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Bert Hellinger- Cuentos de vida
Hellinger, Bert
Cuentos de vida / Bert Hellinger; coordinado por Graciela Lauro; dirigido por Tiiu
Bolzmann. - 2da. ed. - Buenos Aires: Alma Lepik, 2012.
126 p.; 20x14 cm.
La mayoría de estos cuentos fue publicada por la Editorial Herder S.L, Barcelona en El centro
se distingue por su levedad y Órdenes del Amor © 2002 y 2001, respectivamente.
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Bert Hellinger- Cuentos de vida
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN 06
Introducción: La indignación 22
La mujer adúltera 22
Comentario posterior 23
La sentencia 24
Introducción: La conciencia 24
La respuesta 24
Comentario posterior: El coraje 24
El centro 25
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La vuelta 25
La conversión 26
Comentario preliminar: Escuchar historias como una sinfonía 27
La reunión 27
Comentario preliminar: La plenitud 28
La comprensión 28
PEQUEÑOS CUENTOS 39
La ceguera 39
Comentario posterior: Las imágenes internas 39
La curiosidad 39
El entendimiento 39
La rabia 39
El fuego 40
El todo 40
Dos tipos de medida 40
La dependencia 40
El otro placer 40
La objeción 44
Cuentos en una frase 41
Orden y plenitud 42
Orden y amor 42
El No ser 43
Los jugadores 44
El camino 44
Introducción: Los opuestos 45
Dos tipos de saber 45
Caminos de sabiduría 45
La verdad 46
El héroe 46
El vacío 46
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Lo mismo 46
La plenitud 47
Gracias al amanecer de la vida 48
El círculo 49
REFLEXIONES FINALES 50
Reconócete a ti mismo 50
Lo nuevo 50
Sostenidos 51
Completo 51
La luz 52
A quien le llegue la hora 52
Nadar con la corriente 53
A lo último 53
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Bert Hellinger- Cuentos de vida
INTRODUCCIÓN
A menudo los cuentos pueden decirnos algo que de otra manera no puede ser
expresado. Lo que muestran también saben ocultarlo, de ahí que su enseñanza a
veces a penas se vislumbre, como se intuye el rostro de una mujer detrás del velo.
Nos ocurre entonces, al escucharlos, como a alguien que entra en una catedral. Ve
las ventanas que brillan, porque él se encuentra en la oscuridad. Vistas a plena luz, de
las imágenes sólo queda el contorno.
Los cuentos pueden expresar lo que no se debe decir. Lo que muestran también
saben cómo esconderlo para que la verdad se intuya, como se intuye la cara de una
mujer debajo de un velo.
Al escucharlos, nos pasa lo mismo que a quien entra en una catedral y observa las
vidrieras: las ve iluminadas porque se encuentra en la oscuridad, pero si las observa
desde un lugar con mucha luz, sólo ve el engaste.
Los cuentos compilados en este libro son de ese tipo. Giran alrededor de un centro
y de un orden oculto que, más allá de los límites de la conciencia y de la culpa, une lo
anteriormente separado. Nos llevan por un camino de entendimiento que muchas
veces va mucho más allá de nuestras imágenes interiores habituales. Algunos de ellos
son parodias: rompen el tabú de mirar más detenidamente y descubren los lados
engañosos y oscuros de cuentos e historias. Eso sucede en El engaño, El amor, La fe,
El final y Las dos caras de la felicidad.
Otros cuentos consiguen que experimentemos lo que relatan mientras todavía los
estamos leyendo. De ahí que, tal vez mientras los vamos leyendo, empecemos a dejar
lo pasado y a centrarnos en el siguiente paso para avanzar. Entre esos cuentos figuran
La posada, La vuelta, La comprensión, El adiós y La fiesta.
Otros cuentos crecieron conmigo y yo con ellos. Son cuentos que llegan a lo último.
Nos llevan por el camino del entendimiento hasta sus límites, sin temor y sin
miramientos. Son el corazón de esta colección. A esos cuentos pertenecen Dos tipos
de sabiduría, La Plenitud, El vacío, Lo mismo, La Respuesta, Los jugadores, Ser y No
Ser y El círculo.
Algunos de estos cuentos son poemas, más exactamente poemas para reflexionar.
Para algunas historias hay un prólogo que conduce hacia ellas y otras veces un
epílogo que las ubica en un contexto mayor.
Muchos de los cuentos aquí compilados se encuentran ya en algunos de mis libros,
por ejemplo en El Centro se distingue por su levedad, en Órdenes del Amor y en
Verdichtetes. Aquí aparecen dispuestos como un todo y los he ordenado claramente.
Son nuevos Cuentos en una frase y el capítulo Reflexiones finales, que redondea el
libro.
Estos cuentos y poemas llegan a nuestra alma si les damos tiempo para vibrar en
nuestro interior y si los leemos como escuchándolos interiormente.
Le deseo, durante la lectura, esa comprensión liberadora y esperanzadora que
viene de nuestro centro y que nos lleva a nuevas dimensiones del amor.
Bert Hellinger
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Consideraciones preliminares:
Los opuestos
Cuando alguien quiere apreciar un objeto muy pequeño, lo toma entre el índice y el
pulgar. Ambos dedos están uno frente al otro y así pueden prender y aprehender el
objeto que se encuentra entre ellos y que, sin embargo, les resulta totalmente distinto
a ambos.
A menudo nos ocurre lo mismo con las palabras y su significado.
Por eso, en cuestiones esenciales debemos contemplar simultáneamente los
múltiples aspectos de las mismas porque la plenitud no excluye, sino que incluye los
contrarios, y también el opuesto es una parte, un componente de un todo donde una
pieza no sustituye a otra, sino que la completa.
El tomar
Había una vez un hombre que estaba muy agradecido a Dios por haberle salvado la
vida en una situación muy peligrosa. Le preguntó a un amigo qué podía hacer para
que su agradecimiento fuera digno de Dios. El amigo, como respuesta, le relató esta
historia:
Un hombre amaba a una mujer con todo su corazón y le pidió que se casara con él,
pero ella tenía otras intenciones. Un día, cuando ambos cruzaban la calle, casi la
atropella un auto de no ser por su acompañante, que la detuvo al reaccionar con
rapidez. En ese instante, ella se dirigió a él y le dijo: "Ahora me casaré contigo".
"¿Qué te parece?, preguntó el amigo, ¿cómo se pudo haber sentido aquel
hombre?". El otro, algo molesto, en lugar de responder hizo una mueca con la boca.
"¿Ves?", dijo el amigo, "igual se puede sentir Dios contigo".
Los supervivientes
La compensación
En África, un misionero fue trasladado a otra región. La mañana de su partida, llegó
un hombre que había caminado varias horas para despedirse de él y traerle como
regalo de despedida una pequeña cantidad de dinero, como unos 30 peniques. El
misionero se dio cuenta de que el hombre quería agradecerle que hubiera ido con
frecuencia a visitarlo a su aldea cuando estuvo enfermo. También sabía que aquellos
30 peniques suponían mucho dinero para aquel hombre y casi cayó en la tentación de
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devolverle su regalo y encima darle algún dinero más. Después de pensarlo, tomó el
dinero y le dio las gracias.
La solución
El vengador
La segunda vez
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La revelación
Una mujer se divorció de su esposo a causa de un amante. Después de muchos
años se dio cuenta de que aún amaba a su ex marido y le preguntó si podía volver a
ser su esposa. Pero él no quiso pronunciarse entonces y juntos resolvieron consultar a
un terapeuta.
El profesional comenzó preguntándole al hombre qué esperaba de él. El hombre le
respondió: "Sólo busco una revelación".
El terapeuta respondió que eso era difícil, pero que se esforzaría por lograrlo.
Luego le preguntó a la mujer qué podía ofrecerle a su marido para que él quisiera
volver de nuevo con ella. Ella se lo había imaginado todo demasiado fácil y lo que
ofrecía no suponía ningún compromiso. No era, pues, de extrañar que su ofrecimiento
no produjera efecto alguno en aquel hombre.
El terapeuta le indicó a la mujer que, ante todo, debía reconocer que con su
proceder le había hecho mucho daño a su marido. Y que él debía poder percibir que
ella quería reparar ese daño. La mujer se quedó algo pensativa, luego lo miró a los
ojos y le dijo: "Siento mucho lo que te hice. Por favor, déjame volver a ser tu mujer. Te
amaré y te cuidaré, y en el futuro podrás confiar en mí".
El hombre, sin embargo, seguía sin conmoverse.
El terapeuta lo miró y le dijo: "Lo que tu mujer te hizo en aquella ocasión debe
haber sido muy doloroso para ti y no quieres volver a vivirlo". Al hombre se le
humedecieron los ojos.
El terapeuta continuó: "Quien sufre un dolor tan grande se siente moralmente
superior al otro y por eso se atribuye el derecho de rechazarlo, como si no lo
necesitara. Ante tanta inocencia, el culpable no tiene ninguna posibilidad".
El hombre sonrió al sentirse descubierto: el terapeuta había dado en el clavo. Luego
se giró hacia su mujer y la miró cariñosamente a los ojos.
El terapeuta les dijo: "Esta fue la revelación. Son cincuenta marcos. Ahora váyanse.
No quiero saber cómo sigue".
El respeto
Un hombre y una mujer le preguntaron a un maestro qué podían hacer con su hija,
ya que en multitud de ocasiones, cuando la madre le ponía límites, no se sentía
apoyada por su marido.
En tres párrafos, el profesor les explicó las reglas de una educación lograda:
1. En la educación de sus hijos, el padre y la madre consideran correctos aquellos
valores que en sus familias de origen también eran correctos o que, en su defecto, fal-
taban.
2. El niño reconoce y acepta aquellos valores que en las familias de origen de sus
padres también fueron correctos o faltaron.
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El lugar
La añoranza
Una vez, una joven sentía una añoranza incontrolable que ella misma no se podía
explicar. De repente se dio cuenta de que esa añoranza no era suya sino de su
hermana, hija del primer matrimonio de su padre. Cuando su padre se casó por
segunda vez, no le permitieron verlo más, ni a él ni a sus hermanastros.
A todas estas, la hermana se había ido a vivir a Australia y el contacto con ella
estaba totalmente interrumpido. La joven logró, sin embargo, comunicarse con ella, la
invitó a ir a Alemania y hasta le envió el billete.
Pero el destino no se pudo revertir: en el camino al aeropuerto la hermana
desapareció.
El temblor
En un grupo terapéutico, de repente una mujer empezó a temblar. Al observarlo, el
terapeuta tuvo la impresión de que aquel temblor era de otra persona.
Entonces le preguntó: "¿De quién es ese temblor?" "No sé", respondió ella.
El otro continuó preguntando: "¿Podría ser de un judío?". "De una judía", respondió
la mujer.
Cuando esta mujer nació, un oficial del servicio de seguridad nazi fue a felicitar a su
madre en nombre del partido. Detrás de una puerta había una judía a la que habían
escondido en la casa. Era ella la que temblaba.
El miedo
Una pareja llevaba muchos años casada. Sin embargo, no vivían juntos porque el
hombre afirmaba que el trabajo adecuado para él sólo lo encontraba en una ciudad
que estaba muy lejos.
Cuando en el grupo se le hizo ver que donde vivía su mujer también podía
encontrar un trabajo semejante, siempre daba alguna excusa. Así, se puso en
evidencia que debía haber otro motivo encubierto que justificara su comportamiento.
Contó que su padre estaba enfermo de tuberculosis y que había pasado muchos
años ingresado en un sanatorio que se encontraba muy lejos de la casa. Cuando iba a
visitar a su esposa y a su hijo, ambos quedaban expuestos al contagio. Aunque el
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peligro ya hacía mucho que había desaparecido, su hijo asumía el mismo miedo, el
mismo destino, y se mantenía lejos de su mujer como si él también representara un
peligro.
La frase perdida
Un joven, con tendencia al suicidio, relata en un grupo que cuando era niño le dijo a
su abuelo materno: "¡A ver si te mueres de una vez y haces sitio!". El abuelo se rió a
carcajadas, pero a él no se le había podido ir esa frase de la cabeza.
