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Bruno Javier Bonoris

El concepto de sujeto de la ciencia en la obra de


Jacques Lacan. El nacimiento del sujeto del
psicoanálisis

1 Vol.

TESIS PARA OPTAR AL TÍTULO DE MAGÍSTER EN


ESTUDIOS INTERDISCIPLINARIOS DE LA SUBJETIVIDAD.

Facultad de Filosofía y Letras Universidad de Buenos Aires

Director de Tesis: Dr. Omar Acha

Co-director de Tesis: Dr. Pablo Muñoz

Buenos Aires

2018
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Resumen de la tesis

El objetivo de esta investigación es definir al sujeto con el que opera el psicoanálisis


y delimitar las condiciones de posibilidad de su surgimiento. Con este fin, tomaré el
concepto de “sujeto de la ciencia” de la obra de Lacan, definido por él como el efecto del
surgimiento del la ciencia moderna y la correlativa postulación del cogito cartesiano. Según
Lacan, es impensable que el psicoanálisis como práctica hubiese tenido lugar antes del siglo
XVII (el siglo de la ciencia). Desde esta perspectiva es preciso establecer cuáles fueron las
modificaciones que se produjeron en la relación entre el sujeto y el saber, y en las
modalidades de acceso a la verdad, a partir de la aparición del discurso científico y su
correlato filosófico: el cogito cartesiano. El sujeto de la ciencia es el sujeto del
psicoanálisis: un sujeto divido entre saber y verdad.
En el primer capítulo analizaré el cambio metafísico que se produjo a partir del
surgimiento de la ciencia galileana. Según Koyré, a partir del discurso científico –abstracto
y matemático- se transformaron las concepciones de verdad, saber y real. Lacan tomará las
ideas de Koyré para pensar el sujeto del psicoanálisis como el sujeto de la ciencia. La
hipótesis principal es que la ciencia moderna rechazó la verdad del campo del saber y
estableció a lo real como lo imposible. Desde allí es posible pensar al sujeto divido entre
saber y verdad como efecto de la ciencia moderna y, asimismo, al objeto de la ciencia como
objeto faltante. Por otro lado, estudiaré la perspectiva epistemológica adoptada por Lacan a
partir de las enseñanzas de Koyré y su diferencia con los escritos de Freud sobre el tema.
En lo que respecta al sujeto divido entre saber y verdad, tomaré algunas hipótesis de
Foucault y Agamben que, a mi entender, refuerzan las propuestas de Lacan.
En el segundo capítulo examinaré las diversas menciones de Lacan sobre el cogito
cartesiano, especialmente aquellas realizadas a mediados de su enseñanza, entre los
Seminarios 9 y 15. Para Lacan, el cogito cartesiano es el presupuesto del sujeto del
inconsciente. En este sentido, su lectura de la filosofía de Descartes toma dos vías que
pueden parecer paradójicas: la primera es la asimilación del sujeto del inconsciente con el
sujeto cartesiano. Para Lacan, el cogito –efecto de la duda hiperbólica- es un sujeto puntual
y evanescente, un pensamiento “puro” sin contenido: yo pienso. Desde esta perspectiva, el
sujeto del inconsciente es el efecto del rechazo de todo saber, una fractura en la articulación
significante. La segunda, es la indicación del cogito cartesiano como punto inaugural de la
era histórica del yo (moi). El cogito se convierte en la entronización del yo a partir del
pasaje al acto cartesiano: luego, soy. El sujeto cartesiano, dice Lacan, está atado al ser. De
este modo, el cogito cartesiano puede ser pensado como presupuesto del sujeto del
inconsciente y, al mismo tiempo, como su envés. Para argumentar esta hipótesis, trabajaré

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la noción de inconsciente en Lacan y las operaciones de causación del sujeto, articuladas al
cogito en tanto punto inaugural del vel de la alienación.
En el tercer capítulo reflexionaré sobre los vínculos entre el discurso científico y el
surgimiento del cuerpo histérico. Para ello, partiré de la conceptualización del cuerpo
moderno, es decir, el cuerpo como sustancia extensa. En este sentido, el cuerpo de la
medicina, heredero del cuerpo-máquina cartesiano se presenta como el rechazo de la verdad
y el sentido en el campo corporal. La hipótesis que trabajaré es que el cuerpo histérico
representa el retorno de la verdad corporal vía el síntoma. Siguiendo esta idea, realizaré un
breve recorrido por la historia de la histeria y por los primeros textos de Freud sobre el
tema hasta arribar a la tesis principal: el cuerpo histérico es un cuerpo independiente de la
anatomía, un cuerpo que no es orgánico ni estrictamente psíquico. Asimismo, tomaré
algunas ideas de Lacan en donde vincula las primeras referencias freudianas sobre el
cuerpo histérico con la dualidad ontológica cartesiana.
Por último, me dedicaré a analizar el problema del sujeto de la ciencia y su atadura
al ser. Con este objetivo, desarrollaré la doctrina lacaniana de la locura como petrificación
en el ser y articularé esta idea con los imperativos de época que orientan esta identificación
inmediata del sujeto con el ser del yo. Por esta vía puede afirmarse que el loco es aquel que
omite el proceso dialectico de la constitución subjetiva y obtura la grieta esencial del sujeto.
Loco es que se cree quien es. Asimismo, se analizará el lugar de las ciencias psi como
instancias normativas dadoras de significantes ideales que, paradójicamente, favorecen la
locura.
En definitiva, la tesis será un escrito de corte específicamente teórico en el que
analizaré las consecuencias conceptuales y, lateralmente clínicas, de la noción de sujeto de
la ciencia en la obra de Jacques Lacan.

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Índice

Introducción………………………………………………………………7

Capítulo 1: La ciencia y la forclusión de la verdad. El sujeto dividido, el objeto a y


lo real..............................................................................................................................15
Un cambio metafísico…………………………………………………………..….......15
El mundo de los hechos, el mundo del valor………………………..…........................18
Platonismo vs Aristotelismo…………………………………..............................…….21
Lo real es lo imposible....................................................................................................26
El objeto de la ciencia, el objeto acósmico.....................................................................30
Dios y el sujeto supuesto saber.......................................................................................35
El momento cartesiano....................................................................................................42
La recuperación de la experiencia, el retorno de la verdad.............................................46

Capítulo 2: El inconsciente y el cogito cartesiano. La causación del sujeto


dividido...........................................................................................................................53
El sueño de Descartes......................................................................................................53
Claro y distinto................................................................................................................55
Pienso, luego soy.............................................................................................................58
Dios, el garante de la verdad...........................................................................................60
Lacan con Descartes........................................................................................................61
El cogito lacaniano..........................................................................................................64
La evanescencia del sujeto..............................................................................................66
El inconsciente lacaniano................................................................................................70
Freud con Descartes........................................................................................................75
La causación del sujeto: alienación y separación............................................................77
Una separación particular................................................................................................84
La operación verdad........................................................................................................86

Capítulo 3: La invención del cuerpo histérico. El retorno de la verdad y del goce


en el campo del saber corporal....................................................................................95

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El cuerpo cartesiano........................................................................................................95
Historia mínima de la histeria.......................................................................................100
Un nuevo cuerpo...........................................................................................................105
El síntoma es un mensaje valioso..................................................................................109
Un paréntesis foucaulteano: el problema de la sexualidad...........................................117
La sustancia gozante.....................................................................................................124

Capítulo 4: El sujeto de la ciencia y la atadura en el ser. Locura y depresión en la


modernidad..................................................................................................................127
La paradoja del cogito...................................................................................................127
La seducción del ser......................................................................................................129
El individualismo hegeliano..........................................................................................134
El sujeto objetivado.......................................................................................................137
El hombre moderno.......................................................................................................139
Cansancio, positividad y transparencia.........................................................................146
La fatiga de ser uno mismo...........................................................................................149
Impotencia y utopía.......................................................................................................153
La era de la individualidad............................................................................................155

Conclusión...............................................................................................159

Referencias bibliográficas......................................................................165

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Introducción

El psicoanálisis proporcionó la tercera estocada al narcicismo humano al demostrar


que la razón, la autonomía y la libertad no eran más que un sueño. No somos dueños de
nosotros mismos, somos extranjeros en nuestra propia casa. El descubrimiento del
inconsciente -sabernos habitados por ideas desconocidas que nos gobiernan- es una de las
humillaciones que sufrimos los humanos luego de haber sido sacudidos por otras dos
grandes revelaciones. Recordémoslas. La primera de ellas, la revolución copernicana,
develó que próximo al centro del universo no estaba la tierra sino el sol, alrededor del cual
orbitaban todos los planetas, inclusive, por supuesto, el nuestro. La segunda herida, el
evolucionismo de Darwin, demostró que no somos la culminación de un acto creativo de un
ser superior, sino, más precisamente, primates evolucionados, el resultado de un proceso
azaroso llamado “selección natural”. Estos tres descubrimientos –el heliocentrismo, la
selección natural y el inconsciente- decantaron en un enunciado fundamental para la
comprensión actual de nosotros mismos: el hombre es un ser cosmológica, biológica y
psicológicamente descentrado. No somos amos ni del universo, ni de las otras especies, ni
de nuestro propio ser. La modernidad vino a anunciar el descentramiento del hombre.
El hombre… categoría que hoy nos sigue resultado costosa a pesar del anuncio de
su muerte. Y si el hombre murió, no fue por causas naturales, sino que fue víctima de un
crimen organizado en el que Freud fue, sin saberlo, uno de los autores intelectuales. Es un
hecho, Freud pensó en el hombre, pero no supo que con sus palabras le quitaba tiempo de
vida. No fueron suficientes ni el complejo de Edipo –el sueño de un judío vienés (Lacan
dixit)-, ni el complejo de castración –la angustia masculina o la envidia femenina-, ni la
evolución libidinal hacia una supuesta madurez genital, ni la pulsión como representante
psíquico de un estímulo somático determinado por la biología, ni el inconsciente como
reservorio de representaciones heredadas filogenéticamente (complejos, fantasías, etc.). No
hubo ser, universo o esencia que lo haya salvado. Como dijo Foucault, Freud fue un
instaurador de discurso. Esto quiere decir que posibilitó numerosas diferencias respecto de
sus hipótesis y de sus conceptos en el interior mismo del discurso psicoanalítico. Freud
fundó un discurso sobre el hombre que, paradójicamente, posibilitó su muerte.
Sea como fuere, su espectro ronda la academia. Especialmente un antiguo edificio
que perteneció a la congregación de las hermanas dominicas y que hoy aloja a miles de

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estudiantes inquietos por saber la verdad sobre el ser humano, sus pasiones y sus secretos.
Lo digo por experiencia propia. No es para espantarse, no es necesario ver ningún
fantasma, solo basta con sentir su presencia errante en algunas fotocopias borrosas y en
otras palabras solemnes y proverbiales. Por ese suelo resbaladizo transitamos los
psicoanalistas, intentando discernir aquello que el hombre desconoce de sí –y que solo
nosotros, los especialistas, sabríamos-, parloteando sobre la esencia humana, divagando
sobre lo normal y lo patológico –lo bueno, lo malo y lo feo- con una fuerza performativa
proporcional a la ignorancia de los efectos de su proceder, enterrados hasta el cuello dentro
de lo que Lacan llamó, justamente, lado hombre: la lógica de la excepción y el todo, de un
padre y sus hijos. Los psicoanalistas corremos el riesgo no solo de ostentar un saber sobre
“lo humano” sino de olvidar, a su vez, las condiciones de posibilidad de surgimiento del
sujeto sobre el que operamos y las características inherentes al mismo. En definitiva, el
psicoanálisis nació en un momento histórico preciso, frente a una demanda específica, en
condiciones particulares de sufrimiento. Lo diré con todas las letras: el psicoanálisis no es
un humanismo, y es un error, como sostuvo Lacan, encarnar al sujeto en el niño o en el
hombre. Desconocer este factor puede llevar a convertirlo en un teoría psicopatológica de
las más elementales.
Lacan dijo que es impensable que el psicoanálisis como práctica hubiese tenido
lugar antes del siglo de la ciencia, es decir, el siglo XVII. Para que haya habido
psicoanálisis fue necesario, en primer lugar, el nacimiento del discurso científico y su
respectivo producto subjetivo: el sujeto de la ciencia. Asimismo, tuvo que aparecer el
cimiento filosófico de la ciencia moderna, su correlato en términos epistemológicos y
ontológicos: el cogito cartesiano. El sujeto de la ciencia, el sujeto del psicoanálisis, es el
efecto del surgimiento de la ciencia moderna y la correlativa postulación del cogito
cartesiano. ¿Pero de qué modo el surgimiento de la ciencia moderna y la postulación de
cogito produjeron un sujeto posible de ser analizado?
La clave del asunto está en las modificaciones que se produjeron en la relación entre
el sujeto y el saber, y en las modalidades de acceso a la verdad a partir de la aparición del
discurso científico y del cogito. El sujeto de la ciencia es un sujeto divido entre saber y
verdad, entre S1 y S2 y entre analista y analizante. El sujeto habita en el entre. La pregunta,
por lo tanto, no es si el psicoanálisis es o no una ciencia –interrogante que, desde luego, no
pierde su importancia- sino cuáles fueron las transformaciones entre el sujeto, el saber y la
verdad en los albores de la modernidad.

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En el medievo existían, al menos, dos vías para adquirir un saber: por un lado, la
experiencia terrenal, el aprendizaje a través del padecer de la vida cotidiana que enfrentaba
al hombre con la lejanía de Dios; es decir, con los límites del saber humano para acceder a
la verdad. Pathei matos. Se trataba, por lo tanto, de un saber incompleto. Por el otro, el
saber a través de la “revelación”. Un saber divino y verdadero cuyo fundamento se
encontraba en el cielo. La primera modalidad se basaba en la experiencia mundana del
hombre, en la vivencia como fuente principal de adquisición de conocimientos. En este
sentido, la ciencia moderna nació de la desconfianza a la experiencia tal como era
tradicionalmente comprendida. La duda cartesiana fue, sin lugar a dudas, el punto máximo
de realización de esta desconfianza. En la segunda modalidad, el saber, en tanto verdad, se
caracterizaba por entrar en contacto con los hombres e “iluminarlos”. Un saber que,
eventualmente, Dios comunicaba a los hombres desde el cielo. Una erótica de la verdad.
Esto es lo que le pasó a Descartes una noche de noviembre de 1619 cuando la verdad del
método le fue revelada por medio de un sueño. También a Freud, una noche de julio de
1895 cuando la verdad del deseo se le presentó a través de un sueño. Descartes le adjudicó
ese mensaje al Espíritu de la Verdad, Freud al inconsciente. La diferencia entonces, está en
la localización del saber, y en la suposición o no de un sujeto previo al saber.
Con el advenimiento de la ciencia se renunció a una relación directa de la cosa con la
verdad. La ciencia rechazó a la verdad del campo del saber, no quiso y no quiere saber nada
de ella. Las palabras y las cosas fueron atravesadas por un abismo. El significante, dijo
Lacan, rompió su vínculo con la cosa. La palabra dejó de ser signatura divina y se
manifestó como representación. Ya no habrá experiencia ni revelación que funde un saber-
verdadero. Dios ha muerto, los astros han callado, el cosmos se ha infinitizado y la verdad
mora inalcanzable en el horizonte del método. El saber divino se disuelve a la par que se
instala, para el sujeto, una división entre el saber y la verdad. El camino del saber no
conduce más hacia la verdad, o mejor dicho, nunca llegará a atraparla. Siempre está un paso
adelante, como la tortuga para Aquiles. La verdad, asimismo, ya no puede alcanzarse por
los medios del saber racional. El gesto galileano que inauguró la ciencia, implicó un modo
de pensar lo real a través de la matematización que –en tanto nueva economía discursiva-
provocó la destrucción del cosmos (cerrado, finito y ordenado, donde todo es posible) y dio
lugar al advenimiento del universo (infinito, homogéneo, continuo, geometrizable,
formalizable, calculable y cimentado en imposibilidades). Lo real se transformó en lo
imposible.

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Una vez que Dios calló el inconsciente pudo empezar a balbucear. Es por esto que el
inconsciente, en el sentido freudiano, es un fenómeno moderno. Solo en la medida en que
se produjo la disyunción entre saber y verdad, y esta última quedó excluida del saber que
moraba en los cielos, fue posible que el inconsciente advenga como el lugar donde la
verdad puede ser recuperada.
Por su parte, el cogito cartesiano, correlato filosófico de la ciencia moderna, fue una
fractura, un quiebre radical en el pensamiento, una novedad absoluta que cuestionó el saber
y lo enfrentó consigo mismo. Podría hablarse, tal como sostuvo Žižek, del “acontecimiento
Descartes”. Un acontecimiento se caracteriza por no ser demostrable o representable por los
recursos de la propia situación, es decir que se requiere de un nombre de más que le
administre la existencia, algo que declare que eso ha ocurrido. Tal vez esta haya sido la
función del cogito: reunir en un espacio conceptual todos los enunciados que produjeron la
fractura en el orden establecido. Descartes rompió con la visión medieval de la realidad
como un orden jerárquico significativo e introdujo dos elementos fundamentales en el
mundo moderno: en primer lugar, la noción de realidad material y sin sentido; en segundo
lugar, el principio de subjetividad –el cogito- como el fundamento último de nuestro
conocimiento.
La idea de Lacan es la siguiente: a pesar de que el ego cartesiano fue presentado a
veces como una sustancia con características similares al alma y como una realidad
psíquica equiparable a la conciencia, el sujeto cartesiano que se desprende de la conclusión
de la duda hiperbólica pienso, luego existo, está desprovisto de la consistencia de cualquier
sujeto antropológico, carece de la estabilidad y la fuerza autorreferencial que denota el
pronombre personal moi. El pienso del cogito indica el lugar del sujeto evanescente y
vacilante que sólo se sostiene en el puro pensar. La condición acontecimental del cogito
designa, finalmente, un pensamiento sin contenido. La destrucción feroz por medio de la
duda hiperbólica de la identidad sustancial y narrativa del sujeto, es en verdad el momento
de su nacimiento. Un sujeto solo surge cuando un individuo es privado de su contenido
sustancial, cuando el saber es puesto íntegramente en cuestión. El sujeto es una fractura en
el saber. Es pensamiento sin yo: eso piensa o eso dice, o tal vez, piensa o dice. La
condición inasible del sujeto vuelve incierta la solidez y la certeza del ser en la cual
Descartes se precipita. El luego soy, dice Lacan, es un pasaje al acto. En verdad, el cogito
produce una fisura en el ser. En este sentido, el sujeto evanescente del yo pienso solo podrá
lograr su estabilidad ontológica a través de Dios como garante de la verdad. El sujeto

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cartesiano, el yo pienso que resulta del rechazo de todo el saber, es análogo al sujeto
freudiano, aquel que surge en el lugar del pensamiento ausente, en los quiebres, los
tropiezos, las fracturas de un discurso. En este sentido el cogito es el presupuesto del
inconsciente freudiano. La pregunta es qué sucede si este sujeto evanescente no cuenta con
un Dios garante, sino con un Otro incompleto e inconsistente. La vía del deseo será la
respuesta.
Paradójicamente, el cogito fue también el punto de inauguración de la “era histórica
del yo (moi)”. Una cosa no quita la otra. En la modernidad el hombre se comprendió a sí
mismo como un yo individual, volitivo, responsable, autónomo y libre. El luego, soy del
cogito fue el eje de esa ilusión que hizo al hombre moderno tan seguro de ser él mismo. El
hombre moderno hizo coincidir el ser con el yo (moi), afirmó sin titubeos “yo soy yo” (je
suis moi), se creyó idéntico a sí mismo. El yo es la ilusión fundamental de la experiencia
del hombre moderno. Creer en el yo, dijo Lacan, es una locura. El hombre moderno está
loco, porque cree delirantemente que es…un yo. La locura es la estasis del ser, un
detenimiento en la dialéctica de la constitución subjetiva. El sujeto de la ciencia –el que
está atado al ser- es, desde esta perspectiva, el loco. Y no hay nada más deprimente que ser
uno consigo mismo. Locura y depresión (patologías de la insuficiencia) son la contracara de
las neurosis (patologías del conflicto). El hombre se identificó locamente con el yo, esto es
lo que lo deprime. Si toda identificación imaginaria está comandada por lo ideales del Otro,
es decir, por el orden simbólico, habrá que analizar cuáles son los significantes ideales que
gobiernan esta identificación. La psicología, veremos, no solo diagnóstica imperativos.
También los suministra.
Por último, el cogito implicó la separación radical entre la mente y el cuerpo, la res
cogitans y la res extensa. Descartes arrojó el cuerpo al campo de la mera extensión,
transformándolo en un cuerpo maquinal y cadavérico. El cogito cartesiano y la ciencia
moderna rechazaron la verdad corporal, su dimensión significativa, su valor sagrado. Desde
entonces, el cuerpo enmudeció, se transformó en el índice de separación entre el hombre y
el cosmos. El cuerpo moderno se constituyó desde la omisión del vínculo con el goce y la
verdad. De este modo, el cuerpo histérico, punto fundacional del psicoanálisis, fue el lugar
donde la verdad forcluida por el cogito y la ciencia moderna retornó sintomáticamente. La
histeria fue la resistencia corporal hacia una serie de discursos que pretendieron silenciar la
verdad del malestar existencial, el sentido del sufrimiento del alma. Allí donde se quiso

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silenciar el padecer femenino, la histeria dijo la verdad, denunció al amo a través de su
cuerpo. Lo denunció por medio del síntoma.
El psicoanálisis asumió la responsabilidad por la verdad rechazada por la ciencia.
Únicamente porque el cuerpo rompió su lazo con el cosmos y se transformó en una
máquina carente de sentido, fue posible que surgiera la pulsión como un mensaje que el
sujeto lleva inscripto en su cuerpo pero que desconoce radicalmente: ignora su sentido, su
significación, sus significantes y… hasta desconoce que lo lleva. La pulsión, dijo Lacan, es
un saber sin conocimiento. Sin saberlo, Freud había descubierto un cuerpo que no
respondía ni a la extensión ni a la cogitación, sino una nueva sustancia en la cual el cuerpo
y la mente se enlazaban de manera inédita. Un cuerpo inconsciente.
La pregunta por las condiciones de posibilidad de nuestra práctica no surge por un
afán de erudición ni por una mera curiosidad teórica. Investigar nuestros presupuestos nos
ayudará a comprender por qué hacemos lo que hacemos, y a interrogarnos por la
pertinencia de nuestro accionar. En definitiva, un análisis debe servir precisamente para
eso: para preguntarse cómo y por qué uno piensa como piensa y hace lo que hace. Obviar
las condiciones en que surgió un sujeto posible de ser analizado implica desconocer las
características particulares de “su” demanda, las razones específicas por las cuales ese
sufrimiento fue diferente a todos los otros y requirió, por lo tanto, de una práctica distinta a
las ya existentes. No tratamos con el hombre sino con un sujeto, el de la ciencia.
Dicho esto, debo aclarar que la investigación que llevaré a cabo no es un estudio
terminológico ni un índice de referencias sobre la noción de sujeto de la ciencia, sino el
abordaje de un problema teórico y lateralmente clínico. En este sentido, al haber pocas
mencionas explícitas del término “sujeto de la ciencia” en la obra de Lacan, podría
considerarse que no es posible afirmar la existencia de una concepción psicoanalítica sobre
el mismo. Sin embargo, el problema del surgimiento del sujeto del psicoanálisis a partir de
la postulación del cogito cartesiano y el correlativo nacimiento de la ciencia constituye un
tema central en su enseñanza. Se trata, en consecuencia, de varias menciones implícitas,
insinuaciones, las más de las veces dispersas en los numerosos textos que componen la obra
de Lacan. Desde esta perspectiva resulta imperioso no sólo tener en cuenta los escasos usos
explícitos del concepto, sino también las múltiples alusiones presentes a lo largo de su obra
que sean relevantes a los fines de la investigación. Me propongo, entonces, hacer de este
escollo el objeto del trabajo y, partiendo de esas múltiples y dispersas referencias aisladas,
reunirlas, con la exigencia de identificar con precisión sus variaciones, sus matices, y sus

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consecuencias teóricas. Asimismo, me veré obligado -ya que el tema así lo requiere- a
referirme a autores de diversas disciplinas: antropología, sociología, historia de la ciencia,
historia de las ideas, filosofía, lógica, etc. La lectura de los mismos no pretende ser
exhaustiva ni profunda. El objetivo es, exclusivamente, acompañar las hipótesis de Lacan.
Por este motivo es que a veces preferí los comentarios de textos por sobre las fuentes
primarias, en especial en aquellas oportunidades en que Lacan se sirve de estos de manera
explícita, como por ejemplo cuando lee a Aristóteles y a Galileo a través de Koyré, o a
Hegel con Hyppolite. Respecto del “estado de la cuestión” de la literatura existente sobre la
temática, decidí distribuirla en los lugares donde trato los temas específicos y no plantearla,
como tradicionalmente se hace, en esta introducción.
Una dificultad ineludible para la investigación se vincula con la edición de los
seminarios de Lacan. Como es de público conocimiento, algunos de ellos aún permanecen
inéditos. Utilizaré los seminarios en su edición oficial cuando sea posible, pero en los casos
en que deba referirme a algún seminario inédito elegí, en primer lugar, las ediciones críticas
de Rodríguez Ponte. Por último, cuando tampoco cuente con esta última edición, usaré las
versiones mecanografiadas en francés “staferla”, disponibles de manera gratuita en la web
(staferla.free.fr). En esta última circunstancia realizaré traducciones personales y dejaré las
cita originales en francés en nota al pie, para que puedan cotejarse.
Por último, quisiera hacer una aclaración en lo que respecta al modo de citar. Para
libros, capítulos de libros o artículos de revistas pondré, como es costumbre, la fecha de la
primera edición. Ahora bien, cuando me refiera a conferencias, seminarios, coloquios,
correspondencias, etc., decidí utilizar la fecha en que fueron realizadas y no en que fueron
publicadas. Considero que este método facilita la lectura al hacer explícita la dimensión
contextual.
Hechas estas aclaraciones, comencemos, exponiendo la hipótesis principal:

les he recordado que no podía siquiera concebirse... yo no digo una formulación, sino
incluso un descubrimiento...de lo que atañe al inconsciente, antes del advenimiento, la
promoción inaugural del sujeto del cogito, en tanto que esta promoción es co-extensiva
del advenimiento de la ciencia. No habría podido haber psicoanálisis fuera de la era,
estructurante para el pensamiento, que constituye el advenimiento de nuestra ciencia
(Lacan: 1966-67, 14/12/66: 13)

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Capítulo 1: La ciencia y la forclusión de la verdad. El sujeto dividido, el
objeto a y lo real

Que el psicoanálisis nació


de la ciencia es cosa manifiesta.
Que hubiese podido aparecer
desde otro campo es inconcebible.
(Lacan, 1966b: 225).

Un cambio metafísico

El surgimiento de la ciencia moderna fue un sismo para la existencia humana, no


solo porque produjo un cambio en la forma de conocer y explicar la realidad, también
provocó una transformación en la actitud intelectual y en la disposición afectiva de los seres
humanos, una metamorfosis radical de las relaciones entre el sujeto, el saber y la verdad. A
pesar de las notables diferencias que existen entre los historiadores de la ciencia, hay un
acuerdo en la importancia dada a esta modificación para la subjetividad. Luego del cogito
cartesiano y la física de Galileo, el hombre no solo perdió su lugar en el mundo o el propio
universo en el que vivía, sino que se vio obligado a “transformar y sustituir […] el propio
marco de su pensamiento” (Koyré, 1957: 6), el modo de comprenderse a sí mismo, a los
otros y al mundo. Como sostuvo Bernard Cohen, “la modificación propuesta [por la física
moderna] al sistema del universo no podía realizarse sin conmover toda la estructura de la
ciencia y de las ideas del hombre sobre sí mismo” (1960: 71).
En este sentido, aceptar que el nacimiento de la ciencia trajo consigo una
transformación de las relaciones entre el sujeto, el saber y la verdad es, al mismo tiempo,
admitir que el pensamiento científico no puede concebirse sin el pensamiento filosófico. La
actitud científica “siempre se encuentra en el interior de un cuadro de ideas, de principios
fundamentales, de evidencias axiomáticas que habitualmente han sido consideradas como
pertenecientes a la filosofía” (Koyré, 1954: 52). En definitiva, el surgimiento de la ciencia
moderna fue concomitante con un cambio en los principios metafísicos que enlazaban al ser
humano con el mundo. Esto es lo que sostuvo Heidegger (1935-36) cuando afirmó que la
ciencia moderna alteró la existencia humana y, correlativamente, el pensamiento y la
metafísica moderna, es decir, los modos de determinación de la esencia de la cosa. ¿Pero de

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qué tipo de transformación se trató? ¿Cuáles fueron las variables más fundamentales de este
cambio y cuáles sus consecuencias? ¿Por qué importa esto a una práctica como el
psicoanálisis?
Sin lugar a dudas, Lacan fue el psicoanalista que más insistió en las relaciones entre
la ciencia y el psicoanálisis: por un lado, se preguntó con tenacidad acerca del estatuto
científico del psicoanálisis, y, sobre este punto, si bien las respuesta fueron diversas, es
posible afirmar que intentó por diferentes vías edificar un psicoanálisis racional, coherente
y transmisible; por el otro -y esto es lo me interesa-, estableció las coordenadas que
permitieron pensar el nacimiento del sujeto del psicoanálisis a partir de la fundación de la
ciencia moderna y su concomitante filosófico: el cogito cartesiano. La tesis de Lacan es
contundente: “el sujeto sobre el que operamos en psicoanálisis no puede ser sino el sujeto
de la ciencia” (1966: 816). Esto significa, para Lacan, que el psicoanálisis solo pudo haber
aparecido a partir del cambio en las relaciones entre el sujeto, el saber y la verdad que
originó la ciencia moderna y el cogito cartesiano. Este sujeto, correlato fundamental de la
ciencia, y fechable en un momento histórico definido- el del cogito cartesiano- se
caracteriza por ser “el desfiladero de un rechazo de todo saber” (ibíd.: 814). Desde este
punto de vista, la Spaltung que el psicoanalista verifica en su práctica remite a la división
del sujeto entre saber y verdad como consecuencia de esta mutación. En otras palabras, la
transformación metafísica que produjo el sujeto del psicoanálisis no es otra que la
forclusión de la verdad en el campo del saber. Esta es la hipótesis: la ciencia moderna
forcluyó la verdad del campo del saber y produjo un sujeto dividido entre saber y verdad -el
sujeto que el psicoanálisis verifica en su práctica-. En este sentido debe entenderse la
fórmula del sujeto como desfiladero de un rechazo de todo saber: como el
resquebrajamiento de un saber total, de un saber-verdadero.1 La forclusión de la verdad es,
al mismo tiempo, la incompletitud intrínseca del saber, aquella que aloja al sujeto como su
efecto necesario. La ciencia levantó un muro en la frontera entre la verdad y el saber:

Henos aquí pues interesados en esa frontera sensible de la verdad y del saber de la que
puede decirse después de todo que nuestra ciencia, a primera vista, parece ciertamente
haber regresado a la solución de cerrarla. Si no obstante la historia de la Ciencia al


1 Este no es el único modo de entender la indicación lacaniana del sujeto de la ciencia como desfiladero de un
rechazo de todo saber. También podría comprenderse como el “barrido de todo el saber” que lleva adelante
Descartes en su camino hacia la certeza del cogito. En este sentido, el sujeto del cogito es un sujeto vacío, sin
contenidos. En el próximo capítulo abordaré esta cuestión más detenidamente. No obstante, considero que
ambas lecturas no son contradictorias.

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entrar en el mundo es todavía para nosotros lo bastante abrasadora como para que
sepamos que en esa frontera algo se ha movido, es tal vez allí donde el psicoanálisis se
señala por representar un nuevo sismo al sobrevenir en ella (Lacan, 1960: 759).

Si la ciencia cerró la frontera entre el saber y la verdad, el psicoanálisis intentará


franquearla. Esta es la función del psicoanalista: restituir “la función de la verdad en el
campo del saber científico” (Eidelsztein, 2008: 19).
Son numerosas las ocasiones en las que Lacan expresó esta hipótesis y puede
afirmarse que es una constante en su obra. En uno de sus primeros escritos, “Más allá del
principio de realidad”, afirmó que “la verdad en su valor específico permanece extraña al
orden de la ciencia” (Lacan, 1936: 86). Treinta años más tarde, en el Seminario 12, sostuvo:
“ese rechazo de la verdad por fuera de la dialéctica del sujeto y del saber que es,
propiamente hablando, el nervio de la fecundidad del proceder cartesiano […] la ciencia
entra y progresa, lo que instituye un saber que ya no tiene que embrollarse con sus
fundamentos de verdad” 2 (Lacan, 1964-65: 259). Estos dos ejemplos solo sirven para
mostrar el carácter transversal de esta hipótesis. Por otro lado, es importante aclarar que
Lacan no fue el único en sostenerla. Más adelante veremos que autores como Foucault y
Agamben presentaron ideas afines, cada uno de ellos, claro está, con su peculiaridad. Pero
también algunos historiadores de la ciencia se vieron llevados, con sus propios términos, a
decir algo similar. Weinberg, por ejemplo, dijo que la importancia de la física moderna “no
reside en su verdad indiscutible, sino el punto de coincidencia que ofrece a una enorme
variedad de datos cosmológicos” (2015: 255). En primera instancia esta afirmación parece
trivial, sin embargo, las secuelas que tiene son múltiples y esenciales. Tal vez, las palabras
de Hull ayuden para acercarnos al problema: “podemos creer afirmaciones generales acerca
del mundo físico, pero por firmes y justificadas que sean esas creencias no deben
considerarse nunca inatacables” (1959: 167). Finalmente, que no exista para la ciencia una
“verdad indiscutible” o una “creencia inatacable”, significa que el saber científico nunca
toca a “la” verdad. La verdad, a partir del siglo XVII, mora en “la asíntota infinita del
método” (Krymkiewicz, 2009: 64). La ciencia acopia saber pero rechaza a la verdad como
causa para habitar en el ámbito de la exactitud, es decir, de las teorías que sirvan
provisoriamente para explicar, pronosticar y alterar el mundo. El sujeto de la ciencia,


2 C’est ce rejet de la vérité hors de la dialectique du sujet et du savoir qui est à proprement parler le nerf de la
fécondité de la démarche cartésienne […] la science entre et progresse, qui institue un savoir qui n’a plus à
s’embarrasser de ses fondements de vérité.

17
dividido entre saber y verdad, no puede alcanzar la verdad por las vías del saber científico
ni adquirir ningún saber-verdadero que lo conmueva en tanto sujeto.
Lo dicho hasta aquí, está claro, es poco satisfactorio. Intentaré, sin embargo, extraer
las consecuencias más fundamentales de esta hipótesis que, a mi entender, tiene efectos
inesperados en el modo de comprender las nociones más importantes para el psicoanálisis
lacaniano: el sujeto, el objeto, lo real y la verdad. Evidentemente, el análisis de cada una de
estas nociones no pretende ser exhaustivo. En la obra de Lacan, el sujeto, el objeto, lo real
y la verdad tienen múltiples derivaciones conceptuales que exceden los fines de esta
investigación. El objetivo, entonces, será reflexionar específicamente sobre el modo en que
estos conceptos se presentan a partir de los vínculos entre el surgimiento de la ciencia
moderna, el cogito cartesiano y el psicoanálisis.
En este capítulo me concentraré en la perspectiva de la ciencia moderna y dejaré
para el próximo lo concerniente al cogito cartesiano. Esta segmentación, inequívocamente
forzada, la realizaré solo con fines propedéuticos, aunque no responda a la concomitancia
afirmada por Lacan entre ambas instancias.
Comenzaré con la lectura del historiador de la ciencia con quien Lacan se formó,
para advertir como sus hipótesis fueron esenciales para la construcción del sistema de
pensamiento lacaniano. Me refiero a Alexandre Koyré, que “es aquí nuestro guía y es
sabido que se lo conoce todavía mal” (Lacan, 1960: 814).

El mundo de los hechos, el mundo del valor

Los historiadores de la ciencia, según Koyré, en general destacaron el aspecto


operativo de la física galileana-cartesiana. La ciencia moderna, en este sentido, se
caracterizaría por la modificación de la actitud del hombre frente a la naturaleza: un paso de
la teoría a la praxis, una conversión que iría desde la scientia contemplativa a la scientia
activa et operativa (Koyré, 1943, 1957, 1966). Mientras que el hombre antiguo o medieval
se esforzaba por contemplar la naturaleza, el hombre moderno intenta dominarla.
Asimismo, otros autores subrayaron la importancia de la experiencia y la observación en la
nueva ciencia: el surgimiento de un sentido experimental, una pasión por los hechos
observables y un desprecio por la especulación. No obstante, para Koyré, ambas
perspectivas son falsas ya que ninguna advirtió la esencia misma de la mutación metafísica
producida por la ciencia moderna. Vayamos a sus palabras:

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[…] he tratado de definir los patrones estructurales de la vieja y de la nueva visión del
mundo, intentando determinar los cambios alumbrados por la revolución del siglo
XVII. Me parecía que se podían reducir a dos acciones fundamentales e íntimamente
relacionadas, que caracterizaba como la destrucción del cosmos y la geometrización
del espacio; es decir, la sustitución de la concepción del mundo como un todo finito y
bien ordenado, en el que la estructura espacial incorporaba una jerarquía de perfección
y valor, por la de un universo indefinido o aun infinito que ya no estaba unido por
subordinación natural, sino que se unificaba tan sólo mediante la identidad de sus leyes
y componentes últimos y básicos. La segunda sustitución es la de la concepción
aristotélica del espacio (un conjunto diferenciado de lugares intramundanos) por la de
la geometría euclídea (una extensión esencialmente infinita y homogénea) que, a partir
de entonces, pasa a considerarse idéntica al espacio real del mundo (Koyré, 1957: 2).

Entonces, los cambios producidos por la revolución científica podrían reducirse a


dos movimientos interrelacionados: la destrucción del cosmos –el paso del mundo cerrado
al universo infinito- y la destitución del espacio concreto en pos de un espacio geométrico.
Esta modificación puede apreciarse con facilidad si se compara la física galileana con la
pre-galileana, es decir, la física de Aristóteles. Según Koyré, esta última “está basada […]
metafísicamente en la concepción del cosmos, conjunto ordenado de objetos que poseen
una naturaleza propia; conjunto en el que el orden (o la distribución) geométrico (o
espacial) expresa la diferencia de naturalezas y se explica por ésta” (1966: 164). Por lo
tanto, la concepción de la realidad física aristotélica se enmarca en la creencia de un orden
jerárquico y armónico a partir del cual los seres -cualitativamente delimitados según una
escala de valor- se organizan y distribuyen en lugares “naturales”.
La idea aristotélica del movimiento es un excelente ejemplo para comprender su
concepción física. Examinémosla brevemente. Para Aristóteles, existen dos tipos de
movimiento: los movimientos naturales –los cuerpos graves, como la piedra, se dirigen
hacia abajo, y los leves, como el fuego, hacia arriba –y los movimientos forzados o
violentos. Cualquiera de estos últimos implican un desorden cósmico, una perturbación en
el orden global que es efecto de una violencia ejercida sobre ese cuerpo o bien un esfuerzo
de éste por volver a su lugar natural. El cosmos tiende al orden y el equilibrio. Es por este
motivo, además, que cada movimiento requiere de una causa, tiene necesidad de un motor
para que se produzca: cessante causa cessat effectus. A su vez, la física aristotélica plantea
un mundo pleno, es decir que niega la existencia del vacío y, consecuentemente, de
cualquier movimiento en el vacío. Las razones son evidentes: si existiera el vacío el medio
ambiente no opondría ninguna resistencia a un cuerpo en movimiento y, por lo tanto, el

19
cuerpo iría a su “lugar natural” a una velocidad infinita. Para Aristóteles, este absurdo
demuestra que un movimiento no puede realizarse en el vacío (Koyré, 1943: 162). Por otro
lado, en el vacío no puede haber direcciones ni lugares privilegiados distribuidos
jerárquicamente. Un cuerpo en el vacío “no sabría donde ir, no tendría ninguna razón para
dirigirse a una dirección mejor que a otra, y por tanto, no tendría ninguna razón para
moverse […] una vez puesta en movimiento, no tendría razón para detenerse” (ibídem). Y
esta es, justamente, la “hipótesis absurda” que dio lugar a la ciencia moderna: el
movimiento rectilíneo uniforme. Si digo que esta hipótesis es en apariencia absurda es
porque este tipo de movimiento solo fue pensable en un espacio geométrico compuesto por
cuerpos ideales. Al sugerir esta idea,3 Galileo se situó, lisa y llanamente, “fuera de la
realidad” (Koyré, 1966: 70). Lo que se percibe en la experiencia es el movimiento circular
o curvilíneo. Nunca podría observarse, en un sentido estricto, el movimiento rectilíneo
uniforme, ya que requeriría de un plano infinitamente liso y una esfera infinitamente
esférica en un espacio vacío, es decir, sin resistencia. Pero estos elementos no se
encontraban en la realidad física: “no son conceptos extraídos de la experiencia: son
conceptos que se le suponen” (ibídem). En resumen, al proponer la idea del movimiento
rectilíneo uniforme, Galileo, necesariamente, sustituyó la idea de cosmos por la de un
universo indefinido e infinito que se explicaba por la identidad de sus leyes y por la
uniformidad jerárquica de sus componentes. En este sentido, el pensamiento científico de
Galileo desestimó “toda consideración basada sobre conceptos axiológicos, como son los
de perfección, armonía, sentido y finalidad, [e implicó] la expresa desvalorización del ser,
el divorcio del mundo del valor y el mundo de los hechos” (Koyré, 1957: 6). La división
entre el mundo de los hechos y el mundo del valor no es otra que la división entre saber y
verdad. La ganancia de saber a partir de la ciencia prescinde de cualquier consideración
fundada en “el valor, […] la significación y el designio” (Koyré, 1943: 154-5), nociones
que bordean el concepto de verdad que interesa al psicoanálisis.
Por otro lado, como mencioné, Galileo sustituyó la idea de un espacio concreto con
cuerpos reales por la de un espacio abstracto con cuerpos ideales. Dios escribió el universo
en un lenguaje matemático. “Las leyes de la física galileana son leyes abstractas que valen
como tales para cuerpos reales. No hay duda de que se refieren a una realidad, pero esa


3 En efecto, si bien Galileo sentó las bases teóricas para la producción de esta ley, fue Newton quien la
formalizó a través de la ley de inercia.

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realidad no es la de la experiencia cotidiana; es una realidad ideal y abstracta” (Koyré,
1966: 239).

Platonismo vs Aristotelismo

La interrogación por el papel desempeñado por las matemáticas en la constitución


de la ciencia era, según Koyré (1944), el principal tema de debate entre los aristotélicos y
los platónicos medievales. El surgimiento de la física galileana representó un debate
renovado entre Aristóteles y Platón:

La línea divisoria entre aristotélicos y platónicos es muy nítida: si se proclama el valor


superior de las matemáticas, si, además, se les atribuye un valor real y una posición
dominante en y para la física, se es platónico; si, a contrario, en las matemáticas se ve
una ciencia “abstracta” y, por lo tanto, de menor valor que las ciencias –física y
metafísica- que se ocupan de lo real, si, en particular, se pretende fundamentar la física
directamente sobre la experiencia, no atribuyendo a las matemáticas más que un papel
auxiliar, se es aristotélico (Koyré, 1966: 266).

En resumen, se era platónico si se creía que la verdad no se encontraba en las cosas


sensibles, sino en las ideas eternas de Dios: “son éstas las que constituyen el legitimo
objeto del verdadero saber […] es hacia ellas donde debe dirigirse el pensamiento
apartándose del mundo que se ofrece a nuestros sentidos” (Koyré, 1944: 28); mientras que
se era aristotélico si se consideraba que el ámbito de lo sensible era el propicio para el
conocimiento humano. El mundo aristotélico no era el pálido reflejo de una perfección
divina, sino que era “una naturaleza”, un conjunto ordenado y jerarquizado que poseía un
ser propio.
Si bien este contrapunto entre Aristóteles y Platón puede resultar extremadamente
simple, e incluso hasta podría considerárselo erróneo, lo esencial es que el propio Galileo lo
estableció en estos términos, y fue a partir de esta oposición que presentó sus hipótesis. En
su celebérrimo libro il Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo, fechado en 1632,
Galileo describe un diálogo entre Salviati –defensor del sistema copernicano y de las
utilización de las matemáticas como fuente de conocimiento del universo-, Simplicio -quien
respalda el sistema de Ptolomeo y Aristóteles, y el uso de los sentidos como principal
instrumento de saber-, y, por último, Sagredo –quien ocupa una visión pretendidamente
neutral y fuera de dogmas-. Por ejemplo, Simplicio, el representante aristotélico en el

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diálogo, afirma: “Todas esas sutilezas matemáticas son verdaderas in abstracto. Pero,
aplicadas a la materia sensible y física no funcionan” (Galileo citado por Koyré, 1943:
173). Por su parte, Salviati -que sin lugar a dudas es la voz del propio Galileo- sostiene:

Se perfectamente que los pitagóricos tenían la más alta estima por la ciencia de los
números, y que Platón admiraba la inteligencia del hombre y creía que éste participa en
la divinidad por la única razón de que es capaz de comprender la naturaleza del
número. Yo mismo me siento inclinado a emitir el mismo juicio (ibíd.: 176).

Este debate también me interesa porque Lacan se sirvió de él en numerosas


oportunidades para exhibir su postura epistemológica y diferenciarse de la perspectiva
freudiana. En la clase del 15 de marzo de 1972, por ejemplo, afirmó que ante el
interrogante por lo real Parménides se percató de que el aire, el agua, la tierra y el fuego
tenían en común el hecho de ser sustancias decibles, y que el paso de Platón consistió en
mostrar que lo real, en tanto decible, debe ser buscado por la vía del εἶδος (Eidos). En este
sentido, “Platón era lacaniano” (Lacan, 1971-72: 128). Y Freud, definitivamente, era
aristotélico, al menos en sus manifestaciones explicitas sobre su enfoque epistemológico.
Recordemos que, según Koyré, para el aristotelismo el dominio de lo sensible es el
propicio para elaborar el conocimiento verdadero:

Sin duda el hombre no se limita a sentir: elabora la sensación. Se acuerda, imagina y,


por estos medios, se libera de la necesidad de la presencia efectiva de la cosa percibida.
Después, en un grado superior, su intelecto abstrae la forma de la cosa percibida de la
materia a la que está naturalmente ligada (1944: 33).

En pocas palabras, la elaboración del conocimiento según los aristotélicos parte de


la sensación, luego ésta se elabora y se libera de la presencia del objeto percibido, y por
último, el intelecto abstrae el concepto de la cosa percibida. No será sorprendente,
entonces, encontrar en la obra de Freud –al menos en el único texto en donde presenta
abiertamente su postura epistemológica: “En torno a una cosmovisión científica”- una
posición idéntica:

El pensar científico […] se empeña por mantener cuidadosamente alejados los factores
individuales y las influencias afectivas, somete a riguroso examen la certeza de las
percepciones sensoriales sobre las que edifica sus inferencias, se procura nuevas
percepciones inalcanzables con los medios cotidianos y, variando deliberadamente
ciertos experimentos, aísla las condiciones de esas experiencias nuevas. Su afán es
lograr la concordancia con la realidad (Freud, 1933 [1932]:146).

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Para Freud, el verdadero conocimiento proviene de la observación de los
fenómenos, en consecuencia, “el pensar científico no es diverso por su esencia de la
actividad normal del pensamiento que todos nosotros (…) aplicamos en nuestros
menesteres vitales” (ibíd.: 157). Según esta teoría del conocimiento lo primero que
sobreviene en cualquier experiencia humana es la vivencia de un fenómeno, posteriormente
la inscripción en el aparato psíquico como representación interna y, por último, la
elaboración de un juicio atributivo sobre ésta. Por lo tanto, la ciencia conocería el mundo
del mismo modo en que todos los seres humanos lo hacen: primero observando los hechos
en la experiencia y luego pensando y teorizando sobre éstos. En definitiva, según esta
hipótesis el sentido científico es análogo el sentido común. Y en efecto, esto es lo que
sostuvo Koyré: “el sentido común es –y lo ha sido siempre- medieval y aristotélico” (1955:
184).4 Para Freud, el conocimiento forma un bucle, ya que se parte de lo real a partir de la
percepción y se lo elabora mediante una enunciado teórico. Una vez establecido el juicio se
puede ir nuevamente en busca de lo real a través de experimentos que pretendan confirmar
las hipótesis surgidas de la experiencia. De este modo, se llega a la verdadera estructura de
lo real a través de la concordancia entre lo visto y lo dicho.
Evidentemente, Freud creía en la posibilidad de llegar a la verdad a partir de la
correspondencia entre el ver y el decir, entre los hechos y las proposiciones (Bonoris y
Muñoz, 2015). La meta del trabajo científico es llegar a la verdad entendida como la
adecuación entre los enunciados observacionales y el mundo exterior, objetivo y real.
Coherente con su teoría, Freud planteó que la filosofía yerra metodológicamente al
sobreestimar el valor cognitivo y al admitir otras fuentes de conocimiento como la
intuición. El método científico, desde la perspectiva freudiana, debe basarse en la
“investigación sin supuestos” (Freud, 1910: 61), “el fundamento de la ciencia, sobre el cual
descansaría todo; lo es, más bien, la sola observación” (Freud, 1914: 75). En suma, el
mundo puede ser explicado de un solo modo, la única fuente para conocerlo es a partir de la
elaboración intelectual de observaciones cuidadosamente comprobadas. Desde esta
perspectiva, “el psicoanálisis no es hijo de la especulación sino el resultado de la
experiencia” (Freud, 1913 [1911]: 211).


4 Bernard Cohen sostuvo una hipótesis similar: “La física antigua es llamada a veces física del sentido
común, pues es el tipo de ciencia en la que cree la mayoría de la gente y de acuerdo con la cual obra de
manera intuitiva” (1961:24).

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La perspectiva lacaniana es notablemente diferente. En principio, se ocupó de
criticar la posición oscurantista y pre-científica de los psicoanalistas. Dijo que el
psicoanálisis era “un medio infatuado del más increíble ilogismo” (Lacan, 1960: 775) y que
padecía de una “carencia de la teoría sumada a un número de abusos en su transmisión, que
[…] resultan tanto la una como los otros en una ausencia total del estatuto científico” (ibíd.:
774). A su vez, se dedicó sistemáticamente a poner en cuestión la perspectiva empirista que
Freud esbozó y la idea de que el método científico debe fundarse en la experiencia:

¿Y la experiencia?, me dirán ustedes. Justamente, la experiencia solo se constituye


como tal si se la hace partir de una pregunta correcta. Se llama hipótesis ¿Y por qué
hipótesis? Se trata simplemente de una pregunta correctamente planteada. En otras
palabras, algo ha comenzado a cobrar forma de hecho, y un hecho es siempre hecho de
discurso (Lacan, 1967: 46).

Tal fue la insistencia en este punto que debió explicitar que el uso que él daba a la
noción de experiencia no refería al Erlebnis freudiano, sino al de un experimento, es decir,
al de un campo constituido por algún artificio (Cf. Lacan, 1961-62, 05/12/61: 9). Por un
lado, toda experiencia es, en cierto sentido, un experimento, es decir que todo acto sensitivo
o perceptivo está precedido por algún tipo de saber, lo sepamos o no. Por otro lado, un
experimento, en su sentido más específico, implica la elaboración de un lenguaje formal
que permita interrogar a la naturaleza, y leer e interpretar sus respuestas. Asimismo, los
instrumentos que se utilizan, como el telescopio galileano, son una encarnación de la
teoría.5 En definitiva, el esfuerzo lacaniano radicó principalmente en subrayar que los
psicoanalistas quedaron adheridos a una concepción científica que priorizaba la
observación del fenómeno en la experiencia por sobre la teoría, es decir, lo posible de ser
dicho. Si en los escritos epistemológicos de Freud la metodología científica debía basarse
en una investigación sin supuestos, en la de Lacan se plantea lo contrario: “primero hay que
tener la idea, la cual se toma de mi experiencia, de que cualquier cosa no puede ser dicha. Y
hay que decirlo. Vale decir que hace falta el decir primero” (Lacan, 1972: 496). Frente a la
postura empirista e inductiva, Lacan propone una hipotética y deductiva, propia de los
fundamentos de la ciencia moderna. Este señalamiento no debe resultarnos novedoso. De
hecho, es similar al que los epistemólogos como Popper, Lakatos y Kuhn le hicieron a los


5 Desde esta perspectiva, Jacques Alain Miller llegó a afirmar que el inconsciente es la encarnación de la
teoría psicoanalítica (1979) .

