguir
bebiendo con los amigos. Hasta que la muchacha se hartó y una noche en que
él la golpeó de nuevo, sacó un cuchillo que llevaba preparado y se lo clavó en
el vientre. Le cayeron seis años de presidio por aquello pero no se arrepintió
nunca, decía que se lo había merecido y las mujeres en su galería de la cárcel
le daban toda la razón. Todas habrían hecho lo mismo en sus circunstancias.
Carmen no quiso contarme cómo conoció a su Pepe, José Villapón
García, hojalatero, con un puesto permanente en la calle Colón desde hacía
muchos años. Un día debió entrar en la tienda, hablaron. Pepe no es un
hombre dicharachero precisamente, tiene temor de todo, sobre todo desde que
lo encarcelaron a raíz del crimen de la Chirrina. Él no tuvo nada que ver, desde
luego. En la mañana del suceso había salido de casa a las cuatro de la mañana
para hacer unas tareas antes de abrir su puesto. De hecho, cuando la policía fue
a detenerlo, nada sabía de lo que había pasado en el patio de su casa. Fue el
primer sorprendido al ver a los agentes allí, pensando tal vez que lo habían
pillado en alguno de los negocios bajo cuerda que también hacía.
“Algunas decían que era su criada” protestaba Carmen en el calabozo,
“pero no es cierto. Fui su mujer para todo”. Al parecer, la fiereza en la cama
no la había perdido y al hojalatero, que nunca se había casado y que solo tuvo
parejas eventuales y efímeras, aquello le gustó. La Chirrina se dio cuenta
enseguida de que podía manejarlo a su antojo. “Con el poco carácter que tiene
Pepe…” me decía, “eso no se lo puedo pedir a Pepe, que se acobarda” cuando
le propuse que declarara a su favor durante el juicio. Al final lo hizo pero el
presidente del tribunal, el Sr. Izquierdo, le tuvo que decir dos veces que
hablara más alto porque el pobre estaba intimidado por el público y no le
llegaba la voz al cuerpo.
De modo que aquella mujer grande, fea, dispuesta a responder a todas
las provocaciones con otras, con ganas de pelea, se instaló en la que llaman la
“Casa de los Perros”, vete a saber por qué. De hecho, un perro fue el origen de
la trifulca que acabó con una muchacha en el cementerio y mi clienta entre
rejas por muchos años.
Desde el principio las cosas no fueron bien en aquel patio de vecinas.
Casi todas llevaban mucho tiempo conviviendo e incluso trabajando juntas,
sea como verduleras en la cercana plaza de la Cebada, sea como cigarreras en
la fábrica de Tabacos. Todas se conocían y, con sus más y sus menos, se
llevaban bien o al menos sabían de qué pie cojeaba cada una. La llegada de
Carmen, mal encarada, hosca, dispuesta a defenderse a golpes antes incluso de
que alguien la ofendiese, bruta, porque la Chirrina lo es ¿para qué negarlo?
cayó como una bomba en aquella casa.
Las discusiones empezaron muy pronto. En vez de congraciarse con sus
nuevas vecinas, dar un poco de charla, integrarse en alguno de los bandos que
allí había (inevitables en todo grupo humano), Carmen no hablaba con nadie y
si algo, por pequeño que fuera, la molestaba, hasta lo más nimio, empezaba a
voces y amenazas. Ciertamente, su exterior no mueve a simpatía precisamente.
Si a la desconfianza inicial le sigue una actitud así, el conflicto estaba servido.
Pero Carmen no se iba a arrugar porque las vecinas, unánimemente, la
trataran con desprecio y desconsideración. Estaba acostumbrada a ello desde
pequeña. Sabía también que ese conflicto lo llevaba dentro, así me lo dijo.
“Vaya donde vaya, siempre me pasará igual” me confesó un día, “yo no voy a
cambiar. En la cárcel tendré que enfrentarme a las demás, eso ya lo sé. Hasta
que me muera, seguiré así” reconoció con aspecto resignado.
Vayamos a lo que sucedió los días 3 y 4 de mayo de 1900, siempre bajo
la perspectiva de que los hechos descritos, la agresión, la muerte de aquella
joven, tienen un significado y unos motivos que no se limitan a la descripción
formal de lo que sucedió en la calle Mediodía Grande número 7.
En días precedentes María Molina, la verdulera de la plaza de la Cebada
que vivía justo enfrente de donde habitaba Carmen, dijo a todas las vecinas
que le habían desaparecido un duro y un pañuelo de seda que tenía sobre una
cómoda. Para entonces, los ánimos contra la Chirrina estaban caldeados desde
hacía mucho tiempo. Se sabían cosas ciertas y otras falsas que se daban por
verdaderas. Por ejemplo, en la calle Bastero, el anterior domicilio de Carmen,
los vecinos se habían considerado tan hartos de sus malos modos, de sus
trifulcas y broncas, había resultado tan agresiva con todos, que 29 de ellos
habían firmado una carta destinada al Juzgado para obligarla a marchar de allí.
Ése era el efecto que siempre tenía Carmen allá donde fuera o, al menos,
casi siempre. Tal vez su lugar no fuera ese, entre las mujeres honradas y
bravas del viejo Madrid, como sucedió también en la Casa de los Perros.
Carmen nunca ha sabido contenerse, frenar a tiempo. Se peleaba con todos y
para todo, cualquier motivo era bueno para “defenderse de las humillaciones a
que la sometían”, como me dijo. Nunca supo tener trato social, siempre
encontró desprecio, apartamiento cuando no odio entre aquellos con los que
vivía. Quizá nadie la enseñó a convivir como nos enseñaron a nosotros de
pequeños, a aplazar o incluso anular nuestra ira a cambio del cariño de un
padre o de una madre. Ustedes me dirán: Hay mucha gente que se educa así,
por desgracia, y no van matando a nadie ni buscando trifulca constantemente.
Es cierto, no se lo voy a negar. Algo en el carácter de la Chirrina provocaba la
repugnancia y la agresividad de los demás, es clara su inadaptación a cualquier
ambiente donde haya un nivel mínimo de disputas. Si es así ella entrará a
protagonizarlas, conseguirá que las demás se unan contra su persona, que
deseen que se vaya y se pierda por cualquier lado de Madrid.
Además, también saben que las verduleras y cigarreras de Madrid tienen
la lengua muy afilada, como sus uñas, y son capaces de enfrentarse al mozo
más recio y al hombre de peor catadura. Pues bien, era cierto lo que sucedió en
la calle Bastero pero otras cosas que se dijeron eran falsas. Aún recuerdo a
Carmen, convulsa durante el juicio, estrujando en su mano ante el juez,
cuando declaró, el certificado de defunción de su marido, el que demostraba
que ella no había tenido nada que ver con su muerte. En la vecindad, sin
embargo, se dio por hecho que era viuda porque había matado al marido y
pasado seis años en presidio. Alguien escuchó lo sucedido con su hermana
Gloria y, sea por ignorancia o maledicencia, se lo achacó a Carmen delante de
toda la vecindad.
Como su hermana era tomadora y ella misma había robado, fuerza es
reconocerlo, la acusaron de ladrona y, en concreto, María Molina fue diciendo
a todas que el duro y el pañuelo de seda se lo había quitado ella. Bastaba
entrar en su casa y sustraerlos, en aquel patio nadie solía cerrar su puerta.
Carmen lo supo pero estaba acostumbrada. Además, María Molina y ella
habían discutido innumerables veces, se las podía considerar viejas enemigas.
El ambiente en aquella vecindad era muy tenso. Le recordaba, me dijo, a
aquella tarde en que subieron los hombres hasta la cabaña familiar para
quemarla y expulsarlos del pueblo donde habían nacido.
El 3 de mayo por la mañana Carmen acudió, como cada día, a la plaza
de la Cebada a comprar. Al pasar por el puesto de María, donde nunca se
detenía, claro está, ésta se puso con las manos en las caderas y dijo a voz en
cuello para que la oyeran en todos los puestos: “Sí, yo vengo aquí a vender,
para que luego haya ladronas que le quitan a una el dinero”. Todas las clientas,
las demás verduleras, miraron con desprecio a Carmen, que no se pudo
contener. Se tiró sobre María agarrando un ladrillo que había por allí, restos de
una obra, y estuvo a punto de golpearla. Las separaron las demás mujeres que,
a base de empujones y con la asistencia de un guardia al que llamaron, la
echaron del mercado. Pueden imaginar cómo se sentía en ese momento la
Chirrina, a punto de explotar.
Al día siguiente, muy de mañana, serían las nueve, sucedió la tragedia.
Carmen barrió la casa y, como siempre hacía, metió las basuras en una lata que
dejó en la puerta de su cuarto para luego llevarlas fuera. Mientras terminaba de
barrer vino un perrillo de aguas propiedad de otra vecina, Josefa Villapol, y
hocicando en la lata esparció toda la basura por el patio.
Cuando salió Carmen armó la trifulca, como otras veces. Josefa era una
mujer algo mayor, algo apocada, y le llovió fuego graneado por la boca de la
Chirrina, insultos donde decirle “guarra” era lo más suave que escuchó.
Escenas así no eran inusuales con Carmen de protagonista pero en aquella
ocasión la vecindad estaba muy alterada.
Entonces salió una de las hijas de María Molina, Vicenta Rodríguez, una
muchacha querida por todos, rubia, joven de 23 años, muy agraciada como
bien señalaron los periódicos. Sacando el mismo carácter de su madre salió a
defender a Josefa diciendo en voz bien alta: “Ya podrá con esta pobre señora,
igual que insulta a mi madre”. Cuando se enzarzaron aún le gritó a Carmen:
“Para guarra usted, que ahí está con su hombre haciendo guarrerías y sin
casarse”; “Claro, es usted muy valiente, la asesina de su marido”. Cosas por el
estilo. Hay que imaginarse a esa jovencita tan guapa, con el rostro
descompuesto después de la escena sucedida con su madre el día anterior, con
las vecinas asomadas al ruido de la disputa y gritando “¡Ladrona! ¡Vete de esta
casa, muerta de hambre!”, para comprender lo que sucedió a continuación.
En ese momento llegó María Molina del puesto, vio a su hija
embravecida, las dos retándose y a punto de llegar a las manos. “¡Déjala!” se
limitó a decir a su hija, “que es muy mala”. Y entonces sucedió. Cuando María
Molina abría la puerta de su casa Carmen entró un momento en la suya. La
gente pensó que se daba por vencida pero volvió a salir con una badila en la
mano, ya saben, esa paleta metálica que se utiliza para la lumbre. Fue Josefa la
que gritó a Vicenta, la muchacha que aún la miraba con aire retador: “¡Ten
cuidado! ¡Que lleva una navaja!”.
Carmen declaró en el juicio que era la chica quien llevaba la badila y
que intentó agredirla con ella. Eso me dijo y yo no tuve más remedio que
creerla, pero las demás vecinas afirmaron lo contrario, salvo una a quien José
Villapón, en un esfuerzo último por salvar a su compañera, le dio dos pesetas
para que declarase a su favor. Luego me lo reconocería, contrito. “Es que yo a
Carmen la quiero ¿sabe usted?” me dijo nada más y me dejó desarmado. La
mujer a la que nadie quería y ahí estaba aquel pobre hojalatero maniobrando
para salvarla.
Tal como quedó corroborado en el juicio, Carmen salió con la badila en
la mano izquierda y la navaja bien empuñada a su espalda. Con la primera
pareció querer agredir a Vicenta, que levantó los brazos para protegerse, pero
no golpeó con la badila sino que le clavó la navaja hasta la empuñadura. “¡Ay,
madre, que me ha matado!” solo pudo decir la chiquilla dando traspiés hacia la
puerta de la casa, donde se desplomó.
La Chirrina se refugió en su casa, segura de que si se quedaba fuera la
lincharían entre todas las vecinas. Escuchaba el clamor, los gritos de la madre
con las manos tintas de la sangre de Vicenta, a la que abrazaba. La llevaron en
volandas hasta la Casa de Socorro de la Latina, pero fue inútil. Aquí transcribo
lo que dijo un periódico vespertino aquel mismo día:

“La noticia de la muerte de Vicenta Rodríguez produjo en el mercado
gran indignación.
Un grupo de verduleras se dirigió a la casa del crimen para enterarse
de los detalles del suceso. Cuando éstas llegaron ya había en la casa
otro grupo de cigarreras que esperaban la salida de la criminal.
Poco después, Carmen apareció en la calle rodeada de guardias de
orden público. Carmen, alardeando de serenidad y con aire de
provocación a la gente, oía impasible los insultos de las mujeres. Su
actitud excitó más los ánimos de verduleras y cigarreras, que
lanzaron sobre Carmen una lluvia de piedras.
En vista de las proporciones que adquiría el tumulto, se ordenó que
los guardias dispersaran a las manifestantes. Estas siguieron a los
guardias que conducían a la criminal, y al llegar a la plaza de los
Carros otros grupos de mujeres que esperaban en la puerta de la
delegación a la «Chirrina», trataron de apoderarse de ella para
ejecutar el fallo de las que desde sus puestos de la plaza de la Cebada
gritaban desaforadamente:
—¡Lincharla! ¡Lincharla!
Los grupos poco a poco fueron aumentando frente a, la delegación, y
en previsión de un serio tumulto, Carmen fue metida en un carruaje y
conducida, sin ser vista por las verduleras, a los calabozos del
juzgado de guardia, desde donde pasó por la larde a la cárcel” (El
Imparcial, 5.5.1900, p.2).

El resto es más conocido porque la opinión pública siguió con bastante
atención el caso y hubo informaciones en los periódicos. Algunos de ellos
comentaban su sorpresa por un crimen cometido con un motivo tan nimio.
Mencionaban que una mujer mata por grandes pasiones, como una venganza,
o por celos, odios y rencores, incluso por abnegación defendiendo su honor o
el de sus hijos, pero ¿porque unas vecinas te acusan de robar un pañuelo?
¿Debido a que un perro esparce las basuras frente a tu casa? ¿No era todo un
asunto pequeño, sin importancia?
Creo que no, que la importancia se la damos nosotros y cada uno.
Cuando le hablé de su víctima, por si deseaba mostrar arrepentimiento ante el
tribunal, ella me miró desafiante: “¿Esa muchacha? ¿Quién era ella para
acusarme de ladrona y asesina, una mujer que no ha pasado la mitad de las
desgracias que yo he soportado? ¿Porque era guapa y joven mientras yo soy
vieja y fea, se creía con derecho a tratarme así?”. A medida que se hacía esas
preguntas miraba hacia fuera de su celda, como observando más allá, quizá su
vida entera con una amargura infinita. Vicenta Rodríguez no supo que sus
insultos eran la última gota que hace que el vaso se desborde, que era quien
menos debía hacerlo porque había tenido una buena vida recibiendo el cariño
de su madre, de las vecinas que la apreciaban, de los mozos que la
requebraban a menudo. Porque era joven y era bonita, algo que siempre echó
de menos Carmen, la Chirrina.
¿Qué quieren que les diga? Yo la comprendí. La muerte de aquella
muchacha no arreglaba su vida, más bien la hacía llegar al fondo, pero
comprendo que con esa puñalada descargó sobre ella, sobre todo el mundo que
la rodeaba, la inquina, la amargura y la rabia de una vida llena de sinsabores
donde ni siquiera la belleza, como a su hermana Gloria, la acompañó.
Aduje ante el tribunal legítima defensa, aunque dudaba en mi fuero
interno de que la historia de la badila en manos de Vicenta fuera cierta. En su
defecto, cuando vi que todos los testimonios iban en sentido contrario, aduje
arrebato, obcecación. El jurado dijo que no, ni siquiera eso era admisible.
Había entrado en casa por la navaja, luego intentó ocultarla mientras llegaba la
autoridad en un agujero junto a la chimenea. No le sirvió de nada, había
testigos de todo sobradamente. El jurado respondió afirmativamente a la
pregunta de si la Chirrina había tenido intención de matarla.
Seguramente la sentencia de catorce años fuera justa a los ojos de la
Justicia, a la vista de lo que dictamina la ley. Debemos convivir entre nosotros
en una sociedad llena de tensiones, egoísmos, ambiciones. Es necesario que
haya una ley que castigue el crimen. Pero en este escrito quisiera ir un poco
más allá. Como dijo mi ilustre maestra: “Compadeced al delincuente” y aún
añadiría yo mismo: “Comprendedlo”. Para que esto no se repita tantas veces,
para que no haya niños que padezcan injusticias, agresiones, que puedan
educarse dignamente en la creencia de que están protegidos por las
autoridades y no castigados por el mero hecho de nacer.


















































El crimen del Tierzo
1915











































Hace dos años me encontraba en Tierzo, pueblo de Guadalajara, como
cabo de la Benemérita. Igual que ahora. Por entonces tenía un compañero,
Benito, que fue trasladado al año siguiente, el actual se llama Fulgencio
Martínez. Puede nombrarlo en su artículo, le gustará verse en un periódico de
la capital.
Lo primero que tiene usted que saber es que Tierzo es un pueblo muy
pequeño, ya lo ha visto en el paseo que hemos dado. El término es grande,
tiene más de 40 km2, pero el pueblo no llega a las cincuenta personas. De
manera que nos conocemos todos. Aquí la gente es de natural pacífica, con sus
cosas, ya sabe, problemas de lindes, herencias en las que no se ponen de
acuerdo, algún encontronazo en la taberna los sábados, pero poco más. Lo que
menos uno podría esperar es que la localidad se hiciera famosa por este
crimen.
Recuerdo como si fuera ayer mismo aquel día, el 18 de enero de 1915.
Nevaba con cierta intensidad. Lo había hecho desde bastante tiempo atrás, de
manera que los caminos se encontraban casi intransitables, lo mejor que
hacían los del pueblo era quedarse en sus casas arrimándose al brasero. Fue
entonces cuando se presentó el juez municipal trayendo un papel. “García” me
dijo, “lea usted este anónimo que me acaba de llegar”. Mientras lo estaba
leyendo añadió: “Otro igual acaba de recibirlo el señor cura. Me ha venido a
ver. Como ve usted, dice que hay un cadáver en la Barranquera”.
Me abrigué, desistí en ese momento de llamar al compañero, y me fui
para allá. No era fácil que la mula fuera sobre ese camino tan nevado, donde
los cascos ni sonaban. El juez me acompañó. Marchamos los dos sin decir
palabra, resguardándonos. La Barranquera es una zona un poco abrupta junto
al Sant, el arroyo que corre por allí y que en ese momento estaba helado.
Estará como a uno o dos kilómetros del pueblo.
Estuvimos mirando los alrededores un rato hasta que dimos con el
cuerpo. Alguien, un pastor seguramente que no había querido meterse en líos,
le había quitado la nieve de encima, aunque empezaba a acumularse de nuevo.
El espectáculo era muy penoso. Le faltaba casi todo el lado derecho de la cara.
Las aves carniceras habían hecho su trabajo, por lo que se podía pensar que
llevaba bastantes días en aquel lugar. Le faltaba el ojo de ese lado, la nariz casi
toda, la lengua, la oreja, ya sabe, las partes blandas. Debo confesarle que
estaba impresionado, el señor juez también. No es habitual por aquí un
espectáculo semejante.
Cuando le abrimos la chaqueta buscando alguna seña de quién podía ser
vimos enseguida las heridas de cuchillo que presentaba en el pecho, en el
vientre. La peor era la del cuello, tenía la cabeza casi separada del tronco.