El coordinador del grupo opinaba que la frase había salido de la boca del niño, pero
que correspondía a otro contexto en el que no pudo ser expresada. Y realmente
encontraron lo que buscaban.
Resulta que su otro abuelo, el paterno, había mantenido tiempo atrás relaciones
con su secretaria y, por ese entonces, su mujer cayó enferma de tuberculosis. En ese
contexto la frase sí encajaba, aunque el abuelo ni siquiera fuera consciente de ella: "¡A
ver si te mueres de una vez y haces sitio! El deseo se hizo realidad: la mujer murió.
Los descendientes, sin tener ni la más remota idea, se hicieron cargo de la culpa y
del castigo, y llevaron ese destino como si les fuera propio.
Primero, un hijo evitó que su padre sacara provecho de la muerte de su madre y se
fugó con la secretaria.
Luego un nieto hizo suya la frase siniestra y estaba dispuesto a expiar la culpa
suicidándose.
La soberbia
Una vez en un grupo, una mujer contó que su padre era ciego y su madre sorda,
así que ambos se complementaban muy bien. Sin embargo, esta mujer sostenía que
se tenía que ocupar de sus padres, aunque su madre le decía: "Yo puedo arre-
glármelas sola con papá", y también el padre afirmaba: "Yo puedo ocuparme solo de
mamá. No necesitamos tu ayuda". Los padres la habían puesto en su lugar de hija y
esto no le gustó nada.
Esa noche la mujer no pudo dormir y al día siguiente me preguntó si yo la podía
ayudar, a lo que respondí: "quien no puede dormir es porque cree que debe vigilar".
Luego le conté un cuento de Borchert, el del chico de Berlín que, cuando acabó la
guerra, cuidaba de su hermano muerto para que no se lo comieran las ratas.
El pobre chico estaba agotado creyendo que debía velar por su hermano. Entonces
apareció un hombre lúcido que le dijo: "¡Pero si las ratas duermen de noche!". Y con
eso el niño se durmió.
También la mujer durmió a la noche siguiente.
El orden
Un joven empresario, único representante de un producto en su país, llega con su
coche deportivo y habla de sus éxitos. Es evidente que es una persona capaz y un
seductor irresistible.
Pero tiene una debilidad: bebe. Su contable le advierte que saca demasiado dinero
de la empresa para fines privados, con lo cual pone en peligro el negocio. A pesar de
todos sus triunfos, inconscientemente busca perderlo todo.
Se vino a descubrir que su madre echó a su primer marido porque, según ella, era
un inútil. Más adelante se casó con el padre de este joven, pero aportó un hijo del
anterior matrimonio. Le prohibió seguir viendo a su padre y, hasta ese día, ese hijo
seguía sin tener contacto con él y ni siquiera sabía si aún vivía.
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La pasión
Los celos
En un grupo, una mujer contó que torturaba a su marido con sus celos y que, a
pesar de reconocer lo absurdo de su comportamiento, no lo podía remediar. El
coordinador del grupo le mostró la solución. Le dijo: "como tarde o temprano vas a
perder a tu marido, ¡disfrútalo mientras lo tengas!". La mujer se rió y se sintió aliviada.
Días después su marido llamó al coordinador y le dijo:
"Te doy las gracias porque conservo a mi mujer".
Algunos años antes, este mismo hombre y su compañera de entonces habían
asistido a un curso con este mismo coordinador. Durante el seminario, sin reparar en
el dolor que le pudiera causar a la mujer, dijo ante todos los asistentes que tenía una
nueva pareja, más joven, y que por ella se iba a separar de su actual compañera, con
la que había convivido durante siete años.
Pasado un tiempo asistió a otro curso, esta vez con su nueva pareja. Ella quedó
embarazada durante el seminario y poco después se casaron.
Para el coordinador ahora quedaba claro cuál era el motivo de sus celos.
Esta mujer había negado ante todos el vínculo de su marido con su anterior pareja,
y con sus celos enfatizaba públicamente su derecho sobre él.
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Los cuentos pueden expresar lo que no se debe decir. Lo que muestran también
saben cómo esconderlo para que la verdad se intuya, como se intuye la cara de una
mujer debajo de un velo.
Al escucharlos, nos pasa lo mismo que a quien entra en una catedral y observa las
vidrieras: las ve iluminadas porque se encuentra en la oscuridad, pero si las observa
desde un lugar con mucha luz, sólo ve el engaste.
El engaño
Había una vez un viejo rey que, viendo acercarse la hora de su muerte y preocupado
por el futuro de su reino, mandó llamar al criado más fiel, de nombre Juan, le confió un
secreto y le dijo: "Ocúpate de mi hijo, pues aún no tiene experiencia, y sírvele con la
misma lealtad con que me serviste a mí!".
El fiel Juan se sintió muy importante -en verdad, no era más que un sirviente- y, sin
sospechar nada malo, levantó su mano y sentenció: "Os prometo guardar vuestro
secreto y ser fiel a vuestro hijo, como lo fui con vos, aunque me cueste la vida".
El rey murió y cuando ya habían pasado sus exequias, el fiel Juan llevó al joven rey
a conocer el palacio, le abrió todas las habitaciones y le mostró los tesoros del reino.
Una puerta, sin embargo, no la abrió, la pasó por alto. El nuevo rey, obstinado, le
ordenó que también la abriera, pero Juan le contestó que su padre se lo había
prohibido. Cuando el empecinado rey amenazó con abrirla por la fuerza, Juan cedió y
la abrió, pero se adelantó con rapidez y se puso delante de un cuadro para que el rey
no lo viera. El rey se dio cuenta, apartó a Juan hacia un lado, miró el cuadro y cayó al
suelo desmayado: era un retrato de la Princesa de la Cúpula Dorada.
Cuando volvió en sí, todavía estuvo un tiempo como ensimismado, y no tenía otro
pensamiento que no fuera convertirla en su mujer. Pedir su mano directamente le
pareció muy arriesgado, pues sabía que su padre ya había rechazado a todos y cada
uno de los pretendientes. Así fue como el fiel Juan y el rey tejieron una artimaña.
Averiguaron que la Princesa de la Cúpula Dorada amaba todo lo que fuera de oro,
sacaron joyas y vajillas de oro del tesoro real, las cargaron en un barco, se hicieron a
la mar y llegaron a la ciudad donde vivía la princesa. Una vez allí, el fiel Juan tomó
algunas piezas y se puso a venderlas disimuladamente delante del palacio.
Cuando la princesa se enteró, fue a ver lo que se vendía. Entonces Juan le contó
que en el barco tenían mucho más y la convenció para que fuera hasta allí. Una vez
en la embarcación, la recibió el rey disfrazado de mercader y la princesa aún le
pareció mucho más hermosa que en el cuadro. La llevó adentro y le mostró los tesoros
de oro.
Mientras tanto, levaron el ancla, izaron las velas y el barco se hizo de nuevo a la
mar. Al pronto, cuando la princesa se dio cuenta, se quedó muy desconcertada, pero
luego comprendió lo que estaba ocurriendo y que, en el fondo, eso correspondía con
sus más íntimos deseos, por eso siguió el juego.
Cuando ya había visto todo el oro, miró hacia afuera y vio que el barco se había
alejado bastante de la costa. Entonces se asustó. El rey le tomó la mano y le dijo: "¡No
temas! No soy un mercader, soy un rey, y te amo tanto que te pido que seas mi mujer".
Ella lo miró y lo encontró atractivo, contempló el oro y le dijo que sí.
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El fiel Juan llevaba el timón y silbaba divertido, satisfecho por lo bien que había
salido la jugada. En eso aparecieron tres cuervos, se posaron sobre el mástil y
comenzaron a hablar.
El primero dijo: "El rey aún no tiene segura a la princesa: cuando lleguen a tierra
vendrá a su encuentro un caballo rojo como el fuego. Cuando lo monte para cabalgar
hacia el palacio, el caballo emprenderá el galope y no verán al príncipe nunca más".
El segundo dijo: "A no ser que alguien se le adelante y salte sobre el caballo, tome
el arma que lleva en la silla y mate al caballo". Y el tercero dijo: "Pero si alguno de los
que sabe esto lo cuenta quedará convertido en piedra desde los dedos de los pies
hasta las rodillas".
El segundo cuervo dijo: "Aun suponiendo que supera el primer obstáculo, el rey aún
no tiene segura a la princesa: cuando llegue a su palacio encontrará un traje de boda.
Querrá ponérselo enseguida, pero se prenderá fuego como resina fresca y le quemará
hasta los huesos".
El tercer cuervo dijo: "A no ser que alguien se le adelante, tome el traje con guantes
y lo tire al fuego".
Y el primer cuervo agregó: "Pero si alguno de los que sabe esto lo cuenta quedará
convertido en piedra desde las rodillas hasta el corazón".
El tercer cuervo prosiguió: "Aunque superara el segundo obstáculo, el rey aún no
tiene segura a la princesa: cuando comience el baile nupcial, la reina se desmayará y
caerá al suelo como si estuviera muerta. Y si no aparece rápido alguien que le abra el
corsé, le saque el pecho derecho, le chupe tres gotas de sangre y después las escupa,
la reina morirá".
Y el segundo cuervo añadió: "Pero si alguno de los que sabe esto lo cuenta
quedará convertido en piedra desde el corazón hasta la cabeza".
Ahí tomó conciencia Juan de que la cosa iba en serio. Pero, fiel a su juramento, se
propuso hacer todo lo posible para salvar al rey y a la reina, aunque le costara la vida.
Cuando tocaron tierra sucedió todo tal cual habían predicho los cuervos. Un caballo
rojo como el fuego apareció al galope y, antes de que el rey lo pudiera montar, Juan se
subió al caballo, tomó el arma, y lo mató. Los otros criados del rey exclamaron: "¡Pero
qué se ha creído éste! Ahora que el rey iba a llegar a palacio cabalgando sobre este
hermoso caballo, viene él y lo mata. ¡No se le puede permitir una cosa así!". Pero en-
tonces el rey dijo: "Es Juan, mi fiel sirviente. Sus razones tendrá para obrar así".
Cuando entraron en el palacio, allí estaba el traje de boda y, antes de que el rey lo
fuera a buscar para ponérselo, Juan lo tomó con guantes y lo arrojó al fuego. Entonces
se escuchó a otros sirvientes murmurar: "¡Pero qué se habrá creído! Ahora que el rey
iba a ponerse el hermoso traje, viene éste y se lo tira al fuego. No se le puede permitir
una cosa así!". Pero entonces dijo el rey: "Es Juan, mi fiel sirviente. Sus razones
tendrá para obrar así".
Luego se celebró la boda, pero al comenzar el baile la reina se puso pálida y cayó
desplomada y como muerta. Juan acudió enseguida a su lado y, antes de que el rey se
atreviera a hacer nada -aún era inexperto-, le abrió el corsé, le sacó el pecho derecho,
chupó tres gotas de sangre y luego las escupió. La reina abrió los ojos y recobró la
vida.
El rey, sin embargo, se avergonzó de eso y cuando escuchó a los otros sirvientes
que se burlaban, pensó que la situación ya había llegado a un límite y que si ahora
también perdonaba a Juan, su autoridad quedaría en entredicho. Por eso reunió al
tribunal y condenó a muerte a Juan, su fiel sirviente.
A todo esto, Juan se preguntaba si debía revelar lo que le habían dicho los cuervos:
"Pase lo que pase voy a morir: si no lo cuento, muero en la horca. Y si lo cuento me
convierto en piedra". Al final se decidió por relatar lo sucedido, porque pensó: "Quizás
la verdad los haga libres".
Cuando se hallaba ante su verdugo, igual que otros condenados, pudo pronunciar
sus últimas palabras. Entonces contó ante todo el mundo por qué había hecho todo
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aquello que parecía tan grave. Justo cuando terminó cayó al suelo convertido en
piedra. Así murió.
