Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
rilla
ti
U R A
Edwidge
Danticat
nació en Haití en 1969 y
emigró a los Estados
Unidos a la edad de
doce años para reunirse
con sus padres. Allí
recibió un grado en
Literatura Francesa en el
Barnard College y una
maestría en literatura de
la Brown University.
Publicó su primera novela, Palabra,
ojos, memoria, cuando tenía
veinticinco años. Al siguiente año fue
nominada para el National Book
Award por su libro de cuentos Krik?
Krak! Su trabajo ha sido recopilado
en más de una docena de antologías
y traducido a por lo menos diez
lenguas. Su talento la ha convertido
en un constante foco de atención de
los principales periódicos de los
Estados Unidos.
EDWIDGE DANTICAT
Traducción de Marcelo Cohén
de huesos
CC 21885
ISBN 958-04-5205-9
Entonces Jefté reunió a todos los hombres de
Galaad y atacó a Efraím. Los de Galaad
derrotaron a los de Efraím, porque estos decían:
“Vosotros los galaaditas sois fugitivos de Efraím,
en medio de Efraím, en medio de Manasés.”
Galaad cortó a Efraím los vados del Jordán y
cuando los fugitivos de Efraím decían: “Dejadme
pasar”, los hombres de Galaad preguntaban:
“¿Eres efraimita?” Y si respondía: “No”, le
añadían: “Pues di Shibbolet”. Pero él decía:
“Sibbolet”, porque no podía pronunciarlo así.
Entonces le echaban mano y lo degollaban junto a
los vados del Jordán. Perecieron en aquella
ocasión cuarenta y dos mil hombres de Efraím.
JUECES, 12:4-6
Digitized by the Internet Archive
in 2017 with funding from
Kahle/Austin Foundation
https://archive.org/details/cosechadehuesosOOedwi
Confiando en ti, Metrés Dio,
Madre de los Ríos.
AMABELLE DÉSIR
X
1
Se llama Sebastien Onius.
Viene la mayoría de las noches a poner fin a la pesadi¬
lla, esa que tengo siempre en la que se ahogan mis padres.
Mientras mi cuerpo lucha contra el sueño, debatiéndose
por despertar, él me murmura:
-Quédate quieta que yo te llevaré de vuelta.
-¿De vuelta adonde? -pregunto yo, sin sentir que mue¬
vo los labios.
Él dice:
-A la cueva que está al otro lado del río.
Yo intento levantarme pero me sacudo y tambaleo. Con
las puntas de los dedos largos pero encorvados, que reptan
hacia mí cada uno con vida propia, él me devuelve el equi¬
librio. Me agarro a su cuerpo y mi cabeza a duras penas
le llega al centro del pecho. A la tenue luz de mi lámpara
de aceite de castor es fastuosamente bello, aunque los
tallos de caña le hayan desgarrado la piel de la reluciente
cara negra y se la hayan llenado de cicatrices fruncidas y
zigzagueantes. Tiene los brazos anchos como mis muslos
desnudos. Son de acero templado por cuatro años de co¬
sechar caña de azúcar.
-Mírate -me dice, tomando mi cara con una de sus
amplias manos cóncavas, cuyas palmas casi han perdido
EDWIDGE DANTICAT
12
13
14
16
17
18
19
20
21
22
24
26
27
28
29
30
31
32
33
36
37
38
39
40
41
43
45
46
47
48
49
50
51
52
53
54
55
56
57
59
60
62
63
64
66
68
69
70
71
72
73
74
77
78
79
80
81
dear con que éramos del mismo sitio. La mayoría allí ha¬
cía lo mismo. Era una forma de mantenerse unido al pa¬
sado a través de otra persona. A veces uno se pasaba la
tarde oyendo a alguien desplegar su existencia, desde la
casa donde había nacido hasta la colina donde quería que
lo enterraran. Era su manera de volver al hogar, y uno le
servía de testigo o era el encargado de devolverlo al pre¬
sente, ya fuera con un bostezo, con una excusa o con la
intromisión habilidosa de un relato propio. Y así se deja¬
ban mutuamente huellas en la memoria, de modo que, si
uno regresaba antes a la aldea común, podía llevar de ese
otro, si no una carta, una prenda de vestir atesorada, un
mensaje diciéndole a los seres amados que aún tenía un
lugar entre los vivos.
Los curas no eran ajenos a esto y el padre Romain,
aunque consagrado a sus alumnos, extrañaba a su herma¬
na menor y otros parientes de más allá de la frontera. En
sus sermones a los fieles haitianos del valle solía recordar
los lazos comunes: el idioma, la comida, la historia, el
carnaval, las canciones, los cuentos y las plegarias. El suyo
era un credo de la memoria, de cómo recordar, por peno¬
so que pueda ser en ocasiones, puede hacer fuerte.
