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La resistencia en el grupo

ISABEL DÍAZ PORTILLO

En 1923, Freud estableció, en una formulación magistralmente condensada y tajante:

Las piedras angulares de la teoría psicoanalítica son: la aceptación de la existencia de


procesos mentales inconscientes; el reconocimiento de la teoría de la resistencia y la
represión y la importancia de la sexualidad infantil y el complejo de Edipo; constituyen
materias de capital trascendencia y el fundamento de la teoría. Nadie que no lo acepte puede
considerarse psicoanalista.

González Ch, J. L añade que:

Puede considerarse que una terapia se encuadra dentro del marco teórico del psicoanálisis,
en tanto que, independientemente del contexto en que se ejerza, reconozca la existencia de la
represión, y por tanto, a través de la interpretación de las defensas y resistencias, permita
hacer consciente lo inconsciente; tome en consideración la transferencia y la
contratransferencia en la comprensión del material onírico, los actos fallidos y cualquier otra
producción psicológica; y acepte la existencia del conflicto psíquico, como resultado final de
un enfoque evolutivo genético.

A su vez, Greenson, R. R. (1967), nos recuerda que:

El psicoanálisis puede distinguirse de todas las demás formas de psicoterapia por el modo de
tratar las resistencias. Algunos métodos […] apuntan a reforzar las resistencias [terapias de
apoyo] Otras […] pueden tratar de vencer las resistencias o esquivarlas de diferentes modos;
por ejemplo, la sugestión o explotando la relación de transferencia […] Sólo en la terapia
psicoanalítica tratamos de superar las resistencias analizándolas, descubriendo e
interpretando sus causas, fines, modos e historia.