24
positivistas y empiristas que los habían precedido:6 “mientras la ciencia anterior partía de
las observaciones de los hechos, y desde allí extraía por inducción regularidades generales,
el método hipotético deductivo propuesto por Popper invierte ese proceso” (Klimovsky,
2009: párr. 3).
El empirismo –al cual Freud adhirió, al menos en sus textos abocados al tema7-
comenzó, según Koyré, con los astrónomos griegos, quienes perfeccionaron un método de
pensamiento científico que partía de la observación, siguiendo por la elaboración de
enunciados, la deducción y finalmente la verificación por medio de nuevas observaciones.
Sin embargo –continúa Koyré-, solo porque este método se abandonó en pos del
“matematismo platónico” (1966: 70), fue posible el surgimiento y el progreso de la ciencia.
Lo real, a partir de Galileo, será matemático. Y la realidad, es decir, aquello a lo que
accedemos por medio de los sentidos, estará disyunta de lo real. La ciencia moderna nos
dice que lo real no es la realidad. “Con Galileo y después de Galileo tenemos una ruptura
entre el mundo que se ofrece a los sentidos y el mundo real, el de la ciencia. Este mundo


6 Le debo estas referencias al Dr. Alfredo Eidelsztein, quien presentó exhaustivamente la oposición de las
posturas epistemológicas de Freud y Lacan en un curso brindado en la Universidad de Buenos Aires en el año
2009: “El psicoanálisis por venir”. El mismo se encuentra publicado en la página web
www.eidelszteinalfredo.com.ar.
7 A pesar de las afirmaciones explicitas de Freud acerca del método empírico del conocimiento científico,
debo admitir que sus opiniones fueron matizadas y hasta contradichas en su propia obra. Tomaré solo dos
referencias como ejemplo: “Muchas veces hemos oído sostener el reclamo de que una ciencia debe
construirse sobre conceptos básicos claros y definidos con precisión. En realidad, ninguna, ni aun la más
exacta, empieza con tales definiciones. El comienzo correcto de la actividad científica consiste más bien en
describir fenómenos que luego son agrupados, ordenados e insertados en conexiones. Ya para la descripción
misma es inevitable aplicar al material ciertas ideas abstractas que se recogieron de alguna otra parte, no de la
sola experiencia nueva. Y más insoslayables todavía son esas ideas —los posteriores conceptos básicos de la
ciencia— en el ulterior tratamiento del material. Al principio deben comportar cierto grado de
indeterminación; no puede pensarse en ceñir con claridad su contenido. Mientras se encuentran en ese estado,
tenemos que ponernos de acuerdo acerca de su significado por la remisión repetida al material empírico del
que parecen extraídas, pero que, en realidad, les es sometido” (Freud, 1915: 113). En otro texto dijo:
“Supongamos, como premisa para todo lo que sigue, que el sueño no es un fenómeno somático, sino psíquico.
Lo que esto quiere decir, ya lo saben ustedes. Pero, ¿qué justificación tenemos para hacer este supuesto?
Ninguna, aunque tampoco hay nada que nos impida hacerlo. La cosa es así́: Si el sueño es un fenómeno
somático, nada nos importa de él; solo puede interesarnos bajo la premisa de que es un fenómeno anímico.
Por tanto, trabajamos bajo la premisa de que lo es realmente, a fin de ver qué sale de ahí́. El resultado de
nuestro trabajo decidirá́ si hemos de conservar ese supuesto y si podremos entonces defenderlo, a su vez,
como un resultado. ¿Qué queremos alcanzar en verdad, para qué trabajamos? Queremos aquello a que se
aspira en general en la ciencia: una comprensión de los fenómenos, el establecimiento de una concatenación
entre ellos y, como objetivo último, en los casos en que sea posible, ampliar nuestro poder sobre ellos”
(Freud, 1916-17 [1915-17]: 91). Dicho esto, creo que es importante señalar la diferencia entre lo que Freud
dijo y lo que hizo. Quiero decir que si bien es posible extraer una epistemología a partir de los enunciados
explícitos de Freud –tal como hice aquí-, también sería posible señalar la perspectiva epistemológica que se
deduce de sus textos, postura que difícilmente podría calificarse de empírica y positivista. Con respecto a esto,
Acha señaló: “La reducción de Freud a la biblioteca positivista [...] deja de lado lo esencial. Su posición
epistémica vacilaba entre dos cuerpos conceptuales del cambio de siglo que la historiografía de la cultura ha
descrito exhaustivamente: una cultura científico-positivista y una cultura estético-historicista”(2007:14).

25
real es la geometría hecha cuerpo, la geometría realizada” (Koyré, 1949: 50). El predominio
de la razón sobre la experiencia, de los modelos ideales por la observación sensible, de la
teoría sobre los “hechos”, permitió la elaboración de un verdadero método experimental
que utiliza al lenguaje matemático para formular sus preguntas e interpretar sus respuesta.
Como mencioné, no se trata para la ciencia moderna de observar el movimiento rectilíneo
uniforme, ni la ley de la gravedad o la curvatura del espacio-tiempo, “se trata, propiamente
hablando, de explicar lo que es a partir de lo que no es, de lo que no es nunca. E incluso a
partir de lo que no puede ser. Explicación de lo real a partir de lo imposible” (Koyré, 1966:
195).8

Lo real es lo imposible

Resulta claro, entonces, que una de las definiciones más importantes de Lacan sobre
lo real fue extraída de la obra de Koyré: “lo real es lo imposible”. En principio, el sentido
que toma esta afirmación es que lo real es aquello que no puede acontecer en la realidad9
pero que, sin embargo, la explica, la predice y la modifica. Mejor dicho: lo real no solo
queda por fuera de la realidad, sino que la constituye como su marco. Por otro lado,
también significa que lo real es abstracto, ideal, solo posible de ser pensado y escrito en
términos matemáticos. En palabras de Lacan: “la relación con lo imposible es una relación
de pensamiento. Está relación no tendría sentido alguno si la imposibilidad demostrada no
fuese estrictamente una imposibilidad de pensamiento, porque es la única demostrable”
(1971-72: 114). Como puede observarse, esta definición atenta contra cualquier hipótesis
que defina a lo real como anterior a lo simbólico: como una existencia dada que lo
simbólico no podría recubrir, como una entidad inefable que nos incita a parlotear, o como
la cosa-en-sí, en su existencia pura e independiente de cualquier representación. La
definición de Koyré –que Lacan hace suya- implica que lo real es un desprendimiento de lo
simbólico, pero que se diferencia de él en un punto fundamental: está desprovisto de todo


8 L.W.H. Hull lo explica en los siguientes términos: “para comprobarla [a la ley del movimiento rectilíneo
uniforme] tendríamos que disponer de un cuerpo sobre el cual no estuviera ejerciéndose ninguna fuerza, es
decir, un cuerpo que estuviera totalmente fuera de la esfera de influencia de todos los demás cuerpos del
mundo. Se trata de una situación ideal imposible, pues por lo menos tenemos que estar nosotros en presencia
de este cuerpo, para ver lo que ocurre” (1959: 165)
9 “De otra estructura es el saber que, a lo real, lo cierne, en la medida de lo posible como imposible. Saben
que es mi fórmula. Así lo real se distingue de la realidad. Esto, no para decir que sea incognoscible, sino que
no es cuestión de entenderlo, sino de demostrarlo” (Lacan, 1970: 431).

26
sentido, valor o verdad. Lo real no es lo simbólico pero esta anudado con él, al igual que
con lo imaginario. Por último, lo real es lo imposible a partir de determinada
transformación histórica de las relaciones entre el sujeto, el saber y la verdad.

Si todo es posible, nada lo es. Y entonces -ahí está la importancia en lo que se omite en
nuestra apercepción, la apercepción filosófica de partida de Descartes- a partir de allí,
lo real es lo imposible. Todo es posible, excepto aquello que, desde entonces, se basa
solo en su imposibilidad […] En la transformación del “puede” al “no puede”, en la
instauración de lo imposible, surge efectivamente la dimensión de lo real (Lacan,
10
1964-65: 264).

La perspectiva de lo real como acontecimiento histórico tiene, al menos, dos


vertientes: en primer lugar, como indiqué, lo real es lo imposible a partir del cogito
cartesiano y la física de galileo; en segundo lugar, lo real es lo imposible…hasta que deja
de serlo. Lo imposible aquí no significa ahistórico o inmutable, sino que aquello que es
imposible puede dar lugar a otro nuevo imposible –y a otra nueva realidad-, y así
sucesivamente. En otras palabras, lo real puede ser modificado –de ahí la posibilidad del
“progreso” científico- y esto tiene consecuencias importantísimas para el psicoanálisis
como práctica orientada hacia lo real.
Vayamos ahora al problema de lo real como desprendimiento de lo simbólico y, en
sentido estricto, como escritura formal. “El discurso analítico –afirma Lacan- está hecho
para recordarnos que el acceso a ese real del que hablo es lo simbólico. A dicho real sólo
accedemos en y mediante ese imposible que sólo define lo simbólico” (Lacan, 1971-72:
139). Sin embargo, si bien a lo real solo accedemos por medio de lo simbólico. no se
confunde con éste. En principio, porque lo real se presenta como un lenguaje inequívoco y,
por lo tanto, sin sentido. Desde el comienzo de su enseñanza, Lacan subrayó que la ciencia
moderna se define por un “jueguito simbólico, [….] que reduce lo real unas cuantas letritas,
a un paquetito de fórmulas” (Lacan, 1954-55: 442). En este sentido, lo real no es más que
lo simbólico depurado del carácter inherentemente ambiguo de los lenguajes naturales, es el
“estrechamiento más extremo del decir, en la medida en que el decir introduce lo imposible
y no simplemente lo enuncia” (Lacan, 1968-69: 60). El pasaje de lo simbólico a lo real
involucra también el camino que va del dicho al decir, del lenguaje a la escritura, del


10 Si tout est possible, rien ne l’est. Et dès lors - c’est là l’important de ce qui est omis dans notre
aperception, l’aperception philosophique de départ de Descartes -dès lors le réel c’est l’impossible. Tout est
possible, sauf ce qui dès lors, ne se fonde que dans son impossibilité […] C’est dans la transformation du
«peut» en «ne peut pas», dans l’instauration de l’impossible que surgit effectivement la dimension du réel.

27
significante a la letra. Y, por supuesto, esto es lo que abre los interrogantes por el carácter
operativo de lo real en la clínica psicoanalítica, una práctica que trabaja con la
ambivalencia propia de los lenguajes naturales. Ya volveré sobre este problema. Sea como
fuere, para Lacan, lo real implicó en todas sus acepciones un vaciamiento del sentido
inherente a lo simbólico. Por eso, lo real como imposible no es un dato de entrada, sino una
maniobra- únicamente pensable a partir de la ciencia moderna- sobre lo simbólico:

Esta ciencia de lo Real, la lógica, se ha abierto, no pudo sino abrirse a partir del
momento en que se pudo vaciar bastante a las palabras de su sentido para sustituirlas
por letras, pura y simplemente. La letra es en cierto modo inherente a ese pasaje a lo
11
Real (Lacan, 1973-74: 78).

Otro matiz presente en Lacan para trabajar lo real como imposible es a partir de la
lógica. Más exactamente, define a lo real como “el tope lógico de aquello que, de lo
simbólico, se enuncia como imposible” (1969-70: 131). Lo real es el tope, el límite, aquello
que pone un punto de basta a la proliferación infinita del sentido. En otros términos, si toda
realidad es fantasmática, lo que nos permite escapar de ella es la demostración de una
imposibilidad en la fórmula simbólica, es decir, la extracción de un real. Al revelar lo
imposible se puede hacer surgir una nueva potencia, una realidad inédita (ibíd.: 110).

[Un] momento científico se caracteriza por un cierto número de coordenadas escritas,


Nadie logró darle un soporte sustancial cualquiera [...] Cuando pienso que esos señores
[…] que se pasean por ese lugar absolutamente sublime: la luna, que es por cierto una
de las encarnaciones del objeto sexual, cuando pienso que van allí simplemente
llevados por un escrito, me da muchas esperanzas, incluso en el campo donde eso
podría servirnos, a saber, el deseo (Lacan, 1971: 77-78).

Lacan manifestó, permanentemente, su aspiración a intervenir sobre el campo del


deseo y del goce a partir de la escritura, “algo que se articula como huesos cuya carne sería
el lenguaje” (Lacan, 1971-72: 139). Como los huesos para los músculos y los tejidos
blandos, la escritura es el soporte de la morada fofa del lenguaje. Lo real es hueso, como
resultado de la erosión del significado, de extracción del sentido lenguajero para el
surgimiento de la letra en estado puro (Bonoris y Recalde, 2014). En definitiva, lo real es
aquello que habilita la aparición de ciertos discursos y hace imposible el surgimiento de

11 Cette science du Réel, la logique, s’est frayée, n’a pu se frayer qu’à partir du moment où on a pu assez
vider des mots de leur sens pour leur substituer des lettres purement et simplement. La lettre est en quelque
sorte inhérente à ce passage au Réel.

28
otros. Lo real en tanto imposible debe ser privilegiado por los analistas porque “es el
paradigma de lo que pone en cuestión lo que puede surgir del lenguaje” (ibíd.: 40). Si algo
es imposible de ser visto o de ser dicho no se debe a que existan cosas u objetos que lo
simbólico no termina de aprehender, sino a que la constitución misma de los discursos –y
su orientación- se establece como una necesidad lógica inherente a ciertos modos de
escritura. No hay objeto incognoscible ni realidad inefable porque no hay referente, excepto
aquel “hecho de dicho” que lo real determina.

Desde que se sostiene un discurso, surgen las leyes de la lógica, a saber, una
coherencia, ligada a la naturaleza de lo que se llama la articulación significante. Es lo
que hace que un discurso se sostenga o no [...] las leyes de la articulación son lo que
primero domina un discurso (Lacan, 1968-69: 74).

Entonces, si un discurso sintomático se sostiene, si un síntoma se repite, si vuelve


siempre al mismo lugar, si persevera, no es por su contenido sino, podría decirse, por su
forma. Este es el motivo por el cual Lacan afirmó que el saber de la lógica moderna -a
partir del manejo de la escritura- “es el mismo que está en juego cuando se trata de medir la
incidencia de la repetición en la clínica psicoanalítica” (Lacan, 1969- 70: 51). El único
modo de transformar un discurso sufriente es mordiendo su esqueleto lógico, y esto se
logra, según Lacan, ubicando las constantes en el discurso, erosionando su significado,
desgajando el sentido. La lógica nos interesa como psicoanalistas porque su objeto es “lo
que se produce por la necesidad de un discurso” (Lacan, 1971-72: 39). De este modo, la
escritura como desprendimiento de lo simbólico es la fuerza material desde donde podrían
cambiarse el sentido de nuestras palabras y, por lo tanto, desde donde se pueden develar y
afectar las condiciones de goce. Lo escrito, entonces, está en segundo plano con respecto al
lenguaje natural, accedemos a él retroactivamente a través de su funcionamiento, ubicando
sus constantes. La veta lógica del psicoanalista se manifiesta en la ubicación de constantes
en el discurso, lo que llevará a la extracción de las articulaciones dentro de lo que es dicho.
En otras palabras, se trata de extraer el decir (lo que queda olvidado en lo que se
escucha/entiende) del dicho. Desde esta perspectiva, el sin-sentido al que apunta un
psicoanálisis no se relaciona con ningún juego ingenioso de palabras que demuestre la
polisemia significante, sino con la reducción propia del establecimiento de invariantes
discursivas: “el lugar del decir es el análogo en el discurso matemático de ese real que otros
discursos ciernen con lo imposible de sus dichos” (Lacan, 1972: 500). Lo real para la
clínica psicoanalítica no puede reducirse a una fórmula matemática. No obstante, se

29
inscribe en el espíritu formalizador de la ciencia moderna: el de la depuración del sentido y
la producción de un decir que señale el imposible que enmarca toda realidad. En definitiva,
si bien el psicoanálisis no es un discurso científico, es “un discurso cuyo material nos es
proporcionado por la ciencia” (Lacan, 1971-72: 139).

El objeto de la ciencia, el objeto acósmico

El surgimiento de la ciencia moderna implicó, a su vez, el derrumbe de lo que Lacan


denominó “la teoría del conocimiento”. En pocas palabras, esta teoría supone una
connaturalidad entre el sujeto que conoce y el objeto a conocer, una armonía
preestablecida, una relación original, esencial e indeleble entre ambos. La teoría del
conocimiento supone el co-nacimiento (con-naissance), es decir, “el surgimiento
simultáneo y aparejado del uno y del otro y su coaptación imaginaria” (Eidelsztein, 2008:
19). En este punto, me detendré en la siguiente cita de Miller:

Conviene advertir que todo conocimiento es fundamentalmente ilusorio y mítico, en


tanto que no hace sino comentar la “proporción sexual”. Toda teoría del conocimiento
tiene connotaciones sexuales […] el conocimiento en tanto se distingue de la ciencia,
canta indefinidamente las bodas imaginarias del principio macho y el principio hembra
[…] En esto la proposición lacaniana de que no hay relación sexual puede ser
considerada como una condición, en cierta forma secreta, de la emergencia del
discurso de la ciencia (1979: 42-43)

Estas palabras resultan particularmente sugestivas porque que interrogan al célebre


postulado lacaniano “no hay relación sexual” en su perspectiva epistemológica. La teoría
del conocimiento, dije, presupone una relación directa y complementaria entre el sujeto y el
objeto, un vínculo natural y ahistórico. La ciencia moderna, en cambio, manifestó que las
relaciones entre el sujeto y el objeto son contingentes e históricas, y están mediatizadas,
ineludiblemente, por un saber, es decir, por la articulación significante. Entonces, tanto “la
ciencia moderna [como] la posición freudiana del inconsciente comparten el rechazo de la
antigua idea de conocimiento, que supone una armonía preestablecida entre el mundo y el
sujeto, y donde Lacan denuncia simplemente el invencible fantasma de la relación sexual”
(Balmès, 2007: 23).12 13 Entre el sujeto y el objeto está el saber, o mejor dicho, ambos


12 Siguiendo este desarrollo puede comprenderse con mayor claridad la distinción realizada por Lacan entre
instinto y pulsión. Instinto es conocimiento sin saber, y pulsión es saber sin conocimiento. A diferencia del

30
habitan en él, en los intersticios de la articulación significante. En definitiva, para que haya
ciencia moderna es necesario admitir el hecho de que entre el sujeto y el objeto no hay un
vínculo de complementariedad.
Asimismo, la ciencia moderna involucró la superación del obstáculo epistemológico
que cimentaba la teoría del conocimiento y que hacía imposible la construcción de otro tipo
de saber: el circulo y la topología de la esfera, es decir, la idea de perfección. La ciencia
moderna solo pudo constituirse en la medida en que supuso la disyunción entre lo
simbólico, lo real y lo imaginario, “exigió que desaparecieran todos los valores imaginarios
atribuidos a los movimientos de los astros” (Miller, 1979: 47). Es por este motivo que, para
Lacan, la verdadera revolución no fue copernicana –tal como sostuvo Freud- sino
kepleriana. La ciencia anterior a Kepler suponía que las órbitas planetarias debían tener una
forma perfecta, un valor intrínseco e inalterable. Los físicos no podían dejar de pensar que
el movimiento de los planetas era estrictamente circular y, en consecuencia, alrededor de un
centro: el sol.

[…] sólo a partir de la exterminación de todo simbolismo en los cielos pudieron


establecerse los fundamentos en la tierra de la física moderna, a saber: que de Giordano
Bruno a Kepler y de Kepler a Newton, fue mientras se mantuvo alguna exigencia de
atribución a las órbitas celestes de una forma "perfecta" (en cuanto que implicaba por
ejemplo la preeminencia del círculo sobre la elipse), como esta exigencia obstaculizó la
llegada de las ecuaciones clave de la teoría (Lacan, 1959: 677).

No hay centro, los planetas gravitan alrededor de dos focos: uno de ellos es el sol, el
otro…está vacío A partir de Kepler, puede pensarse un universo elíptico, con todas las
connotaciones que este significante conlleva. Si el centro de gravedad del psicoanálisis es la
verdad, su órbita será elíptica. La verdad, podría decirse, no tiene centro.
El cosmos aristotélico era un mundo compuesto por esferas, dentro de esferas,
dentro de esferas…; cada una de ellas ordenadas jerárquicamente según su valor intrínseco.
Cualquier pensamiento, hasta la ciencia moderna, se sostuvo sobre esta topología. “Toda
relación del sujeto al objeto es la relación de una de estas pequeñas esferas a una esfera que


conocimiento, que implica la reciprocidad imaginaria entre el sujeto y el objeto, el saber supone la
articulación entre los significantes, es decir, un desarreglo fundamental entre ambas instancias.
13 Si bien los enunciados epistemológicos de Freud son afines a lo que aquí llamo “teoría del conocimiento”,
la formulación del inconsciente –tal como afirma Balmès- la refuta abiertamente. Entiendo que la obra de
Freud habita en esta contradicción.

31
la rodea, y la necesidad de una última esfera […] la realidad”14 (Lacan, 1965-66: 80). En
cierto sentido, ésta también es una crítica dirigida tanto al idealismo como al realismo
ingenuo y, asimismo, a cierta idea del inconsciente y sus derivaciones en la teoría del
homúnculo. El inconsciente como interioridad no es más que una esfera, que habita en otra
esfera –el individuo-, que ocupa otra esfera –la realidad. A su vez, esto implica la idea de
cierta adecuación entre “la esfera del fenómeno” y “la esfera de la representación” dentro
de “la esfera del individuo”. Para Freud, hay que decirlo, el problema de la realidad externa
versus la realidad psíquica fue un lastre teórico y clínico. Este es el impasse, dice Lacan, de
la teoría del conocimiento.
Dije, también, que a partir de la ciencia moderna lo real se aparta de la realidad. De
hecho, los objetos con los que maniobra la ciencia están fuera de realidad, son “objetos que
no consisten, no tienen otra sustancia que la red significante misma” (Miller, 1979: 45). La
ciencia moderna construyó, paradójicamente, una naturaleza fuera de realidad, es decir, una
naturaleza acósmica. En palabras de Lacan:

Hay en la ley de Newton, en tanto permite que nuestro pequeño proyectil denominado
Sputnik sea algo que se sostiene de una manera perfectamente estable, a nivel de una
ley preconcebida, hay ahí algo de una naturaleza absolutamente acósmica […] [en]
todo el desarrollo de la ciencia moderna. Y es en esto en donde la apertura que aquí
está en juego, a saber, que el cosmos mismo, que el pequeño cosmos que permite a
Gagarin subsistir a través de los espacios, es algo que depende de una construcción de
una naturaleza profundamente acósmica (1964-65: 30).15

Esta cita, en principio algo confusa, expone, simplemente, que los desarrollos de la
ciencia moderna –como el lanzamiento de los satélites que gravitan “de una manera
perfectamente estable” alrededor de la tierra o el primer viaje espacial del astronauta ruso,
Yuri Gagarin- dependieron de la constitución de leyes matemáticas preconcebidas: “las
leyes de la gravitación, que literalmente no han podido ser descubiertas más que a partir de
un rechazo absoluto de todas las evidencias cósmicas” (ibíd.: 72). En otras palabras, algo
“deviene objeto de ciencia a partir del momento y desde el momento en que ustedes parten


14 Tout rapport du sujet à l’objet est le rapport d’une de ces petites sphères à une sphère qui l’entoure et la
nécessité d’une dernière sphère […] la réalité.
15 Il y a dans la loi de Newton, en tant qu’elle permet que notre petit projectile dénommé Spoutnik est
quelque chose qui se tient d’une façon parfaitement stable, au niveau d’une loi préconçue, il y a là quelque
chose d’une nature absolument acosmique […] tout le développement de la science moderne. Et c’est en ceci
que l’ouverture donc il s’agit ici, à savoir que le cosmos lui-même, que le petit cosmos qui permet à Gagarine
de subsister à travers les espaces, est quelque chose qui dépend d’une construction d’une nature profondément
acosmique.

32
de ese punto que consiste en considerarlo faltante”16 (Lacan, 1965-66: 21). El objeto de la
ciencia es un objeto fuera de realidad, es algo que falta, un agujero, una hiancia. Éste es el
olvido constituyente de las ciencias basadas en “la evidencia científica”, como las
neurociencias o la psicología cognitiva-conductual. Ellas presentan sus resultados sobre
objetos a los que, presuntamente, se podría acceder de modo directo a través de la práctica,
la observación o la experimentación; como si la naturaleza misma se los ofreciera
gratuitamente a sus sentidos. Lo que se omite en los resultados experimentales es la
prolongada y conflictiva tarea de constitución de un objeto estudio, que no solo se edifica a
través de interrogantes, principios, hipótesis generales, hipótesis derivadas etc., sino
también a través de las modificaciones que el objeto realiza sobre sí mismo y sobre el
sujeto que conoce, en el proceso en que se constituye la experimentación. Esto no quiere
decir que no exista objeto empírico, sino que el objeto -lo que puede ser visto y dicho, en y
sobre el mundo- proviene del modo en que lo interrogamos, en que éste, a su vez, nos
interpela, y en las modificaciones propias del saber que los aloja, tanto al uno como al otro.
En este punto, la clásica disyunción entre el sujeto percipiente y el objeto percibido es
infructuosa, ya que también podría hablarse de un objeto percipiente y un sujeto percibido.
Esto es evidente en las “ciencias humanas”, tal como lo analizó Foucault a partir de sus
diversas arqueologías y genealogías. Lo que se omite, en definitiva, es el deseo del
científico en la constitución misma de su objeto.
Para Lacan, la causa material del objeto de la ciencia, de lo que está hecho, es el
significante, es decir, aquello que surge del agujero o de la nada: “es del lado del agujero
que hay que ir a buscar la causa material”17 (ibíd.: 22). La asimilación entre el significante
y la nada no resulta sorprendente, siempre y cuando tengamos en cuenta que un significante
en tanto tal no significa nada, y que toda articulación significante es correlativa con el
surgimiento de un intervalo entre ellos, lugar donde habitan, según Lacan, el sujeto y el
objeto del psicoanálisis. La creación a través del significante es una creación ex nihilo. Los
ejemplos que presenta Lacan para transmitir la idea del objeto como agujero son
heterogéneos. El primero es del “pote de mostaza”:

Aristóteles les dirá que la materia es la mostaza, es decir, lo que llena el vacío […] está
muy lejos de esa extensión terriblemente deslizante que es un verdadero problema que

16 Devient objet de science à partir du moment - et dès le moment - où vous partez de ce point, qui consiste à
le considérer comme manquant.
17 C’est bien du côté du trou qu’il faut chercher la cause matérielle

33
se replantea siempre en nuestro progreso en las ciencias matemático-físicas […] no
pudo admitir que hubiera un vacío separado de los objetos. Entonces llegó el pote de
mostaza, y es a causa de eso que nos hemos quedado ahí un buen número de siglos. Es
decir que la causa material es el pote, creación indiscutiblemente divina como toda
creación de la palabra, y a la que se reduce estrictamente lo que está dicho en el texto
del Génesis […] es del lado del agujero que hay que buscar la causa material (ibíd.: 21-
22).18

El segundo ejemplo, frecuente a lo largo de su obra, refiere al concepto de energía


en física. Desde el comienzo de su enseñanza, Lacan distinguió la energía de cualquier cosa
que pudiese encontrarse en la naturaleza.19 La energía –dice- “no se trata más que de una
cifra”20 (ibíd.: 23), una constante numérica, una abstracción. En efecto, si bien podría
creerse que la energía es una cualidad intrínseca de los objetos del mundo, en verdad –tal
como sostuvo Feynman- “hay una cierta magnitud, que llamamos energía […] es una idea
muy abstracta, porque es un principio matemático […] no es una descripción de un
mecanismo, o algo concreto; se trata solo del extraño hecho de que podemos calcular cierto
número” (1963: 101). En resumen, Lacan destaca que la causa material de los objetos a
partir de la ciencia moderna surge de un agujero, es decir, algo que falta en el mundo: “el
sujeto no puede funcionar sino definiéndolo como un corte, el objeto como una falta. Hablo
del objeto de la ciencia, dicho de otro modo: un agujero”21 (Lacan, 1965-66: 24).
No obstante, esta no es la única consecuencia del objeto entendido como acósmico.
La ciencia, también, ha silenciado a sus objetos. Desde Newton –dice Lacan- los planetas
no hablan, él los ha dejado mudos “[…] a partir del momento en que […] produjo la teoría


18 Aristote vous dirait que la matière c’est la moutarde, c’est à dire ce qui remplit le vide […] est fort loin de
cette étendue terriblement glissante qui est le véritable problème, à toujours reposer, dans notre progrès dans
les sciences mathématico-physiques […] il n’a pas pu admettre qu’il y ait un vide séparant les objets, alors il a
rempli le pot de moutarde. C’est à cause de ça qu’on y est resté pendant un certain nombre de siècles ! Est-ce
à dire que « la cause matérielle » c’est le pot, création incontestablement divine comme toute création de la
parole, et à quoi se réduit strictement ce qui est dit dans le texte de La Genèse […] c’est bien du côté du trou
qu’il faut chercher la cause matérielle.
19 “Entre la energía y la realidad natural, hay un mundo. La energía sólo empieza a contar en cuanto la
medimos. Y ni siquiera puede pensarse en contarla antes de que haya centrales en funcionamiento. Éstas nos
obligan a hacer numerosos cálculos [...] la noción de energía se construye efectivamente a partir de la
necesidad que se impone una civilización productiva que quiere que le salgan las cuentas. Hace falta todavía
que, en la naturaleza, las materias que empleará la máquina se presenten en cierta forma privilegiada y, por
decirlo todo, de forma significante [...] Es preciso que se esté ya en la vía de un sistema tomado como
significante. Esto no admite discusión. Lo importante es la similitud que he establecido con el psiquismo. La
noción energética condujo a Freud a forjar una noción que debe usarse en el análisis de forma comparable a
como se usa la de la energía. Se trata de una noción que, como la de la energía, es completamente abstracta y
consiste en una simple petición de principio, destinada a permitir cierto juego del pensamiento” (Lacan, 1955-
56: 46-47).
20 Il ne s'agit que d'un chiffre.
21 Le sujet ne peut fonctionner qu’à se définir comme coupure, l’objet comme un manque. Je parle de l’objet
de la science, autrement dit : un trou.

34
del campo unificado […] resumida en la ley de la gravitación, que consiste esencialmente
en que hay una fórmula que mantiene todo esto unido, en un lenguaje ultrasimple
constituido por tres letras” (1955-56: 359). Como sostuvo Foucault en Las palabras y las
cosas, hasta mediados del siglo XVII, el mundo era un lugar colmado de signos, estaba
cubierto de blasones, de cifras, de jeroglíficos, de palabras oscuras, “el mundo puede
compararse a un hombre que habla” (1966: 45). Hasta el surgimiento de la ciencia
moderna, el mundo era un texto, es decir, algo a ser descifrado. Dios había depositado
signos en el mundo, Él nos quería decir algo a través de las cosas, estaban allí por alguna
razón que nos concernía. “El lenguaje vale como signo de las cosas […] la relación con los
textos [sagrados] tiene la misma naturaleza que la relación con las cosas; aquí como allí, lo
que importa son los signos” (ibíd.: 51).22 La disolución del cosmos implicó la ruptura del
pacto preestablecido entre significante y la cosa, y consecuentemente, la pérdida de
cualquier dimensión valorativa y significativa por parte del mundo. No hay ningún plan
divino porque Dios ya no sabe cuál es el saber que rige al mundo. Como sostuvo Miller,

[…] la ciencia supone que en el mundo existen significantes que ya no quieren decir
nada para nadie […] el significante puede existir independientemente de un sujeto que
se exprese por su intermedio. Un significante separado de su significación, un
significante sin intención. A esto responde la matematización de la física. A esto
responde también la invención freudiana del inconsciente. Hay significante
independientemente del sujeto. Hay significante organizado según leyes autónomas
que funcionan independientemente de la conciencia que el sujeto puede tener de él o de
la expresión; es el sujeto más bien quien es su efecto de funcionamiento de las leyes
significantes. Por eso Lacan dice, y después de todo la historia parece confirmarlo, que
el psicoanálisis no era posible antes del advenimiento del discurso de la ciencia (1979:
49).

Desde la ciencia moderna, los significantes son independientes de cualquier sujeto.


Ya no existe una intención primitiva, una voluntad originaria que dotaría a las cosas de un
sentido. En tanto tales, los significantes no significan nada. Tienen sus propias leyes,
prescinden de “alguien” que los gobierne y de algo que los soporte. Dios ha enmudecido,
ya no nos quiere decir nada. El inconsciente, entonces, puede empezar a balbucear. Esto
quiere decir que existe un saber sin sujeto, o mejor dicho, que efectúa a un sujeto. En
definitiva, desde la modernidad, Dios garantiza la verdad de un saber que funciona


22 “Entre las marcas y las palabras no existe la diferencia de la observación y la autoridad aceptada, o de lo
verificable y la tradición. Por doquier existe un mismo juego, el del signo y lo similar y por ello la naturaleza
y el verbo puede entrecruzarse infinitamente, formando, para quien sabe leer, un gran texto único” (Foucault,
1966; 52).

35
independientemente de su propia sabiduría.23 La ciencia dice: hay un saber que funciona en
lo real, pero que el mismísimo Dios desconoce. El psicoanálisis dice: hay un saber que
funciona en lo real, pero que el mismísimo sujeto no sabe que sabe. Dios es inconsciente.

Dios y el sujeto supuesto saber

El hecho de que para Lacan la característica principal de la ciencia moderna no haya


sido el haber introducido un mejor o mayor conocimiento del mundo, “sino haber hecho
surgir cosas que no existen de ningún modo a nivel de nuestra percepción” (Lacan, 1969-
70: 170), lo llevó a buscar con notable insistencia neologismos que dieran cuenta de esta
idea. Desde su nacimiento –dice- “sólo podemos calificar el espacio donde se despliegan
las creaciones de la ciencia como la insubstancia, como la acosa, l´acosa con apóstrofo.
Hecho que cambia completamente el sentido de nuestro materialismo” (ibíd.: 171). Este
materialismo es un moteralismo, un materialismo de la palabra que implica que la ciencia
“se construye con algo de lo que antes no había nada” (ibíd.: 172). La ciencia construyó un
mundo insubstancial en el que habitan acosas. También podríamos llamar letosas -dice
Lacan jugando con el término aletheia- a los objetos que pueblan la aletosfera: el mundo de
las ondas, por ejemplo, “ondas hertzianas u otras, ninguna fenomenología de la percepción
nos ha dado nunca la menor idea de ellas y seguro que nunca nos habría conducido hasta
ellas” (ibíd.: 173).
Por el momento, lo que me interesa señalar es que para Lacan la ciencia moderna
creó, desde la nada, desde la operatoria significante, un mundo poblado de objetos. Las
invenciones de la ciencia son para Lacan creaciones ex nihilo, es decir, creaciones que
surgen sin materia (en su sentido clásico), tiempo o espacio precedentes. Por esta vía Lacan
pudo articular el surgimiento de la ciencia moderna con el Dios de la tradición
judeocristiana.
Quisiera detenerme aquí para revisar sucintamente la hipótesis que elabora Kojève
en “El origen cristiano de la ciencia moderna”, en donde –como dice el título- relaciona el
surgimiento de la ciencia moderna con el Dios cristiano. En este texto, Kojève afirma que
los griegos no pudieron desarrollar una física matematizada, como la de la ciencia moderna,
porque el mundo trascendente de los paganos era “un conjunto bien ordenado de relaciones

23 En el próximo capítulo me ocuparé en detalle del Dios cartesiano, es decir, aquel que garantiza la verdad
del saber.

36
rigurosas, fijadas desde siempre entre números eternos y precisos” (1964: 2), mientras que
el mundo terrestre, donde se desarrollaba la vida humana, estaba formado por objetos
fluctuantes de naturaleza cualitativa, y, por lo tanto, imposibles de expresión en el dominio
matemático. “Así, desde el punto de vista de la teología pagana clásica no se pueden
encontrar leyes matemáticas, es decir relaciones eternas y precisas […] sería impío buscar
tales leyes en la materia vulgar y grosera del género de lo que constituye los cuerpos
vivientes” (ibíd.: 3). Podría decirse, en términos aristotélicos, que existía un abismo
infranqueable entre el mundo supralunar – incorruptible y perfectamente circular- y el
mundo sublunar, el terrestre, -sometido a la degeneración y a la corrupción-. En este
sentido, el cristianismo fue la condición de posibilidad de la ciencia moderna en la medida
en que disolvió esta división infranqueable a partir del dogma de la encarnación. “En
efecto, ¿qué es la encarnación, sino la posibilidad para el Dios eterno de estar realmente
presente en el mundo temporal donde nosotros mismos vivimos, sin perder sin embargo su
absoluta perfección?” (ibíd.: 6). Desde el cristianismo, el cuerpo terrestre es al mismo
tiempo el cuerpo de Dios, y si los cuerpos divinos manifiestan los vínculos eternos entre
entidades matemáticas, nada impide buscar esas relaciones en la tierra…así como en el
cielo. “Proyectar la tierra en tal Cielo [matemático o matematizable] equivalía entonces a
invitar a esos sabios a dedicarse sin tardar a la tarea inmensa […] de la elaboración de la
física matemática” (ibíd.: 7). En resumen, la encarnación permitió pensar la identidad, en
términos ontológicos y epistemológicos, entre la tierra y el cielo, cuestión inadmisible antes
del cristianismo.
Por su parte, Lacan presentó una hipótesis alternativa al afirmar que “[…] la ciencia
moderna, la de Galileo, solo había podido desarrollarse a partir de la ideología bíblica,
judaica, y no de la filosofía antigua y de la perspectiva aristotélica” (1959-60: 151). Según
Milner, la diferencia entre Lacan y Kojève es que el primero atribuye un papel fundamental
a lo que “en el cristianismo perdura del judaísmo” (1995: 73-74): la creación ex nihilo y la
importancia de la letra. No podré avanzar en la articulación entre la letra en la ciencia
moderna y su presunta ascendencia judeocristiana, lo único que mencionaré es que cuando
Lacan habla de “la incidencia específica de la tradición judeocristiana” (1963: 90) no lo
hace en referencia al Dios de la metafísica sino al Dios de Moisés, el Dios de la fe,
vinculado con la revelación de la zarza ardiente, el “Ehién asher ehieh que él lee
exactamente al revés de lo que sostiene cualquier ontología. Yo soy el que soy, no como el
ser que se anuncia él mismo, sino como rechazo a nombrarse” (Balmès, 2007: 13). Según

37
Eidelsztein, y en consonancia con lo que estoy argumentando, en el momento en que Dios
se anuncia sin un nombre propio, en que se nombra sin nombrarse, se produce “un pasaje
entre la presencia corporal y la presencia simbólica […] la sustitución de las pruebas de la
existencia de Dios a través del registro corporal por la existencia de un nombre” (2003: 4-
5). Este Dios de la fe no puede ser pronunciado ni representado, no soporta palabras ni
imágenes. Es pura letra, un agujero: “[...]un padre que ellos hacen en un punto de agujero
que incluso no se puede imaginar: Soy lo que soy, eso es un agujero” (Lacan, 1974-75,
15/04/75: 14).
Éste sería uno de los sentidos en que la ciencia moderna dependió de la tradición
judeocristiana y no meramente del dogma de la encarnación El otro, dije, es el de la
creación ex nihilo. Según Lacan “el enunciado judío que Dios ha hecho el mundo de nada
es, hablando con propiedad […] lo que despejó la vía al objeto de la ciencia”24 (1965-66:
21). Esta idea se presenta en varias oportunidades en su obra y, en todas ellas, se subraya el
valor del agujero y del vacío sobre cual se construyen los objetos de la ciencia moderna.
En este punto, es necesario decir que Lacan se desplaza apaciblemente sin
establecer mayores precisiones sobre las diferencias entre el agujero, la falta, el vacío, la
hiancia, etc., más bien parece que su intención es transmitir la importancia de “la función
de la falta” en la constitución del sujeto y el objeto a partir de la ciencia moderna. La
heterogeneidad de los ejemplos expuestos –el pote de mostaza, la energía en la física
moderna, el número irracional etc.- lo muestra. Sin embargo, a pesar de esta ambigüedad,
podemos llegar a una conclusión parcial y momentánea que nos remitirá a las primeras
páginas de este capítulo. Recordemos que la hipótesis es que la ciencia moderna forcluyó la
verdad del campo del saber y produjo un sujeto dividido entre verdad y saber. Esto
significa, entre otras cosas, que a partir de la introducción de la letra, del significante
depurado de todo sentido y valor como fundamento de la ciencia, se agujereó el saber,
justamente, por la omisión de la verdad y su exilio hacia la asíntota infinita del método.
Desde entonces, el saber estará inevitablemente incompleto, nunca más tocará la verdad.
Un saber completo es un saber-verdadero. En este agujero abierto por la ciencia moderna
surgirán el objeto a y el sujeto dividido. En otros términos, tanto el sujeto dividido como el
objeto a solo pueden pensarse a partir de la amputación de la verdad que sufrió el saber


24 […] L’énoncé juif que Dieu a fait le monde de rien, est à proprement parler […] ce qui a frayé la voie à
l’objet de la science.

38
desde el surgimiento de la ciencia moderna. Asimismo, esto implica que el objeto a como
resto de la articulación significante es el modo en que retorna la verdad del deseo a partir de
la pregunta por el sentido: “¿Qué me quieres decir con eso qué dices?” En definitiva, la
ciencia moderna introduce a partir de la materialidad significante una hiancia en el saber,
un agujero real. Desde este punto de vista, Lacan puede trazar una lazo entre las obras de
Freud, Newton, Einstein y Planck, a partir de su…

[…] proceder a-cosmológico, por lo siguiente- todos esos campos se caracterizan por
trazar en lo real un surco nuevo con respecto al conocimiento eterno que cabe atribuirle
a Dios. Paradójicamente, la diferencia que asegura al campo de Freud su más segura
subsistencia es la de ser un campo que, por su propia índole, se pierde (Lacan, 1964:
133).

La letra cava un surco en el saber y se desentiende de la verdad. Dios ya nada sabe


sobre el saber legalizado que gobierna el mundo pero, sin embargo, garantiza su verdad
formal. El juego simbólico de significantes despojado de su sentido e intencionalidad, la
manipulación de la letra en su estado puro, “culmina en esa ciencia cuyas leyes avanzan
siempre hacia una mayor coherencia, pero sin que nada de lo que existe en cualquier punto
particular esté especialmente motivado” (Lacan, 1959-60: 151). En este sentido, el saber
que la ciencia constituye se distingue de la perspectiva platónica de un real matemático –
eterno y necesario- por ser únicamente una tirada de dados. No hay ninguna necesidad de
que las cosas sean como son, o al menos, no hay ninguna necesidad original, ningún
propósito esencial.

En otros términos, la bóveda de los cielos ya no existe y el conjunto de los cuerpos


celestes, que son en ella el mejor punto de referencia se presenta asimismo como
pudiendo no estar allí –su realidad está marcada esencialmente, como dice el
existencialismo, por un carácter de facticidad; son fundamentalmente contingentes
(ibíd.).

“Toda letra es una tirada de dados” (1995: 65) –dice Milner- y esto es lo que
diferencia el estatuto ontológico de las matemáticas en la antigüedad del de su uso en la
ciencia moderna. En Grecia, las matemáticas expresaban el orden de la necesidad. Los
números y las figuras geométricas eran entidades ideales, inteligibles, eternas e inmutables.
En definitiva, la matemática griega, en su estatuto ontológico, no puede ser diferente de lo
que es (necesaria y eterna). La letra, entendida como la unidad de la escritura formal en la
ciencia, no tiene una razón originaria para ser como es, podría haber sido otra (contingente

39
e histórica).25 Sin embargo, una vez fijada la letra, “sólo permanece la necesidad e impone
el olvido de la contingencia que la autorizó” (ibíd. 66). Una vez que los dados caen, que las
letras se escriben, se establecen las imposibilidades que constituyen el núcleo real de lo
contingente, es decir, el límite de esa nueva realidad, y determinadas necesidades ligadas a
ese discurso.
Este problema se manifestó en la obra de Lacan en varias oportunidades a partir de
la interrogación acerca de la existencia del saber antes de su conformación o, de otro modo,
a través de la pregunta por “[…] si las cosas que revelamos, ya están allí con
anterioridad”26 (Lacan, 1967-68: 9). Evidentemente, dice Lacan, el saber constituido por
Newton no era cierto antes de que él lo formulara por la simple razón de que en la
actualidad este saber, al menos en algún sentido, ya no es cierto, y, por lo tanto, es un
absurdo pensar que ese saber estaba en algún lugar esperando ser descubierto para luego
revelarse como falso. En otras palabras, el saber de Newton fue necesario…hasta que dejó
de serlo. “En la necesidad misma del saber, de la articulación significante, está esta
contingencia de no ser más que una articulación significante”27 (Lacan, 1964-65: 207).
Dicho esto, puede afirmarse que la relación de la ciencia moderna con Dios es
paradójica. Por un lado, a partir de la ciencia moderna Dios dejó de hablar. Como sostuvo
Lacan, los planteas callaron. El juego de significantes que constituyó el saber científico se
desprendió de cualquier tipo de expresión e intención. No hay ningún mensaje que Dios
quiera transmitir a los sujetos cognoscentes a través del funcionamiento del mundo. La
ciencia es una sintaxis sin semántica, un lenguaje sin palabras. A su vez, este tipo de
constitución de saber se produce desde la nada, desde la pura materialidad significante. Se
trata de una creación ex nihilo. Por esta razón, el Dios de la tradición judeocristiana fue
condición necesaria para el surgimiento de la ciencia moderna. Por otro lado, la ciencia
moderna se articula con el Dios de la tradición judeocristiana por partir de “un acto de fe”
(Eidelsztein, 2008: 23) en un doble sentido: en primer lugar, por el requerimiento de un

25 “La estructura de la ciencia moderna se apoya enteramente sobre la contingencia. La necesidad material
que se reconoce a la leyes es la cicatriz de esa contingencia misma. Cada punto de cada referente de cada
proposición del a ciencia aparece, en un instante relampagueante, pudiendo ser infinitamente diferente de lo
que es, desde una infinidad de puntos de vista; en el instante ulterior, la letra lo fijó como es y como no
pudiendo ser diferente de lo que es, salvo cambiando de letra, es decir de partida [….] Manifestar que un
punto del universo es como es, requiere que se tiren los dados de un universo posible donde ese punto sería
diferente de lo que es” (Milner, 1995: 65).
26 […] si les choses qu’on révèle, auparavant sont déjà là.
27 Dans la nécessité même du savoir, de l’articulation signifiante, il y a cette contingence de n’être qu’une
articulation signifiante […]

40
Dios silencioso que garantice la verdad. Desde este punto de vista, “la ciencia no es tan atea
como se cree” (Miller, 1979: 51) ya que depende de un “Dios [que] no cambia la estructura
de lo real con el fin de mentir o engañar” (Eidelsztein, 2008: 24). Dios, como garante de la
verdad, permite confiar en que existe una racionalidad inalterable detrás de los datos que
ofrece la realidad. El segundo aspecto remite a “Dios como sujeto supuesto al saber. Esto es
algo contra lo cual es imposible defenderse, en el momento en que una invención
significante toma cuerpo y se desarrolla, no podemos dejar de pensar que estaba allí desde
siempre” (Miller, 1979: 51). Dios permanece en la ciencia como el sujeto supuesto saber,
una función divina que plantea la existencia de un lugar en donde el saber estaría desde
antes de que adviniera al mundo. “Es, si se quiere, el atributo de la omnisciencia pero visto
bajo una luz particular, que es más bien del orden de la posibilidad misma de un saber
racional, confrontado con lo real” (Balmès, 2007: 21). La ciencia, es necesario decirlo,
tiene una relación ambigua con el sujeto supuesto saber: por un lado, la textura misma del
saber científico implica que se lo reconozca como inventando y no, propiamente hablando,
como descubierto: no sería más que una tirada de dados. Sin embargo, no podemos dejar de
suponer que en lo real hay un orden determinado y necesario, regulado por leyes
específicas, como si existiera una forma de racionalidad que contempla al mundo y lo
regula por medio de unos principios que los hombres deben descubrir. El universo estaría
determinado. A esto se refería Einstein cuando le dijo a Born que “Dios no juega a los
dados”. Pero se equivocaba: la física cuántica demostró -en el nivel de las dimensiones
mínimas de la materia- que lo real tiene estructura probabilista. En efecto, como sostuvo
Hawking “no sólo Dios juega definitivamente a los dados sino que además a veces los
lanza a donde no podemos verlos” (2005: 7).
En lo que respecta al psicoanálisis, Lacan definió el sujeto supuesto saber como el
pivote de la transferencia, como una noción transfenoménica, es decir, más allá de los
fenómenos imaginarios de resistencia (enamoramiento u odio), repetición o sugestión que
Freud había teorizado. La experiencia analítica requiere, como la ciencia, de un acto de fe,
y es el analista quien se consagra a sostenerlo. Es decir que, al menos en un principio, es el
analista quien ocupa el lugar de Dios, de aquel que sabe sobre la verdad del deseo del
sujeto. No obstante, el analista no se identifica con este lugar, sino que hace semblante de
objeto a, causa del deseo, para hacer surgir una instancia de saber sin sujeto: el
inconsciente. Éste es un saber no sabido… y agujerado, es decir, indeterminado; por que
allí donde la verdad habla, se dice a medias.