Los niños se apiñaban a su alrededor tirándolo de los
dedos, rogándole que siguiera con la clase sobre la come¬
ta. Él los calmó tocándoles uno a uno la cabeza. Cuando
los hubo palmeado a todos me acarició la mano y, quitán¬
dose las gafas de maestro, me miró a los ojos y dijo:
-Hago falta aquí, Amabelle.
-Lo sé muy bien, padre -dije yo.
-Ya se lo he dicho a Kongo. Por favor, díselo de mi par¬
te a Sebastien también. Me duele la muerte de Joél. Estas
EDWIDGE DANTICAT
82
83
84
85
86
87
88
90
92
93
94
95
96
97
98
99
102
103
104
106
108
109
110
111
112
113
114
115
116
117
118
-¿A todos?
-Todos los que quieran venir.
Llegué al camino de los almendros sin resuello. Unas
cuantas almendras maduras habían caído ya de las ramas.
Las semillas estaban abiertas, medio hundidas en el suelo.
De los frutos manaba un jugo rojizo, y daba la impresión
de que la tierra sangrase.
-¿Quién te persigue? -preguntó Sebastien.
-El ama de la casa quiere que todos ustedes vengan a
tomar un cafecito con ella -dije yo.
-¿Tu ama?
-La señora Valencia.
Kongo se puso la mano sobre los ojos y alzó la vista a
la casa.
-A ese lugar no queremos ir -le gritó Sebastien al oído.
La noticia de la invitación corrió de boca en boca. Se
encogieron hombros. Se levantaron cejas. Se apartaron
sacos de arpillera y sombreros de paja para que la casa
pudiera verse mejor. En lo que dura una respiración se
abrieron y cerraron discusiones. ¿Y qué quería de ellos,
pues? A lo mejor los envenenaba a todos. Muchos habían
oído rumores sobre haitianos asesinados de noche porque
pronunciaban perejil con una ge gangosa en lugar de la
erre. Los rumores no corrían en vano, sostuvo alguien.
Una mujer se puso a contar historias que había oído.
Una semana antes, ante la mesa misma de la cena, un co¬
ronel había apuñalado a la cocinera que trabajaba para él
desde hacía treinta años. Unos guardias de campo habían
sacado a dos hermanos del cañaveral y los habían desta¬
jado a machetazos; al parecer alguien lo había visto con
sus propios ojos. Se decía que el Generalísimo, durante un
COSECHA DE HUESOS
119
120
121
124
125
126
127
128
129
130
131
132
133
134
135
137
139
140
141
144
145
146
147
148
149
este signo”, decía, “porque somos uno solo que parte por
dos sendas,” La senda de ustedes cruza ríos y montañas,
y en el viaje necesitarán protección.
Me pareció que Sebastien e Yves se alegraban triste¬
mente, como si sus padres muertos hubieran vuelto a dar¬
les la bendición.
Kongo se sacudió la harina de las manos. Alzó la mira¬
da y nos guiñó un ojo.
-Como un San Cristóbal -dijo.
Yves salió de la pieza. Cuando un rato después miré
hacia afuera, en la oscuridad lo vi pasar hacia el camino
con dos tablas de cedro a la espalda.
-¡Véndelas mañana! -gritó Sebastien lanzándose tras
él.
-¡Quizá mañana ya no estés! -le contestó Yves- Cuando
volvamos los dos a casa, un domingo haremos una comida
para los dos. Tú y yo, ¿eh? Sólo que no comeremos tanto
como para morirnos.
Me incliné a despedirme de Kongo con un beso en la
frente. Él seguía con los ojos puestos en el dibujo del suelo.
Mientras me alejaba no pude sino pensar que una vez
me hubiera ido nunca podría enterarme de cuando Kongo
muriese.
Afuera Sebastien me tomó la cara con las manos y me
besó en la boca.
-Estoy cansado de la caña -dijo-Tal vez sea hora de
ver a mi madre. Mi madre piensa que ya he estado lejos
mucho tiempo. Iré por Mimi y nos veremos en la capilla.
150
151
152
153
154
155
156
157
158
159
160
161
162
las piernas y me protegí los ojos de las más altas. Por los
muslos me subía una columna de hormigas. Cuanto más
me las sacudía, más me escalaban la espalda.
