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El hombre que venía de Dios

Juan Luis Segundo


(Miscelánea Comillas. 53. 1995, pp. 43-79.)

Hace poco más de un año fue publicada la esperada Cristología de uno de los principales teólogos
católicos franceses en la actualidad, Joseph Moingt, bajo el título L'homme qui venait de Dieu1.
No es, por cierto, nada fácil ser original en un tema tratado con las metodologías más diversas
durante dos milenios de historia cristiana. No lo es, sobre todo, en nuestro siglo donde la hermenéutica
general, válida para todos los documentos del pasado y, muy en particular la que se aplica a los libros de la
Biblia y, sobre todo, a los tres evangelios llamados Sinópticos, debe ser conocida y practicada con rigor. Ya
no es posible sustituirla por complejas especulaciones, explícita o implícitamente metafísicas, como se hizo
en el pasado. Ahora, como lo exige desde el año 1943 la Encíclica Divino Afflante Spiritu de Pío XII, no
puede autorizarse una investigación sobre cuál es el sentido de Jesús de Nazaret sin discriminar lo que en
realidad quisieron decir los autores neotestamentarios sobre el tema, cosa que, por cierto, no aparece a
primera vista ni es la misma en todos ellos ni constante en cada uno de ellos en particular.
La dificultad, empero, no se limita a obstaculizar nuestro viaje al pasado. También se muestra en la
ineludible tarea de hacer de ese pasado un elemento normativo del presente. ¿Cómo discernir, así, lo que
en el pasado se debe a un contexto perecedero y lo que ha de seguir —de él— siendo norma para nuestro
presente, aún más cambiante y movedizo que los siglos en que se gestaba lentamente la comprensión y
definición de lo que Jesús fue y del mensaje que trajo?
Precisamente a esta problemática actual responde Moingt, de una manera especial en el capítulo III
de la Primera Parte, que lleva como título sugerente: «La des-construcción». En efecto, la «historia» no
funciona como maestra de la vida, sino cuando, frente a lo pasado, se comienza des-construyéndolo, para
luego sí, pasar a una formulación del presente, o sea, a una «construcción» mental que exprese en un
lenguaje actualizado la verdad que lleva en sí. Moingt define así, allí, su intención o método cristológico en
estos términos:
«Con la modernidad... un resultado quedará como adquirido: la teología sabrá de una vez para
siempre que no puede abandonar el terreno de la historia de Jesús, que esa historia tiene por
sí misma un sentido y que ese sentido debe orientar el discurso de la fe» 2
Cabría suponer, por lo tanto, que, de una u otra manera, Moingt daría una atención especial
—aunque fuera crítica— al intento más representativo de esa misma tendencia actual a edificar la
cristología católica sobre el cimiento de una sólida exégesis bíblica ejercida con los instrumentos que la
hermenéutica moderna posee: Jesús. La historia de un viviente, de E. Schillebeeckx. Nada sería, no
obstante, más erróneo. Es verdad que en el mismo capítulo tercero, donde aparece la afirmación citada, y
donde Moingt expresa su deuda metodológica en el tema de la cristología, recuerda que Schillebeeckx ha
presentado un «programa» cristológico con el que Moingt se muestra de acuerdo y que resume con
palabras muy parecidas a las de su propio programa: «partir del acontecimiento Jesús como de una
historicidad fundadora, constituida por un acto de fe eclesial que lleva la huella histórica de Jesús» (p. 255).
Pero, y sin que se muestre bien el porqué de una separación con respecto a un programa con el que se ha
manifestado de acuerdo, añade, sin solución de continuidad:
«A diferencia de Schillebeeckx, mi proyecto no consiste en "seguir ese recorrido" de Jesús paso
a paso estudiando los documentos que lo muestran, como haría un historiador y un crítico de
textos, yendo así al encuentro de los actos de fe suscitados por Jesús.»

1
Ed. du Cerf, París 1993
2
Pp. 222-223.
1
¿Cómo puede uno basarse en una «historia» cuando no se hace ni se toma prestado, por lo menos, el
trabajo de un historiador? En todo caso, Moingt, por el contrario, cita como quienes más han influido en su
método cristológico, a teólogos como Pannenberg, Moltmann y Jüngel, de quienes lo menos que puede
decirse es que han construido inmensos edificios especulativos cuya base histórica es puramente
tangencial: sólo unas horas de la vida de Jesús.
No es éste, sin embargo, el momento de exponer el núcleo de mi evaluación de la obra de J. Moingt.
Me he limitado a introducir al lector a una sospecha suscitada ante el uso por nuestro autor del término
«historia» aplicado a Jesús. Esa sospecha me lleva a formular una hipótesis de trabajo, que luego trataré de
verificar (o «falsificar», en el sentido de comprobar tanto su posible verdad como su posible falsedad) con
la lectura comentada de tres pasajes mayores de la obra de Moingt. La hipótesis es la siguiente: sólo una
inflación indebida de lenguaje puede llamar «historia de Jesús» a la que se limita a comprobar su muerte y
a citar los testimonios que el Nuevo Testamento brinda de su resurrección. Y sólo a eso se reduce la
«historia de Jesús» que entra a formar la base de la cristología que Moingt presenta. Claro está que, de
acuerdo con sus mismas palabras, si esa hipótesis se verificara, su cristología no tendría suficiente base
histórica ni podría adecuarse al criterio que se acaba de leer en su obra como válido para la época
moderna, desde hoy en adelante, para la constitución de una cristología nueva: estaríamos frente a una
más de esas cristologías del pasado en las que Jesús sólo tangencialmente pudo revelar, mediante nuestra
existencia humana histórica y temporal, a Dios, su Padre.
Queda por decir unas palabras sobre esos momentos que creo ser claves para esa evaluación crítica.
Moingt es sumamente serio y cuidadoso en lo que toca a definir su metodología. Dedica a ello todo un
«prólogo» ¡compuesto nada menos que de 48 páginas! Ese prólogo lleva el título, extraño pero sugerente
de «El “rumor” de Jesús». Pero, no contento con ello, sigue discutiendo puntos importantes de
metodología en la voluminosa «introducción» que lo sigue, bajo el título de «El discurso de la fe». Por
último, ya en la Primera Parte de su obra, en el tercer capítulo, trata abundantemente, con sucesivas
aproximaciones a teólogos afines, de la naturaleza y de las exigencias de un trabajo especial y crítico que él
llama —en el título mismo de ese capítulo— «La déconstruction».
En esos tres momentos, que creo claves para nuestro tema, se hallarán, una y otra vez, menciones
del papel que debe jugar la «historia de Jesús» en una cristología. Inútil sería advertir al lector que en la
susodicha sospecha que funda mi hipótesis, así como en los argumentos que usaré para juzgar su
verificación en la obra de Moingt, estarán presentes los argumentos que el lector sólo podrá examinar a lo
largo y a lo ancho en mi propia obra cristológica: La historia perdida y recuperada de Jesús de Nazaret3 En
efecto, el espacio de este artículo permite, sí, hacer alusión a esos argumentos, pero no disponer, sin
embargo, del tiempo y los medios indispensables para fundarlos suficientemente.

I. EL «RUMOR» ACERCA DE JESÚS. UN «RESIDUO» HISTÓRICO.

Como ya se dijo, el prólogo de la obra de Moingt lleva este extraño título. Obviamente, quien habla
de rumor, en términos de sociología, entiende, según Le Petit Robert —para no mencionar más que un
conocido diccionario—, una «noticia que se extiende entre la gente, cuyo origen y veracidad son inciertos».
Siendo así que se poseen tres relatos, en buena parte paralelos, de los mismos acontecimientos en relación
con Jesús, ¿se podrá decir que su contenido acerca de ese mismo personaje, constituye un «rumor»?
Entiendo que Moingt, como se verá por lo que sigue, piensa que ese carácter conviene a los evangelios
sinópticos no tanto en razón de que Jesús haya muerto ya (y sido resucitado y elevado al cielo) y
pertenezca, por ende, al tiempo pasado, sino más bien en razón del mismo género literario de los relatos
evangélicos. En efecto, siendo textos destinados a provocar o fundar la fe, no podría tomarse su contenido
como datos verificados «por un observador objetivo» sensible sólo a la «neutralidad de los hechos» (p. 37).
Si el lector es un mediano conocedor de la Escritura, no podrá frente a estas afirmaciones, dejar de

3
Sal Terrae, Santander 1991
2
recordar la dedicatoria que Lucas hace de su evangelio a su amigo Teófilo. Es casi una negación literal de
esa evaluación que hace Moingt del género literario «evangelio»:
«Puesto que muchos (= algunos) han intentado narrar ordenadamente las cosas que se han
verificado entre nosotros, tal como nos las han trasmitido los que desde el principio fueron
testigos oculares y servidores de la palabra, he decidido yo también, después de haber
investigado diligentemente todo desde los orígenes, escríbirtelo por su orden, ilustre Teófilo,
para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido» (Lc. 1.1-4).
Inútil seria negar que la aspiración al «orden», al «origen testimonial y ocular de los
acontecimientos» y la «solidez», o sea la veracidad que de todo ello resulta, deberán servir a quienes ya
poseen «la palabra» de verdad para enseñarla basados en la solidez de los hechos que la fundamentan.
Imaginarse que sólo podría llamarse «histórico» aquello ante lo que el historiador fuera «neutral» o
indiferente, constituiría la concepción epistemológica más ingenua de lo que en historia puede ser tenido
como «objetivo», que pensarse pueda. Sin embargo, no parece que puedan existir dudas de que así lo
entiende Moingt cuando escribe: «Seguramente, se puede y se debe admitir en esos relatos un elemento
residual, por así decirlo, de pura facticidad histórica » (ibíd.).
Creo que es menester detenerse un momento aquí, aunque Moingt no lo haga, porque nuestro
autor, en el texto citado al comienzo de este artículo —y que como se ha dicho, pertenece al capítulo III de
la Primera Parte de su obra— ha impuesto de una vez para siempre el principio de que la teología sabrá
«que no puede abandonar el terreno de la historia de Jesús, que esa historia tiene un sentido y que ese
sentido debe orientar el discurso de la fe» (p. 223). Ahora bien, no queda claro, a mi entender, cómo se
puede compaginar el principio metodológico de toda cristología moderna con la reducción de la historia
(que sea más que un «rumor») de Jesús a «un elemento residual» que puede extraerse de las narraciones
como «pura facticidad histórica».
Existirían, a mi juicio, dos direcciones (opuestas) que permitirían mantener la antinomia sin caer en
una abierta contradicción: una sería la de mostrar que lo que se llama «elemento residual... de pura
facticidad histórica» es una base suficiente para edificar sobre él el edificio entero de una teología que
desarrolle el problema de conocer el sentido propio de Jesús: la otra consistiría en oponer a la pura
facticidad histórica... de Jesús, que sería residual, una historia de la fe cristiana, o sea de la fe de los
discípulos que históricamente, y no en forma residual, estaría representada en los relatos evangélicos.
Relatos que, gracias a ese residuo de verdad histórica químicamente pura, por decirlo así, en lo que respeta
a Jesús mismo, tendrían un suficiente, aunque mínimo respaldo.
Desde el punto de vista de la hipótesis inicial de este artículo, no sería de extrañar que Moingt en su
obra se moviera de continuo, según tenga presentes las dificultades de una u otra semi-hipótesis, entre
ambas. Y ello por más opuestas que sean en realidad. O sea que, aun hablando de la misma «historia de
Jesús» esté, en realidad, pensando ya sea en una historia reducida a un sólo «momento» literalmente
crucial, ya sea en un auténtica historia, pero en una que no sería ya la de Jesús, sino la historia
-post-jesuánica— de la fe en él.
Volviendo al texto del prólogo donde Moingt hablaba de ese «elemento residual» de «facticidad
pura», el autor continúa de manera inmediata proponiéndonos dos cosas que responden al contenido que
da a tal residuo, dos cosas en donde podrá percibir tal vez el lector la ambigüedad de que acabamos de
hablar. La primera frase opone ese elemento residual a lo que querrían decir los relatos evangélicos: «Pero
no es de eso de lo que (esos relatos) quieren dar testimonio». La frase siguiente pretende dar un ejemplo de
lo que se sabe a través de esos relatos conforme a la intención de quienes los escribieron: «Por ejemplo, no
hay razón alguna para dudar de que "los judíos han dado muerte a Jesús suspendiéndolo del madero" (de la
cruz)».
Entiendo que Moingt presenta esas dos frases como siguiéndose lógicamente. Nada hay, en efecto, a
primera vista, que pueda apoyar la hipótesis de que las dos se oponen. El «por ejemplo» indica a las claras
que Moingt piensa dar un ejemplo de lo que los relatos evangélicos quieren atestiguar
Sin embargo, creo que, en rigor de verdad, las dos frases —la adversativa y la del ejemplo—