41
El momento cartesiano

A pesar de las promesas iniciales, por el momento omití las referencias más
importante sobre la noción de sujeto dividido entre saber y verdad para concentrarme en lo
real, el objeto, la verdad y Dios a partir de la ciencia moderna, y su vínculo con el
surgimiento del psicoanálisis. Dejaré para el próximo capítulo este problema. No obstante,
antes de llegar ahí, considero oportuno presentar algunas hipótesis de Foucault y de
Agamben. Las razones de esta elección son transparentes: ambos autores, cada uno con su
perspectiva, trabajaron la mutación entre el sujeto, el saber y la verdad a partir de la ciencia
moderna y el cogito cartesiano (Bonoris, 2013). Como señalé, estas referencias no son,
lógicamente, idénticas a las de Lacan. Sin embargo, servirán para introducir el problema y
evaluar la importancia de lo que presenté hasta ahora y lo que trabajaré en el próximo
capítulo. Quiero decir: no solo el problema del sujeto (en un sentido amplio) fue y es
esencial para el pensamiento filosófico contemporáneo, sino que el sujeto de la ciencia
(más específicamente) fue y es objeto de análisis y atención por parte de autores
fundamentales. Vayamos, entonces, a Foucault.
A comienzos de la década del ochenta -después de haber investigado las formas de
veridicción en las prácticas discursivas que constituyen saberes científicos y en las técnicas
a través de los cuales se gobierna la conducta de los otros en términos de poder- Foucault
comenzó a analizar las diferentes formas por las cuales los sujetos se constituyen en tanto
tales (1982-83). Transitó, podría decirse, desde los modos de sujeción a partir del juego
entre los regímenes de saber y poder, a las formas de subjetivación por las prácticas de
veridicción. Principalmente en sus últimos tres cursos – La hermenéutica del sujeto, El
gobierno de sí y de los otros y El coraje de la verdad- Foucault estudió la historia de las
relaciones entre sujeto y verdad en el pensamiento occidental. Por esta vía, tomando como
referencia la filosofía antigua grecorromana, opuso dos modos de relación entre el sujeto y
la verdad, dos principios que tuvieron destinos heterogéneos en la historia de las formas de
subjetivación: el gnóthi seautón (“conócete a ti mismo”) y la epimeleia heautou (“cuidado
de sí, preocupación de sí o inquietud de sí”). La tesis es que por motivos históricos
vinculados a las relaciones entre el sujeto y la verdad se produjo una inversión jerárquica de
estos dos principios: en la cultura grecorromana el conocimiento de sí se presentaba como
una consecuencia y derivación del cuidado de sí. En el mundo moderno, en cambio, el
conocimiento de sí se constituyó como el principio fundamental y se produjo el olvido del

42
cuidado de sí como práctica de subjetivación. De este modo, al obtener su verdad a través
de las transformaciones producidas en las prácticas de conocimiento de sí, el hombre
occidental se convirtió en un animal de confesión (Foucault, 1976). Ahora bien, ¿cuáles son
los motivos de esta modificación?
Según Foucault (1981-82), esta inversión terminó de producirse por un
acontecimiento histórico –el momento cartesiano- que operó en dos direcciones: modificó
filosóficamente el “conócete a ti mismo” y descalificó el “cuidado de sí”. El momento
cartesiano situó en el origen del proceder filosófico a la evidencia tal como se da
efectivamente en la conciencia, es decir, como autoconocimiento. El cogito cartesiano “al
situar la evidencia de la existencia propia del sujeto en el principio mismo de acceso al ser,
era efectivamente este autoconocimiento […] el que hacía del conócete a ti mismo un
acceso fundamental a la verdad” (ibíd.: 32). Si bien podría establecerse una diferencia
notable entre los modos de conocimiento de sí socrático y cartesiano, lo principal de la
maniobra moderna consistió en reforzar una característica en el acceso a la verdad que
venía ganando terreno paulatinamente en la historia de occidente: el sujeto ya no necesitará
realizar una transformación sobre sí mismo para acceder a la verdad y, a la vez, la verdad
ya no lo modificará en su ser de sujeto.
Para comprender mejor esta mutación es necesario partir de la diferencia entre
filosofía y espiritualidad. La filosofía, según Foucault, es la forma de pensamiento que se
interroga por las condiciones y los límites del acceso a la verdad por parte del sujeto; por
otro lado, la espiritualidad es el conjunto de “búsquedas, prácticas y experiencias que […]
constituyen, no para el conocimiento, sino para el sujeto […] el precio a pagar por tener
acceso a la verdad” (ibíd.: 33). La espiritualidad, a diferencia de la filosofía, implica que el
sujeto que quiere acceder a la verdad debe transformar, no el conocimiento, sino el sí
mismo. Entonces, el cuidado de sí como práctica espiritual puede definirse como el
conjunto de transformaciones que deben realizarse sobre el sí mismo como condición
necesaria para el acceso de la verdad. El momento cartesiano terminó por separar estos dos
ámbitos que en la antigüedad eran inherentes.
Antes de que se produjera esta separación, dice Foucault, un acto de conocimiento
jamás podría en sí mismo dar acceso a la verdad “si no fuera preparado, acompañado,
duplicado, consumado por cierta transformación del sujeto, no del individuo, sino del sujeto
mismo en su ser de sujeto” (ibíd.: 34). Por el contrario, en la modernidad el sujeto puede
acceder a la verdad exclusivamente a través del conocimiento sin la necesidad de haber

43
modificado en nada su ser de sujeto. El científico, el filósofo, o cualquiera que busque la
verdad en la modernidad es capaz de reconocerla en sí mismo a través de un método de
conocimiento. Esto no quiere decir que no haya condiciones para obtener la verdad, lo que
sucede es que todas ellas son extrínsecas al sujeto: en primer lugar, cláusulas inherentes al
conocimiento ligadas al método científico, y en segundo lugar, condiciones culturales,
como la formación académica, el estatus social, el consenso científico, etc.; pero estas
condiciones no conciernen al sujeto en su ser de sujeto, sino que incumben a la modalidad
del conocimiento y a la existencia concreta del individuo.
¿Pero qué quiere decir Foucault cuando realiza esta distinción entre individuo y el
ser del sujeto? ¿No son las condiciones culturales transformaciones que debe hacer el sujeto
sobre sí mismo para tener acceso a la verdad? Creo que el problema esencial que está en
juego en la división entre la espiritualidad y los modos de acceso a la verdad post momento
cartesiano reside en que las condiciones para acceder a la verdad son condiciones
universales, iguales para todos. Por lo tanto, el sujeto no debe poner en cuestión su modo de
ser, su historia, la verdad particular que atraviesa su vida. El método científico como
método único de acceso a la verdad no modifica, transfigura o estremece al sujeto. La
recompensa aquí es “el camino indefinido del conocimiento [que] se abrirá simplemente a
la dimensión indefinida del progreso” (ibíd.: 37). Finalmente lo que queda excluido para el
sujeto en los modos de acceso a la verdad a partir del momento cartesiano es su verdad, es
decir, lo que constituye su subjetividad.
Si seguimos esta línea de lectura las resonancias con los postulados lacanianos son
notables. La forclusión de la verdad enunciada por Lacan a partir del cogito cartesiano y la
ciencia moderna tiene, al menos, un doble sentido: por un lado, la erradicación de la verdad
transcendental, universal y atemporal. En consecuencia, la ciencia operará con la exactitud,
y la verdad forcluida por la ciencia habitará en la asíntota infinita del método o, como
sostuvo Foucault, en “la dimensión indefinida del progreso”. Por otro lado, la ciencia
elimina la función de la verdad particular o subjetiva de sus explicaciones, no permite que
la verdad subjetiva de aquel que conoce cumpla papel alguno en sus teorías (Eidelsztein,
2008). En el camino hacia el saber, la verdad del investigador, su drama subjetivo, es
irrelevante.28


28 “la ciencia, si se mira con cuidado, no tiene memoria. Olvida las peripecias de las que ha nacido, cuando
está constituida, dicho de otra manera, una dimensión de la verdad que el psicoanálisis pone aquí altamente en

44
En primera instancia, parecería que ambos autores comparten las ideas principales.29
Sin embargo, me queda por elucidar el siguiente problema: para Foucault, a diferencia de
Lacan, en la modernidad el conocimiento puede dar acceso a una verdad. Lo que queda
excluido, como dije anteriormente, es la espiritualidad entendida como las transformaciones
que debe hacer el sujeto sobre sí mismo para acceder a la verdad. Ahora bien, cuando
Foucault dice que en la modernidad el conocimiento puede dar acceso a la verdad, ¿a qué
verdad se refiere? ¿Son equivalentes la verdad a la que se llega por medio del cuidado de sí,
de la obtenida a partir del conocimiento? No vacilaré a la hora de responder negativamente
ya que es el mismo Foucault quien se encarga de esclarecer el problema. En la clase del 3
de febrero de 1982, ante la pregunta de un oyente sobre este tema, dice:

tener acceso a la verdad es tener acceso al ser mismo, un acceso que es tal que el ser
al cual se accede será al mismo tiempo, y de rebote, el agente de transformación de
quien tiene acceso a él […] es muy evidente que el conocimiento de tipo cartesiano
no podrá definirse como acceso a la verdad: será el conocimiento de un dominio de
objetos. En este caso, para decirlo de algún modo, la noción de conocimiento del
objeto sustituye la noción de acceso a la verdad (Foucault, 1981-82: 191).

A partir de esta cita, la ambigüedad entre las posturas de Foucault y Lacan se disipa.
Finalmente, Foucault afirma que el acceso a la verdad queda erradicado en la modernidad y
se sustituye por el conocimiento del dominio de los objetos. Por lo tanto, para ambos
autores, la maniobra moderna derivó en la forclusión de la verdad del campo del saber y en
el impedimento para el sujeto de acceder a una verdad que lo modifique en tanto tal. De
este modo, los saberes científicos –como la medicina, la psiquiatría, las scientia sexualis o
la pedagogía-, se convirtieron en prácticas de sujeción que erradicaron la verdad subjetiva y
objetivaron al sujeto. La espiritualidad planteada por Foucault responde, a mi entender, a la
búsqueda de prácticas de subjetivación: dispositivos que permitan la transformación del
sujeto para acceder a la verdad y que esta, a su vez, lo modifique. En este sentido, las

ejercicio […] es el drama, el drama subjetivo que cuesta cada una de las crisis [física o matemática]. Este
drama es el drama del hombre de ciencia. Tiene sus víctimas” (Lacan, 1966: 826).
29 Es de crucial importancia que haga la siguiente aclaración: Foucault, a diferencia de Lacan que se había
formado en epistemología con Koyré, nunca pensó que el momento cartesiano hubiese sido un punto de
ruptura o quiebre con respecto a modalidades anteriores. Para él, en verdad, el proceso de separación entre las
condiciones de acceso a la verdad a partir de un sujeto cognoscente y la necesidad espiritual de un trabajo
sobre sí mismo para el acceso a la misma, había comenzado mucho tiempo antes a partir de la oposición
entre la espiritualidad y la teología. A su vez, Foucault plantea que la inquietud por la espiritualidad no ha
desaparecido del todo y muchos filósofos modernos (Spinoza, Nietzsche, Husserl, Heidegger, etc.) se han
visto compelidos a recuperar estas viejas cuestiones. Por último, en algunas prácticas como el psicoanálisis, se
encuentran algunos elementos de las exigencias de la espiritualidad (Cf. Foucault, 1981-82: 40-44). A pesar
de esta aclaración la hipótesis no parece perder fuerza argumentativa.

45
practicas del cuidado de sí son prácticas de libertad, de resistencia a las practicas de
sujeción.
En el contexto de estas condiciones históricas de la relación entre el sujeto y la
verdad, como mencioné, la operación específica del psicoanálisis será la de restituir la
verdad del sujeto, contingente y particular, en el campo del saber. Como sostuvo Foucault,

La fuerza de los análisis de Lacan radican precisamente en esto: que él fue, creo, el
único desde Freud que quiso volver a centrar la cuestión del psicoanálisis en el
problema, justamente, de las relaciones entre sujeto y verdad [...] Lacan intentó
plantear la cuestión que es histórica y propiamente espiritual: la del precio que el
sujeto debe pagar para decir la verdad, y la del efecto que tiene sobre él el hecho
mismo de que haya dicho, que pueda decir y haya dicho la verdad sobre sí mismo
(ibíd.: 44).

El psicoanálisis podría pensarse como una práctica de cuidado de sí ya que, tal


como sostiene Foucault, el precio que el sujeto debe pagar por decir la verdad sobre sí
mismo es el efecto que tiene sobre éste el propio acto de enunciarla. En definitiva, en un
análisis no se paga solo con dinero, sino que también se lo hace con el sí mismo.

La recuperación de la experiencia, el retorno de la verdad

En su texto Infancia e Historia, Agamben afirma que en nuestra era la experiencia


no es algo realizable: “al hombre contemporáneo se le ha expropiado su experiencia”
(1978: 7). El hombre moderno no puede subjetivar los abundantes acontecimiento de la
vida diaria, es incapaz de convertir los hechos cotidianos en algo posible de ser
experimentado y transmitido como verdad. Esto se demuestra en la desaparición de la
máxima y el proverbio, que eran los modos en que la experiencia se ubicaba como
autoridad: “la experiencia no tiene su correlato necesario en el conocimiento, sino en la
autoridad, es decir, en la palabra y el relato” (ibíd. 9). Pero si la experiencia se situaba
como autoridad a partir de la palabra –como en el proverbio o la máxima-, habría que
convenir que en la actualidad toda autoridad se funda en lo inexperimentable, es decir, en el
conocimiento: “nadie podría aceptar como válida una autoridad cuyo único titulo de
legitimación fuese la experiencia” (ibídem). En otros términos, podría afirmarse que la
pérdida de la experiencia en el hombre moderno expresa la dificultad de acceder a una

46
verdad por medio de la palabra, como si ésta hubiera perdido su valor de veracidad. He aquí
el vínculo entre Lacan, Foucault y Agamben.
Lo que más me interesa de esta hipótesis es que, para Agamben, la expropiación de
la experiencia es consecuencia del nacimiento de la ciencia moderna. La ciencia moderna y
el cogito cartesiano tuvieron como condición para su surgimiento el rechazo y la
desconfianza radical de la experiencia en su sentido clásico. La duda hiperbólica cartesiana,
la búsqueda de certezas, el privilegio de los experimentos como certificación del saber,
tuvieron como consecuencia el exilio de la verdad de la experiencia a partir de la palabra y
el relato. En definitiva, como sostuvo Gadamer, “la verdadera experiencia es así
experiencia de la propia historicidad” (1960: 221). La ciencia moderna, en cambio,
transportó la experiencia del hombre fuera de sí mismo, hacia los instrumentos y los
números. “La experiencia –dice Agamben- es incompatible con la certeza y una experiencia
convertida en calculable y cierta pierde inmediatamente su autoridad. No se puede formular
una máxima ni contar una historia allí donde está vigente una ley científica” (1978: 14).
Hasta el nacimiento de la ciencia moderna, tanto la experiencia como el
conocimiento tenían su propio sujeto. El sujeto de la experiencia se fundamentaba en “el
sentido común presente en cada individuo” (ibíd.: 15). La experiencia tradicional, propia
del saber humano, se caracterizaba como un páthei máthos, es decir, un aprendizaje a través
del padecer que excluía cualquier posibilidad de prever y conocer algo con certeza. Por otro
lado, el sujeto del conocimiento, propio del saber divino, era el nous, el intelecto agente que
estaba separado de la experiencia. De hecho, el sujeto del conocimiento no era un sujeto en
el sentido moderno –el yo- sino que el individuo era el subjectum en el cual el intelecto se
realizaba. El intelecto era un agente único y separado, impasible y divino, que efectuaba el
conocimiento en el individuo. No obstante, la ciencia moderna reunió la experiencia y el
conocimiento en un único sujeto: el sujeto de la ciencia.

En su búsqueda de la certeza, la ciencia moderna anula esa separación y hace de la


experiencia el lugar -el “método”, es decir, el camino- del conocimiento. Pero para
lograrlo debe realizar una refundición de la experiencia y una reforma de la
inteligencia, expropiando ante todo sus respectivos sujetos y reemplazándolos por
un nuevo y único sujeto. Pues la gran revolución de la ciencia moderna no consistió
tanto en una defensa de la experiencia contra la autoridad […] sino más bien en
referir conocimiento y experiencia a un sujeto único, que solo es la coincidencia de
ambos ordenes en un punto arquimédico abstracto: el ego cogito cartesiano, la
conciencia (ibíd.: 17).

47
De este modo, se puede entender por qué en la antigüedad el problema del
conocimiento no se centraba en las relaciones entre el sujeto y el objeto, sino en los
vínculos entre el conocimiento único y la multiplicidad de la experiencia individual, los
diversos modos de realización del saber-verdadero en los diferentes individuos. En cambio,
a partir de la ciencia moderna, conocimiento y experiencia se unen en un único sujeto: el
ego cogito cartesiano, sujeto universal e invariable que reúne las propiedades del sujeto de
la experiencia y del nous. Por esta vía –y en correspondencia con las tesis de Kojève-
Agamben afirma que la ciencia moderna reactualizó la conjunción del saber humano con el
saber divino, puso en relación “los cielos de la inteligencia pura con la tierra de la
experiencia individual” (ibíd. 18). Esto significó también el paso del páthêma, –el
aprendisaje a través del padecer que excluye cualquier posibilidad de conocer algo con
certeza- al máthêma –“algo que desde siempre es inmediatamente reconocido en cada acto
de conocimiento, el fundamento y el sujeto de todo pensamiento” (Ibid.: 21).
La unión de conocimiento y experiencia en un sujeto único alteró la experiencia
tradicional: si antes era posible hacer y tener una experiencia como indicio de un
conocimiento verdadero, “una vez que la experiencia comience a ser referida al sujeto de la
ciencia, […] se vuelve […] algo esencialmente infinito […] algo que es posible hacer y
nunca se llega a tener” (ibíd.: 23). En definitiva, como vengo argumentando, a partir de la
ciencia moderna y el cogito cartesiano no hay saber que pueda morder a la verdad. Esto
quiere decir que la experiencia, en tanto tal, ya no existe.
Según Agamben, en este contexto fue posible el surgimiento y la difusión del
concepto de inconsciente en el siglo XIX como “síntoma de un malestar”:

Este concepto nos interesa aquí sólo por sus implicaciones en cuanto a una teoría de
la experiencia, es decir, como síntoma de un malestar. Ya que ciertamente en la
idea de inconsciente la crisis del concepto moderno de experiencia –de la
experiencia que se funda en el sujeto cartesiano- alcanza su evidencia máxima.
Como lo muestra claramente su atribución a una tercera persona, a un Es, la
experiencia inconsciente de hecho no es una experiencia subjetiva, no es una
experiencia del Yo. Desde el punto de vista kantiano ni siquiera puede llamarse
experiencia, ya que falta la unidad sintética de la conciencia (la autoconciencia),
que es el fundamento y la garantía de toda experiencia. No obstante, el psicoanálisis
nos muestra justamente que las experiencias más importantes son las que no
pertenecen al sujeto, sino a "ello" (Es) (ibíd.: 52).

El inconsciente es el lugar de recuperación de la experiencia perdida. Allí donde


Dios enmudece, el inconsciente empieza a susurrar. De este modo, la experiencia retrocede

48
hasta la infancia y transita desde la primera hacia la tercera persona. Es importante aclarar
que los vínculos entre infancia e inconsciente que establece Agamben no son aquellos a los
cuales podríamos precipitarnos por las intuiciones freudianas. Aquí el inconsciente no es el
receptáculo de las representaciones infantiles reprimidas que determinan la historia, ni el
lugar en donde los deseos incestuosos y los complejos de la niñez pujan por salir a la luz,
sino que –en sintonía con los desarrollos lacanianos- infancia e inconsciente remiten a las
relaciones del hombre con el lenguaje. En este sentido, la infancia no es la realidad humana
que precedería a la instauración del lenguaje sino que “infancia y lenguaje parecen así
remitirse mutuamente en un círculo donde la infancia es el origen del lenguaje y el
lenguaje, el origen de la infancia” (ibíd.: 64). La infancia se constituye y coexiste como el
límite del lenguaje, como la expropiación que hace el lenguaje cada vez que un hombre se
produce como sujeto, es decir, cuando empieza a hablar y se apropia del lenguaje como
sujeto locutor. “Como infancia del hombre, la experiencia es la mera diferencia entre lo
humano y lo lingüístico. Que el hombre no sea desde siempre hablante, que haya sido y sea
todavía in-fante, eso es la experiencia” (ibíd.: 68). La experiencia infantil, entonces, es la
experiencia, siempre presente, que indica que en el momento en que el hombre se
constituye como sujeto hablante también lo hace como “objeto” hablado. Se trata de esta
experiencia pre-subjetiva, impersonal, que se realiza en un Eso habla.

Si no existiese la experiencia, si no existiese una infancia del hombre, seguramente


la lengua sería un “juego” en el sentido de Wittgenstein, cuya verdad coincidiría
con su uso correcto según las reglas lógicas. Pero desde el momento en que hay
una experiencia, en que hay una infancia del hombre, cuya expropiación es el sujeto
del lenguaje, el lenguaje se plantea entonces como el lugar donde la experiencia
debe volverse verdad. La instancia de la infancia como archilímite se manifiesta en
el lenguaje al constituirlo como lugar de la verdad (ibíd.: 69).

Que el lenguaje sea el lugar donde la experiencia se vuelve verdad indica que ésta
última no se realiza ni adentro del lenguaje –como un mero juego de palabras- ni afuera –
como adecuación a la cosa-, sino, justamente, en este límite que Agamben llamó infancia y
que refiere a lo histórico-transcendental que conlleva el lenguaje para todo sujeto hablante.
La infancia instaura la diferencia entre lengua y habla, entre lo semiótico y lo semántico,
entre signo y discurso. Escinde el lenguaje al introducir una discontinuidad entre lengua y
habla. El hombre es un ser histórico, dice Agamben, solo por el hecho de esta escisión.

49
La dimensión histórico trascendental […] se sitúa efectivamente en el “hiato” entre
lo semiótico y lo semántico, entre la pura lengua y el discurso, y de alguna manera
lo explica. El hecho de que el hombre tenga una infancia (que para hablar necesite
despojarse de la infancia para constituirse como sujeto en el lenguaje) rompe el
“mundo cerrado” del signo y transforma la pura lengua en discurso humano, lo
semiótico en semántico. En tanto que tiene infancia, en tanto que no habla desde
siempre, el hombre no puede entrar en la lengua como sistema de signos sin
transformarla radicalmente, sin constituirla en discurso (ibíd.:77).

La infancia del hombre indica que el lenguaje no es meramente un sistema de signos


sino también sus apropiaciones personales, el modo en cada quien fue apropiado y se
apropio de las fracturas del lenguaje. Desde esta perspectiva, los animales, lejos de estar
privados del lenguaje, residen plenamente en él, son puramente lengua, y es por este motivo
por el cual tiene una “comunicación perfecta”. El hombre, en cambio, al no ser puramente
lengua sino también habla, habita en las fracturas, los agujeros, las interrupciones, en el
mundo del equívoco. El pasaje del puro lenguaje al discurso humano implica la
introducción de la dimensión semántica, el punto de pérdida de todo lenguaje, la fuga
incesante del sentido, en términos lacanianos, la pregunta por el deseo: “¿Qué me quieres
(decir con lo que me dices)?”. En esta hiancia entre lengua y habla se realiza la historia
humana, aquella que puede devolvernos la verdad como experiencia del lenguaje. Para el
hombre el signo está esencialmente quebrado, no hay asociación original entre significante
y significado, por ello no hay comunicación perfecta, siempre habrá una pérdida. Esto
quiere decir, también, que ningún significante significará “la” verdad. Será entonces en la
impropiedad del lenguaje y en su dimensión semántica –aquella erradicada por la ciencia
moderna- en donde el hombre recuperará la experiencia en tanto verdad. “¿Qué quiere decir
el sentido? El sentido consiste en que el ser humano no es el amo de ese lenguaje
primordial y primitivo. Fue arrojado a él, mentido en él, está apresado en su engranaje”
(Lacan, 1954-55: 453).
El surgimiento del inconsciente reintrodujo en la modernidad el problema de la
verdad para los hablantes. Sin embargo, la verdad rechazada por la ciencia no es la misma
que retorna a través del inconsciente. La verdad para el psicoanálisis no es una verdad
única, total y eterna que preexistiría en una instancia divina. Desde la ciencia moderna ya
no existe tal verdad, no hay algo así como un saber-verdadero. Tampoco se trata de un
juego de valores, de una verdad lógico-formal que se deslindaría en una oposición binaria
(verdad/falsedad). Por último, la verdad del psicoanálisis no es una verdad exacta, opuesta
al error, que podría alcanzarse a partir de la adecuación entre lo dicho y el mundo. No hay

50
verdad extra-lingüística. La verdad, para Lacan, es “inseparable de los efectos del lenguaje”
(1969-70: 65). Por lo tanto, se trata de una verdad que se efectúa a través del significante
más allá de las intenciones de quien habla. La verdad habla por sí sola. Pero si no hay un
saber-verdadero, esta verdad que habla no puede formularse completamente, sino que se
dice a medias, se medio-dice. Es una verdad parcial, histórica y contingente, que solo puede
sostenerse por “su potencia dinámica” (ibíd.: 95). Es una verdad que ilumina pero que,
necesariamente, deja sus sombras. El psicoanálisis, en contraposición con la ciencia -que
acumula progresivamente saber pero que nunca toca la verdad-, hace funcionar el saber
como término de verdad. La ciencia, a través de su lenguaje de pura sintaxis y de la
objetivación del sujeto, intenta suturar los agujeros que ella misma ha abierto, pero es a
partir de los mismos que “[…] va a entrar en juego este dominio ambiguo, inasible, bien
señalado desde siempre por ser el dominio del engaño, que es aquel donde, como tal, la
verdad habla”30 (Lacan, 1965-66: 77). La verdad habla y el parlêtre la experimenta a partir
su propia división, concomitante con la división del sujeto. En definitiva, se trata para el
psicoanálisis del recuperar el valor de la verdad subjetiva a partir de un decir que importe,
que conmueva, que devele la división subjetiva que la ciencia, sin saberlo, intenta suturar.


30 […] va entrer en jeu ce domaine ambigu, insaisissable, bien repéré depuis toujours pour être le domaine de
la tromperie qui est celui où, comme telle, la vérité parle.

51
52
Capítulo 2: El inconsciente y el cogito cartesiano. La causación del sujeto
dividido

El sujeto, el sujeto cartesiano,


es el presupuesto del inconsciente
(Lacan, 1964b: 798)

El sueño de Descartes

La noche del 10 de noviembre de 1619 podría ser considerada como la fecha de


inicio de la filosofía moderna. En aquellos días, Descartes se encontraba en Neoburgo, solo
y contemplativo, luego de haber presenciado la coronación del emperador Ferdinando II en
Frankfurt y antes de volver a unirse a las tropas de Maximiliano de Baviera. Fue entonces
cuando creyó haber descubierto algo que lo llenó de alegría y entusiasmo: los fundamentos
de una ciencia nueva. Se retiró a dormir colmado de exaltación, casi en un estado febril, y
tuvo tres sueños consecutivos.31 En el primero, se vio a sí mismo caminando hacia la iglesia
del Colegio de La Fléche -su antigua escuela, pero una fuerte ráfaga de viento le impidió
avanzar y lo arrastró hasta la pared de la capilla. Intentó entrar desesperadamente para
poder realizar sus oraciones, hasta que unas personas pasaron a su lado y sintió deseos de
entablar una conversación. No obstante, ninguna respondió. Notó que una de ellas, que
venía del extranjero, llevaba un melón en sus manos. De repente, abrió los ojos,
atormentado por un fuerte dolor en el costado de su cuerpo. No supo si estaba dormido o
despierto. En estado de duermevela se dijo a sí mismo que un genio maligno había
intentado seducirlo, por lo que susurró unas plegarias para exorcizarlo. Luego volvió a
dormirse, pero un rayo que hizo un gran estruendo y llenó su cuarto de chispas lo despertó.
Nuevamente, se preguntó si estaba dormido o en estado de vigilia. Por último, en el tercer
sueño, Descartes se encontraba delante de un diccionario y un libro de antología poética.
Logró ver en el segundo unos versos de Ausonio: “¿Qué camino tomaré en mi vida? (Quod
vitae sectabor iter?)”. En ese momento se presentó un hombre a quien no conocía que le


31 Los sueños fueron publicados por Adrien Baillet en La Vie de Monsieux (1691) a partir de unas
anotaciones del propio Descartes, tituladas Olympica y que hoy se encuentran perdidas. En esta oportunidad,
tomaré como referencia la versión de los sueños publicada por Leroy (1929) que aparecen citados por
Strachey (1961) en la Nota de Introducción a la Carta de M. Leroy sobre un sueño de Descartes (Freud,
1929).

53
señaló otro fragmento del libro con estas palabras: “Est et non”. Luego, el hombre y el
libro se desvanecieron.32
Numerosas interpretaciones se hicieron de estos sueños. Me interesa, sin embargo,
traer aquí únicamente las del propio Descartes. Para él, el viento del primer sueño es un
genio maligno que lo quiso llevar por fuerza al lugar a donde quería ir por su propia
voluntad: la iglesia. Las dificultades para entrar, según dijo, se justificaban en que Dios no
le habría permitido avanzar hacia ese lugar santo mientras fuera llevado por un espíritu que
él –Dios- no había enviado. El melón, algo enigmático, simboliza para Descartes “los
encantos de la soledad” (Lorey citado por Strachey, 1961: 200). El rayo estruendoso que
ilumina toda la habitación es, según Descartes, el Espíritu de la Verdad que lo posee y
determina su destino. Por último, el diccionario “no quería decir otra cosa que todas las
ciencias reunidas” (Baillet citado por Caimi, 2003: IX) y el “Est et non” que aparece en el
poemario -“Sí y No”- simboliza la diferencia esencial entre lo verdadero y lo falso. El
Espíritu de la Verdad, entonces, “había querido abrirle el tesoro de todas las ciencias”
(Lorey citado por Strachey, 1961: 199).
Me gustaría, ahora, hacer unas sencillas interpretaciones personales: entiendo que el
primero de ellos muestra el conflicto de Descartes con la Iglesia católica, es decir, con el
saber heredado de la tradición, y la autoridad incuestionable de las Escrituras y el
aristotelismo escolástico.33 Por la misma vía, es posible sugerir que el melón traído por un
hombre del extranjero, y que para Descartes simboliza los encantos de la soledad, indica
que el acceso a la verdad debe encontrarse en sí mismo y no en los dogmas. El camino
hacia la verdad es un camino personal, solitario. El rayo, está claro, ya que el mismo
Descartes lo afirma, es el Espíritu de la Verdad que lo posee y le indica la veracidad de su
designio, manifestado en el tercer sueño: la ciencia es una sola, y es necesario encontrar el
camino adecuado que la fundamente. El descubrimiento de esta verdad, entonces, se
encuentra atravesado por la pregunta por el camino a seguir, la interrogación por el método:

32 Es notable el hecho de que Freud, al igual que Descartes, haya situado el descubrimiento del psicoanálisis
a partir de un sueño: el de la noche del 23 de julio de 1895, el célebre “sueño de la inyección de Irma”. En esa
noche, a Freud “se le reveló”, cabalmente, que los sueños son realizaciones de deseos inconscientes. En la
carta a Fliess del 12 de junio de 1900 (Carta 248), mientras relata una visita por la casa de verano donde tuvo
aquel sueño, Freud le pregunta: “¿Crees tú por ventura que en la casa alguna vez se podrá leer sobre una placa
de mármol:? «Aquí se reveló el 24 de julio 1895 al Dr. Sigm. Freud el secreto del sueño». Hasta ahora las
expectativas son bastantes bajas” (1900: 457). Por el contrario a la intuición freudiana, hoy la placa se
encuentra allí.
33 ¿Será que el genio maligno quiere arrastrarlo hacia un lugar donde se dan “por ciertos” saberes que
realmente no lo son? Está claro que, en este sentido, las hipótesis sobran y solo tiene valor por su función
ejemplificadora.

54
“podemos decir que este sueño [el tercero] vino a mostrarle a Descartes, la unidad de la
ciencia, es decir, que todas las ciencias son una, y que el método para la adquisición de
todas ellas es un método único” (Caimi, 2003: X).
Este sueño –ya que los tres componen una unidad- es un buen ejemplo de la
mutación de las relaciones entre el sujeto, el saber y la verdad que se produjo a partir de la
ciencia moderna. El hecho de que Descartes confirme que debe encontrar el método que
apoye la naciente ciencia matemático-experimental a través de una revelación divina es una
muestra cabal de esta transformación. El sueño, que se manifiesta como una verdad
revelada, le dice, paradójicamente, que la verdad nunca más podrá ser alcanzada por esos
medios. Desde entonces, la adquisición del saber científico y racional obedecerá a su
adecuación al método, y no del conocimiento de las Escrituras ni de la revelación de algún
espíritu. El sueño de Descartes, podría decirse, es la manifestación cifrada de la
metamorfosis entre el saber y la verdad que dio lugar a un nuevo sujeto: el sujeto de la
ciencia.

Claro y distinto

En general, existe un acuerdo en que Descartes fue el filósofo que se encargó –


desde dos vías reciprocas- de legitimar filosóficamente la revolución científica que estaba
en curso: por un lado, a partir de sus consideraciones epistemológicas, es decir, del método
como forma de acceder a un conocimiento verdadero; por el otro, desde sus aportes
metafísicos, que alcanzaron su punto máximo con el cogito.
Me dedicaré en los siguientes apartados a describir, muy sucintamente, los aportes
de Descartes en ambos terrenos, en particular aquellos que nos permitan introducir la
relación que establece Lacan entre el inconsciente y cogito.
Veamos, en primer lugar, qué dice Descartes con respecto al método:

Ahora bien, entiendo por método, reglas ciertas y fáciles gracias a las cuales el que las
observe exactamente no tomará nunca lo falso por verdadero y llegará, sin gastar
inútilmente esfuerzo alguno de la mente, sino siempre aumentando gradualmente la
ciencia, al verdadero conocimiento de todo aquello de que sea capaz (1684: 11).

El método, entonces, se basa en el establecimiento de reglas claras y sencillas que


cualquiera podría seguir utilizando la razón natural. De este modo, ajustándose firmemente

55
a las reglas, se puede estar seguro de que se aumentará progresivamente el conocimiento,
sin temor a juzgar lo falso por verdadero. Ya veremos cuáles son estas reglas. Por el
momento, es importante señalar que el progreso del conocimiento a partir de la razón
propuesto por Descartes debe apoyarse únicamente en las cosas en común que tengan los
elementos conocidos y aquellos por conocer, a diferencia de la actitud de la ciencia
medieval que privilegiaba la esencia de cada cosa, lo propio y distintivo de cada una de
ellas (Caimi, 2013). En este sentido, “lo que tienen en común todos los objetos es que son
cuantitativamente estudiables y que pueden ser ordenados en órdenes naturales o
artificiales” (ibíd.: XV). Quien pretende conocer, debe realizar “artificialmente una
preparación de los objetos, de modo que éstos puedan someterse a la regla metódica que
exige que los objetos sean homogéneos, para que sea posible el ejercicio de la deducción”
(ibíd.: XV-XVI). En definitiva, se trata de la matematización del objeto, la reducción del
mismo según la premisa del orden y la magnitud. Tal como mencioné en el capítulo
anterior, en la nueva concepción del saber, las estructuras reales del universo tenían un
carácter matemático, subyacentes a cualquier apariencia.
La noción de matemática, tal como sostiene Heidegger en La pregunta por la cosa,
no solo debe concebirse en el sentido restringido, el de la matemática como disciplina, sino
como “lo matemático” entendido como “un proyecto de la cosidad [que] abre un ámbito en
el que se muestran las cosas, es decir, los hechos” (1935-36: 76).34 El proyecto matemático
sobre el que se funda la ciencia moderna prescinde de la experiencia a la hora de obtener el
conocimiento de las cosas, en pos de una serie de axiomas que determinan los modos de
acceder a ellas. Se trata del descubrimiento de “nuevos ámbitos del ente” (ibíd.: 77) en
donde los objetos solo pueden ser objetos si están incluidos y tramados a partir del proyecto
matemático axiomáticamente predeterminado.
En la esencia de lo matemático, dice Heidegger,

hay una particular voluntad para la transformación y autofundamentación de la forma


de saber como tal. El alejamiento de la revelación como fuente primera de la verdad y
el rechazo de la tradición como mediación normativa del saber, todos estos rechazos
son solamente consecuencias negativas del proyecto matemático (ibíd.: 79).

34 “Nuestra expresión ´lo matemático´ tiene siempre doble significado. Significa, en primer lugar, lo que es
aprendible en la manera que hemos caracterizado, y sólo por ella. En segundo lugar, el modo mismo del
aprender y del proceder. Lo matemático es patente en las cosas, dentro de lo cual nos movemos desde siempre
conforme a lo cual las comprendemos en general como cosas, y como cosas tales. Lo matemático es aquella
posición fundamental en la cual nos pro-ponemos las cosas en aquel modo en que ya nos son dadas, y deben
ser dadas. Por eso lo matemático es el presupuesto básico del saber de las cosas” (Heidegger, 1935-36: 64).

56
Esta es la inquietud que Descartes experimenta, a partir de una revelación, en sus
sueños: la cuestión por la fuente de la verdad. En este sentido, el mismo proyecto que servía
para la resolución de los problemas físico-matemáticos podía utilizarse para problemas de
otra clase, inclusive los empíricos. Me refiero a la mathesis universalis: el proyecto
matemático de la ciencia moderna que pretendió ser el fundamento de todos los saberes.
“El método es, pues, el mismo que el de la matemática; Descartes coincide aquí con
Galileo” (Caimi, 2003: XVIII). El proyecto matemático, como paradigma del conocimiento
verdadero, permite reflexionar sobre el uso adecuado de la razón humana para todo tipo de
objetos y de ámbitos. Se tratará, por lo tanto, de regular las leyes de la razón. Veamos,
entonces, brevemente las reglas. La primera de ellas dice así:

no admitir nunca como verdadera cosa alguna que no conociese con evidencia ser tal;
es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención; y no abarcar en mis
juicios nada más que aquello que se presentase a mi espíritu tan clara y distintamente,
que yo no tuviese ninguna ocasión de ponerlo en duda (Descartes, 1637: 33).

En la primera regla se presenta de modo manifiesto una de las premisas


fundamentales del método cartesiano: la duda. Descartes dice que, de ahora en más, no
admitirá nunca algo como verdadero a menos que se le presente en su espíritu de modo
claro y distinto, es decir, que no pueda ponerlo en duda. La idea de “claro y distinto” abre
también el problema de las dos vías cartesianas para acceder a la verdad: la intuición
evidente y la deducción. La intuición es “una concepción no dudosa de la mente pura y
atenta que nace de la sola luz de la razón” (Descartes, 1684: 9), en otras palabras, aquello
que se presenta al espíritu de forma evidente sin necesidad de un proceso deductivo. La
deducción, en cambio, es “todo aquello que se sigue necesariamente de otras cosas
conocidas con certeza” (ibídem). Dicho esto, es claro que para Descartes el conocimiento
partirá de intuiciones primeras que servirán como basamento para futuras deducciones. Este
es el modo en que el conocimiento se alcanzará de manera progresiva: de lo más simple y
evidente, a lo más complejo e hipotético.
La segunda regla afirma que es necesario dividir las dificultades que se examinen en
cuantas partes fuera posible para resolverlas mejor. La tercera, que hay que conducir el
pensamiento desde los objetos más simples y fáciles de conocer, para ascender, poco a
poco, a los más compuestos. La última sostiene que hay que enumerar y revisar los pasos
seguidos para no omitir nada (Cf. Descartes, 1637: 33).

57
Una vez enunciadas las reglas, Descartes podrá llevar a cabo su objetivo primordial:
encontrar la fundamentación metafísica del método, la filosofía primera que sirva como
sostén a las verdades científicas.

Pienso, luego soy

Descartes, fiel a su método, comienza a dudar. En primer lugar, de las cualidades


secundarias, los atributos de las cosas, esto es: aquello que es perceptible por cualquiera de
los sentidos. El observador común, nos dice, puede creer que el mejor modo de acceder a la
realidad es a través de los sentidos. Pero, en verdad, no hay nada más engañoso que ellos, la
experiencia cotidiana lo demuestra. Los sentidos pueden fallar. Por lo tanto, no se puede
confiar en el conocimiento empírico sensorial si se pretende alcanzar una verdad certera.
Asimismo, no solo puedo engañarme acerca de los atributos de las cosas, sino
también de la existencia de las cosas mismas y hasta de mi propia existencia en tanto
cuerpo, “como, por ejemplo, que yo estoy aquí, ahora, sentado junto al fuego, vestido con
una bata, con este papel entre las manos, y cosas semejantes” (Descartes, 1641: 16). El
hecho es que “la existencia misma de las cosas materiales que nos representamos podría ser
una ilusión” (Caimi, 2003: XLVIII). El sueño es la prueba fehaciente de ello. Tal como
experimentó Descartes aquella noche de noviembre: “no sé con seguridad si estoy soñando
o estoy despierto”. En efecto, no puedo saber de modo claro y distinto que lo que estoy
experimentando no sea producto de un sueño. La vida podría ser un gran sueño. Por lo
tanto, si soy fiel a la duda, no puedo asegurar con certeza ni la existencia de las cosas
mismas ni la de mi propio cuerpo.
Dicho esto, “aunque esas cosas generales, a saber, ojos, cabeza, manos y otras
semejantes, puedan ser imaginarias, hay que admitir que son verdaderas algunas más
simples y universales que éstas” (Descartes, 1641: 18): la extensión, la figura, el número y
la relación. De este modo, Descartes comienza a ocuparse ya no de las existencias sino de
las esencias, es decir, de aquellas cosas simples y generales de las que están compuestas las
demás. Para ello, sostiene Caimi, hay que pasar de la duda natural a la duda hiperbólica:
“de aquí en adelante, la duda ya no se basará en la naturaleza más o menos sospechosa de
los objetos, sino en un acto de voluntad” (2003: LII). Lo que sucede, dice Descartes, es que
si bien los principios matemáticos, las ideas simples, nos parece ciertas e indudables, bien
podría ser que un “genio maligno, tan sumamente astuto como poderoso, ha puesto toda su

58
industria en engañarme” (1641: 20) y hacerme creer, por ejemplo, que la suma de los
ángulos internos de un triángulo es igual a dos ángulos rectos… cuando tal vez no sea así.
La hipótesis del genio maligno, a través de la duda hiperbólica, lo lleva,
necesariamente, a considerar como falsos todos los conocimientos, cualquier contenido que
se presente al espíritu. “Hemos perdido todo, menos el pensar mismo” (Caimi, 2003: LIII).
Es así como llegamos, finalmente, al cogito:

Me he convencido de que no hay nada en el mundo: ni cielo, ni tierra, ni mentes, ni


cuerpos; pero ¿me he convencido también de que yo no soy? Ahora bien, si de algo me
he convencido, ciertamente, yo era. Pero hay cierto engañador, sumamente poderoso y
astuto, que, de industria, siempre me engaña. Ahora bien, si él me engaña, sin lugar a
dudas yo también existo; y engáñeme cuanto pueda, que nunca conseguirá que yo no
sea nada mientras piense que soy algo. De manera que, habiéndolo sopesado todo
exhaustivamente, hay que establecer finalmente que esta proposición, Yo soy, yo
existo, es necesariamente verdadera cada vez que la profiero o que la concibo
(Descartes, 1641: 22).

El pensar, considerado independientemente de cualquier contenido, es el


conocimiento indudable que Descartes estaba buscando. “Afirmar la realidad de este pensar
será, entonces, una afirmación siempre verdadera […] Alcanzamos así una proposición
verdadera e indudable, la primera –y por ahora, la única- proposición de la ciencia: pienso,
luego existo” (Caimi, 2003: LIV). La clave, para lo que vendrá, está en el enunciado
“mientras piense que soy algo”, en donde Descartes afirma su existencia en el acto mismo
de enunciar el pensar, más allá de lo que se piense.
En cuanto a la caracterización del ego cartesiano, del yo que piensa, existe, habría
que decir que “no tiene otras esencia ni otra determinación que el mero pensar” (Caimi,
2003: LV), y solo se sostiene como existente en tanto se profiera o conciba ese acto
reflexivo sobre el pensamiento: cogito, ergo sum. Sin embargo, Descartes no pudo concebir
una actividad misma como el pensar sin un sustrato que le sirva como basamento. “Es
víctima, en esto, de un prejuicio substancialista que lo conduce a la introducción
clandestina de res, cosa o substancia” (Frondizi citado por Caimi, 2003: LXIII). Por esta
vía, la proposición pienso, luego existo, lo lleva a Descartes a considerarse como una res
cogitans, una cosa pensante: “una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que
quiere, que no quiere, que imagina también y que siente” (1641: 25). De este modo,
Descartes transforma al hombre, a él, en subjectum, sujeto.

59
Dios, el garante de la verdad

A partir del cogito, Descartes tendrá que dar el salto que le permita sostener otro
tipo de verdades más allá de su existencia como sustancia pensante. El cogito lo ha dejado
completamente solo: sin otros, sin mundo, sin Dios. El único modo de alcanzar una verdad
que no sea la de su propia existencia será, entonces, concebir alguna idea que no fuera
causada por él.
Antes de seguir, es necesario señalar que Descartes distingue entre la realidad
objetiva y la realidad formal de las ideas. Como realidad objetiva, entiende al contenido de
las ideas en tanto representado, mientras que la realidad formal es la realidad efectiva de la
cosa representada. En este sentido, hay muchas ideas que no tienen ningún tipo de realidad
formal pero sí realidad objetiva. Asimismo, como nada surge de la nada, sostiene que toda
idea debe tener una causa: o el propio yo o los objetos externos realmente existentes. La
pregunta es, nuevamente, si existe alguna idea de la cual él no sea la causa. De este modo,
Descartes llega a concebir como existente una idea que excede la realidad formal de su
mente humana y finita, “una que tiene una realidad objetiva infinita. Es la idea de Dios”
(Caimi, 2003: LXXXV). Dado que su mente es finita pero tiene la capacidad de concebir
una realidad infinita, su origen no puede estar en él. En definitiva, si existe la realidad
objetiva de una idea que excede mi realidad formal como sustancia pensante, esa realidad
objetiva debe corresponder a una realidad formal que cause la idea de infinitud y perfección
en mí, es decir, Dios. Él no puede ser la causa de la idea de Dios pero constata, sin
embargo, que esa idea habita en su interior. Por lo tanto, Dios mismo debe ser la causa de
esa idea.

Con el nombre de Dios entiendo una substancia infinita, independiente, sumamente


inteligente, sumamente poderosa, que me ha creado a mí y cualquier otra cosa que
exista, si existe. Pero todas estas cosas que he dicho son tales que cuanto más
atentamente las considero, tanto más me parece que no pueden haber sido producidas
por mí solo. Y por ello hay que concluir […] que Dios existe necesariamente.
Pues aunque yo tenga la idea de substancia por ser yo una substancia, no tendría la de
substancia infinita, siendo yo finito, a no ser que ésta proceda de una substancia
verdaderamente infinita (Descartes, 1641: 41).

Una vez confirmada la existencia de Dios, se ha demostrado, a su vez, la existencia


de un ser perfecto, por “donde resulta evidente que él no puede ser falaz; pues es manifiesto
por la luz natural que todo fraude y engaño depende de algún defecto” (ibíd.: 47). La

60
existencia de un Dios infinito, perfecto y que no engaña, un Dios que garantiza la verdad, le
permitirá a Descartes operar nuevamente con las intuiciones –aquellas que habían sido
descartadas por el genio maligno- y la deducciones que partan desde allí. Por esta vía,
siguiendo el método ahora asegurado por Dios, Descartes podrá traer nuevamente al campo
del saber las esencias, las existencias (inclusive la de su cuerpo como sustancia extensa) y
las cualidad secundarias.

Lacan con Descartes

Luego de esta extensa pero necesaria introducción, llegó el momento de plantear los
motivos de mi interés por el cogito. La hipótesis de Lacan, la recuerdo, es la siguiente: “el
sujeto con el que operamos en psicoanálisis no puede ser sino el sujeto de la ciencia” (1966:
816), y este sujeto es “aquel que Descartes inaugura y que se llama el cogito” (ibíd.: 814).
En primera instancia, esta conjetura parece paradójica. ¿Cómo puede ser que el cogito
“sujeto de la representación y/o de la volición” (Nancy, 1992: 26), asiento de la
autotransparencia del pensamiento, summun de la conciencia reflexiva, punto cúlmine de la
entronización del yo- sea la condición para el descubrimiento del inconsciente freudiano?
¿No son sujetos –el del cogito y el del inconsciente- absolutamente contradictorios entre sí?
¿Qué tiene que ver uno con el otro?
Es sorprendente la insistencia de Lacan en este punto, y hasta podría afirmarse que
Descartes es uno de sus interlocutores más importantes. Las innumerables referencias lo
demuestran, especialmente las que aparecen entre los Seminarios 9 y 15, y en los escritos
de aquella época. En este sentido, “La ciencia y la verdad” puede interpretarse como una
recapitulación de todas las ideas que gravitaron alrededor del problema del cogito, la
ciencia moderna y el descubrimiento del inconsciente, y como plan de trabajo para lo que
vendría.
En el Seminario 11, por ejemplo, dijo:

Me atrevo a enunciar como una verdad que el campo freudiano solo era posible cierto
tiempo después de la emergencia del sujeto cartesiano, por el hecho de que la ciencia
moderna empieza después del paso inaugural dado por Descartes (Lacan, 1964: 55)

El sujeto del inconsciente, dice Lacan, “estaba allí a la espera desde Descartes”
(ibídem). Me dedicaré, entonces, a argumentar esta hipótesis.

61
Lo primero que habría que decir es que Lacan ingresa en un debate que ya estaba
presente tanto en Koyré –como señalé en el capítulo anterior- como en Heidegger (1927,
1935-36, 1938), en la medida en que éste último hizo del cogito cartesiano el momento
crucial de la metafísica moderna, correlativa al surgimiento de la ciencia galileana. La
hipótesis de Heidegger es que en el examen del principio cogito, ergo sum, Descartes se
centró en el primero –el cogito- y dejó de lado el segundo –el sum-.35 De este modo, para
Heidegger, según afirma Balmès, “Descartes inaugura precisamente el momento de la
modernidad, colmo de la metafísica en su olvido de la cuestión del ser, un olvido que se
concentra en la promoción de la noción de sujeto” (1999: 150). La propia certeza del cogito
dispensó a Descartes de la pregunta por el sentido del ser, en pos de la formulación -
heredada de la tradición metafísica medieval- del sujeto como res pensante. La reducción
cartesiana del ser a la certeza del sujeto fue concomitante con “la transformación del
hombre en sujeto, en subjectum o fundamento sobre el que se funda el ser de lo ente y la
verdad” (Pacheco Cornejo, 2012: 35). El yo se convierte, entonces, en sujeto, en subjectum,
traducción latina del griego hypokeimenon (ὑποκείµενον), es decir, lo subyacente, lo
idéntico a sí mismo que reúne todo sobre sí.
En este punto, encontramos una coincidencia con los planteos de Lacan, por
ejemplo, cuando sostiene que “el cogito de Descartes tiene un sentido: es que a esta
relación del pensamiento y del ser, sustituye pura y simplemente la instauración del ser del
yo (je)36” (Lacan, 1966-67, 11/01/67: 10). Entonces, tanto Lacan como Heidegger afirman
que desde el cogito se rehúsa a la pregunta por el ser37 debido a su equivalencia con el yo
(je) (Rabinovich, 1985). Ahora bien, según entiendo, las similitudes se acaban aquí. Si bien
es cierto que para Lacan el cogito cartesiano y la ciencia moderna representan un viraje
fundamental en la metafísica moderna por producir la instauración del ser del yo, el rechazo
que él subrayará no es el de la cuestión del ser, sino el de la verdad como causa, de la que la

35 “Con el cogito sum, Descartes pretende proporcionar a la filosofía un fundamento nuevo y seguro. Pero lo
que en este comienzo radical Descartes deja indeterminado es el modo de ser de la res cogitans, más
precisamente, el sentido de ser del sum” (Heidegger, 1927: 34).
36 A lo largo del capítulo, excepto que lo aclaré entre paréntesis, cada vez que hable del yo me estaré
refiriendo al je y no al moi.
37 “Ahora bien, el cogito de Descartes tiene un sentido: es que a esta relación del pensamiento y del ser,
sustituye pura y simplemente la instauración del ser del yo. Lo que yo quiero producir ante ustedes es esto: es
que, en tanto que la experiencia, que no es más que una experiencia que, ella misma, es continuación y efecto
de este franqueamiento del pensamiento que representa, en fin, algo que puede llamarse rehusamiento {refus}
de la cuestión del Ser... — y precisamente en tanto que este rehusamiento ha engendrado esta continuación,
esta nueva erupción del abordaje sobre el mundo, que se llama la ciencia […] Nada, en lo que aporta Freud,
sea que se trate del inconsciente o del ello, retorna a algo que, en el nivel del pensamiento, nos vuelva a situar
sobre ese plano de la interrogación del Ser” (Lacan, 1966-67, 11/01/67: 11).

62
ciencia “no querría saber nada” (Lacan, 1966: 830). Recordemos que Lacan en La ciencia
y la verdad, retomando algunos argumentos del Seminario 12, sostuvo que la división del
sujeto de la ciencia es entre saber y verdad. Desde este punto de vista, el cogito cartesiano
inaugura la existencia de un sujeto que se deshace de la verdad al dejarla al arbitrio divino
(Lacan, 1964-65), y levanta, junto a la ciencia moderna, una frontera entre el saber y la
verdad. La ciencia acumula saber y se olvida de la verdad.

Ese rechazo de la verdad por fuera de la dialéctica del sujeto y del saber que es,
propiamente hablando, el nervio de la fecundidad del proceder cartesiano […] A partir
de Descartes, el saber, el de la ciencia, se constituye sobre el modo de producción de
saber […] Es saber, a partir de Descartes, aquello que puede servir para incrementar el
38
saber. Y este es un asunto muy diferente al de la verdad (ibíd.: 262)

El sujeto de la ciencia, dice Lacan, es lo que falta al saber. Esto quiere decir que es
“en los tropiezos, en los intervalos de ese discurso donde hallo mi estatuto de sujeto. Ahí se
me anuncia la verdad: donde no me cuido de lo que viene de mi palabra”39 (ibíd.: 263). La
relación del sujeto cartesiano con el saber, aquella de la que según Lacan el propio
Descartes renegó, es una relación “puntual y desvaneciente, esa relación con el saber que de
su momento históricamente inaugural ha conservado el nombre de cogito” (Lacan, 1966:
815).
Por lo tanto, en la obra de Lacan hay una lectura doble del cogito: por un lado, el
sujeto cartesiano es el presupuesto del sujeto del inconsciente; por el otro, el inconsciente
se presentará como el revés del cogito. Estos enunciados, que tal vez parecen contrapuestos,
son en verdad complementarios. Para poder comprender su alcance realizaré un recorrido
por algunos fragmentos de la obra de Lacan –especialmente entre los Seminarios 9 y 15- en
los que articula ambas instancias. Con fines de inteligibilidad, haré una presentación
cronológica. Como podrá observarse, el objetivo que atraviesa todas las lecturas lacanianas
del cogito –a pesar de sus distintos matices- es reabrir la hiancia entre el pensamiento y el
ser, aquella que Descartes suturó al hacer del pensar un ser, y del ser un yo.