Más cerca ya de las barracas del batey divisé tenues
estrías de luz. Pude ver que en el puesto de Mercedes ya
no estaban los soldados. En las chozas de los braceros
había luz, pero no había nadie fuera. Fui hacia la puerta
de Kongo quitándome las hormigas de la espalda.
-Kongo, soy Amabelle -susurré.
Desde otras chozas unos pocos ojos me espiaron al
entrar en la pieza. Me sangraban las piernas y aferrada al
brazo tenía una hilera de hormigas del color del óxido.
Kongo levantó la lámpara, acercó la llama al brazo y me
lo limpió de hormigas. Sentí una gota de sangre en el en¬
trecejo.
-¿A ti también querían llevarte? -preguntó él, restañán¬
dome la cara con un pañuelo.
-Me escapé por entre las cañas -dije.
Él señaló la estera de Joél y me pidió que me sentara.
-Sebastien fue con Mimi a la capilla -dijo-. Iban a en¬
contrarse contigo. Otros me han dicho que se los llevaron
en camiones.
-¿De veras? -yo no estaba tan dispuesta a creerlo.
Tomó un tarro y sacó un limón. Cortó el limón por la
mitad y me apretó ambas mitades contra el puente de la
nariz.
-Con esto parará de sangrarte.
Me dio los restos del limón para que me frotara las
piernas. Lo hice, con los dientes rechinando.
-¿Y adonde se cree que los llevarán? -pregunté.
COSECHA DE HUESOS
163
164
165
166
167
168
\
27
La noche se diluyó en un amanecer gris carbón. Atra¬
vesamos un arroyo donde Yves se agachó a beber agua y
salpicarse la cara. Yo hundí la cabeza en la corriente para
que el frío vivaz me despabilase.
-¿Cuándo crees que llegaremos a la frontera? -pregunté.
-Esta noche -dijo él, tocándose la espalda para cercio¬
rarse de que el machete seguía en su sitio.
Se puso de pie y echó a andar de nuevo. El pelo me
chorreaba y empapaba la blusa, pegándome a la piel el
algodón gris del uniforme de casa.
Una encrucijada dividía nuestro sendero en dos: por un
lado se volvía al valle y por otro se subía a las montañas.
Oímos el traqueteo de una carreta de bueyes que venía
afanándose ladera abajo y nos escondimos tras un arbus¬
to de croto a esperar que pasase.
Un manto de sacos de arpillera cosidos cubría la carre¬
ta. Dos bueyes gordos tiraban de la carga bufando. En los
pliegues de las grandes panzas llevaban bolsillos de los que
a cada paso se derramaba agua.Tenían los cuernos unidos
con sogas y sendas maderas que les tapaban en parte los
ojos vagabundos.
Caminando al lado iban dos hombres, las camisas bien
metidas bajo los pantalones, que, remangados, les dejaban
al descubierto los pies embarrados.
EDWIDGE DANTICAT
170
171
172
173
174
175
176
177
178
-Amabelle.
-Ah, Amabelle, como un sorbo de agua fresca en una
sequía -dijo Tibon.
-¿Cuánto hace que estás viajando? -preguntó en es¬
pañol la hermana mayor. Ninguna de las dos hablaba
kreyól.
-Un día, nada más -contestó.
-Las hermanas están con nosotros desde hace tres -dijo
Tibon. Doloritas volvió a taparse los ojos con el pañuelo.
Tibon le dijo-: No llores tanto, Doloritas. Guarda unas
lágrimas para llorar de alegría al encontrar a tu hombre.
Considerando la posibilidad, Doloritas se apartó el pa¬
ñuelo de la cara. SiTibon, un tullido, se había salvado, ¿por
qué su hombre no?
-Nosotras somos dominicanas -explicó Dolores.
-Pero a él se lo llevaron -añadió Doloritas-. Vinieron
por la noche y lo sacaron de la cama.
-Todavía no hemos aprendido el idioma de ustedes -dijo
Dolores.
-Mi hombre y yo hace seis meses que vivimos juntos
-dijo Doloritas-Yo le había prometido que para cuando
visitáramos a su familia en Haití iba a saber hablar kreyól.
-Yo no sé nada -dijo Dolores-. Cuando se lo llevaron,
Doloritas estaba perdida. Quería ir a la frontera a buscarlo.
En su estado yo no podía dejarla ir sola.
-¿Cómo se llama? -pregunté mirando a Doloritas a los
ojos enrojecidos-. Tu hombre, digo. ¿Cómo se llama?
-Lo llamábamos lié -respondió, mostrándome el nom¬
bre bordado en el pañuelo-. En realidad se llama Ilestbien.
Él me contó que significa “él está bien”.
