Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
EL LARGO ADIOS
BARRAL EDITORES
BARCELONA
Tercera edición
Impreso en la Argentina
CAPÍTULO I
—¿Usted es inglés?
—Así lo hice.
Sacudió la cabeza.
—¿Por qué?
—No lo entiendo.
—La noche que usted se fue a Las Vegas ella dijo que
no le gustaban los ebrios.
—¿De qué?
—Usted es su marido.
—Entonces, entre.
—Espere un momento.
—Sigamos —dije.
—¿Cómo lo tomó?
El sacudió la cabeza.
—Lo siento.
—Yo también.
—¿Conoce a su mujer?
—La encontré una vez, por unos instantes, antes de
que se casaran.
Se sonrojó un poco.
Green habló:
—¿Entonces?
—Salgamos, amigo.
El asintió.
—No me acuerdo, pero es muy posible. —Sonrió
débilmente—. Aquel puesto no era para mí. No tenía
carácter para eso.
Endicott sonrió.
—Solamente yo.
Me puse de pie.
—¿Por cuánto?
—¿Qué muro?
¿Por qué?
—No.
Me miró de nuevo.
—¿Usted es Marlowe?
Endicott carraspeó.
No dije nada.
—Ocho cincuenta.
Terry.
—¡Ajá!
—Ya comprendo su punto de vista —dijo, sonriendo
tristemente—. No le interesan las novelas históricas. Pero
se venden brutalmente.
Le devolví la sonrisa.
Spencer llamó al mozo y ordenó otra ronda.
—Felicidades.
Lo recogió lentamente.
El tipo se contuvo.
Le sonreí.
—La última vez que tomé café con alguien fue justo
antes de que me metieran en la cárcel. Me imagino que
usted nunca estuvo a la sombra, señora Wade.
Ella asintió.
—Sí.
Ella sonrió.
—¿La aguja?
—¿Usted es el cuidador?
—Siguiendo la cura.
—Wade —corregí.
Me levanté de la silla.
—Creo que he cometido un error, doctor. La última vez
que el muchacho se emborrachó estuvo con un doctor cuyo
nombre empieza con V. Fue una operación estrictamente
secreta. Lo vinieron a buscar por la noche y lo trajeron de
vuelta en la misma forma, cuando ya se había recuperado.
Ni siquiera esperaron para ver si el hombre entraba en la
casa. De modo que cuando se prendió a la botella de
nuevo y desapareció durante un tiempo, recurrimos a
nuestros ficheros, como es natural, en busca de alguna
pista. Seleccionamos a tres médicos cuyos nombres
comienzan con V
Se sonrió benévolamente.
¿Cómo me encontró?
—Lo pensaré.
—No lo sé.
—Lo conozco.
—Philip Marlowe.
—Sí.
Yo no contesté.
—A Sylvia Lennox.
—¡Oh! —exclamó, asustada—. Aquella muchacha que
fue… asesinada. No, no la conocía personalmente. Pero
sabía quién era. ¿No se lo dije?
—¿Por qué?
—¿Qué es eso?
Salió refunfuñando.
—Magnífico.
—¿Por qué?
—Yo creía que era más bien una bebida tropical, propia
de regiones calurosas. Malaya o algo por el estilo.
—Lennox.
—Podrían gustarme.
—Parece razonable.
—Estoy de acuerdo.
Habló en español:
Ella sonrió.
—Bueno, ¿qué?
Wade no pestañeó.
—¿Cómo se llama?
—Marlowe.
—Con.
—No mucho.
—No dije que eso fuera todo lo que me dijo, sino que
me lo dijo.
Me miró de frente.
Muy agradable.
—Si.
Decía así:
CAPÍTULO XXVIII
* * *
—Vuelva a su habitación.
—Cómo se atreve…
—¿Más pastillas?
—Entonces lo simuló.
—Otro sueño.
—¿Quiere café?
—Gracias.
—¡Hijo de p… !
—No, gracias.
—¿Quién es nosotros?
—No entiendo.
—¿Qué es eso?
—Doscientos dólares.
—Me voy.
Me miró sorprendida.
—No tenía por qué estarlo —dijo ella, y sus ojos eran
tan transparentes como el agua. No había en ellos el menor
vestigio de engaño o estratagema.
—¿Por qué?