38 C’est ce rejet de la vérité hors de la dialectique du sujet et du savoir qui est à proprement parler le nerf de la
fécondité de la démarche cartésienne […] À partir de Descartes, le savoir, celui de la science, se constitue sur le
mode de production du savoir […] Est savoir, à partir de Descartes, ce qui peut servir à accroître le savoir. Et ceci,
est une toute autre question que celle de la vérité.
39 C’est dans les achoppements, dans les intervalles de ce discours où je trouve mon statut de sujet. Là m’est
annoncée la vérité : où je ne prends pas garde à ce qui vient dans ma parole

63
El cogito lacaniano

De ahora en más, me referiré a lo que podría llamarse “el cogito lacaniano”,


sintagma polisémico y, probablemente, poco preciso, que responde a las múltiples
transformaciones que Lacan realizó sobre el cogito cartesiano con el fin de buscar nuevos
modos de articular el pensamiento y el ser que no se precipiten en la instauración de un ser
del yo.
En “Instancia de la letra o la razón desde de Freud”, de 1957, puede encontrarse la
primera versión del cogito lacaniano. La búsqueda de formas inéditas de pensar la función
del sujeto, “el punto crucial de nuestro problema” (483), lo lleva a Lacan a explicitar la
importancia del cogito cartesiano en su vínculo con el inconsciente: “eludirlo bajo el
pretexto de su aspecto filosófico […] es también prohibirse la entrada a lo que puede
llamarse el universo de Freud” (ibídem.). En principio, Lacan menciona que el cogito, ergo
sum “no es solo la fórmula en que se constituye, con el apogeo histórico de una reflexión
sobre las condiciones de la ciencia, el nexo con la transparencia del sujeto trascendental de
su afirmación existencial” (ibídem). ¿Qué nos dice el cogito, entonces, por fuera de su
vínculo con la transparencia del sujeto transcendental?
Cabe mencionar que las anteriores referencias a Descartes en la obra de Lacan se
centraron en la problemática del cogito como “el núcleo de ese espejismo que hace al
hombre moderno tan seguro de ser él mismo en sus incertidumbres sobre sí mismo”
(ibídem). Más adelante, en el último capítulo, me ocuparé en detalle de esta perspectiva. Lo
que me interesa destacar ahora es el cambio del punto de vista que Lacan parece
proponernos en el escrito. Nuevamente, ¿cómo pensar el pienso, luego existo si no es a
través del sujeto transcendental?
La inquietud se abre en medio de la permanente indagación de Lacan sobre los
vínculos del sujeto con el significante, teniendo en cuenta que todavía no había llegado a su
fórmula canónica: “un significante es lo que representa a un sujeto para otro significante”.
En este contexto, Lacan se pregunta si el sujeto del significante es concéntrico o excéntrico
al sujeto del significado, “si cuando hablo de mí soy el mismo de aquel que hablo” (ibíd.:
484). ¿Yo soy yo?, es decir, ¿el sujeto que dice yo pienso, yo soy coincide con el yo al cual
se refiere?, ¿en qué medida son análogos el cogitans –aquello que piensa- con el cogitatum-
aquello que es pensado? La distinción es, entonces, entre el sujeto de la enunciación y
sujeto del enunciado, a pesar de que Lacan no la exprese en estos términos.

64
Si se toman las dos leyes que rigen el lenguaje y, por lo tanto, el inconsciente –que
está estructurado como un lenguaje-, la metáfora y la metonimia, podemos llegar a las
siguientes conclusiones: en primer lugar, desde la perspectiva de la metonimia, si “me
niego a buscar ningún sentido más allá de la tautología” (ibídem) afirmando, por ejemplo,
que “la guerra es la guerra”, o en los términos que nos importan, “yo soy yo”, es evidente
que yo soy en el acto mismo de enunciarlo; en segundo lugar, desde la metáfora, puedo
afirmarme en el ser del significante que viene a sustituir el deslizamiento infinito ante la
pregunta por quién soy. Por ejemplo, puedo reemplazar una serie de adjetivos calificativos
–ordenado, metódico, ritualista, insistente, etc.- por un ser: “soy TOC” (trastorno obsesivo
compulsivo).
Sin embargo, dice Lacan -siguiendo a Saussure-, un significante se distingue por su
valor diferencial, es decir, por ser lo que los otros no son. Por lo tanto, un significante en
tanto tal no significa nada y jamás podría coincidir consigo mismo. El inconsciente no
conoce la contradicción, esta es la idea de Freud. Entonces, en la metonimia no puedo
afirmarme en mi ser debido a la diferencia que se pone de manifiesto en la repetición del
significante (Albornoz, s.f.); en este caso, del significante “yo”. Hay, podría decirse, un
deslizamiento infinito de la cadena significante en el eje sintagmático del lenguaje. Todo
significante –al igual que toda significación- remite a otro y, por lo tanto, lleva consigo un
sentido “en menos”. Esto implica, a su vez, que entre el significante y la significación los
lazos son profundamente inestables. Por otro lado, la metáfora –el eje paradigmático-, si
bien tiene el carácter de un sinsentido, implica, a su vez, un plus de sentido, propio de la
chispa poética del lenguaje. Es que ahí donde petrifico mi ser vía una metáfora, no advierto
ese decir en más que la constituye (cuando afirmo que soy un TOC digo mucho más que
los adjetivos calificativos antes mencionados, por ejemplo, que soy un “enfermo mental”).
En estos puntos, dice Lacan, “la evidencia va a ser subvertida por lo empírico, [es
aquí] donde reside el giro de la conversión freudiana” (1957: 484). Lo empírico no es otra
cosa que las formaciones del inconsciente: los lapsus, los chistes, los sueños y los síntomas.
El juego de la metáfora y la metonimia demuestra que en la cadena significante no puedo
ubicarme en tanto sujeto. Allí no soy, “porque no puedo situarme” (ibídem). Dicho esto,
Lacan puede concluir:

Es decir que son pocas las palabras con que pude apabullar un instante a mis auditores:
pienso donde no soy, luego soy donde no pienso. Palabras que hacen sensible para toda

65
oreja suspendida en qué ambigüedad de hurón huye bajo nuestras manos el anillo del
sentido sobre la cuerda verbal.
Lo que hay que decir es: no soy, allí donde soy el juguete de mi pensamiento; pienso
en lo que soy, allí donde no pienso pensar (ibídem).

Es importante aclarar que Lacan equipara la cadena significante con el pensamiento


(Gedanke), ya que “Freud designa con ese término los elementos que están en juego en el
inconsciente; es decir, en los mecanismos significantes [metáfora y metonimia] que acabo
de reconocer en él” (ibídem). De este modo, presenta la primera versión del cogito
lacaniano: pienso donde no soy, luego soy donde no pienso. Esto quiere decir que allí donde
pienso, es decir, donde juego el juego de los mecanismos de la metáfora y la metonimia, no
puedo situarme en tanto ser. Podría afirmarse, en verdad, que no es correcto decir que juego
el juego de mis pensamientos sino que los pensamientos juegan conmigo, que soy el
juguete de mi pensamiento. Solo puedo ser cuando no pienso pensar, cuando omito que me
constituyo como efecto del pensamiento…pensamiento que difícilmente pueda calificar
como mío.
El sentido de la cadena significante, la respuesta a la pregunta por el qué me quiere
decir eso que me dices, es un hurón que huye sobre la cuerda verbal, que se escapa de las
manos cada vez que se lo intenta agarrar. El deseo está en fuga, habita en ese menos y ese
más de sentido propio de los mecanismos significantes. Donde pienso, mejor dicho, donde
hay pensamiento, no puedo ubicarme en tanto ser, no hay significante que me signifique
como deseante. El juego de la metáfora y la metonimia “clava mi deseo sobre una carencia
de ser” (ibídem).

La evanescencia del sujeto

En el Seminario 9, La identificación, dictado entre los años 1961 y 1962, Lacan


retoma el cogito para pensar la cuestión de la identidad del sujeto y su relación con el
significante. El hecho de que se sirva del mismo para pensar la identidad, la pregunta por el
ser, no parece nada extraño.
En principio, Lacan afirma que el yo pienso del cogito “no es un pensamiento”
(15/11/61: 12). Según dice, el yo pienso es un “pensamiento de pensador” y esto no es una
exigencia a la hora de hablar de pensamientos. En efecto, “un pensamiento, para decir todo,
no exige de ningún modo que se piense en el pensamiento. Para nosotros particularmente,

66
el pensamiento comienza en el inconsciente” (ibíd.: 13). Un pensamiento no precisa de
ningún pensador. Hay pensamiento más allá de alguien que lo piense como su pensamiento.
El inconsciente es un pensamiento sin “sujeto”.
Este comienzo ilustra la pretensión de Lacan respecto del cogito: demostrar que el
pensamiento es “completamente insuficiente para sostener en nada ninguna cosa que
podamos finalmente localizar de esta presencia: yo soy” (ibídem). La idea insiste: no es
correcto sostener la presencia de un ser a partir de un pensamiento porque un pensamiento
no requiere de ningún ser. Lo que sucede es exactamente lo contrario: un pensamiento que
no se piense como pensamiento de un pensador conduce hacia una carencia de ser.
Persistiendo en su crítica al pensamiento del cogito, Lacan dice que el yo pienso
tiene el mismo estatuto que el yo miento –modificación de la célebre paradoja del
mentiroso-: ambos enunciados son lógicamente insostenibles. Recordemos la paradoja en la
versión reducida de Lacan: si supongo que la afirmación yo miento es verdadera, lo que
digo es verdadero, pero como afirmo que miento, entonces debe ser falsa. La contradicción
es evidente. Por otro lado, si supongo que esta afirmación es falsa, entonces lo que afirmo
es falso, pero como afirmo que miento, entonces lo que digo es verdadero. Nuevamente,
una contradicción. Sin embargo, para Lacan esta es una falsa paradoja, ya que se sostiene
en la falta de distinción de dos planos: el del enunciado y el de la enunciación. Si
distinguimos estas dos voces la paradoja desaparece, por ejemplo, al enunciar: “él dice que
yo miento”, pero también, “yo digo que yo miento”. El yo que miente no es el mismo que
el yo que dice yo miento. Lo mismo ocurre con el “pienso”: no es el mismo el yo que piensa
en el yo pienso que el yo que dice yo pienso. “Como sujeto del enunciado y sujeto de la
enunciación no son lo mismo, hay que admitir que, en rigor, el sujeto no es el que piensa,
luego soy” (Bass y Zaloszyc, 1988: 33).
Según Lacan, si se hace explicita la distinción entre enunciado y enunciación, el yo
pienso cartesiano quiere decir: o bien yo pienso que pienso -“que entonces no es hablar
absolutamente de ninguna otra cosa que del yo pienso de opinión o de imaginación”-
(1961-62, 15/11/61: 18), como por ejemplo “yo pienso que ella me ama”; o bien yo soy un
ser pensante -“lo que es, desde luego, apresurar entonces de antemano todo el proceso de
lo que apunta justamente a hacer salir del yo pienso un estatuto sin prejuicios, como sin
infatuación, para mi existencia” (ibídem). Pero, por último, hay otra opción que sería hacer
del yo pienso un yo sé que pienso, subrayando, entonces, la presencia del saber. Este es,
según Lacan, el prejuicio más importante de la filosofía, expresado abiertamente en el

67
cogito, el límite a partir del cual comienza la posibilidad de pensar el inconsciente:
suponerle un sujeto al saber. El sujeto supuesto saber es el prejuicio radical de la filosofía.
Los psicoanalistas nos guardamos de suponer algún sujeto al saber, por el contrario,
sostenemos que existe un saber más allá de que algún sujeto lo sepa. “El saber es
intersubjetivo, lo que no quiere decir que es el saber de todos, sino que es el saber del Otro,
con una A mayúscula. Y el Otro […] no es un sujeto, es un lugar al cual uno se esfuerza,
desde Aristóteles, por transferir los poderes del sujeto” (ibíd.: 20). El inconsciente es,
justamente, ese lugar Otro donde existe un saber que ningún sujeto puede asumir como
propio.
De este modo, Lacan señala “el rasgo de contrabando de la introducción de ese yo
en la conclusión: 'pienso, entonces yo soy'” (Lacan, 1961-62, 22/11/61: 12). Este es el
impasse, el imposible, del cogito cartesiano: el paso en falso del pensar al ser a través de la
sustancia pensante. Lo que nos interroga, dice Lacan, es ver si no hay un “punto
privilegiado del yo pienso puro sobre el cual podamos fundarnos” (ibíd.: 10). Se trata,
entonces, de la búsqueda de un pensar “puro” que no concluya en la instauración de un yo
soy y que sirva como fundamento para un pensar inconsciente. En otros términos, la idea es
poder pensar desde el cogito un pensamiento sin suponerle un “sujeto”. En este sentido, si
suspendemos el prejuicio que asimila el yo pienso con el yo soy -puesto que sé que quien
piensa soy yo- llegamos a la conclusión de que la duda hiperbólica ha dejado al yo en “una
vacilación fundamental” (ibíd.: 12).

El otro modo, que es el que nos lleva más cerca del paso cartesiano, es percatarnos
justamente del carácter hablando con propiedad desvaneciente de ese yo, hacernos ver
que el verdadero sentido del primer paso cartesiano, es articularse como un yo pienso y
yo no soy (ibíd.: 12-3).

Otra vez, el cogito lacaniano se articula como yo pienso, yo no soy, prestando


particular atención al yo que es negado. Lacan divide, entonces, en dos pasos el proceder
cartesiano: en primer lugar, el de la duda hiperbólica que termina en la evidencia del yo
pienso –un sujeto desvaneciente-; en segundo lugar, el paso del pensar al ser con la
asunción de un yo como ser pensante. Para realizar este segundo paso, para poder salir de
su condición de sujeto evanescente, Descartes requiere de un garante que le brinde
estabilidad ontológica a su cogito. El sujeto cartesiano, en su acto de suspensión del saber a
partir de la duda hiperbólica, se encuentra con un puro pensar sin contenido, un trazo

68
único, un significante, un sin-sentido (non-sens): yo pienso. Si un significante en tanto tal
no significa nada jamás podría significar por sí mismo a un sujeto. El significante como
trazo unario no pude significar al sujeto, no puede ser el soporte de la identidad sino en la
diferencia…con otros significantes.

Lo que encontramos, en el límite de la experiencia cartesiana como tal del sujeto


desvaneciente, es la necesidad de ese garante, del trazo de estructura más simple, del
trazo único, si me atrevo a decir, absolutamente despersonalizado, no solamente de
todo contenido subjetivo, sino incluso de toda variación que supere ese único trazo, de
ese trazo que es uno por ser el trazo único.
La fundación del uno que constituye ese trazo no está en ninguna parte tomada en otra
parte que en su unicidad. Como tal, no podemos decir de él otra cosa sino que es lo que
tiene de común todo significante: estar ante todo constituido como trazo, tener a ese
trazo por soporte […] es a partir de ese punto, no mítico, sino perfectamente concreto,
de identificación inaugural del sujeto al significante radical, no del Uno plotiniano,
sino del trazo único como tal, que toda perspectiva del sujeto como no sabiendo puede
desplegarse de una manera rigurosa (ibíd.: 18-19).

La fundación del sujeto a partir del uno de la diferencia le permite a Lacan pensar
un sujeto como efecto de la articulación significante y, por lo tanto, como una instancia
desposeída de cualquier saber. El sujeto del inconsciente no es propietario de ningún saber,
es más bien su efecto. La hipótesis de Lacan es que Descartes, sin saberlo, puso en cuestión
el sujeto supuesto saber a través de la duda hiperbólica y llegó a un yo pienso inaugural,
ligero e inasible, sin estabilidad. Pero luego, transformó el yo pienso en un yo soy que
encontró su garantía en la presencia de un Dios veraz. Recordemos que antes de la
reintroducción de Dios, el yo pienso, yo soy era verdadero cada vez que Descartes lo
concebía o lo enunciaba. La permanencia ontológica del cogito, podría decirse, pendía de
un hilo. Por lo tanto, gracias a la reintroducción de Dios “la evidencia del cogito deja de
estar confinada al instante mismo en que la tenemos” (Caimi, 2003: XC).
Por esta vía, Lacan llega en este mismo Seminario a la definición de sujeto (y del
significante) que lo acompañará a lo largo de su obra: “un significante representa a un
sujeto para otro significante”.40


40 “¿Cómo es posible que se produzca, esta relación típica en el sujeto, constituida por la existencia del
significante como tal, único soporte posible de lo que es para nosotros originalmente la experiencia de la
repetición? ¿Me detendré aquí, o les indicaré desde ahora cómo hay que modificar la fórmula del signo para
captar, para comprender lo que está en juego en el advenimiento del significante? El significante, al revés del
signo, no es lo que representa algo para alguien, es lo que representa precisamente al sujeto para otro
significante.” (Lacan, 1961-62, 04/ 12/61: 23).

69
Pero este es solo el comienzo del análisis lacaniano del cogito. En los siguientes
seminarios, Descartes será su interlocutor privilegiado para reflexionar sobre “el sujeto
mismo como acto inaugural” (Lacan, 1961-62, 22/11/61: 16)

El inconsciente lacaniano

Desde el comienzo del capítulo subrayé que las lecturas del cogito por parte de
Lacan se vinculan, siempre, con el sujeto del inconsciente. En esa época –especialmente a
partir de haber introducido una definición de sujeto que parece haberlo satisfecho- Lacan
empezó a construir un concepto del inconsciente distinto a los que ya había elaborado (el
inconsciente como discurso del Otro y el inconsciente estructurado como un lenguaje). En
el Seminario 11 -Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis- y en Posición del
inconsciente, se encuentran los desarrollos más elaborados sobre el tema. Me dedicaré,
entonces, a examinarlos en detalle, con el objetivo de establecer con mayor precisión los
vínculos entre el inconsciente y el cogito cartesiano.
Para introducir el problema empezaré, tal como lo hace Lacan, con algunas
definiciones negativas: “el inconsciente no es una especie que defina en la realidad psíquica
el círculo de lo que no tiene el atributo (o la virtud) de la conciencia” (Lacan, 1964b: 790).
Tampoco es una “función arcaica […] presencia velada de un pensamiento que, antes de su
revelación, ha de estar a nivel del ser, [no es] el inconsciente metafísico, [ni] instinto”
(Lacan, 1964: 132). El inconsciente no es aquello que es o está en lo que no es consciente.
Los psicoanalistas de la segunda y la tercera generación, según Lacan, se dedicaron a
psicologizar al inconsciente, a suturar la hiancia que le es inherente. El inconsciente
después de Freud se transformó en un “uno cerrado, espejismo al que se aferra la referencia
a un psiquismo de envoltura, suerte de doble del organismo donde residiría esa falsa
unidad” (ibíd.: 33). La crítica se dirige, entonces, a la topología que le había sido asignada:
una esfera (con representaciones), dentro de otra esfera (el aparato psíquico), dentro de otra
esfera (el individuo), dentro de otra esfera (la realidad). Pero el inconsciente no es un
homúnculo ni ningún tipo de interioridad. No contiene nada: ni representaciones, ni
significantes. Además, Lacan cuestionó toda las perspectivas ontológicas que se le
adjudicaron: “el inconsciente de antes de Freud no es, pura y simplemente” (1964b: 790).
No hay inconsciente antes de Freud porque el inconsciente no es…por sí mismo. Para que

70
se realice requiere de un analista. La insistencia en criticar el estatuto ontológico del
inconsciente es notable:

Podríamos decir de la hiancia del inconsciente que es pre-ontológica. Insistí sobre el


carácter demasiado olvidado - olvidado de una manera que no deja de ser significativa-
de la primera emergencia del inconsciente, carácter que consiste en no prestarse a la
ontología. En efecto, lo primero que se le hizo patente a Freud, a los descubridores, a
los que dieron los primeros pasos, lo que se hace patente aun a cualquiera que en el
análisis acomode su mirada un rato a lo que pertenece propiamente al orden del
inconsciente es que no es ni ser ni no-ser, es no-realizado (Lacan, 1964: 38).

El inconsciente, tan frágil en su estatuto ontológico, tiene estatuto ético. Esto quiere
decir, entre otras cosas, que el inconsciente requiere de una posición específica por parte
del analista para su surgimiento. “Los psicoanalistas forman parte del concepto de
inconsciente, puesto que constituyen aquello a lo que éste se dirige” (Lacan, 1964b: 793).
En definitiva, Lacan cuestiona la concepción ontológica del inconsciente, aquella que
derivó en una forma particular de comprender su espacialidad y su temporalidad.
¿Qué es, entonces, el inconsciente? Para responder a estar pregunta Lacan cree que
es fundamental examinar la función de la causa. “La causa se distingue de lo que hay de
determinante en una cadena o, dicho de otra manera, de la ley” (Lacan, 1964: 29). Una ley
científica es un enunciado en el que se afirma una relación constante entre dos o más
variables, cada una de las cuales representa una propiedad de algún sistema concreto. La
ley se destaca por ser invariable, determinante y universal: “toda vez que A, entonces B”.
La causa, en cambio, siempre tiene algo de indefinido, de anticonceptual, “entre la causa y
lo que ella afecta, está siempre lo que cojea” (ibíd.: 30). Esto quiere decir, al menos, dos
cosas: en primer lugar, que el inconsciente no determina al sujeto sino que éste es un
elemento indeterminado de la cadena significante.41 No hay significante que signifique al
sujeto...sino para otro significante. En segundo lugar, esto significa que no hay sujeto
anterior al decir. En otras palabras, el inconsciente “es lo que decimos” (ibíd.: 70) y el
sujeto es su efecto. De este modo, Lacan subraya la dimensión superficial del inconsciente
en el discurso del analizante por sobre cualquier perspectiva que lo asimile a una psicología
de las profundidades. El inconsciente está en lo que se dice, pero en aquello que se presenta

41 “Lo que importa no es que el inconsciente determine la neurosis; respecto a esto Freud recurre gustoso al
gesto pilático de lavarse las manos. Uno de estos días descubrirán quizá algo, determinantes humorales, por
ejemplo, da lo mismo: a Freud esto le tiene sin cuidado. Y es que el inconsciente nos muestra la hiancia por
donde la neurosis empalma con un real; real que puede muy bien, por su parte, no estar determinado” (Lacan,
1964: 30).

71
como discontinuidad. Las formaciones del inconsciente –los sueños, los lapsus, las
agudezas- se manifiestan como falla, tropiezo, corte. Si el lenguaje es “la causa del sujeto”
(Lacan, 1964b: 790), el inconsciente es aquello que cojea en el lenguaje: discontinuidades,
deslices, titubeos, vacilaciones, olvidos, cambios abruptos de tema, etc.
El problema de la causa es inseparable del de la temporalidad del inconsciente (Cf.
Bonoris y Carmio, 2013: 83). “El inconsciente es un concepto forjado sobre el rastro de lo
que opera para constituir al sujeto” (Lacan, 1964b: 790). Lo que hay del inconsciente, en
su sentido fenoménico, es un rastro. El inconsciente como revelación de una palabra
verdadera no fue ni es, sino que habrá sido. No es real ni irreal, es lo no realizado que se
evanescerá simultáneamente a su realización. La lógica temporal del inconsciente -la del
après-coup- es inversa a la concepción tradicional del tiempo como sucesión de instantes.
“Lo que lo que se realiza en mi historia no es el pretérito definido de lo que fue, puesto que
ya no es, ni siquiera el perfecto de lo que ha sido en lo que yo soy, sino el futuro anterior de
lo que habré sido para lo que estoy llegando a ser” (Lacan, 1953: 288). En esta concepción
el pasado y el porvenir se corresponden. Los síntomas, los sueños, los lapsus o los actos
fallidos que se producen en un análisis, no son más que el rastro, la huella, la estela, de lo
que percibimos como el retorno de lo reprimido, son una “señal borrosa de algo que sólo
adquirirá valor en el futuro, a través de su realización simbólica, su integración en la
historia del sujeto” (Lacan, 1953-54: 240). Por lo tanto, es imposible sostener que algunos
de estos fenómenos son, per se, formaciones del inconsciente. En última instancia
podremos decir que lo habrán sido, en futuro anterior. En definitiva, la causa no es anterior
al efecto. La causa del inconsciente es una causa que se pierde una vez que se la encontró.
De este modo, el inconsciente se manifiesta siempre como hallazgo. La risa y la
sorpresa son su mejor expresión.42 El inconsciente “sale a luz un instante, sólo un instante,
porque el segundo tiempo, que es de cierre, da a esta captación un aspecto evanescente”
(Lacan, 1964: 39). Esta es la dimensión pulsátil del inconsciente: paradójicamente, se abre
cuando se cierra. El inconsciente no es una entidad cerrada que por momentos se abre y
expulsa significantes, sino que es la ranura entre los significantes que se abre cuando estos
copulan, es decir, cuando se cierran.43 De allí que el inconsciente no tenga estatuto óntico


42 En un análisis que funciona, tanto el analizante como el analista se ríen mucho. Y esto no se debe al efecto
terapéutico de la risa, a pesar de que lo tenga. Sino que la risa es la manifestación fenómenica del
inconsciente, junto a la sorpresa y la angustia. La oquedad del inconsciente es también la boca abierta
lanzando carcajadas.
43 Alfredo Eidelsztein (2006) propone el siguiente modelo para pensar la dimensión pulsátil del inconsciente.

72
sino ético. La presencia del analista es necesaria porque el inconsciente “procede mediante
la interpretación” (ibíd.: 136). El analista ocupa el lugar del gran Otro que “es quien pide,
por boca del analista, que vuelvan a abrir los postigos” (ibíd.: 137). El inconsciente no es
un lugar turístico, no se puede pasear dentro de él porque a su entrada “nunca se llega sino
en el momento en que están cerrando […] y porque el único medio para que se entreabra es
llamar desde el interior” (Lacan, 1964b: 797). El analista, desde el interior del inconsciente,
invita a su apertura.
Sin embargo, que se llame desde el interior no significa que se lo haga desde
adentro. Insisto: el inconsciente no es una esfera. Si el cierre del inconsciente es lo que da
la clave de su dimensión espacial, es una “impropiedad […] hacer de él un dentro” (ibíd.:
798). La topología del inconsciente es la de la banda de Moebius. Vale recordar que en La
ciencia y la verdad cuando Lacan articula el sujeto del psicoanálisis con el sujeto cartesiano
afirma que su estructura es la de la banda de Moebius.
Mencionaré las características principales de esta superficie topológica,
exclusivamente aquellas que sirvan como modelo del sujeto del inconsciente (Cf.
Eidelsztein, 2006: 80-120). Construirla es muy sencillo: solo se necesita hacer una
semitorsión en uno de los extremos de una cinta de papel y luego pegar ambos. Así
podremos sumergirla en el espacio tridimensional. La banda de Moebius es una superficie
topológica bidimensional que tiene la virtud de presentar un único borde que la delimita
pero que no la cierra.

A B

B A

Banda de Moebius

Esto quiere decir que si la banda se encuentra sumergida en un espacio


tridimensional (como la imagen de la derecha) aparenta tener dos bordes –como una cinta
común y corriente- pero en verdad tiene solo uno. Lo mismo puede decirse de las caras: no
tiene una cara exterior y otra interior, una superficial y otra profunda, sino una cara que
parecen ser dos. Podría afirmar, siguiendo estos desarrollos, que imaginariamente el
inconsciente aparenta ser una estructura cerrada, con un adentro y un afuera, que contiene

73
representaciones en su interior. No obstante, Lacan destaca su estructura de borde: “la
estructura de lo que se cierra se inscribe en efecto en una geometría donde el espacio se
reduce a una combinatoria: es propiamente lo que se llama un borde” (1964b: 797). El
cierre del inconsciente, es decir, su apertura, se reduce a la combinatoria significante. El
inconsciente no tiene adentro ni afuera, es borde significante.
El corte es otra de las características que nos permite distinguir las superficies
topológicas entre sí. “El corte, dice Lacan, revela la estructura” (1957-58: 530). En el caso
de la banda de Moebius, se trata del corte por la línea media –el ocho interior- que da como
resultado una banda cilíndrica. Una vez realizado sabré que lo que había cortado era una
banda de Moebius y no otra superficie. Los efectos del corte son el índice de lo que habrá
sido. Por lo tanto, si el sujeto de la ciencia se encuentra dividido entre saber y verdad, el
corte de la articulación significante revelará la estructura en tanto tal: el sujeto habrá sido
una banda de Moebius. Esto quiere decir, entonces, que si avanzamos por la cara del saber
nos toparemos, sin cruzar ninguna frontera, con la cara de la verdad. Mejor dicho, una y
otra son la misma cara.
Para concluir quisiera subrayar que el esfuerzo de Lacan consistió en destacar el
valor de la palabra y el significante para pensar al inconsciente. El estructuralismo, y
especialmente la lingüística estructural, le sirvió para reflexionar sobre el modo en que el
juego de la combinatoria significante actúa de manera presubjetiva: “antes de toda
deducción individual, aun antes de que se inscriban en él las experiencias colectivas […]
antes de toda formación del sujeto, de un sujeto que piensa […] algo cuenta” (Lacan, 1964:
28). No obstante, no alcanza con decir que el inconsciente es el juego significante actuando
espontáneamente antes de que alguien lo piense. El inconsciente, como señalé, se
manifiesta en los intervalos de esos significantes, es decir, en las discontinuidades, en los
tropiezos, en las fallas del discurso. Irrumpe cuando yo no me ubico como pensador de mis
pensamientos. Eso piensa cuando yo no pienso pensar. Es allí donde el inconsciente se
anuncia como un hallazgo perdido. Esta estructura le da su estatus al inconsciente:
temporalidad retroactiva, espacialidad moebiana.
Finalmente, el sujeto del inconsciente…

se constituye con los efectos del significante […] con el término sujeto […] no
designamos el sustrato viviente necesario para el fenómeno subjetivo, ni ninguna
especie de sustancia, ni ningún ser del conocimiento en su patía, segunda o primitiva,
ni siquiera el logos encarnado en alguna parte, sino el sujeto cartesiano, que aparece en

74
el momento en que la duda se reconoce como certeza -sólo que, con nuestra manera de
abordarlo, los fundamentos de este sujeto se revelan mucho más amplios y, por
consiguiente mucho más sumisos, en cuanto a la certeza que yerra. Eso es el
inconsciente (Lacan, 1964: 132-133).

El sujeto del inconsciente es el sujeto cartesiano, ambos surgen en el momento en


que la duda se transforma en certeza. A partir de esta idea intentaré avanzar.

Freud con Descartes

El proceder de Freud y el de Descartes, dice Lacan, es similar: los dos llegan al


sujeto de la certeza a partir de la duda. En lo que respecta a Descartes, esta hipótesis no
parece requerir de muchos argumentos. El método cartesiano, justamente, parte de la duda
para acceder a la evidencia del yo pienso, yo soy. En principio, parece más enigmático
adjudicar este proceder a Freud. Veamos qué dice Lacan:

De una manera exactamente análoga [a la de Descartes], Freud, cuando duda -pues al


fin y al cabo se trata de sus sueños y, al comienzo, quien duda es él- está seguro por
eso de que en ese lugar hay un pensamiento, que es inconsciente, lo cual quiere decir
que se revela como ausente. A ese lugar convoca, en cuanto trata con otros, el yo
pienso en el cual se va a revelar el sujeto. En suma, está seguro de que ese pensamiento
está allí completamente solo de todo su yo soy, por así decir -por poco que alguien, y
ése es el salto, piense en su lugar (ibíd.:44).

En la experiencia del sueño, Freud tiene certeza de que hay un pensamiento cuando
duda: donde dudo, pienso. La duda es el indicio fundamental de que el sueño algo quiere
decir. Como signo de resistencia, la duda es la contracara de un pensamiento que se revela
como ausente. En este sentido, el sueño es la vía regia para el acceso al inconsciente, pero
no por su lugar de origen -el aparato psíquico- o su inherencia deseante, sino por su
materialidad textual. En ningún otro relato se presenta de un modo tan evidente el rechazo
al principio de no-contradicción: en un sueño las cosas son y no son a la vez. El sueño es
desgarro, tropiezo, discontinuidad, abismo entre lo vivido y lo narrado…duda. En
definitiva, el sueño es la vía regía al inconsciente porque dispone y prepara, más que
ningún otro fenómeno, y así lo hizo a lo largo de la historia, la pregunta por el deseo: ¿qué
me quiere decir?
Entonces, Freud dice que el inconsciente es aquello que por esencia le es negado a
la conciencia. ¿Pero qué estatuto le da a “aquello”? ¿Cuál es la materialidad del

75
inconsciente? Lacan destaca que Freud también es cartesiano cuando concibe que el
inconsciente está constituido por pensamientos (Gedanken). Existen pensamientos más allá
de la conciencia, y el único modo de representarlos es través de “la determinación en que el
sujeto del yo pienso se encuentra respecto a la articulación yo dudo” (ibíd.: 52). Tanto
Freud como Descartes aprenden su yo pienso en la enunciación del yo dudo.
No obstante, la convergencia entre Descartes y Freud se acaba allí. Si bien ambos
llegan a la certeza del sujeto a través de la duda, para Freud “el sujeto está como en su casa
en el campo del inconsciente” (ibídem). El sujeto cartesiano tiene la certeza de ser una
sustancia pensante. “En la proposición pienso, luego soy, el soy vale como sustantificación
del pienso, hace del pienso una realidad plenamente presente en sí misma” (Bass y
Zaloszyc, 1988: 33). Por el contrario, el sujeto del inconsciente no se apropia de sí mismo,
sino que descubre su falta-en-ser allí donde, por medio de la duda, se supone un
pensamiento ausente.
Asimismo, según Lacan, el cogito cartesiano se dirige hacia lo real pero deja por
fuera la verdad al ponerla en manos de Dios. Este parece haber sido el proceder de la
ciencia moderna, tal como propuse en el primer capítulo: alcanzar lo real rechazando la
verdad. De este modo, Lacan distingue la función de la certeza de la búsqueda de la verdad.
Ahora bien, el interés de Lacan parece ser el de subrayar que es a nivel de la
enunciación donde el cogito encuentra su certeza. El cogito, dije reiteradamente, confunde
los planos del enunciado y la enunciación al hacer coincidir el pienso –instante puntual y
evanescente- con el soy. Esta confusión es la que produce la sutura del sujeto. No obstante,
tal como subrayó Valéry, la clave de la posición cartesiana no es la de un yo pensante -
puesto que en el punto hiperbólico del cogito no hay pensamiento- sino la de un yo
deseante.44 El cogito está movido por el tesoro de su deseo y su vigor intelectual (Valéry,
1961: 59). También Caimi destacó este aspecto: la duda hiperbólica está signada por un
acto de voluntad personal. Vale aclarar que bajo ningún punto de vista pretendo hacer una
analogía entre las posiciones de Lacan y Valéry, solo me interesa destacar que para Lacan
el cogito está determinado por un deseo. Por eso dice que es en la enunciación en donde
debemos centrarnos para pensarlo, y que “toda enunciación habla del deseo y es animada
por él” (1964: 147). La búsqueda de la certeza –signada por un deseo- condujo a Descartes


44 “Me atreveré a calificar al yo pienso cartesiano como algo que participa, en su afan de certeza, de una
especie de aborto. La diferencia de status que le da al sujeto el descubrimiento de la dimension del
inconsciente freudiano, proviene del deseo, que ha de ser situado a nivel del cogito“ (Lacan, 1964: 147)

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a ese punto evanescente del yo pienso que Lacan califica como vel alienante. La única
salida de esa alienación, dice Lacan, es la vía del deseo. El yo pienso cartesiano introduce
en la historia el vel de la alienación: “Con el proceder cartesiano, por primera vez, se toma
el vel como constitutivo de la dialéctica del sujeto, y de allí en adelante se hace imposible
eliminarlo de su fundamento radical” (ibíd.: 230).

La causación del sujeto: alienación y separación

A partir de la lectura del cogito como punto inaugural, Lacan construye una serie de
operaciones “cuyo fin es dar cuenta de la constitución del sujeto” (ibíd.: 211). La pregunta
podría formularse en los siguientes términos: ¿cómo se constituye el sujeto de la ciencia, es
decir, el sujeto con el que opera el psicoanálisis? La respuesta lo llevará a articular dos
conceptos esenciales: el inconsciente y el deseo. Me referiré, entonces, a “las dos
operaciones fundamentales en que conviene formular la causación del sujeto. Operaciones
que se ordenan en una relación circular, pero no por ello recíproca” (Lacan, 1964b: 798).
Ambas operaciones se encuentran atravesadas por una idea central: la causa del sujeto es el
significante.
La primera es la alienación. Podría entenderse, de manera precipitada, que a partir
de este término Lacan afirmaría que el sujeto nace en una completa dependencia al Otro –
enunciado que puede ser cierto pero que no responde al problema de la causación del
sujeto-, o más específicamente a su deseo. En este sentido, la separación, consistiría en
adquirir cierta libertad respecto de la dependencia a ese deseo original. Sin embargo, Lacan
sostiene que “no es […] que esta operación tome su partida en el Otro lo que hace que se la
califique de alienación” (ibíd.: 799). Para él, lo fundamental es que para que un sujeto
aparezca en lo real es necesario que en el mundo haya seres hablantes, es decir,
significantes. “Un sujeto sólo se impone en éste por la circunstancia de que hay en el
mundo significantes que no quieren decir nada y que han de descifrarse” (ibídem). El
acento está puesto, entonces, en el significante y no en el Otro.45 Y específicamente en que
el significante no quiere decir nada en sí mismo. En este punto parece importante distinguir
entre A y Otro (Cf. Eidelsztein, 2008: 142): “A” es el orden simbólico en sí mismo, es
decir, un lugar virtual. En cambio, el Otro es la encarnadura de ese lugar. El Otro es alguien

45 “¿Querrá decir, tal como parece que yo sostengo, que el sujeto está condenado a sólo verse surgir, in initio,
en el campo del Otro? Podría ser, pero de ningún modo-de ningún modo” (Lacan, 1964: 218)

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(o algunos). La alienación, podría decirse, es al A. La idea de Lacan es que existe una
prioridad del significante sobre el sujeto:

El efecto de lenguaje es la causa introducida en el sujeto. Gracias a ese efecto no es


causa de sí mismo, lleva en sí el gusano de la causa que lo hiende. Pues su causa es el
significante, sin el cual no habría ningún sujeto en lo real. Pero ese sujeto es lo que el
significante representa, y no podría representar nada sino para otro significante: a lo
que se reduce por consiguiente el sujeto que escucha (Lacan, 1964b: 794-795)

El sujeto nace dividido entre significantes, este es el vel de la primera operación.


Ahora bien, este vel se distingue de las disyunciones inclusiva y exclusiva.46 Se trata de una
tercera forma que Lacan caracteriza como una elección forzada. El vel de la alienación
consiste en que uno de los elementos en juego -siempre el mismo- se pierde, sea cual fuere
la elección. “La elección consiste en saber si uno se propone conservar una de las partes, ya
que la otra desaparece de todas formas” (Lacan, 1964: 219). Los ejemplos que da Lacan
son ilustrativos. Uno de ellos es el siguiente: “La bolsa o la vida”. Está claro que debo
elegir la vida, pues si elijo la bolsa me quedó sin la vida y, por lo tanto, sin la bolsa. No
tengo otra opción que elegir la vida sin la bolsa, es decir, una vida cercenada. ¿Cuál es,
entonces, la elección originaria del sujeto? La respuesta es evidente: entre S1 y S2. ¿Pero es
posible una elección entre un S2 sin su articulación con un S1?
Antes de seguir, me parece importante aclarar que además de servirse de la
estructura lógica del vel Lacan utiliza la teoría de conjuntos. Mejor dicho, el vel que
empleará se apoya en la forma lógica de la reunión. La reunión o unión consiste en que
dados dos (o más) conjuntos con determinada cantidad de elementos, la reunión es el total
de los elementos de los conjuntos, con el añadido de que aquellos que se repiten se escriben
una sola vez (a diferencia de la suma, donde los elementos se escriben en cada una de sus
repeticiones). La reunión, por lo tanto, implica la pérdida de aquello que se repite en los
conjuntos.


46 La palabra latina vel se utiliza para expresar el sentido inclusivo de una disyunción. En español la
letra “o” se usa para referirse tanto a la relación entre disyunciones exclusivas como a la relación entre
disyunciones inclusivas. Por ejemplo, en la oración “el próximo mundial lo ganará Argentina o Brasil”, se
intuye que sólo puede haber un campeón, por lo tanto se usa “o” en sentido exclusivo, es decir, la palabra
latina aut. Por otra parte, en la oración “se busca traductor que hable inglés o francés” se entiende que si la
persona conoce los dos idiomas podrá presentarse en la entrevista de trabajo, por lo tanto, se usa en sentido
inclusivo, es decir, vel. Sin embargo, Lacan se referirá a un tercer vel, distinto a los recién mencionados.

78
Dicho esto, Lacan señala que la elección forzada del vel alienante es entre ser y
sentido. Si se elige el primer significante (S1), aquel que otorgaría un ser, el sujeto se
petrifica, “desaparece por no ser más que un significante” (Lacan, 1964b: 799). Como un
significante no significa nada, entonces, ese ser que otorga el S1 es un ser sin sentido. “Si
escogemos el ser, el sujeto desaparece, se nos escapa, cae en el sin-sentido; si escogemos el
sentido, éste sólo subsiste cercenado de esa porción de sin-sentido que […] constituye, en la
realización del sujeto, el inconsciente” (ibídem).

Como puede observarse, lo que ambos conjuntos comparten es el sin-sentido. A su


vez, dice Lacan, el inconsciente no está constituido por el sentido, sino por significantes
irreductibles e insensatos. Por este motivo, el objetivo de la interpretación no es el
develamiento de un sentido oculto, sino “la reducción de los significantes a su sin-sentido
para así encontrar los determinantes de toda la conducta del sujeto”(ibídem).

79
La lógica del vel alienante es la del “o bien….o bien…”, es decir, la de la
conjunción disyuntiva discontinua. El sujeto debe elegir, o bien el ser, o bien el sentido,
pero no puede elegir las dos cosas a la vez. De hecho, se trata de una elección forzada. Por
esta vía, una lectura posible es que en la alienación se elige el sentido cercenado del sin-
sentido. Se trataría de la misma lógica que en la elección de “la bolsa o la vida”: no hay otra
opción que elegir la vida porque si se elige la bolsa se pierde la vida y, con ella, a la bolsa.
La elección forzada es por la vida sin bolsa. En el caso que estamos analizando no habría
otra opción que elegir al sentido. Así como no hay forma de que no se pierda la bolsa,
tampoco la hay de que no se pierda el ser una vez que hay sentido, o en otro términos, una
vez que el segundo significante hizo cadena con el primero. El ser, indefectiblemente, está
perdido. La desaparición del ser, además, implica que una parte del campo del Otro
(conjunto del sentido) queda eclipsada: la parte del sin-sentido. La elección impuesta,
entonces, sería por el sentido cercenado del sin-sentido. En definitiva, la alienación
implicaría que el sujeto pierde su ser y queda a merced del sentido del Otro, de lo que el
Otro dice, de sus demandas. Este sería el efecto afanísico de la alienación: un sujeto
desvanecido ante los dichos del Otro.47
Ahora quisiera detenerme en un punto que podría parecer contradictorio en las
formulaciones de Lacan. Por momentos, él sugiere que la elección entre ser y sentido es
una elección entre fading y sentido. De este modo, el fading –y no la petrificación- sería
producido por el primer significante, como por ejemplo cuando dice que si se elige el ser
“el sujeto desaparece”. Sin embargo, a veces aparenta decir algo distinto:

el sujeto aparece primero en el Otro, en la medida en que el primer significante, el


significante unario, surge en el campo del Otro y representa al sujeto para otro
significante, significante cuyo efecto es la afánisis del sujeto. De allí, la división del
sujeto –si bien el sujeto aparece en alguna parte como sentido, en otra parte se
manifiesta como fading, desaparición. Se trata, entonces, permítaseme la expresión, de
un asunto de vida o muerte entre el significante unario y el sujeto como significante
binario, causa de su desaparición (Ibíd.: 226).

En este cita queda expuesto cómo Lacan ubica el efecto afanisíaco en el significante
binario y, asimismo, en el significante unario (cuando afirma que el sujeto aparece en
alguna parte como sentido –S2- y en otra parte, la del ser, como fading). Esta aparente


47 Otro lectura posible, es que la elección no se realiza dado que la causación del sujeto implica la
circularidad no recíproca de las dos operaciones: alienación y separación. El sujeto, en la alienación, quedaría
en un vaivén entre petrificación y desvanecimiento.

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paradoja nos sirve para aclarar que la alienación trata sobre el efecto de los significantes, en
su sincronía, sobre el sujeto. Esto quiere decir que no es posible pensar un S1 sin un S2 y
viceversa. Entonces, como sostiene Muñoz “el significante segundo es el significante
afanisíaco que al hacer cadena con el primero introduce su afánisis, la del significante S1,
significante del ser del sujeto” (2011: 104). Dicho de otro modo, el significante primero se
manifiesta como fading en la medida en que hace cadena con un significante segundo.
En suma, “el primer movimiento” según Lacan consiste en que “el sujeto traduce
una sincronía significante en esa primordial pulsación temporal que es el fading
constituyente de su identificación” (1964b: 795).
No obstante, como aclaré, no es correcto pensar la alienación en sí misma. Para
comprender la causación del sujeto deben articularse la alienación y la separación como
operaciones circulares no recíprocas. Esto quiere decir que su temporalidad es retroactiva.
Pasaré, entonces, a la segunda operación: la separación.
Si el primer movimiento había sido vinculado a la reunión, el segundo será
articulado con la intersección. En teoría de conjuntos, la intersección de dos (o
más) conjuntos es una operación que resulta en otro conjunto que contiene los elementos
comunes a los conjuntos de partida. Por ejemplo, si tengo un conjunto con los elementos 1,
2 y 3, y otro con los elementos 3, 4 y 5; la intersección de ambos será el 3. La intersección
que está en juego en la separación será entre dos faltas:

El sujeto encuentra una falta en el Otro, en la propia intimación que ejerce sobre él el
Otro con su discurso. En los intervalos del discurso del Otro surge en la experiencia del
niño algo que puede detectar en ellos radicalmente – me dice eso, pero ¿qué quiere?
(Lacan, 1964: 222)

El sujeto alienado a los dichos del Otro se encuentra, sin embargo, con los
intervalos del discurso inherentes a la estructura significante. En el proceso metonímico, en
el devenir discursivo, entre significante y significante, “allí se arrastra, allí se desliza, allí se
escabulle, como el anillo del juego eso que llamamos deseo” (ibídem). Más allá de la
demanda, el sujeto aprehende el deseo del Otro a través de la pregunta “¿qué me quiere?” o,
en los términos planteados por Lacan, “me dices eso, pero ¿qué quieres?”, “¿qué me
quieres decir cuando me dices lo que me dices?”. Por esta vía, el sujeto encuentra en el
intervalo “otra cosa para motivarlo que los efectos de sentido con que lo solicita un
discurso” (Lacan, 1964b: 802). La maniobra del sujeto será atacar el intervalo -el punto

81
endeble de la primitiva articulación significante- con su propia carencia, poniendo en
relación lo que él es en tanto falta con lo que falta en el Otro. El sujeto “responde con su
falta antecedente, con su propia desaparición, que aquí se sitúa en el punto de la falta
percibida en el Otro” (Lacan, 1964: 222). La propia pérdida es objeto del deseo del Otro.
Las faltas se intersectan cuando el sujeto oferta su carencia como la carencia que produciría
en el Otro su propia desaparición. El ejemplo que ofrece Lacan es el del fantasma de la
propia muerte frente al deseo parental: “¿puedes perderme?”. La separación, por lo tanto,
concierne al Otro en tanto deseante y a la diacronía, la historia, de la causación del sujeto.
A partir de esta dialéctica, “el vel vuelve a aparecer como velle [querer]” (Lacan,
1964b: 802). El desvanecimiento se vuelve deseo. El fading resultante de la alienación es lo
que se ofrece, entonces, como respuesta a la falta del Otro.

Una falta cubre a la otra. Por tanto, la dialéctica de los objetos del deseo […] efectúa la
juntura del deseo del sujeto con el deseo del Otro […] Una falta generada en el tiempo
precedente sirve para responder a la falta suscitada por el tiempo siguiente (Lacan,
1964: 222-223).

El sujeto, “vuelve, entonces, al punto inicial, el de su falta como tal, el de la falta de


su afánisis” (ibídem). Por medio de esta circularidad no reciproca, de esta torsión, que no
puedo dejar de asociar a la torsión moebiana, se produce el solapamiento entre el sujeto y el
Otro.

La intersección de estas dos faltas tiene como producto el objeto causa de deseo: a.
Esto quiere decir que el sujeto del inconsciente entra en el deseo del Otro como objeto. El

82
sujeto es sujeto dividido y objeto a.48 Entonces, si la alienación implicaba una pérdida –la
del ser-, la separación, como intersección de dos faltas, implica un producto: el objeto a.
Desde esta perspectiva, el objeto para Lacan no es aquello a lo que el sujeto se dirige para
alcanzar la realización de su deseo, sino que es el más allá de la demanda del Otro, ese
resto inherente e inaprensible de todo discurso. El deseo del Otro no es lo que el Otro cree,
piensa o dice que desea. Esto, más bien, sería su demanda. Tampoco es un sentido oculto
que estaría detrás o debajo de su discurso. El deseo del Otro es el modo que tiene Lacan de
subrayar la importancia clínica de que cada vez que se habla se dice más de lo que se
pretende transmitir. Cada enunciado implica un posición enunciativa. Cada dicho, un decir.
En resumen, en el segundo movimiento,

toda vez que el deseo hace su lecho del corte significante en el que se efectúa la
metonimia, la diacronía (llamada “historia”) que se ha inscrito en el fading retorna a la
especie de fijeza que Freud discierne en el anhelo inconsciente […] Este soborno
segundo no cierra solamente el efecto del primero proyectando la topología del sujeto
en el instante del fantasma; lo sella, rehusando al sujeto del deseo que se sepa efecto de
palabra, o sea lo que es por no ser otra cosa que el deseo del Otro (Lacan, 1964b: 795)

Si en la alienación se había perdido el sin-sentido- aquello que constituía al


inconsciente-, en cambio, en la separación se abre la pregunta por el sentido y, por lo tanto,
al inconsciente en tanto tal. Esto quiere decir que a través de la pregunta por el sentido se
habilita la posibilidad de hacer una maniobra sobre la demanda del Otro. Nuevamente: ¿qué
me quieres decir con eso que me dices? Esta cuestión es la que permite dialectizar los
significantes de la demanda. No obstante, la separación fija al sujeto en el instante del
fantasma, le otorga un ser fantasmático luego de la pérdida del significante que lo
represente. Por lo tanto, el sujeto entra en el campo del deseo como objeto deseante pero
rehusando su condición de efecto de palabra.
Con estas dos operaciones se cierra la causación del sujeto. De este modo, Lacan
articula el deseo con el inconsciente. El deseo es “el punto nodal por el cual la pulsación del


48 Roque Farrán dice al respecto: “el sujeto es equivalente a su significante pero éste no lo representa
totalmente, y por eso está dividido. Podríamos aproximar que, por una parte, el sujeto es significante aunque,
por otra, no lo es. Lo cual indica, más acá del lenguaje y sus cadenas significantes, la necesidad de escritura o
invención para circunscribir esa parte que no es una parte, en tanto no remite a totalidad alguna: el objeta a.
Es en este punto de imposibilidad, donde la representación significante devela su falta, que la castración
simbólica se inscribe como necesaria y habilita la escritura de lo (com)posible” (2013: 215). En definitiva,
para Roque Farrán las noción de objeto a como “parte” del sujeto habilita la condición de lo nuevo, es decir,
del acto, por fuera de la determinación de la cadena significante del Otro. En este sentido, el acto queda ligado
a la separación como causación del sujeto.

83
inconsciente está vinculada con la realidad sexual” (Lacan, 1964: 160). La demanda, dice
Lacan, por articularse con significantes lleva consigo en su deslizamiento metonímico un
elemento que es “una condición, a un tiempo absoluta e inasible, un elemento que está
necesariamente en impasse, un elemento insatisfecho, imposible, no reconocido, que se
llama deseo […] la función del deseo es el residuo último del efecto del significante en el
sujeto. Desidero es el cogito freudiano” (ibídem).

Una separación particular

Antes de pasar al último trayecto de nuestro recorrido, quisiera decir algunas


palabras sobre la articulación que establece Lacan entre el cogito y el vel alienante. ¿Por
qué Lacan dijo que “con el proceder cartesiano, por primera vez, se toma el vel como
constitutivo de la dialéctica del sujeto” (ibíd.: 230)? Es difícil responder a esta pregunta con
precisión. Intentaré, sin embargo, esbozar algunas ideas.
Descartes busca la certeza y esta búsqueda, dice Lacan, está signada por un deseo:
“aprender a distinguir lo verdadero de lo falso […] para ver claro ¿en qué?- en mis
acciones, y así poder andar seguro en esta vida (ibídem). De este modo, Lacan destaca que
el proceder cartesiano no es el de un profesor, un dialéctico o un sabio. Su andar está
marcado por un deseo, por una inquietud particular. El problema de Descartes está muy
lejos de ser un problema con respecto al saber. Él no pretende refutar los saberes. La vía
cartesiana no se reduce a un escepticismo, no sostiene que nada puede saberse. Por el
contrario, el movimiento de Descartes, como el de Montaigne, se centra en torno a la
afánisis del sujeto.
En su artículo ¿Qué sé yo? Montaigne: el primer psicoanalizante, Eidelsztein
sostiene que Montaigne representa “un yo que no sabe nada de sí mismo, ni nada definitivo
sobra la condición humana y así participa del momento vivo de la afánisis del sujeto y de
un viraje histórico de su concepción” (2014: 41). La afánisis implica un cambio
fundamental en la relación entre el sujeto, el saber y la verdad, explicitado por el lema
“¿Qué sé yo?”. Montaigne se caracteriza por destacar su naturaleza cambiante, ondulante,
en permanente oscilación: “Yo no pinto el ser, pinto solamente lo transitorio […] no hay
ninguna existencia constante ni de nuestro ser, ni del de los objetos. Nosotros y nuestro
juicio y todas las cosas mortales van fluyendo y rodando sin cesar” (Montaigne citado por
Eidelsztein, 2014: 42). La dimensión de la verdad para Montaigne, entonces, no puede

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encontrarse en ninguna dimensión yoica, sino en el balanceo dialógico con el otro y el Otro.
La divisa “¿Qué sé yo?” es interpretada por Eidelsztein como “No soy yo el que sabe”,
indicando con esto que no se trata de negar todo tipo de saber, sino de suponer que hay un
saber más allá del yo. En definitiva, Montaigne mantiene una ignorancia formal a partir de
la “exclusión mutua entre el saber y el yo” (ibíd.: 3) y bajo ningún punto de vista una
posición escéptica.
Dicho esto, la búsqueda de la certeza a través de la duda lo conduce a Descartes a
“ese punto preciso del vel de la alienación, para el cual sólo existe una salida- la vía del
deseo” (Lacan, 1964: 232). El yo pienso es ese punto fugaz y evanescente del vel alienante.
El barrido de todos los saberes y el surgimiento de un pensar indeterminado y fugaz deja a
Descartes con un pensamiento sin saber y con un ser que se desvanece. La pregunta,
entonces, es cómo sale Descartes de allí.