3
pertenecen sucesiva y respectivamente a la segunda y a la primera semi-hipótesis de que acabo de hablar.
Comencemos con el ejemplo. Obviamente se trata de una afirmación «histórica» sobre Jesús. En
todo caso, quien pretende que no hay razón para dudar de una frase que alude a un hecho histórico (y no a
algo que se «rumoree» o se «crea») no puede al decir esto sustraerse al hecho de que su propio lenguaje
apunta a la «facticidad histórica», en este caso indudable, de un acontecimiento y de la causa que lo ha
provocado. Es significativo, sin embargo, que la frase citada no proviene de los relatos evangélicos, sino de
los Hechos de los Apóstoles (Hech. 10,39). Es decir, de la historia, no ya del propio Jesús, sino de la fe de sus
discípulos después de la resurrección. Y que estos, en el caso que tenemos entre manos, no están narrando
con ella lo que vieron u oyeron de Jesús: la frase citada se extrae de un discurso donde Pedro, después de
la resurrección de aquél, expone su fe, basándola en una historia que comienza con la vida pública de Jesús
y que (sólo) termina con el enunciado de su muerte y de la causa que llevó a ésta. Interesa, por ende,
señalar que Moingt corta el pasaje, para dejar pasar únicamente el término de la vida de Jesús: su muerte
en la cruz. Cabe preguntarse: ¿por qué se mutila así el contenido narrativo de los evangelios Sinópticos,
separando la cruz de la vida y, sobre todo, del mensaje de Jesús? Es que, como lo dirá casi inmediatamente
Moingt, «los narradores no se interesan en narrar los hechos de Jesús por sí mismos, y todavía menos sus
palabras, ya que no se cita ninguna de éstas...» (ibíd.).
En lo que concierne, pues, a la segunda frase, notamos algunos elementos de gran valor significativo
para interpretar el método cristológico de Moingt. Este no quiere prescindir de la historia para su
cristología. Esta, en efecto, no es la historia de una creación subjetiva, aunque multitudinaria. No estamos
frente a un Jesús-mito-solar. No estamos tampoco frente a un puro «rumor». Aunque los evangelios estén
llenos de elementos que pertenecen a ese rumor, hay en el fondo de él un «elemento residual», es cierto,
pero suficiente para edificar una cristología sólida. En realidad, el ejemplo, no es tal. No es un ejemplo. Es la
totalidad que precisa la teología para levantar su edificio sobre una base sólida. Una base a la que Moingt
se atreve a llamar «histórica». En lo sucesivo, como se tendrá ocasión de ver, se hablará muchísimas veces
de lo que Moingt, como Schillebeeckx, aunque sin la exégesis histórica de Schillebeeckx, llama «el
evento-Jesús». Pero el lector no se dejará engañar: no se trata de la vida (pública), de la actuación o,
«menos aún», de las palabras de Jesús: es lo que, con más propiedad varias veces llama Moingt, el
«acontecimiento pascual», es decir, la muerte y la resurrección de Jesús. Y sólo ello. Ese es el «elemento
residual» de la historia que puede atribuirse al enorme «rumor» sobre Jesús.
Nótese, además, la casi increíble afirmación de que a los narradores no les interesó reproducir la
actividad de Jesús y menos aún sus palabras, ya que éstas jamás se citarían. Para decir esto Moingt, en el
mejor de los casos, ha oído campanas, pero no sabe dónde, como vulgarmente se dice. Ignorando la
exégesis, piensa tal vez que el decir que nunca se está seguro de que las palabras citadas como dichas por
Jesús sean ipsissima verba Jesu, equivale a decir, contra la certidumbre de todos los exégetas serios, que los
relatos han inventado tales palabras. O, lo que sería lo mismo, que las innumerables palabras citadas en los
Sinópticos como dichas por Jesús forman parte de ese vago «rumor» que ignora sus propios orígenes. Inútil
insistir sobre que, en ese tema de las propias palabras de Jesús, lo que está en discusión es la exactitud
literal de tales citas. Algo hay que pagar en fidelidad histórica en cualquier documento que, como ocurre
con los Sinópticos, por lo menos un cuarto de siglo después de los acontecimientos, refleja recuerdos de lo
dicho tanto tiempo atrás. Pero ello no permite atribuir a un mero «rumor» lo que atestiguan las
comunidades cristianas de diferentes lugares y tradiciones cuando coinciden con sólo ligeras variantes, la
mayoría de escasa importancia, en palabras, dichos o discursos de una lógica profundamente significativa.
Ningún exegeta de renombre que yo conozca duda de que Jesús haya sido su creador de parábolas
originales, aunque la diferencia de contextos entre Jesús y sus discípulos (entre otras cosas la desaparición
de Jerusalén, del Templo y de sus autoridades) no permita con facilidad coronar las parábolas que se le
atribuyen con una moraleja adecuada. Entre creer en este punto a Moingt o a un serio exegeta como J.
Jeremías que concluye reconociendo en las parábolas de Jesús «una peculiaridad estrictamente personal»,
por la que «tenemos entonces que concluir que... cuando leemos las parábolas, estamos en la proximidad
inmediata de Jesús»4 yo ciertamente me decidiría por el segundo.

4
Interpretación de las parábolas. Verbo Divino. Estella 1971, p. 8.
4
Habría que notar, además, otra cosa en esta negación que hace Moingt del interés de los
evangelistas hacia los «hechos» (y, por supuesto, hacia las «palabras» o sea, todo el mensaje de Jesús) que
narran. Nuestro autor piensa con esa negación allanar el camino destinado a proveer de una base segura a
la cristología, seleccionando por exclusión —como lo hace en la misma frase que cita de los Hechos— el
elemento histórico «residual» que brindan los Sinópticos, reducidos de este modo a narrar el
acontecimiento pascual. Pero contradice, así, lo que se afirmaba en aquella cita que hemos hecho del
principio histórico impuesto por la modernidad, según el cual, ésta proscribía el abandonar «el terreno de
la historia de Jesús (porque) ésta tiene un sentido por sí misma y (porque) ese sentido debe orientar el
discurso de la fe». Lo que se dice del «sentido» no puede valer para un mero punto de la historia, sino para
una serie de acontecimientos. Sólo de tal serie puede provenir un sentido que oriente no sólo un «acto de
fe» sino todo el futuro «discurso de la fe».
Se llega así a la segunda semi-hipótesis de que hablaba. La pretendida falta de interés de los
narradores evangélicos en la «pura facticidad histórica» tiene un contrapeso. Por eso Moingt la completaba
con la expresión adversativa: «...pero no es de ésta (facticidad) de lo que pretenden dar testimonio». Viene
a continuación el pretendido «ejemplo» consistente en una afirmación extraída de un discurso post-pascual
de Pedro, según la cual los judíos quitaron la vida a Jesús suspendiéndolo del madero (Hech. 10,39).
Inmediatamente después da Moingt la explicación de lo que afirma (con lo que muestra, una vez más, que
el ejemplo dado no es un mero ejemplo entre otros posibles):
«Por más importante que sea, para los cristianos de todos los tiempos, este hito (repère =
señalador) histórico, no es él el que representa la punta del relato, sino el testimonio de que
ello ocurrió "según el determinado designio y previo conocimiento de Dios"» (Hech. 2,23).
Habría que añadir a esto lo que sigue a la frase donde Moingt expresa más claramente el desinterés
hacia lo que sería una historia de los hechos y dichos de Jesús:
«(Los autores de las narraciones evangélicas)... no se interesan más que en poner en escena el
personaje de Jesús, y menos su personaje histórico, que su identidad personal de enviado e
instrumento de Dios. Jesús es un hombre que no se pertenece a sí mismo, sino que es movido
por Dios, alguien que no traza él mismo su propio destino, sino que padece (subit = se somete
a) el destino que Dios le ha preparado de antemano» (p. 38).
Creo que es muy significativo, y algo que apunta de modo muy claro a la segunda semi-hipótesis
aludida, el que «lo que interesa a los narradores evangélicos» no sea definido desde el interior mismo de su
narración, sino desde lo que aparece como posterior a la historia de Jesús: la historia de la Iglesia, o sea, la
de la fe en Jesús después de su muerte y de su resurrección. En efecto, Moingt va a buscar la intención de
los evangelistas Sinópticos ¡fuera de los Sinópticos! De ahí que las frases que aluden explícita o
implícitamente a ese supuesto interés provengan todas de los Hechos de los Apóstoles.
Es al narrar la historia de la Iglesia en un contexto kerigmático —y no ya narrativo— donde aparece
por primera vez la idea de que el fin ignominioso de la historia de Jesús no tendría sentido en sí mismo, sino
que debía obedecer a un plan misterioso de Dios (Hech. 2,23). De ahí también que Jesús se presente como
«pasando», lo que Moingt cree poder interpretar, contra el significado del verbo griego diérjomai = pasar
entre (nosotros), como un mero transitar apresurado, siendo que se trata de una alusión que resume toda
la «historia» de Jesús en la predicación post-pascual: «pasó entre nosotros haciendo el bien» (Hech. 10,38).
De ahí finalmente el que se siga citando los Hechos para probar que la finalidad que orienta ese rápido
tránsito del Jesús histórico hacia nuestro pasado, sea atribuida a una intención meta-histórica —ajena al
Reinado de Dios para que «se haga su voluntad en la tierra como en el cielo— la de ser «Jefe y Salvador» de
la humanidad (Hech. 5,31).
¿Por qué se va a buscar en los Hechos de los Apóstoles, o sea en el libro que narra la historia de la
Iglesia, el sentido de la historia de Jesús? ¿No sería más honesto buscarla en los tres libros que atestiguan el
interés de los evangelistas por la propia historia de Jesús? Moingt lo insinúa casi inmediatamente después
de hablar, como se ha visto, de que en Jesús interesa menos el personaje histórico que su identidad de
enviado e instrumento de Dios. Escribe: «su actividad histórica no tiene espesor ni parece tener interés en sí
misma» (ibíd.). Se diría que adquiere espesor e interés, mediante algo parecido al Deus ex machina de la
5
tragedia griega: la inclusión de un plan divino que viene de lo alto, y no de la historia misma. Por eso
requiere algo que no pertenece ya a lo que se vio y se oyó de él, sino a la interpretación que hizo de él la
comunidad cristiana primitiva.
Esto explica la sustitución de la historia de Jesús por la historia de la fe en Jesús. Y la sustitución,
como origen de esa supuesta «historia de Jesús» de los Sinópticos, centrados en torno a la venida del Reino
de Dios, núcleo del mensaje del Jesús histórico, por los Hechos de los Apóstoles, centrados en torno de la
historia de la Iglesia. Pero existe allí un peligro: esa reinterpretación supone un contexto diferente al
contexto que Jesús tuvo que enfrentar. ¿Cómo estar, entonces, seguros, de que esa interpretación desde
una Iglesia creciente, no violenta la historia de un Jesús cuya predicación lo lleva a la muerte,
aparentemente abandonado por Dios? ¿Por qué, en efecto, deja la primera Iglesia de hablar de la venida
del Reino y le sustituye la (segunda) venida, potente y gloriosa del Juez universal, perspectiva desmentida
por los hechos? Eso es lo que la exégesis de los Hechos y de las primeras expresiones de la fe cristiana
plantea como problema.
Frente a esta dificultad, que ningún exegeta de los textos neotestamentarios, ni ningún historiador
de valor puede ignorar, Moingt cree poder hacerlo cuando escribe:
«Algunos historiadores de los orígenes cristianos han denunciado la ruptura entre la
predicación de Jesús, que anunciaba el Reino de Dios, y la de la Iglesia primitiva que comenzó a
anunciar a Jesús. Permaneciendo a nivel de los discursos que analizamos, se observará que la
ruptura es más aparente que real, porque esos discursos (de los Hechos) no pretenden
enseñar ya lo que era Jesús por su origen y su naturaleza, sino decir aquello que estaba
destinado a volverse, aquél que debía ser el que de antemano nos había sido destinado para
ser puesto en "el rango de conductor y de salvador"» (p. 39).
¡Valiente manera de minimizar una ruptura entre A y B, apoyándose sólo en B! A no ser, claro está,
que un autor citado en nota, Ch. Perrot, con una referencia que no me ha permitido conocer sus
argumentos y con quien el autor dice «estar en pleno acuerdo» no presente argumentos más persuasivos 5.
En todo caso, el autor pretende que ya puede observarse, al analizar como él los discursos que presentan
los Hechos, que la ruptura no es tal. Creo que es optimista en cuanto a la posibilidad de tal «observación».
Lo que sí queda claro es que está interesado en buscar lo que él llama el «espesor» de la historia de
Jesús en la historia de la fe en él. Y ello como fundamento sólido de una cristología.
Esto, y no otra cosa, era lo que enunciaba la segunda semi-hipótesis. Mientras la primera consistía en
llamar «rumor» al contenido propio de la historia de Jesús en las narraciones Sinópticas, y en el intento de
dar como fundamento a su cristología una base más cierta al contenido de esas narraciones, sostenía
Moingt que ellas poseen un «elemento residual» que consiste en dar testimonio del acontecimiento-Jesús
reducido a la cruz y a la resurrección; la segunda semi-hipótesis consistía en basar la interpretación de ese
acontecimiento puntual, gracias al kerigma pospascual de la Iglesia primitiva, interesada en descubrir qué
era Jesús y no interesada, por el contrario, en la facticidad de sus hechos y, sobre todo, de sus dichos. Estas
dos semi-hipótesis convergen en una historia, sólo que se trata de una pseudo-historia, de un
acontecimiento puntual o residual en lo que toca a Jesús mismo, pero que es pasible de desarrollos gracias
al progreso de la fe en Jesús en el movimiento que siguió a ese rumor.
Es muy significativa, para la verificación de la hipótesis general que estamos proponiendo, la similitud
entre el interés de Moingt por lo que se ha llamado el «movimiento de Jesús» y su manera de comprender
la propia historia de Jesús como un «rumor». En ambas expresiones se habla de una potencia de
comunicación y expansión que poseería una novedad cuyo origen, definición y veracidad permanecen
inciertos. Lo que, sin embargo, no obsta, en el pensamiento de Moingt, a la construcción de una auténtica
cristología.
Ya se notó esa característica a propósito del «rumor» de Jesús. Ahora cabría hacer lo mismo acerca
del interés que marca el prólogo de la obra de Moingt por el «movimiento de Jesús» —la propagación de su