En la actualidad, aún hay terapeutas de buena fe, pero con vagos y confusos conocimientos
psicoanalíticos que, pretendiendo trabajar bajo este encuadre, ignoran la necesidad de descubrir,
ante el paciente resistente: cómo, por qué, para qué y el origen, también inconsciente, de las
resistencias que se oponen al surgimiento de sus deseos, necesidades y temores reprimidos. Y,
cuando se encuentran con una resistencia recurren a la presión o sugestión (los recursos del Freud
catártico), para superarla.
Es verdad que, ante un bloqueo afectivo, por ejemplo, algo se consigue, con tiempo y paciencia,
si se insiste en que los pacientes “profundicen”, “se dejen ir” o “sentir”, etc. O se logra a través de
encubiertas descalificaciones deslizadas como comentarios de “hoy no están trabajando bien”. En
efecto, llega un momento en que, especialmente en el seno de un grupo terapéutico, quien está
bloqueado afectivamente y contempla a sus compañeros llorar o enojarse, termina por hacerlo o
abandona la terapia porque queda en desventaja con respecto a los demás o se siente
incomprendido.
Los pacientes habituados a estimularse, recíprocamente, descargas emocionales intensas, creen
que así realizan un trabajo “profundo”, cuando, en realidad, no pasa de la histeria a la reflexión y
comprensión de su patología. La liberación afectiva alivia la sobrecarga psíquica, pero no conduce al
cambio estructural porque evade el conflicto inter o intrasistémico, la lucha entre voces internas
provenientes de diversas figuras significativas de la infancia. Las defensas actuales fueron actitudes
o patrones de conducta, útiles en el momento en que surgieron, es decir, en la infancia. El niñ@ no
tuvo a su disposición mejores medios para protegerse de la burla, rechazo o castigo que ser
sobresaliente, sumiso, chistoso, servicial, bravucón, etc. Es natural que se resista a abandonarlas,
pues tratar de convertirse en alguien diferente a como siempre ha sido, en función de su
sobrevivencia psíquica y, en ocasiones incluso física, amenaza toda su manera se ser, su identidad,
su lugar en el mundo. Corre el riesgo de caer en el vacío sin nombre.
A pesar de su buena disposición para aceptar la indicación de terapia grupal, manifiesta a través
de su asistencia y participación, era obvio que, cuando Ángela abordaba sus problemas cotidianos
con hijos o esposo, era difícil entender lo que verdaderamente sucedía porque se expresaba con
circunloquios, vaguedades y adjetivos que dejaban a la imaginación del grupo el meollo del conflicto.
Algunos miembros trataban de ponerle palabras en la boca para intentar obtener la confirmación
a lo que ellos pensaban. Pamela, proveniente de un grupo terapéutico previo, la acosaba pidiéndole,
una y otra vez, que dijera lo que sentía. La pobre Ángela lloraba, sin que fuera claro si lo hacía por el
dolor que le causaba lo que estaba relatando o porque las intervenciones de Pamela la hacían sentir
inadecuada.
Contratransferencialmente, yo sentía deseos de callar a Pamela para “proteger” a Ángela pero, al
mismo tiempo me perturbaba la insistencia de Ángela en su forma de expresión. Parecía no
entender que era incapaz de expresarse con claridad, a pesar de mis reiteradas peticiones a que
describiera o diera ejemplos en vez de adjetivar. Sin embargo, no era confusa sino evasiva y esto
permitió un primer señalamiento sobre su temor a ser criticada si decía lo que realmente pensaba.
Pero el resultado era que, igual que el grupo, su marido e hijos se desesperaban porque no
acababan de entender lo que ella quería.
Esto dio por resultado una mejor comunicación con su familia. Poco a poco comenzó a entrar
más en detalles en el grupo que se enteró, un año después de su ingreso, que su marido la
golpeaba (situación que sorprendió a sus compañeros, porque ella y su cónyuge son profesionistas
universitarios). Sin embargo, para mí era evidente, por su expresión corporal, que Ángela seguía
teniendo miedo cuando hablaba en el grupo. Un buen día, recordó que su madre siempre la hacía
sentir “moralmente mala, inadecuada” cuando expresaba lo que pensaba o sentía.
Así pudo interpretarse que Ángela se sentía tan mala y culpable por pensar y sentir, que tenía
que ocultarlo a través de sus relatos llenos de vacíos, circunloquios y ambigüedades, con lo que el
síntoma desapareció y empezó a florecer una mujer ingeniosa, con sentido del humor, totalmente
distinta de la gacela temerosa que estábamos acostumbrados a contemplar.
El grupo permite hacer rápidamente distónicas algunas defensas caracterológicas y comprender
su función. A diferencia del terapeuta individual que espera pacientemente el timming adecuado para
hacer un señalamiento o interpretación, es difícil que un grupo tolere muchas sesiones, sin con-
frontar a los pacientes con las conductas que, en el mundo exterior, provocan rechazo, agresión o
lástima.
O’Donnell (1974), acepta que la matriz grupal permite desprender conclusiones personales sobre
sus integrantes, sin que esto suponga hacer terapia individual. Es simplemente discriminar,
individualizar, personalizar a los integrantes. Lo anterior no implica la falsa antinomia de optar por lo
individual o lo grupal, sino apoyarse sobre uno, otro, o ambos simultáneamente, dependiendo de la
conveniencia técnica.
Para Anzieu, D. (1972 y 1974), lo que distingue a una terapia grupal basada en el psicoanálisis
de otros enfoques teóricos es la explicitación del significado inconsciente que subyace a las distintas
expresiones del individuo agrupado (comunicación, interacción, transferencia, sueños, adopción de
roles y resistencias) de los subgrupos y del grupo como un todo. Es necesario investigar, además
del sentido individual de los fenómenos antes enunciados, lo que significan la actitud y pensamiento
de un miembro para los demás y cómo reaccionan ante ello.
De inicio a fin de la terapia, el terapeuta tiene que interpretar las resistencias que impiden el
progreso del grupo. Todas las formas de resistencia que se observan en la terapia individual se
encuentran en el tratamiento grupal, en el cual los miembros tienen que lidiar no sólo con sus
defensas y resistencias, sino con las de los demás. El psicoanálisis considera resistenciales la
mayor parte de los procesos que privilegian los psicosociólogos (liderazgo, clivajes entre subgrupos,
búsqueda de consenso, etc.) (5, 6, 17, 18 y 20).
Resistencia grupal implica un mismo patrón resistencial en todos los miembros del grupo;
aparece en cualquier momento del trabajo grupal. Marca el paso de todo progreso, a veces lo
anuncia, en otras ocasiones intenta interrumpirlo para preservar el statu quo e incluso para evitar la
terminación de la terapia. Las defensas sirven para evadir la aparición de la ansiedad y otros afectos
displacenteros, por eso el terapeuta debe ponderar el proceso de su disolución para evitar provocar
demasiada angustia a los pacientes, que pueden llegar incluso a psicotizarse por el ataque
desconsiderado a su equilibrio psíquico (3, 4, 6, 7 y 17).
En muchos casos, los fenómenos resistenciales del grupo se ocultan tras la resistencia de un
paciente o de un subgrupo. Los miembros desviantes expresan la resistencia en forma abierta y los
demás la encubren porque satisface sus propias necesidades inconscientes, con lo que el trabajo
sobre la resistencia individual resulta inútil. Como ejemplo puede mencionarse la tolerancia del grupo
al miembro chistoso que interrumpe con sus bromas el examen de situaciones dolorosas (3, 6, 7, 13,
17 y 18).
La resistencia puede expresarse a través de:

