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CUENTO NOVELESCO 1

Érase una vez una mujer que fue a recoger aceitunas. Se pasó todo el día metiéndolas en su
alforja hasta que la llenó hasta rebosar. Cuando vio que ya no cabían más aceitunas, recogió sus
bártulos y se marchó de vuelta a casa.
Por el camino pasó por la fuente y allí se encontró a una niña que estaba llorando.
La mujer se quedó muy preocupada y le preguntó:
–¿Por qué lloras, hija?
–Pues estoy llorando –dijo la niña–, porque mi madre me ha abandonado. Esta tarde estuvimos
haciendo cola para llenar los cántaros de agua, pero luego se olvidó de mí y me dejó aquí sola.
–¿Y tú te has quedado aquí solita en la fuente? ¡Con esta oscuridad! –le dijo la mujer.
Entonces la niña le suplicó:
–¡Llévame a tú casa, por favor! Te prometo que mañana volveré a la mía. ¡Llévame a tu casa, que
ya ha anochecido y ya no se ve nada en el bosque!
Y la campesina respondió:
–Vale, te llevaré conmigo por esta noche. Pero mañana por la mañana te vas a tu casa.
Y las dos se marcharon a casa de la campesina. Al llegar, la mujer le dijo que tenía un poco de
comida y que la iban a compartir. Luego se puso a preparar la cena mientras la niña se quedó al
lado del kanun para calentarse.
De repente la niña empezó a crecer a una velocidad asombrosa. Los ojos y las orejas le crecieron
aún más hasta alcanzar un tamaño desproporcionado. ¡A los pocos segundos se había
transformado en una gigante de aspecto espantoso!
La campesina al verla gritó asustada:
–¿Por qué te has transformado así? ¿Por qué te has puesto tan grande?
Y el monstruo le respondió:
–¡Ah!, ¿que no sabes quién soy? Pues te lo voy a decir: ¡soy la ogresa!
–¡Me has engañado! ¡Me has traicionado! ¡No me dijiste nada! –le gritó la mujer aterrorizada.
Y entonces la ogresa le dijo:
–Es verdad, no te lo he dicho, pero tú tendrías que haber sido más perspicaz y haberlo adivinarlo
tú sola. ¡Mírame ahora!
Después el monstruo le ordenó que le hiciera la cena. La mujer le dio toda la comida que había
preparado. La ogresa lo engulló todo en dos bocados y enseguida volvió a pedirle más comida.
Pero la mujer le dijo que ya no le quedaba nada más.
Entonces la ogresa le propuso lo siguiente:
–Vamos a pelearnos, y la que salga vencedora que se coma a la otra. ¿Te parece bien?
La mujer, que estaba extenuada, le dijo llorando:
–¡Por favor, que yo no estoy para peleas! Estoy hecha polvo.
Pero la ogresa no quiso atender a razones, y le dijo gritando:
–¡Venga, levántate, que tengo hambre!
Y empezaron a pelearse. El estrépito de cacharros y de platos rotos fue ensordecedor. En cierto
momento de la pelea la ogresa la agarró del pelo y la tiró al suelo. Mientras tanto la mujer gritaba
con todas sus fuerzas y se encomendaba a un santo y pedía auxilio a los vecinos:
–¡Sidi Hadj Azagan, defiéndame! ¡Vecinos, defendedme, que se ha metido un monstruo en mi
casa y quiere comerme!
Entonces oyó la voz de un vecino que le respondía desde fuera:
–¿Qué le ocurre, tía?
–¡Pues que hay un monstruo en mi casa! –respondió la mujer.
El vecino acudió a todo correr para socorrer a su vecina. Pero en cuanto intentó abrir la puerta
desde fuera, la ogresa se transformó en una aguja y se escabulló por debajo de la puerta.

Esta versión, transmitida en cabileño, ha sido traducida por Óscar Abenójar.


Cuentos novelescos 2

Había una vez una familia formada por un padre, una madre, su hijo, y el suegro de ella. La mujer
solía quejarse de que el padre de su marido ya era muy mayor y de que le daba mucho trabajo.

Un día le dijo a su esposo que ya no lo soportaba más. Su suegro le hacía sufrir mucho y,
además, no le quedaba tiempo suficiente para ocuparse de él. ¡Ya estaba harta! Ni siquiera
soportaba su presencia en la casa.

Entonces él se quedó muy preocupado y le dijo a su mujer:

–Yo te entiendo, mujer, pero ¿qué quieres que haga con él? ¡Es mi padre! ¿Y quién sería capaz
de deshacerse de su padre?

Entonces la mujer se enfadó y le dijo:

–Pues es asunto tuyo, así que arréglatelas tú solo. Yo solo te digo que ya no puedo vivir con él.
Tendrás que elegir: o se queda él en esta casa o me quedo yo. Tú verás.

El marido se quedó todavía más preocupado. Siempre habían discutido por el mismo problema,
pero aquel día el asunto había llegado demasiado lejos.

Unos días después el padre se levantó temprano, fue a despertar a su hijo y le dijo:

–Levántate, hijo, que hoy vamos a salir con tu abuelo.

