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Dispuesto a dar mis alas por ella

Soraya Arán Zafra


Me hallaba de pie sobre la azotea, oteando el paisaje frente a mí: unos colegios, el cauce de
un río seco, el puente que lo cruzaba, la calle en la que se encontraba el edificio desde el que
observaba y el parque junto a él, lleno de niños correteando y pájaros que anidaban en los
arboles a aquella hora del día, al atardecer, cuando la luz otoñal daba paso a la noche.

Mientras el ruido de los coches próximos al parque me desconcertaba, divisé a la chica a la que
me habían ordenado proteger. Caminaba sobre la acera del puente, cogida de la mano de otra
chica, su amiga, probablemente. No sabía por qué me habían hecho ese encargo, pues la chica
parecía feliz, hablando y riendo junto a su amiga. Decidí averiguar su nombre, ya que me
habían dado permiso para leer su mente, así que me adentré en ella. Se llamaba Amanda, pero
no lograba averiguar el nombre de su amiga desde aquella distancia.

Las adolescentes terminaron de cruzar el puente y se adentraron en la calle en la que me


hallaba. Las observé mejor entonces: eran las dos castañas, pero su protegida, Amanda, tenía
los ojos verdes y llevaba el pelo corto, mientras que su amiga lo llevaba más largo, lucía mirada
marrón y una piel mucho más pálida que la de Amanda.

Las chicas llegaron al pie del edificio desde cuyo tejado las observaba, se despidieron con
sendos besos y entonces Amanda pronunció en el nombre de la otra chica, de modo que pude
escucharlo en su mente. Su amiga se llamaba Cora. Entonces no sabía que acabaría por odiar
aquel nombre, y eso que los ángeles son incapaces de odiar a nada ni a nadie.

***

Hacía ya muchos meses que era el ángel de la guarda de Amanda, pero el tiempo se había
sucedido rápidamente, dejando que el otoño en que la vi por primera vez diese paso al
invierno, que se rindió a la primavera muy pronto, pues aquella gran ciudad estaba próxima al
mar. Para cuando llegó el verano, ya conocía cada recoveco escondido en la personalidad de
Amanda, conocía cada centímetro de su corazón, y a veces ni siquiera era necesario que
escuchase en su mente para saber en qué estaba pensando. La conocía mejor de lo que ella
misma se conocía.

Una mañana de julio, el tormentoso calor abrasaba la ciudad más ningún otro día de verano,
quemando los cuerpos de los humanos que, a pesar de todo, se atrevían a atravesar las calles.
Amanda y yo paseábamos por el asfalto, que parecía tener la temperatura del cristal fundido.
Debido a mi incorporeidad, condición que los ángeles deben mantener mientras caminen
sobre la Tierra, yo aireaba mis alas perezosamente sin sentir ese calor aplastante, aunque a
pesar de todo, había decido llevar solo unos vaqueros y unas zapatillas de lona beige con
punta de goma, dejándome el torso desnudo, pues así recordaba lo que era tener demasiado
calor. Además, llevar una camiseta habría significado tener que destrozarla para poder
acomodarme las alas. Mientras tanto, Amanda lamía un cucurucho de no sé cuantas bolas de
helado de chocolate cubano; con suerte, el liviano vestido amarillo que vestía su cuerpo
cubierto de sudor se salvaría de acabar moteado de marrón.

Nos dirigíamos al auditorio, donde había quedado hacía diez minutos con su amiga Cora, a la
que solo veía de vez en cuando, ya que Cora era una violinista ocupada en sacar adelante sus
estudios. Llevaba el suficiente tiempo acompañando de forma invisible a Amanda, aunque sin
que ella lo supiese, como para saber que ellas dos eran como uña y carne, poseían una de esas
conexiones mediante las cuales no hace falta pronunciar ni una palabra para decir algo.

Entramos al edificio por la puerta de atrás, tal y como Cora le había indicado a Amanda, pues
estaría ensayando al piano hasta que llegásemos; nos colamos en la sala principal, subimos al
escenario, abarrotado de instrumentos y sillas para los músicos, y entonces la vimos. Estaba
allí, sentada en una mesita, tachando de forma distraída algunas cosas en una partitura,
frunciendo el ceño como hacía siempre que se concentraba en una. Entonces Cora oyó a
Amanda y giró la cabeza, para verla sorteando sillas a su paso. Un ángel no necesita salvar los
obstáculos, así que llegué antes, atravesándolos con mi incorporeidad.