Todos los presentes lanzaron gritos de dolor. El rey y la reina se retiraron a palacio
y se recluyeron en sus aposentos. Allí, la reina miró al rey y le dijo: "Yo también
escuché los cuervos, pero no dije nada por temor a convertirme en piedra". Ahí el rey
le susurró al oído: "Yo también los oí!".
Pero el cuento no termina aquí. Resulta que el rey no se atrevió a sepultar a Juan
convertido en piedra, y lo puso delante del palacio como si fuera una estatua. Cada
vez que pasaba por allí decía suspirando: "¡Ay, mi fiel Juan, qué pena!". Pronto la reina
quedó embarazada y con esto el rey se distrajo del tema. Al año nacieron mellizos, dos
niños preciosos.
Cuando los niños cumplieron tres años, el rey ya no pudo más y le dijo a su esposa:
"Tenemos que hacer algo para devolverle la vida al fiel Juan, y lo lograremos
sacrificando lo más querido que tenemos". La reina se asustó: "¡Lo más querido que
leñemos son nuestros hijos!". "Sí", respondió el rey. A la mañana siguiente, tomó una
espada, les cortó la cabeza a sus hijos y derramó la sangre sobre el cuerpo petrificado
de Juan con la esperanza de que volviera a la vida. Pero la piedra, piedra quedó. Al
verlo, la reina gritó: "¡Esto es el fin!". Se retiró a sus aposentos, recogió sus cosas y a
los tres días volvió a su país. El rey, sin embargo, fue a la tumba de su madre y allí
lloró largo tiempo.
Quien ahora estuviera tentado de leer el cuento de la manera que nos fue
transmitido, encontrará lo mismo que acaba de oír aquí-siempre que lo lea
atentamente- Pero al mismo tiempo encontrará también el cuento real que, si rehuye la
visión desnuda de su verdad, le hace soportable lo terrible a través de algo hermoso;
su miedo de encontrar, quizás, el cielo vacío se apacigua a través de una esperanza
ilusoria.
El amor
Un hombre, en sueños, oyó la voz de Dios que le decía: "¡Levántate, toma a tu hijo,
tu único y bien amado hijo, llévalo al monte que te indicaré y ofrécemelo en sacrificio!".
Por la mañana, el hombre se levantó, miró a su hijo, único y bien amado, miró a su
mujer, la madre del niño, y miró a su Dios. Levantó al niño, lo llevó al monte, construyó
un altar, le ató las manos y sacó el cuchillo para sacrificarlo. En ese momento oyó otra
voz, y en lugar de su hijo sacrificó un cordero.
En otro lugar, otro hombre también en sueños oyó la voz de Dios que le decía:
"¡Levántate, toma a tu hijo, tu único y bien amado hijo, llévalo al monte que te indicaré
y ofrécemelo en sacrificio!".
Por la mañana, el hombre se levantó, miró a su hijo, único y bien amado, miró a su
mujer, la madre del niño, y miró a su Dios. Y le respondió de frente: "¡No lo haré!"
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La fe
REFLEXIÓN: CONTRADICCIONES
Historias como esta nos pueden irritar un poco al principio, ya que parecen ir en
contra de las reacciones y de la lógica a la que estamos acostumbrados. Pero luego,
superados algunos límites, comenzamos a vislumbrar un significado que ninguna
explicación puede aclarar ni ninguna contradicción discutir. Por eso cautivan.
En cuestiones esenciales, muchas veces debemos contemplar varias posiciones al
mismo tiempo. La plenitud no excluye las contradicciones, más bien las incluye, por
eso el opuesto es una parte más entre las otras, las complementa pero no las
sustituye.
La exigencia
En tierras de Aram, donde hoy se encuentra la actual Siria, vivía hace mucho
tiempo un general fiel a su rey, famoso por su fortaleza y valentía. Un día se enfermó
gravemente de lepra, fue aislado y ya no pudo tener contacto con nadie, ni siquiera
con su esposa.
Un día, una esclava le contó que en su país vivía un hombre que sabía curar su
enfermedad. Así, pues, reunió a su séquito, tomó diez talentos de plata, seis mil
monedas de oro, diez trajes de fiesta, una carta de recomendación de su rey, y se
puso en marcha.
Después de andar un largo camino y de extraviarse algunas veces, llegó a la casa
de quien había de curarle y pidió que lo dejaran entrar.
Ahí estaba el hombre con todo su séquito, sus tesoros, la carta de recomendación
de su rey, a la espera de que alguien le abriera la puerta. Pero nadie le hacía caso. Ya
estaba algo nervioso e impaciente cuando se abrió la puerta y apareció un criado que
se le acercó y le dijo: "Mi señor te manda a decir que te laves en el Jordán, que eso te
sanará".
El general creyó que se estaban burlando de él. "¿Qué? -dijo- "¿Y éste es un
sanador? ¡Por lo menos tenía que haber venido personalmente a hablar conmigo,
invocar a su Dios, realizar un largo ritual y tocar mis llagas con su mano! ¡Igual así me
hubiera curado! Y en lugar de todo eso, ¡quiere simplemente que me bañe en el
Jordán!. Hecho una furia dio media vuelta y emprendió el regreso a casa.
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pedido algo extraordinario y fuera de lo común, como por ejemplo que fueras en barco
a países lejanos, que te sometieras a dioses extraños, que durante años escudriñaras
tus propios pensamientos, aunque todo eso te hubiera costado tu fortuna, se-
guramente lo hubieras hecho. Pero tan sólo te pidió algo muy sencillo". Y así se dejó
convencer.
De mal humor y desalentado se dirigió al Jordán, se bañó en él y se hizo el milagro.
Al volver a casa, su esposa quiso saber cómo le había ido. "Pues ya ves -contestó,
me he curado. Aparte de eso no pasó nada importante".
Quien empieza a distinguir las historias que lee, ya no sucumbe ante lo bello con
tanta facilidad. Guiándose por una instancia interior que sabe más de lo que las
palabras dicen, comprueba si lo que escucha y siente le da fuerza, lo nutre, lo estimula
y lo capacita para actuar o si, por el contrario, lo debilita, lo limita, lo paraliza y le hace
estar fuera de sí.
Lo que realmente nos ayuda a veces sobrepasa los límites conocidos e implica el
riesgo del fracaso y de la culpa.
Los recursos
Un día un hombre sale de su casa, se confunde entre la multitud del mercado, sigue
por una callejuela y llega a una calle que lo lleva al cruce de dos avenidas. De repente
escucha chimar unos frenos, un autobús pierde el control, hay gente que grita y, a
continuación oye el choque.
Ya no sabe qué le ocurre: huye a toda prisa, vuelve por la calle por la que había
llegado, toma la callejuela, se abre paso entre la multitud del mercado, llega a su casa,
abre el portal, sube corriendo las escaleras hasta su piso, cierra la puerta tras de sí,
corre por el pasillo hasta la última habitación y cierra la puerta. Respira hondo.
Y ahí está, salvado, encerrado y solo. El susto recibido en el cuerpo ha sido tan
fuerte que no se atreve ni a moverse. Entonces espera.
A la mañana siguiente su compañera lo echa de menos. Intenta llamarlo por
teléfono, pero nadie responde. Preocupada, se acerca hasta su casa y toca el timbre,
pero nadie abre. Acude a la policía para pedir ayuda y regresa con dos agentes.
Primero abren el portal, corren escaleras arriba hasta la puerta del piso, la abren,
siguen el pasillo hasta la última habitación, pican en la puerta y esperan un momento.
Cuando la abren, encuentran al hombre aterrado.
La mujer le da las gracias a los dos policías y les dice que se pueden ir. Después
espera un momento y siente que aún no puede hacer nada. Promete que volverá al
día siguiente y se va.
Al otro día encuentra el portal abierto, pero el piso continúa aún cerrado. Abre y se
dirige a la última habitación, también la abre y encuentra a su compañero. Como sigue
sin hablar, ella le cuenta lo que ha vivido mientras se dirigía hacia allí: que el sol se
abría paso entre las nubes, que los pájaros cantaban en las ramas de los árboles, que
los niños jugaban y corrían, y también que la ciudad latía con su propio ritmo.
Se da cuenta de que tampoco esta vez puede hacer nada. Promete volver al otro
día y se va.
A la mañana siguiente vuelve y encuentra abierta tanto la puerta del portal como la
del piso. Se dirige a la última habitación, la abre y encuentra a su compañero todavía
inmóvil. Espera un rato y le cuenta que la noche anterior había ido al circo. Le describe
el colorido del espectáculo, la animada música de la banda, el ambiente bullicioso, la
tensión cuando entraron los leones y el gran alivio de que todo saliera bien. También le
contó de las bromas de los payasos, de los preciosos caballos blancos y de la alegría
de la gente. Al acabar su relato lo pro-mete: "Mañana volveré".
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Bert Hellinger- Cuentos de vida
Al día siguiente, todo está abierto, hasta la puerta de la habitación, pero no hay nadie.
El hombre asustado no aguanta más en la casa. Cierra la puerta de la habitación,
también la puerta del piso, sale por la puerta de la calle y se confunde entre la multitud
del mercado. Sigue por una callejuela, llega hasta la calle ancha, atraviesa el cruce de
las dos avenidas y, decidido, busca a su compañera.
Algunas historias nos conmueven y por un momento hasta puede parecer que la
muerte y la separación hubieran sido borradas. Cuando las escuchamos nos relajan
como una copa de vino en la noche: después dormimos mejor. A la mañana siguiente
nos levantamos como siempre y vamos al trabajo.
Otros, después de haberse tomado el vino, se quedan en la cama y haría falta
alguien que viniera a despertarlos y que les relatara las historias con algunas
variaciones. Así, el dulce veneno se convierte en antídoto y a veces vuelven a
despertar liberados del hechizo.
El final
Harold, un joven de unos veinte años que solía dejar impresionados a todos al tratar
de tú a tú a la muerte, le hablaba a un amigo de su gran amor, Maude, una mujer
octogenaria. Le dijo que un día quiso celebrar con ella su cumpleaños y también el
compromiso de boda y que en plena celebración ella le confesó que había tomado
veneno y que sobre la medianoche su vida habría acabado. El amigo se quedó
pensativo un momento y luego le contó la siguiente historia:
"En un planeta diminuto vivía una vez un pequeño hombre. Como no había nadie
más se llamó a sí mismo Príncipe, es decir el primero y el mejor. Además de él, vivía
allí una rosa cuya fragancia había sido exquisita tiempo atrás, pero que ahora ya se
estaba marchitando. El Pequeño Príncipe -aún era un niño- no descansaba en su
esfuerzo por mantenerla viva. Así, de día tenía que regarla y de noche, protegerla del
frío. Pero cuando él necesitaba algo de ella, y eso ya había sucedido en alguna
ocasión, la rosa le enseñaba sus espinas. No era, pues, de extrañar que con el paso
del tiempo él se hubiera cansado. Por eso decidió marcharse.
Primeramente visitó los planetas de los alrededores, tan di-minutos como el suyo, y
sus príncipes, casi tan extraños como él. Nada lo retenía allí.
Tiempo después llegó a la hermosa Tierra y fue a dar con un jardín de rosas. Había
miles, a cada cual más bella, y su fragancia perfumaba todo el aire. Ni en sueños se
hubiera imaginado que pudiera haber tantas rosas, ya que hasta ese momento sólo
conocía una. Así fue como quedó cautivado por su dulzura y su belleza.
Pero entre las rosas lo descubrió un zorro astuto. Fingía ser tímido, y cuando vio
que podía engatusar al pequeño extraño, le dijo: "Quizás te parezca que todas las
rosas son excepcionales, pero no tienen nada de especial. Crecen solas y sin
cuidados. Tu rosa, en cambio, la de tu planeta, es exigente porque es única. Vuelve
con ella". Al oír esto, el Pequeño Príncipe se sintió confundido y triste, y emprendió
camino al desierto. Allí encontró un piloto que había aterrizado por una avería y pensó
que a lo mejor podía quedarse con él, pero pronto vio que era frívolo y sólo quería
conversar. Entonces el principito le contó que regresaba a casa, donde estaba su rosa.