Aunque los grajos se habían dado su festín, se distinguía perfectamente la
herida sobre la yugular, el corte de la carótida. La muerte debió ser
instantánea.
No sé cómo lo identifiqué. Fue más una sospecha en ese momento que
una certeza, a la que llegaríamos más tarde, cuando el médico examinara el
cuerpo. Pero yo a ese hombre lo conocía, era vecino del pueblo. Le había visto
con esa misma chaqueta, había hablado con él. El juez, que tantas veces había
jugado a naipes con la víctima, estuvo de acuerdo. “Es Francisco Vicente” le
dije. Al principio se negaba a creerlo pero no tuvo más remedio que admitirlo
después. “Es Pinilla, sí, no cabe duda”. Lo cargamos entre los dos en el carro y
azuzamos la mula para volver al pueblo. Fuimos callados, el juez es un
hombre que habla poco y la nevada arreciaba, pero íbamos pensando. Me dijo
a mitad de camino:
- ¿Qué habrá pasado? ¿Quién le habrá hecho esto?
- Ya sabe usted quién ha podido hacérselo: la Consuelo, el Miguel
¿quién si no?
- Eso dicho entre nosotros -me respondió-. Habrá que buscar pruebas.
- Las encontraremos, son gente descuidada. Además, el crimen lo han
debido cometer en su casa.
- ¿No le han matado donde lo encontramos? –preguntó extrañado.
- ¿Le ve usted el calzado? –señalé-. Limpio, sin una mancha. Si
marchaba por el camino con este tiempo, estaría todo embarrado y
sucio. El cuerpo lo han trasladado hasta allí para que nadie lo
encontrara en mucho tiempo –concluí.
Asintió en silencio y continuamos aquel triste camino. Cuando llegamos
al pueblo llevamos al pobre muchacho hasta la casa del médico, al que
habíamos avisado al salir. Lo colocamos sobre la mesa que nos indicó y
procedió a hacer un examen completo. El cadáver, cuando lo desnudamos,
presentaba unas tremendas heridas. Una cuchillada le había llegado a la
pleura, nos dijo el doctor, otra le había atravesado el corazón. La del vientre no
era mortal si se le hubiera atendido de inmediato pero las otras sí, desde luego.
La peor era la del cuello, que aparecía seccionado.
- La primera herida parece ser ésta. Francisco Vicente murió degollado
en realidad. Lo demás fue rematarlo con saña pero ya estaba muerto
cuando lo apuñalaron en el pecho y el vientre.
Se detuvo un momento, dio una calada al cigarrillo que fumaba y
añadió:
- Debió ser una muerte horrible. ¿Quién habrá sido el malnacido que
haya hecho esto?
- Quizá fueron varios –contesté yo-. Son muchas puñaladas. Hay odio en
ellas, no le dejaron ninguna posibilidad.
- ¿Usted cree…?
- Tengo que ir a ver a Consuelo. Llamaré a mi compañero e iremos para
allá.
Ha pasado el tiempo. Se encontró a los culpables, hubo un juicio, una
condena, pero no me puedo olvidar de la cara de aquella mujer cuando fui a
verla. Más que de dolor tenía cara de susto. Sabía que lo habíamos encontrado,
la noticia se había corrido por el pueblo en cuanto llegamos con la carreta a
casa del médico.
- Buenos días, Consuelo –le dije-. ¿Qué hay por aquí?
- ¡Ay, Dios mío! –fingió-. Ya sabe usted. ¡Pobre Francisco, tan bueno
como era!
Hacía gestos de consternación pero no conseguía verter una lágrima. Eso
observé, de manera que seguí preguntando.
- ¿Cuándo salió su esposo del pueblo?
- En la mañana del día 11 salió para Illueca, su pueblo. Tenía que hacer
unos pagos por un género que había recibido. Seguramente lo han
matado por el camino –se retorcía las manos-, para robarle o porque le
tenían mala voluntad.
- ¿Le importa que haga un registro de la casa?
- Oiga –quiso protestar- ¿es que cree…?
- Es un trámite obligado en esta diligencia. Estoy autorizado por el juez.
- Bien, claro –cedió-. Entonces mire lo que quiera.
Fue en el dormitorio donde encontré el cinto y el revólver.
- ¿Cómo tiene esto aquí? ¿No se lo llevaba siempre cuando iba de viaje?
- ¡Ay, sí! Lo habrá olvidado esta vez.
- ¿Y esas manchas? –le señalé en la sala, sobre una pared-. Parecen de
sangre.
- No diga usted eso –contestó muy turbada, retorciéndose las manos-.
No sé de qué puedan ser.
Dejé al guardia, mi compañero, vigilándola y fui a informar al juez de lo
que había encontrado en mi registro. Le dije que estaba seguro de que el
crimen se había cometido dentro de la casa. Me contestó que informaría al
Juzgado de Molina, a cuyo distrito judicial pertenecemos. Y así empezó todo.
Mire, mi actuación no tiene particular mérito. Ya sé que estoy propuesto
para un ascenso, que tengo una mención honorífica, pero se lo digo con
sinceridad: Hay que conocer el pueblo, hay que saber de la gente que vive en
él. Todos nos conocemos aquí, sabíamos de las andanzas de Consuelo Miñana,
los amores ilícitos con su padrastro, las tensiones de su marido con éste.
Estábamos al tanto de las idas y venidas, ya sabe, las mujeres se enteran de
todo y yo me entero por ellas, en cuanto les pregunto. Ya sé que hay que tener
métodos modernos, buscar rastros, acumular pruebas que sirvan delante de un
tribunal, pero para saber por dónde encaminar la investigación, no hay nada
como conocer a la víctima, haber tomado unos vinos con él, saber qué estaba
sucediendo en su matrimonio como lo sabíamos todos. Nada sucede al azar, en
todo hay un motivo ¿no lo cree usted?
Pero vayamos al principio. Quiere que le cuente toda la historia de
Consuelo, Miguel y Francisco. Sepa que, delegado por el Juzgado de Molina,
viajé a Illueca, el pueblo donde empezó todo, cuando nació esta historia que
ha tenido tan triste final. Si tiene paciencia, se lo contaré como la fui
conociendo al preguntar a las gentes de allá.
A veces es difícil encontrar el punto a partir del cual se desarrolló una
tragedia como ésta. Cualquier hecho remite a otro anterior y éste a otro y otro.
¿Hubiera sucedido todo lo que pasó si el marido de Manuela Galindo hubiera
gozado de mejor salud? ¿Si ella hubiera tenido otro carácter? Seguramente no.
Allí en Illueca se recordaba al Sr. Miñana, el padre de Consuelo, como un
buen hombre. Ejercía el oficio de pañero, como casi todos los que intervienen
en esta historia. Se dedicaba a recorrer los caminos, como haría el segundo
esposo de Manuela, Miguel Aznar, como también sucedía con Francisco
Vicente Pinilla, el yerno de este último y víctima suya. Todas las semanas de
pueblo en pueblo cerrando ventas, recibiendo encargos, alternando con los
vecinos en la taberna, enterándose de las necesidades de unos y otros,
escuchando hablar del pedrisco, la sequía, las plagas y las cosechas. El Sr.
Miñana, al decir de sus vecinos, era trabajador, bebía lo justo sin
emborracharse, no molía a su mujer a palos como otros. Todo el mundo lo
recuerda como una buena persona, tranquilo, honrado a carta cabal, cumplidor
de los encargos que le hacían, ganando su dinero pero sin que nadie dijese de
una trampa ni un engaño.
Manuela Galindo era entonces, siempre lo ha sido, una mujer tranquila,
sin demasiada personalidad. Cuidaba de su marido, de la hija que tuvieron,
Consuelo, nacida en 1888, cuando su madre tenía 23 años. Todo iba bien en el
matrimonio, el marido llegaba cansado de sus viajes y encontraba a una mujer
servicial, muy callada, eso sí, de poco carácter, pero a él le gustaba así. En su
juventud, la Sra. Miñana no era nada fea, me dijeron. Se enamoró de ese
pañero como podía haberlo hecho de otro de los que la rondaban aunque éste,
casi diez años mayor que ella, debía tener un gancho especial.
El Sr. Miñana tomó como ayudante a un joven llamado Miguel Aznar.
Fue poco antes del comienzo de siglo. Era un muchacho bien dispuesto para el
trabajo, inteligente, decidido, acostumbrado a imponerse como se vería tiempo
después. Pero de momento tuvo que tascar el freno. Acompañaba al Sr.
Miñana, que le enseñaba el oficio, ayudaba en la casa a su señora cuando hacía
falta, era colaborador, criado, todo en una pieza. Fue precisamente en una
taberna de un pueblo lejano cuando su jefe empezó a encontrarse mal. Es
cierto que había trasegado un poco más de vino del habitual pero siempre de
forma moderada. Se acostó pronto mientras Miguel continuaba charlando con
los vecinos hasta que cerraron la taberna. Al subir a la habitación donde
dormían se acostó sin darse cuenta de que el Sr. Miñana era ya cadáver. Lo
descubriría al día siguiente, cuando quiso despertarlo, extrañado de su
inmovilidad. Le había dado una congestión cerebral, dijo el médico.
Fue Miguel el encargado de alquilar una mula y un carro, depositar a su
jefe en él y llevarlo de vuelta a Illueca. Más de cincuenta kilómetros por esos
caminos de Dios hasta que llegó a la puerta de la casa y llamó a voces a
Manuela para que saliese a ver a su marido. Todo el mundo me dijo que
Miguel se había comportado mejor que nadie podía hacerlo. Tenía tan solo 19
años por entonces, pero organizó el entierro hablando con el cura, contrató
incluso un coche que lo llevara hasta el cementerio, consoló a la viuda, cuidó
de Consuelito, por entonces una cría de doce años.
Todo fueron llantos y lágrimas y luego se volvieron a casa y Manuela se
recompuso, confusa sobre qué haría en el futuro. Es cierto que la casa era
suya, también unos huertos junto al río que le producían lo suficiente para
vivir sin holguras, pero al menos no tendría que pedir. Al cabo de los días el
muchacho, Miguel Aznar, se plantó delante de la viuda y le hizo una
proposición: él podría seguir con el negocio del marido tal como lo había
dejado, siempre que contara con el respaldo económico de ella. También se
encargaría de la producción de los huertos, la reparación de la casa, que por
entonces era una necesidad apremiante. Lo único que pedía a cambio era una
parte de las ganancias, lo suficiente para que todos viviesen sin necesidad.
A la viuda aquella propuesta le pareció caída del cielo. No se sentía
capaz de llevar adelante nada, ya le digo que era floja de carácter, abúlica, sin
interés en los paños ni en las semillas ni la poda de frutales ni cualquier otra
cosa. A ella lo que le gustaba era sentarse en su mesa y ponerse a bordar, dejar
pasar las horas frente a unos manteles espléndidos que producía y que su
marido había incluido en su negocio como uno de sus productos más valiosos.
Para eso sí servía, se sentía útil al tiempo que dejaba pasar el tiempo sin pensar
en nada, máxime en ese momento en que empezaba su viudez a una edad
relativamente joven, 35 años cuando su marido murió.
De manera que ahí tenemos al joven Miguel entrando y saliendo de la
casa como si fuera suya, tratando de usted a la señora, viendo crecer a la niña,
ocupándose de todo, recorriendo los mismos caminos que el Sr. Miñana,
haciéndose cargo de sus mismas compras y ventas. La gente se acostumbró a
él, a su carácter expansivo que resultaba ideal para el negocio. Recordaban
bien a su jefe pero empezaron a no echarlo de menos cuando veían llegar a
aquel chico tan joven y bien dispuesto.
También la viuda se acostumbró a verlo cada fin de semana, a tenerlo en
casa y ponerle un plato de comida sobre la mesa. A oírle hablar de tomates y
otros productos, de anécdotas del camino, a compartir risas y planes que tenía
aquel muchacho, a verlo jugar con su hija y establecer con ella misteriosos
conciliábulos de los que salía Consuelito batiendo palmas, feliz y contenta.
Manuela Galindo no sólo se acostumbró a él, sino que empezó a echarlo
de menos cuando tardaba, a esperar en la ventana, olvidando su bordado sobre
la mesa, cuando se hacía tarde y él no regresaba de algún viaje. Las vecinas
me comentaron que estaba todo el día con la palabra Miguel en la boca:
Miguel le había dicho, Miguel había hecho, porque cuando viniera Miguel…
Aquellas brujas se sonreían por lo bajo y alguna decía a la otra: “Sólo falta que
Miguel se le meta en la cama”.
Pues eso debió suceder relativamente pronto porque en 1902, tras poco
más de dos años de viudez, Manuela Galindo de 37 años se casó con aquel
joven de 21. Las comadres no pararon de comentar un casamiento tan
desigual, la familia de él se opuso radicalmente pero al muchacho le dio igual.
Ocupó la casa que ya estaba ocupada, se acomodó en el sillón del Sr. Miñana
con satisfacción, se introdujo entre las sábanas de su nueva esposa sin
vergüenza alguna sabiendo que las viejas del lugar murmuraban que ya lo
había hecho mucho antes, que aquella Manuela estaba loca por casarse con un
joven que habría de engañarla con el tiempo.
A Manuela le daba igual todo, parecía vivir en una nube, le importaba
muy poco lo que se decía, la enemistad de la familia de los Aznar, que de
hecho fue definitiva y ni se saludaban ni se interesaban unos por otros. La
mujer revivió, tenía 37 años pero parecía transformarse en una jovencita. Eso
sí, siguió con sus costumbres del bordado, con sus mantelerías que su nuevo
marido se llevaba en la mula cuando se ponía en camino, vendiéndolas con
ganancia en cualquier pueblo. Dos años después nació un niño, Miguelito, que
habría de tener doce años cuando se consumara la tragedia que ya habían
empezado a construir entre todos.
Por entonces Consuelito, la primera y única hija de los Miñana, ya era
una muchacha de dieciséis años, morena, de unos ojos cautivadores, claros,
atractiva como pocas. Se lo digo porque la he conocido, era una belleza
salvaje que alteraba el ánimo de cualquier hombre que la mirara. Ya no era la
niña que apuntaba formas y maneras cuando su madre se casó por segunda
vez. Ahora había que llamarla Consuelo, una chica que destacaba en los
bailes, que provocaba que los zagales rondaran a su alrededor buscando una
oportunidad que ella no concedía a nadie.
¿Empezó la tragedia cuando su madre se casó con Miguel Aznar? ¿O
cuando Miguel y Consuelo, que siempre se habían llevado bien, descubrieran
que sentían otra cosa distinta del afecto filial y paternal? Que él y su hijastra se
entendían fue un rumor continuado después, no en ese momento, pero ya
debían de buscar ratos para estar juntos. Siempre lo habían hecho y su madre,
que no se enteraba de nada, tampoco sospechó de tantas coincidencias y
secretos entre ambos. No era una mujer celosa. Resultaba incapaz de sentir
algo parecido a los celos. Vivía como en un mundo de color, en una fantasía.
Se había casado con un caballero andante y lo esperaba cada tarde bordando
junto a la ventana, suspirando porque llegara para cenar, acostarse a su lado y
empezar a roncar mientras ella, enamorada como solo una mujer mayor podía
estar, se contentaba con escuchar cada noche su respiración. No le importaba
nada más, no quería saber más. Él venía y estaba a su lado, eso era la felicidad
para Manuela Galindo. Eso y sus bordados.
¿Qué sucedía mientras tanto entre Miguel y Consuelo? Hablé con ambos
pero no me dieron muchas explicaciones. Insistían por separado en que lo
suyo era amor. Les escuchaba y no sabía qué pensar. ¿Usted se acuerda de lo
que casi gritó Miguel durante el juicio? “¡Es más pura que la Virgen del
Pilar!”. Algo que ella misma repitió cuando tuvo que declarar: “¡Soy más pura
que la Virgen del Pilar!”. Hubo muchos comentarios, risas groseras al
escucharlo. Entre los dos habían organizado la muerte del pobre Pinilla ¿y
presumían que ella era una mujer pura como la Virgen? Aquello parecía una
burla y una mofa. Pero yo hablé con ellos y no sé, me dejaron confundido.
Habían sido capaces de planear un crimen ruin y traicionero, actuaron con la
mayor crueldad con un inocente, y sin embargo hablaban el uno del otro de
una forma…, como si realmente creyeran que su amor era ejemplar, algo
extraordinario. Los escuchaba y pensaba que ya quisieran muchos
matrimonios hablar así uno del otro, cuántas parejas hay que se odian o que
conviven por costumbre. Y allí estaban ellos, tantos años queriéndose
apasionadamente porque la palabra clave es ésa: pasión.
Hay algo obsceno en mostrar esa pasión como ellos lo hicieron en el
estrado del juicio. Las vecinas de Illueca hablaban de otra manera, ya sabe
usted: fue la lujuria lo que movió a esas mujeres, a Manuela para casarse con
el joven y a Consuelo para robarle a su madre el amor de su marido.
Meneaban la cabeza y reían sofocadamente, murmurando refranes subidos de
tono. Pero esas mujeres solo veían una parte y la juzgaban sin misericordia
alguna. Entiéndame, ningún amor verdadero, ni siquiera una pasión justifica el
sacrificio de aquel inocente. Incluso no dudo de que entre Consuelo y su
padrastro surgió primero un buen entendimiento, una intimidad habitual y
finalmente la lujuria de dos jóvenes en la flor de la vida. Son cosas naturales.
Incluso puedo admitir que todo ello desembocara en la pasión y el amor entre
ellos, pero ¿fue necesario llegar donde llegaron? Ellos pensaron que sí. La
sociedad ha de condenar eso, sin duda, comprenda que yo soy un representante
de esa sociedad, pero en el fondo…, porque uno es humano también y piensa
que aquello fue una desgracia pero que ellos vivieron algo que no es habitual,
que en el fondo todos deseamos. En fin, estoy divagando, perdóneme, que
usted desea que le cuente la historia, los hechos, y no lo que yo pueda pensar
sobre ellos.
Nunca dijeron cuándo surgió su relación, cómo se llegó a la intimidad
entre ellos. Tal vez fue poco a poco, como un juego al principio, como una
confianza compartida, como algo sin culpa ni culpables. Vivieron con gozo el
roce de cada día, el tropezarse el uno con el otro, el interés mutuo, un cogerse
de la mano, un mirarse a los ojos descubriéndose…, yo qué sé. Mi mujer dice
que soy un novelero y es verdad que me gusta leer novelitas cuando estoy en
el puesto y no hay avisos de nada. Me entretengo ¿qué quiere usted?
Pues bien, pasaron los años. Con el tiempo Tomasa Pinilla, una prima
hermana en Illueca de Miguel Aznar, le habló de su hijo Francisco. Debió ser
como en 1909. Para entonces Miguel tenía 28 años, su mujer 44, Consuelo 21.
Su prima Tomasa quería que su hijo entrara en el negocio de los paños, que
aprendiera el oficio para independizarse después y ganarse la vida. Con 21
años por entonces, había andado en unas cosas y otras sin que terminase de
gustarle nada. El muchacho se dio cuenta de que tenía que dar un salto, que ya
no era un jovencito sin responsabilidades.
Miguel estuvo de acuerdo en que lo acompañara. El negocio, bajo su
mano, había prosperado, los encargos se multiplicaban y él casi no daba abasto
para atenderlos. Una ayuda le venía muy bien en ese momento. Al hijo de su
prima ya lo conocía, claro está. Era un muchacho sencillo, sin malicia,
dispuesto al trabajo, sin demasiados humos, no se las daba de listo. Siempre se
habían llevado bien, cada uno en su casa, claro, pero habían congeniado.