5
Jésus et l'histoire, JJC 11 1979.
6
«rumor»— así como por la supuesta indefinición que caracterizaría lo que de él, y de su mensaje, se sabe.
Poco antes del fin del prólogo, resume Moingt lo que piensa a este respecto en una frase tan precisa como
discutible: «El mensaje de Jesús era, pues, como su personaje: inclasificable, indefinible» (p. 62).
Volviendo a las páginas que se estaban analizando, se encontrará un testimonio, tanto de esa
«indefinición» del movimiento de Jesús como, además, de las causas profundas que han contribuido a
volverlo tal.
En la nota 13 al pie de la página 47 del prólogo, señala Moingt:
«Para un estudio sociológico del “movimiento de Jesús”, leer G. Theissen (Le Christianisme de
Jésus. Ses origines sociales en Palestine, Relais, Desclée, París 1978, 6), del que extraigo la
conclusión: "Salido de una crisis profunda de la sociedad judeo-palestina" ese movimiento
trabajó para resolver las tensiones, y se deja así interpretar "como contribución para tratar y
sobrepasar la agresividad", pp. 129-145. Lo que coincide con la interpretación de E.
Drewermann (La parole qui guérit, Ed. du Cerf, París 1991): Jesús libera a los hombres de la
angustia.»
Pocas páginas más adelante, lo que se acaba de decir sobre lo inclasable e indefinible del
«movimiento de Jesús» se dirá, de una manera más explícita y razonada, al tratar del porqué de esa
influencia tan profunda como poco definible y clasificable, del propio personaje histórico de Jesús o, mejor,
del «rumor» que en él se centra. Después de mostrar la vaguedad de la categoría de Mesías con la que se
pretendió comprenderlo y de los errores a que ella se prestó, rescata Moingt también aquí, el elemento
residual ambiguamente histórico que lo caracterizaba. De la descripción de Jesús como un Mesías de tipo
político, escribe nuestro autor:
«Error, por cierto, pero que no se habría producido si su palabra y su ejemplo no hubiera
suscitado en tomo a él un soplo de libertad y de audacia... He aquí por qué el rumor que lo
seguía mezclaba a su fama de "profeta" y de "rabbi" la de "libertador" y, por ende, la de
"rebelde" que daba que temer a los poderes establecidos, judíos o romanos, el que al final
llegaría a "levantar al pueblo" (Lc. 23,5)» (p. 54).
A continuación recuerda Moingt los términos usados por J. B. Metz para mostrar lo que Jesús era,
considerado desde ese punto de vista: un «recuerdo peligroso (la expresión es del propio J. B. Metz)... y ese
rasgo forma parte, hoy como ayer, de su personaje histórico».
Se equivocaría, sin embargo, quien pretendiera reducir Jesús a ese esquema, según el pensamiento
de Moingt, el cual se preocupa inmediatamente de diluir y neutralizar ese peligro. O, si se prefiere, de
universalizarlo, lo que equivale a lo mismo:
«Personaje inclasificable, que no se deja encerrar en el mundo de la religión, ni en el
pensamiento ético, ni en la acción política, sino que se sitúa en la unión de todos esos
dominios, atravesándolos todos, sin dejarse rechazar de uno a otro, para mostrar que la
relación con Dios no... está ausente de ninguna dimensión de la existencia humana» (pp.
54-55).
Al leer este pasaje, me parece estar leyendo uno muy tristemente semejante a éste, de la obra de H.
Küng, Ser cristiano6:
«Jesús, claramente, no se deja encuadrar en ninguna categoría: ni entre los poderosos ni entre
los rebeldes, ni entre los moralizadores ni entre los silenciosos del campo. Se muestra
provocador hacia la derecha como hacia la izquierda. No respaldado por ningún partido,
desafiante en todas direcciones: "el hombre que rompe todos los esquemas".»
Aunque esta última frase no es de Küng, sino que éste la toma de E. Schweizer, pienso que todo el
pasaje citado de Küng representa una tendencia errada a figurarse la trascendencia de Jesús en términos
que, en rigor de verdad, le quitan a Jesús su humanidad. Un personaje inclasificable o indefinible no es un

6
Trad. cast. Ed. Cristiandad, Madrid 1977.
7
hombre; una historia en la que Jesús no se encuadra en ninguna categoría no es tampoco una historia
humana. Ni siquiera es historia. La historia es una de las formas de comunicación del conocimiento. Dios no
puede utilizar un lenguaje propio de la Divinidad. Si ésta no llegara a comunicarse con el hombre con una
de las categorías humanas —y no con todas a la vez— simplemente no comunicaría nada. Así Küng parece
muy avanzado cuando combate un dogma incontestado hasta el presente en la Iglesia católica; pero, al
hacerlo, muestra que piensa en un dogma como si no hubiera salido de la Edad Media o del Vaticano I. En
otras palabras, sólo un conservador puede parecer tan progresista. Su novedad crece en la medida en que
sus presupuestos son más antiguos.
No pretendo ignorar la diferencia cualitativa que media entre el pensamiento de Moingt y el de Küng
en materia cristológica, en beneficio del primero. Sólo pretendo comprobar una vez más que lo que aquél
tiene por «moderno» se asimila demasiado al fruto de una exégesis que ya no coincide con la modernidad,
y que más bien parece situamos a fines del siglo pasado, antes de la crisis modernista, junto con el famoso
«rumor» que toma el lugar de la historia seria de Jesús. El rumor se acomoda a las más sorpresivas
manipulaciones de los datos que brinda una exégesis crítica seria.
Uno de los ejemplos más claros en el Prólogo, el último que propondré en este apartado, consiste en
pretender que la originalidad del mensaje de Jesús, que se habría valido «de temáticas ampliamente
conocidas», consistió, según Moingt, en «espiritualizar la idea del Reino» (p. 59). Entiendo que
«espiritualizar», en el lenguaje ordinario, significa transformar una realidad externa en un cambio o
experiencia interna. En otras palabras, en sacarla de su expresión y causalidad propiamente históricas. Esto
le permite quitarle importancia (histórica) a las parábolas que, como se sabe, constituyen el medio más
usado por Jesús para expresar su mensaje. De ahí que prácticamente invente que las parábolas constituyen
«ese lenguaje imaginativo y apacible, tomado de las realidades de la vida cotidiana... propio para
desmitologizar el lenguaje del Reino... hecho de acontecimientos corrientes» (p. 60). Aunque parezca
mentira, creo que el autor ignora el dato histórico preciso y fundamental de lo acontecido cuando Jesús
cuenta la parábola llamada hoy «de los viñadores homicidas» frente a los «sumos sacerdotes» y otros
miembros del Sanedrín. Según la fuente Marcos, esa parábola no debió ser tan «apacible», puesto que los
tres Sinópticos están contestes en que las autoridades entendieron que la parábola «la había dicho por
ellos» y les pareció que ello no era una invitación a acontecimientos corrientes, sino que amenazaba hasta
tal punto su autoridad externa (no precisamente «espiritual»), que decidieron tomar preso a Jesús,
designio que, según los tres Sinópticos, no se realizó en el momento mismo, por temor a la plebe, sino poco
después con la muerte de Jesús en la cruz (Mc. 12,12 y pars.). Mateo pone en plural la palabra «parábola»,
dando a entender que, por lo menos, en la última estadía de Jesús en Jerusalén, todas las parábolas dichas
por Jesús fueron entendidas como constituyendo una amenaza histórica, externa y realista, a la autoridad
religiosa judía. Históricamente Jesús no murió por causa de ningún plan divino diferente de la causalidad
que constituyó su polémica decisiva contra las autoridades que representaban y desfiguraban lo que Dios
quería hacer de Israel.
Creo, pues, que este rápido análisis del prólogo —rápido en comparación con la longitud del prólogo
mismo— apoya la hipótesis de que Moingt quiere en él librarse del espesor realista de una historia de Jesús
como base de todos los desarrollos ulteriores de su cristología. Que habrá de ser, si ello se confirma, una
cristología especulativa más, como todas las clásicas surgidas antes de que se instaurara en la Iglesia
católica el hábito de una exégesis crítica, como lo exigiera, ya a mitad de este siglo, la Divino Afflante
Spiritu. Todos los datos aportados hasta aquí convergen hacia esa hipótesis como la única lógica. Para
cerciorarse de ello basta, por cierto, una lectura atenta, a condición, con todo, de desconfiar de sutiles
declaraciones explícitas de tipo genérico y de atenerse más bien al examen de los casos particulares que
van formando una trama mucho más decisiva y honda.