Cuando se hizo de noche, se acercó a una serpiente, hizo como si la fuera a pisar y
entonces ella le mordió. Al pronto se estremeció, luego se fue aquietando y así murió.
A la mañana siguiente el piloto encontró su cadáver. "¡Qué listo!" -pensó-, y enterró
su cuerpo en la arena".
Según se supo más tarde, Harold no asistió al entierro de Maude. En lugar de ello,
y por vez primera en muchos años, puso rosas en la tumba de su padre.
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Bert Hellinger- Cuentos de vida
Un día se encuentran dos zulúes y uno le dice al otro: "Te he visto, ¿aún estás con
vida?"
"Sí" -responde el otro-, "todavía estoy aquí. ¿Y tú?"
"Yo también sigo con vida".
Cuando un forastero le pregunta a un zulú, que aparentemente no hace nada, "¿No
te aburres?", éste le responde: "¡Pero si estoy viviendo!".
A él no le falta nada que pudiera darle más sentido a su vida.
La misma actitud encontramos en uno de los fieles de Konradin, el último de los
Staufer, quien prisionero en un castillo estaba jugando con un amigo una partida de
ajedrez. Llegó entonces un mensajero a decirle que en una hora sería ejecutado, a lo
que él contestó: "¡Sigamos jugando!".
El huésped
En alguna parte lejos de aquí, donde tiempo atrás se encontraba el Lejano Oeste,
un hombre iba caminando con su mochila a la espalda, atravesando un país vasto y
solitario. Después de andar muchas horas -el sol ya estaba alto y su sed era
imperiosa-, vio una granja en el horizonte.
"Gracias a Dios" -pensó-, "por fin un hombre en medio de esta soledad. Entraré en
su casa, le pediré algo de beber, y quizás después nos sentemos un poco en la galería
y charlemos antes de que continúe mi camino".
Y se imaginaba qué bonito sería.
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El forastero lo vio en el campo, se acercó a él y dijo: "Tengo mucha sed. ¡Por favor,
dame algo de beber!".
El granjero pensó: "¡Vaya!, ahora no le puedo decir que no, al fin y al cabo no soy
de piedra". Así, lo llevó a su casa y le dio de beber.
El forastero dijo: "Estuve mirando tu huerto. Se nota que lo trabaja alguien que
entiende, que ama las plantas y sabe lo que necesitan".
El granjero contestó: "Veo que también tú entiendes de estas cosas...".
Se sentó y charlaron un buen rato.
Después, el forastero se puso de pie y dijo: "Ya va siendo hora que me vaya".
El granjero, sin embargo, le replicó: "Mira, el sol ya está bajo. Quédate aquí esta
noche. Nos sentaremos en la galería y charlemos un rato antes de que mañana
continúes tu camino".
Y el forastero asintió.
Al caer la tarde, se sentaron en la galería, mientras la vasta llanura se iba
transformando bajo la luz del crepúsculo. Cuando la oscuridad empezó a ceñirse a su
alrededor, el forastero comenzó a explicar cómo le había cambiado la vida desde que
se había dado cuenta de que había otro que lo acompañaba en cada paso que daba.
Al principio no quería creer que hubiera alguien que fuera continuamente a su lado,
que se detuviera cuando él se detenía, que cuando reanudaba su camino se levantara
con él... Y había tardado un tiempo en comprender quién era su compañero.
Para finalizar contaré una historia de esas que, si uno se abandona a ella mientras
la está escuchando, produce el electo de lo que está relatando.
La posada
Alguien pasea por las calles de su ciudad. Todo le parece familiar. Le acompaña
una sensación de seguridad y también de ligera tristeza porque muchas cosas se
mantienen en secreto,
V una y otra vez se encuentra con puertas cerradas. A veces hubiera querido
dejarlo todo y marcharse lejos de aquí. Pero algo lo sujetaba, como si estuviera
luchando contra un desconocido
V no pudiera separarse de él antes de conseguir su bendición.
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Y así se siente prisionero entre ir hacia adelante o hacia atrás, entre marcharse o
permanecer.
El hombre llega a un parque y se sienta en un banco. Se apoya contra el respaldo,
respira profundamente y cierra los ojos. Deja estar la larga lucha, se fía de su fuerza
interior y siente que se va calmando y entregando, como se entrega un Junco al aire,
en armonía con la variedad, el vasto espacio y el largo tiempo.
Se ve a sí mismo como una casa abierta. Quien quiera entrar, puede venir. Todo el
que llega trae algo, se queda un rato y luego se va. De esa manera, en esta casa hay
un continuo ir y venir, traer, quedarse y partir.
El que llega nuevo y trae algo nuevo, envejece mientras se queda, y finalmente
viene el tiempo de su partida. También llegan muchos desconocidos, gentes que
durante mucho tiempo fueron olvidadas o excluidas. Ellas también traen algo, se
quedan un tiempo y luego se van. Llegan igualmente los malvados, a quienes
preferiría prohibirles la entrada, y también ellos aportan algo, encuentran su lugar, se
quedan un rato y vuelven a partir. Cualquiera que venga siempre encuentra a otros
que llegaron antes o que vendrán después. Y como son muchos, cada uno tiene que
compartir. Todo el que tiene su lugar, también tiene su límite. Todo el que quiera algo,
también tiene que adaptarse. Todo el que haya venido, puede desarrollarse mientras
se quede. Llegó porque otros se fueron, y se irá cuando otros vengan. Así, en esta
casa hay tiempo y espacio suficientes para todos.
Así sentado, se siente a gusto en su casa, sabiéndose unido a todos los que
vinieron y vienen, aportaron y aportan, se quedaron y se quedan, se fueron y se van.
Lo que antes estaba inacabado, ahora le parece completo; percibe que una lucha se
termina y que se hace posible la despedida. Espera, sin embargo, el momento justo.
Después abre los ojos, echa una última mirada a su alrededor, se levanta y se va.
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Introducción: La indignación
Cuando una persona se indigna por algo grave parece estar a favor de lo bueno y
en contra de lo malo, a favor de la justicia y en contra de la injusticia. Se coloca entre
los perpetradores y las víctimas para impedir otros hechos graves. Sin embargo, tam-
bién podría colocarse entre ellos con amor, y seguramente sería mejor. Así, pues,
¿qué busca el indignado? ¿Qué hace realmente?
El indignado se comporta como si fuese una víctima, sin serlo. Se arroga el derecho
de exigir satisfacción a los perpetradores sin que él mismo haya sufrido injusticia
alguna. Procede cual defensor de las víctimas, como si ellas le hubieran otorgado la
facultad de representarlas, y luego las deja atrás sin derechos.
Y, ¿qué hace el indignado con esa pretensión? Se toma la libertad de causar daño
a los perpetradores sin temer consecuencias personales graves; porque como sus
malas acciones aparecen a la luz de algo bueno, no es necesario que tema cas-ligo
alguno.
Para que la indignación siga justificada, el indignado dramatiza tanto las injusticias
sufridas como las consecuencias de la culpa. Intimida a las víctimas para que vean a
la injusticia con la misma óptica terrible que él. De no ser así, también ellas se vuelven
sospechosas y deben temer transformarse en víctimas de su indignación, como si
fuesen perpetradores.
Ante un indignado, a las víctimas les resulta difícil dejar atrás su sufrimiento y a los
perpetradores, las consecuencias de la culpa. Si quedara en manos de las víctimas y
de los perpetradores buscar la compensación y la reconciliación, tal vez podrían
permitirse un nuevo comienzo mutuo. Sin embargo, cuando hay indignados, esto se
logra en todo caso con dificultad ya que, en general, los indignados no se sienten
satisfechos hasta no haber humillado y aniquilado a los perpetradores, aunque el sufri-
miento de las víctimas se agrave.
La indignación es, en primer lugar, de índole moral. Esto significa que no se trata de
brindar ayuda a alguien, sino de imponer una pretensión de la cual el indignado se
considera y se siente ejecutor. Por ese motivo, en contraposición con alguien que ama,
el indignado no sabe de compasión ni de justa medida.
La mujer adultera
En Jerusalén, un hombre bajó en una ocasión del Monte de los Olivos y se dirigió al
Templo. Al entrar, un grupo de eruditos justos trajeron a una mujer y, rodeando a aquel
hombre, la pusieron ante él diciendo:
- "Esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. Moisés nos mandó en la Ley que la
lapidáramos. ¿Tú qué dices?".
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- "Aquel de vosotros que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra". Se
volvió a inclinar y empezó a escribir en la tierra.
De repente, todo había cambiado: ya que el corazón sabe más de lo que la ley le
permite o impone. Lo indignados se fueron retirando, uno tras otro, comenzando por
los más viejos. El hombre, sin embargo, respetaba su vergüenza y permanecía
inclinado, escribiendo. Sólo cuando los hombres se hubieron marchado, se
incorporó de nuevo y preguntó a la mujer:
"¿Dónde están?, ¿no te han condenado?"
"No, Señor", contestó ella.
Después, como si estuviera de acuerdo con los que antes se habían mostrado
indignados, le dijo a la mujer:
"Yo tampoco te condeno".
COMENTARIO POSTERIOR
Aquí termina la historia. En el texto transmitido aún se añade: "No peques más". Como
pudo demostrar a posteriori la investigación bíblica, esta frase fue añadida después,
probable-mente por alguien que ya no soportaba la grandeza y el poder de esta
historia.
Aún queda por comentar otro aspecto más. La auténtica víctima, el marido de la
mujer, no es nombrada ni por los indignados ni en la historia. Si los indignados
hubieran lapidado a la mujer, su marido se hubiera convertido doblemente en víctima.
Así, sin embargo, al no interponerse entre ellos ningún indignado, ambos tienen la
posibilidad de encontrar el equilibrio y la reconciliación a través del amor, y de
comenzar de nuevo. Si los indignados tuvieran el derecho de interponerse, se les
negaría esta solución, y tanto el perpetrador como la víctima, tanto la adúltera como el
marido engañado, sufrirían aún más.
A veces algunos niños que han sido objeto de abusos se encuentran en esta
situación, cuando por ejemplo en lugar de encontrarse en manos del amor, caen en
manos de la indignación. Los indignados se preocupan poco de ellos, por eso, las
medidas que proponen e imponen desde la indignación lo hacen todo aún más difícil
para las víctimas.
Los niños, aunque se hayan transformado en víctimas, permanecen vinculados y
leales al perpetrador. Suponiendo que fuera el padre, si éste es perseguido y
destrozado moral y físicamente, también los niños se dejan morir moral y físicamente,
o más tarde alguno de sus hijos expía la culpa. Esa es la maldición de la indignación y
la maldición de la ley a la cual la indignación se remite.
Entonces, ¿qué podríamos hacer nosotros en un caso así? Renunciar al
dramatismo y buscar caminos por los cuales tanto las víctimas como los perpetradores
puedan comenzar de nuevo, aunque con más sabiduría y más clemencia que antes.
En lugar de mirar hacia una supuesta ley superior miramos solamente a las
personas, ya sean víctimas o perpetradores, y nos ubicamos entre ellas. Sabemos que
sólo la ley parece férrea y eterna, que en la Tierra todo es transitorio, y a un final
también le sigue un principio. Nuestra ayuda es humilde y tiene amor para todos: para
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las víctimas, para los perpetradores, para los instigadores secretos y para los
vengadores que nosotros también hemos podido ser alguna vez.
La sentencia
Un rico murió, y al llegar a las puertas del cielo, llamó y pidió entrada. San Pedro le
abrió y le preguntó qué quería. El rico dijo "Quisiera una habitación de primera clase,
con vistas a la tierra y, además mi plato preferido a diario y la prensa del día".
San Pedro en un principio se resistía, pero al impacientarse el rico, lo llevó a una
habitación de primera, le trajo su plato preferido y el periódico, le echó una última
mirada y dijo: "Volveré dentro de mil años", y cerró la puerta tras él.