Estuvo de acuerdo en que lo acompañara, en ir dándole alguna tarea en
pueblos limítrofes. El chico se espabiló pero también lo hizo en una dirección
inesperada para Miguel y fue fijándose en Consuelo.
Ambos tenían la misma edad, coincidían en la casa alguna vez, se
saludaban, hablaban. A él se le iban los ojos tras ella. De repente, empezó a
acudir a los bailes a los que Consuelo iba, bailaban juntos, él le compraba
dulces y la hacía reír con sus ocurrencias. A fin de cuentas, eran de la familia,
pensaría la muchacha ¿qué hay de malo en ello? Pero se empieza así y se
termina como se termina. A principios de 1912 ambos estaban a punto de
cumplir 24 años y Francisco se había transformado en su acompañante
habitual en todo tipo de festejos, cada domingo. A Miguel aquello no le
gustaba pero era consciente de que los rumores corrían por el pueblo y su
hijastra empezaba a ser mayor, debía pensar en el matrimonio. A regañadientes
dio su consentimiento al enlace. Consuelo lloró aquel día. Los presentes
pensaron que fue por la emoción del compromiso pero seguramente miraría a
Miguel con furia y contrariedad, él le devolvería la mirada con firmeza, como
diciéndole: “Eres mía, siempre serás mía”. Algo parecido quiero imaginar y
disculpe que otra vez me imagine cosas pero es lo único que me cuadra con
los hechos posteriores. Había que acallar los rumores cada vez más insistentes,
ese matrimonio era natural entre dos jóvenes, muchas bocas se taparían. Pero
la pasión no declinaba, como luego se vería.
De manera que a finales de ese año el enlace se celebró en la iglesia
mayor de Illueca, la de San Juan Bautista. Luego las cosas parecieron seguir el
mismo curso que hasta entonces. Francisco quiso vivir por su cuenta para lo
que adquirió una casa que no estaba distante de la de Miguel y Manuela, de
todos modos. El arreglo satisfizo a todos, los dos socios siguieron saliendo
juntos, madre e hija se juntaban muchas tardes para bordar, afición que la
primera había inculcado a la segunda. La vecindad vio cerrado un capítulo y
dejó de hablar pero, sin embargo, al poco tiempo empezaron nuevas
habladurías: que Miguel había desmejorado mucho, estaba más delgado,
ojeroso, sin la simpatía habitual. Su propia mujer lo confirmaba: “Apenas me
come” decía, “duerme muy mal. Debe de ser cosa de los nervios por tanto
viaje”. Las vecinas respondían “Sí, sí” pero pensaban en otra cosa. Consuelo
también había sufrido cambios algo bruscos. Se había hecho muy callada, se le
amargó el carácter y era capaz de dar respuestas desabridas cuando las vecinas
se interesaban por su salud, cuando inquirían por si tenía buenas noticias.
Hasta entonces todo el mundo decía que era una muchacha algo atrevida, un
poco alocada, pero de buen humor. De repente, todo eso se acabó. La veían
pasar por la calle con el ceño fruncido, sin apenas saludar a nadie. Formal, eso
sí, sin hacer las travesuras de antaño, viendo muy poco a las amigas con las
que había tenido más confianza.
Puedo suponer qué sucedió pero, por una vez, me contendré, aunque
usted podrá imaginárselo. Al cabo de dos años de matrimonio Francisco
Vicente dijo que se trasladaban a otro pueblo, que se iban a vivir lejos de
Illueca. Considere que esta población tiene cerca de dos mil habitantes y él
planteaba establecerse en otro pueblo, prácticamente una aldea como Tierzo,
que tiene actualmente 47 lugareños. A Consuelo se le debió caer el cielo
encima. ¿Qué pasó entonces? No lo sabremos. Los protagonistas nunca
quisieron hablar del tema pero en Illueca todos me dijeron lo mismo:
Francisco quiso alejarse de Miguel, de quien tenía unos celos bien fundados.
Para entonces los dos hombres trabajaban casi de forma independiente,
aunque conservando algunas relaciones comunes. Al marchar a Tierzo,
Francisco Vicente dijo que se haría cargo de una zona conocida por Miguel
que, sin embargo, no dejó de venir para visitar a su hijastra, casualmente
cuando el marido de ésta se encontraba de viaje. Como comprenderá, aquello
fue muy comentado en un pueblo tan pequeño como éste. La situación, si uno
lo piensa, debía estar a punto de estallar. Las discusiones en casa de Francisco
y Consuelo eran conocidas por todos, aquí no se pueden ocultar las rencillas
mucho tiempo aunque estemos acostumbrados a no intervenir en nada, cada
uno es dueño de su casa y su familia. Pero las habladurías crecían, yo estaba al
tanto de aquello cuando descubrimos el cadáver de Francisco en aquel
barranco.
Cuando hablé con Consuelo, al comprobar las manchas de sangre y
unirlas al hecho de que el cadáver había sido trasladado, cuando cayó en la
trampa de decirme que se había ido de viaje sin el cinto y el revólver que lo
acompañaban siempre, llegué a la conclusión de que lo habían matado en
aquella casa y ella era cómplice en la muerte de su marido. De Miguel Aznar
no sabíamos nada, nadie lo había visto aquellos días por allí pero resultaba
indudable que el crimen lo habían realizado uno o más hombres, quizá por
encargo suyo.
Así que mi compañero empezó a preguntar a todos los vecinos sobre
aquellos días del 10 y el 11 de enero. Algunos se acordaron entonces de que
habían visto a unos esquiladores conocidos de Consuelo, que estuvieron en el
pueblo hasta el día 8. Otros manifestaron que los habían encontrado volviendo
a Tierzo el mismo día 10 desde el cercano pueblo de Vallehermoso, donde
habían estado ejerciendo su oficio.
Por fin, una vecina de Consuelo me comentó que los había visto llegar
aquella tarde. La mujer estaba en la puerta, a pesar de que ya nevaba
copiosamente, los había saludado y los hizo entrar. No podía decirme más pero
se acordaba porque le pareció una conducta inapropiada, teniendo en cuenta
que su marido no estaba en casa. En la taberna me aclararon quiénes eran los
esquiladores: el de más autoridad en el grupo era Mariano López, de 25 años;
luego estaba Máximo de la Mata, de 20 y Máximo Sánchez, de 27. Los dos
primeros eran de Cifuentes, a unos 58 km de nuestro pueblo, el tercero era de
otro lado pero también tenía su casa en la localidad cifontina.
Hablé con el juez después de esas averiguaciones. Éste informó al
Juzgado de Molina, que era el que llevaba el caso y mandaron un exhorto a
mis compañeros de Cifuentes para que detuviesen a los tres si aparecían por
allí. En los primeros días de febrero cayeron cuando regresaban de Madrid,
donde habían estado disfrutando al parecer de los teatros y las tabernas de la
Corte, comprándose ropa nueva y divirtiéndose tanto como pudieron.
Lo sucedido aquella noche del 10 de enero lo supimos por ellos.
Consuelo no dijo nada relevante, se agarró a una mentira tras otra, no le
importó entrar en contradicciones o, bueno, sí le importó porque cuando se lo
hacíamos notar se echaba a llorar, tenía crisis de histeria, gritaba, quería
golpearse contra una pared. No quedaba nada de aquella muchacha que yo
había visto por la calle, a la que había saludado más de una vez, morena,
atractiva, con una de esas actitudes decididas, algo salvajes, que te dejaban en
suspenso. Como si fuera capaz de todo ¿me entiende usted?
Supimos lo sucedido, ya le digo, por los esquiladores. Ellos habían sido
contratados por Miguel Aznar y por Consuelo desde casi un año antes. Le
habían ofrecido mil pesetas a Mariano López y éste no dijo ni que sí ni que no,
se dejó querer argumentando los riesgos, la dificultad. Incluso, según afirmó,
les discutía el propio encargo diciéndoles: “Ese hombre es un inocente. No
tenemos nada contra él, no nos ha hecho nada malo” como si pudiera dar
lecciones de moral alguien dispuesto a matar a un semejante.
Miguel sobre todo les siguió presionando, ofreciéndoles una cantidad
mayor, argumentando que el trabajo sería limpio, que nadie podría culparlos
porque apenas tenían relación con Francisco Vicente. “¿Quién se va a dar
cuenta? Lo quitáis de en medio y se acabó. Ya cargará con la culpa alguien que
tuviera algo contra él, yo mismo. Pero yo estaré a noventa kilómetros de su
casa de manera que, al final, todo se olvidará”.
Los esquiladores no esperaban en modo alguno que la guardia civil los
estuviera esperando en Cifuentes cuando volvieron de Madrid. Para ellos fue
una sorpresa mayúscula. Allí se habían hospedado en casa de una prima de
Mariano. Fíjese qué descuidados eran que se dejaron allí un pantalón de pana
manchado de sangre que ni lavaron ni hicieron desaparecer. De todos modos,
escribieron a un conocido suyo de Cifuentes, Leandro Batanero, para saber
noticias sobre el crimen. Les contestó que nada se sabía, ya que por entonces
ni siquiera habíamos descubierto el cadáver. Creyeron entonces que habían
salido bien librados y con varios miles de pesetas encima.
Se investigaron sus andanzas en la Corte. El testimonio de Luis Palafox,
cuñado de Mariano, fue muy representativo. Una tarde se presentaron los tres
en la calle Amaniel, donde vivía, y se fueron a tomar unos vinos a una taberna
de la calle Álamo. Este Palafox dijo que su cuñado presentaba una fea herida
en la mano, por lo que le preguntó cómo se la había hecho. Él no le dio
importancia, comentó que se había clavado un tenedor por accidente. Cuando
les preguntó qué hacían en Madrid le contestaron que buscaban comprar unas
herramientas para su oficio. Cenaron alguna cosa y marcharon juntos al teatro
Cómico, donde estuvieron hasta la una de la mañana. Así transcurrieron unos
veinte días, hasta que cansados de no hacer nada y tranquilos porque entendían
que nadie les había relacionado con el crimen, volvieron a su pueblo natal.
Allí los cogieron y, sorprendidos, cantaron de plano.
En aquellos días se dijeron muchas falsedades, como que la propia
Consuelo había sujetado por los brazos a su marido mientras llamaba a sus
compinches con un silbido para que lo remataran. Eso fue pura fantasía. Pero
todo salía en los diarios, ya sabe usted cómo son, deseaban mostrar a una
Consuelo como la viva imagen de la maldad. Se ve que las mujeres o son unas
santas o unas alimañas, no hay término medio. Por eso el público del juicio se
reía y comentaba con malevolencia cuando Miguel gritaba aquello de que era
más pura que la Virgen del Pilar.
¿Que qué pienso yo? Bueno, eso no tiene mucha importancia en esta
historia ¿qué más da? Yo veía a la muchacha debatirse de miedo y angustia,
decir cosas que terminaban de incriminarla, como que no conocía a los
esquiladores cuando los habían visto entrar en su casa, lo del cinto y el
revólver, las inexplicables manchas de sangre en las paredes. Unas vecinas me
lo habían comentado y yo lo hice con ella. Le dije: “Consuelo ¿por qué te
echaste a llorar el día 12, cuando la matanza del cerdo? Me dicen que el
matarife le clavó el cuchillo y empezaste a gritar y a llorar”. Se retorcía las
manos. Me contestó que era muy impresionable, que le dolía ver el
sufrimiento del pobre animal. ¿Y en todas las matanzas a las que había asistido
antes? ¿Por qué la consideración la tenía ese día y no antes? Yo la miraba y me
daba no sé qué, saber como íbamos sabiendo la forma en que había colaborado
en la muerte de su marido, en esas puñaladas tan sangrientas ¿y me decía que
era sensible al sufrimiento del cochino? Casi me quedaba sin palabras ante
tanta mentira.
Pero si me pregunta qué sentía yo se lo diré porque solo se lo he dicho a
mi mujer, que tampoco lo comprendía. Compasión, tristeza, un poco de
piedad, si me apura. No, no es por ser católico ni por obligación cristiana, no,
es que me salía de dentro verla debatirse así, sabiendo que le esperaba quizá la
pena de muerte y ella defendiéndose de una forma tan burda, repleta de
falsedades, todo por querer a un hombre que no era su marido.
¿Por qué se había casado con Francisco? Mejor es que se hubiera
quedado soltera. A fin de cuentas parece que su madre consentía con todo, que
prefería mirar a otra parte. ¿Sabe usted que la propia madre de Consuelo,
Manuela Galindo, estaba enterada de lo que planeaban? Había estado presente
en las conversaciones entre Miguel Aznar y Mariano López, había escuchado
los planes de cargárselo en cualquiera de los caminos que seguía, cuando
estaba más desprotegido. Mariano porfiando, reclamando más dinero, diciendo
que debería contar con sus dos compañeros, que habrían de tocar a más,
diciendo finalmente que le parecía más seguro llevar a cabo la acción criminal
en la propia casa del ahora difunto. Todo eso lo oía Manuela, les traía vino, les
llenaba los vasos, asistía impertérrita a los planes para dar muerte a su yerno y
no decía nada.
Lo que yo me pregunto es ¿qué había hecho Francisco Vicente? ¿Cuál
era su culpa? ¿Estar donde no querían los demás que estuviera? ¿Haberse
marchado del pueblo, alejado a los dos amantes, por unos celos bien
fundados? No entiendo por qué Consuelo se casó con él. ¿Pretendían que
siguiera ciego y mudo la relación entre su mujer y el padrastro de ella? Como
Manuela ¿no? Que viera y callara, que consintiera. Hay en todo esto un
dejarse llevar por las pasiones, una falta de previsión, incluso el crimen estuvo
muy mal hecho, si me permite decirlo así. Fueron improvisando sobre la
marcha, cometiendo un error tras otro.
Me atengo a la versión del fiscal cuando se celebró el juicio año y medio
después. Al parecer, como dijo la vecina, los esquiladores llegaron en la tarde
del día 10 a la casa de su víctima. Aunque nevaba Consuelo los esperaba en la
puerta, señal inequívoca de que Francisco no estaba. De hecho, se encontraba
jugando a naipes con el juez municipal y otros vecinos en la partida que solían
hacer cada tarde y a la que se incorporaba Francisco cuando lo dejaban sus
viajes.
Los hizo pasar a la cocina, les sirvió vino para que entraran en calor.
Según ella durante el juicio, los tres hombres se animaron y empezaron a
requebrarla. No fue así. Discutieron cómo debían cometer el crimen, al parecer
ni siquiera lo tenían claro. Consuelo les dijo que se ocultaran junto al
dormitorio del matrimonio y aprovecharan cuando su marido estuviera
durmiendo tras la cena. Ellos no estuvieron de acuerdo, tres hombres no se
esconden fácilmente en una casa como aquella, junto a una de las estancias
donde estaría Francisco.
Entonces ella se acordó de que cada noche su marido entraba en una
habitación de la planta baja donde tenían la cebada, a fin de dar de comer a la
mula. Siempre lo hacía así. Ellos decidieron esperarlo allí, al amparo de la
oscuridad. Entonces la mujer marchó a casa del juez para decirle a Francisco
que era hora de volver a casa. Éste dejó los naipes al momento, estaba de buen
humor aquella noche, me dijo el juez, había ganado unas pesetas. Se
despidieron hasta la próxima sin saber que no habría otra y el matrimonio
marchó a su casa bajo la nieve que caía más copiosa a cada hora que pasaba.
Todo fue según la rutina de costumbre. Consuelo había cocinado unas
perdices. Lo que habían comido los tres hombres que aguardaban empuñando
sus navajas lo había limpiado y no quedaba ni rastro. Así que sirvió a su
marido, que tenía hambre, y le comentaba de la partida, de su próximo viaje al
día siguiente para Peralejos, donde tenía que cumplir unos encargos. “Espero
que pueda ir por esos caminos” murmuró, “menuda la que está cayendo”. Ella
hablaba poco, apenas le respondió. Al finalizar la cena, el hombre se levantó y
dijo simplemente: “Ve a acostarte. Voy a dar de comer a la mula”. Pero ella no
se movió cuando observó a su marido bajar por la escalera.
No es cierto, pues, que peleara ella misma con él, mucho menos que lo
inmovilizara para que los otros lo agredieran. Eso fue un invento de la prensa.
Además, Francisco no era un hombre débil, no se hubiera dejado atrapar por
una mujer. Según dijeron los esquiladores, luchó con denuedo al ser atacado
por los tres. Cuando entró y se agachó para coger la cebada se echaron sobre él
pero el hombre empezó a repartir puñetazos. En el forcejeo a uno de ellos se le
cayó la navaja y Francisco la empuñó clavándosela en la mano a Mariano. Fue
éste, al parecer, quien le propinó el navajazo mortal en el cuello. Algo
espantoso, debió repartirse la sangre por todas partes. La encontramos incluso
una semana después, había varios rastros a pesar de que Consuelo había
quemado parte de la cebada y limpiado el piso y las paredes.
Tras aquella cuchillada la víctima cayó al suelo y fue el momento en que
los demás aprovecharon para coserlo a puñaladas, las cuatro más que
encontramos, casi todas mortales, ensañándose con él que ya era hombre
muerto.
Mirando a Consuelo retorcerse las manos, negando toda implicación en
el crimen, pensaba qué sentiría aquella mujer. Nos dijo que ella no había
sabido nada, que les había dicho a los esquiladores que se ocultaran en el
cuarto de la cebada porque escuchó que llegaba su marido y podía sospechar
de aquella visita. Le daba igual que el propio juez supiera que fue ella la que
lo buscó aquella noche. Seguía afirmando su inocencia, desesperada. Me daba
la sensación de alguien que está atrapado, como una rata rodeada por el fuego.
Que me diera lástima no es óbice para que la considerara como una mujer
desalmada, sin entrañas. ¿Quién escucha a su marido diciendo que va a dar de
comer a la bestia cuando sabe lo que va a suceder? ¿Cuando lo ha planeado
ella misma? ¿Quién envía a un inocente, como lo era Francisco, al matadero?
¿Quién escucha los golpes, los ruidos provenientes del piso bajo de pie en la
cocina, esperando que se cumpla la sentencia de muerte que ella misma ha
dictado?
Luego subieron los hombres manchados de sangre. Los ayudó a
limpiarse, le hizo una primera cura a Mariano que sangraba como un cerdo por
la herida de la mano. Discutieron sobre qué hacer con el cadáver. Ni siquiera
eso lo tenían planeado. Consuelo dijo que lo quemaran en la cocina, a trozos.
Calcule usted. Que descuartizaran al pobre para que ella misma lo arrojara al
fuego, pedazo a pedazo. Los asesinos no estuvieron de acuerdo, uno dijo que
olería mucho a carne quemada, que los vecinos se darían cuenta.
Así que decidieron llevárselo lejos del pueblo. Consuelo les dio un saco
de arpillera y allí metieron el cadáver que cargó Máximo Sánchez. No quedó
claro en el juicio cuál había sido la intervención de éste. Durante el proceso se
le presentó como cómplice, pero no ejecutor. Como si hubiera sido el vigilante
de la acción, el dispuesto a dar la alarma a la menor complicación externa y el
que luego cargara con el cadáver, pero no el que infligió herida alguna. Por
eso, en calidad de cómplice, le cayó una sentencia casi benigna, 17 años de
reclusión. Sin embargo, el Tribunal Supremo, examinando el recurso de
casación obligado cuando había penas de muerte, elevó la culpa para meterle
en el mismo saco que a los demás.