a) Cuestionamientos y violaciones al contrato: violaciones a la regla de confiabilidad; faltas y


retardos; negativa a participar; abandono de la sesión, evitar comunicar en el grupo encuentros o
conversaciones con compañeros fuera de la sesión y retraso en el pago.
b) Oposición al trabajo en equipo (a la interacción): hablar sólo de sí mismos; evitar, a través de
largos soliloquios, que participen los demás; dirigirse sólo al terapeuta o a alguno de los
compañeros; no hablar de sí mismos, pero hacerlo por los compañeros o adoptar el rol de
coterapeuta e intervenir exclusivamente para interpretar lo que dicen los demás.
c) Evitar el cambio: falta de cuestionamiento a conductas y peculiaridades de los compañeros;
mantenimiento de un clima intelectualizado; charla social o, por el contrario, hiperemocional
(llanto lastimero que impide la confrontación con conductas manipuladoras o descargas
proyectivas de hostilidad que paralizan al grupo); búsqueda y aporte de consejos; instauración de
una sociedad de elogios o ataques mutuos e interpretaciones silvestres mutuos;
d) Intentos de establecer normas antiterapéuticas: evasión de ciertos temas (sexualidad, conflictos
de género, etc.) o fijación en otros; formación de subgrupos; acting out; no interrumpir a los
compañeros cuando se muestran confusos o repetitivos; distribuirse el tiempo para hablar o
asignar una sesión para cada uno de los miembros; mantenimiento de los mismos roles durante
largo tiempo; inamovilidad de la transferencia; negativa al ingreso de pacientes nuevos.