II. EL DISCURSO DE LA FE. DEL RUMOR AL DISCURSO


El método que Moingt seguirá en su intento por construir una cristología —en este segundo y breve
paso que origina todavía, después del prólogo, una inesperada «introducción»— debe aún explicar el paso
de una «historia» tocada de un modo sólo tangencial por el acontecimiento-Jesús, a un amplísimo discurso
8
cristológico elaborado sobre aquélla. Esta «introducción» nos permitirá no sólo conocer cómo, después de
Jesús, se elaboró un discurso que trata de la fe en él, sino también verificar más aún nuestra hipótesis
puesta ya a prueba en el apartado anterior, y concerniente al lugar que ocupa la «historia de Jesús» en la
elaboración que hace el discurso destinado a establecer cómo se expresa la fe cristiana.
A ese propósito interesará, según creo, atender a lo que escribe Moingt en el comienzo mismo de la
introducción:
«De aquí en adelante dejamos el rumor de Jesús, rumor que hemos escuchado a través de las
predicaciones apostólicas y de los relatos evangélicos, para interesamos en el discurso
cristiano propiamente dicho, tal como aparece, grosso modo, al comienzo del siglo II de nuestra
era. Y para buscar allí la respuesta de la Iglesia a la pregunta central de los evangelios, la que
Jesús planteaba a los suyos: para ustedes, ¿quién soy yo?» (p. 73).
Creo que varías cosas, en íntima relación con lo que precede, son dignas de mención en este
comienzo de la introducción.
Una es, si no estoy muy equivocado, la confirmación de la hipótesis global, en su más amplia versión:
Moingt no sobrepasa, en lo que se refiere a toda la historia de Jesús, tal como nos la presentan los tres
evangelios Sinópticos, el plano del «rumor». Al caracterizar así lo que se ha alcanzado con el prólogo,
Moingt parece satisfecho con el término «rumor». Si admite o no un «elemento residual», propiamente
histórico, constituido por el acontecimiento «pascual» de la muerte y la resurrección de Jesús, no lo dice
aquí. Creo que hay, con todo, que suponerlo; aunque el hecho de no mencionarlo indique que, en efecto, lo
tiene por «residual». No en vano indica que en lo que sigue al «prólogo» y a la «introducción», esto es, en
lo que constituye propiamente su cristología, las narraciones evangélicas (al igual que las mismas
predicaciones apostólicas) no le interesarán más. Deja esas fuentes del rumor, no para ir a otros escritos
del Nuevo Testamento, sino para ir a buscar los comienzos del discurso cristiano sobre la fe en Cristo que,
fuera ya de la Biblia, nos hacen remontar al «comienzo del siglo II de nuestra era», como acaba justamente
de decir.
Así el especialista de teología patrística y sistemática que hay en Moingt ha despedido de su obra al
exegeta o al teólogo bíblico, puesto que no sabe cómo incorporar al discurso de la fe los propios textos «de
ese depósito único de la fe» del cual, según el Vaticano II, el Magisterio de la Iglesia «saca todo lo que
propone para ser creído como divinamente revelado» (DV. 10).
No se debe ello, es evidente, a un desprecio por los datos bíblicos. Me doy cuenta de que, sin
quererlo, el orden que he seguido en el estudio del prólogo puede haber dado esa falsa impresión al lector.
En dicho estudio me concentré en la palabra «rumor» sin decir lo que Moingt ponía concretamente bajo
ese concepto, esto es, una cierta «historia» de Jesús sacada de los evangelios. Nuestro autor no ignora,
pues, los datos bíblicos. Ocurre sólo que, al relatarlos, lo hace subrayando las incoherencias, las
vaguedades, las ambigüedades u oposiciones, es decir, todo lo que llevaría a pensar que los relatos
evangélicos han tenido que atravesar una espesa niebla de incertidumbre, teñida, además, de una
inconfesa intención propagandística, cosas todas que pueden producir al lector moderno la idea de que es
finalmente imposible saber de cierto lo que allí se encuentra de realidad. Una vez más, «rumor» significa
una «noticia que se divulga entre la gente, y cuyo origen y veracidad son inciertos». No se trata, pues, de
que exista una negativa por parte de Moingt a hacer uso del material bíblico sobre Jesús y su historia. Se
trata, sí, de una exégesis deficiente que no intenta siquiera, a pesar de las claras indicaciones de los textos
evangélicos, discernir entre la tradición más fehaciente, por un lado, y la que se debe, por otro, al trabajo
literario, y aun «teológico», de los autores de los evangelios. Y que depende del hecho explícito de que,
después de la (muerte y) resurrección de Jesús los discípulos hubieron de recomponer todo ese material
del recuerdo para comprender el final de esa vida.
Así, en otras palabras, la «historia entera, y no sólo final, de Jesús» surgirá, ante todo, de discernir lo
que en tales narraciones apunta a lo pre-pascual de lo que ya se nota como influido por lo pensado y
atribuido —en forma retroactiva— a Jesús, es decir, lo post-pascual. Ahora bien, cuando, como en el caso
de Moingt, se rehúsa uno a trabajar críticamente sobre esta base, lo post-pascual, o sea la interpretación,
pasa por encima de los hechos y de su conexión lógico-histórica. Y lo único que queda de histórico es, en
9
verdad, un «residuo» puntual: el hecho no discutido ni discutible de que en la primera mitad del siglo I d.C.,
Jesús murió en la cruz y de que, según lo consignaron sus discípulos, únicos testigos del evento, al tercer día
Dios lo resucitó de entre los muertos.
Es ésta la segunda observación que cabe hacer a esas frases con las que comienza la «introducción».
Sacada de su contexto histórico, la muerte o, si se prefiere, el asesinato de Jesús, es, sí histórico —en el
sentido definido anteriormente por Moingt como «pura facticidad histórica»— pero carece por sí mismo de
sentido para saber quién es o qué es Jesús. Millones de personas humanas han sido ajusticiadas por
razones verdaderas o falsas, por crímenes cometidos o por valores que defendieron. Ahora bien, la pura
facticidad histórica no puede ir más allá de la muerte de Jesús, verificable por cualquiera que viviera en el
espacio y en el tiempo en que ella se llevó a cabo. La resurrección, por verdadera que sea, no es ya histórica
en el mismo sentido. Habiendo tenido lugar sólo en la intimidad de los discípulos, tiene más de
interpretación (y, por ende, de fe) que de verificabilidad histórica. Nótese bien que la resurrección de Jesús
en cuanto interpretación que genera un movimiento histórico de todos conocido, como el cristianismo,
constituye, sí, un hecho histórico verificable, pero no ya en lo que concierne al propio Jesús, sino en cuanto
pretensión de sus discípulos de ser (únicos) testigos de un «crucificado-resucitado». O sea de algo que hace
de Jesús un ser único. Algo que se mezcla, en el recuerdo de Jesús, con los acontecimientos de su vida
pública: en eso que hemos llamado post-pascual.
Se notará, así, en tercer lugar, que existe una laguna extraña entre «el rumor de Jesús» (que
comprende todo lo que históricamente se pretendería saber de éste, amén de que murió y fue resucitado)
y el comienzo del II siglo cuando, según Moingt, empieza el «discurso cristiano propiamente dicho». ¿Por
qué, entonces, dejar ese vacío, si todo el Nuevo Testamento, fuera de los tres Sinópticos, es ya una o cien
maneras distintas de interpretar al «crucificado-resucitado»? ¿Y por qué dejar fuera a los mismos
Sinópticos si lo que es post-pascual en ellos es ya una interpretación «teológica» de Jesús? Creo inútil
advertir al lector de que post-pascual no equivale a «falso», sino que puede constituir una importante
verdad teológica. Con tal de que, empero, no se lo confunda con un dato «histórico» sobre el propio Jesús.
El mismo Moingt se ocupa de darnos una explicación del hecho extraño de ese vacío temporal, en el
párrafo que sigue a la declaración que estuvimos analizando desde que abordamos el tema de la
Introducción. Comienza escribiendo:
«Los escritos del Nuevo Testamento son ya un discurso (de la fe cristiana), si se entiende por
discurso una construcción razonada que tiene una intención precisa, ya que su fin es llevar a
creer y demostrar que "Jesús es el Cristo". A este título, constituyen un discurso a la vez
histórico y teológico y es ya la Iglesia la que hace ese discurso...» (p. 73).
Cabría entonces preguntar el porqué de la necesidad de pasar desde el acontecimiento pascual
(interpretado en el prólogo siguiendo los hechos) a los comienzos del siglo II. Moingt, sin embargo, se
apresura a dar en este punto la razón precisa de ese «salto»:
«Sin embargo, no los hemos abordado con esa perspectiva. Les hemos pedido simplemente
que nos digan lo que se contaba de Jesús en la época en que comenzaba la predicación
cristiana a delinear el retrato de ese personaje controvertido que unos y otros veían en él, a
hacer un esbozo de su mensaje tal como fue recibido o rechazado de un lado o de otro.
Resumiendo, que nos den la informaciones elementales sobre Jesús y nos introduzcan así en el
discurso que la Iglesia va a hacer muy pronto al mundo, basándose en esos escritos para
presentarle a su Cristo... Esta aproximación histórica bastará para nuestra intención» (pp.
73-74).
Una vez más, lo que aquí se llama «aproximación histórica» es, en realidad, como nuestra hipótesis lo
sigue verificando, una indebida "inflación’' del término historia. En efecto, no es ese «discurso de la fe»
cristiana elaborado en la misma Biblia lo que Moingt llama «aproximación histórica», sino el mismo
«rumor» que se extiende de esta manera a todo el contenido del Nuevo Testamento.
Por eso continuará Moingt escribiendo sobre eso que a primera vista parecería ser ya el discurso
bíblico mismo de la fe:

10
«Pero sobre los puntos verdaderamente importantes que desde hace largo tiempo han sido
objeto de innúmeras investigaciones, la ciencia histórica no proporciona, en la mayoría de los
casos, sino respuestas inciertas, inmediatamente sujetas a discusión» (p. 74).
En otras palabras, se diría que para la teología de Moingt, todo lo bíblico pertenece al «rumor». Sólo
se entra a terreno firme, después de haber tocado tangencialmente la historia con el acontecimiento
pascual (muerte y resurrección de Jesús), cuando se sale de la Biblia hacia el discurso —extra bíblico— de la
fe. Es a ese terreno «firme» a lo que Moingt llamará «histórico» aunque se trate, más obviamente, de un
discurso especulativo. Y que sólo tiene de histórico el pertenecer al pasado; pero, esta vez, a un pasado que
Moingt entiende poder manejar con una certidumbre que no posee en el pasado «bíblico». O que Moingt
se siente en incapacidad de determinar.
Para terminar así el aspecto metodológico que muestra la «introducción» de la cristología de Moingt,
trataré de mostrar la pertinencia de lo anteriormente estudiado a través de dos ejemplos, proporcionados
por la misma introducción, que muestran a mi entender la dificultad que tiene nuestro autor en usar
teológica y cabalmente datos bíblicos significativos para el discurso de la fe. Amén de lo que ya se ha visto
sobre la carencia de criterios para discernir la veracidad de las narraciones bíblicas en lo que concierne a
Jesús y a su mensaje.
Esta falta, tan visible en la cristología de Moingt al citar (como ya se ha visto) fuera de contexto
muchos textos bíblicos, lo lleva así a imaginar que lo que no ha sido posible poner en claro acerca del
«rumor de Jesús», gracias a las narraciones evangélicas, lo será más adelante: mediante la respuesta que la
Iglesia, después del fin del Nuevo Testamento dé a lo que Moingt entiende ser la «pregunta central de los
evangelios». Y que, nótese, no es más la pregunta por la veracidad de la «historia de Jesús», sino sobre
quién es él, es decir, por su, digamos, «estatuto teológico».
El primer ejemplo, en efecto, concierne a la pregunta que, según los tres Sinópticos, y tal vez, según
algunos exégetas, hasta el mismo Juan en su cuarto Evangelio (cfr. Jn. 6,64-69), representa el fin de la
predicación de Jesús en Galilea, contexto que, por ello mismo, se ha llamado «crisis galilea» (cfr. Mc
8,27-33 y pars.). Es un contexto de fracaso, tanto en lo que se refiere a la comprensión que Jesús habría
alcanzado entre el pueblo de esa región, como en lo que se refiere a la comprensión que tienen de él sus
propios discípulos. Porque Jesús no sólo les pregunta quién piensan ellos que es él, sino que comienza
preguntando quién piensa la gente que es él. Tanto es ello así que (con la excepción de Mateo, que traslada
a ese contexto de fracaso la tradición sobre una confesión de Pedro que habría sido aceptada y alabada por
Jesús) los Sinópticos (e incluso Mateo) terminan la escena con una clara exclamación de desánimo e
impaciencia que Jesús dirige al propio Pedro: «¡Apártate de mí (o ¡quítate de delante!, o simplemente
¡atrás!), Satanás!». A partir de allí, Jesús parece no volver a recorrer Galilea, sino que sólo la atraviesa, ya
en camino hacia Jerusalén.
¿Por qué, entonces, escribe Moingt que esa pregunta —«y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»—
que parece incidental en un pasaje relacionado no con la fe de los discípulos, sino de modo primario con la
comprensión y aceptación de su mensaje por parte del pueblo de Galilea, debe ser considerada «la
pregunta central de los evangelios» (p. 73)? La respuesta parece obvia: es porque ésa es la pregunta a la
que la cristología de Moingt quiere contestar. Sea cual fuere la intención de los autores neotestamentarios
al consignarla.
La respuesta a la que Jesús responde a través de toda su predicación en parábolas, explícita
muchísimas veces, e implícita siempre, fue: ¿A qué compararé el Reino de Dios? Por eso rechaza
innumerables veces —a ese rechazo alude el llamado «secreto mesiánico»— el interés por fijar la atención
en quién es él o por pretender deducirlo de las maravillas que obra, ignorando que la intención de esas
obras es la de mostrar o «significar» el poder o la «fuerza» ya presente del Reino que está por llegar. Sólo
en la predicación pospascual de Pedro, según los Hechos, el acento pasa del Reino a la persona, o sea al
estatuto teológico, de Jesús. Y los milagros dejan de hablar del Reino para «garantizar» ese estatuto
(mesiánico, cfr. Hech. 2,22.36 y pass.).
No obstante esto, Moingt ha decidido ya, como se ha visto, que los dichos de Jesús, «menos aún que
sus obras», no se citan, ni por ende, tienen importancia alguna. Y que la predicación de los discípulos de
11
Jesús después de Pascua no difiere de la predicación de Jesús mismo. Se trata de decisiones «teológicas»
tomadas al costado y a expensas de una exégesis seria.
Por eso sorprende tanto más el segundo ejemplo, donde Moingt critica precisamente esas decisiones
cristológicas que la teología toma a priori e impone luego a la exégesis misma.
«Un ejemplo (de una mala interpretación que trata de hacer coincidir la exégesis con dogmas
establecidos) no tardará en hacerse presente acerca de un punto capital: una exégesis
científica (= savante, erudita) no logra ubicar el concepto de encarnación en el centro de la
revelación del Nuevo Testamento a no ser porque sabe de antemano que la Iglesia lo ha
puesto en la base misma de su dogma. Por qué actividad de la fe ha llegado, empero, a ocupar
ese lugar (que una lectura inmediata de la Escritura no le atribuía necesariamente) sólo la
historia del dogma podrá mostrarlo... y eso porque la fe ha sido recibida, y todo cuanto es
recibido lo es en una historia» (p. 75.).
A mi parecer, al hablar otra vez de «centro» a propósito del Nuevo Testamento, Moingt repite el
mismo error elemental. Pero aquí se nota más. No existe un centro del Nuevo Testamento, porque éste no
es la obra de un sólo autor, sino de varios, que dan diferentes acentos y ubican las ideas y conceptos que
tienen o los datos que proporcionan en diferentes escalas de valor significativo. Si aún es posible hablar de
un «centro» de la predicación de Jesús porque las dos fuentes de los Sinópticos coinciden en atribuir más o
menos la misma importancia a ciertos conceptos o ideas claves, ello no vale para la totalidad pluralista o
variopinta de los autores neotestamentarios.
El concepto de Encarnación es, sí, central para los escritos joánicos (cfr. Jn. 1,14.18; 1 Jn. 1,1-4) y ese
personaje de Juan (que puede ser colectivo) es también, a su vez, de una importancia fundamental para la
teología neotestamentarios. ¿Por qué no lo es para Moingt? ¿Por qué supone éste que esa importancia se
debe a una abusiva intromisión del dogma posterior? La única explicación que encuentro concuerda con
todo lo anterior: es la aversión, instintiva e involuntaria probablemente, de nuestro autor por la exégesis
bíblica.
Pero así se confirma asimismo lo fundamental de nuestra hipótesis: el juego extremadamente
ambiguo al que se presta el término «historia» en este caso. En realidad, para Moingt no hay verdadera
historia en el Nuevo Testamento y, por ende, en lo que allí concierne a Jesús. Sólo estamos en la «historia»
(que el hombre moderno ha de tomar siempre como fundamento de un discurso), cuando se puede
desarrollar históricamente la génesis y desarrollo de un pensamiento. Y ello comienza a ocurrir, en lo que
se refiere a Jesús, con las cristologías que suceden al Nuevo Testamento. A ello, y sólo a ello, se aplica
entonces el concepto de algo «históricamente fundamentado». «Todo lo que es recibido, lo es en la
historia», escribe, como se acaba de ver. Pero así se confunde la historia de los hechos con la historia del
pensamiento sobre los hechos. Dos niveles lógicos distintos, que se mezclan sin cesar en el pensamiento de
Moingt. Y por cierto, y lo que es más grave sin duda para nuestro autor, esa confusión es meramente tal,
no dialéctica.