Aparte de ese detalle, se puede usted imaginar el colofón de aquella
terrible noche. Los hombres cargando con el cadáver para arrojarlo en el
barranco, a poco más de un kilómetro de la población, mientras Consuelo
fregaba el piso y trataba de limpiar los restos del crimen. ¿Y Miguel Aznar?
me preguntará. Pues en su casa de Illueca con su mujer Manuela, con
Miguelito, al que el juez le metió seis días en el calabozo creyéndolo
conocedor de toda la historia. Fíjese usted, un muchacho de doce años, que
finalmente se supo que no entendía nada de lo que estaba pasando. Se impuso
la cordura y se le soltó, pero no a sus padres, naturalmente. Miguel Aznar se
dejó ver aquel día y aquella noche, estuvo en la taberna, charló por los codos,
gastó bromas, se quedó allí hasta bien tarde, aunque suponía que del crimen
nadie llegaría a saber nada. Creyeron realmente que nadie les culparía de que
su yerno desapareciera. Hacía un día tan malo, con tanta nieve. Cualquiera
estaba expuesto en los caminos a un resbalón, a caer a un barranco, a que se lo
comieran las alimañas si se llegaba a descubrir el cadáver en primavera. Se
creían impunes, como les sucede a tantos criminales, que no piensan en nada
sino en acabar con su víctima, quitarlo de en medio. Francisco era un
obstáculo, uno que de algún modo habían puesto ellos mismos y, cuando les
molestó, cuando cobró conciencia de sus derechos como marido, se lo
quisieron quitar de encima.
Las condenas, finalmente, fueron a muerte, como sabe usted. Recuerdo a
los padres de la víctima: Manuel Vicente, un hombre fornido, derrumbado, en
silencio; su madre Tomasa Pinilla, sabiendo que su propio primo era el autor
de la muerte de su hijo, diciéndome: “Supe siempre que algo así podría pasar,
que Consuelo no podía vivir sin su padrastro. Yo misma le dije a mi hijo que
se fuera lejos del pueblo” y luego concluyó entre lágrimas: “Pero no se fue
suficientemente lejos”.
Aquel viernes santo, el 7 de abril de 1917, se dio a conocer el indulto
real por el que la pena de muerte se transformaba en una cadena a perpetuidad.
Es habitual. El garrote ya no está de moda y no seré yo quien lo defienda. Los
asesinos se pudren en la cárcel de por vida, Francisco Vicente Pinilla se pudre
bajo tierra. ¿Qué se ganó con todo esto? ¿Dónde terminan las pasiones cuando
se desatan sin medida? Para eso está la justicia. No es perfecta pero
proporciona un castigo merecido casi siempre. De todos modos, no puedo
dejar de pensar en aquella muchacha de ojos brillantes, en aquel joven pañero
que llegó al pueblo con su mujer dispuesto a hacer su vida allí. Tenían futuro y
el segundo al menos, tenía esperanza. Y luego estaba el amor entre ella y su
padrastro, algo abominable para cualquiera, pero no se puede negar que fue
amor, pasión desordenada, que incurrieron en pecado por vivirlo y una culpa
aún mayor por ejecutar el asesinato de aquel pobre hombre. Los seres
humanos somos así, vamos y venimos, sentimos, nos apasionamos, a veces no
sabemos vivir en sociedad, en ocasiones transgredimos todas las normas, el
respeto a la vida ajena, a todo, con tal de vivir lo que sentimos. Aquello fue un
crimen terrible, la muerte de un inocente, pero a veces me quedo pensando en
los dos culpables y en la pasión que sintieron el uno por el otro. Pienso y me
digo: Sin sangre, sin crimen pero ¡cuánto daría uno a veces por sentir algo así!




























El crimen de
la calle Trafalgar
1927











































Mi nombre es A-R-G-Ü-E-T-A, agente de policía Argüeta y no de
Vigilancia como equivocadamente dijeron algunos reporteros en Madrid. De
igual manera, la mujer de la víctima se llamaba Josefa Fuertes, no sé qué
empeño pusieron en llamarla Fuentes cuando no era así. Basta que el primer
reportero transcriba mal el nombre para que todos vayan detrás.
En fin, estas cosas no son importantes, ya lo sé, pero conviene
corregirlas. Estuve con el juez Cavadas ayudándole en todas sus actuaciones,
asistí a los interrogatorios, la reconstrucción de lo sucedido tantas veces como
fue necesario. Es verdad que tengo información de primera mano de aquel
desgraciado episodio. De manera que se lo contaré tal como fueron
sucediéndose las cosas, habrá asuntos que están comprobados y otros que se
han quedado en hipótesis verosímiles pero para las que no se tienen pruebas.
También se los contaré.
El día 20 de diciembre de aquel año 1927 el señor Mariano Travall salió
de su piso, en el entresuelo de la calle Trafalgar nº 76, aquí en Barcelona, muy
temprano, como de costumbre. Al bajar las escaleras vio un bulto de
considerable tamaño junto al portal. El hombre se asustó. Considere que allí
hay una garita de cristal donde se colocaba el portero, pero no a esas horas, de
manera que el portal estaba cerrado, todo a oscuras y vio el bulto que
confundió, según nos dijo, con un perro abandonado, quizá peligroso.
Subió corriendo las escaleras y entró de nuevo en su piso, explicándole a
su mujer el motivo de su alarma. Se le ocurrió entonces asomarse a la ventana
y llamar al dueño del quiosco que se levanta frente a la puerta del edificio.
Le tiró la llave y le dijo que abriera desde fuera para que el perro
escapara. Con precaución, tal vez pensando que el señor Travall era un poco
timorato, el quiosquero abrió el portal pero no observó movimiento alguno. La
luz entraba ya desde fuera y, gracias a ella, lo que vio fue el cuerpo de un
hombre, tirado junto a la escalera. Alarmado le dio una voz al vecino, que bajó
de nuevo, reconociendo en el caído a Mariano García Oñoro, su vecino del
entresuelo.
La noticia salió esa misma tarde en el Heraldo de Madrid: Este señor
había resbalado por las escaleras al salir de casa, golpeándose en la cabeza y
falleciendo al poco de ser ingresado en un dispensario de urgencia. Las prisas
del reportero por dar la noticia, aunque no fuera en ese momento
especialmente importante, explicaron sus errores. Cuando el Sr. Travall, el
quiosquero y otros vecinos, entre ellos los hijos del caído, bajaron a ver qué
pasaba, Mariano García estaba muerto y bien muerto.
Antes de que llegara el médico, al que llamaron con urgencia,
comprobaron que tenía la ropa revuelta, que le faltaba la cartera. “A lo mejor
ha sido un robo” dijo alguien. Llegó el médico: “Tiene una contusión en la
sien derecha, parece muy magullado. Esto no ha sido un accidente. Hay que
dar aviso al juez de guardia”.
De manera que así comenzó el caso de la calle Trafalgar. Es un edificio
de cuatro pisos con gente acomodada junto al paseo de San Juan, una buena
zona barcelonesa. La posibilidad de una muerte por robo alteró los ánimos de
los vecinos, que no se cansaban de comentar el suceso y sus implicaciones
para la seguridad de todos. Al día siguiente, cuando se conoció el informe
forense, la preocupación fue mayor. El doctor había encontrado el golpe
contundente en la sien pero también la rotura de hasta ocho costillas. “Como si
el criminal se hubiera puesto de rodillas sobre el pecho de su víctima. Ésta,
finalmente, murió asfixiada, no a consecuencia del golpe”.
Resultaba un ensañamiento inesperado en los dos o tres ladrones que
hubieran perpetrado ese hecho. El juez Cavadas, mientras tanto, hacía su
informe preliminar. Me mandó llamar entonces, quería iniciar una
investigación en toda regla.
- Hay cosas que no encajan en modo alguno con un robo ¿no le parece?
–me dijo.
- Eso creo, señoría. Unos ladrones golpean a la víctima en el portal, le
roban y se van. No colocan el cuerpo a cierta distancia de la puerta,
junto a la escalera, como si quisieran simular que hubiera resbalado.
- Así es. Además, hay otro detalle revelador. La llave del portal estaba
metida en la cerradura por dentro. La puerta cerrada. El cuerpo a cierta
distancia. Unos ladrones no cierran el portal, además ¿con qué lo iban
a cerrar si la llave estaba en el interior? No colocan el cadáver así o de
otro modo, lo dejan caer donde cae.
Nos quedamos en silencio un minuto, mientras él repasaba sus notas.
- ¿Iniciamos una investigación, señoría?
- Por eso lo he llamado. Hay que empezar por la familia. Una vecina me
dijo allí mismo: “Ha sido su mujer, que es puro veneno”. Tendremos
que comprobar ese extremo, registrar la casa en busca de pruebas,
interrogar a la mujer y los hijos, que creo que tiene varios, a ver qué
saben.
Así es como empezó la historia que estaría en las páginas de los
periódicos nacionales hasta los primeros días de 1928. Hace dos años de
aquello pero lo recuerdo como si fuera ayer.
La víctima era un buen hombre de 68 años. Había trabajado en la
Colonial de Chocolates toda su vida, primero como viajante de comercio,
luego regentando una sucursal en Barcelona. Todos los vecinos nos
comentaron que era educado, formal, que no levantaba la voz a nadie aunque
parecía bastante reservado respecto de su vida familiar, que debía ser
desastrosa. “Dieciséis años hace que lo veo salir de casa” nos dijo el
quiosquero que descubrió su cuerpo, “y ni una vez me saludó ni me compró un
periódico”. Así pues, no parecía un hombre extrovertido, simpático, como lo
sería alguno de sus hijos, sino callado, algo triste afirmaron, como si el mundo
no existiera para él. “Con lo que tenía en casa, tampoco es que me extrañe”
nos dijo una vecina. “Su mujer es puro veneno” insistió otra, “le gusta sacar
cuestiones de todo, discutir por lo más mínimo. Fíjese que a veces coincidimos
tendiendo en la azotea y termino cuanto antes, con tal de no estar a su lado
porque te puede caer cualquier comentario, una provocación”.
Alguna fue más explícita. Recuerdo a una con cara de susto que nos dijo,
bajando la voz: “Si alguien lo ha matado, miren por su mujer, que le hacía
vivir aparte de la familia”. De manera que interrogamos a la mujer, a los hijos,
unas preguntas iniciales nada más sobre las condiciones en que vivía el tal
Mariano García. No podían ser más penosas. Lo habían destinado o escogió la
única habitación sin ventanas que tenía el piso. Con decirle que había
alumbrado eléctrico en todas menos esa, de manera que el hombre tenía que
iluminar la estancia con lamparillas de aceite.
Nadie le lavaba la ropa, lo tenía que hacer por su cuenta. Su mujer, con
la que casi no hablaba, no le daba de comer. Él mismo se preparaba unos
bocadillos o cualquier cosa y se iba a comerlos al monte de Montjuich tras dar
un paseo a mediodía. Vamos, ni sábanas ni almohadas le daba, tenía que
dormir echándose mantas encima, el abrigo si hacía frío como aquel invierno y
sin almohada.
Las pocas veces que hablaban todo eran discusiones y enfrentamientos.
La única baza que el hombre tenía era que el piso se había adquirido a su
nombre, por lo que, cuando su mujer le decía que se fuera de casa, él
respondía que él no se movía de allí porque el piso era suyo. Así vivía. Sus
hijos incluso hablaban mal de él, al parecer tomaron partido por la madre
desde pequeños, y eso que ella los castigaba mucho, según sostenían las
vecinas. Una de las hijas reconoció que siempre escucharon discusiones en
casa, que la madre les decía que su padre era un mal bicho desde que ella
recordara. “Creo que la maltrataba cuando estaban solos” me dijo una de ellas.
Aquello no cuadraba con el hombre que los demás decían que era, tan formal
y educado, incapaz de discusión alguna, siempre triste e introvertido, pero
cualquiera sabe…
Junto al cuerpo se encontraron dos paquetes de libros y revistas de
pequeño formato, todo de materia taurina. Preguntamos por qué y resultó que
el hombre, tras su jubilación, mejoraba un poco la pensión de 165 pesetas
mensuales, gracias a la compra venta de ese tipo de publicaciones.
Un amigo al que visitaba con frecuencia vino a vernos. Había escuchado
que se hablaba mal de él, que trataba a golpes a su familia o punto menos.
“Eso no puede ser” nos dijo muy enérgico, “Mariano era un hombre como
pocos, cabal, formal en sus gestiones, cortés con todos. Ni una sola vez le
escuché hablar mal de su familia, aunque me habían llegado comentarios”.
Resultó que era aficionado a la tauromaquia desde que era joven. Se sabía
todas sus historias, había coleccionado fotos con algunos diestros que se las
dedicaron, compró libros, revistas a lo largo de mucho tiempo. Cuando se
jubiló su mayor placer era adquirir otras de estas producciones en mercadillos
y libros de viejo para ofrecérselas a distintos aficionados y amigos
coleccionistas, con lo que redondeaba unas magras ganancias pero, sobre todo,
le permitían pasar el tiempo hablando de su tema preferido lejos de su familia.
El juez Cavadas dijo al día siguiente de encontrar el cuerpo que había
que registrar el piso, de manera que fuimos. Nos centramos en aquella ocasión
en la habitación del fallecido. Efectivamente, no tenía ventanas y era pequeña,
podría haber servido como cuarto de una muchacha de servicio tal vez, pero
no para el que se suponía que era el dueño de la casa. Miramos todo.
Encontramos la cartera que se suponía robada encima de la mesilla de noche.
Así pues, no había sido un robo, como suponíamos. Fue extraño que
apareciera otra llave del portal en un cajoncillo. ¿Es que tenía dos? La mujer, a
la que preguntamos ese detalle, se puso nerviosa. La llave que se halló en la
cerradura abajo era la suya, no podía explicar por qué su marido la había
cogido, por qué no había tomado la suya que estaba en aquel cajón. Ella no
notó su ausencia, añadió, y eso que había salido y entrado de la casa el día
anterior. Fue un detalle muy extraño que dejó al juez pensativo. Ni siquiera
intercambiamos impresiones sobre ello porque enseguida observamos otro
asunto, que resultó capital en la investigación.
La cama del fallecido, como ya suponíamos, no presentaba sábanas ni
almohada. Se cubría, como dije, con mantas y el abrigo que llevaba encima al
morir. Sin embargo, la tela del colchón estaba recién planchada hasta el
extremo de que se notaba algún resto de quemadura causado por la plancha.
Un hombre que se levanta para irse a vender revistas taurinas no plancha su
colchón antes de salir. En ese momento estábamos en la pequeña habitación el
juez, el secretario del Juzgado y yo mismo. El Sr. Cavadas se inclinó sobre el
colchón y puso la mano encima, no sé con qué propósito exactamente, pero
quedamos sorprendidos de lo que ocurrió. De repente, una mancha oscura se
fue extendiendo bajo la palma del juez, que apartó la mano, algo sorprendido
pese a que yo creo que buscaba algo como eso.
- ¿Eso es sangre? –pregunté yo.
- Eso parece –respondió el juez.
Nos quedamos en silencio apenas unos segundos.
- Entonces… -dije.
- Mande detener a la madre y a los hijos, a todos. El crimen se ha debido
cometer aquí.
Dirigiéndose al secretario, le dictó:
- Que vengan los peritos para abrir el colchón y examinar su contenido.
- Sí, señoría.
- Vamos, andando –conminó-. Tenemos mucho trabajo por delante.
Así fue cómo empezó el caso de verdad, el que llevaría a una versión de
los hechos muy diferente del accidente, del robo. Aquello era un crimen
familiar pero quién fuera el responsable y por qué, eso habría que dilucidarlo
en los interrogatorios y careos que nos esperaban.
¿Los antecedentes del crimen? ¿La historia de aquel matrimonio?
Bueno, sí supimos, llegamos a saber bastante, aunque eso no justifica en modo
alguno lo que allí pasó. Nuestra labor consistía en conocer lo sucedido,
determinar el culpable y ponerlo en manos de la justicia. Lo demás, si el
matrimonio era desgraciado o no, si peleaban más o menos, no era cosa
nuestra aunque es verdad que algo podía influir en la participación de los hijos
en el acto criminal. El juez sí era más sensible que yo a esos argumentos y por
eso me mandó que averiguara todo lo que pudiera del comienzo de esa
historia, como él decía. Incluso tuve que trasladarme a Zaragoza, la ciudad
donde se conocieron Mariano García y Josefa Fuertes treinta y cinco años
atrás.
Allá por 1892 Josefa era una muchacha de 23 años en la localidad
zaragozana de Azuera, de donde era natural. Por entonces, muchas jóvenes se
buscaban la vida fuera de su pueblo como chicas de servicio. Ella se colocó,
gracias a unos contactos familiares que la recomendaron como camarera en la
fonda de Elías Zequel, un lugar bastante conocido y frecuentado por viajantes
de comercio que acudían a la capital de la provincia.
La chica era atractiva, según me dijeron allí, tenía muchos pretendientes
que la rondaban pero los padres, desde el pueblo, eran bastante estrictos.
Sabían los peligros de la ciudad, temían que una hija tan bonita terminara
encaprichándose de cualquier hombre que se dejaría mantener por ella, cuando
no la llevara a una mala vida que no deseaban. Por ello reaccionaron bien
cuando supieron que uno de esos viajantes llamado Mariano García, de 33
años, le había propuesto relaciones formales.
La chica lo rechazó una y dos veces pero el hombre volvía
repetidamente por la fonda porque el circuito entre Barcelona y Zaragoza era
suyo en representación de su compañía de chocolates. De manera que siguió
insistiendo y, muy atrevidamente, al enterarse de dónde era la chica ni corto ni
perezoso se plantó en Azuera y fue a visitar a los padres, presentándose. Claro,
ya sabían de él pero lo que menos se esperaban es que se les plantara en la
puerta el pretendiente de su hija con un ramo de flores y unos bombones, que
de chocolates entendía mucho ese hombre. Total, que le hicieron pasar y se
llevaron la mejor impresión de él cuando lo vieron haciendo planes de boda,
garantizándoles un sueldo de por vida, una buena posición social en Barcelona
nada menos. Entre bombones y promesas se los ganó por completo.
Ahí empezó el acoso de los padres a la hija, ya se puede imaginar, que si
este chico tiene futuro, que te garantiza la mejor posición en Barcelona, que
tienes que pensar en el mañana, que se ve que te quiere mucho, que haría
cualquier cosa que le pidieras. Josefa, que en el fondo lo que deseaba era que
la dejara en paz, no tenía alternativa. Los muchachos que la pretendían eran
unos chulos o muy humildes, camareros, mecánicos, cosas así, nada que
oponer seriamente a un viajante de comercio en una empresa de postín. De
modo que terminó cediendo.
Vivieron inicialmente en Zaragoza, pero cuando le ofrecieron a Mariano
regentar una sucursal de la compañía en Barcelona, se trasladaron a la ciudad
condal en 1911. El piso que buscó Mariano en la calle Trafalgar reunía todas
las cualidades de su posición social, su sueldo garantizaba que el crecido
número de hijos que iba teniendo la pareja pudieran estudiar y tuvieran un
futuro. De hecho, las tres hijas que vivían fuera en el momento de los hechos,
en Portugal, Francia y Palma de Mallorca, felizmente casadas, regentaban una
tienda de sombreros una y las otras no me acuerdo, pero también se ganaban
su sueldo. De las tres chicas de casa, dos ejercían de mecanógrafas, los dos
chicos eran mecánicos. Todos habían crecido, como ve, algunas se habían
independizado, los demás ya eran mayores, ganaban un sueldo que mejoraba
el pecunio familiar. Podía ser la historia de un matrimonio bien avenido,
económicamente estable, típica casa de la nueva burguesía catalana. Un
hombre muy respetado en el trabajo, cumplidor, despedido en su jubilación
con una de esas reuniones donde hay brindis, abrazos, una pluma con su
nombre grabado, todas esas cosas. ¿Qué más puede pedir un hombre, una
familia, que terminar con esa placidez, sin necesidades, sin apuros
económicos, con todos los hijos bien colocados?