Al cabo de mil años volvió y miró por la ventanilla de la puerta. "¡Por fin estás aquí!",
exclamó el rico, "¡Este cielo es horrible!". San Pedro movió la cabeza. "Te equivocas",
dijo, "éste es el infierno".
Introducción: La conciencia
La respuesta
Un discípulo se dirigió a un maestro:
- ¡Dime qué es la libertad!
- ¿Qué libertad?, le preguntó el maestro.
El maestro replicó: "Algunos piensan que son ellos mismos los que buscan la
verdad de su alma. Pero es la Gran Alma la que piensa y busca a través de ellos. Igual
que la Naturaleza, puede permitirse muchos errores, y así sustituye sin esfuerzo a los
jugadores equivocados por otros nuevos. Sin embargo, a quien permite que sea ella la
que piense, a veces le concede algún margen de movimiento y, así como el río lleva al
nadador que se entrega a sus aguas, así ella lo lleva a la orilla, uniendo sus fuerzas a
las de él.
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El centro
Un hombre quiere saberlo, por fin. Monta en su bicicleta, sale al campo abierto y, lejos
de lo conocido, encuentra otro sendero. No hay indicadores, pero se fía de lo que sus
ojos ven ante sí y de lo que su paso puede recorrer. Le invade una cierta alegría de
descubrir, y lo que antes más bien era un presentimiento, ahora se vuelve certeza.
El sendero termina a orillas de un río ancho, y el hombre baja su bicicleta. Sabe que si
quiere seguir aún más allá tendrá que dejar en la orilla todo lo que se lleva consigo. En
ese caso perderá la tierra firme y será llevado e impulsado por una fuerza que puede
más que él, de manera que tendrá que abandonarse a ella. Por eso vacila y retrocede.
Al volver de nuevo a casa se da cuenta de lo poco que sabe de las cosas que ayudan,
y de que le es difícil transmitírselas a otros. Demasiadas veces le ha pasado lo de
aquel hombre que sigue a otra bicicleta cuyo guardabarros golpetea.
Le grita: - "¡Eh, tú!, ¡tu guardabarros golpetea!" - "¿Qué?" -"¡Que tu guardabarros
golpetea!". - "No te oigo", responde el otro. -"¡Mi guardabarros golpetea!".
Algo no funciona, piensa. Luego frena y da la vuelta. Poco después pregunta a un
anciano maestro: "¿Cómo haces cuando ayudas a otros?". Muchas veces vienen a
verte personas que te piden consejo en asuntos de los que más bien sabes poco. Pero
después se encuentran mejor".
El maestro le dice: "Si uno se para en el camino y no quiere seguir adelante, eso no
depende del saber. Porque busca seguridad donde se pide valor, y libertad donde la
verdad ya no le deja elección. Y así va dando vueltas. El maestro, sin embargo, resiste
al pretexto y a la apariencia. Busca el centro, y allí espera recogido como quien
extiende las velas al viento, por si tal vez dispusiera de una palabra eficaz. El otro, al
acercarse a él, lo encuentra donde él mismo tiene que llegar, y la respuesta es para
ambos. Ambos escuchan.
Y añade algo más: "El centro se distingue por su levedad".
La vuelta
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árboles dan fruto cada año, pero cae al suelo de cualquier manera por no haber nadie
que lo quiera. Después comienza el desierto. Pronto le rodea un vacío desconocido.
Le da la impresión de que cualquier rumbo es indiferente, y también las imágenes que
a veces ve ante sí, pronto se muestran vacías.
Camina siguiendo su impulso, y cuando ya hace algún tiempo que no se fía de sus
sentidos, de repente ve un manantial: brota de la tierra, y la tierra lo vuelve a recibir.
Donde su agua llega el desierto se convierte en un paraíso.
Al mirar a su alrededor ve a dos desconocidos que se acercan. Ellos hicieron lo
mismo que él: seguir a su modelo y maestro hasta volverse iguales a él. Como él
emprendieron un largo camino para, quizás, superar en la soledad del desierto una
última frontera. Y, como él, encontraron el manantial. Juntos se agachan, beben de la
misma agua y ya imaginan la meta casi conseguida. Después, se confían sus
nombres:
Después llega la noche y encima de ellos, como siempre, brillan las estrellas,
inalcanzables en su lejanía y en su quietud. Todos enmudecen, y uno de los tres se
sabe más cerca que nunca de su gran modelo.
Le parece como si por un momento pudiera intuir cómo se sentía cuando lo supo: la
impotencia, la inutilidad, la humildad, y cómo debería sentirse si también conociera la
culpa.
A la mañana siguiente, de la vuelta y sale a salvo del desierto.
Una vez más su camino le lleva por jardines abandonados, hasta acabar en uno
que es el suyo. Delante de la entrada hay un hombre mayor: se diría que lo hubiera
estado esperando.
Le dice: "Quien, como tú, encontró desde tan lejos el camino de vuelta, ama la
tierra húmeda. Y sabe que todo, si crece, también muere, y cuando acaba, nutre.
-Sí, responde el otro, estoy de acuerdo con la Ley de la Tierra. Y empieza a
trabajarla.
La conversión
Hace un tiempo apareció un manuscrito en el que varias parábolas de Jesús se
cuentan de una manera algo diferente a la habitual. Un profundo estudio reveló que,
en lo que a su contenido se refiere, no cabe duda de su autenticidad. Una de esas
parábolas es la historia del hijo pródigo, que en su nueva versión dice más o menos
así:
Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo a su padre: "Padre, dame mi parte de la
herencia". El padre se entristeció al ver lo que su hijo tenía en mente, pero se la
entregó.
A los pocos días el hijo menor recogió todo, se fue a un país lejano y malgastó sus
bienes en una vida licenciosa.
Una vez lo hubo consumido todo, empezó a sentir hambre y se puso al servicio de
un ciudadano de aquel país, cuidando cerdos. Con ganas habría comido de lo que se
les echaba a aquellos animales, pero nadie se lo daba.
En casa de aquel hombre rico encontró a otro joven que también había hecho lo
mismo: había pedido su parte de la herencia, se había ido al mismo país lejano, lo
había gastado en una vida licenciosa y, al igual que él, acabó con los cerdos.
Finalmente, ambos recapacitaron y uno de ellos dijo: "Los siervos de mi padre
tienen pan en abundancia y yo, su hijo, me estoy muriendo aquí de hambre. Volveré
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con mi padre y le diré: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de
ser llamado hijo tuyo. Tenme como a uno de tus siervos".
El otro dijo: "Yo lo hago diferente. Mañana mismo me voy a la plaza del mercado,
me busco un trabajo mejor, ahorro una pequeña fortuna, me caso con una de las hijas
de esta tierra y vivo igual que la gente de aquí".
En este punto, Jesús levantó la mirada, la dirigió a las personas que le escuchaban
y les preguntó: -¿Quién de estos dos habrá cumplido mejor la voluntad de mi Padre?
Hay historias de las cuales necesitamos retener sólo un poco. Las escuchamos
como se escucha una sinfonía, reconocemos primero una melodía y luego otra, y del
coro captamos palabras sueltas. Después movemos los dedos o los pies al compás
del ritmo, y en el sublime final tal vez sintamos un escalofrío que nos recorres por la
espalda y que nos deja una sensación que perdura en el tiempo. Sin saber cómo, nos
sentimos estimulados como si una brisa entrara por la ventana abierta.
La reunión
El señor de un reino floreciente, que mantenía abiertas sus fronteras hacia todas
partes, sospechaba que a sus príncipes les importaban más sus provincias que el
reino en su totalidad. Así los invitó a todos a la corte.
El primer príncipe reinaba sobre las tierras altas, un altiplano fructífero, huerta del
reino. Sus súbditos eran famosos por su viveza y perspicacia, por su sentido de la
belleza y su alegría de vivir. Un pueblo trabajador y risueño.
El segundo reinaba sobre las montañas del centro, en cuyos valles se escucha el
eco hasta en los rincones más recónditos. Sus súbditos tenían fama de escrupulosos,
de velar por la ley y el orden, y allí estaban los mejores funcionarios. Además, les
gustaba tocar en familia.
El tercero reinaba sobre las tierras bajas. Al este limitaba con el mar y todavía
quedaban muchas partes sin descubrir. Sus súbditos vivían en una estrecha franja
costera, trabajaban sus pequeños huertos cercados, apenas se conocían y sabían
poco del vasto mundo. Algunos de ellos, sin embargo, habían salido al mar
desconocido y cuando volvieron conocían los secretos de las profundidades, sus
peligros y su belleza. Pero hablaban poco de ello.
Cuando los tres llegaron a la corte, el rey dispuso la sala más lujosa para recibirlos.
Artistas itinerantes de las tierras altas la habían decorado. En sus paredes, frescos
luminosos difuminaban los límites del espacio, y en su techo había una imagen pintada
tan perfectamente que daba la impresión de estar al aire libre, mirando al cielo abierto.
A través de las ventanas diáfanas, la mirada desembocaba en jardines en flor, y en la
mesa lucían guirnaldas de flores de tal variedad de formas y colores que los ojos no se
cansaban de mirar la resplandeciente suntuosidad.
De las montañas del centro habían invitado a músicos, cada cual maestro en su
instrumento, para que deleitaran a sus huéspedes.
El primero tocaba el laúd y como por arte de magia le sacaba sonidos cual gotas
que caen en un cuenco de plata. Cuando acariciaba las cuerdas, un eco de muchas
voces vibraba en la sala, se iba extinguiendo como flotando en la lejanía, y finalmente
parecía sonar hasta el silencio, de tan maravillosa como era su interpretación.
El segundo pasaba el arco por su violín. Los sonidos brotaban suaves y se iban
derramando, crecían y se arrastraban casi imperceptibles, murmuraban y sollozaban,
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seducían como el arrullo de las palomas, crujían bruscamente para luego volver a fluir
livianos e intensos.
El tercero tocaba un tubo de latón que resonaba como si el sol saliera vigoroso y
brillante al amanecer. El sonido hacía vibrar las ventanas, cuyos cristales parecían
romperse de la agudeza de su cantar.
El cuarto soplaba una caña de bambú cuyos sonidos eran como el respirar fluido o
la llamada de un mirlo o el rugir del vendaval. Después, de nuevo voces de pájaros y
luego un susurro que se desvanecía.
El quinto golpeaba hábilmente con palillos sobre una fila de maderas, haciéndolas
sonar con el choque de copas o como campanillas de plata zarandeadas por el viento.
El sexto tocaba un órgano de tubos con ocho registros que zumbaba, susurraba,
bordoneaba, retumbaba, bramaba, rugía y tronaba. Sus acordes, con el sonido de los
otros, producían resonancias de plenitud y gravedad, y tan poderosa era su voz que la
sala se estremecía como si intentara vibrar al unísono.
De las tierras bajas habían invitado a bailarines y juglares para divertir a los
invitados. Ensayaban gestos delicados, giros hacia la derecha y hacia la izquierda,
piruetas y grandes pasos. Después se desperezaron para estirar los músculos. Uno de
ellos incluso ensayaba para pasar descalzo y con los ojos vendados por una cuerda
floja. Pero en ese momento llegaron los cocineros con fuentes humeantes de las que
salía el buen olor de los manjares. Un mayordomo probó el vino fresco, lo dejó pasar
por debajo de su lengua, saboreó el buqué, notó cómo su paladar se contraía
suavemente, inhaló su olor y tuvo que estornudar, pero enseguida recobró la
compostura al entrar los invitados justo en ese instante.
Fue una fiesta espléndida. Si bien los invitados tardaron un tiempo en poder
comunicarse, pronto se sintieron atraídos los unos por los otros, se presentaron su
arte y sus artistas mutuamente, se brindaron íntima amistad y ya no hubieran querido
separarse nunca más. Sólo el rey se mostraba extrañamente discreto. Se dio cuenta
de lo extraños que le resultaban sus huéspedes y de que, para conocerlos de verdad,
tenía que ponerse en camino y visitarlos a ellos de la misma manera que ellos lo ha-
bían visitado a él.