III. LA DES-CONSTRUCCIÓN. LAS INFLUENCIAS TEOLÓGICAS

De alguna manera, el capítulo tercero de la Cristología de Moingt retoma el tema de la metodología


allí donde lo había dejado la introducción. Al comenzar, el discurso teológico sobre Jesús debe cortar
amarras con un hábito teológico que se podría, en forma un poco caricatural, definir como sigue: construir
primero un edificio especulativo acerca de lo que debe ser ese hombre-Dios que es Jesús de Nazaret, e
inclinarse luego sobre los Evangelios (y el resto del Nuevo Testamento) procurando que esas narraciones
proporcionen una base histórica cabal para justificar tales desarrollos.
Eso mismo, que la introducción ha mostrado en el segundo ejemplo que se acaba de ver, lo postula la
hermenéutica moderna. Esta exige una «destrucción metódica» de lo que muy a menudo se le hace decir a
la Escritura en nombre de una dogmática que es previa en su lógica, pero que se desarrolló durante muchos

12
siglos sin dejar que la Biblia dijera su palabra normativa a partir de lo que se nos dice en los Evangelios
sobre una cierta «historia» de Jesús. Volver a esos verdaderos comienzos supone sospechar a priori sobre
los fundamentos de una cristología cuyas construcciones se volvieron con el tiempo un lugar común a
espaldas del acontecimiento-fundador de la fe cristiana.
1. LA DES-CONSTRUCCIÓN, ¿EN QUÉ CONSISTE?
La definición de esta tarea des-constructora, impuesta por la modernidad, la conoce ya el lector
desde la introducción de este artículo:
«Con la modernidad... un resultado quedará como adquirido: la teología sabrá de una vez para
siempre que no puede abandonar el terreno de la historia de Jesús, que esa historia tiene por
sí misma un sentido y que ese sentido debe orientar el discurso de la fe» (pp. 221-222).
Conoce ya, además, el lector las múltiples razones que me han llevado a desconfiar de que esa
definición corresponda al desarrollo real del pensamiento de Moingt en la elaboración de su cristología,
como lo ha mostrado el prólogo y la introducción de su obra. ¿No existirá en esa definición, bastante
digital, una ambigüedad en lo que Moingt llama «historia de Jesús»?
Creo, por ello, que puede ser útil, en este momento en el que trato de analizar, a ese mismo
respecto, el contenido principal del capítulo tercero de su obra, examinar una definición, algo más
descriptiva, de cómo Moingt entiende esa tarea de dar al discurso de la fe cristiana un sólido fundamento
en la historia de Jesús. Después de la definición que se acaba de citar, y sin solución de continuidad con
ella. Escribe nuestro autor:
«Va a producirse, por lo tanto, una “des-construcción" de ese discurso7: estaba organizado en
torno a los conceptos del dogma y sistematizado por las fórmulas dogmáticas, y deberá ahora
tomar como punto de partida, y como control, el relato evangélico. No es que la fe no pueda
decir nada sobre Jesús que no proceda de la historia, sino en el sentido de que la fe no puede
llegar a oponerse a la historia y presumir de ello» (p. 222).
Surgen aquí varias preguntas. Una, por ejemplo: ¿cómo se forma en la mente de Jesús el concepto
del Reino (o, mejor, reinado) de Dios como de algo que debe transformar la tierra (cfr. Mt. 6,10, en su
versión del Padre Nuestro)? Si, según Moingt, como ya se ha tenido ocasión de ver, «la originalidad del
mensaje de Jesús... es que espiritualizaba la idea del Reino» (p. 59), ¿será histórica y básica esa originalidad
(aparente) o habrá de ser considerada como digna de una des-construcción por constituir tal
espiritualización una edificación dogmática para escapar a la conflictividad procurada activamente por
Jesús en su mensaje histórico? Pero, por otra parte, ¿cómo puede la predicación de Jesús controlar
históricamente la cristología, si, según Moingt, «los narradores (de la historia de Jesús) no se interesan en
recordar los hechos de Jesús, y todavía menos sus palabras, ya que ninguna de ellas es citada» (p. 38) y si
«su actualidad histórica no tiene espesor y no parece tener interés en sí misma» (ibíd.). Moingt parece
haber olvidado lo que escribió en el prólogo.
No se extrañe el lector de que repita esto aquí. Es menester hacerlo para comprender algo, en
principio muy acertado, que escribe Moingt, a propósito justamente de la Encarnación, cuya «centralidad»
en el discurso de la fe cristiana era discutida por nuestro autor en el segundo ejemplo con que termina la
introducción, como siendo una intromisión indebida del dogma en la interpretación de Jesús trasmitida por
las narraciones evangélicas.
Aquí escribe Moingt: «El concepto de Verbo Encarnado no puede ser colocado como una condición
dogmática previa para descifrar el relato» (p. 223). Esto vale, por cierto, para los Sinópticos (si se exceptúan
los llamados «evangelios de la infancia» de Mateo y sobre todo de Lucas). Pero no puede decirse lo mismo
de Juan. En efecto, a diferencia de aquéllos, Juan presenta a un Jesús que, en medio de una historia

7
Paul Ricoeur utiliza esa palabra en su prefacio al Jesús de Bultmann para caracterizar la «desmitologización»
emprendida por este último como el tipo de hermenéutica propio «de una edad poscrítica de la fe» que no consiste
ya en edificar un sentido espiritual, sino en desestructurar la letra, como una perforación que va más hondo que el
mismo sentido literal...
13
humana se describe «crípticamente» como Dios —el «Yo Soy»— y actúa para «significar» un poder, un
saber y un plan intemporal, incompatible con la historia de un auténtico ser humano. Por cierto, Juan no
toma, así, las precauciones de lenguaje que luego hará normativas el Concilio de Calcedonia para preservar
al «hombre verdadero» que es Jesús.
De ahí lo acertado, en principio, de la norma con que debe descifrarse la historia de Jesús, según
Moingt:
«La aparición en el siglo XIX del nombre de "cristología", que reemplazará muy pronto los
tratados clásicos De Deo Incarnato, es el signo de esta "des-construcción-, que no es una
destrucción, sino una reconstrucción, aunque, por cierto, total: la nueva cristología no partirá
ya "de arriba", del presupuesto de la generación eterna del Verbo, sino "de abajo" de la
historia de Jesús de Nazaret» (p. 224).
El lector se preguntará, sin duda, si un principio tan claramente enunciado no nos obligará a prever el
juicio anterior o a interpretar de otra manera lo que he analizado en los dos apartados precedentes.
Pero no hay que precipitarse. Bastará con leer lo que sigue sin solución de continuidad, ni punto y
aparte, ni mediante una conjunción adversativa. Nada. Inmediatamente. «Desde los debates de la primera
mitad del siglo XX, la teología ha perdido la ilusión, si es que la ha tenido jamás, de basar la fe en Jesús
sobre investigaciones históricas» (ibíd.). Cabe, por cierto, preguntar ¿será que Moingt no percibe la
antinomia? ¿Cómo se puede empezar una cristología «desde abajo», es decir, desde la realidad perceptible
a los ojos humanos, cuando esa misma realidad hay que desentrañarla de documentos de un pasado que
lleva ya dos mil años, y hacerlo sin realizar «investigaciones históricas» no fáciles, que permitan basar en un
fundamento sólido de certidumbre lo que hay que aceptar acerca de Jesús?
Claro está que, frente a esta paradoja que frisa en una clara contradicción, se podría salir del paso
suponiendo que Moingt no la ve. Por mi parte, estaría más dispuesto a admitir la hipótesis contraria: que
Moingt la ve, pero procura que su lector no la perciba. Y digo que la prefiero porque la otra hipótesis me
parece inverosímil ante la agudeza intelectual de Moingt. Pero entiendo que no es menester pensar en una
trampa voluntaria. Existe una tercera explicación que, con mucha buena voluntad, es cierto, daría cuenta
de cómo ambas expresiones, aparentemente contrarias, pueden converger en el caso único de Jesús.
Veamos.
Preguntaré de nuevo: ¿se puede basar sobre la realidad histórica de Jesús —o sea, desde «abajo»—
una cristología «sin investigaciones históricas», pero dotada de una cabal certidumbre, capaz de servir de
fundamento y control de los dogmas cristológicos? Si entiendo bien a Moingt, la respuesta, para él, debe
ser afirmativa. A condición, empero, de que algo de suma importancia significativa, y sólida y básicamente
histórico, pueda ser dicho, sin investigaciones, atendiendo a un punto que está fuera de toda discusión
(historiográfica). Y —¡atención!— desechando todo el resto como mero rumor carente de certeza. Me
parece que esto es lo que Moingt quiere decir en la frase que sigue, esta vez comenzando con una
conjunción adversativa:
«...pero ella [la fe en Cristo] reconoce la necesidad de tener en cuenta la historicidad del
acontecimiento [nótese el singular] de salvación que se produjo en la existencia histórica de
Jesús. La nueva cristología procura de esta manera reconstruirse en el eje [= sobre la base] del
acontecimiento pascual, que es el eje a la vez del relato evangélico y de la predicación
apostólica» (ibíd.).
El «juego» sutil de Moingt, piénsese de ello lo que se quiera, consiste en pasar continuamente de un
concepto «moderno» de historia donde, para «descifrar el relato» de los hechos del pasado se necesitan
«investigaciones históricas», o sea, «cavar más hondo que el mismo sentido literal», a otra concepción de
historia —propia de sólo Moingt y usada para el sólo caso de Jesús— de una historia (?) en el que un hecho
único, su muerte en la cruz sumada a su resurrección (atestiguada) por sus discípulos, basa y controla todo
un discurso de la fe. De hecho Moingt osa defender este doble discurso afirmando, ya desde la
introducción, algo semejante —como ya se ha visto— que toda la historia del cristianismo desmiente: «Esa
aproximación histórica bastará para nuestro intento: los primeros convertidos del Imperio Romano no