Pues no, aquella casa era un infierno y lo fue durante muchos años. Los
hijos no me supieron decir cuándo las cosas se torcieron entre sus padres. Tal
vez nunca hubo una buena avenencia entre ellos, pese a tantos hijos como
vinieron. Porque ya sabe que una cosa es cumplir con el tálamo y otra llevarse
bien.
¿Que qué pienso yo? Pues resulta muy difícil dar una opinión cierta.
Cuando preguntaba me encontraba de todo, uno nunca sabe dónde está la
verdad. Yo creo que ella nunca lo quiso. Él inicialmente sería lo que todo el
mundo hablaba cuando estaba fuera de su casa: bonachón, serio, cumplidor,
formal, nada amigo de discutir, discreto, reservado. Ella en cambio se
contendría al principio de su matrimonio pero en algún momento dejó de
hacerlo, tal vez por tener demasiados hijos, muchas obligaciones, por estar en
desacuerdo con ir a Barcelona. Dicen incluso que Mariano tuvo una aventura
de la que nació un hijo, aunque no pude comprobarlo. Por unas cosas u otras, a
ella se le agrió el carácter y salió el que realmente tenía: vehemente, con
arrebatos de furia, rencorosa, vengativa, dispuesta a la disputa constantemente,
sacando cualquier motivo para echarle en cara a su marido su forma de
tratarla, agravios reales o imaginados.
Quiero imaginar que al principio él tendría paciencia, esperaría que se
calmara, las mujeres a veces pasan épocas con el ánimo alterado y luego se
conforman con lo que tienen, no sé si fue así. Encajaría con lo que me dijeron.
Él estaba en el trabajo todo el día, llegaría tarde y discutirían de cualquier
cosa. Desde el principio, con esas ausencias del padre, los hijos se criaron a la
vera de la madre, absorbiendo sus palabras y críticas a ese padre al que no
veían y del que ella afirmaba que la maltrataba, que la odiaba, que era un ser
vil y cobarde, quisquilloso, entrometido. Todo eso se lo escuché a los hijos, no
me lo estoy inventando. Desde el primero al último, todos afirmaban lo
mismo. Ellos no intervenían en las disputas familiares, ahora ya dispuestos a
vivir su vida pero calificaban así a su padre. Para ellos, su madre era el centro
de la casa y de sus vidas durante toda su niñez y juventud.
El carácter retraído de Mariano García quizá condujera a ceder en las
discusiones, donde su mujer se crecía, a escapar paulatinamente de casa,
olvidarse de lo que allí encontraba, volver cada vez más tarde, aguantar el
sermón y empezar a refugiarse en la habitación que menos querían todos. Con
tal de tener un poco de paz en su propia casa, estaba dispuesto a renunciar a la
habitación matrimonial, desde luego al lecho común. El desprecio de ella, la
indiferencia de los hijos, lo fue arrinconando en un espacio pequeño pero que
consideraba suyo. Al ver que nadie lavaba su ropa empezó a lavársela él
mismo. Cuando comprobó que nadie le hacía la cama renunció a sábanas y
almohada para tenderse cada noche y poder descansar un poco. Cuando su
mujer ya ni le preparaba la comida empezó a preparársela él mismo y a vivir
como vivía en el momento de su muerte, alejado de todos en su familia, sin
más consuelo tras la jubilación que pasear cada día buscando productos de
tauromaquia que además le daba la excusa de visitar a otros amigos
aficionados, tomarse un café con ellos, charlar de tiempos mejores. Ése fue su
refugio, el mundo que construyó para no desesperarse cada vez que volvía a
casa.
Sí, ya sé que tomo partido por él sin demasiados datos, pero estuve
delante de su mujer ¿sabe? La vi mintiendo descaradamente. Me acuerdo
cuando fue llevada a testificar y el juez le dijo que se quitara los guantes. Ella
al principio era renuente. Dijo que se había quemado las manos friendo tomate
pero cuando finalmente se vio obligada a quitárselos lo que vimos y después
los médicos confirmaron, fueron arañazos en el dorso de las manos.
La escuché insultando a su marido, que estaba muerto, dirigiéndole
todos los improperios que se le ocurrían, prefiero no reproducirlos ahora. No
tuvo compasión alguna con el padre de sus hijos, ni el más mínimo respeto.
Estábamos sorprendidos de la acidez con la que se expresaba cuando el juez le
iba preguntando por qué dormía en una habitación aparte, por qué no comía en
casa, todo eso. A fin de cuentas, era su marido y estaba muerto, por amor de
Dios ¿quién se expresa así sino alguien vengativo, miserable y ruin?
Lo que la contrarió por completo fue la detención de sus hijos. Cuando a
los cuatro días de interrogatorios el juez le preguntó por ellos, dónde estaban
el día anterior, qué hacían, ella se quedó conmovida. Para entonces ya
sabíamos la hora de la muerte. Según el vecino que descubrió el cadáver, que
vivía en el entresuelo y precisamente compartía pared medianera con la
habitación de Mariano García, hacia las ocho de la tarde del día 19 se escuchó
un golpe tremendo y luego lo que parecieron gemidos que enseguida se
apagaron. De manera que, bajo el supuesto de que el crimen se había cometido
en la casa a esa hora, el juez la interrogaba sobre dónde estaba cada uno a esa
hora. Entonces, ella suspiró y dijo sin darse cuenta: “¡Pobrecitos!... Si cuando
llegaron a casa, ya estaba todo listo”.
Ni se dio cuenta de lo que había dicho pero el juez, el secretario y yo nos
miramos. Era la admisión de que la muerte había sucedido en el piso antes de
la llegada de los hijos a cenar. Al día siguiente confesó de plano haberlo
matado aunque lo que admitió y lo que sucedió en realidad pudieron ser cosas
diferentes, como luego le contaré. Antes, quiero decirle una anécdota que casi
nadie supo entonces. Me la contó una vecina ya anciana que vivía en el
segundo piso.
Dos años antes de que la familia García se mudara al entresuelo de
aquella casa, en el piso bajo había una carpintería que regentaba un
matrimonio. Bueno, la llevaba el marido, claro, pero ella recogía pedidos y
llevaba las cuentas. Parecían llevarse de maravilla. Una mañana se presentó la
mujer en la comisaría de policía con un martillo en la mano: “He matado a mi
marido esta noche con este martillo” dijo nada más. Los agentes fueron a
comprobar, encontraron al hombre en la cama, la cabeza ensangrentada.
Estaba muerto desde horas antes. Parece que la mujer lo asesinó y luego, sin
inmutarse, se acostó a su lado y se quedó dormida. No había motivos para ese
crimen, ni ella pudo explicarlo ni nadie que los conocía. Eran una pareja
normal, sin problemas, trabajadores. Pero así es la vida, oiga, la gente pierde la
cabeza, en sentido literal. La mujer terminaría en el manicomio, desde luego,
aún estará ahí, sin que haya explicado nunca por qué mató a su marido de esa
forma. De manera que me preguntaba ¿hay una desgracia asociada a esa casa?
El juez pensaba entonces que Josefa había golpeado a su marido en la cama
mientras dormía, como en el caso que le he mencionado. Por eso el colchón,
como luego se comprobaría al abrirlo, tenía todo el interior empapado en
sangre. Aunque lo habían lavado con lejía y planchado, la borra de la lana
tenía cuajarones de sangre. El caso es que los golpes no lo mataron aunque
fueran los que escuchara el vecino Travall desde el otro lado de la pared. De
ahí los gemidos. En vista de que no moría, la mujer o algún hijo se le había
subido encima hasta romperle las costillas y lo había asfixiado tapándole la
nariz y la boca quizá. “Lo más probable” nos confesó el Sr. Cavada, “es que la
madre actuara ayudada por alguno de sus hijos, uno o más, eso habrá que
verlo”. Al día siguiente Josefa fue llamada de nuevo para ser interrogada. Se
ve que había pensado mucho sobre las pruebas existentes, que la condenaban,
y el destino de sus hijos. Así que confesó de plano, pero no en la forma que
esperábamos, porque trazó un escenario distinto.
“Serían las siete y media de la tarde y había encendido la lumbre para
preparar la cena de mis hijos. Entonces llegó ese hombre” empezó diciendo.
“Ese hombre” era su marido, claro, pero nunca lo denominó así, cuando no lo
insultaba sin medida. Pero aquel día se ve que lo había pensado mucho y no
quería perder los nervios sino soltar toda su historia. Al parecer, llegó Mariano
García y se quejó de que llenaba de humo toda la casa por tener la ventana
cerrada.
- Estoy resfriada, así que la ventana se cierra. No pienso coger frío
porque a ti te moleste.
Eso afirma que dijo. Pudo ser un comentario más provocador, mediar
algún insulto de paso. Normalmente, el hombre debía encogerse ante ello, dar
la vuelta y encerrarse en su habitación. Según ella, no hizo tal aquella tarde. Se
acercó furioso y le dio una patada en las piernas. A partir de ahí mediaron las
imprecaciones entre ellos, manotazos y empujones. No era. la primera vez,
sostuvo, que llegaban a las manos.
La escena podía ser tan cotidiana como en otros matrimonios, por
desgracia, pero escuchaba su voz monótona y sin matices, como si aquello no
fuera con ella, como si lo hubiera ensayado a lo largo de la noche, y a mí me
sonaba a falso. Al menos, como veremos, evitaba todas las incoherencias en
que había caído hasta ese momento, conseguía que los datos conocidos
encajaran.
De los manotazos, alguna bofetada, se pasó a los puñetazos y agresiones
entre ambos. Para defenderse, según aclaró con énfasis, cogió una botella de
cerveza y le golpeó fuertemente en la cabeza. Él se tambaleó agarrándola
todavía y cayendo los dos al suelo.
- Entonces me mordió en el dedo con fuerza, me arañó y, para conseguir
que me soltara cogí una toalla que andaba por allí y se la metí en la
boca, subiéndome encima de él.
- ¿Le tapó también la nariz? –preguntó el juez.
- No sé –respondió ella-, le puse la toalla en la boca y le tapé la cara con
ella, no quería que me mirara. Quería matarlo para que dejara de
morderme.
Nos quedamos en suspenso, al escuchar esa declaración tan contundente.
- Luego seguí golpeándolo con la botella hasta que ésta se rompió en
pedazos y los cristales cayeron por toda la cocina. Quedé un rato así
hasta que me convencí de que había dejado de existir.
El juez, claro está, no se conformaba con esta declaración. Quería todos
los detalles para hacer la reconstrucción al día siguiente en el piso. Le
extrañaba, como a todos, que una mujer sola, por fuerte que fuera, consiguiera
llevar el cadáver de un lado a otro y ocultárselo a sus hijos, que iban a cenar
poco después.
Al parecer arrastró el cadáver hasta el dormitorio de él.
- Me costó subirlo a la cama. Coloqué primero la cabeza sobre la silla y
lo cogí de las piernas, pero en ese momento la cabeza cayó de donde
estaba y golpeó el suelo. Seguramente, fue ése el ruido que escuchó el
vecino.
Pensé: “Lo tiene todo pensado para que los hechos encajen”.
- Cuando conseguí meterlo en la cama, lo tapé con las mantas y su
abrigo, tal como dormía habitualmente. Por eso mis hijos vinieron y no
notaron nada. De hecho, una de mis hijas se asomó a ver a su padre y
comentó que ya dormía.
Así que los hijos empezaron a venir de sus trabajos, se sentaron a la
cocina a cenar, como habitualmente, incluso mandó a Paquita a la farmacia
por agua de azahar debido al dolor de cabeza que se le había puesto. El último
en llegar fue José a las doce y cuarto de la noche. Luego se hizo el silencio en
la casa mientras ella velaba pensando en qué hacer con el cadáver.
Entonces se le ocurrió simular un accidente, pero eso suponía esperar
una hora más tardía y trasladar de nuevo el cadáver. De manera que se sentó,
primero en la oscuridad y luego con una palmatoria. Fue cuidadosa. Incluso
para encender el fósforo se fue a una habitación alejada del lugar donde
dormían sus hijos e incluso tapó con trapos las rendijas de sus puertas para que
no se despertaran con la luz.
Permaneció sentada junto al cadáver desde las dos a las cuatro y media
de la madrugada, cuando se aseguró que el último trasnochador de la casa
había regresado al hogar y todos los vecinos dormían. Yo empezaba a tener
dudas de algunas cosas pero me imaginaba a la mujer, que ahora miraba para
abajo sin mostrar emoción alguna, dos horas y media junto al cuerpo sin vida
de su marido, casi en la oscuridad, y se me ponían los pelos de punta. ¿Qué
habría pensado en todo ese tiempo? ¿Se sentiría agotada? Probablemente.
¿Pensaría en toda su vida con él, en los tiempos felices en que llegaron a
Barcelona? Porque los vecinos así lo afirmaban, que aquellos fueron buenos
tiempos. ¿Le insultaría una vez más en voz baja? ¿Haría una lista de agravios?
No sé, pero lo más importante para ella era no hacer ruido y no dormirse,
según afirmó.
Luego vino la parte más difícil de explicar: Cómo trasladar aquel
cadáver pesado –ya sabe usted cómo pesan los muertos-, desde su cama hasta
el lugar donde dijo que lo había colocado, al final de las escaleras, en el
zaguán. Según dijo se ayudó con una de las mantas, que se rompería en la
parte final, y una esterilla que puso bajo el cadáver para que no hiciera ruido al
hacerlo descender los escalones.
El juez apenas tenía que intervenir. Ella lo contaba todo con el mayor
detalle. Pero yo sabía que no terminaba de creerla. ¿Subirlo a la cama ya había
originado un ruido estrepitoso que oyó el vecino y, haciendo todo ese trayecto,
no la escuchó nadie? Así que le preguntó detalles de la forma de transportarlo.
Fue entonces cuando comentó lo de la esterilla, que inicialmente no había
mencionado. ¿Era verosímil que ella sola hubiera podido hacer todo eso?
Podría ser, imposible no resultaba, pero probable no era. Tal vez tuvo ayuda,
pero era difícil de probar.
Fue terminando. Concluyó que después subió al piso, cuya puerta había
dejado abierta sin darse cuenta de que había equivocado las llaves y dejado
abajo la suya propia, se acostó e hizo que dormía para cuando algún vecino lo
encontrara a primera hora de la mañana. Dijo incluso que dormitó un buen rato
después de aquello.
El juez, naturalmente, la hizo volver a prisión formalmente acusada del
asesinato de su marido y se vio obligado, por el momento, a decretar la
libertad de sus hijos, pero no antes de hacer un careo de la madre con ellos.
De todos modos, antes quiero referirme a un comentario que hizo el Sr.
Cavadas cuando los guardias se llevaron a Josefa Fuertes. El secretario, que
había estado tomando nota de todo lo dicho, que incluso se lo había dado a
firmar a la acusada, le preguntó:
- ¿Habrá sucedido así? –también él tenía sus dudas, pensé.
El juez no respondió de momento. Parecía pensativo.
- Creo que no –dijo finalmente para luego añadir algo en lo que yo no
había caído-. El colchón está empapado en sangre y ¿no hay apenas
ningún rastro desde el pasillo o la cocina donde terminó de golpearlo
hasta la cama?
- Pudo haberlo limpiado –tercié yo-, lo mismo que intentó limpiar el
colchón sin conseguirlo.
El juez meneó la cabeza.
- ¿Y ese traslado, semejante movimiento por parte de una mujer sola, y
no hizo el más mínimo ruido?
Ahí nos quedamos callados un momento porque ninguno lo había
podido creer por completo.
- Habrá que ver si recibió ayuda –continuó-. Lo primero es confrontarla
con sus hijos, a ver qué sucede.
Primero estuvimos con las tres hijas. El careo no fue muy extenso
porque fue imposible preguntar nada. Al escuchar las tres, Paquita, Sagrario y
Felisa, que su madre era culpable de haber matado a su padre, prorrumpieron
en un llanto histérico. Gritaban: “¡Eres un monstruo!”, “¡Nos has deshonrado a
todas!”. La madre les imploraba perdón, llegó a arrodillarse delante de la
mayor, Sagrario, que ocultó la cara entre las manos mientras lloraba
abundantemente. No podíamos saber si aquello era verdadero como parecía o
puro teatro. Yo ya creo muy pocas cosas del género humano y menos cuando
te rondan años de cárcel y hasta una posible condena a muerte.
Con los hijos Pepe y Guillermo sucedió algo parecido aunque ellos se
portaron con alguna serenidad más. Yo había tenido que trasladarme a
Zaragoza para traer al segundo, que había marchado desde el día siguiente del
crimen y del que no se sabía si estaba huyendo o no. Luego explicó que la
madre, cuando supo que se sospechaba de ella, le mandó dirigirse a un
abogado de la Audiencia en aquella ciudad, marido de una de las hijas de
aquel Zequel en cuya fonda trabajó cuando era joven. Quería que la asesorase
sobre qué hacer, tal vez que interviniera ante el juez de Barcelona. El abogado
se limitó a decir que, en suceso tan grave, lo que tenía que hacer Guillermo era
colaborar con la justicia y ayudar a su madre para que los cargos se levantaran.
Lo que no comprendía, cuando llegué a la ciudad del Ebro, es por qué no
había vuelto tras varios días de estancia. Él se defendió confusamente, dijo que
esperaba por si el abogado cambiaba de opinión, que le había insistido en que
interviniera y él había dicho que no, pero que aún así esperaba que lo hiciera si
volvía a insistir… En todo caso, cuando ingresó en prisión junto a su hermano
Pepe, el juez se contentó con esa declaración de intenciones sin considerar que
se estuviera escondiendo. A fin de cuentas tanto su madre como sus hermanos
señalaron dónde estaba.
Pues con su madre se portaron igual, execrando de ella, diciéndole que
no tenía corazón, sin explicarse cómo había cometido tal crimen. Yo les
miraba y pensaba si estaban diciendo la verdad, si la indignación era fingida.
No había forma de saberlo, pero hubo una frase de la madre que me quedó
impresa en la memoria y que luego repetí al juez palabra por palabra. Él dijo
que se había dado cuenta pero anotó la frase textualmente en un cuadernillo
que llevaba al efecto. Fue que la madre, cuando ellos se lamentaban de la
desgracia, les dijo: “¡Hijos míos! Fijaos bien que, aunque vaya camino del
patíbulo, siempre diré que la que mató a vuestro padre fui yo”.
La frase, entre tanta discusión y algún grito extemporáneo, casi se perdió
pero a mí me pareció muy relevante. ¿Les estaba dando instrucciones de que
no confesaran participación alguna en el asesinato? ¿Que prefería asumir toda
la culpa y no implicar a nadie? A mí me parecía evidente, al Sr. Cavadas
también.
Por ello mandó reconstruir de nuevo el crimen al día siguiente, revisar a
fondo la vivienda, encontrar alguna pista más. Pensaba que alguno de los hijos
pudo estar implicado, Pepe o Guillermo, o ambos. Tampoco descartaba que
alguna de las hijas lo hubiera hecho pero las tres trabajaban, ya habían
declarado que no llegaron de su trabajo de mecanógrafas hasta las nueve de la
noche. Se las podía descartar como cómplices del crimen, tal vez no de
encubrimiento, pero sería difícil de probar si la madre y ellas estaban de
acuerdo en la declaración que hizo la primera.