Yo me dispuse a observar minuciosamente a Amanda, vigilando todos los gestos de su cuerpo,


cada movimiento de los músculos de su cara, analizando su lenguaje corporal, pues hacía
tiempo que relación entre ellas dos era un poco tensa desde que Amanda revelase a Cora el
amor que sentía por ella. De hecho, aquella era la razón por la que me habían asignado ser el
ángel de la guarda de Amanda, para intentar reparar el dolor que, a la larga, le produciría estar
enamorada de su mejor amiga; y también para evitar que tomase una solución demasiado
drástica, tal y como el oráculo había predicho.

Amanda se tumbó en el suelo de una tarima negra, así que fui a sentarme a su lado. Parece ser
que durante la interesante observación del cuerpo de Amanda me había perdido la
conversación, pues Cora se disponía a tocar algo para su amiga, probablemente aquello que
hubiese estado practicando esa tarde, ya que últimamente se había lanzado a componer.

La chica, sentada al enorme piano de cola, de espaldas a nosotros, comenzó a deslizar los
dedos por las teclas, pulsándolas con cuidado, casi con delicadeza, como si quisiera acariciar a
la misma canción. Mi protegida cerró los ojos y se dejó llevar por la melodía, sintiendo cómo la
cambiaba a ella y al mundo, transformándolo en un lugar mágico. Cora empezó a cantar: la
letra hablaba de volver a empezar, de olvidarse de un amor para arrancarlo de tu mente
trocito a trocito. Amanda escuchaba en silencio, imaginando que la música surgía de su cabeza,
como siempre hacía cuando una canción la conmovía.

Curioso, no pude evitar volver a adentrarme en su mente para sentir lo que ella sentía, y lo que
descubrí… era devastador. El dolor que anidaba en su corazón era insoportable, saber que
Cora estaba con otra persona no solo nos hacía sentir traicionados, sino heridos también,
heridos de muerte. Al darme cuenta de que pensaba en plural con ella, intenté no fundirme
demasiado con su mente, pues de otro modo mi juicio se nublaría demasiado y acabaría
perdiéndome en ella, no es que nunca antes hubiese estado tan cerca de eso, es que sentía
que con Amanda no solo me limitaba a protegerla.

Cora la había besado en un momento de debilidad y un par de meses después había


empezado a salir con un chico. Amanda la quería, ¡la quería! Y ahora estaba con otro y ella
estaba sola. Aquel sentimiento la quemaba por dentro, oscureciéndola, ennegreciéndola,
destruyéndola poco a poco; podía sentirlo. Ella no podía olvidarse de Cora como decía la
canción, no si ella cantaba con esa voz que ponía magia en su vida. Entonces escuché en sus
pensamientos una terrible decisión: Iba a hacerlo, esta tarde, después de ir a comer al chino de
siempre con Cora, así iba a despedirse de su mejor amiga, era la forma perfecta de decirle
adiós.

A pesar de que sabía que podía ocurrir, al escucharla pensar eso me puse tan nervioso que
tuve que retirarme de su mente para evitar el riesgo de causarle alguna lesión cerebral. No
podía soportarlo, simplemente no podía. Me negaba a soportarlo. No porque la muerte de mi
protegida acarrease también la mía, al menos como ángel. Si durante una misión, tu protegido
muere, tus alas son arrancadas, eres transformado en humano y se te condena a vivir una vida
mortal como penitencia. Tras el ocaso de esa vida, si vuelves al cielo, jamás te serán
entregadas las alas de nuevo, serás un simple espíritu, descansando en paz durante el resto de
la eternidad, hasta que el universo desaparezca.

Aún así, tampoco podía salvarla y ya está, ¿no? Si la salvaba, y cambiaba su futuro, habría un
final feliz, sí, pero sería un final feliz solo para ella, no para nosotros. Yo volvería al cielo,
archivaría el caso en la Cancillería y se me asignaría otra misión. Jamás volvería a verla, nos
separarían por toda la eternidad, porque a esas alturas ahí arriba ya debían de saber que
Amanda no era solo una protegida para mí. Incluso cuando ella muriese tras una larga vida y se
concediese su alma, su energía vital, a un recién nacido, no me permitirían saber a quién; y si
su espíritu se convirtiese en ángel, en lugar de descansar en paz, ella sería asignada a otro cielo
y nunca nos encontraríamos.