14
tenían a su disposición más conocimientos que ése» (p. 74).
De todos modos, el que Moingt piense en esa reducción de la historia como fundamento de una
cristología moderna, es decir, desde abajo, aparece claramente en esta afirmación metodológica del
capítulo tercero: «Es menester renunciar a los a priori del dogma y remontar de la resurrección de Jesús a
la creación, pasando por su muerte y su nacimiento. Este es el camino que seguiré» (p. 254). Para que el
lector se persuada de que Moingt escribe aquí lo que acabamos de atribuirle, bastará notar que toda
cristología cabal tiene que unir ambos puntos de vista: el que se llama «desde abajo» con el que se llama
«desde arriba». Sólo que el punto de vista, y, por ende, el fundamento cambia. Pues bien, como se ha visto,
Moingt pretende construir una cristología desde abajo. Por eso comienza por el abajo: «resurrección» y
«muerte». Y luego, yendo siempre hacia atrás, pasa a los dos puntos que apuntan al «arriba»:
«nacimiento» en la tierra del Verbo preexistente en Dios (cfr. Lc. 1,32-35), y la creación del universo por el
Verbo de Dios (cfr. 1 Cor. 8,6). Entre esos dos extremos, nada dependerá de «investigaciones históricas»,
por más importante que pueda parecer, entre otras muchas cosas, lo que Jesús anuncia sobre el Reino de
Dios (causa, por ende, de su muerte histórica) y que no es fácil de descifrar sólo a ojo de buen cubero...
Que esta «reducción» de la historia de Jesús —en cuanto base de la cristología— a un solo punto o a
un solo acontecimiento, más el sentido que el plan de Dios le da con su aprobación de ese «hecho» único
de Jesús, lo muestra la lista de los títulos de los capítulos que siguen a este tercero que estoy estudiando
con el lector IV, «Él volverá»; V. «Dios lo ha resucitado»; VI, «Entregado por nosotros»; VII. «Ha
blasfemado»; VIII, «El que quita los pecados del mundo»; IX, «Padre, te encomiendo mi espíritu»; X, «Y el
Verbo se hizo carne». Como puede verse por esta lista temática de la «historia de Jesús» (para Moingt),
sólo entra en línea de cuenta la Pasión-Glorificación. De ahí se «retrocede» a un nacimiento, pero no se ve
en él un hecho histórico, sino una afirmación dogmática: el que nace es «el Verbo hecho carne». ¡Extraña
«historia» la que ni siquiera va, como Moingt lo pretende, de la muerte al nacimiento contra la flecha del
tiempo, sino que se refiere sólo a la muerte y liga a ésta, no a la causalidad que lleva a Jesús a la muerte,
sino que invoca el título con que los enemigos de Jesús justifican su asesinato!
2. LA DES-CONSTRUCCIÓN: MODELOS TEOLÓGICOS.
Desde estas consideraciones genéricas hasta el fin del capítulo tercero, se dan ejemplos del proceso
desconstrucción-reconstrucción que se suponen útiles para discernir la particularidad, y la consiguiente
novedad, del método cristológico de Moingt. Obviamente el examen de los modelos y de las diferencias
específicas que caracterizan el intento de nuestro autor suponen ya un extenso y detenido conocimiento
cristológico. Y conllevan así un trabajo un poco más arduo para el lector. Trataré por ello de hacer las
observaciones más generales, dejando un estudio más hondo que no cabe en los límites de este artículo.
Esas observaciones tendrán todas en cuenta la continua referencia que, en la misma descripción de esos
modelos, hace Moingt en lo que concierne a la historia de Jesús.
Comenzaré, siguiendo el orden de nuestro autor, por E. Schillebeeckx y, más en particular por su
obra más conocida, que Moingt cita en su versión francesa, Jesús, le récit d'un vivant (el título de la versión
española es más correcto: Jesús. La historia de un viviente. Aunque en castellano «historia» puede significar
tanto «relato» como propiamente «historia», el alemán Geschichte no deja lugar a dudas sobre que esta
última acepción sea la adecuada, lo que interesa a nuestro propósito).
Interesa señalar que cualquier conocedor de esta obra de Schillebeeckx la ubicaría, desde el punto de
vista de nuestra hipótesis sobre la cristología de Moingt, en las antípodas de éste. En efecto, casi se podría
decir que Schillebeeckx trata con tanta erudición exegética todas las hipótesis posibles acerca de cada paso
de la vida pública de Jesús que uno se pierde ante innúmeras probabilidades opuestas. Y ello para fundar
en rigor de verdad una cristología «desde abajo», sobre lo que debe saberse acerca de la historia fáctica de
Jesús.
De ahí el estupor que uno siente cuando Moingt cita con aprobación el principio que guía la
cristología de Schillebeeckx en la obra y versión (francesa) mencionada: «...no hay acto de fe eclesial sin el
núcleo fundador, suficientemente atestiguado históricamente de un "acontecimiento Jesús"». Pero hay
más, pues nuestro autor declara: «Yo adoptaré ese programa que corresponde a mi propio proyecto: partir
del acontecimiento Jesús como de una historicidad fundadora, constituido por un acto eclesial que lleva la
15
huella histórica de Jesús» (p. 256).
Ya me he resistido en una ocasión anterior muy semejante, siempre a propósito del uso deliberado
de anfibologías que no pueden escapar al autor, a hablar de una trampa cuyo propósito no podría ser otro
que el de engañar al lector. Y llevarlo a conclusiones falsas sobre lo que se está exponiendo. ¿Quién, en
efecto, ante la lectura del pasaje citado, no sacaría como consecuencia que el método preconizado por
Schillebeeckx se parece mucho a, si es que no se identifica con, el del propio Moingt? Se me contestará
que, de inmediato, este último va a indicar lo que su método difiere del de Schillebeeckx. Es cierto, pero
¿qué sentido tiene entonces la afirmación: «yo adoptaré ese programa que corresponde a mi propio
proyecto»? ¿No sería mejor decir claramente: yo tengo una idea opuesta de lo que es una «historicidad»
fundadora?
Es verdad que Moingt indica a continuación que «difiere» de Schillebeeckx. No obstante ello, el
lector puede, en virtud de lo que antecede, errar al imaginar que debe tratarse de una diferencia de grado y
no de algo diametralmente opuesto. Véase:
«A diferencia de Schillebeeckx, mi proyecto no consiste en seguir "el recorrido histórico" de
Jesús paso a paso estudiando los documentos que lo consignan, como lo haría un historiador o
un crítico de textos... Mi intención es captar (= aprehender) directamente el acontecimiento de
Jesús en el interior del acto de fe que hace el relato de él, que se constituye en fe de la Iglesia
al trasmitir ese relato, y que es parte integrante y constitutiva de la historicidad de ese
acontecimiento» (pp. 256-257).
¿Por qué digo que esa «historicidad», de que se acaba de hablar no es la misma que la que exige
Schillebeeckx para «fundar» el «núcleo» del «acontecimiento Jesús»? Simplemente porque la historicidad
de un acto de fe en Jesús no dice nada por si misma sobre la historicidad del propio Jesús. Y que el no
reconocer esta distinción sea esencial para el proyecto cristológico de nuestro autor, como el reconocerla
era esencial para el proyecto de Schillebeeckx, es lo que, en efecto, explicará Moingt al declarar su
intención (que ha ocultado con la ambigüedad de un término tan común como «historia») en lo que sigue
como explicación del último miembro de la frase: «Porque Jesús no habría entrado en la historia como
aquel que interpela el destino de cada hombre sin el relato creyente...» (p. 257). Aquí «historia» no significa
la historia que revela lo que es cada persona humana, sino la «gran historia», la que provoca movimientos
multitudinarios y, en nuestro caso, la Iglesia.
En rigor de verdad, la cristología de Schillebeeckx —y no importa mucho qué diga Moingt sobre
ella—, le importa muy poco a éste, por el hecho de dedicar lo que debe ser sin duda, para los cánones de
nuestro autor, una atención exagerada a la historia real de Jesús. Dejaré por ello aquí la referencia a ese
autor, y pasaré a la zona de pensamiento por la que Moingt siente una afinidad mucho más clara: la de la
especulación alemana sobre el dogma cristológico, sobre todo en el protestantismo: Pannenberg, Jüngel y
Moltmann.
El paso de Schillebeeckx a esa tríada de teólogos alemanes exige, sin embargo, ser «preparado», por
así decirlo, teológicamente. En efecto, Schillebeeckx, al realizar «paso a paso», para usar las palabras de
Moingt (ibíd.), una exégesis moderna y crítica de los relatos evangélicos, desde las certidumbres mejor
establecidas a las hipótesis más aventuradas e inciertas, aparece mucho menos interesado en edificar una
cristología especulativa, y mucho menos escatológica o trinitaria, como para ser en verdad tomado en
cuenta por nuestro autor. Sólo que Schillebeeckx es demasiado importante en la teología católica
contemporánea, para que pueda simplemente Moingt pasarlo por alto.
Por eso, el puente entre esa cristología «exegética», y la «especulativa» que será la de Moingt, estará
ya más presente en la referencia que éste hace al teólogo católico Kasper, conocido por su cristología. Este
teólogo utiliza para definir su proyecto cristológico una alternativa habitual de la teología moderna desde el
momento en que ésta ha comenzado a interesarse por la investigación de los textos evangélicos en cuanto
relatos de la «historia de Jesús». Para hablar de las antiguas cristologías que no hacían tales
investigaciones, se ha usado el término de cristologías «desde arriba», es decir, las que ven en los relatos
evangélicos la narración de lo vivido por un ser humano-divino. Por el contrario, aquellas que comienzan
por esa historia del hombre Jesús de Nazaret, sacada, mediante la exégesis crítica, de los relatos
16
evangélicos, y sólo después de la resurrección comienzan a hablar de su divinidad y aun pretenden no sólo
conocer ésta de antemano, sino que pretenden re-conocerla a través de esa historia del hombre Jesús,
serían las llamadas cristologías «desde abajo». Se podría así decir que, en la Iglesia católica por lo menos,
quien pretende —como lo ha hecho Moingt al comienzo de este capítulo— que «la historia de Jesús... tiene
un sentido por sí misma, y que ese sentido debe orientar el discurso de la fe» (pp. 221-222), tendría en
buena lógica que, como resultado de las «investigaciones históricas» sobre Jesús propias del mundo
moderno, optar por una cristología ascendente. O sea, por una que comienza «desde abajo».
Kasper, sin embargo, como teólogo ortodoxo que es, sabe muy bien que una cristología cabal, esto
es, completa, no puede ignorar ninguno de esos puntos de vista. So pena de perder las dos dimensiones
existentes en Jesús: la humana y la divina, el abajo y el arriba. Como nota acertadamente Moingt: se nos ha
quitado el derecho de elegir entre una y otra» (p. 258). Para decirlo de modo diferente, empiécese por
donde se empiece, si se recorre todo el camino de la existencia, por así decirlo, de Jesús según la Escritura,
hay que darle igual importancia a aquello que señala la divinidad y a aquellos que señala —en la historia—
la humanidad de Jesús. Moingt es correcto al citar como una especie de resumen del pensamiento
cristológico de Kasper en este punto, estas dos frases: «En la cristología descendente, el ser humano-divino
de Jesús funda su historia; en la cristología ascendente, su ser se constituye en y mediante su historia».
Esta frase feliz o elegante, no satisface a Moingt, sino sólo a medias. La juzga «lúcida», pero, por otro
lado, piensa —yo añado: no sin cierta razón— que «la solución que aporta es menos fácil que lo que Kasper
parece pensar» (p. 258). Trataré ahora en pocas palabras de explicarle al lector de un modo más sencillo el
porqué de la dificultad, tal como la expone Moingt en términos más esotéricos, o sea en el lenguaje de los
teólogos.
Coincidía yo con nuestro autor en que, en principio, las cristologías «desde arriba» y «desde abajo»
recorrían el mismo camino, aunque en dirección opuesta. Se podría decir así que el discurso sobre Jesús se
desarrollaría de modo simétrico en los dos planos que se unen en la existencia de éste. Ahora corrijo esa
apariencia al señalar que una de esas direcciones se recorre con mayor dificultad que la opuesta. Moingt
apunta a esto observando con razón: «En realidad, los términos "ascendente" y "descendente" son
falsamiento simétricos» (ibíd.). Fíjese, en efecto, el lector en el doble sentido que tiene la palabra «historia»
en las dos frases que resumían el proyecto cristológico de Kasper. En la primera se nos dice que «el ser
humano-divino de Jesús funda su historia». Se alude así al proyecto de que la segunda persona de la
Trinidad se «encarne» para tener la experiencia de lo humano (limitado en el tiempo y el espacio). Con esto
sólo se fundamenta su futura historia, no se la determina en particular. El proyecto de la Encarnación nada
dice sobre qué hará Jesús, cómo vivirá, qué predicará, por qué razón (humana) será asesinado, no sólo
porque ello no está ya inscrito en el término «encarnación», sino porque gran parte de ello dependerá de la
libertad humana del mismo Jesús.
En la segunda frase, en cambio, la historia concreta vivida por Jesús constituye o determina su ser.
Esa es, en efecto, la función de la «historia» en la frase, cuando se la pasa de la forma pasiva (o reflexiva,
como sucede habitualmente en castellano con las expresiones que estarían en pasiva) a la forma activa. Ese
«mediante la historia» alude epistemológicamente a la historia que, al desarrollarse, paso a paso, nos va
diciendo quién o qué es el que la vive. Supongo que el lector ya percibirá aquí dónde se halla, para Moingt,
la dificultad en admitirlo así. Si por ese «ser» de Jesús en la segunda frase se debe entender el mismo «ser
humano-divino» que en la primera, el único dato histórico (en el sentido más lato del término) capaz de
mostrar esa doble realidad es el de la resurrección de Jesús. Epistemológicamente, por ende, lo único que
tomaría una cristología «desde abajo» como pertinente al re-conocimiento de Dios en Jesús sería, una vez
más, un «elemento residual», al menos «histórico» de una vida que lo fue intensamente. A lo más, como la
resurrección no es un puro hecho físico (milagroso) sino que es una respuesta-a-una-pregunta o cuestión
implícita en la muerte de Jesús, ese doble hecho muerte-resurrección o, en la jerga teológica, el
acontecimiento pascual, «permite leer la historia de Jesús según su desarrollo temporal, pero se trata
entonces de una segunda lectura, teológica. El teólogo no debería presentarla como una clave susceptible
de abrir la historia de Jesús» (p. 258).
En los subrayados, todos de Moingt, se percibe la importancia que da a esta crítica que hace de
Kasper por haber mostrado lo ascendente y lo descendente como dos recorridos homogéneos. Toda la
17
primera lectura de la vida (pública) de Jesús, narrada por los Sinópticos no es «histórica» para Moingt. O si
se la pretende llamar «histórica», no pasa de un «rumor» incontrolable. Sería sí tal o sea «teológica», pero
a condición de comprender que su única certidumbre en este plano le viene de un sólo acontecimiento
(pascual): la muerte-resurrección de Jesús que retrospectivamente iluminaría su sentido teológico
haciendo posible en teología una certidumbre que la historia fáctica de Jesús no tiene. A no ser de una
manera «residual». Así, todo lo que la teología proponga sobre Jesús estará basado en ese dato y
permanecerá intocado por todo lo que Jesús haya hecho, dicho, proyectado, amenazado y provocado. Una
vez más, se impone la prudencia cada vez que Moingt, urgido por el pensamiento moderno, habla de
«historia» en relación con Jesús.
Creo que habrá quedado así por lo menos más clara la importancia que tiene para el proyecto
cristológico de Moingt la crítica hecha a Kasper. Se perfila así la metodología (casi diríamos, la «duda
histórica metódica», para hablar un poco como Descartes) que usará Moingt. La reducción extrema de la
base histórica para lanzar su teología cristológica desde Jesús a la especulación sobre el interior mismo de
la esencia divina, libera así prácticamente a nuestro autor de toda investigación histórica sobre los relatos
evangélicos. Es típico de esto el que, en los títulos de los capítulos que siguen —y que ya tuve ocasión de
citar— se da como razón genérica de la muerte de Jesús, no la «envidia» de sus adversarios (las
autoridades del judaísmo de la época; cfr. Mc. 15,10, Mt. 27,28), sino otra, teológica (usada como
justificación por esas mismas autoridades): «¡Ha blasfemado!» (Mt. 26,65). El lector notará que así nuestro
autor va leyendo «retrospectiva y teológicamente», y a despecho de la intención de sus autores, los relatos
evangélicos como si estos se resumiesen en la cuestión que Jesús rechazó siempre en sus oyentes, pero que
contra toda la exégesis más ponderada y profunda, Moingt ha declarado —como hemos visto— ser la
«pregunta central» de los evangelios: «¿Quién decís que soy yo?» (Mc. 8,29 pars.). Es decir, una pregunta
«teológica» si las hay.
A partir de aquí puede Moingt ir a examinar los autores que más le interesan, en la teología
contemporánea y, sobre todo en el tema de la cristología, como él mismo tendrá muchas veces ocasión de
notar: Pannenberg y Moltmann. Aunque señale en una nota, y con acierto, que ambos de alguna manera
proceden de una línea del pensamiento protestante alemán cuyos rasgos más básicos se encuentran
representados mejor aún por Eberhard Jüngel. Este, como lo explica en la misma nota Moingt:
«Solía ofrecer en sus cursos, a propósito de la pasión de Jesús, un "discurso sobre la muerte de
Dios” y sobre su ser trinitario, que había inspirado a muchos teólogos antes de que él publicara
su libro» (p. 279)8.
Si cito esta nota de homenaje, muy explícita y clara, acerca de su preferencia por esta línea
cristológica y teológica en general del pensamiento alemán, sacándola del lugar que ocupa en el libro de
Moingt (que es luego de exponer la cristología de Moltmann en El Dios crucificado) es porque me interesa
señalar lo que al lector le puede ayudar para entender los desarrollos que va a hacer nuestro autor de las
cristologías de Pannenberg y Moltmann respectivamente. La afinidad que he señalado entre Moingt y esta
teología protestante no pretende, es obvio, señalar ningún sesgo heterodoxo de aquél. Y sí la atracción que
ejerce sobre él una theologia crucis, o sea una teología específica de la cruz que caracterizó la teología
reformada desde su propio origen en Lutero. Sólo que en el pensamiento protestante contemporáneo, lo
que era una consecuencia de la teología de la justificación por la fe, asumió más y más campos teológicos,
hasta volverse en algunos casos la teología por antonomasia. Aquí vemos, por ejemplo, que ella es decisiva
nada menos que para discernir el debate entre teísmo y ateísmo.
Y ya que se habla en esta nota de esa comprensión global de la teología de la cruz, sólo a título de
indicación bibliográfica, comentaría que el mismo Jesús, en varias parábolas («sobre los niños de la plaza»,
Mt. 11,16-19; así como en las tres parábolas sobre la «alegría» de Dios. Lc. 15) y en los resúmenes que
presentan los relatos Sinópticos de la predicación de Jesús, se presenta caracterizado en oposición al
Bautista, como el profeta de la alegría en Israel9. Claro está que el presupuesto apriorístico de Moingt