La atención y manejo oportuno y adecuado de las resistencias que se presentan en el trabajo grupal,
permite el establecimiento de la interacción y comunicación necesarias para develar las
motivaciones inconscientes de los conflictos neuróticos de los pacientes; incrementa su autoestima
gracias al trabajo eficaz que realizan y la ayuda que brindan a sus compañeros. El terapeuta no está
solo en su labor de reconocer e interpretar las resistencias, la interacción de los miembros incluye
interrogatorios y confrontaciones que constituyen aliados poderosos y efectivos en el develamiento
del inconsciente. El grupo ayuda a sus integrantes a percatarse de la proyección de sus figuras
internalizadas sobre compañeros y terapeuta y permite, así, la realización de role playings y
dramatizaciones que dejan al descubierto las actitudes y pensamientos negados, escindidos, que
permiten el reconocimiento de la fantasía inconsciente.
La presión del grupo es definitiva en la rectificación de las distorsiones que provoca la
transferencia central, ya que es más difícil refutar a seis o siete personas que no están directamente
involucradas en el conflicto que a quien sí lo está. Esta situación, más la vivencia directa de rivalidad
y celos con los hermanos proyectados en los compañeros del grupo, lleva al recuerdo de la infancia
reprimida y a su resignificación.
Bárbara se quejó en el grupo de que yo ponía más atención a lo que decía Sergio que a todos los
demás, veía que era mi preferido. Claudio comentó que, por el contrario, yo permitía que Bárbara
tomara demasiado tiempo en sus relatos, en lo que no había nada nuevo, así que a ella le daba más
atención, mientras a él siempre le tocaba hablar al término de la sesión, cuando yo ya empezaba a
recoger mis cosas. Sergio dijo que, de ser él el preferido, ya le tocaba, pues en casa su madre
siempre lo había relegado en favor de sus hermanos. Mario sonrió socarronamente mientras
expresaba: “ya están los niños peleándose por el amor de mamá”.
El resto del grupo estuvo de acuerdo en que Bárbara ocupaba mucho tiempo y yo pude
mostrarles que ellos no la interrumpían porque así evitaban tener que exponer sus propios
problemas, esperaban que yo la callara, sin decir ellos nada, como de niños esperaban que mamá
adivinara que querían el juguete del hermanito aprovechado y se lo quitara. Pero que Bárbara sentía
que yo, como su madre, estaba demasiado ocupada con los demás hijos como para poder darle la
atención que ella necesitaba. Por eso se tomaba tanto tiempo de la sesión refiriendo, con pelos y
señales sus encuentro conflictivos con familiares y colegas. Quería así, ser la única a quien todos
prestáramos atención y, aunque lo conseguía, no podía verlo.
Hay pacientes que esperan a que el resto del grupo se despida, para plantear problemas,
preguntas y peticiones al terapeuta. Actuación que requiere de una escucha tan tolerante como
firme. Se recibe de principio a fin la comunicación que se produce, pero no se satisface el deseo de
excluir al resto del grupo de la relación con el terapeuta, contestando las preguntas o intentando
explorar el problema que se presenta con una urgencia aparente. Se invita a la persona a traer el
material al grupo en la próxima sesión, señalando la necesidad de darle al problema el tiempo
suficiente para intentar comprenderlo en forma adecuada. Si en el siguiente encuentro el paciente no
habla de lo sucedido, el terapeuta no puede ser cómplice en la ruptura de la regla de restitución.
Pero tampoco carga sobre sus hombros la tarea de comunicarlo al grupo, tomando el lugar del padre
sobreprotector que pretende descargar a su hijo de responsabilidades. Ni se coloca en el lugar del
que acusa a quien comete una falta. Se explora qué impide al paciente hablar al grupo sobre su
abordaje postsesión al terapeuta. El material que se obtiene puede servir para demostrar la
importancia de respetar la regla de restitución.
Para el enfoque psicoanalítico el rol es el punto de encuentro, la convergencia entre partes del
self y las expectativas y necesidades del grupo; sirve, simultáneamente, al interés del individuo, al de
aquellos con los que está ligado y al del conjunto que liga a través de este interjuego. En función de
permitir la exteriorización de la fantasía inconsciente, las representaciones de los objetos
internalizados y las depositaciones de ciertos aspectos rechazados por el grupo, se ponen en juego
los mecanismos de identificación proyectiva y escisión, dando por resultado el rol que se asume y
los roles complementarios que se asigna a los otros.
El miembro del grupo se constituye en el vocero o el chivo expiatorio que impersona las partes
escindidas que se le proyectan y acepta, para satisfacer su propia fantasía inconsciente. Se coloca y
coloca a los demás en los roles complementarios necesarios. Basándose en lo anterior, Käes (1993)
se refiere a los depositarios de ciertos roles como “portavoz”, “portasueños”, “portasufrimientos”, etc.,
nomenclatura que no ha podido sustituir a la más conocida de Marta la piadosa, monopolizador,
moralista gazmoño, etc. Diferentes individuos pueden llegar a asumir distintos papeles
transferenciales, transformándose en protagonistas activos o pasivos de las emociones
pertenecientes a la escena grupal.
El grupo descubre, con mayor o menor facilidad, los roles que desempeñan sus miembros
cuando no están al servicio de la expresión de las necesidades comunes en un momento dado y
confronta al paciente con su conducta repetitiva e inadecuada. La movilidad de roles es un