Cuando Descartes inaugura el concepto de una certeza que cabria toda ella en el yo
pienso de la cogitación, signada por ese punto en que no hay salida, el punto entre la
aniquilación del saber y el escepticismo, para nada semejantes, podría decirse que su
error es creer que ello es un saber. Su error es decir que algo sabe sobre esta certeza y
no hacer del yo pienso un simple punto de desvanecimiento. Pero ocurre que hizo otra
cosa, que tiene que ver con el campo, que no nombra, por donde vagan todos esos
saberes que, como ya había dicho, convendría dejar en suspenso de manera radical. El
campo de estos saberes lo sitúa a nivel de un sujeto mas vasto, el sujeto al que se
supone saber Dios. Como saben, a Descartes no le quedó otro camino más que el de
volver a introducir a su presencia ¡pero que hay que ver de qué manera tan singular!
(ibídem).

En principio, Lacan parece retomar algunas ideas planteadas en el Seminario 9: el


cogito se sostiene en un yo sé que pienso. La diferencia con aquella hipótesis reside en que
el sujeto supuesto saber es localizado por Lacan en Dios, es decir, en el Otro. La
importancia de esta idea para la clínica reside en que en el analista ocupa el lugar del sujeto
supuesto saber en el análisis. Ya volveré sobre esto. Por lo pronto, me importa subrayar
que, según Lacan, Descartes se deshace del problema de la verdad a partir de “uno de los
más extraordinarios pases de esgrima de la historia de la mente -las verdades eternas son
eternas porque así lo quiere Dios-” (ibíd.: 233). El problema de la verdad desde Descartes
es asunto de Dios, lo que quiere decir que el saber ya nada tendrá que ver con la verdad: “la
característica de nuestra ciencia, a diferencia de las ciencias antiguas, estriba en que a nadie
se le ocurriría siquiera preguntarse, sin caer en el ridículo, si Dios está al tanto de ella, si
hojea los tratados de matemática modernos para estar al día” (ibíd.: 234). Una vez que

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Descartes ubica la verdad en este Dios que no engaña, como dije, puede proporcionar al
cogito la consistencia ontológica que requería.49 El error de Descartes es haber cerrado la
hiancia constituyente del vel alienante, no haber hecho del yo pienso un punto de puro
desvanecimiento. En esto consistió la “separación tan peculiar” (ibíd.: 232) de Descartes,
una separación que prescinde de la verdad y del deseo. En cambio, la separación propuesta
por el psicoanálisis completa la causación subjetiva. El deseo del analista, como operador
fundamental, promueve que si el sujeto encuentra el deseo del Otro en el más allá de los
efectos de sentido, en los intervalos del discurso, el analista no debe ocupar el lugar del
sujeto supuesto al saber –en el que se lo ubica a priori-, donde se espera que indique cuál es
el objeto de deseo del analizante, sino que debe prestarse a un función deseante, ocupando
un lugar vacío (Bonoris, 2017). En cuanto hay sujeto supuesto saber hay transferencia. El
analizante ama al analista, es decir, le supone un saber en relación a su propio deseo. Es por
este motivo que el analizante espera actuar conforme a su interpretación del deseo del
analista. El analizante ama al analista porque “amar es, esencialmente, querer ser amado”
(Lacan, 1964: 261), por lo tanto, pretende ocupar el lugar del yo ideal, se presenta como un
objeto amable para el analista en tanto Ideal. Esto no implica que el analizante quiere
agradar al analista, sino que por razones evidentes le supone un saber sobre su deseo.
Entonces, cuando el analizante demanda por un significante que lo signifique en tanto
sujeto deseante, cuando solicita un significante Ideal que lo nombre, el analista le restituye
Φ, el signo de la falta de significante (Lacan, 1960-61), la raíz de la falta del Otro, su causa.
En definitiva, se trata de que el analista encarne el soporte de un deseo velado -Che Voui?-
frente a la suposición de saber.

La operación verdad

La alienación es retomada por Lacan en el Seminario 14, La lógica del fantasma,


con el objetivo preciso de dar “estatuto estructural a lo inconsciente...¿con qué? Con el
cogito cartesiano” (Lacan, 1966-67, 14/12/66: 12). Nuevamente dos ideas insisten: en
primer lugar, que fue imposible de concebir el descubrimiento del inconsciente hasta el
advenimiento del cogito cartesiano, en la medida en que éste es correlativo del surgimiento

49 “Curiosa caída del ergo el ego es solidario de ese Dios. Singularmente Descartes sigue el camino de
preservarlo del Dios engañoso, en lo cual es a su compañero al que preserva hasta el punto de arrastrarlo al
privilegio exorbitante de no garantizar las verdades eternas sino siendo su creador. Esta comunidad de suerte
entre el ego y Dios […]” (Lacan, 1966: 822).

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de la ciencia moderna; en segundo lugar, que el cogito cartesiano no es solo fundamento
sino revés, aporía, contradicción radical del inconsciente. El objetivo de Lacan, dije en
reiteradas oportunidades, es mostrar “la brecha que separa el cogito del sum, el pensar del
ser” (Žižek, 1999: XII). ¿Cuáles serán las herramientas de las que se servirá ahora? Podría
decirse que en este seminario Lacan llevará al extremo la función de la negación aplicada al
cogito cartesiano. Para ello revisará su estatuto lógico.
En principio, hay que decir que el cogito, ergo sum, si bien podría aparentarlo, no es
un silogismo. El vínculo intuitivo de las premisas del cogito ergo sum nos conduce a que
“la partícula ergo, más que manifestar la existencia de una inferencia, sería la expresión de
la necesidad del vínculo intuido entre pensar y existir” 50 (Serrano, 2006: 113). Para
Descartes no se puede pronunciar yo pienso sin un yo soy que lo acompañe. El yo soy no se
infiere del yo pienso, sino que está, de algún modo, incluido en él.
Una de las posibilidades es considerar al cogito, desde el punto de vista lógico,
como una implicación, es decir, como un vínculo simple entre un antecedente y un
consecuente (por ejemplo, “α implica β” o “Si α, entonces β”, etc.). La implicación se
considera inválida, exclusivamente, cuando su consecuente es falso.51 Sin embargo, Lacan
nota que si el cogito es una implicación entonces el antecedente podría ser falso sin por ello
afectar la validez de la proposición: “si solo importara saber si yo soy es verdadero, no
habría ningún inconveniente en que ese yo pienso fuera falso –digo, para que la fórmula
pudiera aceptarse como implicación” (Lacan, 1966-67, 14/12/66: 20). De hecho, puede
pasar que crea que yo pienso cuando en verdad no soy yo el que piensa. Precisamente eso
es lo que muestra el inconsciente.
Por su parte, Lacan plantea una lógica distinta para la relación entre el pensar y el
ser en la cual si ambas proposiciones son verdaderas el resultado de la operación será falso.
En definitiva, ese es su objetivo: demostrar que no se puede sostener el yo pienso y el yo
soy al mismo tiempo. Ambos no pueden ser, lógicamente, verdad a la vez. El cogito


50 Por otro lado, la premisa mayor del supuesto silogismo cartesiano “todo ser que piensa existe”, no cumple
con los criterios de claridad y distinción establecidos por Descartes. “La premisa mayor no me consta en
absoluto. Se trata de una proposición universal que, a diferencia del hecho constatado en la proposición
particular de la segunda premisa [yo pienso], difícilmente puede constarme, por lo menos directa o
inmediatamente. Esta premisa mayor requiere justificación, es decir, que su verdad no está en ella misma y
por tanto no es verdadera por sí misma” (Serrano, 2006: 109).
51 La proposición es verdadera cuando el antecedente es falso y el consecuente verdadero, o cuando el
antecedente es verdadero y el consecuente es verdadero. Si el antecedente es verdadero y el consecuente es
falso el valor de verdad de la implicación es falso.

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lacaniano, tal como lo he desarrollado a lo largo del capítulo, puede pensarse como las
diversas vías que tomó Lacan para criticar esta implicación. En esta oportunidad, el
abordaje pretende ser lógico.
De este modo, Lacan presenta una nueva versión del cogito lacaniano: o yo no
pienso o yo no soy

Les anuncio […] que examinaremos todas las maneras que podemos buscar, para
operar sobre este Yo pienso, entonces yo soy, para definir allí operaciones que nos
permitirían captar su relación: ante todo, con su puesta en falso […] elegí dar un
soporte para que ustedes retengan hoy algo del punto donde me detengo, o yo no
pienso o yo no soy. Trataré de avanzar este aparato como siendo la mejor traducción
que podamos dar, para nuestro uso, del cogito cartesiano, para servir de punto de
cristalización al sujeto del inconsciente. Este inverso […] que el o yo no soy o yo no
pienso realiza por relación al cogito, va a tratarse para nosotros de interrogarlo, de una
manera tal que descubramos el sentido de ese vel [“o”] que lo une, y el alcance exacto
que la negación puede tomar aquí, para darnos cuenta de lo que atañe al sujeto del
inconsciente (ibíd.: 28-29).

Entonces, o yo no pienso o yo no soy, según Lacan, es la mejor forma que se le


pueda dar al cogito a partir del descubrimiento del inconsciente. Pero para poder
comprender su alcance es necesario interrogar el vel que los une y la negación que los
afecta. En lo que respecta al vel, Lacan aclara prontamente que no se trata ni del vel
“clásico” –disyunción inclusiva- ni del aut –disyunción exclusiva-. Se trata, de nuevo, de
una elección forzada. Ya volveré sobre este problema. Por lo pronto, me parece importante
repetir que el pensar y el ser no pueden ser verdaderos a la vez. Si esto es así la proposición
será falsa. Esta es la idea que lo conduce a Lacan a proponer una modalidad lógica
denominada “operación Ω u operación alienación”. La misma se caracteriza por sostener
que la conjunción de lo verdadero con lo verdadero resultará en una falsedad, y el resto de
las conjunciones serán verdaderas: la de lo falso con lo falso, la de lo falso con lo verdadero
y la de lo verdadero con lo falso.52 La operación omega le permite a Lacan retomar la


52 “Lacan no aclara a todo lo largo del resto de su enseñanza, quizá por desconocimiento quizá por otro
motivo que escapa a mi análisis, que esta tabla de verdad, si bien casi nunca citada o utilizada en los manuales
que se ocupan del tema, es conocida en la lógica simbólica como incompatibilidad, conector o marca de
Sheffer (que se escribe p|q). La marca de Sheffer implica que: p y q son incompatibles […]. Tal vez se trate
de una mera casualidad, pero es de destacar que el único ejemplo que he encontrado de la utilización lógica de
la incompatibilidad, coincide sorprendentemente con el desarrollo avanzado por Lacan acerca de la
alienación. Se trata del paradigma aportado por R. Abarca, quien sostiene: ―Con la incompatibilidad lo único
que se quiere decir es que una misma persona no puede ser, a la vez, dos cosas; así en el ejemplo ―es
incompatible ser juez y abogado, se manifiesta que una persona no puede actuar a la vez como juez y como
abogado, por tanto, de ser verdaderas las dos proposiciones atómicas, la molecular tendría el valor de falsa”
(Eidelsztein, 2009: 8-9).

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articulación con el cogito en cualquier de sus variaciones, excepto aquella que sostiene que
yo pienso, yo soy son verdaderos a la vez.
El próximo paso que da Lacan es articular el cogito con las leyes de dualidad de De
Morgan. Estas leyes le interesan en la medida que habilitan la expresión de
las conjunciones y disyunciones en términos de negación. Este es el modo, entonces, en que
Lacan interroga la negación que atraviesa el cogito. Las leyes de dualidad de De Morgan
podrían enunciarse del siguiente modo:
1. la negación de la conjunción es equivalente a la disyunción de las negaciones:
¬(p ^ q) ≡ (¬q v ¬q)
2. la negación de la disyunción es equivalente a la conjunción de las negaciones:
¬(p v q) ≡ (¬p ^ ¬q)
Entonces, las leyes de dualidad de Morgan permiten realizar el cambio entre
conjunción y disyunción, y viceversa.
Ahora bien, vistas bajo la lupa de la teoría de conjuntos podrían reformularse así:
1. la negación de la reunión es equivalente a la intersección de las negaciones:
2. la negación de la intersección es equivalente a la reunión de las negaciones:

Para negar el cogito –entendido ahora como una conjunción- Lacan toma la primera
ley de De Morgan: la negación de la conjunción yo pienso, yo soy es equivalente a la
disyunción de las negaciones, es decir, o yo no pienso o yo no soy.
De este modo, Lacan puede pasar de una conjunción a una disyunción y mostrar, entonces,
el carácter alienante del cogito, la elección entre o yo no pienso o yo no soy. La negación
permite transformar una operación en otra: este es “el verdadero descubrimiento” (ibíd.) de
De Morgan.
Luego, toma la teoría del conjuntos, tal como había hecho en el Seminario 11 para
pensar la causación subjetiva. Para ello vuelve a la idea de que la negación de la
intersección es equivalente a la reunión de las negaciones, es decir, de los complementos (el
complemento de A es todo lo que no es A, y el complemento de B es todo lo que no es B).
De este modo, aplicado al cogito, puede decirse que al negar la intersección del cogito -lo
que ambos conjuntos comparten- “no se niega que haya pensamiento ni se niega que haya

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ser, se niega el je. Así del lado del yo no pienso, nos resta un ser sin yo (je) y del lado del yo
no soy, un pensar sin yo (je)” (Albornoz, 2013: 117). Lo que comparten los conjuntos yo
soy, yo pienso, evidentemente, es el yo. La negación de las leyes de dualidad de De Morgan
recaen sobre el yo. Esto quiere decir, asimismo, que en la intersección del cogito hay un
conjunto vacío. De hecho, como mencioné en varias oportunidades, el punto de inflexión
del cogito, el instante del pienso, se caracteriza por ser un puro pensar sin pensamiento, sin
contenidos, sin ningún elemento. “No soy significa que no hay elemento de este conjunto,
que bajo el término del yo, exista: Ego sum, sive ego cogito, pero sin que haya nada que lo
amueble” (Lacan, 1966-67, 11/01/67: 12). Lo mismo podría decirse con respecto al pensar.
Si Descartes sustituye la histórica interrogación filosófica del ser y del pensar por la
“instauración de un ser del yo” (ibíd.: 10), Lacan vuelve abrir la cuestión a partir de la
negación del yo. Hay un pensar sin yo y un ser sin yo, hecho que le da sentido “a lo que
Freud aporta, tanto del lado del inconsciente como del lado del ello” (ibíd.: 11).
De este modo, Lacan puede retomar el problema de la alienación pero de una forma
distinta a como la había planteado en el Seminario 11:

El hecho de la alienación no es que seamos retomados, rehechos, representados en el


Otro, sino que está esencialmente fundado, al contrario, sobre el rechazo del Otro, en
tanto que este Otro — el que yo señalo con una A mayúscula — es lo que ha venido al
lugar de esa interrogación del Ser, alrededor de lo cual hago girar hoy esencialmente el
límite y el franqueamiento del cogito (ibíd.: 15).

Esta cita es fundamental por varias razones: en primer lugar, porque retoma la idea
de que la alienación no significa que el sujeto esté fundado en el Otro, sino que, por el
contrario, implica el rechazo del Otro, en tanto A mayúscula. Esto quiere decir que el Otro
lacaniano es un Otro inconsistente e incompleto que no posee el significante que represente
al sujeto. El problema, entonces, no es que el sujeto quede “alienado” al Otro, sino que el
Otro no es un campo unificado y cerrado, y que, por lo tanto, no existe ningún lugar donde
se asegure la verdad de la palabra. En segundo lugar, Lacan hace suya la crítica de
Heidegger al cogito en tanto rechazo de la pregunta por el ser: “el ergo sum no es más que
rehusamiento del duro camino del pensar al Ser […] Toma, este ergo sum, el atajo de ser
aquel que piensa […] no hay siquiera necesidad de interrogar al ente sobre el recorrido por
donde sostiene su ser, puesto que ya la cuestión se asegura, ella misma, de su propia
existencia” (ibíd.: 12). Por último, el Otro completo -ese Dios garante de la verdad que
Descartes supone ante el desvanecimiento del pensar- es el límite del cogito. Este es el

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punto en que el cogito debe franquearse, allí donde no hay Otro que garantice la verdad de
mi ser. El cogito lacaniano es un cogito sin Dios. La verdad de la estructura se revela como
castración, es decir, incompletud del Otro.
Retomada la alienación en estos términos, Lacan afirma que no hay una verdadera
elección entre el yo no soy y el yo no pienso. Como dije, se trata de una elección forzada:
“no tenemos elección, a partir del momento en que ese yo como instauración del ser, ha
sido elegido. No tenemos elección: es hacia el yo no pienso que tenemos que ir” (ibíd.: 16).
Esta es la nueva elección forzada que funda al sujeto, la que comienza con el cogito
cartesiano.

Pasaje al acto Repetición

objecto a

Elección alienante
o yo no pienso 1era eleccion forzada o yo no pienso
Ello Alienación o yo no soy

Transferencia Verdad

a// - o yo no soy

- Inconsciente

Sublimación Acting- out

Como puede observarse, en esta oportunidad Lacan formula la alienación a través


de un grupo de Klein, o lo que él llama, un semigrupo de Klein. No introduciré aquí las
implicancias matemáticas del mismo ni tampoco desarrollaré las numerosas referencias
teóricas y clínicas que se desprenden del mismo.53 Lo que me interesa destacar es que la
elección forzada hacia el yo no pienso implica la pérdida del yo no soy. No obstante, el

53 Para analizar los alcances del uso del Grupo de Klein en el Seminario 14 recomiendo las lecturas del libro
de Eduardo Albornoz, Pensar con los pies. El psicoanálisis como crítica de la razón kantiana (2013) y el
artículo de Luis Sanfelippo Del cogito transformado al acto analítico. El recorrido de un análisis según
Lacan (2017).

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asunto no termina allí: “conexo a la elección del yo no pienso, algo surge, cuya esencia es
no ser yo […] este no-yo […] es lo que Freud nos aporta en el nivel del segundo paso de su
pensamiento y lo que se llama la segunda tópica, como siendo el ello” (ibíd.: 17). Por lo
tanto, la elección del yo no pienso no implica solamente la pérdida del yo no soy, sino
también la positivación de un ser sin yo, es decir, del ello. El ello no es la primera persona
ni la tercera, es “aquello que, en el discurso, en tanto que estructura lógica, es muy
exactamente todo lo que no es yo, es decir todo el resto de la estructura. Y cuando digo
estructura lógica, entiéndanla gramatical” (ibíd.: 19). El ello como sede de las pulsiones es
el sustento axiomático del fantasma. En definitiva, el sujeto alienado entra como un yo no
pienso, es decir, sometido a las pulsiones. Además, “este lugar del yo no pienso es […]
ocupado por el yo (moi) y lo imaginario” (Albornoz, 2013: 114). El yo no pienso me otorga
un “falso ser”: por un lado, el ser imaginario del moi; por el otro, un ser amarrado a la
satisfacción pulsional. Este es el modo, podría decirse, en que alguien entra en un análisis.
La intervención del analista a través de la operación verdad y vía la transferencia llevará al
sujeto del yo no pienso al yo no soy y a su parte perdida, es decir a un pensar sin yo, en
otros términos, al inconsciente.

Es decir que ahí donde yo no soy, lo que sucede, es algo que tenemos que localizar por
el mismo tipo de inversión que nos ha guiado hace un momento: el del yo no pienso se
invierte, se aliena él también en algo que es un piensa-cosas (Lacan, 1966-67,
11/01/67: 21-22).

El inconsciente es un pensar sin yo, una cadena articulada de significantes en la que


ningún sujeto podría reconocerse en tanto yo. Es algo que se dice, sin que el sujeto pueda
representarse allí, ni siquiera saber qué se dice con lo que “se dijo”. El inconsciente no
piensa pensamientos, piensa cosas, significantes… sin sentido. El pensamiento se nos
impone pero no como algo unificado, como una idea consumada, sino como fragmento,
marca, como aquello que la lógica moderna llama máquina (Cf. Lacan, 1966-67, 18/01/67:
6). “Pasar del yo no pienso al yo no soy, del Ello al Inconsciente, produciría una pérdida de
la consistencia de ser (y de la satisfacción ligada a ella) que se encontraba anudada al efecto
de la operación alienación” (Sanfelippo, 2017: 128).
La operación verdad se produce a través de la transferencia, por la instauración del
sujeto supuesto saber, al menos, en dos sentidos: en primer lugar, a partir de la suposición
de un sujeto que sabe –el analista-, pero también por la suposición de un sujeto al saber

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inconsciente. Esto quiere decir también que no se trata de que alguien disponga del saber,
sino que ese saber lo atañe, lo concierne en tanto sujeto. 54
Nunca se está tan cómodo en el ser en la medida que no se piensa. Por lo tanto, a
través del pasaje del yo no pienso al yo no soy, el síntoma pierde su estatuto de ser en la
satisfacción pulsional para transformarse en inquietud por el saber inconsciente en tanto
verdad. La verdad rechazada retorna a través del inconsciente: Yo, la verdad, hablo. La
operación verdad coincide, asimismo, con el encuentro con la inconsistencia del Otro, con
la falta del significante que el analista encarna a través de su deseo. En este sentido, la
operación verdad hace pasar “al sujeto de las pulsiones escoptofílica y masoquista al
estatuto del sujeto analizado, en tanto que para éste tiene un sentido la función de la
castración” (Lacan, 1966-67, 18/01/67: 21), como falta-en-ser. Finalmente, “para situar el
psicoanálisis, podría decirse que llega a constituirse en todas partes donde la verdad se hace
reconocer solamente por el hecho de que nos sorprende y de que se impone” (Lacan, 1966-
67, 22/02/76: 2). Allí donde eso era, el sujeto debe advenir.


54 Vale aclarar, tal como subraya Sanfelippo (2017), que si bien la transferencia se instala en función del
sujeto supuesto saber, el término del análisis consiste en la caída de éste y en su reducción al advenimiento
del objeto a como causa de la división del sujeto.

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Capítulo 3: La invención del cuerpo histérico. El retorno de la verdad y
del goce en el campo del saber corporal

A partir de Freud […]


la vieja oposición del alma y el cuerpo,
válida aun para la psicofisiológica
del siglo XIX, ya no existe más,
ahora que sabemos que nuestro cuerpo
forma parte de nuestra psique o de la experiencia,
a la vez consciente e inconsciente.
(Foucault, 1965: 42)

El cuerpo cartesiano

La historia del cuerpo es la historia de un olvido, “como si la vida de éste se situara


fuera del tiempo y del espacio, recluida en la inmovilidad presumida de la especie” (Le
Goff y Truong, 2003: 11). Esto significa, al menos, dos cosas: en primer lugar, que el
cuerpo fue durante largo tiempo ignorado como objeto de investigación por los
historiadores ya que se consideró que su estudio solo concernía al ámbito de las ciencias
naturales; en segundo lugar, que el cuerpo moderno, el cuerpo cartesiano, se instituyó como
un cuerpo sin historia, disimuló su carácter convencional y se presentó como una realidad
natural y dada. ¿Pero por qué lo hizo de este modo? En palabras de Le Breton:

Nuestras actuales concepciones del cuerpo están vinculadas con el ascenso del
individualismo como estructura social, con la emergencia de un pensamiento racional y
positivo y laico sobre la naturaleza, con la regresión de las tradiciones populares
locales, y también, con la historia de la medicina que representa, en nuestras
sociedades, un saber en alguna medida oficial sobre el cuerpo (1990: 8).

El cuerpo moderno se presentó como algo evidente, como un dato primario, debido
a que las sociedades occidentales modernas admitieron sin cuestionamiento la concepción
anátomo-fisiológica, es decir, la del saber que proviene de la biología y la medicina. Para el
saber médico, el cuerpo no remite a nada más que a sí mismo, no tiene ninguna realidad
más allá de él. Por esta vía, el cuerpo moderno fue uno de los protagonistas de la ruptura
del sujeto con el cosmos, con los otros y consigo mismo. En la estructura individualista
contemporánea, el cuerpo se convirtió en el recinto del sujeto y la piel en sus fronteras.

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En la Edad Media, como sostuvieron Le Goff y Truong, “tanto en las civilizaciones
cristianas como en el mundo islámico, no era posible separar los acontecimientos del
cuerpo de su significado espiritual” (2003: 92). Esto quiere decir que el cuerpo medieval se
encontraba siempre interrelacionado con el todo, era el vector de inclusión del hombre con
todas las energías visibles e invisibles que recorrían el mundo. El cuerpo medieval no era
“un universo independiente, replegado sobre sí mismo como aparece en el modelo
anatómico […] o en el modelo mecanicista, [era] un campo de fuerza poderoso de acción
sobre el mundo y estaba siempre disponible para ser influido por éste” (Le Breton, 1990:
33). Por ello, la medicina medieval era una medicina del alma, que pasaba por el cuerpo
pero jamás se reducía a él, y toda enfermedad era, en cierto sentido, “psicosomática”. En la
concepción medieval, el todo y la parte (lo macro y micro) tenían una relación de
complementariedad e interdependencia, gracias a la cual la parte se reconocía en el todo, y
el todo no tenía significado sin la parte. Un buen ejemplo de esto es el cuerpo grotesco de
los carnavales medievales que…

[…] no tiene una demarcación respecto del mundo, no está encerrado, terminado, ni
listo, sino que se excede a sí mismo, atraviesa sus propios límites. El acento está puesto
en las partes del cuerpo en que éste está, o bien abierto al mundo exterior, o bien en el
mundo, es decir, en los orificios, en las protuberancias, en todas las ramificaciones y
excrecencias: bocas abiertas, órganos genitales, senos, falos, vientres, narices (Bajtín
citado por Le Breton, 1990: 31).

En la modernidad, con el proceso de individuación del hombre y de desacralización


de la naturaleza, el cuerpo se convirtió en la frontera precisa que marcó la diferencia de un
hombre con todos los demás y con el mundo, se transformó en el índice de ruptura entre el
micro y el macrocosmos.
En este sentido, la empresa de Vesalio y de los primeros anatomistas representó un
momento clave. Antes del siglo XVI, la disección de los cadáveres era concebida como un
sacrilegio debido al lazo inquebrantable que unía al hombre y su cuerpo con el cosmos.55
Desde esta perspectiva, la publicación de De humani corporis fabrica (Sobre la estructura
del cuerpo humano) en 1543 puede pensarse como el hito fundador del cuerpo moderno.
Las primeras disecciones y el estudio pormenorizado de la anatomía corporal fueron, de
algún modo, efecto y causa del repliegue del cuerpo sobre sí mismo, de la pérdida de su

55 “Durante mucho tiempo, los que curaban transgrediendo los límites del cuerpo no gozaban de estima.
Como todo hombre al que su situación social enfrenta con regularidad al tabú, los cirujanos son, a los ojos de
sus contemporáneos, personajes turbios, inquietantes.” (Le Breton, 1990: 38).

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dimensión significativa. El cuerpo, a partir de Vesalio, no es más que el cuerpo, y su
modelo es el cadáver. Así lo expresa Descartes: “Me consideré en primer término como
teniendo un rostro, manos, brazos, y toda esta máquina compuesta de huesos y carne, tal
como aparece en un cadáver y a la que designé con el nombre de cuerpo” (citado por Le
Breton, 1990: 60). La conmoción científica llevada a cabo por Vesalio fue fundamental
para que el hombre hiciera el duelo por el cosmos y se descubriera subsumido por el cogito.
En definitiva, fue Descartes quien pronunció de manera oficial las ideas que distinguieron
radicalmente al hombre –su espíritu, su existencia cogitante- de su cuerpo, entendido como
una realidad distinta y repudiada, puramente accesoria.56 “El hombre de Descartes es un
collage en el que conviven un alma que adquiere sentido al pensar y un cuerpo, o más bien
una maquina corporal, reductible sólo a su extensión” (ibíd.: 69). El cogito cartesiano,
entonces, no solo estableció las condiciones de posibilidad de surgimiento de un sujeto
particular, el del psicoanálisis, sino que también instituyó, como sustancia extensa, un
cuerpo maquinal y cadavérico.
El saber anatómico rompió la correspondencia entre la carne del mundo y la carne
del hombre, y siguiendo el modelo galileano del universo, convirtió al cuerpo en una
máquina. El nacimiento de la ciencia moderna transformó al mundo cerrado de la
antigüedad y el medioevo en un universo infinito, provocó el desplazamiento desde un
firmamento signado por los mensajes divinos hacia un universo escrito con leyes
matemáticas carentes de sentido. El cuerpo, al igual que el mundo, “deja de ser un universo
de valores para convertirse en un universo de hechos” (ibíd.: 66). Desde entonces, el cuerpo
ya no significó nada, perdió su sacralidad. Descartes suplantó las preguntas del moralista
cristiano, agitado por las causas carnales de su pecado, por “la tranquilidad objetiva del
técnico que se enfrenta a un problema de fuerzas” (Lenoble citado por Le Breton, 1990:
67). En definitiva, el cogito cartesiano y la ciencia moderna forcluyeron la verdad corporal,
su dimensión significativa, su valor sagrado. Desde entonces, el cuerpo enmudeció. Así
también lo entendió Lacan:


56 “a partir del hecho de que sé que existo, y de que mientras tanto no advierto que a mi naturaleza o esencia
pertenezca absolutamente ninguna otra cosa pensante, rectamente concluyo que mi esencia consiste
únicamente en esto: que yo soy una cosa pensante. Y aunque quizá (o más bien, como diré luego, ciertamente)
yo tenga un cuerpo que está muy estrechamente unido a mí, sin embargo, puesto que por una parte tengo la
idea clara y distinta de mí mismo, en tanto que soy sólo una cosa pensante, no extensa, y por otra parte, la
idea distinta del cuerpo, en tanto que es sólo una cosa extensa, no pensante, es cierto que yo soy realmente
distinto de mi cuerpo, y que puedo existir sin él” (Descartes, 1641: 71).

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El acto del cogito es el error sobre el ser, como podemos ver en la alienación definitiva
que resulta de ello: el cuerpo es arrojado a la extensión. El rechazo del cuerpo fuera del
pensamiento es la gran Verwerfung de Descartes […] es imposible que una máquina
sea cuerpo, es por esto que el saber lo prueba cada vez más poniéndolo en piezas
sueltas57 (Lacan, 1967-68: 42).

El error sobre el ser, entre otras cosas, reside en el rechazo del cuerpo fuera del
pensamiento, entendido como pura res extensa . Pero una máquina no es cuerpo, ni un
cuerpo es máquina. Esto es lo que señaló Lacan cuando dijo que la relación de la medicina
con el cuerpo, a partir de la ciencia moderna, estuvo atravesada por una “falla epistemo-
somática” (1966c: 92). Su hipótesis es que la dicotomía cartesiana del pensamiento y la
extensión envió al cuerpo en su verdadera naturaleza al exilio. ¿Pero qué significa para
Lacan el cuerpo “en su verdadera naturaleza”?

Este cuerpo no se caracteriza simplemente por la dimensión de la extensión: un cuerpo


es algo que está hecho para gozar, gozar de sí mismo. La dimensión del goce está
completamente excluida precisamente de eso que he llamado la relación epistemo-
somática. Pues si bien la ciencia no es incapaz de saber lo que puede hacer, es, por su
parte, al igual que el sujeto que engendra [sujeto de la ciencia], incapaz de saber lo que
quiere [deseo del científico] (ibídem).

Entonces, según Lacan, la medicina moderna envió al exilio al cuerpo en su


dimensión gozante y, a su vez, ignoró la significación de la demanda del enfermo, “la
estructura de la falla que existe entre la demanda y el deseo” (ibíd.: 91). En otras palabras,
lo que la medicina científica olvidó es que cuando alguien pide ser autentificado como
enfermo no significa necesariamente que desee la cura porque, justamente, el síntoma
implica una satisfacción. En definitiva, la idea de Lacan es que el cuerpo moderno se
constituyó desde la omisión del vínculo del cuerpo con el goce y la verdad –ambas
dimensiones indisociables-.58 En este punto, dice Lacan, interviene la teoría psicoanalítica,

57 L’acte du cogito, c’est l’erreur sur l’être, comme nous le voyons ainsi dans l’aliénation définitive qui en
résulte, du corps qui est rejeté dans l’étendue. Le rejet du corps hors de la pensée, c’est la grande Verwerfung
de Descartes […] il est impossible qu’une machine soit corps. C’est pourquoi le savoir le prouve toujours plus
en le mettant en pièces détachées.
58 “El cuerpo, puesto que ya ni siquiera sabemos cómo hablar de él, justamente desde que el vuelco
cartesiano de la posición radical del sujeto nos enseña a no pensarlo más que en términos de extensión […]
¿Acaso no captamos ahí que algo se deriva... que al haber llevado tan bien su juego con el Otro, Descartes
patina hacia la pérdida de algo esencial que Freud nos recuerda? Nos lo recuerda en el hecho de que la
naturaleza básica del cuerpo tiene algo que ver con lo que él introduce, lo que él restaura como libido”
(Lacan: 1964-65: 111).
Le corps pour autant que nous ne savons même plus comment en parler, depuis justement que le
renversement cartésien de la position radicale du sujet, nous a appris à ne plus le penser qu’en termes
d’« étendue » […] est-ce que nous ne saisissons pas là que quelque chose se dérive, d’avoir trop bien mené

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“que llega a tiempo y no ciertamente por casualidad, en el momento de la entrada en juego
de la ciencia, [Freud] inventó lo que debía responder a la subversión de la posición del
médico por el ascenso de la ciencia: a saber, el psicoanálisis como praxis” (ibíd.: 94).
El cuerpo purificado de sacralidad, reducido a la res extensa que brillaba en las
lentes de los fotógrafos y los bisturís de los cirujanos, destinado a ser mirado en los teatros
del saber médico, fue estorbado y puesto en cuestión por un nuevo cuerpo, un cuerpo que
exigió el ingreso del juego de la verdad, que pidió la palabra y reclamó por su escucha, y
que trajo, sin saberlo, la dimensión del goce al campo de la ciencia: el cuerpo histérico. En
efecto, tal como sostiene Mordoh:

El psicoanálisis es la respuesta a la subversión del médico por parte de la ciencia; es la


respuesta al retorno de lo forcluido por el discurso cartesiano, vehiculizado en el
cuerpo de las histéricas y que pone en jaque a los amos de la época al no ser abordable
por el saber formal de la ciencia (2016: 20).

La hipótesis que desarrollaré lo largo de este capítulo es que el cuerpo histérico, el


cuerpo que fue condición de posibilidad del surgimiento del discurso analítico, representó
el retorno de la verdad forcluida -por el cogito cartesiano y el saber médico científico- al
campo de la corporalidad. Esta es la complicidad subrayada por Lacan “de la histeria con la
ciencia. Por lo demás la cuestión no es la del descubrimiento del inconsciente, que en lo
simbólico tiene su materia preformada, sino la de la creación del dispositivo en el que lo
real toca a lo real, es decir, lo que articulé como el discurso analítico” (Lacan, 1971-72:
236-7). El cuerpo histérico es aquel que resistió a entrar en las categorías de sustancia
extensa o sustancia pensante. De este modo, el psicoanálisis pudo desmontar la dicotomía
cartesiana al revelar la aparición de una nueva sustancia.
En el Seminario 25, denominado El momento de concluir, Lacan dijo que “la
historia es la histeria” y que, si Freud “fantaseó en torno a la histérica, eso no es
evidentemente más que un hecho de historia”59 (1977-78: 18). Intentaré argumentar que la
invención del psicoanálisis no dependió de la mente brillante de un genio solitario, sino de
las condiciones históricas referentes al saber y el poder médico sobre la histeria, “de la


son jeu avec l’Autre, Descartes glisse vers la perte de quelque chose d’essentiel qui nous est rappelé - rappelé
par Freud - en ceci que la nature foncière du corps a quelque chose à faire avec ce qu’il introduit, ce qu’il
restaure, comme «libido».
59 l’Histoire, c’est l’hystérie […] Freud, s’il a bien senti ce qu’il en est de l’hystérique, s’il a fabulé autour de
l’hystérique, ça n’est évidemment qu’un fait d’histoire.

99
emergencia de actos discursivos que la nombran” (Vallejo, 2006: 128), y del esfuerzo
clínico y teórico llevado a cabo por innumerables pensadores. En definitiva, mi objetivo es
fundamentar la relación de codependencia entre el surgimiento del cuerpo histérico y el
nacimiento del psicoanálisis. Para llevar adelante esta tarea me veré obligado, en primer
lugar, a hacer una breve introducción de la histeria antes de la invención de la “cura por la
palabra”.

Historia mínima de la histeria

Podría definirse “histeria” como el significante que articuló a lo largo de la historia


una multiplicidad de sufrimientos femeninos vinculados a su posición sexuada. Durante
veinte siglos, la histeria fue considerada un padecimiento específico de las mujeres
atribuido a un desorden uterino. Según el pensamiento antiguo, el útero (hyster) no era un
órgano como los demás, sino que estaba dotado de facultades animales, es decir, de
sensibilidad y movimientos espontáneos. Platón, por ejemplo, sostenía que el útero era un
animal errante dentro del cuerpo de las mujeres y tenía, en cierta forma, una vida
independiente:

La matriz o el llamado útero de las mujeres soporta con dificultad, por el hecho de
tener vida propia y desear concebir, permanecer durante mucho tiempo sin dar fruto en
su debido momento, por ello vagabundea por todo el cuerpo y obstruye las vías por las
que penetra el aire con lo que no permite respirar y provoca dificultades extremas y
enfermedades muy variadas hasta que el apetito y el deseo sexual hacen que se junten
ambos sexos y siembren la matriz (Platón citado por Mielost, 2012: párr. 4).

El útero, inquieto por su privación, partía del vientre y ascendía al epigastrio en


donde provocaba ahogos y vómitos. Luego iba hacia el tórax y al cuello, generando
ansiedad, palpitaciones, disnea, etc. Por último, llegaba a la cabeza para incitar dolores,
pesadez corporal, somnolencia, y convertirse en fuente de crisis convulsivas (Bercherie,
1983: 22).
En el siglo II Galeno sostuvo que la histeria era causada por una acumulación de
fluidos o sustancias en el cuerpo de la mujer debido a la falta de relaciones sexuales, y
propuso como terapia la estimulación de los genitales por medio de masajes hasta lograr las
"sacudidas acompañadas de dolor y placer simultáneamente” (Galeno citado por Mielost,
2012: párr. 7) que provocaran la expulsión de los excedentes de fluido. A su vez, subrayó la

100
heterogeneidad sintomática de este cuadro: “La afección histérica tiene un solo nombre,
pero comprende bajo sí variados e innúmeros accidentes” (ibídem).
Estos dos principios –etiología relativa a la privación sexual y plasticidad
sintomática- fueron las invariantes del cuadro hasta el siglo XVII, cuando Charles Le Pois
introdujo la revolucionaria idea de que la histeria era una enfermedad cerebral idiopática
común a los dos sexos. No obstante, las ideas de Le Pois no tuvieron impacto inmediato, y
hubo que esperar a Charcot para que alcanzaran la aceptación de la comunidad científica.
De hecho, autores como Pinel o Grissinger, entendieron a la histeria, respectivamente,
como una “neurosis genital de la mujer” o como una afección “cuya causa material reside
en las enfermedades locales de los órganos genitales” (citados por Sauri, 1984: 76).
Posiblemente fue Thomas Sydenham quien comenzó el largo derrotero de la
desexualización de la histeria a principios del siglo XVIII. En su escrito “La afección
histérica”, Sydenham sostuvo que la histeria es una enfermedad por imitación y que
reproduce síntomas de casi todas las enfermedades que afectan al género humano. Por lo
tanto, “no sigue ninguna regla, ni tipo uniforme y solo es un agregado confuso e irregular”
(1735: 90). También afirmó que las mujeres histéricas son enfermas del cuerpo, pero “lo
son aún más del espíritu” (ibíd.: 89) y que la causa de la enfermedad no se debe a los
movimientos del útero sino “a las agitaciones violentas del alma súbitamente producidas
por la cólera, la pena, el temor o alguna pasión semejante” (ibídem). Al mismo tiempo,
Sydenham se apoyó en la hipótesis del movimiento irregular de los “espíritus animales”60 –
las partículas mínimas que conectan el alma y el cuerpo- como causa interna de la
enfermedad.
Un siglo más tarde, Paul Briquet publicó el Tratado clínico y terapéutico de la
histeria (1859), un estudio científico que sistematizó el trabajo realizado sobre
cuatrocientos treinta casos y ordenó gran parte de los conocimientos existentes. En esta
obra, Briquet reprobó la hipótesis sexual-uterina y aseveró que la histeria “es una neurosis
del encéfalo, cuyos fenómenos aparentes consisten principalmente en la perturbación de los
actos vitales que están al servicio de la manifestación de las sensaciones afectivas y de las


60 “Los espíritus animales son las partículas más ligeras que constituyen la sangre. Se desplazan a modo de
un viento sutil entre el corazón, el cerebro y los músculos, y son responsables, cuando están en el cerebro y
llenan sus poros y cavidades, de la conexión entre el alma y el cuerpo que acontece en la glándula pineal. Los
movimientos y las vibraciones que los llevan allí transmiten al alma los afectos del cuerpo y las sensaciones
del mundo exterior. Por otro lado, las órdenes procedentes del alma se traducen en el movimiento de los
espíritus, que viajan desde la glándula a los músculos, hinchándolos o vaciándolos para que se muevan según
esas órdenes” (Parellada, 2000: 238).

101
pasiones” (1859: 95-5). De esto modo, subrayó dos cuestiones que serán esenciales para la
elaboración de las ideas freudianas de la histeria: en primer lugar, la importancia de la
afectividad y las pasiones en la constitución de los síntomas; y en segundo lugar, su aspecto
expresivo. Según Briquet los fenómenos histéricos eran acciones vitales a partir de las
cuales se manifestaban las sensaciones afectivas y las pasiones de modo patológico: “Los
fenómenos histéricos son la repetición más o menos trastornada [de los actos vitales]
mediante los cuales se manifiestan las sensaciones penosas, los afectos y las pasiones tristes
y violentas” (ibíd.: 96). Como él mismo señaló, “estas ideas distan mucho, en verdad, de
las teorías que solo encuentran en la histeria apetitos insatisfechos, o partes genitales
inflamadas” (ibídem). En definitiva, Briquet destacó el sufrimiento existencial de las
mujeres histéricas, la disposición general al sufrimiento que “residía en todo su ser”
(ibídem). “Con Briquet la histeria tiende a aparecer como una patología de la emotividad, y
[…] por lo tanto se acentúa su carácter psicológico en detrimento de la metáfora nerviosa”
(Bercherie, 1983: 46).
Por su parte, el médico parisino Charles Lasègue –contemporáneo de Briquet-
insistió en el carácter multiforme de esta patología al afirmar que “la definición de la
histeria nunca se ha dado, ni se dará jamás” (citado por Babinski, 1934: 159). Para Lasègue,
la histeria se diferencia del resto de las enfermedades en la medida en que ninguna de las
leyes generales que rigen las evoluciones patológicas se adaptan a ella, “aquí la excepción
no confirma la regla, sino que se convierte ella misma –la excepción- en regla y
característica” (Lasègue, 1878: 99). Como puede observarse, a pesar de las modificaciones
que pudieran haberse realizado sobre la concepción del cuadro, los principios de etiología
relativa a la sexualidad y de plasticidad sintomática se mantuvieron constantes.
En este contexto hizo su aparición Jean-Martin Charcot, el protagonista de la gran
transformación de la histeria. Su maniobra consistió en cuestionar los dos principios de la
milenaria histeria ginecológica y proponer hipótesis alternativas desde el terreno de la
neurología, tomando como modelo a la epilepsia. En primer lugar, Charcot afirmó que “la
histeria tiene sus leyes, su determinismo, absolutamente del mismo modo que una afección
nerviosa” (citado por Bercherie, 1983: 73). De esta forma, expuso que “a pesar de la
inmensa variedad aparente de síntomas se trata siempre de lo mismo” (Charcot, 1887: 121).
Por medio de la tesis de la regularidad y universalidad de los síntomas y los procesos
patológicos, Charcot intentó terminar con el principio de plasticidad de la sintomatología
histérica. Evidentemente, esta inestabilidad sintomática, añadida a la permanente sospecha

102
de simulación y el componente sexual del cuadro, hacía imposible el ingreso de la histeria
al campo del conocimiento científico.61 Por ello la necesidad de establecer “estigmas”, es
decir, “fenómenos duraderos, permanentes, extremadamente difíciles de modificar y que a
veces resisten a toda intervención médica [en contraposición a] lo que se considera como el
rasgo característico del histerismo, la inestabilidad, la movilidad de los síntomas” [Charcot
citado por Sanfelippo, 2011: 209). Los estigmas eran: anestesias, hiperestesias, sordera,
mutismo, estrechamiento del campo visual, cefaleas, contracturas, parálisis, temblores, y
“un estado mental peculiar esencialmente constituido por impresionabilidad, excitabilidad,
sugestionabilidad” (Bercherie, 1983: 75-76). A su vez, se encargó de sistematizar la gran
crisis histéricas en cuatro fases fácilmente localizables: fase epileptoide (período tónico y
clónico), fase de los grandes movimientos (saludos y arco circular), attitudes passionelles y
período terminal. En segundo lugar, se ocupó, por diversas vías, de destronar a la figura
de la histérica ginecológica62 en pos de una histeria neurológica. Esto quiere decir, además,
que intentó quitarle a la histeria cualquier halo de sexualidad, a pesar de los permanentes
rodeos y ambigüedades que atravesaron sus investigaciones. Ya volveré sobre este tema de
particular interés, por el momento me interesa señalar que para Charcot la objetividad de
los síntomas histéricos residía en que eran manifestaciones de una lesión neurológica…no
localizable:

Su lesión anatómica no es todavía accesible a nuestros medios de investigación, pero


de manera innegable se traduce para el observado atento en trastornos tróficos
análogos a los que se ven en los casos de lesiones orgánicas del sistema nervioso
central o de los nervios periféricos […] En adelante, el camino está en gran medido
abierto, y me atrevo a esperar que un día u otro el método anátomo-clínico en materia
de histeria podrá incluir un éxito más en su activo, éxito que permita finalmente
descubrir la alteración primordial, la causa anatómica de la cual se conocen hoy en día
tantos efectos materiales (citado por Bercherie, 1983: 73).

Sea como fuere, la hipótesis de la lesión dinámica no cerró el problema etiológico


de la histeria. La ausencia de una lesión observable conminó a Charcot a formular distintas


61 “Para que la histeria pueda colocarse en el mismo plano que una enfermedad orgánica, para que sea una
verdadera enfermedad dentro del marco de un diagnóstico diferencial -para que el médico sea un verdadero
médico-, es menester que la histérica presente una sintomatología estable. Por consiguiente, la consagración
del médico como neurólogo, a diferencia del psiquiatra, implica necesariamente como conminación hecha en
sordina al enfermo algo que ya decía el psiquiatra: ‘Dame síntomas, pero dame síntomas estables,
codificados, regulares’” (Foucault, 1973-74: 357).
62 “Ciertamente dije que cuando las histéricas eran ováricas, el acceso se detenía ejerciendo presión sobre el
ovario, pero no me considero tan ingenuo como para pretender que la histeria reside en los ovarios” (Charcot,
1887: 127).

103
teorías de la causa de la enfermedad y su vínculo con la lesión funcional. En principio, el
reemplazo del ovario como factor causal se basó en la concepción de la histérica diatésica o
constitucional. En pocas palabras, la diátesis “es una suerte de terreno, de disposición
general a la enfermedad […] de lesión no localizable, una lesión no lesional si se quiere,
constitucional pero no localizada, un estado general, una tendencia general del organismo”
(Gauchet y Swain, 2000: 84).
Sin lugares a dudas, el cambio radical en la visión etiológica de la histeria se
produce alrededor de 1885 con la introducción de dos factores concomitantes: la teoría
traumática y los fenómenos hipnóticos. Desde años atrás Charcot se interesaba en la histeria
masculina desencadenada con asiduidad en el ámbito laboral por influencia de un factor
traumático. Naturalmente, la introducción de casos masculinos era funcional con el objetivo
de incorporar a la histeria al saber médico, transformarla en una verdadera enfermedad
(Edelman, 2003). De este modo, declaró que las neurosis traumáticas -los trastornos
nerviosos secundarios a accidentes de ferrocarril- no eran más que histerias provocadas por
un “shock nervioso” (Bercherie, 1983). La sintomatología era prácticamente la misma:
hemianestesias, anestesias sensoriales, problemas visuales, trastornos motores en las
extremidades, pesadillas, etc. Por esta vía, Charcot se vio llevado a reconocer que los
traumas que provocaban los síntomas histéricos no eran físicos sino “mentales”. Por
ejemplo, una mujer que había sido golpeada por un carro sin mayores consecuencias
orgánicas, pero que había imaginado que la rueda le había pasado por encima de las
piernas, terminaba padeciendo una parálisis de esa parte del cuerpo. Lo que la había hecho
enfermar no era el traumatismo en sí, sino la idea que había acompañado ese trauma, o,
mejor dicho, lo traumático no era el evento, sino el impacto psíquico. Por otro lado, a través
de la hipnosis, es decir, la producción de síntomas análogos a los de la histeria por medio
de la sugestión, se concluyó que era necesario comprender los canales por los cuales la
ideación interviene en el funcionamiento corporal:

El hecho a explicar es la acción de una idea o de un ‘grupo coherente de ideas’


introducidas en la mente de un individuo por una voluntad exterior, que ‘se establece a
la manera de un parásito y cuya consecuencia puede ser la producción de una parálisis
motriz’. En otras palabras: ‘Se puede inculcar por sugestión la idea de un estado
mórbido, que se realiza objetivamente’. El fenómeno es indiscutiblemente psíquico por
las vías que toma; pero hay que entender la definición de Charcot en forma literal: eso
significa que depende de las funciones cerebrales más elevadas (Gauchet y Swain,
2000: 144).

104
Para Charcot, a pesar de que las vías que tomaba el fenómeno eran
indiscutiblemente “psíquicas”, el síntoma obedecía a disfunciones cerebrales. En línea con
el pensamiento anátomo-patológico de la época, hizo depender los fenómenos psíquicos de
los hechos fisiológicos. Para él, al igual que para gran parte del pensamiento psiquiátrico
contemporáneo, “la psicología no es más que la fisiología de una parte del cerebro” (ibíd.:
146). Como mencioné, al no encontrar ningún tipo de lesión, al faltar la materia dañada en
el cerebro, Charcot se vio llevado a hablar de una “lesión funcional”, un eufemismo que
indica que el psiquismo no es más que el cerebro compuesto de funciones inmateriales.
Todavía hoy el término “funcional” sirve para explicar los padecimientos que no tienen una
explicación médica satisfactoria. En definitiva, la explicación de Charcot no irá más allá –y
esto no significa que sea poco- de la demostración del fenómeno traumático en algunas
histerias, en las cuales una representación interna inducida por un acontecimiento era lo
determinante para la conformación del síntoma. Sin embargo, jamás pudo pensar un orden
de causalidad distinto al de la fisiología.
Este fue el modo a partir del cual la histeria se transformó en una enfermedad de las
representaciones. En palabras de Kraepelin, todas las alteraciones histéricas “son
producidas por ideas con fuerza de sensaciones, demuéstrelo claramente el hecho de que se
puede hacerlas desaparecer mediante influencia psíquica” (1905: 150). “Ideas con fuerza de
sensaciones”, éste era el interrogante que Charcot había constituido pero que no había
podido resolver: el del misterio de los modos de acción de las ideas sobre el cuerpo.