De manera que fuimos al piso con Josefa Fuertes a la mañana siguiente.
Ya imaginará la expectación que había en el barrio. Algunas vecinas de la calle
la insultaron y ella se revolvió como una fiera, tuvimos que sujetarla bien. Lo
primero fue registrar toda la casa, algo que aún no se había hecho.
La sorpresa la tuvimos en el dormitorio de los hijos. Encontramos
manchas de sangre, un cristal de la ventana roto, trozos de cristal esparcidos y
manchados también de sangre. ¿Qué había sucedido allí? Las explicaciones de
Josefa fueron muy confusas, dijo que no recordaba bien donde había
terminado la lucha con su marido, tal vez desde la cocina hubieran llegado
hasta el dormitorio. Lo del cristal no supo explicarlo, supuso que se había roto
por el viento que hizo aquellos días. ¿Y nadie se dio cuenta? Preguntó el juez.
¿Sus hijos se fueron a dormir con ese agujero en la ventana sin que a nadie se
le ocurriera ni siquiera taparlo? Ella estaba temblorosa y decía todo el rato
“No sé, no sé, debió ser el viento, no puedo saberlo”.
Cuando el Sr. Cavadas hizo que la enviaran de nuevo a la Cárcel de
Mujeres estaba de mal humor. Imaginaba la causa de su enfado. Suponíamos
que los hijos, al menos uno, había intervenido en el crimen, siquiera para
transportar el cadáver, puede que sujetando a su padre mientras su madre lo
asfixiaba. Pero ¿cómo probarlo? Los indicios señalaban en esa dirección, del
mismo modo que existía la posibilidad de que Mariano García, al sentirse
agredido en su propia cama, se levantase trastabillando hasta el dormitorio de
los hijos, donde rompió el cristal en el forcejeo, antes de ser reducido por la
madre y tal vez, por uno de sus hijos.
Al día siguiente fue llamado el dueño del garaje El Parque, en el paseo
de San Juan, donde trabajaban los dos hijos. Era un hombre honrado,
colaborador, algo nervioso por sentarse frente a un juez, pero eso es natural.
- ¿En qué trabaja José García? –preguntó el Sr. Cavadas.
- ¿Pepe? Es un buen chico…
- No le he preguntado eso –cortó tajante.
- Perdón, Sr. Juez. José García trabaja como encargado de la venta de
gasolina.
- El día 10 de diciembre ¿a qué hora terminó?
- Pues liquidó la caja y se iría sobre las diez de la noche. Dijo que iba al
cine, eso le escuché.
Desde luego, ese testimonio cuadraba con lo manifestado por la madre
de que había tenido que esperarlo hasta las doce y cuarto de la noche.
- ¿Y Guillermo García? ¿Qué hace para usted?
- Bueno, él es chofer de un vehículo de mi empresa. El día 10 –dijo
adelantándose a la pregunta del juez-, tuvo que llevar a una familia
regresando al garaje sobre las siete de la tarde.
- ¿Y luego?
- A esa hora se fue.
Los sentidos del Sr. Cavadas se agudizaron.
- ¿Está usted seguro de que fue a las siete?
- Sí, señor –respondió el hombre, nervioso.
Cuando se fue de allí pareció suspirar aliviado, aunque algo confuso. En
todo caso el Sr. Cavadas tenía una presa.
- Argüeta –me dijo- tráigame a Guillermo para declarar esta tarde a las
cuatro.
- Sí, señoría.
Era curioso el contraste entre los dos hermanos. Mientras Pepe, el
encargado de surtir gasolina a los coches, era guapo, atildado y elegante,
Guillermo, que actuaba como chófer, era casi todo lo contrario, una cara
asustadiza, apocado, con poco mundo, vestía de forma descuidada. Me
presenté en el domicilio de su amigo, que había dado como lugar de residencia
temporal mientras el piso familiar estaba precintado. Me siguió sumisamente,
como resignado a su suerte, fuera ésta cual fuera.
Ante el juez no hacía más que agarrar su sombrero, darle vueltas, hasta
que el Sr. Cavadas se hartó y le dijo que lo dejara sobre una estantería pero
casi fue peor porque ahora lo que se agarraba era una mano con la otra,
estrujándose los dedos. Yo pensé: “Se siente culpable, atrapado”.
- ¿A qué hora salió del trabajo el día 10 de diciembre, Guillermo? –le
interpeló.
- Sobre las siete.
- ¿Fue a su casa entonces?
- Sí.
- ¿Estaban su padre y su madre allí?
- Andaban discutiendo y por eso me fui.
- ¿Discutían a menudo?
- ¡Oh, sí! Y por las cosas más pequeñas –Entonces mencionó una escena
que nos dejó estupefactos-. Un día se enzarzaron porque mi madre, que
estaba resfriada, había cerrado la ventana de la cocina y la casa se
había llenado de humo.
- Esa discusión ¿no fue la que usted presenció aquella tarde, cuando
llegó a casa?
- No, señor, eso fue por otra tontería que no recuerdo.
Yo pensaba a toda velocidad. ¿Qué significaba aquello? Lo de la ventana
cerrada de la cocina ¿cuándo había sucedido? ¿Fue días antes, como afirmaba
Guillermo, y su madre lo había tomado como excusa para inventar una muerte
casi en legítima defensa? ¿Fue ese mismo día y Guillermo presenció y hasta
intervino en la muerte de su padre?
- ¿Qué hizo después de ver que discutían?
- Me marché a buscar a un amigo, el mismo con el que ahora vivo. Nos
fuimos a un café, no sé, serían las nueve de la noche o algo más
cuando volví a casa.
- ¿Está usted seguro de que hizo eso?
El muchacho sudaba y eso que era pleno invierno y la habitación no
estaba muy caldeada.
- Sí…, sí, señor.
- Esa noche, cuando fue a acostarse, su hermano Pepe aún no había
vuelto ¿no es cierto?
- No, creo que llegó más tarde.
- ¿Y no se dio cuenta de que uno de los cristales de la ventana estaba
roto?
- Estaba muy cansado, señor, hacía frío, eso sí, pero me acosté y no me
enteré de nada. Tal vez se rompiera al día siguiente, yo no me di cuenta
de nada.
- ¿Y de las manchas de sangre de su dormitorio?
- No…, no señor –me estaba poniendo nervioso porque hasta los
nudillos le crujían.
Se hizo un silencio. El juez preguntó si tenía algo más que decir, si
estaba seguro de todo lo que había declarado. Él se agitaba nervioso, inquieto.
Dijo que sí.
- Hasta que compruebe algunos términos de su declaración va a volver a
prisión, Guillermo. Ya se verá después.
- Lo que usted diga –balbuceó, claramente asustado.
Cuando se lo hubieron llevado, nos preguntó: “¿Qué piensan ustedes?”.
Yo dije: “O miente la madre o miente el hijo”. El secretario afirmó: “La madre
quiere encubrirlo a toda costa”. El Sr. Cavadas tabaleó con los dedos sobre la
mesa. No solía ser propicio a confidencias sobre lo que pensaba, así que
estábamos expectantes. “Creo lo mismo” concluyó, “pero si no podemos
probar que Guillermo estuviera allí y presenciara o participara, esa mujer va a
conseguir lo que quiere, exculparlo”.
De modo que mandamos llamar al amigo con el que vivía el muchacho,
un tal José Martí. Cuando el juez le preguntó si se habían visto en la tarde de
aquel día 10, el chico manifestó que no se acordaba. Eso nos dejó en la duda.
¿Se vieron de siete a nueve aproximadamente o no se vieron? El juez era
partidario de dejar a Guillermo en prisión varios días, solo, a ver si se
ablandaba y llegaba a confesar.
Pero dos días después volvió a aparecer el amigo. Dijo que había hecho
memoria, sí, que aquella tarde, sobre las siete y media, se habían ido a un café
y estuvieron juntos al menos hasta las nueve, si no más. Incluso precisó que
tomaron unas ostras. El juez le preguntó que cómo es que recordaba tan bien
ahora lo que no recordaba dos días antes. El muchacho, que parecía serio y
formal aunque un poco deslenguado, dijo que así le funcionaba la memoria,
que a veces se acordaba de algunas cosas y otras se le olvidaban. No pudimos
sacarlo de ahí.
De manera que, renuente, el juez ordenó que Guillermo saliera de
prisión. Todos teníamos la sospecha de que había participado en el crimen, que
había llegado a sujetar a su padre mientras su madre lo asfixiaba después de
golpearlo. Seguramente, también ayudó a Josefa a trasladar el cadáver por la
noche. Pero tenía coartada, el amigo lo había salvado con su declaración. Ahí
el juez se rindió. No podía probar la complicidad de ninguno de los hijos. El
tremendo golpe y los gemidos que escuchó su vecino Mariano Travall entre
las siete y media y las ocho, señalaban el momento de la agresión, tal como
también ratificó la criminal. Si no se podía probar que alguno de sus hijos
estuviera presente, resultaba imposible implicarlos en el acto criminal. Sobre
el traslado del cadáver, ahí no hubo testigos ni nada que los delatara como
cómplices. De modo que no quedaba sino resignarse y obtener la condena
merecida para Josefa Fuertes. Pero ahí intervinieron sus abogados y la cosa se
dilató.
En efecto, cuando el Sr. Cavadas estaba dispuesto a cerrar el sumario y
remitirlo a la Audiencia, uno de sus dos abogados presentó una petición para
que se examinara el estado psiquiátrico de la acusada. Cuando lo leía, el juez
suspiró. Ya se lo esperaba por conversaciones informales. Frustrado por
aquella investigación, deseaba cerrar el sumario cuanto antes y olvidarse del
tema, pero él era un fiel cumplidor de las leyes, así que se dirigió al secretario
para que recabara nombres de médicos forenses y especialistas en psiquiatría.
Si quiere le leo sus nombres, los he preparado para contárselos: los forenses
doctores Bravo y Coroleu y los especialistas señores Vives, Zamora, Sola y
Vilanova, Como ve, conservo las notas de aquel caso.
Respecto al informe que dieron un mes después. ¡Ah! ¿Que dispone de
él? Mejor, porque yo no lo conservo. Desde luego, era un informe exculpatorio
que nadie que la hubiera tratado se podía creer. A ver, déjeme leerlo…

“Josefa Fuertes tiene 58 años, es analfabeta completa, es caprichosa
y versátil: indiferente en sus creencias religiosas; con exageración en
sus sentimientos maternales; padece de una perversión de las
facultades afectivas y de los instintos; es incapaz de sentir estética y
moralmente, de desarrollar su carácter en el sentido de lo bueno, de
lo justo y gobernar sus actos en conformidad con esas nociones; es
decir, que tiene una «locura moral, instintiva o de actos»; sin delirio
intelectual; los trastornos intelectuales apenas se hallan bosquejados,
pero es evidente que su locura moral influye en sus contumaces
opiniones, costumbres y descarriada conducta y los actos surgen
dominantes y avasalladores, arrastrándola en pos de sus pasiones”.

Sí, así era como empezaba. Luego seguía dándole vueltas a la locura
moral, locura impulsiva, instintiva, y que aquello no tenía relación con nada
físico y por ello no se apreciaba a la vista. Fíjese en esto que dice al final:

“Esto implicaría una mayor eficacia de la locura moral en la
inteligencia de la acusada al tiempo de faltar a la ley. Las
imperfecciones del sentido ético que sufre Josefa la ocultan la
conciencia moral de los actos que ejecuta; semejantes imperfecciones
no permiten a la acusada la acción moderadora de sus tendencias
egoístas más poderosas que sus deseos y la asemejan al vehículo sin
freno, o a la nave sin timón; en suma, es una enferma que su sentido
moral está atrofiado y la mayoría de sus aptitudes sociales se
encuentran pervertidas”.

Pero esto ya lo habían dicho todos sus vecinos: Que era una mujer que
discutía con todos y por todo, que era un veneno, que era mala, eso sí, dicho
en palabras finas, de médico. Cuando el juicio, el tribunal preguntó a los
peritos médicos si eso implicaba que no entendía la diferencia entre el bien y
el mal. Hubo muchas discusiones sobre eso. La defensa se agarraba a este
informe, el fiscal trajo otros peritos que declararon lo contrario, que esa atrofia
del sentido moral no significaba irresponsabilidad penal en un crimen. El
jurado se decantó por los segundos y apreció la completa culpabilidad de la
procesada. Fue condenada a 25 años de prisión. Al menos eludió la muerte, su
marido no tuvo tanta suerte. ¿Ha visto dónde puede llegar un matrimonio
desgraciado? Si yo le contara todo lo que he visto a lo largo de los años…
























































El crimen de Cabra
1927













































No hay figura más engañosa que un triángulo isósceles. Fíjese usted
bien, desde determinado punto de observación hasta parecería con los tres
lados iguales pero, naturalmente, no lo es. Visto correctamente tiene dos lados
casi iguales, aunque en distinta posición, y un tercero que es un verso suelto,
que se siente diferente por completo pero está unido indisolublemente a los
otros dos… No, no le estoy dando una lección de geometría, le estoy
resumiendo aquel crimen ocurrido en la localidad cordobesa de Cabra hace
años, cuando yo era médico en ella y no el jubilado que se dedica a pasear por
su pueblo natal matando el rato cada tarde en la taberna.
Si quiere que le cuente, yo le contaré, conservo perfectamente la cabeza,
es de lo poco que se mantiene en su sitio. De los demás achaques, ni le cuento.
Estaría tentado de callarme después de lo que pasó en el juicio, con aquel
médico venido de la ciudad, hablando de que mi informe de la autopsia era
insuficiente, que debían haberse hecho contrapruebas, diagnóstico de
enfermedades evitables… ¡Incluso se atrevió a dudar de que hubiera
observado el himen intacto! Citó a no sé qué profesor alemán que afirmaba
que ese elemento puede quedar intacto en una relación íntima hasta en el
veinte por ciento de los casos. ¡Vaya tontería! Será que las muchachas
alemanas tienen otra constitución que las andaluzas. En esta tierra, el himen
desgarrado es señal de ausencia de virginidad y cuando se mantiene intacto,
como en el caso de Dulcenombre, es que la joven no ha consumado la
relación. Ahora van a venir mediquillos citando libros alemanes, hay que ver.
Aquello me sentó muy mal cuando lo supe. No asistí al juicio pero me lo
contaron todo y leí el “Diario de Córdoba”, que daba un reportaje muy
completo cada día.
Pero usted quiere que se lo cuente en detalle. Toda mi vida he sido un
médico respetado en Cabra. Ahí llegué de joven con mi título bajo el brazo, en
el pueblo me casé, tuve dos hijos, enviudé y seguí trabajando hasta que me
llegó la edad del retiro, cuando vine a mi pueblo natal, a la casa familiar donde
vivo ahora, echando de menos a mi mujer, a mis hijos que están lejos, a mis
padres, con los que viví aquí. Pero en Cabra conocía a todos, me llamaban de
los cortijos que rodean el pueblo, también del Cerro Moreno, en el camino a
Nueva Carteya.
Allí había ocho cortijos, el más importante era el de Francisco Gálvez
Espinosa, de 41 años. Estaba en lo alto de un cerro, no crea que era fácil llegar
hasta él cuando venía desde Cabra para atender a algún enfermo o herido en el
trabajo del campo. Sin embargo, entre tierra calma y de olivar aquello es una
tierra muy feraz. Lo de los olivos fue idea suya, hasta entonces todo se lo
llevaba el cereal, pero Francisco siempre fue un hombre muy trabajador,
ahorró bastante, su familia le ayudó para adquirir ese cortijo. Tuvo la idea de
plantar olivos y los demás lo siguieron, el negocio les salió bien y, para cuando
sucedieron los hechos, no tenía problema económico alguno.
Francisco Gálvez era uno de los lados más largos del triángulo isósceles.
La base era su mujer, Isabel Moreno Castillo, entonces de 34 años, una mujer
fuerte, guapa, aún me acuerdo, ¡qué ojos negros los suyos! La asistí en dos de
sus partos. Le fue bien conmigo en el primero y por eso me hizo llamar en el
siguiente, no era lo habitual habiendo mujeres en los cortijos cercanos, su
amiga Carmen Púa le asistió en el último, al que yo no pude acudir.
Hablé con ella en la cárcel, el juez José Pérez, viejo conocido mío
(¡cuántas partidas hemos echado juntos en su casa!), me pidió que fuera a
verla, que charlara con ella a ver si había base para pedir un informe
psiquiátrico. Era cuando Isabel no soltaba prenda de por qué había hecho lo
que hizo y nadie podía imaginar qué le había pasado por la cabeza para
acuchillar así a Dulcenombre, si había enloquecido o qué. Debido a esa
petición acudí a la cárcel de Cabra varias tardes, me sentaba con ella en el
calabozo mientras ella cosía algo, miraba por el ventanuco.
Le costó hablar pero finalmente lo hizo, me contó su versión de los
hechos, algo diferente de lo que dijo en el juicio, seguramente a instancias de
su abogado. Pero creo que conmigo fue sincera, una vez vencida su natural
desconfianza. Un médico mayor, como yo era entonces, alguien a quien se
había confiado en sus partos, no le generaba agresividad. Entonces los
periódicos la pintaban como una asesina cínica, fría, sin sentimientos, pero yo
la vi llorar, incluso balbucear que se arrepentía de lo hecho y luego volver a
derramar lágrimas y lamentarse por la suerte de sus hijos, su gran
preocupación, una vez que el furor y el arrebato de la muerte se fueron
desvaneciendo.
Me limité a escucharla, indagar por qué lo hizo, qué había detrás de ese
crimen incomprensible. Me fue difícil. He visto muchas cosas: torceduras,
rotura de huesos, cortes en brazos y piernas, recuerdo a aquel jornalero que
trabajando en una era se clavó una horca en un pie, mujeres que murieron por
sobreparto, auténticas chiquillas aún. Pero las heridas que vi en Dulcenombre
no eran fáciles de olvidar: las cuchilladas en brazos y piernas, en la espalda y,
sobre todo, esa tan tremenda que casi le separó la cabeza del cuerpo,
seccionando la carótida, la yugular.
Y ahí estaba yo hablando con la asesina, dándole noticias de sus hijos
(esos hijos que ni les dejaban ni querían ir a verla allí donde estaba), viéndola
llorar inquieta por el futuro de ellos, como si el suyo no se acercara al patíbulo
en ese momento. La verdad es que me fue difícil pero yo mismo me imponía
el deber de comprenderla, de saber la causa de su crimen, sólo ella podía
saberlo. El juez me preguntaba cada noche ¿qué te parece, eh, Manuel? ¿Está
loca o no está loca? Le decía que, si estar loco es obrar sin razón ni motivo,
Isabel no estaba loca. Tenía razón y motivo, otra cosa es que fueran fruto de su
imaginación, o quizá no, no era yo capaz de averiguar qué había de verdad y
de fantasía en sus declaraciones. El juez meneaba la cabeza mientras iba
examinando los naipes que le tocaron en suerte. “Ojalá hubiera enloquecido”
murmuraba, “así sería más fácil de admitir lo que ha hecho”.
Por entonces, todo eran murmuraciones en el pueblo. Los primeros días
de su detención fueron difíciles. Además, su madre iba comentando por ahí
que ojalá también hubiera matado a su marido y la gente no se lo perdonó.