fenómeno natural y benéfico para el grupo, porque permite experimentar nuevas formas de conducta
y de enfrentar problemas. En cambio, la fijación en cualquier tipo de rol constituye un fenómeno
resistencial, individual y colectivo.
Corresponde al terapeuta mostrar al paciente fijado en el rol la distancia entre lo que pretende
obtener del grupo y lo que realmente logra (rechazo, alejamiento, burla, lástima, agresión). Esto es,
hacer distónico el rol, como forma de obtener satisfacción a necesidades infantiles o como sistema
defensivo, tal vez útiles en el tiempo de su estructuración, pero que resultan inadecuados en el
presente. Percatarse de la legitimidad del deseo y encontrar la forma de satisfacerlo
adaptativamente en la realidad, disminuye la culpa, favorece el debilitamiento de la represión y, por
tanto, fortalece al yo.
Cuando llegó Laura al grupo, acaparó la atención con una serie interminable de catástrofes y
logros personales, desde su infancia hasta el momento actual. Movidos por la intensidad afectiva de
sus relatos, los compañeros trataban de consolarla, aportarle consejos o reconvenirla por su
inveterada costumbre de salir en auxilio hasta de los perros callejeros, lo que le provocaba burlas y
disgustos familiares. O bien la apoyaban en sus logros, que consideraban muy positivos.
Pero, mientras se dedicaban a hacer sentir a la nueva aceptada, comprendida e incluida en el
grupo, pasaba el tiempo y parecía que todos se habían convertido en coterapeutas más o menos
eficaces, reduciéndome a una situación contemplativa que, si bien al principio me divertía, no dejaba
de llamarme la atención que hubieran desaparecido de la escena los problemas matrimoniales,
paternales y laborales del resto de los miembros, a pesar de que su participación era activa y
congruente con las dificultades de Laura.
Sin embargo, el grupo no notaba que ésta pasaba de la depresión a la euforia con una facilidad
sorprendente. Cuando se lo hice notar, Laura se defendió diciendo que: “así era su carácter”.
Tiempo después, refirió las alternancias en la conducta de su padre, que pasaba de la violencia y
descalificación a la fiesta con caviar, copas de Bacarat y regalos, durante las cuales todos,
incluyendo a su madre, olvidaban los golpes e insultos recibidos horas antes, pude interpretar que
sus cambios de estado de ánimo, correspondían a la fiesta o tragedia de la infancia. Nada podía ser
común y corriente, ni el dolor ni la alegría.
La intervención llevó a mis coterapeutas a aplicar, monótonamente el calificativo de fiesta o
tragedia a los relatos de Laura, pero dejó intacta, como era de esperarse, su dedicación a Laura, ya
que nada dije con respecto a la conducta de ellos. Hasta que un día, Jesús disculpándose con Laura
por tomar la palabra mientras ella hacía una pausa para respirar y continuar con la desgracia del día,
expuso que había perdido el trabajo y se encontraba en una situación económica verdaderamente
apretada, por lo que me pedía aceptar que se retrasara en sus pagos.
Tras aceptar lo que me pedía e investigar su problema laboral, le señalé que, al tomar la palabra,
se había disculpado con Laura, como si ella fuera el objeto central del grupo y pude interpretar que
él, como el resto de sus compañeros, habían estado dedicando las sesiones a presentarse ante
Laura como gente razonable, madura, solidaria y equilibrada, olvidando que el motivo por el que
asistían al grupo era que ellos también tenían problemas, aunque los presentaran en forma menos
dramática que Laura. Y que, como sucedía con Jesús, no ocuparse de sí mismos podía llevarlos a
situaciones consumadas que, tal vez analizadas cotidianamente, podría haber tenido otros
resultados.
Aunque sólo algunos miembros reconocieron el descanso que les había brindado dedicarse a
Laura en vez de continuar analizando sus conflictos, a la sesión siguiente comenzaron a expresar
sus propias dificultades y confrontaron a Laura con su incapacidad de oír a los demás, mostrándole
que ella sólo quería que le dieran la razón y era impermeable a las opiniones ajenas. Al percatarse
de esta actitud, dejaron de prestarle atención, lo que la llevó a esforzarse por aprender a escuchar.
La elaboración de los conflictos infantiles individuales en el grupo se produce a través de la
interpretación de sus reiteraciones en fantasías, sueños y pautas de conducta habituales en
respuesta al material de los compañeros; pero también gracias a los insghts que éstos llevan a cabo
sobre sus propias pulsiones y defensas. Podríamos hablar, así, de un trabajo colectivo de
elaboración, no necesariamente mediado por la transferencia. Esto, unido a las confrontaciones
realistas que dirige el grupo al terapeuta, haciéndole conscientes sus puntos ciegos, rasgos
caracterológicos y necesidades irresueltas constituyen golpes al narcisismo, difíciles de tolerar para
muchos colegas que terminan por devaluar el trabajo grupal.
Si, a través de la interpretación, sea del material grupal (actual, pasado y fantaseado), de las
interacciones, transferencias, dramatizaciones y ejercicios de movilización, logramos entender un
segmento del inconsciente de cada uno de los pacientes del grupo; y si se lleva a cabo su
elaboración a través de las repeticiones que se dan en estas áreas, veremos desaparecer el
conflicto entre pulsión y defensa, modificarse la relación con el objeto interno y, por ende, con los
objetos externos. Todo ello nos habla de la obtención de un cambio estructural, primun movens del
psicoanálsis.

Bibliografía

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