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La leyenda del tiempo

BLOG DE JUAN ALONSO, PERIODISTA. CRÓNICAS,


LITERATURA, MEDIOS, MÚSICA Y POESÍA CON LA MIRADA
DEL SUR.

Grande como los dinosaurios, por Alberto


Dic
25
Salcedo Ramos
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Pambelé volvió a bramar


frente a las cámaras y
descargó un nuevo
puñetazo contra la pared.
Tenía la bata típica de los
enfermos de hospital,
pero a través de los
barrotes de la ventana
parecía un condenado a
muerte que reclamaba
compasión.

La escena resumía de
manera dramática lo que
había sido su vida: el
llanto y los golpes, el
trastorno y el encierro, la
fama y la oscuridad.

— ¡Ayúdenme! – exclamó,
con su vozarrón despedazado.

En ese momento los reporteros se metieron a la fuerza en la


habitación. El hombre dejó de aporrear las paredes y la emprendió a
bofetadas contra su propio rostro. Los camarógrafos ajustaron sus
planos para registrar la nueva reacción. Relampaguearon los
flashes , se desbordaron los murmullos. Y Pambelé lució más
desvalido entre aquella horda de perdición.

 Seguir
— ¡Ay, mi madre –fue todo lo que alcanzó a decir, antes de sentarse
en el borde de la cama y ponerse a llorar con el rostro hundido entre
las manos.

El siquiatra Christian Ayola, que manejaba el caso de Pambelé en el


Hospital San Pablo, de Cartagena, se disponía a almorzar en su casa
aquel mediodía de enero de 1994. Estaba pasmado ante las
imágenes del noticiero, que le resultaban crueles y de pésimo gusto.
Su mayor preocupación no era, sin embargo, darles una cátedra de
derechos humanos a los periodistas sino averiguar por qué su
paciente entró en crisis. Supuso que tal vez no había tomado las
medicinas.

“Él tenía que estar a punta de eurolépticos para el estado sicótico y


estabilizadores para el humor”, recuerda Ayola.

A esa inquietud se sumaba otra: Andrés Pastrana, aspirante


conservador a la Presidencia de la República , lo había llamado por
la mañana para decirle que quería ver a Pambelé. Ayola le respondió
que no se oponía, siempre y cuando la visita fuera secreta y no un
acto público con intenciones políticas. El candidato presidencial
volvió a la carga, con el argumento de que a los amigos no se les
esconde.

Esa relación se había forjado 22 años atrás, cuando Misael Pastrana


Borrero era el presidente de Colombia y Antonio Cervantes, más
conocido como Kid Pambelé , era el campeón mundial del peso
walter junior. La empatía entre los dos fue inmediata. El presidente
lo recibía en el Palacio de San Carlos, lo ponía de ejemplo en sus
discursos y se hacía fotografiar frente al televisor cuando Pambelé
peleaba. Como si fuera poco, iba a Palenque, el pueblo pobre donde
nació el campeón, a inaugurar los servicios de energía eléctrica y
acueducto. Pambelé, por su parte, le dedicaba cada triunfo. Viajaba
desde donde estuviera para acompañar a Andrés, el hijo del
presidente – entonces un muchacho de 18 años — en las caminatas
que organizaba por las calles de Bogotá.

Desde el 28 de octubre de 1972, cuando Pambelé ganó el título, el


país permanecía en trance de adoración. Los periódicos no le
perdían ni pie ni pisada. El Heraldo lo mostraba en el aeropuerto de
Barranquilla, besando a una rubia de camisita breve abierta en el
pecho. El Universal lo retrataba en una notaría de Cartagena,
mientras firmaba las escrituras de tres apartamentos que había
comprado de un solo tirón. El Espectador nos informaba por quién
iba a votar en las próximas elecciones. El Siglo mandaba reporteros
a las casas del ex presidente Carlos Lleras Restrepo y del poeta León
 Seguir
de Greiff, para preguntarles sus impresiones sobre el ídolo. Cromos
enviaba a su mejor cronista, Juan Gossain, a los países donde
Cervantes defendía el título. Fernán Martínez Mahecha revelaba que
El Tiempo tenía cuatro carpetas de material de archivo sobre
Pambelé y sólo una sobre Gabriel García Márquez. Y El Espacio ,
claro, lo sacaba en primera página apretando por la cintura a una
azafata, bajo la palabra “¡Pillado!” escrita en grandes letras rojas.