A la mañana siguiente, los tres príncipes aparecieron juntos ante el público. Pero al
mediodía ya estaban de nuevo en el camino de vuelta, cada cual hacia su provincia
habitual.
Del rey, sin embargo, se oyó decir que ya de buena mañana había iniciado un viaje
que había postergado muchas veces hacia sus provincias y hasta las fronteras,
atravesando su propio país.
La comprensión
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"Hace mucho tiempo, un hombre joven estuvo pensando qué quería hacer con su
vida. Provenía de una familia distinguida, no conocía el apremio de la penuria y se
sentía obligado a buscar lo sublime y lo mejor. Así dejó al padre y a la madre, siguió a
los ascetas durante tres años, y luego también los dejó. Encontró después al Buda en
persona y supo que tampoco eso le bastaba. Aún quería llegar más alto, hasta donde
el aire ya se enrarece y se respira con dificultad, donde nadie antes había llegado.
Cuando por fin llegó, se detuvo. Se encontraba al final de aquel camino y vio que se
había extraviado.
Entonces quiso tomar el rumbo contrario. Bajó, llegó a una ciudad, conquistó a la
cortesana más bella, se hizo socio de un comerciante rico, y pronto fue rico y
respetado también. Pero no había bajado a lo más profundo del valle, tan sólo se I
había movido por la zona alta: para arriesgarse del todo le faltaba valor. Tenía amante,
pero no mujer; tuvo un hijo, pero no | fue padre. Había aprendido el arte del amor y de
la vida, pero no había amado ni vivido. Empezó a aborrecer lo que no había aceptado,
hasta que se cansó y también lo dejó".
Aquí el maestro hizo una pausa.
"Quizás os suene la historia -dijo-, y también sabéis cómo acabó. Se dice que el
hombre, al final, se hizo humilde y sabio, amante de lo común. ¡Pero qué es eso
comparado con todo lo I que desaprovechó! El que se fía de la vida no rehúye lo
cercano para buscar un ideal lejano. Domina primero lo ordinario, ya que, de lo
contrario, también lo extraordinario en su vida, suponiendo que exista, no es más que
el sombrero de un espantapájaros.
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Los que tanto tiempo parecían animados por los mismos sentimientos, nuevamente
tenían que defenderse solos. Algunos de ellos no querían creer que el maestro los
hubiera dejado y partieron a buscarlo de nuevo. Otros apenas eran ya capaces de
distinguir entre sus deseos y sus miedos y, al azar, lomaron cualquier camino.
Uno, sin embargo, lo pensó. Volvió de nuevo junto al árbol, le sentó y miró a lo
lejos, hasta que en su interior se hizo la calma. Sacó de su interior lo que lo acosaba y
lo puso ante sí, como quien después de una larga marcha se quita la mochila antes de
descansar. Se sentía libre y ligero.
Ante él estaban, pues, sus deseos, sus miedos, sus metas y su necesidad real. Sin
mirarlos más de cerca ni querer nada determinado, como quien se entrega a lo
desconocido, esperó por sí solo a que ocurriera, a que cada cual encontrara en el lodo
el lugar que le correspondía según su propio peso y rango.
No tardó mucho. Se dio cuenta de que allá afuera todo se iba aclarando, como si
algunos se marcharan a hurtadillas cual ladrones desenmascarados que se dan a la
fuga. Y comprendió que lo que había tenido por deseos propios, miedos propios o
metas propias, todo aquello no le había pertenecido nunca. En realidad venía de otra
parte totalmente distinta y había anidado en su vida.
Pero ahora su tiempo se acabó.
Parecía moverse algo que aún quedaba delante de él. Volvía lo que realmente le
pertenecía, y cada cual ocupaba su justo lugar. La fuerza se reunió en su centro y
finalmente pudo reconocer su propia meta, la que sí le correspondía. Aún esperó un
poco hasta sentirse seguro. Después se levantó y se fue.
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Bert Hellinger- Cuentos de vida
En otros tiempos, cuando los dioses aún parecían muy cercanos a los hombres,
había en una ciudad pequeña dos cantantes con idéntico nombre: Orfeo.
Uno de ellos era el grande. Había inventado la cítara, una forma primitiva de
guitarra, y cuando tocaba sus cuerdas para cantar, la naturaleza a su alrededor
quedaba encantada, los .mímales salvajes reposaban mansamente a sus pies y los ár-
boles más altos se inclinaban hacia él. En definitiva, nada se resistía a sus melodías.
Como era tan grande, cortejó a la mujer más bella.
Después empezó el ocaso.
El otro Orfeo era el pequeño. No era más que un cantor, actuaba en fiestas
sencillas, tocaba para gente sencilla, proporcionaba una alegría sencilla, y él mismo se
lo pasaba bien. Como no podía vivir de su arte, aprendió también otra profesión
corriente, se casó con una mujer corriente, tuvo hijos corrientes, pecaba de vez en
cuando, era corrientemente feliz y murió viejo y colmado de vida. Pero nadie lo
conoce... ¡Menos yo!
El burro
Un señor compró un burro joven y desde muy pronto lo acostumbró a la vida dura.
Lo cargaba de bultos pesados y lo hacía trabajar todo el día, dándole tan sólo lo
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Bert Hellinger- Cuentos de vida
indispensable para comer. Así, el pequeño burro muy pronto se convirtió en un burro
de verdad. Cuando venía su amo, se ponía de rodillas, agachaba la cabeza y, de
buena gana, dejaba que le pusiera las cargas más pesadas, aunque a veces apenas
se aguantara de pie.
Otros, al verlo, se compadecían de él. "¡Pobre burro!", decían y querían hacerle
algún bien: uno intentó darle un terrón de azúcar; otro, un trozo de pan; el tercero
incluso quería llevarlo a un pasto verde. Pero él les enseñó lo burro que era: al primero
le mordió la mano, al otro le dio una coz, y con el tercero se puso terco como una
mula.
"¡Qué burro!", exclamaron finalmente. Y lo dejaron tranquilo a partir de ese día.
A su amo, sin embargo, le comía de la mano, aunque no le diera más que paja. El
hombre, por su parte, alababa a su animal delante de todo el mundo, diciendo: "¡Es un
gran burro, más que ningún otro que haya visto hasta ahora!", y le puso el nombre de
Ih-Oh.
Con el tiempo ya no se supo con seguridad cómo se pronunciaba aquel nombre,
hasta que un entendido afirmó que debía ser: "Y-Yo".
La escapatoria
En alguna parte del sur, al amanecer, un pequeño mono subió a una palmera
sacudiendo un coco pesado en sus manos y gritando con todas sus fuerzas.
Lo oyó un camello, que se acercó, alzó la mirada y le preguntó: "¿Qué te pasa
hoy?". El mono le contestó: "Estoy esperando al gran Elefante. ¡Le voy a pegar una
paliza con el coco que se va a enterar!".
Pero el camello pensó: "¿Qué querrá realmente?".
Al mediodía pasó un león que también oyó al pequeño mono, lo miró desde abajo y
le preguntó: "¿Te pasa algo?". "¡Sí, necesito al gran Elefante!", gritó el mono. "¡Le voy
a dar una paliza con el coco que le va a estallar la cabeza!", agregó. Pero el león
pensó: "¿Qué le pasará realmente?".
El pequeño mono se quedó quieto durante un rato. Después cogió el coco, volvió al
suelo, lo golpeó contra una piedra, lo reventó... se bebió la leche y se comió el fruto.
La inocencia
Alguien quiere dejar lo que durante tanto tiempo lo acosaba, por eso se adentra en
un camino desconocido. Va caminando alegremente y por la tarde llega a una
montaña. Al hacer un alto, descubre ante él la entrada de una cueva. El hombre se
acerca e intenta entrar, pero la encuentra sellada con una puerta de hierro. "¡Qué
curioso!, quizás ocurra algo", piensa. Se sienta frente a la puerta, una y otra vez dirige
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su mirada hacia ella y la vuelve a apartar, mira y deja de mirar y, al cabo de tres días,
cuando justo acababa de apartar la mirada y de volver a mirar, ve que la puerta está
abierta. No duda en cruzarla, avanza corriendo y, de repente, se encuentra nueva-
mente al aire libre.
"Curioso", piensa, frotándose los ojos. Al sentarse, ve a una cierta distancia un
pequeño círculo blanco, inmaculado como la nieve, y en el interior de ese círculo se ve
a sí mismo acurrucado, encogido y de un blanco resplandeciente. Alrededor de aquel
pequeño círculo blanco titila una inmensa llamarada de sombras que parece quisieran
entrar.
"Curioso, quizás ocurra algo", piensa.
Se sienta enfrente, una y otra vez mira y aparta la vista, mira de nuevo y aparta la
vista y, al cabo de tres días, cuando justo acaba de apartar la mirada para volver a
mirar, ve cómo el pequeño círculo blanco se abre, la llama de sombras negras se
precipita a su interior, el círculo se ensancha y él, por fin, puede estirarse. Pero ahora
el círculo está gris.
La culpa
Alguien se levanta por la mañana y su corazón se encoge porque sabe que vienen
sus acreedores y tiene que enfrentarse a ellos. Viendo que aún le queda un poco de
tiempo, se acerca a la estantería, toma la primera carpeta y comienza a repasar los
papeles.
Entre ellos encuentra facturas que aún le quedan por pagar. Mirándolas más
detenidamente ve que también hay algunas cuyos reclamos son exagerados, algunas
incluso por servicios que se prometieron pero nunca se cumplieron, y otras para
productos que fueron encargados pero nunca se entregaron. El hombre sopesa qué
sería adecuado y justo en cada caso, y decide guardarse de reclamos falsos. Después
cierra esa carpeta y pasa a la segunda.
Encuentra registradas prestaciones por las que se creía especialmente en deuda
con otros. Pero al final de esa larga lista lee comentarios como "gratis", "ya pagado" o
"se entregó con gusto". Surgen en su interior imágenes entrañables de personas
queridas, y su corazón se abre de par en par, inundado por un sentimiento de amor y
gratitud. Después cierra también la segunda carpeta y abre la tercera.
Allí no encuentra más que presupuestos que en su día pidió para adquirir lo que en
aquel momento necesitaba. Pero al final de los presupuestos lee "pago por
adelantado". Sabe que aún necesitará tiempo para comprobar si eran o no fiables
esos presupuestos. También cierra la tercera carpeta y la devuelve al estante.
Finalmente llegan sus acreedores y, cuando han tomado asiento, llenan el espacio
con su presencia. Pero ninguno de ellos pronuncia ni una palabra.
Al verlos todos delante suyo, el hombre se siente extrañamente ligero, como si de
repente pudiera abarcar todo lo que antes le parecía tan confuso, y siente la fuerza de
poder y querer enfrentarse a ellos.
Mientras aún espera, su imagen va cobrando orden. Ahora sabe seguro a cuál de
los acreedores le toca primero y quién será el siguiente. Les comunica su imagen y les
agradece que hayan venido. También les dice que a su debido tiempo se enfrentará a
ellos. Ellos asienten y se marchan. Sólo se queda aquel acreedor al que ahora ya
quiere enfrentarse.
Los dos se exponen el uno al otro. Saben que ya no se trata de regatear, sólo de
actuar, y como ambos están serios, pronto llegan a un acuerdo. Al marcharse el
acreedor, se gira un momento y le dice al hombre: "Aún te concedo un pequeño
plazo".
El curso de la vida
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Un abejorro se posó en una flor de cerezo, tomó su néctar, quedó saciado y se fue
volando.
Pero después le vinieron remordimientos. Se sintió como alguien que se hubiera
sentado en una mesa abundantemente preparada sin haberle regalado al anfitrión ni
un detalle que también alegrara su corazón.
"¿Qué podría hacer?", pensó, pero no lograba decidirse, y así pasaron semanas y
meses.
Finalmente la intranquilidad pudo con él. "Tengo que volver a la flor de cerezo y
darle las gracias de todo corazón", se dijo.