Recuerdo aquel sábado, vi un tumulto que se dirigía a la cárcel y lo seguí,
alarmado. Iban gritando contra Isabel, empezaron a arremolinarse en torno a
su madre, que le llevaba el almuerzo al calabozo. Hubo insultos, empujones.
La anciana estaba lívida. Algunos intentamos calmar a la gente pero fue inútil.
¡Asesinas! gritaban exaltados. Hasta que no intervino la guardia municipal
aquello parecía que iba a terminar mal para la pobre señora que lloraba sin
rebozo, despeinada, la cesta y la comida que llevaba a su hija por el suelo.
Fueron días difíciles, sí, días en que estuve con Isabel, me constituí sin
quererlo en su ancla, en la persona a la que pedir información de lo que
sucedía fuera, qué se decía, cómo estaban sus hijos. A cambio fue
desgranándome su historia poco a poco, de manera fragmentada. Había tardes
en que pasábamos bastante rato callados y luego se arrancaba a hablar,
siempre repitiendo lo mismo, que ella no tenía toda la culpa, que su marido lo
había provocado todo, que sus hijos ahora crecerían sin ella. Yo esperaba el
milagro de que sintiera lástima de su víctima, tan joven, tan bonita, su vida
acabada con apenas 19 años. No llegué a conocerla porque apenas estuvo con
ellos cuatro meses, pero todo el mundo hablaba bien de su alegría, que era
gustosa de jarana, que cantaba a menudo, una muchacha de gran hermosura,
eso comprobé también frente a su cadáver. “María era buena, alegre, cariñosa”
me dijo Francisco, que la llamaba por su primer nombre, “cantando era un
pájaro suelto de estos campos” concluyó en un arranque poético que me dejó
sorprendido cuando hablé con él. Ya ve, el otro lado del triángulo isósceles, un
lado largo, bello pero efímero.
Me va a disculpar. A medida que me hago viejo tiendo a hablar y hablar
sin medida, tengo pocas oportunidades para hacerlo y ha sido usted tan amable
de escucharme sin interrumpirme… No es justo, me pidió toda la historia que
yo conociera y le estoy contando las cosas de manera desordenada. Eso es
porque en mi cabeza ya todo se confunde: lo pasado antes y después, el crimen
y los partos de Isabel, lo que me contaron de Francisco y lo que sucedió. Todo
forma parte de todo pero intentaré no divagar más, narraré la historia tal como
empezó, en el momento en que el crimen que habría de suceder veinte años
después era algo inimaginable.
Francisco Gálvez nació en 1886 en Montilla, provincia de Córdoba. Fue
un joven trabajador, inteligente, también amante de fiestas, emborracharse de
vez en cuando, bailar en las verbenas, ir con los amigos. Le gustaron mucho
las mujeres y él le gustaba a ellas por su desparpajo, su simpatía. Conmigo,
cuando acudía a la zona, siempre fue campechano, dispuesto a tomar un vino,
agradecido por mi ayuda en traer al mundo a sus hijos. Cuando hablé con él
después del crimen, era una sombra, miraba al suelo todo el rato, murmuraba
más que hablaba, de manera que tuve que hacerle repetir algunas de las cosas
que me dijo. De repente se irritaba y no había manera de sacarle nada más.
Estuvo a punto de pegarme en cierta ocasión, cuando me atreví a preguntarle:
“¿Crees tener alguna culpa en todo lo que ha pasado?”. Me miró con encono,
se levantó airado y se metió para dentro de la casa. No volví a hablar con él.
Conoció a una muchacha, Juana Parrado Rodríguez, menor de edad por
entonces, unos dieciséis años. Empezaron a verlos juntos y así estuvieron casi
un año. Hubo algunas desavenencias pero no fueron importantes, todos los
novios se enfadan en alguna ocasión. A las pocas semanas de separarse ya se
les veía bailando bien agarrados en alguna fiesta de un pueblo cercano o
paseando juntos por los caminos del pueblo de ella, Castro del Río, donde el
muchacho acudía a menudo.
Los amigos de Francisco empezaron a contarle cosas: que la habían visto
con otros, que alguien la había sorprendido en una era por la tarde. Ella
negaba, le decía que todo eran murmuraciones de gente envidiosa, enemigas
que estaban fastidiadas al saber que tenía novio, ese atractivo muchacho que
gustaba a tantas. Francisco no estaba convencido. Discutieron. Quizá le dijera:
“Júrame que no haces con otros lo que conmigo” y ella lloraría y juraría, vete
a saber, sin conseguir quitarle de la cabeza esos negros pensamientos.
Algunos dicen que fueron los consejos de los amigos, otros que
Francisco se espantó cuando ella le comunicó que estaba preñada, yo no puedo
saberlo. Lo cierto es que se separaron y ocho meses después Juana dio a luz
una niña a la que llamaría María del Dulcenombre Rodríguez Parrado. La
coincidencia de apellidos con su madre, como sabe, indica que no tuvo nunca
un padre reconocido.
Sea que diera pábulo a las habladurías o que huyera de sus
responsabilidades, el caso es que Francisco Gálvez no quiso reconocerla. Ya
sabe lo que es eso en estos pueblos: esa chica estaba marcada de por vida, no
podía aspirar a un casamiento honroso ni a un muchacho de cierta valía. Se
quedaría con ella algún gañán inculto y bruto que le haría hijos sin cuento y la
maltrataría a lo largo de su vida. No sería la primera vez.
De ahí la obsesión de su madre porque Francisco la reconociera. Yo
creo, por lo que demostró después, que éste sabía perfectamente que aquella
niña era hija suya, lo de las murmuraciones no fue sino una excusa. Lo sabía
pero no quiso ser honrado con la muchacha que, además de madre soltera,
tenía que cargar con una hija tan deshonrada como ella. Juana incluso le
demandó por estupro, relación con una menor, y él tuvo que sentarse en el
banquillo durante el juicio para allí afirmar con rotundidad que la niña no era
hija suya ni podía serlo. No quería cargar con ella ni con su madre.
Después de aquello la vida de ambos tomó rumbos distintos. Ella
terminaría casándose, a pesar de sus condiciones, y tendría otros hijos aunque
Dulcenombre siempre fue su favorita, la niña de sus ojos. Por su parte,
Francisco se casaría en su pueblo natal, Montilla, pero su mujer moriría joven,
de sobreparto tras tener a un niño llamado José, que nació en 1914.
Entonces este hombre se acordaría de aquel primer amor que tuvo, ya ve
usted. No podía plantear nada con Juana porque ella ya estaba casada y
además habían terminado bastante mal, pero resolvió visitar alguna vez a la
que sabía que era su hija, por entonces una niña de poco más de siete años. Le
llevaba regalitos, algún vestido apropiado. Juana consentía porque no era una
mujer rencorosa, ahora que había rehecho su vida, y además seguía deseando
que Francisco le diera a la cría sus apellidos. En ella era una auténtica
obsesión que justificaría gran parte de lo que sucedió después. De manera que
a veces he pensado que si Francisco la hubiera reconocido a tiempo, si Juana
no sintiera la necesidad constante de liberarla de ese estigma que la
acompañaba, quizá las cosas hubieran sido bien diferentes.
Al cabo de poco tiempo, Francisco entabló relación con una muchacha
de Zambra, una aldea casi perdida. Isabel Moreno era atractiva, a pesar de que
resultaba alta, grande, fuerte y enérgica. He visto fotos suyas de cuando se
casaron en 1917, cuando él contaba 31 años y ella 22. No hay que hacerle
mucho caso a su marido tras la tragedia. Hay una frase que dijo ante el juez y
que éste me refirió. Me parece una de las claves para entender el crimen. La
frase fue, hablando de su hija Dulcenombre: “Mi mujer no sabía
comprenderla. No podían entenderse. Mi hija se había educado en Castro del
Río. Mi mujer era muy distinta, casi varonil. Siempre lo fue. Y ahora, en
presencia de mi hija, lo parecía más”.
No hay frase que mejor resuma la situación, la tensión, el origen de las
cuchilladas. Isabel no le parecía “varonil” cuando se casó con ella. Por
entonces, era una muchacha hermosa, femenina. Lo que sucede es que no
cantaba como un pájaro en los campos egabrenses, ni sabía recitar coplillas, ni
sonreía con picardía ni gustaba de la jarana y la alegría, como sí le sucedía a la
hija de Francisco. Isabel era de Zambra, una aldea que no llega a los cien
habitantes ni de lejos, Castro del Río, en cambio, es toda una ciudad con miles
de habitantes. Lo que estaba diciendo Francisco con su frase es que su mujer
era una inculta frente a la hija del primero, educada y amable. Eso le hacía
parecer a Isabel rústica, descuidada, zafia y algo bruta, dominante como lo son
algunas mujeres de campo. A eso lo llamaba Francisco “varonil”, pero con
ella, a fin de cuentas, se había casado ¿no? Y a su hija ni siquiera la había
reconocido.
Pasó el tiempo. Francisco ya había adquirido el cortijo de Cerro Moreno,
empezaba a plantar olivos con buen resultado y le empezaron a nacer hijos:
Antonio en 1918, María del Dulcenombre en 1921 ¡observe la querencia con
este nombre para la primera niña que tuvo con Isabel!, Remedios en 1923 y
Natividad en 1926, un año antes del suceso. Yo asistí al parto de la primera y
segunda niñas, el primero por auténtica casualidad, ya que andaba atendiendo
a un mulero en la zona, y la segunda por la confianza que me tuvo tras el parto
anterior.
¿Cuándo supo Isabel que su marido tenía una hija no reconocida en
Castro del Río? Tenga en cuenta que Cabra dista de esta población algo menos
de 40 km, aunque los caminos no son buenos. Con Montilla a una distancia de
unos 20 km y Montilla de Castro a otro tanto ¿qué le sale? Casi un triángulo
isósceles, ahí lo tenemos de nuevo.
Isabel mintió en el juicio, estoy convencido. A mí me dijo cosas bien
distintas cuando hablamos en la cárcel, sin abogados ni jueces delante, recién
sucedido el crimen. Un año después y bien asesorada por aquel figurín de su
abogado, ese tal Ricardo Belmonte ¿qué se podía esperar? Los hechos
cambiaron, la situación era distinta, allí afirmó desconocer por completo la
existencia de esa hija de su marido hasta que la tuvo en casa.
La madre Juana Parrado afirmó todo lo contrario. Según ella, tanto
Francisco como la propia Isabel estuvieron varias veces en su casa
ofreciéndole muchas cosas para que consintiera en que Dulcenombre fuera a
vivir con ellos: dinero, darle finalmente los apellidos que creía merecer,
incluso buscarle un casamiento ventajoso. Juana, que no había deseado otra
cosa durante casi veinte años, acogió la iniciativa algo desconfiada pero
finalmente, de manera favorable. Incluso afirmó que, cuando la chica estuvo
cerca de Cerro Moreno en la recogida de la aceituna, el año anterior, la propia
Isabel la había visitado llevándole comida y algunos regalos.
No sé quién llevaba razón en esto. Isabel me dijo otra cosa, algo
intermedio. Desde luego, supo por su marido que existía esa hija ya mayorcita
y las circunstancias en que la tuvo. No es que le sentara muy bien pero se dejó
convencer cuando su marido le propuso que fuera a vivir con ellos como una
hija más, “para ayudar en la casa y con los hijos pequeños”. Supongo que
pensó que no le vendría mal esa ayuda cuando acababa de tener a su cuarto
hijo, más José Gálvez, el que tuvo su marido con su primera mujer. De manera
que dijo que sí pero que deseaba ver a la chica primero, de manera que fueron
a Castro del Río. Según me dijo, no vio a su madre, que prefirió ausentarse,
pero que Dulcenombre le pareció bien, con una apariencia modosa y discreta
que luego sería desmentida en su vida cotidiana. Tal vez la chica quería dar
buena impresión, a mí no me cabe duda. Cuando fue a verla a la recogida de
aceituna Isabel vio además a la chica trabajadora que no le hacía ascos a
remangarse y sudar la gota gorda bajo el sol de la tierra. De manera que dio su
consentimiento y por ello el 24 de junio de 1927, creo recordar, la chica se
mudó con ellos.
¿Qué sucedió en ese tiempo, cuatro meses apenas, para que se
desencadenara la tragedia, una de tal magnitud que vino referida en todos los
diarios de ámbito nacional? Yo se lo voy a decir. No fue una cosa sino muchas
las que sucedieron porque cada uno de los tres lados del triángulo vivió la
situación de un modo diametralmente diferente y si dos lados se parecían y
estaban destinados a entenderse, el otro se sentiría apartado del centro de la
casa, que hasta entonces había ocupado legítimamente.
Luego le contaré cómo debió suceder el acto luctuoso aquel, el
enfrentamiento, las cuchilladas, todo el escándalo que se produjo hasta el
juicio. Lo que ahora me interesa que comprenda son los motivos, lo que estaba
en el aire inmediatamente después del crimen, cuando nadie sabía explicar qué
había pasado por la mente de Isabel para cometer esa agresión inesperada para
todos los que la rodeaban. No fue un acto de locura, no fue un arrebato como
quiso sostener el defensor, empeñado en reducir a una obcecación
momentánea lo que fue un acto desesperado de liberación de sus fantasmas.
Voy a tratar de explicar cómo vivieron las tres personas, los elementos del
triángulo, aquellos meses de convivencia progresivamente deteriorada.
Empezaré por la criminal, por Isabel Moreno. Hay una frase que dijo
durante el juicio y a la que el fiscal dio la importancia que merecía: “Yo era un
cero a la izquierda en mi propia casa. Mi marido estaba enchulao con ella. Yo
no la quería en mi casa porque era dueña de todo, ella iba a ser la señora y yo
la criada”.
El fiscal afirmó que el motivo del crimen fueron los celos por envidia,
no por otros motivos que también se deslizaron durante el juicio. El Sr. León
Muñoz quiso diferenciar unos celos de otros, teniendo en cuenta que la
existencia de posibles relaciones íntimas entre padre e hija, descubiertas por
Isabel, podría ser motivo de una lenidad en la condena. No, él habló solo de la
envidia, de la constancia que tenía Isabel de que aquella muchacha la estaba
apartando de su marido, sus deseos se iban convirtiendo en el centro de su
propio hogar, donde ella quedaba apartada de toda atención o gesto de cariño.
Recuerde lo que afirmó Francisco: su carácter varonil, dominante, su velada
mención a que, de algún modo, a su mujer se le veía el pelo de la dehesa, usted
ya me entiende, y más desde que una educada y dulce niña había llegado a la
casa.
¿Quiere más? Lo hubo. Se discutió mucho sobre eso, creo que
equivocadamente y además, por desgracia, mi informe fue fundamental para
proporcionar una orientación equivocada al debate. Isabel afirmó que durante
distintas noches, su marido se levantaba inesperadamente y desaparecía un
rato. Las primeras veces no dio importancia a esa costumbre inusual en él, que
dormía como un bendito del ocaso al alba. Cuando comprobó que el hecho se
repetía con cierta continuidad le preguntó qué le pasaba. Él le dijo que iba al
retrete.
Ella quedó muy extrañada porque nunca había hecho tal cosa en mitad
de la noche ni tardado tanto. Cuando le preguntaron en el juicio por esa rara
costumbre de los últimos tiempos, Francisco dijo que iba a ver a las bestias.
¿Por qué cambiar la versión? ¿Ya no había necesitado ir al retrete? La mujer
no tenía por qué inventar esa respuesta si existía otra verdadera e igualmente
justificable.
El desencadenante de todo lo que sucedió al día siguiente tuvo lugar en
la noche del 26 de octubre. Como otras veces, su marido se levantó más
temprano que de habitual y desapareció por la puerta. Por motivos que más
tarde le contaré, ella estaba al borde de los nervios. De hecho, no durmió gran
parte de la noche, contrariada por las palabras de su marido la noche anterior.
De manera que se levantó y lo siguió por la casa hasta dar con él en el
dormitorio de su hija. Según la versión que a mí mismo me dio en el calabozo,
estaban acostados juntos pero espere, eso no quería decir que estuvieran
desnudos o hubiera coyunda entre ellos, no. Se dijo que ella lo acusaba de
incesto pero no es verdad, a mí lo que me dijo es que los encontró acostados
juntos y que él abrazaba a su hija en la cama.
Desde la puerta, iracunda, les dijo que no tenían vergüenza. Él se lo
tomó a mal y empezaron a voces. La hija pequeña, la cría de 11 meses que
dormía en la misma habitación que su hermanastra, comenzó a llorar. Ya se
puede imaginar la escena, los reproches, insultos, toda la desavenencia de los
últimos meses estallando de repente ante esa escena que Isabel vivió como el
insulto final. ¿Qué más le quedaba por soportar? ¿cuántas humillaciones,
cuántos insultos de su marido y esa mala pécora que había metido en casa y
que su marido no consentía que se fuera?
Retrocedamos unos pocos días para comprender mejor la situación
aquella noche. Isabel para entonces estaba harta de las atenciones de su marido
hacia Dulcenombre y del descaro de la muchacha a la que juzgaba, según me
dijo, “muy echá p’alante”. Entiéndase, la hija se veía contemplada por su
padre, consentida en sus caprichos, satisfechos sus deseos mientras los de
Isabel iban quedando olvidados ante su marido. La casa ya no se organizaba
como ésta tenía por costumbre, no. Ahora había que comer lo que la niña
quería, fregar cuando ella tenía a bien, ir a comprar lo que deseaba. Le decía a
su padre que necesitaba un nuevo vestido y allí iba Francisco, arrastrando a su
mujer, para comprarle el vestido que deseaba. Al tiempo, Dulcenombre
respondía con risas y suficiencia a los reproches de Isabel, a sus vanos intentos
de reconducir la autoridad de la casa. La muchacha sabía que su padre era el
que mandaba y ella lo tenía en un puño.
Cuando Isabel llegó a sentirse desesperada y sin salida, habló con su
marido, que no le hizo ningún caso. Solo tenía ojos para su hija que, de ser
casi olvidada y nunca reconocida, de repente había pasado a ser una bonita
muchacha, toda gracias y hermosura, que alegraba la vista a su padre. De
manera que Isabel marchó a Montilla por su cuenta, sin decir nada a nadie.
Fue a visitar a su suegra, la madre de Francisco.
Le explicó cuál era la situación. Explotó, entre la queja y la amenaza,
con que o se iba la niña o se iba ella de la casa. Le pidió a su suegra que
acogiera a Dulcenombre para alejarla de su hogar. La mujer se sintió en
principio escandalizada con la idea: acoger a la chica y despacharla a los
cuatro meses. Por otra parte, estaba de acuerdo con que en el hogar la que
manda debe ser la mujer.
De manera que, sin que Isabel dijera palabra a su marido, su suegra
mandó recado a su hijo para que viniera a visitarla. Así lo hizo el 26 de
octubre, miércoles. Isabel esperaba ansiosamente que volviera con una
respuesta positiva que le garantizara recuperar las riendas de la casa y la
atención de su marido. Pero éste llegó con el ceño fruncido, muy irritado por
la visita de su mujer a escondidas. Le espetó sin contemplaciones: “¡A callar y
a vivir juntas!”. Aquella noche, insomne, desesperada, siguió a su marido para
encontrarlo en el lecho de su hija. Él se defendió afirmando que había entrado
a interesarse por su salud porque Dulcenombre se había acostado con dolor de
cabeza. Esas excusas no le sirvieron a Isabel. Una idea se le metió en la cabeza
desde ese momento: “Ella o yo, ella o yo”. Eso me dijo que había pensado al
contemplar la bochornosa escena que culminaba todos los temores, creo que
bien fundados, de desatención por parte de su esposo.