Pambelé, además, salía con la cantante de moda en Colombia,


recibía homenajes de alcaldes y concejales, cultivaba amistad con
famosos como José Luis Rodríguez – El Puma – y Óscar de León;
regalaba toros en cuanta corrida podía, coronaba reinas en ferias
populares, les tenía sendas mansiones a sus dos mujeres oficiales,
pontificaba sobre la temperatura ideal del vino de Oporto, se hacía
brillar las uñas en salones de belleza, coleccionaba autos lujosos en
cada una de sus viviendas y liquidaba sin misericordia a todos los
boxeadores que enfrentaba.

El culto a su figura se debía, explica Juan Gossain, a que Pambelé


fue el hombre que nos enseñó a ganar. “Antes de él”, añade,
“éramos un país de perdedores. Nos consolábamos conjugando el
verbo casitriunfar . Vivíamos todavía celebrando el empate con la
Unión Soviética en el mundial de fútbol del 62. Pambelé nos
convenció de que sí se podía y nos enseñó para siempre lo que es
pasar de las victorias morales a las victorias reales”.

A mediados de los años 70’s, Gossain fue testigo, en Cartagena, de


un hecho que le hizo entender la idolatría que desataba el boxeador.
El periodista pasaba por una calle del centro, en medio de la
modorra de la dos de la tarde, cuando de pronto se asomó una
prostituta envuelta en una toalla. La mujer se dirigió a gritos a los
vendedores de lotería de la otra acera.

— Oigan, ¿a qué hora es la pelea de Pambelé?

En aquellos años de esplendor, el campeón era un tema obligado en


la entrada o en el postre. Cuenta el ex presidente Belisario Betancur
que en cierta ocasión el escritor Gabriel García Márquez fue recibido,
en una reunión de colombianos en Madrid, con la siguiente
exclamación:

— ¡Acaba de llegar el hombre más importante de Colombia!

Entonces García Márquez, moviendo la cabeza en forma teatral,


como buscando a alguien en el recinto, respondió:

 Seguir
— ¿Dónde está Pambelé?

***

Y Pambelé estaba sentado en el borde de su cama en el Hospital


San Pablo. Lloraba sin lágrimas, con un resuello profundo. A los 49
años había perdido la estampa magnífica del pasado. De la
musculatura que en su época de boxeador causaba admiración en
las ruedas de prensa, no quedaba ni la sombra. Apenas los huesos
continuaban allí: largos, nudosos, escasamente forrados por el
pellejo. Nada de uñas pulidas, nada de bigote recortado en forma
milimétrica. Se veía desgreñado, sucio. La bata ancha aumentaba su
aire de huérfano. En sus brazos tan flacos sobresalían las venas,
gordas y tensas. La piel negra ya no refulgía sino que se asemejaba
al hierro oxidado. Donde antes brillaba un diente recubierto de oro
con sus iniciales engastadas, había ahora un portillo oscuro que
inspiraba pesar. Sus ojos no parecían hinchados por el llanto sino
por una paliza.