8
Dios como misterio del mundo. Sígueme, Salamanca. 1984.
9
Puede leerse sobre ello mi propio trabajo intitulado La historia perdida y recuperada de Jesús de Nazaret, Ed. Sal
Terrae. Santander 1991, Primera Parte.
18
transforma todos esos datos en rumor, y que la teología que surge de la resurrección sólo necesita, de la
«historia» de Jesús, el que éste haya muerto. Ni siquiera el que «haya muerto por nosotros» pues ello
constituye ya una segunda lectura, teológica, hecha a la luz de la resurrección, como se ha visto.
Explicado este paréntesis, puedo ahora pasar, creo que con una mejor comprensión por parte del
lector, a la posición metodológica que adopta Moingt frente a las de un Pannenberg o un Moltmann.
Hay una cosa que llama poderosamente la atención cuando se llega al tratamiento hecho por Moingt
en referencia a la cristología de Pannenberg (o, mejor, al procedimiento metódico que éste propone para
tratar el tema en cuestión): una decena de citas se siguen, tomadas de páginas distantes, la mayoría de
ellas sin solución alguna de continuidad, sin comentarios ni explicaciones. Sin duda, ello puede deberse, por
lo menos en parte, al hecho de que Pannenberg es brillante, claro y conciso en sus formulaciones
teológicas. Y éstas encajan así, unas en otras, sin menester de la ayuda de quien las cita para establecer una
secuencia lógica. Creo poder afirmar que de esa cadena de citas puede sacarse, sin temor a errar, la
conclusión de la gran afinidad, convertida aquí en comodidad, con la que Moingt se mueve cuando de
Pannenberg se trata.
Por otro lado, es verdad que ello dificulta mi propia tarea pues resultaría demasiado prolijo para este
artículo reproducir todas esas citas a pesar de que todas son importantes. En todo caso, trataré de resumir
los principales pasos de ese recorrido metódico de la cristología de Pannenberg abreviando en lo posible el
material citado.
Según Moingt, Pannenberg comienza abandonando el punto clásico de partida que consiste en la
noción o afirmación de la Encarnación. En lugar de ello, insiste en lo que es la base misma de tal afirmación:
«la resurrección de Jesús comprendida como la confirmación por Dios del comportamiento pre-pascual de
Jesús». ¿Quiere ello decir que la base histórica para que la resurrección tenga su pleno sentido se ha
agrandado (con respecto a lo admitido hasta ahora por Moingt), pues, además de la cruz, comprende
ahora, sobre todo, otros hechos y dichos de Jesús? Parecería que sí, ya que no se trata más de que la
resurrección responde a la pregunta representada por la muerte de Jesús. Pannenberg es muy claro al decir
que responde:
«A la reivindicación de autoridad de Jesús, su pretensión de actuar con el poder de Dios, de ser
la proximidad del Dios que llega, pretensión que, tomado aisladamente, no prueba
absolutamente nada; y así constituye un error hacer de ésta el fundamento de una cristología
"desde abajo"» (Pannenberg. p. 72)10.
La resurrección de Jesús, empero, al ser puesta en relación con esa pretensión, se vuelve «el
fundamento de su unidad con Dios» (ibíd., p. 55) al mostrar que Dios está presente sustancialmente en él
(ibíd., p. 152). No sé si se percibe la ambigüedad inherente a esa expresión que hace de la resurrección «el
fundamento de su unidad con Dios». La fórmula teológica más aceptada diría más bien que es el
fundamento de nuestra creencia en su unidad con Dios. ¿Pretenderá Pannenberg —y apreciará Moingt
esta posibilidad— declarar que sin la resurrección, Jesús no estaría unido con Dios? ¿O querrá decir que, sin
ella, no sabríamos de cierto si está o no unido de modo substancial con Dios? Reserve el lector este
planteamiento cuya solución vendrá de otras citas que examinaré a continuación.
Lo que se acaba de ver va a decidir lo que se intenta descubrir en Jesús. Ello «significa que el
acontecimiento de Cristo, que Jesús es el ser de Dios mismo» porque «el concepto de revelación hecha por
Dios de sí mismo contiene ya la idea de que el Revelador y el Revelado son idénticos» (íbid., p. 156). Y,
como se dijo ya antes, siendo la única y decisiva base de esta certeza la que se adquiere al resucitar Dios a
Jesús, se sigue que tiene «un efecto retroactivo» (ibíd., p. 164): no se traslada a toda la historia prepascual
de Jesús, sino a una temática muy definida dentro de ella: la que tiene por tema la unidad de Jesús con
Dios; «De hecho, Jesús, a causa de su resurrección, es reconocido como aquel que ya era, pero que no
podía ser reconocido como tal antes de Pascua». Pero hay aquí un «más aún» muy significativo: «Más aún,
es reconocido como aquel que, sin ese acontecimiento (la resurrección) no hubiera sido tal» (ibíd., p. 166).

10
Fundamentos de Cristología, Sígueme. Salamanca. 1974. Esta cita y las siguientes del libro de Pannenberg están
referidas a la edición francesa.
19
En otras palabras, la pretensión de Jesús de actuar con el poder de Dios y de que Dios tenga en él una
presencia substancial, no sólo no se conoce antes, sino no es verdad antes de la resurrección. Esta no sólo
revela la divinidad, sino que la constituye en el ser histórico de Jesús. Así, el lenguaje que usó Jesús para
aclarar su relación con Dios se vuelve un lenguaje único, sagrado que penetra en el interior de Dios mismo
y, a diferencia de todo el resto de la historia de Jesús, abre ese interior al conocimiento del creyente. La
última de las citas en esa serie en que se siguen unas a otras por interesar extremadamente a Moingt, lo
expresa bien:
«Es sólo a partir de lo que se produce en el tiempo... como se decide, con un valor
retrospectivo, a partir de la resurrección de Jesús, lo que es verdadero en la eternidad de Dios.
Así la unidad de Jesús con Dios... no se decide a no ser retrospectivamente, a partir de la
resurrección de Jesús, y esto (vale) a la vez para la totalidad de la existencia humana de Jesús y
para la eternidad de Dios. Sin la resurrección de Jesús no sería verdadero que desde el
comienzo de su carrera terrestre. Dios ha sido una sola cosa con ese hombre» (ibíd., p. 410).
Aunque ya se ha insinuado más arriba, no quiero pasar adelante (para determinar la evaluación que
hace Moingt del pensamiento de Pannenberg vehiculado por estas citas) sin hacer dos observaciones o
enfatizar dos cosas. Sobre todo en relación con la última cita. La primera es que la afirmación de la fe en la
resurrección de Jesús debe volverse de alguna manera histórica, vinculándose como respuesta a una
pregunta históricamente fehaciente. En el caso de Pannenberg, esa base histórica no es ya, como en el caso
de Moingt, la cruz (y muerte) de Jesús, sino la pregunta que plantea algo que no se identifica bien en la
cita, a no ser con la vaga mención de que ello «se produce en el tiempo» (o, si se prefiere, en la historia).
Pero también aquí esa «historia» que se vuelve planteamiento acerca del sentido, se reduce a un punto de
la vida de Jesús: «la pretensión de autoridad (divina)» (cfr. supra, Pannenberg, p. 72) que Jesús habría
manifestado, por ejemplo, al oponer su enseñanza a la misma Ley de Moisés. Cuando en la última nota
citada se menciona «la totalidad de la existencia humana de Jesús», no se le da un valor «histórico».
Adquiere, si se quiere un valor, pero «teológico», pues procede de una «segunda lectura» hecha a la luz de
la resurrección y proyectada luego, «retrospectivamente», sobre la totalidad de los relatos evangélicos.
Tampoco aquí, para poner un ejemplo, ni las bienaventuranzas ni la predicación de la llegada del Reino de
Dios para poner a la tierra de acuerdo con la voluntad divina, tienen valor histórico, ni sentido en sí mismas.
La segunda cosa que se observa en esta última cita, y algo que me permitirá seguir adelante, es que,
como se ha visto ya en citas anteriores del mismo Pannenberg, la resurrección de Jesús no sólo manifiesta
que «Dios ha sido una sola cosa con ese hombre» sino, aún más, que la resurrección es la condición para
que Jesús sea en la eternidad divina una sola cosa con Dios. La resurrección no tiene tanto un valor
gnoseológico, o sea, para conocer lo que Jesús es, sino, más aún, un valor ontológico, es decir, para que
Jesús sea lo que es «en el interior de la eternidad divina». No en vano afirma Pannenberg que «sin la
resurrección de Jesús, no sería verdad que desde el comienzo de su carrera terrestre Dios ha sido una sola
cosa con ese hombre». En otras palabras, Pannenberg, como lo sabe, además, quien haya leído su obra(s),
mucho más que en una cristología, está interesado en una teología, o, para ser más exactos, en una
teología metafísica.
No nos extrañará pues, que Moingt sea muy cuidadoso en juzgar a un teólogo con el que tiene
profundos rasgos en común; pero con respecto al cual debe asimismo señalar divergencias que
salvaguarden su propia identidad y originalidad. De un modo global, define así sus relaciones con
Pannenberg:
«Si me he detenido (tanto) en Pannenberg es porque éste, a mi entender, es el único teólogo
contemporáneo que haya propuesto una vía verdaderamente nueva para conciliar la doctrina
tradicional de Cristo verdadero Dios y verdadero hombre con las exigencias de una cristología
basada sobre la vuelta a la historia, y a fin de precisar, con respecto a él, el procedimiento que
yo querría seguir, procedimiento que es a la vez similar al de él y también diferente del suyo»
(p. 264).
No sorprenderá ya por cierto al lector el que Moingt crea que su cristología está «basada sobre la
vuelta a la historia». ¡Tan luego él que la ha convertido en «rumor» y que ha descartado las