Marchamos toda la tarde sin descansar. De tanto en
COSECHA DE HUESOS
179
181
182
183
184
18 5
186
187
188
190
191
192
193
194
195
196
197
198
199
200
201
202
203
205
206
207
208
209
210
211
212
213
214
215
más pelo alrededor de las vendas, que ahora eran más pe¬
queñas-. Di con la cabeza si quieres venir conmigo.
Traté de decir que sí, que iría con él. Iría con él a don¬
dequiera estuviese su casa; procuraría olvidar lo que ha¬
bía pasado en el viaje y esperaría que regresaran Mimi y
Sebastien.
-Bien -dijo él-. Duerme esta noche que mañana ven¬
dré a buscarte.
Toda esa noche llovió y la mayor parte de los que dor¬
mían fuera entró a refugiarse. Por encima de mí, los pos¬
tigos abiertos dejaban entrar una llovizna constante. Por
fin alguien se levantó a cerrarlos, pero a esas alturas yo
estaba empapada.
Yves vino hasta mi lugar y con la espalda contra un
poste de madera se sentó a oscuras.
-Te llevaré a la casa de Sebastien -dijo-.Te sentarás a
hablar con él, con Mimi y con su madre y todo esto será
una pesadilla.
-¿Cuánto hace que estamos aquí? -el esfuerzo de hablar
parecía desgarrarme la garganta.
-Seis días -dijo él.
-¿Qué hice durante la fiebre? -pregunté.
-Dormir y despertarte una y otra vez. Pero más que
nada dormir.
-¿Y tú me cuidabas?
Asintió.
-Con tanta lluvia se desbordará el río -dije-. No es
bueno, si Sebastien y Mimi tienen que cruzar.
-Dicen que ha parado la matanza -dijo él.
-Yo tengo a menudo un sueño -le dije- con mis padres
en el río, bajo la lluvia.
EDWIDGE DANTICAT
216
218
219
220
221
222
223
225
226
227
229
230
231
232
233
234
235
236
237
238
239
240
242
243
244
245
246
247
249
250
251
252
254
255
256
257
258
259
260
262
263
265
266
una comida que nunca estaba lista antes del fin de la tar¬
de, cerca de la hora en que regresaba Yves. Aunque supie¬
ra que él comía en otra parte, y quizá hasta tenía otra
mujer que lo cuidaba, la madre seguía tratándolo como a
un niño indefenso con fuerza apenas suficiente para dar
vida a la tierra de su padre.
A medida que hacía dinero, Yves había ido añadiendo
cuartos al patio: cuatro más en total, dos de ellos solamen¬
te míos. (La madre no quería mudarse a otra parte dejan¬
do atrás viejas amistades y recuerdos agridulces.) A veces
yo me encerraba en esos dos cuartos míos y me pasaba
meses en la cama, temporadas en que la garganta se me
llenaba de pelusa o un dolor en el brazo me impedía co¬
ser, en que me latía la rodilla y los oídos me zumbaban
sin parar. Aparte de esos momentos, la muerte del Gene¬
ralísimo fue la única tregua en la rutina de coser, dormir
y soñar todas las noches lo mismo.
-Vaya, man Amabelle, mírate haciendo la kalanda -me
gritó alguien de la multitud frente a la puerta de la ca¬
tedral.
Yo no me había dado cuenta de que estaba bailando.
Ni siquiera era consciente de que sabía bailar. Sin embar¬
go no fue un cumplido lo que oí sino el título de las muje¬
res mayores, el “man” de man Irelle, man Denise o man
Rapadou, antes de mi nombre.
Aquel día vi saltar con maracas y tambores a chicas y
muchachos que a mi regreso aún no habían nacido; y sentí
que el tiempo se deslizaba a mi alrededor como nunca
cuando estaba sola con man Rapadou y las vecinas del
patio.
Yves caminaba adelante, aparte de la multitud que se
COSECHA DE HUESOS
267
268
269
271
272
273
274
275
276
278
279
281
282
283
284
285
286
287
288
289
290
291
292
293
294
295
296
297
298
299
300
301
302
303
304
305
307
308
DEMCO
OTROS TÍTULOS BE LA OTRA ORILLA
Shooting Elvís
Robert M. Eversz
Alina suplicante
Juan Gabriel Vásquez
Meshugah
Isaac Bashevis Singer
Océano Mar
Alessandro Baricco
América
T.C, Boyle
La punta
Charles D’Ambrosio
Parejas
Peter Schneider
Contravida
Augusto Roa Bastos
Osvaldo Soriano
El ojo de la patria
Rosa Beltrán
La corte de los ilusos