Se echó a volar, encontró el árbol, la rama, la hoja exacta donde antes se hallaba la
flor, pero la flor ya no estaba. Sólo encontró un fruto maduro de un intenso color
encarnado.
Al verlo, el abejorro se entristeció. "Nunca más podré darle las gracias a la flor de
cerezo. La oportunidad está perdida para siempre. ¡Pero esto me servirá de lección!",
sentenció.
Mientras lo estaba pensando, percibió un dulce perfume: la corola rosada de otra
flor le sonreía, y con todas sus ganas se lanzó a una nueva aventura.
Algunas historias nos presentan un espejismo, como si los deseos ayudaran. Eso nos
hacían creer los cuentos de antes, por eso nos inducían con tanta facilidad a cometer
actos que sobrepasaban lo que nos está permitido, y en vez de conducirnos a la
felicidad que deseamos, nos llevan a la desdicha que tememos.
Donde actúan tales imágenes ayuda contar los cuentos de una forma realista, de
manera que también en ese caso los deseos tienen un límite y el actuar arrogante
fracasa. Así, del cielo volvemos a caer a la tierra, encontrando nuestra medida.
La tierra
Al lado de un gran bosque vivían un leñador y su mujer. Tenían una niña de tres
años, pero eran tan pobres que muchas veces no sabían ni qué darle de comer. Un
día vino a verles la Virgen María y les dijo: "Vosotros sois demasiado pobres para
cuidar a la niña. Dejadla conmigo; yo me la llevaré al Cielo, seré su madre y la
cuidaré".
Al oír estas palabras, el corazón se les encogió, pero se dijeron: "¿Quiénes somos
nosotros al lado de la Virgen María?".
Así, pues, obedecieron, tomaron a la niña y se la entregaron a la Virgen, que se la
llevó al cielo. Allí comía pan blanco, bebía leche dulce y jugaba con los ángeles.
Secretamente, sin embargo, añoraba a sus padres y a la bella Tierra.
Cuando la niña tenía catorce años, la Virgen María nuevamente quiso salir de viaje,
ya que de vez en cuando también sentía nostalgia por la Tierra. Mandó llamar a la niña
y le dijo: "Guarda tú las llaves de las trece puertas del cielo. Doce las puedes abrir y
admirar las maravillas que encierran, pero la decimotercera, a la que pertenece esta
llavecita, ¡ni se te ocurra!, de lo contrario pasará una desgracia.
La niña le prometió que nunca pisaría la habitación número trece.
En cuanto la Virgen emprendió el viaje, la niña se fue a ver las moradas celestiales.
Cada día abría una de las puertas, hasta llegar a la decimosegunda. Detrás de cada
una había un hombre, un apóstol rodeado de gran esplendor, y cada vez la niña se
deleitaba con la hermosura que percibía. Al final, la única puerta que quedaba era la
prohibida, y la niña se sintió intrigada por saber qué se escondía tras ella. Así, pues,
en un momento en que se encontraba sola, pensó: "Ahora estoy sola y podría entrar.
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Bert Hellinger- Cuentos de vida
Limpieza general
Alguien vive en una casa pequeña y con los años va amontonando un sinfín de
trastos en sus cuartos. Muchos huéspedes llevaron cosas y, al seguir su camino,
dejaron alguna que otra maleta. Parece como si aún estuvieran, aunque hace tiempo
que se marcharon para siempre.
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Bert Hellinger- Cuentos de vida
Hay historias que son vallas: limitan y excluyen. Si nos sometemos a ellas nos ofrecen
segundad y si queremos seguir, nos cortan el paso. A veces, nosotros mismos nos
contamos historias de este tipo a las que llamamos recuerdos. Eso significa que
muchas veces nos contamos lo que en aquel entonces fue fatal y nos hirió, pero no
narramos lo que también libera. Así, el recuerdo se convierte en atadura, y nuestro
ámbito de movimiento permanece limitado.
El adiós
Ahora os invitaré a un viaje al pasado, como sí algunas personas, después de años,
se fueran otra vez para volver a aquel lugar donde ocurrió lo decisivo. Esta vez, sin
embargo, no hay peligro al acecho, todo está ya superado. Más bien parece como si
veteranos luchadores, después de largos años de paz, tuvieran que volver a atravesar
el campo de batalla en el que tuvieron que mostrar su coraje. Hace ya mucho que la
hierba vuelve a crecer en aquel sitio, que los árboles florecen y dan fruto. Hasta es
posible que ni siquiera reconozcan el lugar, porque no está como ellos lo recordaban, y
que necesiten ayuda para orientarse.
Porque es curioso de qué maneras tan distintas nos enfrentamos al peligro.
Un niño, por ejemplo, queda paralizado de miedo ante un perro grande. Cuando
llega la madre y lo levanta en brazos, la tensión va cediendo y el niño empieza a llorar.
Al cabo de un rato puede volver la cabeza para mirar al terrible animal, ahora desde
una altura segura y sin miedo.
Otro, al cortarse, no puede ver correr su propia sangre. En cuanto aparta la vista,
sin embargo, sólo siente un poco de dolor.
Así, pues, es malo que todos los sentidos juntos se queden atrapados en los
hechos, no puedan actuar cada uno por separado y el individuo se vea arrollado por
ellos de tal manera que no vea, ni oiga, ni sienta, ni sepa qué es real.
Ahora emprenderemos un viaje en el que cada cual, de la manera que le parezca,
lo verá todo, pero no de golpe, y también lo vivirá todo, pero con la protección que
desee. Un viaje en el que también podrá comprender las cosas que cuentan, una tras
otra. El que quiera podrá dejar que otro lo represente, como quien en su casa se pone
cómodo en el sillón, cierra los ojos y se imagina el viaje que va a hacer y que, a pesar
de permanecer en casa y dormir, recrea como si realmente estuviera allí.
El viaje nos lleva a una ciudad que en su tiempo fue rica y famosa, pero desde hace
mucho está vacía y solitaria, como una ciudad fantasma del lejano oeste. Aún se ven
las minas en las que se extraía el oro, las casas casi intactas, e incluso la tarima de los
espectáculos aún existe. Pero todo está abandonado. Desde hace mucho tiempo allí
no queda más que el recuerdo.
El que emprende este viaje se busca a una persona que conozca para que le guíe.
Cuando llega a ese lugar, el recuerdo se despierta. Allí sucedió aquello que tanto lo
estremeció y que aún hoy le cuesta recordar por el dolor que le produjo. Pero ahora el
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sol brilla sobre la ciudad abandonada. Donde en su tiempo había vida, gentío y
violencia, ahora reina la calma y casi la paz.
Pasea por las calles y finalmente encuentra la casa. Todavía le entran dudas al
pensar si realmente quiere arriesgarse a entrar, por eso su acompañante decide entrar
solo para mirar primero y saber si el lugar es ahora seguro, si aún queda algo de aquel
entonces.
Mientras tanto, el otro se queda afuera, mirando las calles vacías. Vuelven los
recuerdos de vecinos o amigos que vivían allí, recuerdos de escenas alegres y felices,
cuando él era emprendedor y estaba lleno de ganas de vivir, como esos niños
imposibles de parar porque empujan hacia delante, hacia lo nuevo y desconocido, lo
grande y lo amplio, hacia la aventura y el peligro superado. Así pasa el tiempo.
Finalmente, su acompañante le hace una señal para que le siga. Entra él mismo en
la casa, llega al vestíbulo, mira a su alrededor y espera. Sabe qué personas hubieran
podido ayudarle en aquel tiempo a soportarlo, personas que lo amaban, que también
eran fuertes y valientes, y sabían. Le parece como si ahora estuvieran aquí, como si
oyera sus voces y sintiera su tuerza. Después, su acompañante lo toma de la mano y
juntos abren la puerta que realmente lleva al interior.
Ha vuelto. Toma la mano que le trajo hasta aquí y tranquilamente mira a su
alrededor, para ver cómo era realmente lo uno y lo otro, todo. ¡Qué curioso!,¡qué
diferente lo percibe ahora que está recogido y va de la mano de quien le ayuda! Aún
recuerda lo que durante tanto tiempo estuvo excluido, como si por fin encajara lo que
también forma parte. Espera y mira hasta que lo sabe todo.
Después le invade el sentimiento y, más allá de lo que se encontraba en un primer
plano, siente el amor y el dolor. Le parece como si hubiera vuelto a casa. Mira el
fondo, donde ya no existen ni el derecho ni la venganza, donde el destino obra, la
humildad cura y la impotencia establece la paz. Su acompañante se mantiene cogido
de la mano para que se sienta seguro. Él respira profundamente y después se
entrega. Sale lo que tanto tiempo estuvo retenido y así se siente ligero y lleno de calor.
Cuando todo ha pasado, el otro lo mira y dice: "Tal vez entonces cargaste con algo
que debes dejar aquí porque no te pertenece ni se te puede exigir, por ejemplo una
culpa que hiciste tuya, como si tú tuvieras que pagar por lo que otros tomaron. Déjalo
aquí y deja también lo que te sea ajeno: la enfermedad de otros, su suerte, sus
creencias o su sentir. Y aquella decisión que te causara daño, déjala aquí ahora".
Estas palabras le hacen bien. Se siente como alguien que llevaba una carga
pesada y ahora la pone en el suelo. Respira aliviado y se sacude. En un principio se
nota ligero como una pluma.
El amigo vuelve a hablar: "Tal vez entonces también dejaste o abandonaste algo
que debieras conservar porque te pertenece, por ejemplo un don, una necesidad
íntima, quizás también la inocencia o la culpa, recuerdos y esperanzas, el valor para
una existencia plena, para el actuar que a ti te corresponde. Vuelve a recogerlo ahora
y llévalo contigo a tu futuro".
El otro asiente también a estas palabras. Después examina lo que quedó
abandonado y ahora debe recuperar. Al tomarlo, siente el suelo bajo sus pies y percibe
su propio peso.
Después, el amigo lo lleva unos cuantos pasos más allá, y [untos llegan a la puerta
del fondo. La abren y encuentran... el saber que reconcilia.
En ese momento ya no puede quedarse más en el lugar de antes. Tiene prisa por
marcharse, le da las gracias a su amable acompañante y emprende el camino de
vuelta. Al llegar a casa, todavía necesita un tiempo para orientarse con la nueva liber-
tad y la antigua fuerza. Pero secretamente ya planea el próximo viaje: será a tierras
nuevas y desconocidas.
La renuncia
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Bert Hellinger- Cuentos de vida
Después de la guerra de los Treinta Años, ¡qué malos tiempos aquéllos!, la gente
volvió de los bosques y empezó a reconstruir sus casas, a trabajar las tierras y a
cuidar el poco ganado que le quedaba. Al cabo de un año tuvieron la primera cosecha
en tiempos de paz, el ganado se había multiplicado, y se celebró una fiesta.
A las afueras del pueblo, sin embargo, había una casa con la puerta tapiada. A
veces a la gente que pasaba por allí le parecía oír algo en su interior, pero tenía
demasiadas preocupaciones para fijarse más detenidamente.
Una noche, un perrito herido se paró delante de la puerta tapiada, aullando
lastimosamente. De repente empezó a caer el mortero de la puerta, salió una mano,
tomó al perrito y lo arrastró hacia adentro. ¡Aún quedaba alguien que no sabía que se
había hecho la paz! La persona apretó el perrito contra su vientre sintiendo su calor, y
el perrito se durmió. Miraba por el hueco estrecho, veía las estrellas a lo lejos y, por
primera vez desde hacía mucho tiempo, respiraba el aire fresco de la noche.
Cuando empezó a amanecer, se oyó el canto de un gallo. El perrito despertó y la
persona vio que tenía que dejarlo marchar. Entonces lo empujó por el hueco y el
animal corrió con los suyos.
Cuando ya se hizo de día, se acercaron unos niños. Uno de ellos llevaba una
manzana fresca en la mano. Vieron el hueco, miraron adentro y vieron que aquella
persona se había dormido. Mirar afuera había sido suficiente.