Por eso no podía simplemente salvarla, debía idear un plan para que pudiese quedarme con
ella, cuidándola y protegiéndola. Ya no podía seguir negándome a mí mismo la evidencia: Me
había enamorado de mi protegida, aunque eso estuviese totalmente prohibido. La amaba y
estaba dispuesto a dar mis alas por ella, pero no para salvarla si eso nos separaba; lucharía
para mantenerla con vida y junto a mí.

La miré e involuntariamente alcé la mano para acariciarle el pelo mientras Cora seguía tocando
aquella canción con la que quería animar a su amiga a sanarse, a olvidarse de ella. En realidad
no era una mala chica, es solo que no sentía nada más por Amanda que una amistad sincera y
fuerte.

Pero yo sí sentía algo más, mucho más. Por esa razón, mientras la acariciaba, sentí un impulso
que no había sentido desde hacía siglos, desde que había sido humano, y ni siquiera entonces
había sido tan poderoso como en ese momento. Era el impulso de besar a otra persona, de
tocar su alma con la mía. Así que la abracé, rodeándonos con mis alas, desplegadas en todo su
esplendor, hermosas, enormes y majestuosas; aunque después de tantos años siguiese
sintiéndolas extrañas, la maravilla de su luz etérea nos arropaba, transportándonos a nuestro
propio mundo, perdido en el espacio sideral.

Posé mi invisible e incorpórea mano en su mejilla y en el susurro más silencioso, acerqué mi


rostro al de Amanda. Ella tenía los ojos cerrados porque seguía escuchando la canción, y con
nuestros labios a punto de regalarse un beso, entré de nuevo en su mente, conectándonos de
aquella forma tan íntima, para poder rozar su alma en ese beso. Y aunque no tenía cuerpo,
podía sentir cómo el corazón me explotaba de emoción, cómo todo mi ser ansiaba más,
rogaba por poder besarla de verdad, con un cuerpo sólido.
En aquel instante decidí que me daba igual lo que las leyes del cielo dijesen, al fin y al cabo, iba
a renunciar a él muy pronto. Así que recuperé mi corporeidad, e invisible, seguí besándola,
despacio y con cautela al principio, seguro y abandonado a la dulzura después, al ver que ella
me respondía con su boca, hablando en lenguaje secreto. Después de más años de los podía
recordar, volví a sentir en mi cuerpo lo que es recibir un beso, y por primera vez era un beso
verdadero. Sí, verdadero, pues había estado en los sueños de Amanda, me había presentado
ante ella en fugaces y confusas imágenes, veladas por esa capa de irrealidad que acompaña a
los sueños. Pero ella sabía que existía, y además había pensado que yo era la parte que le
faltaba, quién la completaría en el equilibrio perfecto que concedería a su espíritu la máxima
expresión de alegría.

Sería imposible que cualquier otra persona no se hubiese sorprendido al sentir sin previo aviso
que alguien la besaba, alguien que no había estado ahí hacía un minuto. Pero el carácter
fantasioso y la mente abierta de Amanda, que estaba ensimismada en la canción, hicieron que
no se asustara, sino que disfrutase de aquel beso lleno de amor sin pararse a utilizar la lógica
de los mortales, que son incapaces de aceptar sucesos irracionales, aún cuando son piedras
preciosas que regala la vida.

Mientras el sonido del piano reverberaba en cada rincón del auditorio, mi abrazo consolaba a
Amanda y la llenaba de una sensación de extática felicidad; su beso hacía que mi cuerpo
desease más, danzando al compás del suyo, que se pegó al mío como una nota musical a su
pentagrama. De modo que nuestros labios bailaron juntos, perdiéndose, cada vez más
egoístas, queriendo más. Nosotros, sus dueños, también anhelábamos más y nos abrazamos
cada vez más fuerte, encajando nuestros cuerpos como piezas de un puzle que ardía en llamas,
tal y como el deseo nos consumía lentamente. No me habría importado dejar de existir
entonces, como un ateo espera al final de su vida. Allí entre sus brazos, me habría ido
satisfecho con la vida y con la muerte.