Un nuevo cuerpo

En 1893, a pedido de Charcot, Freud escribió “Algunas consideraciones con miras a


un estudio comparativo de las parálisis motrices orgánicas e histéricas”. Allí dijo:

Yo afirmo […] que la lesión de las parálisis histéricas debe ser por completo
independiente de la anatomía del sistema nervioso, puesto que la histeria se comporta
en sus parálisis y otras manifestaciones como si la anatomía no existiera, o como si no
tuviera noticia alguna de ella. [La histeria] toma los órganos en el sentido vulgar,
popular, del nombre que llevan: la pierna es la pierna, hasta la inserción de la cadera; el
brazo es la extremidad superior tal como se dibuja bajo los vestidos (1893 [1888-93]:
206).

La hipótesis de que la parálisis histérica es completamente independiente de la


anatomía del sistema nervioso tiene consecuencias monumentales. Recordemos que para

105
Charcot, la parálisis histérica dependía del sistema nervioso desde una perspectiva
funcional, es decir, de una lesión sin materia. Por lo tanto, el cuerpo afectado en la histeria
era el cuerpo anátomo-patológico, el cuerpo de la medicina. A partir de esta sencilla
premisa, Freud esboza un nuevo cuerpo, un cuerpo eidético, representacional, un cuerpo
vulgar que no respeta las leyes del sistema nervioso. Las parálisis histéricas son, en
consecuencia, alteraciones del cuerpo en tanto idea, y esto quiere decir, a su vez, que en la
histeria las ideas hacen cuerpo, se materializan en el sentido más radical del término. Dicho
esto, resta la siguiente pregunta: ¿por qué se produce la parálisis?, ¿qué sucede con la idea
de brazo, pierna, mirada, etc. para que dejen de funcionar? La hipótesis de Freud es que la
parálisis se produce cuando la concepción del “órgano” afectado queda imposibilitado de
entrar en asociación con las demás ideas que constituyen el cuerpo: “La lesión sería
entonces la abolición de la accesibilidad asociativa de la concepción del brazo. Este se
comporta como si no existiera para el juego de las asociaciones” (ibíd.: 208). La idea es
sugestiva. Sin embargo, todavía no se comprende por qué el brazo, por ejemplo, deja de
asociarse con las otras ideas, por qué deja de existir en las asociaciones del cuerpo. En este
punto, Freud da unos ejemplos que serán en extremo valiosos para comprender la novedad:

Empezaré con ejemplos tomados de la vida social. Cuentan la cómica historia de un


súbdito real que no quería lavar su mano porque su soberano la había tocado. El nexo
de esta mano con la idea del rey parece tan importante para la vida psíquica del
individuo, que él se rehúsa a hacer entrar esa mano en otras relaciones. A la misma
impulsión obedecemos si rompemos el vaso en que bebimos a la salud de los recién
casados; cuando las tribus salvajes antiguas quemaban, junto con el cadáver del jefe
muerto, su caballo, sus armas y aun sus mujeres, obedecían a esta idea: nadie debía
tocarlas luego de él. El motivo de todas estas acciones es harto claro. El valor afectivo
que atribuimos a la primera asociación de un objeto repugna hacerlo entrar en
asociación nueva con otro objeto y, a consecuencia de ello, vuelve inaccesible a la
asociación la idea de ese [primer] objeto (ibídem.).

La teoría de Freud es clara: la parálisis se origina porque un sector del cuerpo


representacional, del cuerpo eidético, adquiere un alto grado de “valor afectivo” y rehúsa
entrar en asociación con otras ideas. Entonces, la parálisis se producirá según el monto de
valor afectivo que adquiera la representación en juego. La parte del cuerpo afectada
recupera su estatuto sagrado, se aísla de su vertiente profana y cadavérica. Según Freud, en
los casos de histeria, se comprueba que “la función abolida está envuelta en una asociación
subconsciente provista de un gran valor afectivo, y se puede mostrar que el brazo se libera
tan pronto como ese valor afectivo se borra” (ibíd.: 209). La parálisis desaparece cuando el

106
valor afectivo es tramitado por medio de la catarsis, esto quiere decir, ni más ni menos, que
el valor afectivo está íntimamente ligado –por no decir que es lo mismo- a un acto no
perpetrado o a una verdad no dicha que insisten en realizarse. “[La] pérdida de afectividad
de un recuerdo depende de varios factores. Lo que sobre todo importa es si frente al suceso
afectante se reaccionó enérgicamente o no […] desde el llanto hasta la venganza” (Breuer y
Freud, 1893-95: 34). Para decirlo en otros términos, si la catarsis tenía algún efecto sobre el
valor afectivo del síntoma es porque ambos son indisociables, es decir, que el valor afectivo
y la verdad no dicha son las dos caras de la misma moneda. En este sentido, la verdad es
indisociable del goce.
Entonces, la parálisis se produce cuando una parte del cuerpo representacional entra
en asociación con una serie de recuerdos con un gran valor afectivo vinculados a una
verdad no dicha o realizada. Desde esta perspectiva, es realmente difícil distinguir afecto de
idea, y su separación no tiene más fines que los propedéuticos. En un sentido estricto, debe
admitirse que el afecto depende de la idea, o en otras palabras, que es la idea intolerable la
que lleva consigo cierto valor. Finalmente, el cuerpo representacional no es meramente un
cuerpo eidético, sino que es cuerpo afectivo o, de otro modo, el cuerpo que conlleva un
valor afectivo es un cuerpo de ideas. Sin saberlo, Freud había descubierto un cuerpo que no
respondía ni a la extensión ni a la cogitación, una nueva sustancia en la cual el cuerpo y la
mente se anudaban de manera inédita para la modernidad.
No obstante, Freud no fue consecuente con esta hipótesis. Si unos años antes había
dicho que el cuerpo histérico era completamente independiente de la anatomía del sistema
nervioso, en la “Comunicación Preliminar” Freud modificó su idea de “valor afectivo” por
la perspectiva energética ligada al sistema nervioso. De este modo, el valor afectivo se
transformó en energía. Está claro que la noción de valor tiene otra connotación, ya que éste,
a diferencia de la energía, no es intrínseco a ningún objeto. Justamente, el valor se
caracteriza por ser un “agregado”, una atribución que se le hace a algo, un plus que se
añade a determinada cosa. El valor requiere del Otro, la energía, en cambio, es una
propiedad del cuerpo-máquina constituido por un conflicto de fuerzas que tiende a la
homeostasis.

consideramos los síntomas histéricos como unos afectos y unos restos de excitaciones
de influencia traumática sobre el sistema nervioso. Tales restos no quedan pendientes
cuando la excitación originaria fue drenada por abreacción o un trabajo del pensar.
Aquí uno ya no puede negarse a tomar en cuenta unas cantidades (aunque no

107
mensurables), a concebir el proceso como si una suma de excitación llegada al sistema
nervioso se traspusiera en un síntoma permanente en la medida en que no se empleó en
la acción hacia afuera proporcionalmente a su monto (ibíd.: 105).

Mi hipótesis es que se produjo un salto teórico crucial en el traspaso de la idea de


valor afectivo a la de “sumas de excitación sobre el sistema nervioso”. La perspectiva
energética ligada al sistema nervioso, a pesar de sus profundas trasformaciones por la
incorporación de la sexualidad como problema basal de las neurosis y la introducción de la
libido y la pulsión como montos afectivos entre lo psíquico y lo somático, terminó por
reforzar la dualidad psique/soma que el cuerpo histérico había puesto en cuestión. En el
“Caso Dora”, por ejemplo, esto se observa con nitidez:

¿Son los síntomas de la histeria de origen psíquico o somático? […] Hasta donde yo
alcanzo a verlo, todo síntoma histérico requiere de la contribución de las dos partes. No
puede producirse sin cierta solicitación {transacción} somática brindada por un
proceso normal o patológico en el interior de un órgano del cuerpo o relativo a ese
órgano […] El síntoma histérico no trae consigo este sentido, sino que le es prestado,
es soldado con él (1905: 36-37).

En definitiva, la solución de Freud frente al imperativo médico anátomo-patológico


fue proponer un trasfondo somático en la base de los síntomas. Debajo de la estratificación
del síntoma –compuesta por fantasías, identificaciones, etc.- Freud supone un “real,
orgánicamente condicionado” (ibíd.: 73), entendido como la afectación del cuerpo por una
fijación pulsional en una zona erógena. Cabe aclarar que en su obra existe cierta confusión
entre lo pulsional y lo orgánico. Esta dificultad fue entrevista por él mismo y se vio llevado
a hablar de su teoría de las pulsiones como “su mitología”. Si bien a menudo se insiste en la
definición de la pulsión como un “concepto fronterizo entre lo psíquico y lo somático”
(Freud, 1915: 117), también es cierto que Freud se inclinó por pensar a la pulsión como el
representante psíquico de un estímulo que proviene del interior del organismo, una
“exigencia de trabajo que es impuesta a lo anímico” (ibíd.).63 Más tarde, a partir de la
segunda tópica, esta caracterización encontrará su punto culmine a través del Ello como
sede pulsional que forma una “unidad biológica con el Yo” (Freud, 1925). Sea como fuere,


63 Lacan parece invertir la fórmula freudiana cuando afirma lo siguiente: “Es preciso que haya algo en el
significante que resuene. Uno se sorprende de que eso no se les haya aparecido para nada a los filósofos
ingleses. Yo los llamo filósofos porque no son psicoanalistas —ellos creen férreamente que la palabra no
tiene efecto. Ellos se imaginan que hay pulsiones, y aun cuando tienen a bien no traducir pulsión por instinto,
pues no saben que las pulsiones son el eco en el cuerpo del hecho que hay un decir” (1975-76: 18)

108
lo que queremos destacar es que a pesar de sus esfuerzos por fundar una teoría
específicamente “psíquica”, Freud no pudo dejar de reproducir, a su manera, el dualismo
cartesiano: mente/cuerpo, res cogitans/res extensa. Tal vez, por las condiciones de
posibilidad de pensamiento de la época o por su formación como neurólogo, se vio
compelido a sostener la dualidad del síntoma neurótico y su composición heterogénea.
En cambio, el cuerpo histérico descubierto por Freud a fines del siglo XIX no es un
cuerpo representacional ni tampoco un cuerpo energético, sino que es, precisamente, un
cuerpo erógeno, cargado de afectividad, constituido por un quantum perturbador que es
indisociable de su vertiente ideativa.

El síntoma es un mensaje valioso

Me detendré ahora en el problema del “valor afectivo” como verdad no dicha o no


realizada. Recordemos, para ello, que la primera maniobra de Freud sobre la enseñanza de
Charcot, conjuntamente con la propuesta de un cuerpo independiente de la anatomía, fue
extender la teoría del trauma: “Nuestro primer resultado, pues, es que el esquema de la
histeria traumática, como Charcot lo formuló para las parálisis histéricas, vale
universalmente para todos los fenómenos histéricos” (Freud, 1893: 33). Lo fundamental de
esta idea es que el mecanismo de conformación de la parálisis traumática es análogo al de
las parálisis producidas por medio de la sugestión hipnótica: “el trauma sería del todo
equiparable a la sugestión verbal” (ibíd.: 30). Esto quiere decir, entonces, que detrás de
cada histeria había un trauma psíquico, y que todo trauma psíquico estaba hecho de
representaciones.
Retengamos, también, que si algunas ideas o representaciones adquirían el estatuto
de traumáticas era porque no habían sido realizadas en el plano motor o verbal.
Traumáticas eran las representaciones cargadas de un gran valor afectivo que no habían
sido tramitadas por las vías adecuadas. De este modo, el afecto de la representación se
encontraba “estrangulado” o, en otros términos, enquistado en un sector del cuerpo.
Todavía falta explicar por qué estas ideas se veían impedidas de realizase “normalmente”.
La hipótesis de Freud –un tiempo más tarde- será que el yo entra en conflicto con alguna
representación por resultarle moralmente reprochable, inconciliable con la vida anímica
consciente. La tarea del yo, entonces, es tratar como “non arrivée” aquella representación,
es decir, intentar expulsarla de la vida psíquica. Para ello, ejercía una escisión entre la

109
representación y el afecto: el primero era enviado a un segundo grupo psíquico –el
inconsciente-, y el segundo investía al cuerpo (Freud, 1894). Curiosamente, quien “no
quería saber nada” de esas representaciones era el yo. De algún modo, el yo había decidido
enfermar. Por supuesto que esto implicaba que el yo no recubría la totalidad de la vida
psíquica. La cura por catarsis consistía, entonces, en liberar el afecto estrangulado a través
de la concurrencia con su representación original y permitirle el decurso por vía del decir.
Asimismo, un hecho notable pero poco mencionado, es que el trauma psíquico en
Freud dejó de ser un evento circunstancial y poco feliz para transformarse en un problema
existencial.64 En otros términos, para Freud, lo traumático del síntoma histérico era la vida
misma. Justamente, cuando extiende la hipótesis del trauma psíquico a todos los casos de
histeria -tomando como referencia a las parálisis- dice que la única diferencia es que en “la
histeria común […] rara vez se comprueba un solo gran suceso, sino que se asiste a una
serie de sucesos plenos de afecto: toda una historia de padecimientos” (1893: 32). El
trauma psíquico no es simplemente una representación, sino una cadena asociativa que
consta siempre de más de dos eslabones: “las escenas traumáticas no forman unos nexos
simples, como las cuentas de un collar, sino unos nexos ramificados, al modo de un árbol
genealógico […] comunicar la resolución de un solo síntoma en verdad coincide con la
tarea de exponer un historial clínico completo” (Freud, 1896: 196). Si una representación
era desalojada de la vida psíquica consciente era porque entraba en asociación con otra
serie de representaciones con las que estaba asociada. De allí la metáfora freudiana del
psiquismo como un yacimiento arqueológico estratificado. El síntoma, para Freud, está
compuesto por estratos de saber comprendidos por redes que se entretejen y forman nudos
ideo-afectivos. De este modo, el cuerpo renueva su estatuto histórico como un monumento
que evoca y testifica los padecimientos existenciales. Es notable, por ejemplo, la
descripción que hace del caso de Elizabeth von R.:


64 Osvaldo Delgado articula el paso desde la teoría del trauma hacia el sentido de los síntomas en la obra de
Freud con la división del sujeto de la ciencia entre saber y verdad: “Freud parte de ubicar un hecho como
traumatismo, luego un dicho que da un sentido, finalmente el síntoma que es un sentido. Es este ordenamiento
del que nos habla Lacan cuando enuncia que lo propio del sujeto psicoanalítico, aquel que es excluido por la
ciencia, es la división entre verdad y saber, división que Freud expresa en su fórmula Wo es war, soll Ich
werden. Fórmula que da cuenta de ubicar a la verdad como causa” (2008: s.p.). De este modo, Delgado señala
que la causa en psicoanálisis dejar de ser un problema vinculado con la realidad para ubicarse del lado de la
verdad. La verdad es la causa material de psicoanálisis.

110
Esa era, pues, la historia de padecimiento de esta muchacha ambiciosa y necesitada de
amor. Enconada con su destino, amargada por el fracaso de todos sus planes de
restaurar el brillo de su casa; sus amores, muertos los unos, distantes o enajenados los
otros; sin inclinación por refugiarse en el amor de un hombre extraño, vivía desde
hacía un año y medio -casi segregada de todo trato social- del cuidado de su madre y
de sus dolores (Freud, 1983-85: 159).

Se comprende, entonces, por qué Freud creía que su trabajo se parecía mucho más al de un
biógrafo que al de un médico.
En líneas generales, puede afirmarse que con estas hipótesis Freud manifestaba el
revés ignorado por la medicina anátomo-patológica, el de la influencia de lo anímico sobre
lo corporal:

Los médicos restringieron su interés a lo corporal y dejaron que los filósofos, a quienes
despreciaban, se ocuparan de lo anímico. Es verdad que la medicina moderna tuvo
ocasión suficiente de estudiar los nexos entre lo corporal y lo anímico, nexos cuya
existencia es innegable; pero en ningún caso dejó de presentar a lo anímico como
comandado por lo corporal y dependiente de él […] La relación entre lo corporal y lo
anímico (en el animal tanto como en el hombre) es de acción recíproca; pero en el
pasado el otro costado de esta relación, la acción de lo anímico sobre el cuerpo, halló
poco favor a los ojos de los médicos. Parecieron temer que si concedían cierta
autonomía a la vida anímica, dejarían de pisar el seguro terreno de la ciencia (1890:
116).

De este modo, al analizar los modos de acción de lo anímico sobre lo corporal,


Freud se vio compelido a elevar la palabra a una dignidad olvidada en el ámbito científico.
Pronto volveré sobre esta importante novedad. No obstante, como mencioné en el apartado
anterior, no pudo salir de la dicotomía cartesiana. Para Freud era absurdo pensar una
alternativa a la disyunción anímico–corporal. Por esta vía, los atolladeros teóricos eran
inevitables. Las preguntas por el modo en que una idea afectaba a un cuerpo, por la
manifestación física de un problema de índole anímico, derivaron en una respuesta
francamente ambigua: la del síntoma conversivo. Si el cuerpo afectado era un cuerpo hecho
de representaciones ya no tenía sentido referirse al cuerpo de los anátomo-patólogos y, por
lo tanto, no había, stricto sensu, ningún salto a lo físico, ninguna conversión. El problema
de Freud fue que no pudo estructurar correctamente sus interrogantes; “¿psique o soma?”
fue una pregunta-obstáculo que derivaba más de un aprieto epistemológico que de uno
específicamente psicológico. Creo que ésta fue la razón por la cual Freud se vio llevado a
pensar la perspectiva afectiva en términos energéticos, es decir, como un conflicto de

111
fuerzas. En definitiva, la confusión entre el cuerpo como representación afectivizada y el
cuerpo como instancia física fue permanente. Cómo sostuvo Szasz:

parecería que las palabras “psíquico” y “físico” describen observaciones, cuando en


realidad son conceptos teóricos utilizados para ordenarlas y “explicarlas” […] en otras
palabras, no hay problema de conversión alguno, a menos que insistamos en formular
nuestras preguntas de modo tal que indaguemos acerca de trastornos físicos donde, en
realidad, no existen (1961: 92-3).

El concepto de conversión histérica como primera respuesta “científica” a la


pregunta por la influencia de la mente en el cuerpo humano, por el salto de lo anímico a lo
físico, subsistió en una franca contradicción “debido al uso de un lenguaje tan inexacto y la
aceptación del simple criterio cartesiano de las realidades duales” (ibíd.: 109). Pero, por
otro lado, el interés por la influencia de lo anímico sobre el “organismo” abrió una vía de
investigación totalmente inédita para la modernidad: la del aspecto comunicacional y
significativo del cuerpo desde una perspectiva científica. Si el cuerpo histérico estaba
conformado por afectos no tramitados, por dichos “estrangulados”, entonces era un cuerpo
que traía consigo un mensaje a descifrar, era un cuerpo que quería decir algo, que cargaba
consigo una verdad.
Desde el comienzo de su enseñanza, Freud consideró que un síntoma en el cuerpo
manifestaba, a través de otro lenguaje, un sufrimiento vital. Los ejemplos son
transparentes: un dolor agudo en el entrecejo de una enferma se explicaba por “una mirada
penetrante” por parte de su abuela o, en la misma paciente, una incomodidad permanente en
el talón derecho remitía a “no poder entrar con el pie derecho” en una presentación en
sociedad (Cf. Freud, 1893). En definitiva, el síntoma estaba constituido como una
referencia simbólica. “Existe, por así decir, un propósito de expresar el estado psíquico
mediante uno corporal, para lo cual el uso lingüístico ofrece los puentes” (ibíd.: 35). Para
decirlo sin rodeos, lo que Freud advierte es que “los síntomas histéricos poseen sentido y
significado, por cuanto son sustitutos de actos anímicos normales” (1923 [1922]: 232). En
términos lacanianos, esto quiere decir que el síntoma es un mensaje dirigido al Otro y que
es, a su vez, un “falso acto”. El cuerpo histérico es, en consecuencia, un nuevo modo de
hablar, una superficie criptográfica que llama a la interpretación. Asimismo -y esto es
fundamental-, el mensaje cifrado del cuerpo histérico no habla sobre cualquier cosa, sino
que comunica los aspectos cruciales de la existencia, aquellos que adquirieron un gran
valor afectivo. Este podría ser otra forma de entender que el síntoma histérico no solo es un

112
mensaje, sino que también implica una satisfacción, en la medida en que el valor afectivo
encuentra un modo de manifestarse por otros medios. Lo que produce el valor afectivo de la
idea es su verdad.
En suma, el cuerpo histérico se constituía como un lenguaje enigmático, sustituto de
una verdad originaria cargada de afecto que resultaba insoportable para la vida anímica
consciente. La verdad reprimida y exiliada de sus medios expresivos típicos retornaba en un
cuerpo textual que debía ser interpretado. No se trata aquí de una verdad psíquica que se
emplaza sobre una superficie física, ni de una energía interior al cuerpo que exige al
psiquismo, sino de un cuerpo que se constituye, material y afectivamente, como índice de
una verdad cifrada.
Ahora bien, si las histéricas manifestaban su padecimiento a través de un cuerpo
materializado por palabras valiosas reprimidas, el tratamiento, lógicamente, debía gravitar
alrededor de ellas: “Las palabras son, en efecto, el instrumento esencial del tratamiento
analítico” (Freud, 1890: 115). Lo que Freud propone, ni más ni menos, es restituir a la
palabra su carácter sanador. En este sentido, puede decirse que introdujo en el ámbito
científico un saber milenario: el poder curativo de la palabra, su estatuto performativo y
terapéutico.

El lego hallará difícil concebir que unas perturbaciones patológicas del cuerpo y del
alma puedan eliminarse mediante “meras” palabras del médico. Pensará que se lo está
alentando a creer en ensalmos. Y no andará tan equivocado; las palabras de nuestro
hablar cotidiano no son otra cosa que unos ensalmos desvaídos. Pero será preciso
emprender un largo rodeo para hacer comprensible el modo en que la ciencia consigue
devolver a la palabra una parte, siquiera, de su prístino poder ensalmador (ibídem.).

Es bien conocido el pasaje realizado por Freud desde la hipnosis hasta la asociación
libre. No obstante, suele decirse que abandonó la sugestión hipnótica porque no sabía
manejar esa técnica, por ser un “mal hipnotizador” u otros motivos anecdóticos, cuando es
evidente que sus razones se basaban en problemas teóricos y clínicos. En un primer
momento, a partir de la psicoterapia hipnótica, Freud combatió las representaciones
patológicas “mediante aseguramiento, prohibición [e] introducción de representaciones
contrarias de todo tipo” (1893-95: 119), pero descubrió de inmediato que estas
representaciones se encontraban fundadas en una extensa serie de vivencias con la
suficiente intensidad para resistir a la representación contraria sugerida. En otras palabras,
una mera prohibición o una sugerencia tenían muy poco efecto contra una vida colmada de

113
padecimientos: “en verdad, sólo un cerebro realmente patológico podría dejar que la
sugestión borrara unos resultados tan legítimos de procesos psíquicos intensivos” (ibíd.:
117). A su vez, descubrió que las pacientes prestaban la más generosa obediencia sobre
cuestiones sin importancia, pero oponían una obstinada perseverancia cuando se trataba de
curar sus síntomas patológicos. Por este motivo, Freud decidió dejar de luchar contra cada
una de estas representaciones para ir “tras la huella de la historia genética de cada síntoma a
fin de poder combatir las premisas sobre las cuales se edificaban las ideas patológicas”
(ibíd.: 119). Fue, como suele decirse, de los efectos a las causas.
Además, sus pacientes –por cuenta propia- comenzaron a pedir la palabra,
demandaron ser escuchadas, quisieron narrar sus conflictos existenciales. 65 Freud
comprendió que las conversaciones con sus pacientes desembocaban, de una manera
inesperada, en reminiscencias patógenas que narraban espontáneamente (1893-95: 78) y
que “el declarar previo a la hipnosis [cobraba] significación cada vez mayor” (ibíd.: 86). En
definitiva, Freud pasó de las ordenes, las prohibiciones y las sugerencias, a una “simple
plática” (ibíd.: 142) que encontrará su formalización unos años más tarde en el método de
la asociación libre.66
Lo que me interesa señalar en relación al cambio en el método freudiano es la doble
hipótesis que lo fundamentó: en primer lugar, que el saber sobre el síntoma no lo poseía el
médico sino las pacientes; en segundo lugar, que ese saber “afectivo” debía encontrar un
decurso en el decir de la vida anímica consciente. Este era otro de los motivos de la
insuficiencia terapéutica de la hipnosis. El objetivo, entonces, era hacer consciente un saber
inconsciente que las pacientes mismas poseían pero que no sabían que poseían. En palabras


65 “La conversación que sostiene conmigo mientras le aplican los masajes no es un despropósito, como
pudiera parecer; más bien incluye la reproducción, bastante completa, de los recuerdos e impresiones nuevas
que han influido sobre ella desde nuestra última plática, y a menudo desemboca, de una manera enteramente
inesperada, en reminiscencias patógenas que ella apalabra sin que se lo pidan. Es como si se hubiera
apoderado de mi procedimiento y aprovechara la conversación, en apariencia laxa y guiada por el azar, para
complementar la hipnosis” (Freud, 1893-95: 78). “Yo creo que en ella los dolores de estómago acompañan a
cada ataque de zoopsia. Su respuesta, bastante renuente, fue que no lo sabe. Le doy plazo hasta mañana para
recordarlo. Y hete aquí que me dice, con expresión de descontento, que no debo estarle preguntando siempre
de dónde viene esto y estotro, sino dejarla contar lo que tiene para decirme” (ibíd.: 84).
66 Está claro que el método freudiano es bien distinto de una conversación común y corriente, y es
precisamente en las diferencias en donde reside su eficacia. No podré avanzar en la caracterización de la
asociación libre ni en las múltiples detracciones que recibió debido a su conminación a “decirlo todo”,
vinculándose, en consecuencia, a la técnicas de la confesión cristiana heredada del poder pastoral. Apenas
puedo señalar que la regla fundamental del psicoanálisis no exhortó a los analizantes a hacer un examen
exhaustivo de la intimidad ni a decirlo todo sobre sí mismo, sino que lo invitó a decir aquello que se
“preferiría callar (Lutereau, 2017) para evitar las enormes consecuencias que podría tener simple el hecho de
hablar y decir una verdad.

114
de Freud: “Me resolví a partir de la premisa de que también mis pacientes sabían todo
aquello que pudiera tener una significatividad patógena, y que sólo era cuestión de
constreñirlos a comunicarlo” (ibíd.: 127). No obstante, era indudable que ese saber tenía un
estatuto paradójico, se trataba de un “curioso estado en que uno sabe algo y al mismo
tiempo no lo sabe” (ibíd.: 134). En definitiva, esa “premisa” de la que Freud partió era, lisa
y llanamente, una suposición de saber. En este sentido, el inconsciente es una hipótesis: un
“saber no sabido” que solo puede surgir ante una posición ética concreta. El inconsciente
tiene estatuto ético.
Antes de finalizar este apartado, quisiera dejar planteada las siguientes preguntas,
sin dejar de decir, al menos, unas breves palabras: ¿Por qué las pacientes histéricas se
vieron llevadas a utilizar otro modo de hablar? ¿Por qué su decir no fue conducido por las
vías “adecuadas” y tuvo que encontrar vías secundarias de comunicación? La hipótesis
freudiana, recordemos, es la defensa, es decir, la revuelta del yo contra algunas
representaciones que eran inconciliables con la vida anímica consciente. Por ejemplo, en
relación al caso de Elizabeth von R, dice:

[…] en lugar de los dolores anímicos que ella se había ahorrado emergieron los
corporales; así se introdujo una trasmudación de la que resultó, como ganancia, que la
enferma se había sustraído de un estado psíquico insoportable, es cierto que al costo de
una anomalía psíquica —la escisión de conciencia consentida— y de un padecer
corporal (ibíd.: 179).

Por medio de la conversión el yo se ahorra el dolor anímico que hubiera implicado


decir o hacer algo en relación a un hecho valioso pero difícil de asumir. En el caso de
Elizabeth, ella “había conseguido ahorrarse la dolorosa certidumbre de que amaba al
marido de su hermana creándose a cambio unos dolores corporales” (ibíd.: 171). Entonces,
al utilizar otro lenguaje, la histeria obtiene como ganancia sustraerse de “un estado psíquico
insoportable”, pero pagando el precio de un sufrimiento corporal. Como sostuvo Fairbarn,
la característica esencial y distintiva de la conversión histérica es “la sustitución de un
problema personal por un estado corporal; y esta sustitución permite que el problema
personal se ignore como tal” (citado por Szasz, 1961: 117). Esto es lo que se ha conocido
como la posición de belle indifférence de la histeria.
Por otro lado, algunos autores han focalizado en los aspectos sociales y políticos por
sobre los “psicológicos”. Margarite Duras, por ejemplo, afirmó que dentro de los órdenes
sociales opresivos y centrados en valores masculinos, las mujeres se ven llevadas a

115
renunciar, en primer lugar, a un lenguaje propio. “Las quemaban –dice Duras de la
respuesta de los hombres a las mujeres que calificaron como brujas-, para detenerlas, para
bloquear la locura, para bloquear el discurso femenino” (citada por Morris, 1991: 139). La
misma opinión tiene Thomas Szasz cuando se refiere a la importancia de la opresión social
como determinante de los fenómenos de brujería, posesión e histeria:

determinadas condiciones psicosociales fomentan muchísimo la tendencia a utilizar


comunicaciones indirectas. La opresión social, en cualquiera de sus variadas formas —
entre ellas, el desamparo de la infancia, la estupidez, la falta de educación, la pobreza,
los achaques y enfermedades orgánicas y la discriminación racial, sexual o religiosa—,
debe considerarse, por lo tanto, el principal determinante de las comunicaciones
indirectas de toda clase (1961: 214).

Debiera admitirse que ambas perspectivas no se oponen, sino que son más bien
complementarias. Podríamos imaginar, siguiendo con el ejemplo de Elizabeth, que el
enamoramiento hacia su cuñado hubiera sido “mucho menos reprochable moralmente” si
ella hubiese sido un hombre y, por lo tanto, es probable que el conflicto fuera otro. La
perspectiva freudiana del conflicto entre las mociones deseantes del inconsciente y el yo no
suprime las perspectivas políticas y sociales del asunto. El yo es, de algún modo, una
instancia social. El yo es otro. Avanzaré un poco sobre esta idea.
Lacan sostuvo que el yo, la realidad y el cuerpo no son un dato primario, sino
construcciones imaginarias mediatizadas por el orden simbólico. En su teoría del estadio
del espejo, afirmó que el cuerpo y el yo se construyen por identificación imaginaria con el
otro en tanto yo ideal, pero a partir de una instancia simbólica, el Ideal del yo (o Ideal del
Otro), que regula y orienta esta identificación. Desde este punto de vista, si entendemos que
el Otro lacaniano representa tanto a los otros primordiales como a la “cultura”, y si, a su
vez, comprendemos que los otros primordiales son impensables sin un sustrato histórico-
cultural, sería obtuso pensar que el Otro está fuera del tiempo. Por lo tanto, deberíamos
concluir que lo simbólico regula y orienta las identificaciones imaginarias a partir de las
cuales se construyen los yoes y los cuerpos en su matiz histórica. Todo indica que debemos
concebir lo simbólico como un regulador de las significaciones que varía con el tiempo, y
no como una estructura permanente. Dicho esto, sostengo que aquello que se presenta como
inconciliable para el yo en tanto instancia imaginaria y libidinal deriva, básicamente, del
orden social de la época, y no de la “psicología” de un individuo. Que algo sea
incompatible con la vida psíquica consciente, que una verdad adquiera un gran valor

116
afectivo y sea insoportable para el yo, depende del significado del Otro; este es, justamente,
el matema del síntoma en Lacan: s(A). En realidad, habría que concluir que la diferencia
entre lo social y lo psicológico es, en este punto, infructuosa. A su vez, el yo no se
confunde con la conciencia. Lo que quiero decir es que, a pesar de que sea el yo quien lleva
adelante los mecanismos de defensa, esto no significa que el individuo lo sepa y, menos
aún, que sea él quien los ejecuta. La idea de que la persona elige enfermar para ahorrarse
una “dolorosa certidumbre”, en este sentido, es francamente paradójica. Debemos
remitirnos nuevamente a esa extraña situación en la que uno sabe y no sabe, elige y no
elige, etc. Para finalizar, citaré una extensa pero preciosa conversación de Freud con una de
sus pacientes, Miss Lucy R, que resultará esclarecedora para esta discusión:

Le dije: “[…] conjeturo que usted está enamorada de su patrón, el director, acaso sin
saberlo usted misma; creo que alimenta en su alma la esperanza de ocupar de hecho el
lugar de la madre, y que a eso se debe, además, que se haya vuelto tan suspicaz hacia el
personal de servicio, con el cual ha convivido en paz durante tanto tiempo. Usted tiene
miedo de que noten algo de su esperanza y se le mofen por ello”. He aquí, su respuesta,
con su modo lacónico: “Sí, creo que es así”. — “Pero si usted sabía que amaba al
director, ¿por qué no me lo dijo?”. — “Es que yo no lo sabía o, mejor, no quería
saberlo; quería quitármelo de la cabeza, no pensar nunca más en ello, y aun creo que en
los últimos tiempos lo había conseguido”. — “¿Por qué no quería confesarse usted esa
inclinación? ¿Le daba vergüenza amar a un hombre?”. — “¡Oh, no! No soy una
irracional mojigata, una no es responsable de sus sentimientos. Pero ello me resultaba
penoso sólo porque él es el patrón a cuyo servicio estoy, en cuya casa vivo, y respecto
de quien yo no siento en mi interior, como hacia otro cualquiera, una independencia
total. Y porque yo soy una muchacha pobre y él es un hombre rico de buena familia; se
me reirían si vislumbraran algo de esto” (1983-95: 134).

Un paréntesis foucaulteano: el problema de la sexualidad

En el curso El poder psiquiátrico, Foucault indagó el fenómeno de la histeria a fines


del siglo XIX como un fenómeno de resistencia al poder disciplinario de la psiquiatría. Su
tesis es que la histeria hizo ingresar la cuestión de la verdad en un campo que se
constituyó, justamente, sobre su exclusión. Según Foucault, la psiquiatría se edificó a partir
de la imposición disimétrica de las relaciones de fuerzas y eliminó cualquier referencia a la
verdad. En este sentido, es posible afirmar que la psiquiatría decimonónica surgió mucho
menos de la elaboración de un saber sobre la enfermedad mental, que de la producción de
un conocimiento elemental derivado de los dispositivos y las tecnologías del poder

117
disciplinario.67 En sus palabras: “Si se admite que en el poder psiquiátrico la cuestión de la
verdad jamás se plantea, puede entenderse que la cruz de la psiquiatría decimonónica es el
problema de la simulación” (Foucault, 1973-74: 160). Las histéricas, entonces, “a través de
sus síntomas, sus paroxismos lindantes a la simulación, reintroducían estratégicamente la
problemática de la verdad en una psiquiatría que, mediante su acta fundacional, había
operado una proscripción de dicho problema” (Vallejo, 2006: 132). Al apropiarse de los
síntomas mejor precisados -los orgánicos-, pero a la vez escapando de la realidad de
cualquier enfermedad, la histeria pudo actuar como foco de resistencia frente al doble juego
de la disciplinar asilar y el poder psiquiátrico:

El histérico se autoconstituye como blasón de verdaderas enfermedades, se constituye


plásticamente como el lugar y el cuerpo portador de síntomas verdaderos. A la
asignación, la propensión, el amontonamiento demencial de los síntomas, responde
mediante la exasperación de los síntomas más precisos y mejor delineados; y al mismo
tiempo que hace eso, lo lleva a cabo a través de un juego tal que, cuando se quiere dar
una realidad a su enfermedad, jamás se consigue hacerlo, porque en el momento en que
su síntoma parece remitir a un sustrato orgánico, él muestra que no hay sustrato y, por
lo tanto, no es posible asignarlo al nivel de la realidad de su enfermedad precisamente
cuando el histérico manifiesta los síntomas más espectaculares. La histeria fue la
manera concreta de defenderse de la demencia; la única manera de no ser demente en
un hospital del siglo XIX consistía en ser histérico, esto es, oponer a la presión que
aniquilaba y borraba los síntomas, la constitución, la erección visible, plástica, de toda
una panoplia de síntomas, y resistir a la asignación de la locura como realidad a través
de la simulación. El histérico tiene magníficos síntomas pero, al mismo tiempo, elude
la realidad de su enfermedad, está a contrapelo del juego asilar y, en esa medida,
debemos saludar a las técnicas como las verdaderas militantes de la antipsiquiatría
(Foucault, 1973-74: 301-302).

Por esta vía, la histeria escapó del campo de la locura e ingresó al de la neurología,
en donde se estableció como una enfermedad real, a pesar de la falta de un sustrato
orgánico. Como mencioné, a partir del trabajo de diagnóstico diferencial llevado a cabo por
Charcot los síntomas histéricos adquirieron un estatuto científico, especialmente, gracias a
la formalización de la regularidad sintomática: “el derecho a no estar loca sino a estar
enferma es conquistado por la histérica gracias a la constancia y la regularidad de sus
síntomas” (ibíd.: 361). De acuerdo con esto, si bien es cierto que el nacimiento del cuerpo
neurológico permitió borrar la descalificación moral y epistemológica que recaía sobre la

67 “[…] la instancia médica que, como verán, funciona como poder mucho antes de funcionar como verdad”
(Foucault, 1973-74: 18). “En primer lugar, como ven, la operación terapéutica no pasa en modo alguno por el
reconocimiento, efectuado por el médico, de las causas de la enfermedad. Para que su operación tenga buenos
resultado, el médico no requiere ningún trabajo diagnóstico o nosográfico, ningún discurso de verdad” (ibíd.:
27).

118
histeria, también implicó la pretensión de silenciar a las pacientes al dirigir su atención a un
cuerpo que respondía por sí mismo: “‘Obedece, cállate, tu cuerpo hablará’ ¡Pues bien, usted
quiere que mi cuerpo hable! Mi cuerpo hablará y le prometo que en las respuestas que dé
habrá mucha más verdad de lo que usted pueda imaginar” (ibíd.: 349). De este modo, al
responder paroxísticamente a la conminación charcotiana de la exposición sintomática, la
histeria evitó quedar adherida al campo de la locura, pero cayó en la “trampa” de la
patologización,
La segunda vía en este proceso de patologización, además de la regularidad
sintomática, es la hipótesis de la etiología traumática de la histeria. De allí en adelante, para
confirmar el diagnóstico, será necesaria la búsqueda del acontecimiento perturbador que
estaba en la base de los síntomas. Desde entonces, dice Foucault, las histéricas fueron
exhortadas a hablar, y en el resquicio abierto por esta conminación comenzaron a
manifestar su vida sexual. La conclusión a la que llega es sorprendente:

debemos tomar esta bacanal sexual como la contramaniobra por medio de la cual las
histéricas respondían a la atribución del trauma: quieres encontrar la causa de mis
síntomas, una causa que te permita patologizarlos y actuar como médico; y como
quieres ese trauma, pues bien, ¡tendrás mi vida entera y no podrás dejar de escucharme
contarla y, a la vez, verme reproducirla en gesticulaciones y reactualizarla
incesantemente en mis crisis!
Por consiguiente, esa sexualidad no es un resto indescifrable, es el grito de victoria de
la histérica, la última maniobra por la cual las histéricas pueden más que los
neurólogos y los hacen callar: si también quieres el síntoma, lo funcional; si quieres
naturalizar tu hipnosis, si quieres que cada una de las conminaciones que me formulas
provoque síntomas tales que puedas tomarlos por naturales; si quieres valerte de mí
para denunciar a los simuladores, pues bien, ¡estarás obligado a ver y escuchar lo que
tengo ganas de decir y de hacer! (ibíd.: 379).

Entonces, tanto la reproducción de la sintomatología neurológica (convulsiones,


parálisis, anestesias, hemianestesias, etc.), como la exposición de la vida sexual pueden
entenderse como contramaniobras, focos de resistencia a través de los cuales las histéricas
respondieron a las demandas del poder-saber médico.
En torno de esta batalla entre el neurólogo y la histérica surgirá, como el reverso del
cuerpo neurológico, un nuevo cuerpo: el cuerpo sexual: “las histéricas, para el mayor de sus
placeres, pero sin duda para el peor de nuestros infortunios, pusieron la sexualidad bajo la
férula de la medicina” (ibíd.: 381). Con estas palabras Foucault cierra el curso. No resulta
sorprendente –teniendo en cuenta las hipótesis foucaulteanas- que “el peor de los
infortunios” fue que las histéricas hayan traído su sexualidad al campo del saber médico,

119
más enigmático es que ello haya sido “para el mayor de sus placeres”. Me detendré, sin
embargo, en la primera aseveración.
En Historia de la sexualidad 1: La voluntad de saber, Foucault (1976) se ocupa de
poner en cuestión la llamada “hipótesis represiva” del poder. La idea es, en pocas palabras,
la siguiente: si bien se ha creído que a partir del siglo XVII se sufrió de modo exponencial
una represión sobre el sexo, una censura sobre los discursos del deseo, un poder limitante
sobre nuestra condición sexuada; en verdad, precisamente desde ese momento, los
discursos sobre el sexo no han dejado de proliferar, la confesión de la carne no ha dejado de
crecer, el sexo ha sido perseguido hasta sus ramificaciones más íntimas. Es justamente aquí
en donde reside la eficacia de su poder: en hacernos creer que en la verdad del sexo
encontraremos la esencia de nuestro ser y que, por lo tanto, debemos decirlo todo sobre éste
para liberarnos de las cadenas represivas que nos impiden ser quienes realmente somos. El
éxito de los dispositivos de poder no se basa en su capacidad de silenciarnos, sino en
hacernos hablar, actuar...ser. De este modo, el sexo fue elevado a la condición de
fundamento ontológico: nuestra esencia sería, sobre todo, sexual. Para Foucault, “por
mucho que la lengua sea pulida, la extensión de la confesión, y de la confesión de la carne,
no deja de crecer” (ibíd.: 21), y lo primordial es que no se trata de confesar las infracciones
a las prohibiciones sobre el sexo tal como lo exigía la penitencia tradicional, sino de la
obligación permanente, infinita, de decirse a sí mismo y a los otros “todo lo que puede
concernir al juego de los placeres, sensaciones, pensamientos innumerables que, a través
del alma y el cuerpo, tienen alguna afinidad con el sexo” (ibíd.: 22). El imperativo es el
siguiente: no solo confesar nuestras malas acciones relativas al sexo, sino intentar convertir
todo lo que tenga que ver con el deseo en discurso. Este es el trayecto que podría
establecerse desde la pastoral cristiana hasta el psicoanálisis de Freud. Como sostuvo
Vallejo:

La sexualidad es la contracara de un proceder discursivo que incita a hablar sobre sexo


y que propone que allí, en ese discurrir, en ese platicar sobre los placeres y en los
placeres mismos, se esconde una verdad, la verdad oculta y más significativa del
sujeto. Sólo teniendo presente esa de noción de la sexualidad podemos entender el
papel central que en toda esta historia le corresponde a la confesión […] Tenemos
sexualidad porque somos confesionales (2006: 137).

En este contexto, la histerización del cuerpo de la mujer fue uno de los grandes
conjuntos estratégicos que desplegaron los dispositivos de poder y saber referidos al sexo.

120
El cuerpo histérico, como “cuerpo integralmente saturado de sexualidad […] bajo el efecto
de una patología que le sería intrínseca” (Foucault, 1976: 100) fue un producto funcional a
los dispositivos de poder. En este sentido, puede afirmarse que la constitución del cuerpo
histérico desde la perspectiva foucaulteana es paradójica: por un lado, fue un foco de
resistencia al poder disciplinario al hacer ingresar la verdad en el campo de la psiquiatría;
por el otro, fue un modo de llevar la sexualidad hacia el dominio de la medicina. Las
histéricas trajeron al ámbito científico una verdad… sexual.
Dicho esto, llegó el momento de preguntarse por el lugar de la sexualidad en el
pensamiento de Freud cuando se encontró con el cuerpo histérico. Como dije
anteriormente, una de las maniobras de Charcot para hacer ingresar a la histeria en el
campo de la medicina había sido a través del proceso de desexualización. Es fundamental
recordar, tal como señaló Foucault, que Charcot –probablemente limitado por su empresa
neurologizadora- omitió deliberadamente los múltiples relatos y “maneras” sexuales en las
presentaciones clínicas de sus pacientes histéricas. Cabe recordar, también, la anécdota
relatada por Freud en la que escuchó a Charcot decir a media voz que el problema de la
histeria residía en la genitalidad, hecho que, por supuesto, solo podía afirmar en el ámbito
privado.68 Asimismo, “si bien Charcot nunca admitió públicamente que la sexualidad fuera
determinante en dicha patología, tampoco Freud lo dijo hasta, al menos, 1894” (Sanfelippo,
2011: 208). En efecto, en un primer momento, Freud adhirió a esta teoría y desestimó el
papel de la sexualidad en la constitución del síntoma. No obstante, unos años más tarde, en
1896, sostuvo que la causa de la neurosis residía en un trauma sexual infantil -para el caso
de las neuropsicosis de defensa- o en prácticas sexuales incorrectas (masturbación, coitus
interruptus, etc.) –para las neurosis actuales. Parece claro que, a pesar de que la sexualidad
retornaba al campo de la histeria, ya no lo hacía a través del útero, los ovarios o lo
genitales. Específicamente, Freud se interesó por “la elevada significatividad psíquica”


68 “Años después, asistía yo a una de esas veladas que daba Charcot; me encontraba cerca del venerado
maestro, a quien Brouardel, al parecer, contaba una muy interesante historia de la práctica de esa jornada. Oí
al comienzo de manera imprecisa, y poco a poco el relato fue cautivando mi atención: Una joven pareja de
lejanas tierras del Oriente, la mujer con un padecimiento grave, y el hombre, impotente o del todo inhábil.
“Táchez donc”, oí que Charcot repetía, “je vous assure, vous y arriverez”. Brouardel, quien hablaba en voz
más baja, debió de expresar entonces su asombro por el hecho de que en tales circunstancias se presentaran
síntomas como los de la mujer. Y Charcot pronunció de pronto, con brío, estas palabras: “Mais dans des cas
pareils c'est toujours la chose génitale, toujours... toujours ... toujours!”. Y diciéndolo cruzó los brazos sobre
el pecho y se cimbró varias veces de pies a cabeza con la vivacidad que le era peculiar. Sé que por un instante
se apoderó de mí un asombro casi paralizante y me dije: Y si él lo sabe, ¿por qué nunca lo dice? Pero esa
impresión se me olvidó pronto; la anatomía cerebral y la producción experimental de parálisis histéricas
habían absorbido todo mi interés” (Freud, 1914b: 13).

121
(1888: 56) de la vida sexual, diferenciándose de las perspectivas biológica y anatómica para
enfocarse en las cuestiones “anímicas” de la sexualidad. Si la sexualidad retornó con Freud
al campo de la histeria, lo hizo de un modo inédito.
El problema de la sexualidad en la teoría de Freud excede los fines de esta
investigación. Quisiera dejar planteadas solo algunas ideas que permitan una reflexión
sobre la crítica de Foucault. En primer lugar, considero importante recordar que a pesar de
los cambios teóricos en su obra –desde el trauma sexual efectivamente acontecido, hasta las
fantasías de seducción y la historia evolutiva de la libido- el concepto que Freud utilizó
para explicar la sexualidad fue el de pulsión, una fuerza psíquica que es “al comienzo
independiente de su objeto, y tampoco debe su génesis a los encantos de este” (Freud,
1905b: 134). Esta premisa, que no parece tener mayores consecuencias, es en realidad un
modo de subvertir el cimiento mismo del saber psiquiátrico de la época: el instinto genésico
(Davidson, 2001). A partir de Freud, la sexualidad emergió a través de una multiplicidad de
fuentes -distintas de la genitalidad-, de objetos -distintos del sexo opuesto-, y de fines -
distintos de la reproducción-. En definitiva, para Freud, no hay sexualidad “natural”,
apropiada o verdadera. Si la sexualidad tiene una elevada significatividad psíquica es
porque resulta, entonces, intrínsecamente conflictiva por su carácter contingente. 69 En
segundo lugar, tal como sostuvo Allouch, en un psicoanálisis no se trata de decir una
verdad sobre la intimidad sexual, sino de comprobar “el carácter erótico del decir
verdadero” (citado por Vallejo, 2006: 140). Esto quiere decir, en términos de Lacan, que
con el saber en tanto medio de goce se produce la verdad (Cf. 1969-70: 54) y que el
síntoma, constituido por un saber no sabido, implica una satisfacción, también ignorada.
Creo que este es el “mayor de los placeres” que Foucault insinuó acerca de las histérica
exhortadas a hablar. Como afirmé, lo que Freud descubrió en la base del síntoma histérico
no fue una sexualidad desviada del cuerpo biológico de la que debía hablarse, sino un decir
sexualizado que constituyó un cuerpo.
Sea como fuere, parece cierto que la teoría freudiana se inscribió dentro de un
proceso histórico que ubicó a la sexualidad como principio esencial para comprender al


69 Debo agregar que, al igual que con su concepción de un cuerpo completamente independiente de la
anatomía, Freud no fue del todo consecuente con su hipótesis de la pulsión como “independiente de su
objeto”. Nociones como la de “fin sexual normal”, inversión o perversión, dan cuenta de ello. Sin embargo,
esto no debe sorprendernos. Como sostuvo Davidson: “la innovación conceptual como la producida por Freud
es la que constituye la marca del genio. Con todo, debemos recordar que el genio también tiene sus hábitos,
sus inercias, que crean formas de fricción entre lo que puede decirse y lo que se dice, de modo que el genio va
por delante incluso de sí mismo” (2001: 146).

