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Según la doctrina contenida en ella en conformidad con las fuentes bíblicas y con toda
la Tradición, el amor es —desde el punto de vista subjetivo— "fuerza", es decir,
capacidad del espíritu humano, de carácter "teológico" (o mejor, "teologal"). Esta es,
pues, la fuerza que se le da al hombre para participar en el amor con que Dios mismo
ama en el misterio de la creación y de la redención. Es el amor que "se complace en la
verdad" (1 Cor 13, 6), esto es, en el cual se expresa la alegría espiritual (el "frui"
agustiniano) de todo valor auténtico: gozo semejante al gozo del mismo Creador, que al
principio vio que "era muy bueno" (Gén 1, 31).
2. El mismo amor, que hace posible y hace ciertamente que el diálogo conyugal se
realice según la verdad plena de la vida de los esposos, es, a la vez, fuerza, o sea,
capacidad de carácter moral, orientada activamente hacia la plenitud del bien y, por
esto mismo, hacia todo verdadero bien. Por lo cual, su tarea consiste en salvaguardar la
unidad indivisible de los "dos significados del acto conyugal", de los que trata la
Encíclica (Humanae vitae, 12), es decir, en proteger tanto el valor de la verdadera unión
de los esposos (esto es, de la comunión personal), como el de la paternidad y
maternidad responsables (en su forma madura y digna del hombre).
3. Según el lenguaje tradicional, el amor, como "fuerza" superior, coordina las acciones
de la persona, del marido y de la mujer, en el ámbito de los fines del matrimonio.
Aunque ni la Constitución conciliar, ni la Encíclica, al afrontar el tema, empleen el
lenguaje acostumbrado en otro tiempo, sin embargo, tratan de aquello a lo que se
refieren las expresiones tradicionales.
El amor, como fuerza superior que el hombre y la mujer reciben de Dios, juntamente
con la particular "consagración" del sacramento del matrimonio, comporta una
coordinación correcta de los fines, según los cuales —en la enseñanza tradicional de la
Iglesia— se constituye el orden moral (o mejor, "teologal y moral") de la vida de los
esposos.
La Buhardilla de Jerónimo
Con este renovado planteamiento, la enseñanza tradicional sobre los fines del
matrimonio (y sobre su jerarquía) queda confirmada y a la vez se profundiza desde el
punto de vista de la vida interior de los esposos, o sea, de la espiritualidad conyugal y
familiar.
4. La función del amor, que es "derramado en los corazones" (Rom 5, 5) de los esposos
como la fundamental fuerza espiritual de su pacto conyugal, consiste —como se ha
dicho— en proteger tanto el valor de la verdadera comunión de los cónyuges, como el
de la paternidad-maternidad verdaderamente responsable. La fuerza del amor —
auténtica en el sentido teológico y ético— se manifiesta en que el amor une
correctamente "los dos significados del acto conyugal", excluyendo no sólo en la teoría,
sino sobre todo en la práctica, la "contradicción" que podría darse en este campo. Esta
"contradicción" es el motivo más frecuente de objeción a la Encíclica Humanae vitae y
a la enseñanza de la Iglesia. Es necesario un análisis bien profundo, y no sólo teológico,
sino también antropológico (hemos tratado de hacerlo en toda la presente reflexión),
para demostrar que en este caso no hay que hablar de "contradicción", sino sólo de
"dificultad". Ahora bien, la Encíclica misma subraya esta "dificultad" en varios pasajes.
Y ésta se deriva del hecho de que la fuerza del amor está injertada en el hombre
insidiado por la concupiscencia: en los sujetos humanos el amor choca con la triple
concupiscencia (cf. 1 Jn 2, 16), en particular con la concupiscencia de la carne, que
deforma la verdad del "lenguaje del cuerpo". Y, por esto, tampoco el amor está en
disposición de realizarse en la verdad del "lenguaje del cuerpo", si no es mediante el
dominio de la concupiscencia.
La Buhardilla de Jerónimo