El hombre cogió una gran alfombra y los tres se marcharon de casa. Cuando llegaron a un
precipicio, el padre le pidió a su hijo que le ayudara a enrollar al abuelo en la alfombra, que luego
iban a levantarlo para arrojarlo por el precipicio.

Entonces el hijo le dijo asustado:

–¡Oh, padre! Pero ¿cómo se te ocurre tirar a mi abuelo, a tu propio padre, desde esta altura?

Y el padre le respondió con gesto de resignación:

–¡Pues ya ves, hijo! Tu madre me ha estado insistiendo, erre que erre, día tras día, y ha acabado
por quemarme la cabeza. No para de quejarse de tu abuelo, y me ha dicho que ya no quiere verlo
ni en pintura. Así que esta es la única solución que se me ha ocurrido.

Entonces el hijo le propuso:

–Padre, lo que tienes que hacer es cortar la alfombra en dos partes. Luego enrolla a mi abuelo en
la primera parte y échalo por el precipicio. Pero guarda la segunda parte para mí.

–¿Y se puede saber qué piensas hacer tú con la segunda parte? –le preguntó el padre.

–Pues está claro: cuando tú te hagas viejo como el abuelo, te enrollaré a ti en ella y después te
tiraré por el mismo precipicio. Ahora tú arrojas a mi abuelo, y cuando tú te hagas mayor, yo te
arrojaré a ti.

El padre se quedó un rato pensativo y después cambió de opinión. No arrojó al abuelo y le dijo al
muchacho:

–¡Tu madre va a enfadarse mucho!


–¿Y a ti cómo se te ocurre hacer caso a los disparates que dice mi madre? Te pidió que te
deshicieras de mi abuelo, ¿y tú obedeces? –le respondió su hijo indignado.

Y, sin más, los tres volvieron a casa. En cuanto la mujer los vio entrar por la puerta con su suegro,
montó en cólera y empezó a darle gritos a su marido:

–¡Quiero una explicación! ¿Qué hace ese viejo aquí otra vez? ¿Por qué te lo has traído de vuelta?

Entonces su esposo le respondió:

–No me eches la culpa a mí, que fue tu hijo quien se negó a que lo tirara por un precipicio.

La madre fue a pedirle explicaciones a su hijo, y entonces el muchacho les dijo:

–Mira, yo os propongo lo siguiente: como tú has incitado a mi padre a que se deshaga de mi


abuelo, a mí se me ha ocurrido que, cuando vosotros os hagáis viejos, yo también os voy a
arrojar por el precipicio, a ti y a mi padre. ¿Te parece bien? Imaginad lo que os haría yo a
vosotros si llegáis a hacerle una cosa tan cruel a mi abuelo.

Y así fue cómo el hijo salvó a su abuelo de la muerte y libró a sus padres de una maldición.
Cuentos novelescos 3

Cuentan que una vez la esposa de un sultán le propuso a su marido que convocara a todos los
pájaros del reino. La sultana quería reunirlos en palacio para tejer una almohada con las plumas
de cada una de las aves.

Todos los pájaros acudieron a la cita y enseguida le entregaron sus plumas, todas excepto el
reyezuelo, que llegó demasiado tarde, cuando todas las demás aves ya se habían marchado.

Entonces el sultán le dijo:

–¿Y tú por qué no has llegado a tiempo? ¿Por qué has tardado tanto?

–He llegado tarde porque me entretuve reflexionando sobre algunos asuntos de la máxima
importancia –respondió el reyezuelo.

Y entonces el sultán le preguntó intrigado:

–¿Y se puede saber sobre qué reflexionabas?

–Pues primero estuve pensando en los días y en las noches –dijo–. Me preguntaba cuál de los
dos sería más largo. Después me pregunté si en este mundo habrá más hombres o más mujeres.
Y por último pensé en cuáles serán los más numerosos, si los vivos o los muertos.

–Está bien. Y dime, ¿qué conclusiones sacaste? –le preguntó el rey todavía más intrigado que
antes.

–Pues he deducido que la luz de la luna, la que vemos por la noche, es un complemento de la luz
del día; luego estimo que los días son más largos que las noches. En lo relativo a la segunda
cuestión, pienso que los hombres que viven sometidos a sus mujeres deben contar como
mujeres, no como hombres. Por lo tanto, hay más mujeres que hombres. Y en lo que respecta a
los vivos y a los muertos, me parece que una buena persona que ha fallecido seguirá siempre
presente entre los vivos. La gente la recordará y la evocará a menudo por ser muy querida.
Deduzco, por lo tanto, que es como si no estuviera muerta; luego hay más vivos que muertos.

Y en cuanto el reyezuelo hubo acabado su argumentación, el sultán le dijo:

–Puedes irte, “señor” reyezuelo.

Y desde aquel día todo el mundo en Cabilia le llama al reyezuelo “señor reyezuelo”[1].

[1] Reyezuelo (cab. si bus): la partícula si que precede a algunos nombres de pila sirve para
poner de relieve la nobleza de linaje. En el presente cuento, el rey le asigna el apelativo al ave
como premio a la sapiencia de la que hace gala.

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