La última estrofa de la canción terminó, sus acordes acompañándonos; y cuando la última nota
se despidió, tuve que recuperar mi condición de incorpóreo, no me quedaban fuerzas para
sostener un cuerpo sólido. Amanda quedó desconcertada, como quién recién despierta de un
sueño, nuestras mentes aún conectadas. Así que le “sugerí” que pensase que simplemente lo
había imaginado. Ahora que por fin, desde que me convirtiese en ángel, deseaba algo de
verdad, nada ni nadie me apartaría de Amanda.

Mientras las dos chicas salían del auditorio, paseaban hasta el restaurante y charlaban sobre
un millón de cosas, yo me dediqué a seguirlas sin ver donde ponía los pies, ocupado en trazar
un plan para mantener a mi amor viva y para que pudiese estar a mi lado. Ni siquiera la
sensual imagen de Amanda comiendo tallarines tres delicias consiguió distraerme.

***

Al terminar la comida, habiendo disfrutado de los lichis del postre y del café, pagaron la cuenta
y Amanda y Cora se despidieron. La segunda prometió que se verían pronto, pero cuando se
dio la vuelta para volver a su casa a practicar con el violín, a la primera se le dibujó en la cara
una sonrisa triste. Yo mismo pensé, y creo que ella estaba pensando lo mismo, que incluso si
hubiese pretendido vivir, habrían tardado mucho en volver a verse, pues Cora no parecía tener
nunca tiempo para otra cosa que no fuese la música.

Cuando llegamos a casa de Amanda, sus padres no estaban. No nos sorprendió porque esa
mañana, en el desayuno, habían comentado que querían ir a la playa a pasar la tarde y a cenar
allí. Me había conectado de nuevo a la mente de Amanda al volver a casa, de modo que pude
escuchar como ella misma se decía que no podría haber habido una situación más
conveniente. Lo preparó todo y lo dejó en su habitación, en la mesilla de noche, junto a la
permanente pila de libros que vivía allí. Amanda puso a todo volumen un disco que a ella le
gustaba mucho y fue a darse un baño, mientras la esperaba sentado en el suelo del pasillo,
dejándome caer en el otro lado de la puerta del cuarto de baño, aguantándome las ganas de
llorar.

Salió envuelta en el albornoz blanco de su padre, que le estaba demasiado grande, se dirigió
de vuelta a su habitación y se sentó sobre el cubre de la cama, sobre los cuadros amarillos y los
ositos felices. Me di cuenta de que ya no había vuelta atrás, y me atacó un súbito terror que
fue capaz de reproducir en mi incorpóreo ser una sensación parecida al sudor frío.

Amanda cogió la copa en la mano derecha, los somníferos se balanceaban en la izquierda:


todos fueron a parar a su garganta. Un mortífero trago de vino blanco las abocó a su
estómago. Ella se recostó sobre la cama, dejó caer la copa y esta se rompió. El aroma del vino
inundó la atmosfera. Poco a poco sus párpados fueron cayendo, sumiéndola en un sopor
espeso pero reconfortante mientras yo velaba su sueño, esperando el final.

Aún no estaba seguro de si debería haberla parado. Pero quisiera o no, el mecanismo del reloj
había empezado a funcionar. El dolor que había esperado comenzó a extenderse por todo mi
cuerpo y empecé a sentir cómo la angélica luz de mis ojos se iba apagando. La base de las alas
me ardía en una tortura, pues el ángel que había en mí se moría.

Si no conseguía reunir las fuerzas necesarias para hacerlo inmediatamente, vagaría por los
oscuros y solitarios valles de mi infierno personal en una vida sin ella. La quería, con todo mi
ser. Por esa razón le iba a permitir suicidarse y lo iba a hacer con ella. El sufrimiento llegó más
pronto de lo que esperaba, extendiéndose por todo mi cuerpo, pero supongo la muerte
siempre te pilla por sorpresa, por mucho que sepas que va a visitarte. Supe que el momento
exacto había llegado cuando el dolor que atormentaba a cada una de mis plumas eclipsó al del
resto del cuerpo, que estaba siendo despojado de su esencia de pura luz.