—Porque lo que hice, mantenerme fiel, es algo que ni
siquiera un loco volvería a hacer por segunda vez.
—¿Para qué?
—¡Macanudo!
—¿De quién?
—Un billete de cinco mil dólares. Lo tengo en la caja
fuerte. —Me levanté y fui hacia la caja. Hice girar la perilla,
la abrí e hice lo mismo con un cajoncito interior del cual
saqué un sobre que dejé caer sobre el escritorio. Adentro
estaba el billete. Ella miró el sobre con expresión perpleja.
—Nada.
—¿El viejo?
Ella suspiró.
Se sonrió levemente.
Potter asintió.
Frunció el ceño.
—No.
—Continúe.
—Era el revólver de ella, su propio revólver,
compañero. Según creo, es una pequeña diferencia. Pero
no me interprete mal. No estoy examinando ninguna clase
de rincones oscuros. Este es un asunto personal. ¿De
dónde sacó Terry las cicatrices que tenía?
—No hicimos nada más que tomar una taza de té. Una
visita social. Me dijo que quizá me daría algunos negocios.
También insinuó, no hizo más que insinuarlo, en pocas
palabras, que cualquier polizonte que me mire con ojos
aviesos se enfrentará con un futuro no muy agradable.
—Sí. Apesta.
Sacudió la cabeza.
Me miró de soslayo.
—¿El lo llamó?
Ella sonrió.
—Ya se lo dije.
—Comprendo.
—Sí.
Le di mi nombre y dirección.
—¿Bernie Ohls?
—Hoy no.
—No había nadie más aquí. Ella dice que usted sabía
dónde estaba el revólver, sabía que el marido se estaba
emborrachando, sabía que las otras noches él disparó un
tiro con el revólver y ella tuvo que trabarse en lucha para
sacárselo. Usted también estuvo aquí aquella noche. Eso
creo que no le ayuda mucho, ¿no le parece?
—Cerveza.
—Déjelo entrar.
—Teniente…
—Hable.
—¿Quiere irse?
—Gracias, Bernie.
—Sí, señor.
Ohls se rió:
—Ya se lo dije.
Me puse de pie.
—¿Y el motivo?
—Yo también.
—Marlowe.
—¿Quién es Marlowe?
—No corte.
—¿Está solo?
Yo me reí y él también.
—No.
—Bueno, dígame.
—Desembuche.
—¿Por qué?
—¡Cómo no!
—Tomaré un whisky.
Me puse de pie.
—Probablemente usted hace lo que cree correcto,
Spencer. Usted quiere conseguir el libro de Wade… si es
que puede utilizarlo. Y además quiere ser un tipo amable.
Las dos son ambiciones muy loables, pero a mí no me
interesa ninguna de ellas. Le deseo mucha suerte y adiós.
—Sí.
—Así es.
—¿Bueno? —preguntó.
—Whisky, gracias.
—Matar a Roger.
—¿Por qué?
—Mañana.
* * *
—¿Quién habla?
—Candy, señor.
Loring enrojeció.
Hernández dijo:
—Muy bien, éste es asunto suyo. Fírmeme el
formulario.
—¿Bueno? —dije.
—Dígaselo, Bernie.
Yo no contesté.
—¿Puedo irme?
—¿Satisfecho?
Me miró sorprendido.
—A veces.
—Puede ser.
—No lo creo.
¿Quiere decírmelo?
—No.
—Yo tampoco.
—¡Oh, cállese!
—¿Está seguro?
—Segurísimo.
—De Las Vegas, con los tres tipos que envió usted en
el Cadillac negro, con el reflector rojo y la sirena. Supongo
que el auto es suyo.
Starr se rió.
—¿Cómo dice?
—¿Por qué?
—Sí, Amos.
Amos sonrió.
—Mendy Menéndez.
—Para usted.
—¿Por qué?
—Muy bien.
—Posiblemente.
—Gracias.
—Quiero champaña.
—¿Cuánto dinero tienes?
—¡Cómo no!
Endicott sonrió.
—¿Un qué?
—Un billete de cinco mil dólares.
—Continúe.
—¿Cuál es la suya?
—¿Señor Marlowe?
—¿Americanos?
—Sí, en el buzón.
No me contestó directamente.
Sonrió de nuevo.
—No lo sé.
—Adiós.
Alberto Cousté