122
“hombre”. Tal como sostuvo Lacan “si la sexualidad es la realidad del inconsciente […] el
asunto es tan difícil de abordar que acaso sólo pueda esclarecerse con una consideración
histórica” (1964: 159). ¿Será que el inconsciente nació saturado de sexualidad porque su
descubrimeinto fue simultaneo a la elevacion de la sexualidad como principio ontológico?
Mi opinión es que Foucault acierta cuando ubica al psicoanálisis como una scientia sexualis
heredera del poder pastoral. Definitivamente, el psicoanálisis puso sobre el tapete el
problema de la sexualidad y convocó a hablar sobre él. Sin embargo, esto no resuelve el
asunto: ¿no es la invención del psicoanálisis concomitante con el nacimiento, no solo de
una exhortación a buscar la verdad ser en el sexo, sino de un padecer específico vinculado
con éste? El dispositivo freudiano, está claro, es un síntoma de época. Dicho esto, la
cuestión es si redobló este “deber moral” o lo puso en cuestión. La respuesta correcta tal
vez sea que el psicoanálisis propició ambos efectos. Sea como fuera, está claro que Freud
no se hizo la pregunta en estos términos. No obstante, entiendo que la sexualidad planteada
por Freud, de la que se habla en un psicoanálisis, es bien distinta de cualquier “anatomía de
la voluptuosidad” o “cartografía erótica del cuerpo” (Foucault, 1974-75). La sexualidad en
psicoanálisis– entendida como la elevada significatividad psíquica de la vida sexual-
responde al conflicto que implicó, justamente, la obligación a encontrar la verdad en
nuestro ser sexuado. En este sentido, resulta llamativo el hecho de que en los casos
desarrollados por Freud en “Estudios sobre la histeria”, los problemas anímicos responden
a situaciones que remitiríamos al ámbito amoroso, y no exclusivamente al campo de la
sexualidad. Por ejemplo, en el caso de Miss Lucy R., Freud interpreta como base de sus
síntomas el enamoramiento “reprimido” hacia su patrón, y en el de Elizabeth Von R., la
inclinación tierna hacia su cuñado (Cf. Freud: 1893-95). Lo mismo se observa en los
grandes casos clínicos: en el “Caso Dora”, sostiene que la neurosis se desencadena luego de
una propuesta amorosa; y en el “Hombre de las Ratas”, después de un ofrecimiento
matrimonial que develaba una querella entre la inclinación amorosa del paciente y la
voluntad del padre. El fundamento edípico que Freud supuso en la base de estos cuadros no
quita que la conversación con sus pacientes haya gravitado alrededor de sus problemas
amorosos o, mejor dicho, relativos a sus posiciones sexuadas, es decir, a sus “modos de
ser” mujeres u hombres en la Viena de principios del siglo XX. ¿Qué es ser un hombre?
¿Qué es ser una mujer? ¿Qué es ser un hombre para otro hombre o para una mujer? ¿Qué es
ser una mujer para otra mujer o un hombre? ¿Qué es ser una madre? ¿Qué es ser un padre?
¿Qué es ser una mujer-madre? ¿Qué es ser un hombre-padre? Estos son los interrogantes

123
que por cuestiones históricas hicieron síntoma. De este modo puede comprenderse mejor
por qué Lacan sostuvo que el síntoma histérico es un modo de respuesta a la pregunta
inconsciente: ¿Qué es una mujer? El psicoanálisis no cree que pueda encontrarse “La”
verdad sobre el sexo. Por el contrario, afirma que en ese lugar la verdad se dice a medias,
que solo existen verdades parciales y contingentes, verdades menos sufridas.70

La sustancia gozante

A lo largo del capítulo argumenté que el surgimiento del cuerpo histérico significó
el retorno de la verdad y el goce al campo de saber científico por medio de la invención del
dispositivo analítico. Como dije, si bien Freud afirmó que el cuerpo histérico era una
superficie textual y afectiva completamente independiente de la anatomía, e intuyó que se
enfrentaba a un cuerpo irreductible al soma o al psiquismo, no pudo escapar de la dicotomía
cartesiana. Mi hipótesis es, entonces, que fue Lacan quien supo leer la subversión freudiana
con todas sus consecuencias, es decir que fue él quien dijo explícitamente que el
psicoanálisis había descubierto una nueva sustancia: la gozante.
En el Seminario 20, llamado Encore -posible de ser traducido como Aún, Todavía,
o En cuerpo (por homofonía)- Lacan extrae las consecuencias de esta hipótesis. Lo primero
que dice allí es que el psicoanálisis, a través de la idea del inconsciente, modificó
sensiblemente la sustancia pensante: “Desde aquel pienso que por suponerse a sí mismo,
funda la existencia, hemos tenido que dar un paso adelante, el del inconsciente” (Lacan,
1972-73: 31). Según Lacan, la fórmula del inconsciente estructurado como un lenguaje
“cambia totalmente la función del sujeto como existente. El sujeto no es el que piensa”
(ibídem). Por lo tanto, la primera idea de Lacan es que el psicoanálisis no puede sostenerse
en la sustancia pensante. Nuestra práctica no trata con un sujeto que piensa, un sujeto que
deriva su existencia del pensar, sino con un sujeto que es pensado, hablado y gozado.
Precisamente, en la medida en que alguien consienta en “no pensar” es posible que pueda
producirse un análisis. Luego continúa con la sustancia extensa:


70 "la sexualidad agujerea la verdad. La sexualidad es justamente el terreno, si puedo decirlo así, en que no se
sabe con qué pie bailar a propósito de lo que es verdad [...] uno se pregunta en esta relación, cuando se es un
hombre, por ejemplo, si se es verdaderamente un hombre, o para una mujer, si se es verdaderamente una
mujer. No solo se lo pregunta el partenaire, sino cada uno, uno mismo se lo pregunta, y esto cuenta para todo
el mundo, cuenta de inmediato" (Lacan, 1967: 35-6)

124
De la famosa sustancia extensa, complemento de la otra no podemos deshacernos así
no más, ya que es el espacio moderno. Sustancia de puro espacio, así como se dice
puro espíritu. No se puede decir que sea muy prometedor.
Puro espacio se funda en la noción de parte, con la condición de añadir que todas a
todas son externas: partes extra partes. Hasta de esto se ha logrado extraer algunas
cositas, pero fue necesario dar unos pasos (ibíd.:32).

La sustancia extensa es todo lo que ocupa un lugar en el espacio, es decir, aquello


que tiene tres dimensiones: alto, largo y ancho. Este tipo de sustancia es la que se le
adjudica al cuerpo, especialmente al cuerpo anátomo-patológico derivado del cuerpo
maquinal cartesiano, un cuerpo visible y palpable, sede observable de las enfermedades.
Sin embargo, como dice Lacan, no puede decirse nada muy prometedor en relación a la
sustancia extensa, es necesario pensar otra sustancia para los fenómenos psicoanalíticos. En
otras palabras, el cuerpo real, el cuerpo que goza no puede ser confundido con el cuerpo en
su dimensión tangible. Continuemos con Lacan:

Para situar, antes de dejarlos, mi significante, les propongo sopesar lo que, la última
vez, se inscribe al comienzo de mi primera frase, el gozar de un cuerpo, de un cuerpo
que simboliza al Otro, y que acaso consta de algo que permite establecer otra forma de
sustancia, la sustancia gozante.
¿No es esto lo que supone propiamente la experiencia psicoanalítica?: la sustancia del
cuerpo, a condición de que se defina solo por lo que se goza. Propiedad del cuerpo
viviente sin duda, pero no sabemos qué es estar vivo a no ser por esto, que un cuerpo
es algo que se goza.
No se goza sino corporeizándolo de manera significante. Lo cual implica algo distinto
del partes extra partes de la sustancia extensa (ibídem).

Según Lacan, la experiencia psicoanalítica nos enseña que el cuerpo sufriente es un


“cuerpo que se goza”. Este cuerpo, a diferencia del cuerpo cartesiano, está vivo, pero lejos
de confundir la vitalidad del cuerpo con algún tipo de perspectiva biológica, Lacan -en una
definición circular- afirma que sabemos que está vivo porque goza, y que lo hace “de
manera significante”. Por lo tanto, el cuerpo que importa para el psicoanálisis, el cuerpo
que goza, es un cuerpo constituido por significantes y nada tiene que ver con la sustancia
extensa. Significante y cuerpo no se oponen,71 sino que -en un vínculo de immixtion-


71 Por ejemplo, Gangli y Perreta sostienen: “En lo contemporáneo, Miller nos vino a decir un día "adiós al
significante". Gran incertidumbre para los practicantes del psicoanálisis, ya sin la protección del sentido.
¿Cómo arreglarnos? Y es que el sentido escapa todo el tiempo, se desplaza, se multiplica, y con esa
multiplicación enreda el cuerpo en un goce sin límites. ¿Qué hacer con ese cuerpo afectado por lo real?
¡¿Cómo hacer un tratamiento de lo real si real y significante se encuentran en dos campos excluidos?!” (2017:
parr. 3).

125
conforman una nueva sustancia, aquella que se manifestó en el cuerpo histérico a principios
del siglo XX.

Mientras que Aristóteles no puede dejar de enunciar que, si alguna vez hubo algo, es
porque estaba allí desde siempre, ¿no se trata en la idea creacionista de la creación a
partir de nada, y por tanto del significante? ¿Y acaso no lo encontramos en lo que, al
reflejarse en una concepción del mundo, se enunció como revolución copernicana?
Desde hace tiempo pongo en duda lo que Freud, sobre dicha revolución, creyó poder
afirmar. El discurso de la histérica le enseñó esa otra sustancia que cabe toda entera en
esto: hay significante. Al recoger el efecto de ese significante, en el discurso de la
histérica, supo darle el cuarto de vuelta que lo convirtió en el discurso analítico (ibíd.:
54).

Con esta última cita ordenaré la hipótesis: en principio, Lacan no cree que Freud
haya podido enunciar correctamente su revolución; la hizo, está claro, pero no pudo
expresarla en tanto tal. En segundo lugar, la aparición de “otra sustancia” se debe al
discurso histérico, que le enseñó al mundo médico que hay un cuerpo significante. Por
último, -dice Lacan- al recoger el discurso de las histéricas, al escucharlas y proponerles
que den cuenta de su propio síntoma, Freud dio un cuarto de vuelta e instituyó el discurso
psicoanalítico.
Finalmente, el concepto de sustancia gozante sirve, al menos, para deconstruir la
dualidad cartesiana como “roca de base” del pensamiento psicoanalítico, y para reflexionar
sobre otros modos de relación entre significante y goce, distintos de la vía dicotómica. En
otras palabras, creo que para Lacan el significante y el cuerpo como instancia gozante no
conforman una dualidad, sino que se instituyen recíprocamente: el cuerpo está constituido
de manera significante y el significante solo existe haciendo cuerpo. Lo real del cuerpo y el
significante no son dos campos excluidos. No hay cuerpo meramente representacional, ni
cuerpo exclusivamente del goce. El cuerpo que importa al psicoanálisis es una nueva
sustancia, una que dice: “hay significante”.

126
Capítulo 4: El sujeto de la ciencia y la atadura en el ser. Locura y
depresión en la modernidad

Que el sujeto acabe por creer


en el yo es, como tal, una locura.
(Lacan, 1954-55: 370)

La paradoja del cogito

En el escrito “La ciencia y la verdad” Lacan realizó una de las definiciones más
decisivas del concepto de sujeto de la ciencia. Dice allí:

pudo observarse que tomé como hilo conductor el año pasado cierto momento del
sujeto que considero como un correlato esencial de la ciencia: un momento
históricamente definido del que tal vez nos queda saber si es estrictamente repetible en
la experiencia, aquel que Descartes inaugura y que se llama el cogito.
Este correlato, como momento, es el desfiladero de un rechazo de todo saber; pero por
ello pretende fundar para el sujeto cierta atadura en el ser, que para nosotros constituye
el sujeto de la ciencia, en su definición, término que debe tomarse en el sentido de
puerta estrecha. (Lacan, 1966: 814).

¿Qué ideas pueden extraerse de esta cita? En primer lugar, que el sujeto del
inconsciente sólo pudo haber surgido a partir de un momento históricamente específico: el
nacimiento de la ciencia moderna. El sujeto del inconsciente es el sujeto de la ciencia. En
segundo lugar, que el surgimiento de la ciencia tiene su correlato filosófico esencial
(epistemológico y ontológico) inaugurado por Descartes: el cogito. Por último, que el
cogito cartesiano es “el desfiladero de un rechazo de todo saber” y “que pretende para el
sujeto cierta atadura en el ser”. En los capítulos anteriores intenté aprehender las
consecuencias más importantes de las primeras dos ideas. Quisiera detenerme ahora en la
hipótesis que sostiene que el sujeto de la ciencia está constituido por cierta atadura en el
ser.
Dicho esto, y sin necesidad de adentrarme todavía en el sentido más específico de la
definición, surge inmediatamente la pregunta por la supuesta paradoja que representaría el
cogito cartesiano como correlato fundacional del sujeto del inconsciente: ¿cómo es posible
que el cogito sea por un lado condición necesaria para el surgimiento del inconsciente –
entendido como falta en ser, discontinuidad ontológica-, y por otro lado sea comprendido
como una pretensión de atar al sujeto al ser? Si recordamos una de las proposiciones de lo

127
que llamé el cogito lacaniano –pienso donde no soy, soy donde no pienso, podremos
observar las consecuencias paradójicas que trajo consigo el cogito cartesiano pienso, luego
soy al desglosarlo en sus partes elementales. Por un lado, el “pienso” que se presenta como
un puro pensar, un pensar sin cualidades. Si cabe hablar de un sujeto aquí, solo puede ser el
residuo eliminable del vaciamiento ontológico que produce el método. Es un sujeto sin ser,
insustancial, descarnado, exterior a sí mismo; un sujeto que no es agente del pensamiento
sino su efecto, una emergencia “puntual y desvaneciente” (Lacan, 1966: 815) que solo
podemos aprehender en su fuga. Podría decirse también, por más contradictorio que
parezca, que estamos frente a un pensar sin “sujeto”, o mejor dicho, a un sujeto que se
realiza retroactivamente al pensar: pienso donde no soy. En efecto, la definición del
inconsciente como un pensamiento sin ser resulta bastante ajustada a su constatación
empírica, es decir, a la experiencia subjetiva de las formaciones del inconsciente. Cualquier
lapsus, chiste, sueño, acto fallido o síntoma analítico, genera en quien lo padece un efecto
de división, de béance,72 de ruptura de la unidad imaginaria del yo. Cuando se padece una
formación del inconsciente, cuando los significantes toman vida propia, se produce
inevitablemente una fractura ontológica. En definitiva, cada vez que nos preguntamos “qué
quiere decir aquello que dije sin querer decir” o “qué quiere decir ese más allá del decir en
lo que dije”, asoma, más o menos tímidamente, el significante de la falta en el Otro. De esto
me ocupé el segundo capítulo, para pensar al inconsciente freudiano como una extraña
producción moderna y al cogito como su condición necesaria. Por otro lado, el “luego soy”,
el pasaje al acto cartesiano que constituyó “el núcleo de ese espejismo que hace al hombre
moderno tan seguro de ser él mismo en sus incertidumbres sobre sí mismo” (Lacan, 1957:
484). Este es otro aspecto del cogito cartesiano que todavía no he trabajado y que está
íntimamente emparentado con la ilusión fundamental del hombre moderno: creerse
transparente e idéntico a sí mismo. El “soy donde no pienso” lacaniano podría ser
comprendido, según entiendo, también desde esta perspectiva. En efecto, antes de
emprender las numerosas lecturas del cogito como condición del inconsciente freudiano,
Lacan realizó algunas apreciaciones sobre “la era histórica del yo” (l’ère historique du
moi)73 (1953: 273), época que comenzaría con la figura de Descartes y al surgimiento de la
ciencia moderna. Albornoz, siguiendo las referencias de Brennan, dijo que la historia


72 Este término francés podría tener las siguientes traducciones: hiancia, desgarro, brecha, abertura, oquedad.
73 A lo largo de este capítulo, en contraposición con el segundo, cada vez que hable del yo, excepto que lo
aclare, me referiré al moi.

128
moderna, la de la era histórica del yo, es la historia de una psicosis social cuyo personaje
central es el ego (1998). En este sentido, la idea de que el cogito promueve la idea de un ser
del yo (je) puede ser articulada con la inauguración de la era histórica del yo por parte de
Descartes. Esta es la idea que parece tener Heidegger en una de las oportunidades en las
que trabaja el cogito cartesiano: “sólo allí donde el hombre ya es esencialmente sujeto,
existe la posibilidad de caer en el abuso del subjetivismo en sentido del individualismo”
(1938: 8). En términos lacanianos, podría decirse que la instalación del ser del yo (je) es
correlativa a una mutación del sujeto con respecto al moi (Cf. Rabinovich, 1985: 80). Yo
soy yo, je suis moi.74 Esta será, en definitiva, la hipótesis que trataremos de desarrollar a lo
largo del capítulo.
Es sugestivo el hecho de que en “La ciencia y la verdad”, a pesar de haber realizado
esta contundente definición del sujeto de la ciencia, Lacan no se haya detenido a explayarse
sobre sus alcances. Sugestivo pero no sorprendente. En efecto, es propio del estilo de Lacan
la enunciación de algunas fórmulas que solo adquieren un sentido más transparente luego
de la exploración minuciosa de los índices teóricos desperdigados a lo largo de su obra,
como si estuviéramos frente a un puzzle de mil piezas, metáfora que bien podría servir para
pensar una cura psicoanalítica. Que tengamos que leer a Lacan del mismo modo que a un
texto analítico no puede resultarnos asombroso. El psicoanálisis es, también, un modo de
leer.
Entonces, ¿qué quiere decir que el sujeto de la ciencia está atado en el ser?, ¿cuáles
son las derivaciones más fundamentales de este lazo?, ¿qué consecuencias tiene sobre el
padecimiento “psíquico” de las subjetividades modernas?, ¿por qué el psicoanálisis sería
una herramienta significativa no solo para diagnosticar este posicionamiento sino también
para tratarlo? Para responder a estas preguntas realizaré, en primer lugar, un breve recorrido
por los primeros escritos y seminarios de Lacan.

La seducción del ser

El primer sitio en donde se puede rastrear la idea de la atadura en el ser del sujeto de
la ciencia se encuentra en un texto bastante anterior a “La ciencia y la verdad”. Me refiero a

74 Marcelo Percia sostiene que “los enunciados yo soy, yo siento, yo pienso, son comienzos del relato
fabuloso que instala la ficción de la subjetividad […] ¿Soy una cosa que piensa? La idea de ser una cosa que
piensa permite asentarse en una ilusión: afirmarse en una verdad ficcional” (2014: 62-63). Mi lectura es que
esta ilusión es el yo (moi).

129
un escrito casi fundacional de la obra de Lacan, esbozo clave de su futuro pensamiento:
“Acerca de la causalidad psíquica”, de 1946. Es necesario ubicar este escrito en el contexto
en que fue concebido para poder comprender su trayectoria. En aquella oportunidad, Lacan
fue invitado para abrir unas jornadas psiquiátricas sobre el problema de la psicogénesis,
organizadas por su amigo y ex compañero de trabajo Henri Ey. Las preguntas
fundamentales que atravesaron aquellas jornadas son asombrosamente actuales y suelen
presentarse en cualquier debate que circunde el tema del sufrimiento humano: ¿cuál es la
génesis de los problemas mentales?, ¿dónde ubicamos su causa, en el organismo o en el
psiquismo?, ¿es acaso pertinente esta división?, ¿cómo concebir, finalmente, la dualidad
cartesiana mente – cuerpo?
Lacan comienza su ponencia planteando una férrea oposición a la teoría de Henri
Ey, conocida como órgano-dinamismo, y que –como puede inferirse sin dificultades- ubica
la génesis de los problemas mentales en el organismo, más específicamente en el cerebro.
Asimismo, Ey se sirve de Jackson y de Freud para subrayar el carácter jerárquico y
dinámico de las funciones mentales. Este es el punto neurálgico del debate, ya que si bien
Ey tiene como referencia la obra freudiana –y es difícil atribuirle negligencia o desvío en su
interpretación- Lacan, también inspirado en el psicoanálisis de Freud, enfrentará una
perspectiva completamente opuesta de la locura, un dinamismo que nada debe a las
conexiones nerviosas. En definitiva, lo que Lacan empieza criticando es la concepción que
busca la verdad en el organismo; versión ingenua en tanto “que este marco no designa otra
cosa que el hecho de recurrir a la evidencia de la realidad física, tan válida para él como
para todos nosotros desde que Descartes la basó sobre la noción de extensión” (Lacan,
1946: 153). Para Lacan, Ey confunde evidencia con verdad y cuerpo con realidad física. De
hecho, podría afirmar sin temor a equivocarme, que el espíritu de la invención freudiana
consistió, justamente, en leer la verdad escrita en el cuerpo. No obstante, el sentido de esta
frase es bien diferente en uno y otro discurso (¡otra vez las bases materiales del
psicoanálisis!). Como sostuve en el tercer capítulo, el descubrimiento freudiano se erigió
sobre la idea fundamental de que el cuerpo histérico estaba constituido por verdades no
dichas. En este sentido, el cuerpo histérico representaba el retorno de la verdad al campo
del saber corporal. La invención freudiana del inconsciente fue correlativa, entonces, a la
constitución de un nuevo cuerpo que no puede ser equiparado a la res extensa cartesiana
(ni, fehacientemente, a la res cogitans), sino que es –en términos de un Lacan más tardío-
una tercera sustancia, la gozante.

130
Por esta vía, a partir de un bucle teórico que debió haber dejado perplejo a cualquier
desprevenido, Lacan le arrebató una frase a Ey como referencia invertida para desarrollar
su doctrina de la locura. La cita es la siguiente: “Las enfermedades son insultos y trabas a la
libertad, no están causadas por la actividad libre, es decir, puramente psicogenética” (Ey
citado por Lacan, 1946: 157). La actitud ilustrada de Henry Ey es innegable, para él el
hombre loco es aquel que ha perdido su cara más humana: su razón y, por lo tanto, su
libertad, la capacidad de elegir sin las coacciones pasionales que caracterizan al alienado. A
su vez, para Ey, la libertad queda asociada a la actividad puramente psicológica mientras
que lo determinado, lo “alienante” se comprende orgánicamente. Lacan arremete contras
las ideas de Ey al afirmar que a pesar de que el sujeto loco no reconoce sus producciones
delirantes como propias y que las vive con cierta extrañeza,

son fenómenos que le incumben personalmente: lo desdoblan, le responden, le hacen


eco, leen en él, así como él los identifica, los interroga, los provoca, y los descifra. Y
cuando llega a no tener medio alguno de expresarlos, su perplejidad nos manifiesta
asimismo en él una hiancia interrogativa: es decir que la locura es vivida íntegra en el
registro del sentido (Lacan, 1946: 164).

Por lo tanto, lo principal para Lacan es que los fenómenos de la locura son
fenómenos de sentido, quieren decir algo para aquel quien los padece y a quien sabe
leerlos, se inscriben en el ámbito del lenguaje, de la significación, es decir, de la verdad. De
este modo, Lacan hace manifiesta la idea fundamental del descubrimiento freudiano: los
síntomas tienen un sentido, son un mensaje cifrado que debe ser leído e interpretado.
Luego, agrega que la locura se concibe generalmente como un problema de
descreencia. El loco sería alguien que se cree distinto a quien realmente es, como aquellos
que se creen “vestidos de oro y púrpura estando desnudos”. En cambio, para Lacan, si bien
la locura “incumbe a una de las relaciones más normales de la personalidad humana –sus
ideales-, conviene destacar que, si un hombre cualquiera se cree rey está loco, no lo está
menos un rey que se cree rey” (ibíd.: 169). Por lo tanto, loco no es solo aquel que se cree
distinto de quien es, sino quien, básicamente, se cree quien es.
En primera instancia, esta definición puede resultar un tanto abusiva, ¿acaso no es
cierto que todos los seres humanos nos identificamos con algunos significante ideales?, ¿no
es cierto que nos constituimos y jugamos un papel en el mundo creando identidades y
haciéndonos cargo de ellas?, ¿qué significa que el loco se la cree? En efecto, para Lacan,
no es una identificación cualquiera la que, en sentido estricto, nos enloquece, para él la

131
diferencia la da “la mediación o la inmediatez de la identificación y, para decirlo de una
vez, la infatuación del sujeto” (ibídem.). Entonces, puede acotarse el campo de la locura
para aquellas identificaciones inmediatas, es decir, sin mediación, sin una instancia tercera
que intermedie entre el sujeto y el ideal. Ahora bien, ¿cuál es la terceridad que no media en
la identificación loca? Definitivamente, aunque aquí él no lo diga, es el Otro. En 1946
Lacan no había llegado a articular este concepto y, por lo tanto, no lo menciona
explícitamente; no obstante, puede inferírselo a partir de todo el desarrollo de su enseñanza.
Entonces, “si entre el sujeto hablante y el ideal simbólico se da una unión directa, si no se
interpone entre ellos alguna encarnadura del Otro, se trata de locura” (Eidelsztein, 2008:
94). En pocas palabras, loco es aquel que cree ser sin Otro. Desde esta perspectiva, para
Lacan el problema apunta directamente al “corazón mismo de la dialéctica del ser: en punto
tal sitúase, en efecto, el desconocimiento de la locura” (Lacan, 1946: 169). Presa del
desconocimiento, y no de la incredulidad, el loco quiere imponer al mundo la ley de su
corazón a lo que se le presenta como un mundo desordenado, empresa insensata –dice
Lacan- pero no porque implique una falta de adaptación a la realidad, tal como sostuvo Ey,
sino porque actúa como el “alma bella” que “arde consumiéndose en sí misma” (Hegel,
1806: 384) y no se reconoce en ese desorden, se cree fuera de él, no puede ver que el
mundo le devuelve su mensaje en forma invertida.
Los términos alma bella y ley del corazón remiten a la obra de Hegel y a su teoría
del individualismo moderno. En efecto, Lacan sostiene que su doctrina de la locura está
completamente inspirada en su obra.75 Los vínculos entre locura e individualismo son
íntimos y resultan fundamentales para comprender el tema que me concierne. El simple
hecho de que la locura sea concebida como creer que se es sin Otro nos acerca a cualquier
idea intuitiva que podamos tener del individualismo. Dejaré su desarrollo para el próximo
apartado. Ahora continuemos.
Después de realizar esta breve conceptualización del fenómeno de la locura, Lacan
puede dar la estocada final a las ideas de Henri Ey al retomar la frase en la que hice
hincapié. Estás son sus palabras: “Ahora bien, esa identificación, cuyo carácter sin
medición e infatuado he deseado ahora mismo hacer sentir, se demuestra como la relación

75 “Tal es la fórmula general de la locura que encontramos en Hegel, pues no vayáis a creer que innovo, aun
cuando he estimado de mi deber tomarme el cuidado de presentárosla con una forma ilustrada. Y digo
fórmula general de la locura, en el sentido de que podemos verla aplicarse particularmente a cualquiera de
esas fases a través de las cuales se cumple más o menos en cada destino el desarrollo dialéctico del ser
humano, y porque allí se realiza siempre, como una estasis del ser en una identificación ideal que caracteriza a
ese punto con un destino particular” (Lacan, 1946: 170).

132
del ser con lo mejor que éste tiene, ya que el ideal representa en él su libertad” (Lacan,
1946: 170). Entonces, loco no es quien ha perdido su libertad por causas orgánicas sino
quien se cree libre de causas…. no “psíquicas”, sino simbólicas. En definitiva, para Lacan,
el loco es el hombre libre, siempre y cuando entendamos la libertad como “separarse de las
amarres del Otro, de las limitaciones que impone la relación con él; esa libertad es
equivalente a la muerte por quedar el sujeto totalmente atrapado al significante del Ideal y,
por lo tanto a su petrificación” (Eidelsztein, 2008: 99). Es por este motivo que Lacan
define a la locura como “estasis del ser en una identificación ideal” (1946: 170). La locura,
a pesar de su quimérico movimiento, es una detención, un estancamiento en el proceso
dialéctico que implica ser un sujeto hablante. El hombre libre –el loco- es un títere del
saber, ya que desconoce la dimensión dialéctica de su propia constitución, ignora la
instancia de Otredad que se encuentra inmiscuida en él, olvida la verdad de la división del
sujeto y no puede hacer de su padecer un síntoma, como significado del Otro. El loco es
pura positividad, es transparente para sí mismo.
En el grafo del deseo puede verse está configuración de un modo claro, tal como
propuso Alfredo Eidelsztein en su libro Las estructuras clínicas según Lacan Vol. 1.

s(A) A

m i(a)

I (A) S

Según Eidelsztein, la locura puede representarse a través del cortocircuito por el


nivel inferior del grafo del deseo, realizando el siguiente recorrido: $, i(a), m, I(A). En el
grafo puede observarse, además, como la locura es resultado de la identificación del sujeto
con el Ideal sin la mediación de A, es decir, cortocircuitando al Otro. Por otro lado, también

133
permite visualizar como se anticipa al encuentro con el síntoma [s(A)] como mensaje
dirigido al Otro, y a la colisión con el significante de la falta en el Otro, hecho que
permitiría el despliegue de la pregunta por el deseo. Por último, exhibe como la locura es
una pasión imaginaria, en donde el Otro es rebajado a la instancia de rival imaginario u
objeto erótico. 76 Todos estos puntos serán retomados en apartados posteriores con el
objetivo de analizar en detalle la noción de locura como posición subjetiva propia de la
época.

El individualismo hegeliano

Como mencioné anteriormente, la doctrina lacaniana de la locura está inspirada en


la obra de Hegel, específicamente en su concepción del individualismo moderno. Intentaré
decir unas pocas palabras, solo las que me permitan comprender mejor el tema en cuestión.
La referencia principal será Génesis y estructura de la fenomenología del Espíritu de
Hegel: Fenómeno y estructura, de Jean Hyppolite, obra que me incumbe en la medida en
que se conoce la influencia decisiva que tuvo para Lacan. Vayamos entonces al texto:

El individuo que pretende realizarse en el mundo como ser para sí, debe ganar o
reconquistar su sustancia, el espíritu. Los individuos singulares, nos dice Hegel,
existen en el seno del espíritu del pueblo como magnitudes evanescentes, emergen para
sí, pero inmediatamente quedan inmersos en este espíritu que les constituye y que al
mismo tiempo es obra suya. Con respecto a los individuos singulares el espíritu
universal es el medio de su subsistencia y el producto de su actividad. Aquí se da una
acción reciproca entre el todo y las partes, entre lo universal y lo singular, que
constituye la vida misma del espíritu (Hyppolite, 1946: 251).

Para Hegel –dice Hyppolite- los individuos singulares emergen y subsisten en el


Geist, y al mismo tiempo éste es su producto, el resultado de sus actos. Esta acción
recíproca, dialéctica, es la que constituye la vida del espíritu y, por lo tanto, de cada uno de
los individuos. Para decirlo de un modo más sencillo, los individuos no tienen ninguna
realidad como “cosas” en sí mismas, como entes particulares, sino en su relación reciproca
con el todo que los crea y que, a su vez, conforman. No hay substancia individual, sino

76 Es importante aclarar, luego de esta breve presentación, que la doctrina de la locura en Lacan se inscribe
en una lógica distinta que la de las llamadas “estructuras clínicas” (neurosis, psicosis, perversión). La locura
se entiende mejor como una posición subjetiva que podría presentarse en cualquier estructura clínica. En otras
palabras, puede haber psicosis locas y psicosis no locas, y lo mismo en las neurosis y en las perversiones. Por
otro lado, tal vez sea necesario pensar a las neurosis como un modo de superación de locura. Avanzaré sobre
esta idea.

134
creación del individuo por la realidad, es decir, por el conjunto de relaciones entre los entes
que conforman ese organismo llamado Geist. “Lo propiamente humano del individuo es
social. Lo social es el medio de subsistencia del sujeto humano. Hay espíritu social, cuya
sustancia es ética porque cada uno de lo individuos colabora en su producción”
(Eideslztein, 2008: 88).
Sin embargo, es posible que la sustancia ética que conforma el Geist sea
abandonada, que el individuo corte el vínculo que lo une al todo, y pretenda bastarse a sí
mismo dándose su propio fin. (Hyppolite, 1946: 251). Esto es lo que Hegel diagnostica
como conciencia individualista. En palabras de Muñoz:

El individualismo al que refiere Hegel apunta precisamente a escindir el vínculo entre


lo singular y lo universal, entre el individuo y el todo del que forma parte y que ha
contribuido a constituirlo. Al desconocer esa relación dialéctica el individuo puede
sostener que se basta a sí mismo sin vínculo con el espíritu del pueblo, teniendo o
siendo él su propio fin (2011b: 81).

Tomando esta referencia, se entiende por qué Lacan considera a la locura como
producto de una identificación inmediata. En efecto, en el idioma hegeliano, podemos
hablar de inmediatez (unmittelbar) cuando se considera que algo puede existir por sí
mismo, sin estar necesariamente relacionado con algo más. No obstante, para Hegel -y
también para Lacan-, hay algo incongruente en cualquier humano que se manifieste como
inmediato, ya que, como mencioné, es preciso que se relacione con el todo. Para decirlo de
otro modo, requiere que devenga otro para sí mismo, que atraviese su propia negación y la
supere, que realice su trayectoria dialéctica del ser. El detenimiento de este trayecto, su
estasis, es la expresión de la locura.
Dicho esto, quisiera hacer una breve mención de las tres formas de individualismo
descriptas por Hegel. “Se trata esencialmente de la individualidad singular en el orden del
mundo, entendiendo por este último no la Naturaleza, sino la realidad social, el orden
humano” (Hyppolite, 1946: 252).
La primera es “el placer y la necesidad” o la figura del hedonista, es decir, una
individualidad que solo busca su goce singular, despreciando cualquier orden de reflexión y
entendimiento. “El placer […] que trata de actualizar esta individualidad es, ante todo, el
placer de encontrarse en otra individualidad […] quiere su singularidad única y pretende
recogerla como ‘se coge un fruto maduro que se ofrece por sí mismo a la mano que lo
toma’” (ibíd.: 254). Lo trágico, dice Hyppolite, es que, en el acceso sin reflexión al objeto

135
de su goce, la individualidad se sume en una tragedia en donde el destino le resulta
incompresible, ya que no puede comprender el sentido de sus propias acciones como
constituyentes del orden de la realidad. El ejemplo brindado por Hegel es “el Fausto” de
Goethe.
La segunda figura es la ley del corazón y el delirio de la presunción (o delirio de
infatuación). La ley del corazón remite a aquellas individualidades que toman su propio
deseo como si fuera una ley, es decir, un universal. Lógicamente, al creer que mi deseo es
ley, rechazo su propia definición.77 Se produce, entonces, una extraña tensión entre lo
singular y lo universal: si se entiende que lo singular del deseo es ley, necesariamente se
cree que rige para todas las otras individualidades. Sin embargo, al descubrir que la ley del
propio corazón es distinta a la de los otros, se ingresa indefectiblemente en una lucha por el
predominio de los deseos: “al realizar la ley de mi corazón, tomo consciencia de mi
oposición a la ley de los demás corazones, o mejor dicho, como no puedo renunciar a la
universalidad de la ley, encuentro abominable y detestable el corazón de los otros hombres”
(Hyppolite, 1946: 259). El alma bella es la visión moral del mundo correspondiente a esta
posición, que observará que al realizarse la ley del corazón se experimenta el mismo
fracaso que cuando se busca el propio goce. El fracaso es visible en la contradicción que
conlleva el enfrentamiento de las leyes de los corazones: si impongo la ley de mi corazón es
porque encuentro que las cosas no funcionan como yo creo que deberían funcionar. “Por
postular que la ley que me rige es la de mi corazón, produzco necesariamente la oposición
con el conjunto social, un ‘a pesar de los otros’. Esto es mío, es consecuencia de mi acto,
pero es mío porque observo que me retorna como ley del corazón de los otros” (Eidelsztein,
2008: 89-90). La realidad es de algún modo obra mía, pero no está de acuerdo con mi
corazón. El modo de escapar de esta paradoja, entonces, es proyectarla fuera de sí. Para
preservarse de su propia destrucción, el loco denuncia el orden establecido como algo
distinto de él mismo. Este es el delirio de presunción: un delirio querellante que denuncia la
perversión de un mundo lleno de individualidades contingentes que habrían introducido el
mal en la humanidad, sana por naturaleza. El modelo aquí es Rousseau y su “dictadura del
corazón” (Han, 2012: 82). Volveré sobre él a lo largo del capítulo.
La tercera figura se conoce como “La virtud y el curso del mundo”, y su ejemplo
paradigmático es Don Quijote, de Cervantes. Esta modalidad de individualismo queda

77 Más sensata parece la famosa frase de Charly García “mi capricho es ley”. No puedo dejar de darle la
razón: si se trata de leyes del corazón no podemos hablar de deseos, sino de caprichos.

136
asociada también a los reformadores románticos que pretenden subvertir el mundo y “en
realidad, se muestran incapaces de salir del verbalismo […] y que sólo se exterioriza(n) en
discursos pedantes y vacíos” (Hyppolite, 1946: 261). El error, sostiene Hegel, es oponer
permanentemente lo ideal y lo real, de tal modo que este ideal nunca puede actualizarse, y
queda en meras palabras. La diferencia con las otras figuras es que aquí se intenta rectificar
el mundo, corregir la perversión en la humanidad para que aparezca el orden tal como debe
ser en verdad. Sin embargo, se lucha contra “molinos de viento”, es decir, contra
producciones propias que se le asignan a otros. Se combate, entonces, con fantasmas.
Todas estas figuras representan, en una escala creciente de superación hacia la
realización del Geist, el individualismo moderno que Lacan asoció a la locura. No obstante,
si recordamos la fórmula lacaniana de la locura como identificación inmediata al Ideal,
difícilmente podría sostenerse que esta sea una propiedad exclusivamente moderna. En
definitiva, siempre hubo ideales con los cuales fue posible identificarse inmediatamente.
Desde esta perspectiva, la locura sería un fenómeno propiamente humano y transhistórico.
No puedo dejar de preguntarme, entonces, cuál es el vínculo entre modernidad y locura.
¿Los modernos estamos particularmente locos?

El sujeto objetivado

Cuando Lacan afirmó en “Acerca de la causalidad psíquica” que para el loco el ideal
representaba su libertad, también dijo que no se apartaba “del drama social que domina
nuestro tiempo” (1946: 173). No dio muchas precisiones acerca del sentido de esta frase,
exceptuando su incuestionable lazo con el ideal y la libertad.
Es en “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis” en donde se
hace explícito el vínculo entre locura y modernidad, más específicamente, entre locura y
ciencia. Comenzaré a desbrozarlo a partir de la siguiente cita, en donde Lacan realiza una
de las definiciones más valiosas de la locura:

En la locura, cualquiera que sea su naturaleza, nos es forzoso reconocer, por una parte,
la libertad negativa de una palabra que ha renunciado a hacerse reconocer, o sea lo que
llamamos, obstáculo a la transferencia, y, por otra parte, la formación singular de un
delirio que -fabulatorio, fantástico o cosmológico: interpretativo, reivindicador o
idealista- objetiva al sujeto en un lenguaje sin dialéctica (Lacan, 1953: 270).

137
De este modo, Lacan delimita a la locura a partir de dos características recíprocas:
por un lado, una palabra que ha renunciado a hacerse reconocer en tanto palabra, es decir,
que no puede ingresar en el proceso dialéctico propio del mundo lenguaje y se comporta
como si fuera “una cosa”, idéntica a sí misma; y, por otro lado, la formación de un delirio -
imposible de dialectizar- que transforma al sujeto en un objeto. Estas dos características
subrayan la pérdida del valor enigmático y equívoco que tiene el lenguaje por fuera de su
función referencial y constatativa. En la locura se erradica ese “más allá” que cada palabra
arrastra consigo. Como sostiene de un modo muy sencillo Humboldt,

Al escuchar una palabra no hay dos personas que piensen exactamente lo mismo, y esta
diferencia, por pequeña que sea, se extiende, como las ondas en el agua, por todo el
conjunto de la lengua […] por eso toda compresión es al mismo tiempo una
incomprensión; toda coincidencia en ideas o sentimientos una simultánea divergencia
(citado en Han, 2012: 13).

Es en la ambivalencia inherente al lenguaje humano, en el plus de sentido/sinsentido


que acompaña cada enunciado, en donde Lacan ubicará el problema de la verdad y el
deseo.
Entonces, una de las paradojas de la relación del lenguaje con la palabra se da,
justamente, cuando el “sujeto pierde su sentido en las objetivaciones del discurso” (Lacan,
1953: 270). Es decir que el lenguaje, a pesar de cargar con esa ambivalencia constitutiva,
tiene al mismo tiempo la capacidad de objetivar al sujeto y transformarlo en algo
inequívoco, en algo que “es” por sí mismo y que pierde, por lo tanto, su sentido. La
siguiente cita de Lacan es reveladora de su postura:

Pues es ésta la enajenación más profunda del sujeto de la civilización científica y es


ella la que encontramos en primer lugar cuando el sujeto empieza a hablarnos de él:
por eso, para resolverla enteramente, el análisis debería ser llevado hasta el término de
la sabiduría.
Para darle una formulación ejemplar, no podríamos encontrar terreno más pertinente
que el uso del discurso corriente, haciendo observar que el "ce suis-je" [esto soy] de
tiempos de Villon se ha invertido en el "c' est moi" [soy yo; literalmente, "esto es yo"]
del francés moderno.
El yo del hombre moderno ha tomado su forma, lo hemos indicado en otro lugar, en el
callejón sin salida dialéctico del "alma bella" que no reconoce la razón misma de su ser
en el desorden que denuncia en el mundo (1953: 272).

Para Lacan, esa capacidad objetivante del lenguaje sobre el sujeto se vio
particularmente exacerbada a partir del surgimiento de la ciencia moderna: en primer lugar,

138
a partir del cogito cartesiano, debido a que desde el momento en que aquello piensa
(cogitas), se constituye a su vez como objeto de su propio pensamiento (cogitatum), es
decir, como yo (moi) (Lacan, 1957); en segundo lugar, a partir de la postulación del ser
hablante como objeto de estudio: el hombre, ese extraño objeto de las “ciencias humanas”
que la psiquiatría, la psicología y el psicoanálisis ayudaron a moldear. Lacan dirá que la
enorme objetivación de la ciencia le permitirá al hombre moderno recusar su subjetividad,
“le dará ocasión de olvidar su existencia y su muerte, al mismo tiempo que de desconocer
en una falsa comunicación el sentido particular de su vida” (Lacan, 1953: 272).
Desde la modernidad el ser humano se ha transformado en un “esto es yo”. El
hombre moderno ha quedado cautivo de una identificación loca con esa instancia
imaginaria llamada “yo”.

El hombre moderno

En sus primeros seminarios Lacan esbozó algunas ideas sobre el “hombre moderno”
que me permitirán pensar a la locura como una posición subjetiva prototípica de nuestra
época. Las siguientes palabras despliegan los puntos más sustanciales del problema:

Un campo parece indispensable para la respiración mental del hombre moderno, aquel
en que afirma su independencia en relación, no sólo a todo amo, sino también a todo
dios, el campo de su autonomía irreductible como individuo, como existencia
individual. Esto realmente es algo que merece compararse punto por punto con un
discurso delirante. Lo es. No deja de tener que ver con la presencia del individuo
moderno en el mundo, y en sus relaciones con sus semejantes. Seguramente, si les
pidiese que formularan, que dieran cuenta de la cuota exacta de libertad imprescriptible
en el estado actual de cosas, e incluso si me respondieran con los derechos del hombre,
o con el derecho a la felicidad, o con mil otras cosas, al poco andar nos percataríamos
de que es en cada uno un discurso íntimo, personal, y que para nada coincide en algún
punto con el discurso del vecino. Resumiendo, me parece indiscutible la existencia en
el individuo moderno de un discurso permanente de la libertad (Lacan, 1955-56: 191-
92).

Lacan dice que el hombre moderno respira individualismo. La palabra “respirar”,


evidentemente, no fue tomada al azar; su presencia es significativa porque expresa con
eficacia el modo en que determinado saber constituyó a la subjetividad moderna. Con esto
quiero decir que el individualismo moderno no es meramente una corriente de pensamiento
a la que cada quien podría, en mayor o menor medida, alinearse, una ideología típica de
época que “influye” en los posicionamientos morales, políticos o sociales de los hombres;

139
lo que dice Lacan es que el hombre moderno es el individuo y que el individualismo es
nuestro hábitat. El mundo moderno está atravesado por una “matriz de inteligibilidad”
individualista, un campo de saber en el cual inhalamos y exhalamos –diaria e
inconscientemente- pensamientos referentes a nuestra autonomía irreductible, a nuestra
independencia de cualquier instancia de Otredad y a nuestra libertad pretendida. Los
modernos somos, lo queramos o no, individuos. Y esto significa que nos sostenemos en un
discurso delirante –certero, inquebrantable y axiomático- sobre la autonomía irreductible de
la individualidad y la independencia de las elecciones vitales, y sobre los derechos
supuestamente “universales” que en verdad se realizan en un discurso “íntimo y personal”
que nada tiene que ver con el de nuestros semejantes. En nuestro mundo cada quien tiene su
verdad, y es su deber y su derecho descubrirla y llevarla a cabo. “Todos se plantean a cada
momento –dice Lacan- problemas que tienen estrechas relaciones con esas nociones de
liberación interior y de manifestación de algo que uno tiene incluido en sí” (ibíd.: 193). Es
innegable, entonces, la presencia de un discurso permanente sobre la libertad en el
individuo moderno. El hombre moderno es, paradójicamente, marioneta de la libertad.
No obstante, agrega Lacan, el discurso delirante del individuo entra en
contradicción con la realidad, con la experiencia de la vida cotidiana. A pesar de que la
realidad pertenezca a un grado de certeza inferior de la que le brindan sus ideas delirantes,
debe resignarse a ella. “A fin de cuentas nadie, en el estado actual de las relaciones
interhumanas en nuestra cultura se siente cómodo” (ibídem). De un modo u otro, el
discurso delirante de libertad tropieza con el hecho de que nadie sabe qué hacer muy bien
con ella, dónde ir a buscarla y qué hacer con lo que se encuentra.
El malestar en la cultura del hombre moderno se debe, como una de sus variables
esenciales, al ocaso de los principios que ordenaban al mundo. Si bien limitaban las
posibilidades de elección, estos preceptos le daban una razón evidente a la existencia. El
descredito de dichos órdenes a partir de la modernidad produjo un “desencantamiento del
mundo”, la negación de todos lo horizontes significativos. Esto quiere decir, entonces, que
la supuesta libertad moderna se pagó con el sentido de la existencia. Todas las
significaciones están abiertas a cualquier interpretación.78 El universo ya no nos dice nada


78 “¿No vemos acaso que la experiencia analítica está profundamente vinculada a ese doble discursivo del
sujeto, tan discordante e irrisorio, que es su yo? ¿El yo de todo hombre moderno? […] Todos nos sentimos
deshonestos con sólo tener que enfrentar el más mínimo pedido de consejo, por elemental que sea, que toque
a los principios. No es simplemente porque ignoramos demasiadas cosas de la vida del sujeto que no podemos
responderle si es mejor casarse o no en determinada circunstancia y que, si somos honestos, sentimos que

140
en sí mismo. El único principio que parece regir la vida moderna es que debemos ser
libres, es decir, descubrir la verdad que llevamos en nuestro interior y realizarla. Por esta
vía se compuso el yo del hombre moderno, o mejor dicho, el hombre moderno en tanto yo.

El yo no se reduce a una función de síntesis. Está ligado indisolublemente a esa especie


de bienes inalienables, de parte enigmática necesaria e insostenible, que constituye en
parte el discurso del hombre real a quien tratamos en nuestra experiencia, ese discurso
ajeno en el seno de cada quien en tanto se concibe como individuo autónomo (Lacan,
1955-56: 194).

En el Seminario 2, Lacan dijo que el yo es “la ilusión fundamental de lo vivido por


el hombre, al menos por el hombre moderno [y] que la técnica de Freud, en su origen,
trasciende esta ilusión que ejerce una influencia decisiva en la subjetividad de los
individuos” (1954-55: 13). Si el yo es una ilusión moderna, debemos admitir que no
siempre tuvo la misma importancia en la constitución de la subjetividad humana, o de otro
modo, que no todos los seres humanos a lo largo de la historia se subjetivaron en tanto
“yo”. En efecto, esta es la tesis de Lacan. Según su hipótesis, el yo “comienza en una época
que podemos situar a mediados del siglo dieciséis, comienzos del diecisiete” (ibíd.: 17)79 y
su nacimiento se articula intrínsecamente con el cogito, “fundamental en lo tocante a la
nueva subjetividad” (ibíd.: 16).
¿Pero qué quiere decir subjetivarse en tanto yo? ¿Acaso los antiguos, por ejemplo,
no tenían una noción de sí mismo, una identidad personal, una topología del cuerpo y de la
subjetividad? Difícilmente podría sostener lo contrario. No obstante, es cierto que ningún
hombre se había subjetivado a partir de los ideales de autonomía, libertad, interioridad,
responsabilidad e independencia que constituyeron la modernidad. Nunca antes el hombre
estuvo tan convencido de que él era el centro de la realidad, de que su realización como
humano dependía únicamente de sí mismo, de que la verdad era una variable íntima y

tenemos que mantener nuestra reserva; es porque la significación misma del matrimonio es para cada uno de
nosotros una pregunta que queda abierta, y abierta de tal manera, en lo tocante a su aplicación en cada caso
particular, que no nos sentimos capaces de responder cuando somos llamados como directores de conciencia”
(Lacan, 1955-56: 193).
79 Esta hipótesis coincide, por ejemplo, con la de Richard van Dülmen: “El descubrimiento del yo desarrolló
una dinámica social que no se ha tenido en cuenta hasta el momento: no se trataba de hacer triunfar una única
idea nueva, sino de una nueva postura que afectaba a todos los ámbitos de la vida cotidiana y que también
repercutía en la vida práctica […] La reflexión sobre uno mismo y el propio destino […] son circunstancias
que no solo atestiguan la expansión de los ámbitos privados […] La reflexión articulada sobre uno mismo se
convierte en el signo de una sociedad burguesa en formación. El proceso de un conocimiento y una
afirmación propios se amplía en un proceso general de afirmación de la libertad de culto y de los derechos
humanos […] el descubrimiento del individuo y de la vida individual fue uno de los grandes temas del siglo
XVI (1997: 12-18).

141
personal; “el hombre moderno piensa que todo lo que ha sucedido en el universo desde el
origen está destinado a converger hacia esa cosa que piensa, creación de la vida, ser
precioso, único, cumbre de las criaturas, que es él mismo” (ibíd.: 78). Esta es la ilusión
fundamental de la que los modernos somos víctimas y que el psicoanálisis develó al
sostener la existencia de un “segundo grupo psíquico” que contenía pensamientos no
sabidos.
La promoción exponencial del yo en la existencia moderna secundada por la
concepción utilitarista llevó, según Lacan, a realizar cada vez más al hombre como
individuo, es decir, a conducirlo a un “aislamiento del alma cada vez más emparentado con
su abandono original” (Lacan, 1948: 125). El individuo padece por un exceso de
modernidad, y la tarea del psicoanálisis debe ser diagnosticar y curar ese “plus” de
sufrimiento propio de nuestra época.

En el hombre 'liberado" de la sociedad moderna, vemos que este desgarramiento revela


hasta el fondo del ser su formidable cuarteadura. Es la neurosis de autocastigo, con los
síntomas histérico-hipocondriacos de sus inhibiciones funcionales, con las formas
psicasténicas de sus desrealizaciones del prójimo y del mundo, con sus secuencias
sociales de fracaso y de crimen. Es a esta víctima conmovedora, evadida por lo demás
irresponsable en ruptura con la sentencia que condena al hombre moderno a la más
formidable galera, a la que recogemos cuando viene a nosotros, es a ese ser de nonada
a quien nuestra tarea cotidiana consiste en abrir de nuevo la vía de su sentido en una
fraternidad discreta por cuyo rasero somos siempre demasiado desiguales (ibíd.: 127).

Desde las reivindicaciones corporales que inquietan el alma de la histeria –indicios


polifacéticos y móviles como pueden ser una parálisis motriz o un dolor estomacal
inhallable- hasta el desconcierto mental que inhibe el cuerpo de los psicasténicos –dudas,
obsesiones, abulia, apatía, extrañamiento del mundo-; el psicoanálisis debe hacer del
sufrimiento moderno un síntoma, es decir, debe quebrar la mentalidad antidialéctica de la
cultura que tiende a reducir al ser del yo toda actividad subjetiva (ibíd.: 121) y abrir las vías
del sentido para recibir la verdad del deseo que se aloja en las fisuras del discurso.

El imperativo de autenticidad

Uno de los autores que ha estudiado en profundidad el problema de la identidad


moderna y de la constitución del yo y del individuo fue Charles Taylor, filósofo hegeliano
canadiense. En su libro La ética de la autenticidad, Taylor señala el aspecto paradójico que

142
caracteriza al individualismo: por un lado, designa uno de los logros más admirables de la
modernidad: la conquista de las libertades individuales. “Vivimos en un mundo en el que
las personas tienen derecho a elegir por sí mismas su propia regla de vida, a decidir en
conciencia qué convicciones desean adoptar, a determinar la configuración de sus vidas”
(Taylor, 1991: 38). Las personas ya no se sacrifican en pos de una exigencia trascendente
supuestamente sagrada sino que persiguen “sus propios deseos”. Por otro lado, como
mencioné anteriormente, la libertad moderna se logró cuando se consiguió escapar de los
ordenes jerárquicos que le daban sentido al mundo y la actividad de la vida social y
política. Es decir que la libertad trajo el problema de la pérdida de un horizonte de
significación que le de un sentido evidente a la existencia.
Sea como fuere, para gran parte de los pensadores de la modernidad 80 la
centralización de la vida en el yo es concomitante con una crisis moral que tiene su máxima
expresión en el relativismo y el subjetivismo moderno. Según estos “ismos”, cada quien
tiene sus propios valores y es dueño de su verdad. De esto modo, se vuelve prácticamente
imposible establecer cualquier intercambio sobre cuestiones morales que no termine en la
manifestación sintomática de las opiniones personales, en un “respeto pero no comparto”.
El relativismo elimina cualquier posibilidad de construir una moral dialógica, ya que
desconoce los argumentos basados en pretensiones de validez en pos de una sensibilidad
moral que serviría como brújula para orientar las acciones. “Las posturas morales no se
fundan en modo alguno en la razón o la naturaleza de las cosas sino que última instancia
son adoptadas por cada uno de nosotros porque nos encontramos ligadas a ellas” (ibíd.: 54).
Una de las desdichadas consecuencias de esta postura es la división radical entre lo objetivo
y lo subjetivo. Debido a que es “imposible ser objetivo”, es decir, alcanzar la realidad
última de las cosas, solo nos quedaría ver el mundo desde nuestra propia óptica, de este
modo, la realidad se transforma exclusivamente en lo que cada uno siente y piensa que es.
Por esta vía, se deja por fuera cualquier posibilidad de pensar una realidad subjetiva que
implique al Otro.
No obstante, según Taylor, esta laxitud moral que en apariencia sufrimos los
modernos, esta liquidez que atraviesa nuestras vidas, oculta un poderoso ideal, por
paradójica que pueda parecer su manifestación. “Los críticos de la cultura contemporánea
tienden a menospreciarlo como ideal, a confundirlo incluso con un deseo no moral de hacer

80 Taylor se refiere en particular a Allan Bloom, Christopher Lasch y Daniel Bell, todos ellos filósofos
norteamericanos.

143
lo que se quiera sin interferencias” (ibíd.: 57). Según Taylor, a pesar de la infinitud de
variantes morales que la modernidad nos ofrece, existe una idea que subyace a todas ellas y
que suele pasar inadvertida. La modernidad nos dice: ¡Sé fiel a vos mismo!