Una garganta chilló sin que pudiese callarla; y casi sin querer, sin darme cuenta, mis manos
agarraron a unas ya moribundas alas y tiraron de ellas para arrancármelas. Escuché un ruido
sordo, y me encontré a mí mismo encogido en el frío suelo, acariciado por el delicioso tacto de
sol que entraba por la ventana. Miles de plumas doradas revoloteaban por toda la habitación,
reflejando una miríada de rayos de luz solar. Sangre manaba de un corte en la palma de mi
mano, puesto que me había derrumbado sobre los trozos de la copa rota. Sin embargo, los
ángeles no sangran, sus corazones se alimentan de luz. A duras penas percibía ya los
pensamientos de Amanda, que susurraban una y otra vez el maldito nombre: Cora, Cora,
Cora…
Su voz se apagó. Me asusté y la miré: Aún respiraba. Lo ocurrido significaba dos cosas: Yo
ganaba, Amanda podía sobrevivir; y ahora era humano, un ángel caído. Intenté levantar mi
dolorido cuerpo, puesto que debía alejar a Amanda de los brazos de la muerte. Por fin
conseguí sacar fuerzas de dónde no las había, ahora estaba demasiado cerca como para
rendirme, y gateé hasta la mesilla de noche para coger el móvil de Amanda y llamar a una
bendita ambulancia.

Tras colgar el teléfono, ya en el umbral de la inconsciencia, unos brazos fuertes y robustos me


agarraron y me pusieron en pie, sujetándome para no caer. Reconocí aquel tipo de presencia
antes de desvanecerme, aquella luz que emanaba el cuerpo del extraño no podía pertenecer a
alguien que no fuese un ángel. Alguien poderoso se había apiadado de mí y había enviado a
otro a ayudarme en el comienzo de mi segunda vida humana, pero no llegué a verle la cara, la
oscuridad me alcanzó antes.

***

Cuando desperté un día y medio después, arreglé todos los asuntos pendientes con mi amigo
Niriel, el ángel que habían enviado a curarme, no obstante aún tuve que esperar un par de días
a que a Amanda saliese del hospital. Ahora que ya no era su ángel, no podía localizarla como
antes, de modo que me vi obligado a esperar cerca de su casa a que se decidiese a salir de
nuevo para poder presentarme, al fin y al cabo, todo lo que Amanda sabía de mí provenía de
un puñado de imágenes confusas que para ella solo habían sido un sueño irreal.

Por fin, una tarde gris, de ésas que amenazan con una flamante tormenta de verano, aquella
chica que aún no sabía nada de mí salió de su casa y se dirigió al parque, sola. Estuvo
paseando un rato mientras escuchaba música en su ipod, pero al final se sentó en un banco,
mirando hacia la lejanía. Me fui acercando hacia ella, no sabía cómo reaccionaría, si creería mi
historia o si me tomaría por un loco, pero, ¿qué sentido tenía no intentarlo? Lo había
arriesgado todo para estar con ella, puesto que ahora, con mi familia y amigos fallecidos hacía
tanto tiempo, estaba solo en el universo. La amaba demasiado como para tener miedo, estaba
convencido de que podía hacer que, de alguna forma inconcebible, me recordase.

“Hola, Amanda,” dije sentándome a un palmo de su cuerpo. Ella giró la cabeza sorprendida,
me miró a los ojos fijamente y se quitó los auriculares de las orejas sin dejar de mirarme. Sus
ojos verdes estaban tranquilos, observándome, intentando descifrar quién era el extraño que
sabía su nombre y lo pronunciaba como si ella fuese la ilusión personificada. Tras unos
segundos de espera eterna, sus ojos se agrandaron y el brillo de una supernova tiñó sus
pupilas. Un jadeo se escapó de sus labios, como un prisionero tras muchos años liberado;
entonces, con suavidad y un poco de indecisión, alargó su mano y la posó en mi mejilla,
entregándome una de las muchas caricias que me daría a lo largo de nuestras vidas. Solo dijo
una palabra, mi nombre, y seguimos mirándonos durante mucho tiempo.

Fin
Espero que hayas disfrutado mucho del cuento, si quieres contactar conmigo para comentar la
historia, hacerme alguna pregunta o señalarme algún error de redacción, puedes escribirme un
correo electrónico a temperance.blackwood@mail.com Te lo agradeceré muchísimo y ¿quién
sabe? Podrías encontrar una amiga. ;)

Recuerda que esta historia está registrada en Safe Creative bajo una licencia Creative
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su uso comercial y hacer trabajos derivados de ella. Sin embargo, está permitida su copia y
distribución siempre que se reconozca mi autoría.

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