Viéndolo así, el médico Christian Ayola no fue capaz de probar


bocado. Le parecía el colmo que se expusiera el dolor de un ser
humano a semejante contemplación tan morbosa. En ese momento
hubiera hecho cualquier cosa con tal de impedir que un sitio sagrado
como un hospital fuera convertido en circo bárbaro. Llamó por
teléfono a la enfermera jefe y le dio las instrucciones del caso.
Cuando colgó se puso a pensar que en Cartagena todo conspiraba
contra el propósito de curar a Pambelé. Había demasiados fisgones
que convertían su salud en un asunto de dominio público,
demasiadas lenguas diligentes que podían dañarlo más con sus
comentarios y demasiados compinches esperando que terminara el
tratamiento para festejarlo en grande con una nueva orgía de
bazuco. Ayola recordó que el Hospital Siquiátrico de La Habana tenía
renombre por su manera de tratar la adicción a las drogas y
consideró que sería una buena opción para Pambelé, no sólo por la
calidad de sus médicos sino también porque allá estaría aislado de
los peligros que afrontaba en nuestro país. En Cuba, por ejemplo,
sería un ciudadano más, un hombre anónimo entreverado en una
legión de enfermos iguales a él. Compartiría un pequeño cubículo
con tres pacientes, lo cual podría servirle para que dejara de creerse
el cuento de que era un ser único, el eterno campeón mundial, el
negro más grande, el patrono del nocaut, la jáquima de los
boxeadores, el que pega como con un martillo, el que enseñó a
ganar a los colombianos, el de siempre, no hay con quién, el que a
la hora de rematar no parece usar dos puños sino las aspas de un
ventilador asesino, el único otra vez, el invencibleeeeeee Kid
Pambeleeeeeeeeeeee.
 Seguir
Ayola suponía que la egolatría de Cervantes empezaría a
resquebrajarse cuando se sintiera desconocido en Cuba. Allá,
además, no pensaría en fugarse del hospital, porque no tendría
adónde ir. Esto último era especialmente importante si se tenía en
cuenta que en 1987 se había escapado de Hogares Crea, la finca de
rehabilitación adonde lo internaron gracias a una campaña del
periodista Fabio Poveda Márquez.

Frente al aspecto cadavérico que ofrecía Pambelé en su catre del


Hospital San Pablo, resultaba inevitable preguntarse cómo se
produjo su caída desde la cúspide hasta el fondo del barranco.
Nacido y criado en el naufragio, no supo qué hacer en tierra firme,
cuando los vientos empezaron a ser favorables. Se enloqueció con el
oro, se intoxicó con el vino. Tocado de pronto por la varita de los
dioses, olvidó que estaba marcado a hierro vivo por la desgracia.
Siguió lanzando golpes a diestra y siniestra, sin darse cuenta de que
no ganaba en el ring para salvarse sino para tallar su propia derrota.

Las drogas y el licor le arrebataron la fuerza, la disciplina y la corona


de campeón. Lo llevaron a humillar y a destrozar a su familia.
Después le aniquilaron la vergüenza. Lo sometieron al escarnio
público como sinónimo del bruto que destruye con la cabeza el
imperio que edificó con los puños. Los colombianos, que antes lo
veneraban, lo volvieron blanco de burlas. “¿En qué se parecen
Pambelé y los dinosaurios?”, preguntaban. “En que fueron grandes
en el pasado pero hoy no existen”. Convertido ya en hazmerreír,
pusieron en boca suya la frase “es mejor ser rico que pobre”,
incluida con frecuencia en las antologías nacionales de la estupidez.
Como si esa declaración tan sensata, en medio de tantas tonterías
que se repiten con énfasis en este país, no fuera casi una sentencia
filosófica.

El promotor boxístico Nelson Aquiles Arrieta, quien descubrió a


Pambelé cuando era un vendedor de cigarrillos de contrabando en
Cartagena, asegura haberlo visto en su esquina, durante una de sus
últimas peleas, haciendo trampa para reanimarse y poder aguantar
el siguiente round. “Sergio Álvarez lo había golpeado muy duro y
Pambelé estaba atravesando un sofoco. Entonces aplicó la jugadita
de un cantante vallenato que no te voy a nombrar: sacó un
pañuelito con coca y se pegó un pase delante de todo el mundo. Eso
se vio hasta en la Patagonia. Cuando sonó la campana salió hecho
una fiera y le dio un concierto de boxeo a Álvarez”.