[...] existe un poderoso ideal moral en acción, por degradada y paródica que pueda ser
su expresión. El ideal moral que sostiene la autorrealización es el de ser fiel a uno
mismo, en una comprensión específicamente moderna del término. […] ¿Qué entiendo
por ideal moral? Entiendo una descripción de lo que sería un modo de vida mejor o
superior, en el que «mejor» y «superior» se definen no en función de lo que se nos
ocurre desear o necesitar, sino de ofrecer una norma de lo que deberíamos desear
(ibíd.: 51).

Desde este punto de vista, el relativismo y la laxitud moral que aparentemente


padecemos responde a un imperativo en el que todos estamos de acuerdo sin ser
plenamente conscientes. La fuerza inquebrantable de este ideal moral, a diferencia de todas
las cuestiones morales transformadas en opiniones subjetivas, reside en su carácter
axiomático, es decir, algo que no se pone en tela de juicio, pero tampoco se explica. Lo que
queda disimulado en este mandato es lo siguiente: si bien creemos que cada quien tiene la
libertad de elegir según su propio deseo, el asunto es que nos vemos compelidos a desear
con absoluta libertad. Paradójicamente debemos ser libres, en otras palabras, elegir sin
coacciones externas que le usurpen la autenticidad a esa elección.
Asimismo, y con resultados francamente absurdos, a medida que las personas se
esfuerzan por todos los medios para lograr “ser ellas mismas”, surgen nuevas formas de
dependencia acorde a las inseguridades identitarias de la época.

En épocas anteriores el reconocimiento nunca aparecía como problema. El


reconocimiento social se erigía sobre la identidad socialmente derivada a partir del
hecho mismo de que se basaba en categorías sociales que todo el mundo daba por
sentadas. El problema de la identidad interiormente derivada, personal y original, es
que no disfruta de este reconocimiento a priori. Ha de ganárselo por medio del
intercambio, y puede fracasar en el empeño. Lo que ha advenido en la era moderna no
es la necesidad de reconocimiento sino las condiciones en que este puede fracasar
(ibíd.: 81-82).

El imperativo de autenticidad, el esfuerzo constante por ser uno mismo, nos


convoca a buscar significantes que otorguen identidad. En el mundo moderno, tal como
afirmé siguiendo la obra de Lacan, quien ocupó este papel fue el discurso científico. El yo
del hombre moderno encontró en la psicología y en la psiquiatría la réplica a la pregunta

144
por su identidad y su sufrimiento. De este modo, cuando alguien tiene una dificultad para
comprometerse con un vínculo amoroso es fóbico, cuando le resulta imposible decir cuál es
el camino más favorable en su existencia es obsesivo, cuando siente tristeza o angustia
frente a una crisis vital es depresivo. Es necesario decirlo, la psicología no estudia los
ideales, sino que los promueve. Sin lugar a dudas, esta es una de las caras del superyó en
nuestra época, aquello con lo que cumplimos “como una especie de extraño y retorcido
deber ético” (Žižek, 2006: 87): ser quienes “realmente” somos. El imperativo de ser fiel a sí
mismo y la psicología como dador de significantes ideales no se confrontan, sino que son
las dos caras de la misma moneda. La identificación inmediata con los significantes ideales
vehiculizados por la ciencia no excluye el ideal de autenticidad, sino que este último es el
que motoriza aquellas identificaciones sin mediación del Otro, en otras palabras, sin la
apertura de la vía del sentido.
El punto de partida del imperativo de autenticidad debemos buscarlo en la idea
dieciochesca de que los seres humanos estamos dotados de una capacidad innata para
discernir el bien y el mal. Por lo tanto, para ser verdaderos y plenos seres humanos,
debemos estar en contacto con nuestros sentimientos morales, saber escuchar nuestra “voz
interior” que viene desde la profundidad de nuestro ser. La respuesta se encuentra en
nuestro interior, y es en este punto en donde reside la novedad con respecto a otras fuentes
morales como fueron Dios o el Eidos. Es importante aclarar que la idea de que la fuente
reside en nuestro interior no excluye necesariamente el vínculo con Dios o el Eidos, lo que
cambia es el modo en que este se desarrolla. La diferencia es topológica. De hecho, las
primeras variantes del ideal de autenticidad pueden rastrearse en San Agustín y su idea de
que el camino que conduce a Dios debe pasar por la conciencia reflexiva respecto a
nosotros mismos. “No salgas afuera; vuelve a ti mismo. La verdad mora en el hombre
interior” (San Agustín citado por Taylor, 1989: 185).
La figura central para reflexionar sobre la genealogía de este imperativo es Jean-
Jacques Rousseau. Le sentiment de l'existence como visión moral que fundamenta su
pensamiento refiere a ese contacto íntimo con uno mismo que es necesario para seguir la
voz interior, y que puede ser obstaculizado por las pasiones a la que nos lleva la
dependencia con los otros. Todo esto resulta esencial en la medida en que se vincula con
otro ideal moral que tiene un lazo indisociable con el imperativo de ser fiel con uno mismo:
la libertad autodeterminada. “Se trata de la idea de que soy libre cuando decido por mí
mismo sobre aquello que me concierne, en lugar de ser configurado por influencias

145
externas” (Taylor, 1991: 64). Esta norma de libertad, ciertamente, va más allá de la idea de
libertad negativa, definida por la ausencia de coacción externa al individuo que desee
realizar una acción determinada. La libertad de Rousseau, según sus propios términos,
exige la transgresión de las imposiciones externas y la decisión individual del protagonista.
Dicho esto, puede afirmarse que el supuesto que participa tanto en el ideal de autenticidad
como en el de libertad autodeterminada no es solamente que cada quien tiene una forma
original, única e irrepetible de ser humano, sino que debe realizarla. Esta es la tiranía del
corazón de Rousseau81 que Lacan equiparó a la locura, y que Herder llevó a su máxima
expresión con el ideal de originalidad. 82 Para consumar nuestra humanidad debemos
encontrar nuestra propia medida, aquello que nos hace distintos de todos los demás.
Estamos destinados a vivir la vida según nuestra propia forma sin imitar la de ningún otro.
Ser libre es ser uno mismo.83

Cansancio, positividad y transparencia

Los ideales de libertad, autonomía e independencia, como valores supremos de la


modernidad, son la mayor ilusión de nuestra cultura de la autenticidad del yo. Quien se cree
libre está loco, preso de la pasión imaginaria del yo y de su matriz paranoica. En términos
de Han, “el yo como proyecto, que cree haberse liberado de las coacciones externas y de las
coerciones ajenas, se somete a coacciones internas y a coerciones propias en forma de una
coacción al rendimiento y la optimización” (2014: 11-12). Como podemos observar, Han
agrega otra variable a la constitución del yo moderno como instancia ilusoria: la coacción al
rendimiento. En verdad, esta idea no debe resultarnos tan novedosa. De hecho, Freud, en
sus primeros escritos, señaló la importancia de las exigencias de la vida moderna en la
constitución de las neurosis, en contraste con las teorías de Janet vinculadas con la


81 “Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de la naturaleza; y ese hombre seré yo. Yo,
solo yo. Siento mi corazón y conozco a los hombres. No estoy hecho como ninguno de cuantos he visto; me
atrevo a creer que no estoy hecho como ninguno de cuantos existen. Si no valgo más, al menos soy distinto”
(Rousseau citado por van Dülmen, 1997: 103)
82 “Tu mismo eres lo que a partir de todo creaste, formaste, y deviniste para ti mismo, tu eres para ti mismo
tu propio creador y tu criatura” (Herder citado por van Dülmen, 1997: 103). “Todo hombre tiene su propia
medida y al mismo tiempo una voz propia de todos sus sentimientos respecto a los demás” (Herder citado por
Taylor, 1991: 64).
83 Por paradójico que pueda parecer, es común que en nuestro tiempo los adolescentes que están por elegir
una carrera o profesión sientan el deber moral de evitar el legado de la familia. Como si seguirlo fuera una
expresión de infidelidad con uno mismo.

146
“insuficiencia psíquica” y la falta de adaptación a la realidad. En relación al caso de la
“Señora Emmy von N.” dice:

También debo confesar que en el historial de la señora Von N. no hallo nada de un


«rendimiento psíquico inferior», al que P. Janet reconduce la génesis de la histeria.
Según él, la predisposición histérica consistiría en un estrechamiento anormal del
campo de la conciencia (a consecuencia de una degeneración hereditaria), que daría
ocasión al descuido de series enteras de percepciones, y, en secuencia ulterior, a la
descomposición del yo y a la organización de personalidades secundarias. De acuerdo
con esto, también el resto del yo, debitados los grupos psíquicos de organización
histérica, debería ser de inferior rendimiento que el yo normal, y de hecho según Janet
ese yo adolece en los histéricos de estigmas psíquicos, está condenado al monoideísmo
y es incapaz de las operaciones voluntarias de la vida habitual […] en la señora Von N.
no se advierte nada de ese rendimiento inferior. Durante el período de sus estados más
graves, ella fue y permaneció capaz de cuidar sus intereses en la dirección de una gran
empresa industrial, no perdió nunca de vista la educación de sus hijas, mantuvo
intercambio epistolar con personas de sobresaliente nivel intelectual; en suma, cumplía
sus obligaciones a punto tal que su condición de enferma pudo permanecer oculta. Me
inclinaría a creer que el resultado de todo esto sería una medida notable de
hiperrendimiento psíquico, insostenible a la larga y que por fuerza llevaría a un
agotamiento, al misère psychologique (empobrecimiento psicológico) secundario
(Freud, 1983-85: 121-22).

Esta extensa cita sirve a nuestro propósito por varios motivos. En primer lugar,
porque exhibe el debate que dio origen al psicoanálisis y que, de una u otra forma, todavía
se mantiene: por un lado, la postura de Janet que afirmaba que los síntomas histéricos se
debían a una insuficiencia psíquica, y su tratamiento, por lo tanto, conducía a hacia una
reivindicación normativa del yo desadaptado; por otro lado, Freud, quien sostuvo que los
mismos se debían a un conflicto entre distintos grupos psíquicos provocado por las
exigencias de rendimiento y la moral de la época. El tratamiento, entonces, se dirigía hacia
la liberación de una palabra verdadera “no dicha” que se había enquistado en el cuerpo. En
segundo lugar, por el hecho de que Freud señala como condición de posibilidad para el
surgimiento de la enfermedad las múltiples exigencias padecidas por las mujeres de fines
del s. XIX; en el caso de Emmy, la dirección de una grande empresa industrial y el cuidado
de sus hijos. Por último, por la valiosa indicación del agotamiento psíquico como
padecimiento de época.
Como es de público conocimiento, la depresión está en vías de transformarse en la
primera causa mundial de discapacidad. Lo curioso es que, a pesar de lo que el sentido
común indica, el síntoma más común de este cuadro no es la tristeza, es decir, lo relativo a
la afectividad, sino el agotamiento o la inhibición, en otras palabras, lo pertinente a lo

147
volitivo. La depresión se ha transformado en una patología de la acción, y su correlato
afectivo no es tanto la tristeza sino la apatía, la indiferencia con el mundo.
Por esta vía, Han pudo ubicar a la depresión como patología patognomónica de la
época ligada a un “exceso de positividad […] a la desaparición de la otredad y la extrañeza”
(2010: 12-14). Para Han, la depresión corresponde a una saturación del yo por la
abundancia de lo mismo, por una profusión sin límites de mismidad. Esta ausencia de
negatividad es también correlativa del “dataismo”, la fetichización de los datos en pos de la
renuncia de cualquier entramado de sentido. En otros términos, las correlaciones sustituyen
a las causalidades, el dato a las razones y la información a la teoría. “¿Quién sabe por qué la
gente hace lo que hace? La cuestión es que lo hace y que podemos seguirlo y medirlo con
una fidelidad sin precedentes. Con suficientes datos, los números hablan por sí mismos.”
(Anderson citado por Han, 2014: 89). Entonces, cuando alguien consulta a un profesional
por padecer un sufrimiento psíquico, lo que se espera –y en general, lo que se ofrece- es un
diagnóstico que le dé nombre a su sufrimiento, que correlacione los síntomas con un modo
de ser. “Soy fóbico”, “soy depresivo”, “soy anoréxico”, suele ser la forma en que las
personas explican su padecimiento y las razones de su propio síntoma. El método freudiano
basado en la pregunta por el sentido del síntoma, por lo que este nos quiere decir, parece
estar en vías de extinción. El lenguaje contemporáneo, pretende ser un lenguaje
transparente, puramente maquinal y carente de toda ambivalencia (Han, 2012: 13). De este
modo, el pensamiento se convierte en calculo y la verdad en información. La verdad “es
una negatividad en cuanto se pone e impone declarando falso todo lo otro. Más información
o acumulación de información por sí sola no es ninguna verdad. Le falta la dirección, a
saber, el sentido” (ibíd.: 23). Entonces, la sociedad de la transparencia –tal como la llama
Han- prescinde de la dialéctica como de la hermenéutica, no le interesa la verdad sino los
datos, la información, aquello que sirva para pronosticar y orientar conductas. A su vez, el
sujeto pierde su capacidad de vacilación y se transforma en una máquina positiva de
rendimiento.
Según Han, el hombre moderno se encuentra liberado de un dominio externo que lo
obligue a trabajar o incluso que lo explote y, por lo tanto, se cree “dueño y soberano de sí
mismo” (2010: 31); sin embargo, al abandonarse a la libertad obligada, se somete por su
propia cuenta. Para Han, al igual que para Lacan, el hombre moderno es víctima del ideal
de libertad y de máxima productividad. “Hay una gran fatiga de vivir como resultado de la

148
carrera hacia el progreso. Se espera del psicoanálisis que descubra hasta dónde se puede
llegar arrastrando esa fatiga, ese malestar de la vida” (Lacan, 1974).
El sujeto del rendimiento es también un sujeto narcisista que no encuentra distancia
alguna con su propia imagen y queda atrapado en el mundo de las pasiones imaginarias. Es
víctima de la mismidad, de lo idéntico. En palabras de Lacan, elude la instancia de Otredad
que le daría la posibilidad de vacilar en su propio ser y encontrar un sentido a su
padecimiento por fuera de sí mismo. El hombre moderno quiere ser transparente, idéntico a
sí, fiel a su mismidad.

La fatiga de ser uno mismo

Otro autor que ha trabajado los vínculos entre la depresión y los ideales de la
sociedad contemporánea fue Alain Ehrenberg. En su libro que le da título a este apartado, el
sociólogo sostiene –de un modo similar a Han- que la depresión se transformó en una
epidemia a partir de que el modelo disciplinario de gestión de las conductas cedió su lugar
ante las normas que incitan a cada uno a ser autentico, fiel a sí mismo. Presenta el problema
del siguiente modo:

Nos hemos convertido en individuos puros, en el sentido en el cual ninguna ley moral
ni ninguna tradición vienen a indicarnos desde el exterior lo que debemos ser y cómo
debemos conducirnos. Desde este punto de vista, el equilibrio permitido-prohibido,
que reglaban la individualidad hasta los años 1950-60, ha perdido su eficacia […] el
derecho a elegir la propia vida y la conminación a convertirse en uno mismo ponen a la
individualidad en un movimiento permanente. Esto lleva a plantear de otro modo el
problema de los limites reguladores del orden interior: el equilibrio entre lo permitido y
lo prohibido declina en provecho de un desgarramiento entre lo posible y lo imposible.
La individualidad se encuentra ampliamente transformada (Ehrenberg, 1998: 15-16).

Luego, Ehrenberg exhibe las dos conjeturas fundamentales del libro: la primera es
que la depresión es una patología patognomónica de la modernidad, en donde la
constitución subjetiva no está atravesada por la culpabilidad y la disciplina, sino por la
responsabilidad y la iniciativa (ibíd.: 16). La segunda es que el “éxito” de la depresión se
debe al ocaso de la hipótesis subjetiva del conflicto en pos de la teoría de la insuficiencia
psíquica y la reivindicación de normatividad. En otros términos, estaríamos asistiendo al fin
de la subjetividad propiamente dicha y a la victoria del individuo. Janet, finalmente, habría
vencido a Freud.

149
Según Ehrenberg, el sujeto de la iniciativa y del rendimiento, cautivo del ideal
imposible is nothing, se encuentra irremediablemente con el hecho de que sus acciones son
insuficientes con respecto a sus propias exigencias. Sin embargo, no culpa su falta de éxito
a los abusivos requerimientos de la época sino a su propia actuación, se asume como
responsable de las dificultades sistémicas, está convencido de que los resultados son
consecuencia directa del mérito personal. No hay imposibilidades sino malos
desempeños. 84 Si las neurosis freudianas recaían sobre individuos divididos por los
conflictos, por una tensión entre lo permitido y lo prohibido, entre los fantasmas y la
moralidad, la depresión amenaza a individuos supuestamente libres que viven en una eterna
batalla entre lo posible y lo imposible. El neurótico es un hombre culpable, el depresivo es
un hombre insuficiente.
Estas dos versiones del sufrimiento psíquico, con algunos matices, fueron
entrevistas por Freud desde el comienzo de su obra cuando dividió el campo de las neurosis
entre las neuropsicosis de defensa y las neurosis actuales. Las primeras –en donde ubicó a
la histeria, la neurosis obsesiva, la fobia, y la paranoia- se caracterizaban por ser el
resultado de un mecanismo psíquico llamado “defensa”. En pocas palabras, este mecanismo
se origina cuando sobreviene en el psiquismo del individuo un conflicto entre una
representación penosa cargada de afecto (quantum) y el yo que intenta tratarla como “non
arrivée” enviándola a un segundo grupo (inconsciente). En sentido estricto, la defensa
consiste en un proceso comandado por el yo que le arranca el afecto a la representación y la
envía a un segundo grupo psíquico. Luego, el quantum energético libre se liga a una nueva
representación (naturalmente más aceptable para el yo) dando lugar al síntoma neurótico
(Freud, 1894).85 El síntoma, desde este punto de vista, es el retorno de aquella idea
expulsada que pudo escabullirse en el ámbito de la conciencia pero de manera deformada,
es un representante del pensamiento reprimido. Para poder deshacer el síntoma, entonces,
es necesario restablecer las vías asociativas y darle su verdadero significado, es preciso
descubrir qué es lo que el síntoma nos quiere decir. Las neurosis actuales -entre las que se


84 Esta idea también se encuentra en Han: “Quien fracasa en la sociedad neoliberal del rendimiento se hace a
sí mismo responsable y se avergüenza, en lugar de poner en duda a la sociedad o al sistema. En esto consiste
la especial inteligencia del régimen neoliberal.” (2014: 18).
85 En la histeria el afecto libre inviste al cuerpo (en verdad a una representación del cuerpo), conformando el
mecanismo conversivo; en la neurosis obsesiva el afecto se liga a una representación que se manifiesta como
insignificante para la conciencia del sujeto (de allí la extrañeza del síntoma en la neurosis obsesiva), dando
lugar al denominado “falso enlace”, y, por último, en la fobia, el afecto se liga una representación exterior
(¡!), conformando a posteriori un parapeto fóbico.

150
encontraban la neurosis de angustia (hoy llamado trastorno de ansiedad por ataque de
pánico) y la neurastenia-, en cambio, prescinden de cualquier mecanismo y son
consecuencia de una mala tramitación de la energía psíquica ligada a la vida sexual. Los
síntomas no constituyen una expresión simbólica y sobredeterminada, sino que resultan
directamente de la falta o inadecuación del quantum energético por “malas” prácticas
sexuales. No hay mecanismo psíquico ni relación con la historia. En el caso de las neurosis
de angustia, Freud ubica como etiología la ausencia de satisfacción sexual como
consecuencia de prácticas sexuales inadecuadas (coitus interruptus, eyaculación precoz,
etc.). En la neurastenia, en cambio, la satisfacción sexual se consigue, pero por vías
impropias, como por ejemplo a través de la masturbación. Por último, Freud agrega a las
condiciones etiológicas una que no es de naturaleza sexual: “el factor del trabajo excesivo,
del empeño agotador” (Freud, 1895 [1894]: 103). En definitiva, en las neurosis actuales los
síntomas no quieren decir nada, no tienen ningún sentido más allá de la desregulación
energética.
La neurastenia, según Beard –el creador del término- se caracteriza por un

[…] debilitamiento de todas las funciones, falta de apetito, fragilidad persistente en la


espalda y en la columna vertebral, dolores neurálgicos fugaces […] insomnio,
hipocondría, falta de interés por un trabajo manual continuado, dolores de cabeza
agudos y agotadores y otros síntomas análogos (citado por Ehrenberg, 1998: 43).

Lo que me interesa destacar es que la depresión, la neurastenia freudiana, da cuenta


de la constitución de una subjetividad prototípica que tiene su expresión en el individuo
emancipado de nuestra era: una subjetividad sin conflictos, presa de un tormento mudo y
sin sentido. La teoría de las neurosis actuales me importa, no tanto por las prejuiciosas
conjeturas de Freud sobre la mala higiene sexual, sino porque el acento está puesto en la
ausencia de mecanismo psíquico y la falta de un sentido inconsciente. El surgimiento del
síntoma, en definitiva, es resultado de un “estilo de vida” perjudicial para el estado
anímico.
Si el neurótico –la histeria concretamente- es quien puso en cuestión los ideales de
época, quien denunció con su cuerpo el discurso del amo, quien solicitó la palabra para
desenmascarar el sentido de su sufrimiento, quien reivindicó la verdad de su síntoma, pero
escondió su goce; el depresivo es quien se tragó el ideal sin masticarlo. La libertad, la
certeza de la propia autonomía e independencia absoluta, la convicción de creerse uno

151
mismo y realizarse en tanto tal, son las invariantes del sujeto deprimido. “Ser libre deprime.
La angustia de ser uno mismo se disimula detrás de la fatiga de ser uno mismo”
(Ehrenberg, 1998: 47). El deprimido es el loco que no pudo soportar su locura. Locura y
depresión son las dos caras de la misma moneda. Frente a la exigencia moderna de
transformarse en un individuo de pleno derecho, libre y responsable, la histeria levantó la
voz en un grito desesperado y produjo su propia división. El deprimido, en cambio, suspiró
y se hizo uno consigo. Desde este punto de vista, es posible creer que el depresivo es un
narcisista. No lo es, obviamente, en el sentido de alguien que se estima en demasía, sino en
el de quien fue devorado por su mismidad. “La depresión resulta instructiva sobre la
experiencia actual de la persona, pues encarna la tensión entre la aspiración de no ser nada
más que uno mismo y la dificultad para serlo […] es el revés exacto de esta extraña pasión
de ser semejante a sí mismo” (ibíd.: 161-62)
Sea como fuere, Freud siempre defendió su teoría del conflicto y teorizó a las
neurosis como padecimientos mixtos, es decir que para él no existían neurosis de defensa o
neurosis actual puras, sino que siempre se encontraban factores históricos y actuales al
mismo tiempo. Freud hizo de su teoría del conflicto psíquico una postura ética y apostó
siempre al sentido del síntoma. Si Janet venció a Freud, es porque las ciencias del
sufrimiento psíquico abandonaron las hipótesis psicoanalíticas del mecanismo y el sentido
de los síntomas, por una posición presuntamente ateórica que erradicó la etiología del
síntoma y se abocó a reconquistar la productividad pérdida del individuo insuficiente. El
único modo en que la etiología pudo ser recuperada fue a través de la depuración del cuerpo
como “teatro sagrado”. El cuerpo que sufre “psíquicamente” es un cuerpo neurológico. No
importa aquí si el tratamiento es por vía farmacológica, por medio de palabras sugestivas o
por lecciones de optimismo y superación personal; el objetivo es siempre el mismo: que la
persona vuelva a comportarse “normalmente”, que elimine cualquier tipo de sufrimiento y
recupere su autonomía.
Retomando la primera hipótesis de Ehrenberg, es posible afirmar que en nuestra
cultura del rendimiento y del éxito, la iniciativa individual se encuentra sometida a la
consideración de normas de rendimiento claras y concisas: debemos estar disponibles y
productivos por tiempo completo, debemos hacerlo con cierta apatía, sin exagerar nuestros
sentimientos, quitándole peso afectivo; y en caso de que la sensibilidad nos exceda,
debemos normalizarla por vía farmacológica. Esto vale para el trabajo, el sueño e inclusive
para el sexo. Evidentemente, estos imperativos no son vividos como tales sino como el

152
punto cero de la subjetividad. El sujeto del rendimiento cree que es libre y cree que con su
libertad puede hacer lo que quiera. Desde luego, querer no es poder, y el sentimiento de
insuficiencia y agotamiento se presentan casi indefectiblemente.
A su vez, la intimidad deja de ser el lugar de lo secreto para transformarse en el sitio
donde cada quien puede hacer de la libertad su propio destino. La pluralización de los
valores y la heterogeneidad de los modos de vida constriñen al individuo a descubrir “su
verdadero” ser, la identidad genuina que los otros modos de vida podrían encubrir. “El
hombre soberano, semejante a sí mismo […] está en camino de convertirse en una realidad
masiva: nada hay detrás de él que le pueda indicar lo que debe ser, pues se pretende único
propietario de sí mismo” (ibíd.: 140).
Finalmente, quisiera ubicar las dos variables principales que caracterizan a la locura
moderna y a la depresión como su contracara: por un lado, el imperativo de fidelidad a uno
mismo y la construcción de una identidad que siempre resulta impropia; por el otro, la
exigencia de rendimiento a la cual nunca se responde de modo adecuado y la aparición de
un sentimiento permanente de insuficiencia, revelado a partir de la indecisión, la duda, y el
tedio.

Impotencia y utopía

En el temprano escrito “Los complejos familiares”, Lacan relacionó “la gran


neurosis contemporánea” –un modo de carácter, específico por su forma y general por su
alcance- con el declive social de la imago paterna:

[…] podemos reconocer la gran neurosis contemporánea. Nuestra experiencia nos lleva
a designar su determinación principal en la personalidad del padre, siempre carente de
algún modo, ausente, humillada, dividida o postiza. Esta carencia es lo que, en
conformidad con nuestra concepción del Edipo, agota el ímpetu instintivo y tara la
dialéctica de las sublimaciones. Madrinas siniestras instaladas en la cuna del neurótico,
la impotencia y la utopía encierran su ambición, ya sea porque sofoca él sus propias
creaciones, esperadas por el mundo al que llega, ya sea porque, en el objeto que le
propone a su rebeldía, desconoce su propio movimiento (Lacan, 1938: 72).

Esta cita me interesa porque resume algunas ideas que estoy intentando enlazar. En
principio, Lacan afirma que el declive de la imago paterna es la determinación principal de
las neurosis contemporáneas y “quizá deba relacionarse […] con la aparición propia del
psicoanálisis” (ibídem). La hipótesis es significativa porque contradice a todas las

153
teorizaciones psicoanalíticas sobre las “nuevas patologías” que se apoyan en “el declive de
la autoridad paterna”, “la crisis de lo simbólico” o cualquier otra forma que refiera al
desfallecimiento moral de la época. Para Lacan, el psicoanálisis nace en el declive de la
imago paterna, y si las nuevas patologías (trastornos alimenticios, adicciones, etc.) tiene
algo que ver con la “caída” del padre, lo tienen tanto como la histeria, la neurosis obsesivas
o las fobias. Es decir, que habría que buscar su especificidad en otro lugar. De hecho, los
grandes historiales freudianos son narraciones que gravitan alrededor de padres impotentes,
humillados, divididos, etc. Las madres son, curiosamente, figuras secundarias. Sea como
fuere, cuando Lacan habla del declive de la imago paterna, no parece referirse únicamente
al progenitor ni tampoco a aquel que debe llevar adelante un rol específico en la institución
de la familia nuclear. “Padre” parece ser más bien el lugar donde yacen los principios
significativos que organizan el mundo, el sitio donde podría producirse una enunciación
verdadera. Padre es thémis, la ley, pero no en el sentido de código o norma, sino como
“orden de las cosas […] orden de la realidad” (Eidelsztein, 2008: 133).
En este sentido, el declive de la imago paterna es una de las facetas de la muerte de
Dios, es concomitante con el ocaso de cualquier orden trascendente que garantice el sentido
de la existencia. No obstante, como dije, esto no tiene como consecuencia el triunfo de la
liquidez moral sino, por el contrario, la construcción de un orden de hierro con sus propios
imperativos de fidelidad a uno mismo, de libertad y de rendimiento. Como sostuvo Lacan
treinta años más tarde:

Hace mucho tiempo ya, advertí que frente a la frase del anciano padre Karamazov, Si
Dios ha muerto, entonces todo está permitido, la conclusión que se impone en el texto
de nuestra experiencia, es que a Dios ha muerto le corresponde ya nada está permitido
(1969-70: 127).

En efecto, la muerte de Dios no trajo aparejada una real ganancia de libertad, sino
una ilusión que tomó la forma de un imperativo. Si no contamos con reglas compartidas, si
no existen deberes morales exteriores o trascendentes a nosotros mismos, nos vemos
compelidos a querer nuestras obligaciones, y al mismo tiempo, estamos obligados a desear
de forma singular y exclusiva. Asimismo, nos creemos los únicos responsables de la
constitución de nuestra historia, los audaces narradores de nuestro destino. Pero como dije,
nadie sabe muy bien qué hacer con su libertad, estamos perplejos frente a ella. Por otro
lado, la pluralización de los valores y la construcción de infinitas verdades personales, junto

154
a la tolerancia por las elecciones ajenas, nos deja en una paradójica situación en la que
cualquier conducta propia determinada por “mi verdad” puede colisionar con la verdad del
otro. Lentamente, todas las conductas se convierten en una falta de respeto para los demás.
De este modo, se conforman colectividades cada vez más pequeñas que defienden “su
verdad” en detrimento de cualquier intento de conformación de una verdad comunal. En
términos lacanianos, están quienes entran en la batalla de las leyes de los corazones, y están
quienes quedan paralizados mirando desde afuera.
Por último, quiero subrayar el modo en que Lacan caracteriza a las neurosis
contemporáneas. Afirma que “la utopía y la impotencia encierran su ambición”. Ya hablé
de la impotencia como síntoma fundamental de la sociedad depresiva, el término utopía, en
cambio, es más oscuro. Chemama dice en relación a esto que “donde el sujeto realmente no
puede sostener una enunciación que lo confrontaría con sus contemporáneos, va a
refugiarse en sus ensoñaciones, en el mundo que les propio […] en este mundo imaginario,
reina el yo […] pero es un rey sin reino” (2006: 136). En este sentido, la utopía es la vuelta
sobre el sí mismo por el fracaso de los lazos sociales, un lugar imaginario, o tal vez, un no
lugar, ya que prescinde de la instancia de Otredad. De este modo, el neurótico “desconoce
su propio movimiento en el objeto que le propone a su rebeldía”, es decir, enloquece.

La era de la individualidad

La depresión y la locura dominan la subjetividad contemporánea, así como la


histeria reinaba a fines del siglo XIX en Viena. Esto no quiere decir que las neurosis hayan
desaparecido, sino que la atadura al ser del yo que señalé como rasgo distintivo del sujeto
de la ciencia crece de forma exponencial, según lo hacen los imperativos de ser fiel a sí
mismo, de libertad y de rendimiento. Tal como sostiene Roudinesco:

Las sociedades democráticas de fines del siglo XX cesaron de privilegiar el conflicto


como núcleo normativo de la formación subjetiva […] la concepción freudiana de un
sujeto del inconsciente […] se sustituyó por la concepción de un individuo depresivo
que huye de su inconsciente y que está preocupado por suprimir en él la esencia de
cualquier conflicto (1999: 19).

El sufrimiento psíquico actual se manifiesta bajo la forma de la depresión:


impotencia, apatía, dolores crónicos inespecíficos, insomnio, etc. A su vez, este se
acompaña de una búsqueda desesperada de identidad que encuentra su respuesta en los

155
significantes promovidos por las ciencias psi y que tiene como efecto colateral la omisión
acerca del origen de la desdicha. Lo importante es saber qué soy, no importa por qué. El
conflicto neurótico, la pregunta por el sentido del síntoma, cedió su lugar a la calma
psicofarmacológica y a la restitución normativa. La depresión es, de algún modo, el ocaso
del conflicto. “La sustitución del paradigma se acompaña, en efecto, de una valorización
de los procesos psicológicos de normalización en detrimento de las diferentes formas de
exploración del inconsciente” (ibíd.: 18). El individuo contemporáneo bascula
incesantemente entre la identificación plena e inmediata con un significante Ideal y el
requerimiento de alcanzar su singularidad única e irrepetible, aquella que lo haría distinto al
resto en su ser, pero igual en sus derechos.86 De este modo, la clínica nos confronta también
con “demandas locas” de sujetos posicionados como “almas bellas” que, en nuestra época,
toman la forma particular de la reivindicación normativa. Por ejemplo, están los que
reclaman ajetreados por su “derecho a ser felices” porque consideran que se merecen un
destino más acorde a lo que ellos son, como si lo que se recibiera en la vida dependiese
únicamente del propio mérito (Lutereau, 2016). Como afirmé con insistencia, el loco se
cree solo, no solo está infatuado en su narcisismo, sino que desconoce la mediación
simbólica que lo constituye.
Lo paradójico es que las ciencias psi encomendadas a trabajar con el sufrimiento de
la depresión y de la locura, promueven los mismos ideales que lo motivaron ¿Quién puede
negar la correspondencia entre el avance en la efectividad de los psicofármacos y el
crecimiento de la depresión? Es evidente que no puede ocultarse la utilidad de los fármacos
para aminorar el sufrimiento psíquico. Lo problemático no son los psicofármacos que son
indicados, sino las palabras que los acompañan, aquellas que ofrendan subrepticiamente “la
ilusión de una libertad sin coacción, de una independencia sin deseo, de una historicidad sin
historia” (Roudinesco, 1999: 15). Conminado por la delicadeza supuestamente ateórica de

86 Un ejemplo reciente de esta aparente ambigüedad nos lo brinda Romina Vitale, cantante y autora del libro
TOCada, quien fue diagnosticada de trastorno obsesivo compulsivo (T.O.C). Con respecto a esto dijo:
“obtener el diagnóstico alivió la aridez de la pregunta por la naturaleza de los síntomas. En cuanto supe que
padecía de Trastorno Obsesivo Compulsivo, tuve la posibilidad de tomar distancia de la presunción de
responsabilidad sobre estos pensamientos. Es decir: el T.O.C no era un rasgo de mi personalidad, sino un
trastorno de origen posiblemente genético, cuya trama discursiva era sorprendentemente similar entre
pacientes de muy diversas edades, latitudes y escenarios […] El T.O.C no es plural, tampoco es mío, ni suyo
[…] a pesar de que existen subtipos sintomáticos, se define en singular, como tantas otras patologías.”
Dejando de lado el espinoso tema de la responsabilidad sobre el síntoma, podemos llegar a la siguiente
conclusión: puede haber muchas personas T.O.C pero todas ellas son a la vez únicas e irrepetibles. Entrevista
realizada por Gustavo Grosso a Ro Vitale en febrero de 2016. Recuperado en
http://www.eldestapeweb.com/ro-vitale-T.O.Cada-cuando-canto-me-expando-al-ritmo-n14576

156
los trastornos psi, el discurso psiquiátrico invita a una moral inédita (pero encubierta) que
aspira –en tanto Bien Supremo- a una normalidad cada vez más acotada. En las prácticas
psi, el discurso del amo ha callado al discurso de la histeria y ha denigrado al discurso del
analista. Lo importante es que la cosa marche, que nada ni nadie ponga palos en las ruedas.
La era de la individualidad ha desbancado a la era de la subjetividad.
El psicoanálisis, sin embargo, apuesta al sujeto. Demuestra que el sufrimiento
psíquico no es una falta de adaptación a la realidad, sino un exceso de adaptación, una
pasión por que la cosa marche sin importar el costo personal. Frente a la exigencia de ser
uno mismo, el psicoanálisis propone el conflicto y la división subjetiva; frente a la
erradicación ciega del síntoma, inquiere por su sentido y convoca a la verdad; frente al
requerimiento de una autonomía liberal, entiende a la otredad como constitutiva del sujeto;
frente a la pretensión de rendimiento constante, ofrece una escucha atenta y paciente abierta
a otra temporalidad; frente a la búsqueda irresistible de un significante que otorgue ser, el
psicoanalista provee el signo de la falta de significante (Lacan, 1960-61). El psicoanálisis
es una afrenta a la locura. El deseo del analista es el deseo de obtener la diferencia entre el
Ideal y el objeto en tanto causa. Esto quiere decir, ni más ni menos, poner el síntoma a
hablar, reconducirlo hacia sus fundamentos. La posición de puro dialecto que el analista
debe ocupar responde al objetivo de localizar la particularidad que se constituye,
necesariamente, en relación con el Otro; esta es la condición sine qua non para el
surgimiento de cualquier sujeto.
Si el psicoanálisis pretende subsistir debe ser una práctica de resistencia a los
imperativos de nuestra época. Su objetivo es diagnosticarlos e intentar aliviar sus efectos
patológicos sobre los sujetos. Acaso…

[…] ¿puede pretender curarlos de sus malestares psíquicos sin comprenderlo en la


cultura que le impone las exigencias más elevadas, sin comprender igualmente su
propia posición frente a este hombre en el punto extremo de la civilización científica?
(Lacan, 1938: 69-70).

157
158
Conclusión

Hasta mediados del siglo XVII el mundo era un texto a descifrar. Los indicios
divinos, a través de un juego de semejanzas, permitían al hombre leer las cosas en su
verdadera esencia. El mundo de los hechos era también el mundo de los valores, de los
designios y las significaciones. Las palabras danzaban con las cosas. Los significantes
tenían un pacto indeleble con lo que signaban. El hombre podía, entonces, alcanzar una
verdad. A través de la experiencia cotidiana o de la revelación divina encontraba un sentido
a la existencia. Y el cuerpo también era índice de la verdad. Llevaba consigo un significado
espiritual y sagrado por su unión indestructible con el cosmos. El mundo y el cuerpo –
siempre con el mundo- querían decir algo. De este modo, el hombre podía alcanzar un
saber verdadero. El sujeto hacía uno con el saber y la verdad.
La idea de Lacan que desarrollé a lo largo de la tesis es que la ciencia moderna y el
cogito cartesiano produjeron un mutación en las relaciones entre el sujeto, el saber y la
verdad. La ciencia rechazó la verdad y se preocupó por la búsqueda de un saber real. No
obstante, lo real no es lo verdadero. El discurso científico constituyó un nuevo modo de
entender lo real pero no quiso saber nada con la verdad, levantó una frontera en el saber y
la verdad.
La ciencia y el cogito produjeron, de este modo, un sujeto dividido entre saber y
verdad: el sujeto de la ciencia. Y para Lacan, el sujeto de la ciencia es el sujeto del
psicoanálisis. Su hipótesis –que analicé a lo largo del escrito- es que no pudo haber
psicoanálisis antes de las transformaciones entre el sujeto, el saber y la verdad a partir de la
ciencia moderna y cogito cartesiano. El psicoanálisis es una práctica terapéutica que
recupera la verdad rechazada por el discurso científico. Pretende alcanzar un real
verdadero.
En primer lugar, trabajé la mutación producida por la revolución científica. Podría
resumirse, tal como sostuvo Koyré, en dos movimientos interrelacionados: la destrucción
del cosmos y la destitución del espacio concreto en pos de un espacio geométrico. Si la
realidad física aristotélica se basaba en la creencia de un orden jerárquico y armónico, en la
idea de una gradación ética según su dimensión ontológica, el gesto galileano de explicar el
mundo por medio de leyes matemáticas acabó con toda concepción armónica y valorativa
de lo real. Desde Galileo, el mundo es un lugar insensato e imperfecto. Sabemos cómo
funciona pero ya no interesa el porqué. El movimiento, por lo tanto, tiene dos

159
consecuencias: por un lado, el universo pierde su dimensión valorativa; por el otro, deja de
ser aquello posible de percibirse. En otras palabras, lo real queda por fuera de la realidad.
Lo real del universo es lo imposible, expresado exclusivamente a través de fórmulas y
letras. Y el objeto de la ciencia es un objeto fuera de la realidad, es a-cósmico. Lo real no
tiene sentido y está fuera de la realidad. No puede ser visto, solo puede escribirse a través
del juego del pensamiento.
De este modo, el saber científico instituyó significantes independientes de cualquier
tipo de expresión, intención o propósito originario. Significantes que tienen vida propia. La
invención freudiana del inconsciente responde a esto: hay significantes sin un sujeto que los
articule, hay un saber que funciona según leyes autónomas. El sujeto no es agente sino
efecto de esa articulación. El psicoanálisis ubica allí a la verdad, una vez que Dios ha
muerto. Si Dios es el Otro, el inconsciente es el Otro barrado, es decir, un Otro incompleto
e inconsistente que no puede garantizar ninguna verdad. El inconsciente es el lugar donde
la palabra encuentra su verdad, pero una verdad sin garantías, dinámica, histórica y
contingente. Una verdad que se medio-dice.
El rechazo de la verdad por parte de la ciencia implicó, entonces, la erradicación de
una verdad trascendental, universal y atemporal. La ciencia opera con lo real pero rechaza
la verdad hacia la dimensión indefinida del progreso. Asimismo, elimina la función de la
verdad particular o subjetiva. Este es el “drama” del sujeto de la ciencia. Desde la
modernidad, el sujeto no puede acceder a un saber que toque la verdad, es decir, que lo
modifique en tanto sujeto. Por esta vía, el inconsciente reintrodujo la cuestión de la verdad
para los hablantes modernos. El inconsciente es un síntoma moderno.
Como desarrollé, el cogito fue la otra cara de esta mutación. La filosofía cartesiana
fue el sostén epistemológico y ontológico de la ciencia moderna. Desde este punto de vista,
el cogito inauguró la existencia de un sujeto que se deshizo de la verdad al dejarla al
arbitrio divino. Yo pienso, yo soy, fue la consecuencia del rechazo de un saber total, es
decir, de un saber verdadero, y del rechazo de todo el saber. El cogito, según Lacan,
estableció con el saber una relación puntal y desvaneciente. El sujeto cartesiano fue un
efecto de la fractura del saber. Este fue el momento inaugural del sujeto de la ciencia como
presupuesto del inconsciente: un “pienso” sin contenido.
La lectura lacaniana del cogito, señalé a lo largo de la tesis, puede resultar
paradójica: por un lado, afirma que el sujeto cartesiano es el presupuesto del sujeto del
inconsciente; por el otro, que el inconsciente es el revés del cogito. No obstante, la

160
contradicción se disipa si la entendemos de la siguiente manera: el pienso como efecto
puntual y desvaneciente de la duda hiperbólica, y del rechazo del saber, es el presupuesto
del sujeto del inconsciente. El luego, soy como pasaje al acto que le otorga estabilidad
ontológica al pienso por medio de un Otro que garantiza la verdad es el revés del
inconsciente. El objetivo de Lacan, como mencioné en reiteradas oportunidades, es reabrir
ese abismo entre el pensar y el ser que Descartes suturó al hacer de ese pensar el ser del yo.
El pensamiento es completamente insuficiente para sostener cualquier yo soy. Pienso donde
no soy, soy donde no pienso. El pensar que se desprende del barrido del saber es un puro
pensar sin contenido. Donde los significantes autónomos juegan su juego, es decir donde
“hay pensamiento”, no puedo situarme en tanto ser. Esto es lo que nos enseña el
inconsciente: solo puedo ser cuando no pienso pensar, cuando omito que soy sujeto-objeto
del pensamiento. El pienso es un punto privilegiado para fundarnos, dice Lacan. A través
de la duda hiperbólica Descartes llegó a un yo pienso inaugural, ligero e inasible, sin
estabilidad. Pero luego, transformó el yo pienso en un yo soy que encontró su garantía en la
presencia de un Dios veraz. Este es uno de los errores de Descartes. El inconsciente es el
pienso del cogito, la fractura en el saber que constituye un sujeto. El inconsciente sale a la
luz en los intervalos de los significantes, en las discontinuidades, en los tropiezos, en las
fallas del discurso. Irrumpe cuando el yo no se ubica como pensador de los pensamientos.
Eso piensa cuando el yo no piensa pensar. Por eso el proceder cartesiano es análogo al de
Freud: donde dudo, pienso. La duda en el sueño es para Freud el indicio de que hay un
pensamiento ausente. Por esta vía, y tomando el cogito como punto inaugural del vel
alienante, Lacan establece las operaciones de causación del sujeto: alienación y separación.
Si el sujeto se encuentra en fading ante el yo pienso, es decir, ante la articulación del
automatismo significante, la salida no será una sustancia pensante (yo soy) garantizada por
Otro completo, sino la pregunta por el deseo, la introducción de la interrogación por el
sentido, el valor, el designio indeterminado de aquellos significantes. Esto quiere decir que
la salida de la alienación se logra a partir de la articulación de la falta del sujeto y la falta
del Otro.
Pero el cogito cartesiano no solo fue condición de posibilidad de surgimiento del
sujeto del inconsciente, también constituyó un cuerpo maquinal y cadavérico: una sustancia
extensa. La verdad rechazada del campo del saber por la ciencia es también la verdad
rechazada del cuerpo. El cuerpo, como el mundo, dejó de ser un lugar sagrado y cargado
de valor, para convertirse en una máquina silenciosa e insensata. La hipótesis de Lacan que

161
trabajé en el tercer capítulo es que la dicotomía cartesiana entre la res cogitans y la res
extensa envió al cuerpo en su verdadera naturaleza- la del goce y la verdad- al exilio. El
cuerpo de la medicina, heredero del cuerpo cartesiano, estuvo atravesado por una falla
epistemo-somática que solo fue diagnosticada a partir de Freud. En este sentido, el cuerpo
histérico, lugar fundacional del psicoanálisis, representó el retorno de la verdad al campo
del saber vía el síntoma. El cuerpo histérico es un cuerpo que reclama por una verdad
erotizada, es decir, una verdad con gran valor afectivo. La hipótesis de Freud que afirma
que el cuerpo histérico es por completo independiente del anatomía del sistema nervioso
tiene como consecuencia la postulación de un cuerpo que no es ni mente, ni cuerpo extenso.
Es un cuerpo textual y afectivo. Es un nuevo modo de hablar a través de un lenguaje
enigmático, un decir que llama a la interpretación. No se trata, entonces, de una verdad
emplazada sobre el cuerpo, ni de una energía psíquica fronteriza con el organismo, sino de
una verdad cifrada que constituye, material y afectivamente, un cuerpo erógeno. Sea como
fuere, como afirmé, Freud no pudo extraer todas las consecuencias de sus hipótesis, y
repitió -a su manera- la dicotomía que anteriormente había rechazado. Fue Lacan quien, a
mi entender, supo leer la subversión freudiana al postular explícitamente la constitución de
una nueva sustancia descubierta por el psicoanálisis: la sustancia gozante.
Por último, el cogito cartesiano –a la vez que fue el presupuesto del sujeto del
inconsciente- inauguró la era histórica del yo (moi). Esta es una forma de interpretar la idea
de que el sujeto de la ciencia está atado al ser. La instalación del ser del yo (je) a partir del
cogito es concomitante con la mutación del sujeto respecto del yo (moi). Únicamente en
donde el hombre se transformó en sujeto, en subjectum, dice Heidegger, existe la
posibilidad de caer en el subjetivismo y el individualismo. Desde este punto de vista se
vinculan el sujeto cartesiano y la doctrina lacaniana de la locura como posición prototípica
del hombre moderno. Loco es aquel que se cree quien es, quien se cree que es sin Otro. La
locura, para Lacan, representa entonces una identificación inmediata con el ser del yo, sin
pasar por el Otro. En este sentido, loco es quien se cree libre del orden simbólico. El
hombre libre, el loco, es un títere del saber. No solo desconoce el saber que lo determina,
tampoco sabe que existe tal saber. Ignora el carácter dialéctico de su subjetividad, la
dimensión de Otredad que la constituye. El hombre moderno está loco porque cree
delirantemente en el yo. La locura surge cuando el sujeto pierde su sentido en las
objetivaciones del discurso. Esta es una de las paradojas del lenguaje: por un lado, carga
con su ambivalencia constitutiva; por el otro, tiene la capacidad de objetivar, de transformar

162
al sujeto en algo que es por fuera del lenguaje. Según Lacan, esta capacidad objetivante del
lenguaje se vio exacerbada por el discurso científico, especialmente, a través de la
psicología y la psiquiatra como dadores de ser. La psicología otorga ser y vehiculiza los
ideales que realizan al yo: el de libertad autodeterminada, el de ser uno mismo y el de pleno
rendimiento. Por este motivo pude articular la locura con la depresión como patología de
época que resulta de la fatiga de ser uno mismo.
Numerosos interrogantes y potenciales vías de investigación se abren a partir de las
hipótesis desarrolladas. En primer lugar, vale preguntarse si Lacan mantuvo estas ideas
hasta el final de su obra. Algunos autores, como Milner (1995), afirmaron que Lacan
abandona la perspectiva historicista en su última enseñanza. Lamentablemente, no he
podido analizar este problema. Asimismo, surge la inquietud por el lugar de las neurosis en
su vínculo con el sujeto de la ciencia: ¿son las neurosis –la histeria, la obsesión, la fobia-
modalidades sintomáticas de respuesta a un problema estrictamente moderno? Por lo que
dije a lo largo de la tesis, es evidente que la respuesta es afirmativa. Sin embargo, no aclaré
cómo las modalidades neuróticas se vinculan al discurso científico y los imperativos de
época. Si bien esta idea se desprende como una necesidad de las hipótesis propuestas,
habría que justificarla. Llevando la tesis al extremo podría preguntarse si todas las nociones
psicoanalíticas –el inconsciente, la pulsión, la sexualidad, el síntoma, etc.- no deben
pensarse desde su perspectiva histórica. La dificultad para pensar de este modo reside, en
general, en la oposición entre estructura e historia. Mi idea con respecto a este problema es
la siguiente: si la estructura es un conjunto de elementos significantes co-variantes, parece
coherente pensar que la introducción de nuevos significantes –siempre en su dimensión
histórica- produciría la modificación de la estructura. El ejemplo más claro es el del
significante del Nombre-del-Padre. Según Lacan, “el psicoanálisis es esencialmente lo que
reintroduce en la consideración científica el Nombre-del-Padre” (1966: 830-831). En este
sentido, este significante “mediante un trabajo que se produjo por todo un juego de
intercambios culturales [alcanzó] el estado de significante primordial” (Lacan, 1953-54:
418). Tampoco pude analizar esta hipótesis fundamental. Sea como fuere, es lógico
conjeturar que si el significante Nombre-del-Padre llegó a adquirir el estatuto de
significante primordial como organizador del orden simbólico, es decididamente posible
que otro significante lo haga. De hecho, esta parece ser la idea de Lacan cuando inventa la
noción de sinthome. Esto significaría un replanteo acerca del lugar del psicoanálisis en la

163
sociedad y de los conceptos que lo sostienen como práctica terapéutica para el sufrimiento
moderno.
A pesar de los múltiples interrogantes que quedaron abiertos, pude llegar a la
siguiente conclusión: el psicoanálisis recupera la verdad rechazada por la ciencia y el cogito
cartesiano. Es una de las pocas prácticas modernas, junto a la religión y la magia, que se
interroga por la verdad para la existencia humana. La magia opera con la verdad como
causa eficiente pero a través de un saber velado. Esto quiere decir que el chamán, que
coincide corporalmente con el lugar de la verdad, transmite un saber que se disimula tanto
en su tradición operatoria como en su acto. Se desconocen las razones de su eficacia. Por
otro lado, la religión desconfía del saber y deja la verdad a cargo de Dios, denegando al
sujeto su acceso a la verdad y la posibilidad de considerarse como parte interesada en ella.
De este modo, la verdad –en su dimensión escatológica, es decir, como causa final- se
experimenta como culpa. El sujeto es objeto de sacrificio al remitir a Dios la causa de su
deseo. La ciencia, dije, no quiere saber nada con la verdad como causa, la rechaza del
campo del saber. En todo caso, la ciencia trabaja con la verdad como causa formal –lo que
Foucault llamaría “conocimiento de objeto”- y avanza sobre la acumulación de un saber
comunicable sobre lo real. Por esta vía, la ciencia sutura al sujeto dividido que ella misma
produce. El psicoanálisis, en cambio, acentúa a la verdad como causa material: la forma de
incidencia del significante en la constitución del sujeto. El psicoanálisis es una práctica de
acceso la verdad pero que opera a través de un método que toma como hilo conductor al
saber racional. Traza un saber sobre la verdad particular, comunicable y racional. Si el
procedimiento psicoanalítico parte de la verdad que los síntomas enmascaran, la verdad de
los dramas subjetivos, sólo puede operar con el sujeto de la ciencia a condición de ponerlo
en correspondencia con el campo de la verdad como causa material.
La verdad. “No me apodero de ella sino para hacerles una pregunta a ustedes los
analistas: ¿lo que haces ustedes, tiene sí o no el sentido de afirmar que la verdad del
sufrimiento neurótico es tener la verdad como causa?” (Lacan, 1966: 827).

164
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