20
«investigaciones históricas» en su valor cristológico! El malentendido, si de un malentendido se trata,
llegará muy pronto a su colmo cuando nuestro autor acuse a Pannenberg —¡y aunque tenga razón en
ello!— de edificar toda una cristología sobre una base histórica tan insuficiente o frágil. Pero lo que interesa
más señalar es el elemento que, en rigor de verdad, coloca al mismo Moingt en el camino hecho por
Pannenberg: el haber propuesto un camino «verdaderamente nuevo para conciliar la doctrina tradicional
de Cristo verdadero Dios y verdadero hombre con las exigencias de una cristología edificada sobre la vuelta
a la historia...».
¿Es un «verdadero hombre» el Jesús que pinta Moingt, al que no se puede clasificar en ninguna
categoría humana porque habla un lenguaje que debía excluir todas las clasificaciones «para mostrar que la
relación a Dios no está circunscrita... a ninguna dimensión humana» (pp. 54-55); aquel del que no sabemos
con certeza hecho alguno ni menos aún palabra alguna, pero que, a diferencia de los demás seres
humanos, es «movido por Dios» ya que «él no traza su propio destino sino que padece el que Dios le ha
preparado de antemano» (p. 37); aquel cuya «actualidad histórica no tiene espesor ni parece tener en sí
misma interés alguno» (p. 38)? ¿Serán estos datos capaces para mostrar a un hombre verdadero? ¿O serán,
más bien, una especie de historia mítica de un semidiós, con problemas y angustias inconmensurablemente
ajenas a las de una vida humana real?
No obstante esto, Moingt comienza su crítica de la metodología de Pannenberg con las siguientes
palabras que supondrían que aquél ha reconstruido la historia auténtica de Jesús, «hombre verdadero»:
«Debe uno ante todo preguntarse si se trata —en Pannenberg— en rigor de una “cristología
desde abajo", construida a partir de la historia de Jesús, ya que ésta apenas es allí considerada.
Sólo se hace alusión a ella para servir de sostén a la "reivindicación de autoridad" por parte de
Jesús... los relatos evangélicos son serenamente ignorados» (p. 265).
Por cierto que se requiere una cierta audacia para hacer esta crítica después de lo precedente.
Se diría que es sencillamente increíble que Moingt comience haciéndole a Pannenberg un planteo,
sin duda alguna muy justo, sobre si su cristología posee, en rigor de verdad, esa carácter de las cristologías
modernas: la de comenzar desde abajo, por lo que se sabe de la historia del hombre Jesús. Pero lo que es
más increíble aún es que ni siquiera le venga a la mente la sospecha de que el mismo planteo se le puede
hacer a él, para quien los relatos evangélicos sólo poseen un «elemento residual» de verdad histórica.
Ambos, en efecto, rescatan en la vida de Jesús, la resurrección. Moingt, en efecto, escribe de Pannenberg:
«La única preocupación histórica es la de demostrar que la resurrección de Jesús se produjo
realmente, porque Pannenberg estima que la fe no puede fundarse a no ser sobre la
certidumbre histórica de ese acontecimiento» (Pannenberg, p. 116).
Resumiendo, lo que separa a Pannenberg de Moingt es que, aunque los dos reduzcan esencialmente
la historia real de Jesús, ambos se interesan en preservar la resurrección como fundamento histórico de la
fe. Para que la resurrección no aparezca como un elemento meramente fáctico, sino como dador de
sentido a la historia de Jesús, ambos la ponen como «respuesta de Dios», más allá de la muerte, a una
pregunta histórica que surge de la historia de Jesús. Para Pannenberg esa pregunta es «la pretensión de
autoridad (divina)» mantenida por Jesús; para Moingt, «la pasión y la muerte de Jesús», que en Pannenberg
«no parece jugar papel alguno». Para ambos, el elemento histórico que necesitan es un único
acontecimiento doble: pregunta del hombre Jesús-respuesta de Dios. Ambos difieren en situar esa
pregunta en un elemento histórico distinto, que se ven obligados a rescatar de la «destrucción» o
«des-construcción» histórica que realizan. De los dos se puede decir lo que afirma Moingt de Pannenberg:
«La plataforma semántica (sacada de la historia) parece demasiado estrecha como para soportar una carga
tal de significación». Y obviamente a ambos se aplicaría la descripción de esa carga dogmática que se
pretende edificar sobre tal plataforma, aludiendo a los dogmas que así dependerían de ésta: la idea bíblica
de un fin escatológico, la idea filosófica de «presencia de la revelación», «la eternidad de Dios en el ser de
Jesús, arrancado así al tiempo de la creación», «el destino (eterno) que aguarda a todos los resucitados sin
hacer de ellos hijos eternos de Dios» como lo era Jesús (p. 265).
Resumiendo asimismo, hay otra convergencia más importante entre ambos: «subordinan» la historia

21
del hombre Jesús a su intención, no tanto de responder (como tratará de hacerlo Pablo en sus grandes
cartas) a un problema humano, sino con el fin teológico de penetrar en el interior de la eternidad de Dios.
Para eso es menester que Dios le robe al hombre Jesús sus intenciones, mensajes y luchas humanas, para
que se vuelva transparente de la intimidad divina. Al comenzar a tratar de Pannenberg, Moingt citaba de
éste una expresión significativa:
«La alternativa entre el monofisismo y la cristología de separación (entre las dos naturalezas
de Jesús, sin que se perciba bien cómo se unen en un solo Jesús), permanecen así como un
dilema angustiante» (Pannenberg. p. 408) (p. 258).
Cabría añadir que, lo piense o no nuestro autor, el método que propone (con la respectiva reducción
de la historia de Jesús, constituye al fin de cuentas una opción tácita por una especie tímida de
monofisismo, tendencia que, según K. Rahner, se muestra dominante en las expresiones más corrientes
sobre un Jesús que sería más Dios que hombre. Como el Jesús del cuarto Evangelio.
Poco queda ya por decir de nuevo cuando se llega al último de los autores cuya obra sirve a Moingt
para describir su propia metodología: Jürgen Moltmann y, en especial, su libro El Dios crucificado11. El
papel de éste consiste en llevar a su culminación el elemento que Moingt aprobaba en Pannenberg, sin
tener, para ello, que caer en una «historia de Jesús» insuficiente e incierta. Se recordará, en efecto, que
Moingt manifestaba su afinidad con el pensamiento de Pannenberg al ser el único teólogo que puede basar
sobre una roca firme de contenido histórico el conocimiento no sólo del actuar divino en Jesús, sino aun la
intimidad de la eternidad divina en sí misma. Se recordará, asimismo, que Moingt, fiel a lo que se ha visto
ya repetidas veces a propósito de estos prolegómenos metodológicos, rescataba el dato histórico
fundamental, el acontecimiento pascual, o sea, el conjunto pregunta-respuesta que representa la muerte y
resurrección de Jesús. Y, por ende, criticaba a Pannenberg por ir a buscar la pregunta (cuya respuesta se
hallaba en la resurrección) básica en la «pretensión de autoridad» del Jesús histórico pre-pascual.
La pasión, cruz y muerte de Jesús forman así, histórica y teológicamente, la pregunta a la que da
sentido y solución el que Dios haya resucitado a Jesús. De esta manera, con Moltmann se vuelve a la
centralidad de la «teología de la cruz», propia de la Reforma (como ya se ha dicho) y cuyo valor ha sido
recuperado por muchos teólogos católicos en los últimos tiempos.
Lo que Moingt agrega a esto —al citar a Moltmann— es el ingrediente teológico ya presente en
Pannenberg (aunque éste no diera el mismo lugar en esto específicamente a la cruz):
«Cuanto más se comprende el conjunto del acontecimiento de la cruz como acontecimiento de
Dios, tanto más se rompe la noción simple de Dios. Al meditar en ella, esa noción se
des-multiplica (démultiplie), por así decirlo, en Trinidad. Del aspecto exterior del misterio
llamado Dios, se llega a su espacio interior, que es trinitario. Esa es “la revolución de Dios" que
el Crucificado revela» (Moltmann. p. 259 ss.).
El libro de Moltmann que, a diferencia de los tratados de teología y cristología, no esconde su
cristología bajo un lenguaje esotérico, ya ha hecho conocer la idea de que el abandono de Cristo en la cruz,
del que éste se queja al Padre con un grito antes de morir, ha de comprenderse no como un error de Jesús
sobre un abandono que no habría tenido lugar, sino como un conflicto real entre las personas divinas que
forman la Trinidad cristiana. Como un abismo creado, que sólo el amor mutuo pudo superar. Moingt cita
también aquí las palabras de Moltmann: «La cruz se encuentra en el centro, dentro del ser trinitario de
Dios: ella separa y une a las personas en sus relaciones recíprocas y (además) las hace ver concretamente».
Como puede comprobarse, por si fuera necesario, una vez más, es que, al contar la historia (por reducida
que sea) de Jesús, tanto Pannenberg como luego Moltmann, entienden que están contando una «historia»
de lo que le sucede a Dios mismo en su intimidad. Así como Pannenberg daba a entender que si Jesús no
hubiera resucitado, simplemente no sería Hijo de Dios (y no sólo que «nosotros no sabríamos que lo era»),
así también Moltmann da a entender que si no fuera por la Cruz y las reacciones que ella suscita en la
intimidad de Dios, no existiría la Trinidad (y no sólo que nosotros no sabríamos que existe o no

11
Sígueme. Salamanca. 1975.
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comprenderíamos su sentido).
Por eso Moingt nota a favor de la cristología de Moltmann que:
«Él ubica la cristología sobre el terreno de la historia de Jesús, pero interpretada como una
historia teológica, y no simplemente como una historia de acontecimientos (événementielle)
(p. 278).
Y concluye su juicio positivo con respecto a Moltmann con estas palabras: «Todas estas orientaciones
dadas por Moltmann a la cristologia son nuevas y preciosas» (p. 279).
La última crítica, que debe dejar sentada para comenzar Moingt su propia teoría, es la de que, si bien
Moltmann «critica (así) la teoría de las dos naturalezas, no dice con la misma nitidez con qué la reemplaza».
Y ello es así y debe ser así, porque de hecho no la reemplaza: la historia de Jesús así transportada sin más a
la íntima eternidad de Dios priva de sentido propio a la historia del hombre Jesús. Y no se debe olvidar que
cuando Moingt habló de las exigencias de una cristología moderna, no sólo habló de que ésta debía estar
fundada en la historia, por mínimo que fuera ese «residuo» fehaciente, sino en una historia «que tuviera
sentido en sí misma», y, por ende, no en algo que ya no fuera historia, sino teología.
Las últimas líneas que (p. 281) en este capítulo metodológico sobre la «des-construcción de la
cristología» dedica Moingt a esta temática, no me parecen aportar nada nuevo a lo ya visto. Son una
especie de resumen general. En él vuelve Moingt a usar, en el más ambiguo de los sentidos, el término
«historia» referido a Jesús. Valgan como ejemplo estas frases centrales, donde, una vez más, habla de
«la obligación de fundar la cristología sobre los relatos evangélicos, haciendo de estos una
lectura creyente, de acuerdo con la fe de la Iglesia que anuncia a Cristo contando la historia de
Jesús, al mismo tiempo que respetuosa de la verdad de la historia comprendida según los
requisitos del espíritu moderno. Así deben ser sobrepasados, aunque honorados, los debates
recientes sobre el Jesús de la historia. Esta cristología tomará pues por fundamento el
acontecimiento pascual» (ibíd.).
Me he limitado a reproducir estas frases finales. Sólo me he atrevido esta vez a subrayar en ellas el
eterno vaivén entre una expresión y su subsiguiente negativa. No, por cierto, para descalificar una obra que
tiene, sin duda, valores muy destacados, pero sí para destacar lo que pierde el lector al ser mal guiado por
una metodología que desecha elementos demasiado importantes como para pasar inadvertidos12.

12
En prensa ya este artículo, aparece otro comentario sobre el mismo libro: J.-H. Nicolás, Foi el questionnement: à
propos de «L'homme qui venait de Dieu» de J. Moingt, Revue Thomiste 94 (1994) 639-652, que no hemos podido
tomar en consideración.
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