Al final del combate, según Arrieta, Pambelé le reclamó al


empresario el botín convenido: una camioneta y un kilo de cocaína.
Poco tiempo después, cuando se apartó del boxeo, su situación
 Seguir
empeoró. Las cuentas bancarias se fueron consumiendo en una
vorágine de candela y desenfreno. Lo que se le iba por el bolsillo
izquierdo no regresaba jamás por el derecho. Muy pronto quedó
arruinado. Pasó de brindar whisky sello negro a mendigar sobras de
cerveza en bares de mala muerte, del avión al bus cebollero, de los
zapatos Corona a las chancletas de plástico, de los manteles
presidenciales a los andenes, de la cocaína al bazuco, de las
cantantes de moda a las puticas de cuchitril, de las primeras planas
a las páginas judiciales. El capital que derrochó, según cálculos del
periodista Eugenio Baena, fue superior al millón y medio de dólares.

Los amigos del éxito – comparables con esos insectos que se


emborrachan dando vueltas alrededor de las lámparas – partieron
cuando sintieron la oscuridad del fracaso. Necesitaban un nuevo
campeón para la foto. Llegaron entonces los perdedores, envueltos
en una humareda terrible. Libre de los compromisos del gimnasio,
de la dictadura de la dieta, Pambelé se tiró al desastre. De repente,
parecía haber adquirido el don de la ubicuidad. Un día lo expulsaban
de un bar de Manizales por bailar desnudo sobre la barra y, cuando
todavía no nos habíamos repuesto de la sorpresa, aparecía en Pasto
con el rostro ensangrentado por negarse a pagarle a un taxista. En
un restaurante de Cartagena le vaciaron una olla de sopa hirviente
en el pecho y en el aeropuerto de Bogotá le rompieron la frente con
una tranca. En Barranquilla le pegaron con un tacón puntilla por
limpiarse las manos en el vestido de un maniquí. En Cali un
ganadero le ofreció un mazo de billetes con tal de que se fuera
rápido de la Plaza de Toros. Se volvió inquilino asiduo de calabozos
y hospitales. Lo vieron sin dientes en Armenia y sin zapatos en
Tunja. Lo vieron y lo vieron y lo vieron y lo vieron. Estaba en todas
partes pero no estaba en ninguna. En Colombia todo el mundo,
grande o chico, gordo o flaco, alguna vez se había tropezado a
Pambelé armando escándalos. Llegó un momento, incluso, en que lo
veían aunque no lo vieran. Fantasma de sí mismo, un día fue dado
por muerto en Radio Sucesos RCN. Cuando reapareció indignado por
la noticia, hubo gente que no le creyó que, en efecto, seguía vivo.

***

Que siguiera vivo, después de todo, era un milagro. Eso pensaba el


siquiatra Christian Ayola mientras buscaba en su agenda el número
telefónico de Hernando Múnera Cavadía, el director de Coldeportes
en Bolívar, para plantearle la idea de trasladar a Pambelé a Cuba.
En este país violento – cavilaba — habían matado a mucha gente
por desmanes menos graves que los suyos. Los ofendidos lo
perdonaban quizá por su pasado glorioso. O porque entendían que
era una pobre criatura aplastada por una enfermedad superior a sus
 Seguir
fuerzas. O porque sabían que cuando estaba sobrio era un caballero
intachable. A Ayola le gustaba la forma en que Juan Gossain definía
a Pambelé: “el coloso que decidió ponerle dinamita a su propia
estatua”.

En esas andaba cuando lo llamaron por teléfono para contarle que


Andrés Pastrana se encontraba en el Hospital San Pablo tomándose
fotos con Pambelé y conversando con él en medio de la turba de
reporteros. Suspiró con resignación y se reafirmó en su idea de que
a Pambelé había que sacarlo de Colombia.

Al día siguiente, cuando abrió el periódico, lo primero que vio fue la


enorme foto de la visita, bajo el título “Pambelé adhiere a Pastrana”.

leyendadeltiempo.word.press.com

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