Usted mismo podrá juzgar el comportamiento de Francisco Gálvez. En
los pocos años que mediaron hasta mi jubilación y alejamiento de Cabra, sé
que mudó de carácter. Se hizo más serio, alejado de fiestas y verbenas que
hasta entonces, siguiendo la costumbre juvenil, había frecuentado. Tal vez lo
llevaran a recordar a aquella muchacha con la que había bailado tanto rato una
noche de años atrás. Ni una sola vez bailó con su mujer, que contemplaba la
escena muda de rabia, como me reconoció. “Como si yo no existiera” me dijo
entre lágrimas, “no recordaba una humillación como ésa”. Desde luego, no
volví a hablar con él, tan solo lo vi alguna vez comprando alguna cosa en el
pueblo o entrando en la taberna. Me dijeron que hablaba poco, se tomaba
algún vino en ocasiones sin compañía, pagaba y luego se iba. Trabajó mucho,
supongo que seguirá haciéndolo, sus hijos e hijas le ayudarán, imagino. Pero
su mujer está en la cárcel y su hija bajo tierra y sigo convencido de que sabe,
en el fondo de su alma, que él colaboró mucho para que fuera así.
El lado más desconocido, del que nunca sabremos, es el de María del
Dulcenombre. Sobre eso puede hacer las hipótesis que quiera, yo tengo las
mías. La mayoría de las opiniones la ponían como un ángel, algunas como una
muchacha que aprovechaba su belleza y simpatía para desunir al matrimonio,
para apropiarse de su padre recuperado. Me inclino por esta última con
matices. No creo que fuera una chica artera, ladina, que enredara a propósito la
madeja de aquel matrimonio. Simplemente, había vivido casi veinte años con
la obsesión de su madre por conseguir que aquel hombre la reconociera. Pasó
toda su niñez y adolescencia apartada, cuando no insultada en su condición de
bastarda. Se dio cuenta de que, a pesar de la bondad que pudiera mostrar, tenía
una marca infamante y ajena a su comportamiento y que esa marca la
acompañaría de por vida.
De repente, aquel hombre, aquel padre con el que había soñado tantas
veces, la reclama a su lado. Ella está encantada, salta de felicidad, se siente
“enamorada” (entiéndame usted) de ese hombre anhelado que constituye su
salvación, que le quitará esa marca repugnante y hará de ella una mujer que
vivirá con la frente bien alta, capaz de contraer un buen matrimonio y olvidar
tantas ofensas vividas en su niñez. Ella se “entregó” a ese padre deseado, no
como mujer, aunque los límites a veces es difícil precisarlos, pero sí como hija
amante. Y si quería a ese padre recobrado después de veinte años, de toda una
vida esperándolo, lo quería todo para ella, que él viviera pendiente de su hija,
que la contemplara, la mimara, la abrazara. ¿Entiende la situación? Ella vivía
un amor arrebatado, posesivo. Su padre era suyo y aquella mujer de rostro
malhumorado, con la boca llena de reproches, era un obstáculo. Yo creo que
fue así como lo sintieron esas dos mujeres de manera que, al final, con un
Francisco que se decantaba por ser padre antes que marido, tenía razón Isabel:
“O ella o yo”.
No crea que me fue fácil llegar a estas conclusiones. Durante un par de
días Isabel, en la cárcel, no hacía más que preguntar por sus hijos, llorar y
hacer gestos de furia cuando se le mencionaba a su víctima. Al tiempo, corría
toda clase de rumores que la culpaban de adulterio. En un caso se trataba de
que estaba enamorada precisamente del novio de la muchacha. Sí fue cierto
que un joven, Francisco Arroyo, había estado trabajando cuarenta días en el
cortijo abriendo un pozo. En ese tiempo había iniciado conversaciones con
Dulcenombre pero ésta le había dejado claro que no habría nada más entre
ellos y él, simplemente, se resignó. Es posible que la muchacha por entonces
soñara con matrimonios mucho mejores. Pero este Arroyo no tuvo nada que
ver con Isabel.
También se dijo que esta última mantenía relaciones ilícitas con un
mulero del cortijo, Francisco Sevillano, que la chica lo había descubierto y
amenazaba a la adúltera con contárselo a su padre. No hubo nada de esto.
Sevillano era un buen hombre, yo lo conocí aquellos días, andaba confundido
por esos rumores que no sabía de dónde salían. El caso es que el pueblo quería
una explicación y, si no se la daban, la inventaba, eso sí, culpando por
completo a Isabel, de quien construyeron entre los periódicos y los egabrenses,
un retrato malévolo y ruin que no correspondía a la realidad. Esos rumores
fueron una de mis bazas también para que ella se franqueara conmigo: le dije
que si decía la verdad, dejaría que esa animadversión decayera.
En lo que mintió reiteradamente, a mi entender, fue en describir la
escena del crimen. Lo hizo conmigo, por el afán instintivo de rebajar su culpa,
y desde luego volvió a hacerlo ante el tribunal. Pero había testigos y los
inútiles intentos de su propio padre por disminuir la culpa de su hija no fueron
bastantes para crear duda alguna en el jurado. Su hijastro José, por el
contrario, fue implacable.
Las cosas debieron suceder del modo que le contaré. Llegó la mañana
después de aquella noche nefasta. El viaje a Montilla tanto suyo como el de su
marido, habían sido inútiles. Era su último cartucho para remediar una
situación que se le iba de las manos, tras observar la estrecha alianza entre su
marido y la joven. La noche, el encontrar a éste en el lecho de la hija,
abrazándola, la había conducido a una gran excitación, cuando se atrevió a
enfrentarse con ellos. La actitud de su marido, intentando justificar lo que ella
consideraba injustificable, la ausencia de solución, le hizo concebir el plan de
eliminar a la que entendía era su rival. El odio hacia la muchacha la cegó por
completo. El sentirse atrapada, desesperada, en esa situación de subalterna de
los caprichos de Dulcenombre, hizo el resto.
Ella afirmó repetidamente que nada de esto fue planeado, que respondió
incluso a una provocación de la muchacha, que se puso a cantar unas coplillas
satíricas en las que ella se vio reflejada. Insistió repetidamente durante el
juicio que la muchacha fue la primera en agredirla, que se pelearon “cara a
cara”, que ella se ofuscó y manejó con profusión el cuchillo sin saber lo que
hacía, por rabia y obcecación. No hubo nada de esto, todos los testimonios
mostraron que aquel día hizo cosas excepcionales para preparar el golpe
definitivo que eliminara a su rival.
En primer lugar, tras desayunar, Francisco Gálvez bajó a un cortijo
vecino para traer una carga de carbón con la mula. La distancia no es larga
pero tampoco corta, habría de tardar en regresar su buena hora al menos.
Como otras mañanas llegó entonces su amiga Carmen Púa desde un cortijo
vecino. Isabel le pidió que se llevara a sus hijos, según ella, como hacía
habitualmente.
Carmen manifestó que era cierto que solía llevarse a Antonio, el chico
de nueve años, para que jugara con los suyos, pero que Isabel nunca le había
pedido que hiciera otro tanto con las niñas de seis y tres años. De manera que
lo que ésta quería mostrar como algo habitual, no lo era. Carmen, que
probablemente rechazara la actuación de la que era su mejor amiga en aquel
entorno de cortijos, se limitó a constatar un hecho ante el tribunal que
mostraba la premeditación con que actuó la procesada.
Quedaron entonces en casa las dos protagonistas del suceso junto a José
Gálvez, el hijastro de trece años, y el padre de Isabel, José Moreno, que pasaba
unos días con ellos. Le constaba que el matrimonio no pasaba por sus mejores
momentos pero él no deseaba meterse en nada de ello, eso era cosa de su hija
y su yerno. Aquel día, tras desayunar se metió en el cuarto donde dormía, de
manera que solo quedaron tres personas en aquella sala junto a la niña
chiquitina que, con menos de un año, debía dormir en la cama.
El hijastro estaba partiendo cocos, afirmó durante el juicio. Isabel, que
intentó dirigirse a él cuando entró en la sala de la Audiencia, recibió una
mirada de desprecio por parte del chico y una negativa a corresponderla. El
testimonio ya podía preverse como tormentoso. Sostuvo que partía cocos con
el cuchillo grande que enseguida se iba a utilizar en el crimen, que Isabel le
había dicho que se lo cambiara para poder pelar patatas. “Entonces cogió el
cuchillo” declaró, “y se lo escondió debajo del delantal”.
Este testimonio fue algo confuso. El cambio de cuchillo debió suceder
antes incluso de que el marido finalmente saliera por el carbón porque
Francisco declaró que, cuando salió, su mujer estaba pelando patatas para el
almuerzo. Lo que sucede es que no pudo precisar con qué cuchillo lo hacía.
¿Era otro más pequeño y el cambio con el grande se hizo posteriormente? Es
muy probable. La diferencia era sustancial: si se guardó el cuchillo era señal
de premeditación en su crimen, si no fuera así quedaba la duda de si lo utilizó
contra la chica en un arrebato.
La procesada insistió en que ella estaba pelando esas patatas con el
cuchillo grande, que lo había pedido precisamente con ese objetivo. Negó
haberlo guardado bajo el delantal, como afirmaba su hijastro, pero la
declaración del chico fue bastante negativa para ella.
José Gálvez se distrajo con otra tarea, Isabel pelaba patatas en la sala, no
se sabe con qué cuchillo, y Dulcenombre salió a sentarse en un poyete junto a
la puerta para desplumar pajaritos que comerían en el almuerzo. Cuando su
padre marchó por el carbón la dejó allí, supongo que confiando en que, tras la
borrascosa escena nocturna, los ánimos se aquietaran y todo volviera al cauce
que él deseaba.
Hubo polémica también sobre lo que hacía exactamente la muchacha:
¿desplumaba los pajaritos con las manos o los destripaba? Porque si era así
necesitaba una navaja con la que Isabel manifestó que la atacó antes de que
ella se defendiera tan contundentemente. Nadie se puso de acuerdo y el tema
de la navaja flotó en el ambiente de manera imprecisa durante el primer día del
juicio.
José Moreno, el padre de Isabel que salió de su cuarto al escuchar el
alboroto y sujetó a la muchacha que expiró en sus brazos exclamando “¡Ay,
abuelo, me ha matado!”, dijo ante el tribunal que él había visto tirada en el
suelo una navaja con unas inscripciones que entendía que eran letras, aunque
no supiera distinguirlas por ser analfabeto. El fiscal le recordó que en sus
primeras manifestaciones ante el juez de instrucción no había mencionado la
navaja. El hombre quedó confundido, dijo que lo decía en ese momento
porque había hecho memoria, que en su primera declaración todavía estaba
impresionado por lo contemplado en el cortijo.
Nadie más vio esa navaja, nadie la recogió en caso de haber existido. Ni
el hermanastro que se precipitó sobre Isabel recibiendo accidentalmente un
corte, ni sobre todo el mulero que acudió corriendo al lugar, junto a otros
trabajadores, y tomó a Dulcenombre, prácticamente cadáver, para introducirla
en la casa, vio navaja alguna. Todo hacía indicar que la muchacha desplumaba
los pajaritos simplemente y no contaba con ningún arma para repeler la
agresión ni para amenazar a nadie. El torpe intento del padre de disculpar a su
hija y apoyarla en su argumento, quedó en nada.
De manera que si Isabel mentía por la acción de su víctima podía mentir
en todos los extremos de su descripción sobre lo que allí había pasado. José
Gálvez y José Moreno, los dos testigos, aunque éste indirectamente,
confirmaron que Dulcenombre cantaba unas coplillas para acompañar su tarea,
algo muy natural en ella por otra parte. Siempre estaba cantando, según
afirmaron todos. Los testigos manifestaron que no recordaban qué coplas eran
pero desde luego no resultaban ofensivas para nadie. Incluso el padre tuvo que
sostener lo mismo.
Sí es más creíble, en mi opinión, otra de las manifestaciones de Isabel.
Que sea creíble no quiere decir que sucediera así pero yo lo veo probable.
Creo que ella riñó a la muchacha conminándola a que callara, tal vez buscando
el enfrentamiento. Luego continuó deseando en voz alta que se fuera de la
casa. No sé si fue cierta la respuesta descarada de la muchacha, podría ser
dado el clima de enfrentamiento entre ellas: “¡Pues váyase usted de esta casa!”
dice Isabel que le espetó sin contemplaciones.
Según continuó diciendo, de ahí pasaron a enfrentarse como gallitos de
pelea, luego a darse de manotazos, la chica con la navaja, la procesada con el
cuchillo con que pelaba patatas. “Cara a cara” insistió en el estrado. Todo lo
demás fue fruto de la rabia y la obcecación, afirmó bien asesorada por su
abogado.
Pero no fue tal. Si existió la mala respuesta de la víctima nadie puede
saberlo, uno de los testigos estaba en su cuarto, el otro realizaba otra tarea
distraído y sin atender una nueva discusión entre las mujeres, que no resultaba
la primera. Lo que sí es cierto es que Isabel salió a la puerta de la casa cuchillo
en mano y allí apuñaló repetidamente pero de manera no mortal a la
muchacha. Ante el ruido y los gritos de ambas, el padre de la procesada salió
del cuarto y se llevó un serio empujón de su propia hija. El intento de José
Gálvez de detener el brazo asesino también fue inútil. Isabel era una mujer
fuerte, llena de ira en ese momento, de manera que el chico también fue
despedido hacia un lado llevándose de paso un corte en la mano.
Para entonces Isabel tenía en el suelo, boca abajo, a su víctima, a la que
retenía con brazo poderoso en esa postura. Al decir de los horrorizados
testigos, en un segundo cogió a Dulcenombre del pelo tirando su cabeza hacia
atrás mientras su mano descendía de manera brutal para darle una tremenda
cuchillada en el cuello. El crimen estaba cometido y ya no había vuelta atrás.
Sobre lo que sucedió después sí hubo acuerdo entre la asesina y los
testigos, salvo en un detalle que no terminé de entender. Los trabajadores que
andaban en una era cercana acudían ya a los gritos de la muchacha, que al
parecer fueron desgarradores durante la pelea, cuando Isabel se volvió, subió
al piso superior, se cambió las ropas ensangrentadas por otras, tomó algunas
joyas (unos pendientes, un anillo), algo de dinero, y descendió con toda
tranquilidad para dirigirse al cortijo de su amiga Carmen Púa.
Según ella, ya había guardado el cuchillo en su sitio. La amiga manifestó
por el contrario que su marido Antonio y ella la vieron bajar con el cuchillo en
la mano y cerraron la puerta no dejándola pasar. Tal vez estuviera confundida
porque el cuchillo se encontró donde la asesina dijo que lo había depositado.
Sin embargo, el cortijo de Antonio Almansa y Carmen Púa no está lejos,
seguramente percibieron lo que había sucedido, les llegaron los gritos. En
resumen, no la dejaron pasar, de manera que Isabel se dirigió al cortijo vecino
“El Chaparral”, propiedad de Manuel “el Cohetero” que, ignorante de lo
sucedido, contempló estupefacto cómo Isabel entraba como una exhalación
hasta un dormitorio del primer piso.
Cuando fue a pedirle explicaciones ella le dijo escuetamente qué había
sucedido. Habría que imaginar la cara que puso el hombre. Luego Isabel le dio
tres pesetas y le pidió que cogiera el coche de Nueva Carteya y se desplazara a
Cabra para informar a las autoridades. El hombre así lo hizo, llegando hasta el
cuartelillo de la guardia civil antes de que las caballerías de los muleros
alcanzaran la localidad con la misma noticia. Cuando estos últimos llegaron, el
juez ya había sido avisado y, junto a varios números de la guardia civil, se
disponían a recorrer los doce kilómetros que les separaban del cortijo del
“Cerro Moreno”.
Se habló en aquellos días de la frialdad de Isabel, de su altanería y
desprecio hacia su víctima, del hecho de no arrepentirse de su crimen en
ningún momento. Yo le digo mi impresión. Ella consideraba que no había
tenido más remedio que hacer lo que hizo. No hablaba mal de la muchacha,
con ella era curiosamente objetiva, reconocía sus buenas cualidades salvo por
calificarla como “echá p’alante”, un término ambiguo. Tampoco criticaba a su
marido, solo veladamente cuando insistía en que no le había dado otra opción
que hacer lo que hizo.
Ella estaba conforme con su proceder, no lamentaba haber cometido el
crimen salvo por el hecho de no poder ver ni cuidar de sus hijos. Pero yo
achaco su aparente frialdad en los primeros días a la calma que sigue a una
acción que creía necesaria e irremediable. De algún modo se decía: “Ya está
terminado, el odio, la desesperación, el sentirme atrapada, ya todo acabó”.
Luego vino el lamento por sus hijos pero ese arrepentimiento por el crimen y
la muerte de Dulcenombre que mostró ante el tribunal, era impostado, falso.
Creo que nunca se arrepintió del dolor causado en Juana, la madre de a
víctima, en su propio marido, por responsable que fuera de lo sucedido. De
haber segado una vida joven y prometedora. No, de todo eso creo que no se
arrepintió nunca.
¿Qué quiere que le cuente más? El juicio duró dos días, tuvo lugar en
julio de 1928, algo menos de un año después del crimen. Para entonces los
diarios nacionales habían casi olvidado la noticia pero en Córdoba, en cuya
Audiencia tuvo lugar, se siguió con gran expectación. Temí por un tiempo que
me llamaran a declarar pero no lo hicieron, ni siquiera como médico que hizo
la autopsia de la víctima. Al menos me libré de discutir con esos médicos
jovenzuelos que solo saben de los enfermos por los libros que leen en idiomas
ajenos. Toda la preocupación durante varios días era saber si la muchacha
murió doncella o no, si la acusación de Isabel de que ambos habían yacido
juntos era cierta. Esa acusación de incesto fue muy comentada, tenía un
regusto morboso y de escándalo que atraía la atención de las comadres.
Pero yo vi lo que vi: aquella muchacha estaba intacta. Eso calmó muchas
habladurías y se cargó en la cuenta de Isabel. Yo me preguntaba: ¿y si la
muchacha hubiera tenido relaciones antes con aquel cavapozos que la
pretendió, por ejemplo? O antes de llegar al cortijo. Entonces ¿Isabel se
hubiera visto disculpada ante la opinión pública? El pueblo es ignorante a
veces, se queda en la superficie de las cosas. Para mí Francisco sí pudo tener
una actitud incestuosa sin que mediaran relaciones íntimas entre ellos.
Además, quién sabe dónde hubieran llegado las cosas con el tiempo, si ya se
permitía abrazar a su hija de noche y en su propio lecho. Ya sé que todo eso
son puras especulaciones pero ¿qué quiere? Me hace usted hablar y yo solo
soy un viejo médico que pasa el tiempo de casa a la taberna y vuelta a casa. Mi
vida es ahora monótona, tranquila. Tal vez aquellos días en que me senté en el
calabozo con Isabel, la que ahora purga los diecisiete años de condena en
Alcalá de Henares, fueron de los más intensos de mi vida. Le aseguro que,
ahora que todo esto me la recuerda de nuevo, aún veo sus ojos como carbones
encendidos, tenía una mirada que atrapaba, como si bajo ellos latiera una
pasión que yo nunca he conocido en toda mi vida, un fuego que devoró a esa
muchacha, a su marido, a todo ese cortijo y sus vecinos, hasta que el incendio
llegara a Cabra y la hiciera tristemente famosa durante algunas semanas.
Incluso ahora, que viene usted a preguntarme por aquel caso que allí nadie
olvida, que quizá no se olvide nunca.

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