La osadía
Alguien que, en otros tiempos, estuvo preso en aquel maravilloso palacio donde,
según cuenta la leyenda, también se ha liaba el laberinto, pasaba sigilosamente una y
otra vez por un portal oscuro que, según decían, conducía a la perdición.
Se contaba que muchos habían atravesado el portal a la fuerza pero nadie había
vuelto jamás, y esas historias aumentaban el temor entre los que allí seguían. El
preso, sin embargo, miró el portal más detenidamente. Después, una noche,
aprovechando el cansancio de los centinelas, atravesó el portal con paso decidido... y
se encontró al aire libre.
Hay historias que nos llevan por un camino y que, si durante un trecho nos
abandonamos a ellas, obran lo que cuentan mientras las escuchamos.
La fiesta
Alguien se pone en camino y, al mirar hacia delante, distingue a lo lejos la casa que
le pertenece. Sigue caminando hacia ella y, al llegar, abre la puerta y entra en una
habitación preparada para una fiesta.
Están invitados todos los que fueron importantes en su vida, y todo el que viene
trae algo, se queda un tiempo, y luego se va. Así, pues, asiste cada cual con un regalo
por el que ya pagó todo el precio: la madre, el padre, los hermanos, un abuelo, una
abuela, el otro abuelo, la otra abuela, los tíos y las tías, todos los que hicieron sitio
para él, todos los que lo cuidaron, Incluso vecinos, amigos, maestros, parejas e hijos.
Todos los que tuvieron importancia en su vida y los que aún la tienen. Y cada uno que
llega trae algo, se queda un poco, y luego se va. Igual que los pensamientos, que
llegan, traen algo, se quedan Un poco, y luego se van. Igual que vienen los deseos o
el dolor: todos traen algo, se quedan un poco y luego se van. Y también la vida: viene,
nos trae algo, se queda un poco y luego se va. Después de la fiesta, la persona se
encuentra colmada de regalos y sólo permanecen a su lado aquellos a quienes corres-
ponde quedarse todavía un tiempo. Se acerca a la ventana y se asoma: ve otras
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casas, sabe que en su día también celebrarán una fiesta. Él irá, llevará algo, se
quedará un poco y luego se Irá.
También nosotros participamos aquí de una fiesta, trajimos algo, tomamos algo, nos
quedamos un tiempo, y luego nos vamos.
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PEQUEÑOS CUENTOS
La ceguera
Había una vez un oso polar al que llevaban de acá para allá en un circo. No lo
necesitaban para las funciones, sino sólo para exponerlo. Por eso siempre estaba en
su jaula. Era tan estrecha que sólo podía dar dos pasos hacia delante y otros dos
pasos hacia atrás. Al cabo de un tiempo, el oso les dio pena y se dijeron: "Ahora lo
venderemos a un zoológico". Allí tenía mucho espacio libre, pero aun así sólo daba
dos pasos hacia delante y dos pasos hacia atrás. Entonces otro oso le preguntó:
"Pero, ¿por qué haces eso?". Y él respondió: "Es por haber pasado tanto tiempo en la
jaula".
Lo que muchas veces limita nuestra disposición para mirar es que experimentamos
como obligación e inocencia algo que nos resulta fatal, y como traición a un orden y
culpa el mirar que nos muestra las soluciones. En consecuencia, el mirar real es
sustituido por una imagen interior, de forma que lo que ya pasó sigue actuando como
si aún estuviera.
A veces, la imagen interior únicamente se crea de oídas, por lo que nos formamos
un orden que sólo existe en la imaginación. Así, el mirar se sustituye por el escuchar,
la verdad por el libre albedrío, el saber por el crecer.
La curiosidad
El entendimiento
Un hombre se fue a la guerra con una ametralladora. Cuando su tropa fue atacada y
quiso disparar al enemigo, le falló el arma. A pesar de activar desesperadamente el
gatillo, no salió ni una sola bala. Cuando el enemigo se había acercado tanto que ya
podía ver el blanco de sus ojos, reconoció en él a un amigo.
La rabia
Un tal Ludwig van B. escribió, de pura rabia porque se le había perdido una moneda,
una pieza para piano con ese mismo nombre. Sin embargo, todo el tiempo la moneda
estuvo debajo de su piano.
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El fuego
De Prometeo se dice que robó el fuego a los dioses para dárselo a los hombres.
Aunque los dioses le permitieron que lo hiciera, más adelante, sin embargo, se vio
unido a una roca.
Lo que él no sabía era que los dioses le hubieran dado el fuego a los hombres por
propia voluntad.
El todo
Un famoso filósofo opinaba que un burro ubicado entre dos pilas de heno del mismo
tamaño, con el mismo aroma y el mismo buen aspecto, seguramente debe morir de
hambre porque no puede decidir.
Cuando un campesino lo escuchó, dijo: "Eso sólo le ocurre a un burro filosófico. Un
buen burro, en lugar de uno-u-otro, come uno-y-otro".
La dependencia
El otro placer
Alguien se abre paso por calles luminosas, decoradas para las fiestas de Navidad, y
su mirada se siente atraída por una tienda cuyo letrero brillante dice: "Especialidades
culinarias de todo el mundo".
El hombre se para a mirar los manjares tan apetitosamente expuestos en el
escaparate, y la boca se le hace agua.
Después chasquea con la lengua y se dice: "Ahora me apetecería una simple
rebanada de pan".
La objeción
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Había una vez alguien hambriento que, en un momento dado, tuvo la oportunidad de
sentarse a una mesa deliciosamente preparada. Pero dijo: "¡Esto no puede ser cierto!",
y siguió con hambre.
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Orden y plenitud
Orden y amor
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El no ser
El monje respondió:
- Comparado con lo Último que busco,
todo lo demás parece poco.
El monje contestó:
- Lo Último encuentra
a quien renuncia
a lo cercano y lo presente.
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El mercader le dijo:
- Aún nos quedaría, por un tiempo, la Tierra.
Los jugadores
Se presentan como enemigos.
Luego se sientan frente a frente
juegan en el mismo tablero
con una gran variedad de fichas,
jugada a jugada se someten a reglas complicadas
El mismo juego real.
El camino
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Al principio os contaré una historia filosófica en la que los contrincantes luchan por
el saber y la verdad, igual que otros, en otras historias, luchan por la solución y la
salvación.
Pero también en este caso, quien parece ganar no puede existir sin el que
sucumbió, ya que ¿cómo podría uno superar la fuente mientras está bebiendo de ella?
Nosotros, sin embargo, al escuchar esta historia, no necesitamos posicionarnos y
así, mientras dure el relato, nos sentimos maravillosamente liberados de la presión de
los opuestos. Sólo cuando nosotros mismos volvemos a relacionarnos o a actuar y, en
consecuencia, también tenemos que tomar alguna decisión, las dicotomías nos
atrapan nuevamente.
El sabio dijo:
"Lo disperso se convierte en un todo
si logra encontrar un centro y actuar centrado,
ya que tan sólo a través de un centro
lo diverso se hace esencial y real;
su plenitud, sin embargo, nos parece simple,
poca cosa, como una fuerza tranquila.
Caminos de sabiduría
Sabe distinguir si va o no va
porque no guarda intenciones.
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La verdad
La pura verdad no parece clara.
Sin embargo, igual que la luna esconde un lado oscuro.
Nos ciega porque brilla.
El héroe
Las imágenes o mitos claros
forman parte de la penumbra del espíritu
que el héroe en su camino supera
para no perder la cabeza.
El vacío
Unos discípulos dejaron a un maestro.
En el camino de vuelta
se preguntaban desengañados:
"¿Qué estaríamos buscando en él?".
Lo mismo
La misma agua
nos sacia y nos ahoga,
nos sostiene y nos sepulta.
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se mantiene y destruye,
en lo uno y en lo otro
impulsado por la misma fuerza.
Es ella la que cuenta.
¿A quién le sirven, pues, las diferencias?
La plenitud
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El joven preguntó:
-¿Qué debo hacer
para que de mí
se haga lo que
tú ya fuiste?
El anciano dijo:
-¡Sé!
"Querida mamá:
Tomo de ti la vida, toda, entera,
con lo bueno y lo malo,
y la tomo al precio entero que a ti te costó
y que a mí me cuesta.
La aprovecharé para alegría tuya.
No habrá sido en vano.
Querida mamá:
me alegro de que hayas elegido a papá.
Vosotros dos sois los únicos para mí.
¡Sólo vosotros!".
"Querido papá:
Tomo de ti la vida, toda, entera,
con lo bueno y lo malo,
y la tomo al precio entero que a ti te costó
y que a mí me cuesta.
La aprovecharé para alegría tuya.
No habrá sido en vano.
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Querido papá:
Me alegro de que hayas elegido a mamá.
Vosotros dos sois los únicos para mí.
¡Sólo vosotros!".
Quien logra realizar este acto interior se encuentra en paz consigo mismo, y se sabe
bueno y completo.
El círculo
Ya que, al igual que en un círculo que se cierra y funde su principio y su final en una
sola cosa, también el después de nuestra vida se une sin ruptura al antes, como si
entre ambos no hubiera mediado ningún tiempo: por lo tanto, sólo tenemos tiempo
ahora.
El afectado preguntó:
"Si nosotros y nuestro obrar
existimos y nos extinguimos
cada cual a su tiempo,
¿qué cuenta cuando nuestro tiempo se cierra?".
El otro contestó:
"Cuenta el antes y el después como uno mismo".
Después se separaron sus caminos y su tiempo,
Y ambos se detuvieron a recapacitar.
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REFLEXIONES FINALES
Reconócete a ti mismo
¿Qué reconozco cuando me quiero reconocer a mí mismo? Reconozco hacia
dónde soy atraído. Reconozco qué imágenes del mundo y de mí mismo influencian mi
pensar. ¿Sé, al final, dónde me encuentro yo mismo cuando pienso?
Esta comprensión me permite plantearme algunas dudas para orientarme de una
manera nueva y diferente. Pero, haciendo eso, ¿me reconozco también a mí? ¿Sigo
siendo misterioso para mí como hasta ahora?
¿Quién o qué está tratando de reconocer? ¿Soy yo el que quiere reconocer?
¿Puedo yo mismo querer reconocer o hay otra cosa que quiere reconocer? Reconozco
que hay otra cosa en mí que quiere reconocer ya que lo que quiero reconocer de mino
es suficiente.
Sea lo que fuere que creo reconocer es un paso en un camino cuyo final
permanece oculto para mí. Por ese motivo no puedo saber ni adonde me lleva ese
camino ni si ese camino es el correcto para mí.
Sócrates animaba a sus conciudadanos: "¡Reconócete a ti mismo!". De esa manera
puso en marcha un movimiento que al final le costó la vida. Pero él sabía que la
comprensión profunda viene de otra parte. Comparaba aquello que pensaba con un
movimiento interior que lo tomaba desde otro lugar y le dictaba lo que era adecuado
para él. A esa fuerza la llamaba su demonio, lo que en griego por supuesto tenía un
significado completamente distinto al que tiene para nosotros. El demonio era una
fuerza espiritual benévola hacia él. Estando en sintonía con ella, podía reconocer
dónde lo llevaba su camino. Eso sí, sin revelarle el final de ese camino. Por ese motivo
Sócrates tomó sin temor aquel pocillo de veneno que lo debía llevar a la muerte. Sabía
que estaba en otras manos.
La verdadera comprensión es la comprensión de la meta en la cual nuestro camino
se cumple. Esta comprensión es definitiva. Allí termina.
Esta comprensión es regalada. Nos lleva mucho más allá de nuestro selbst.
Esta comprensión es un estado de ser sabio, de existencia sabia. Eso nos puede
parecer al comienzo. Pero toda comprensión que está aún ligada a lo que es,
solamente puede ser comprensión pasajera. La comprensión última, la que
permanece, la que permanece infinitamente, permanece más allá del estado de ser.
Sólo allí es pura.
Lo nuevo
Lo nuevo nunca estuvo antes. Agrega algo a lo que ya estaba. Lo nuevo a menudo
surge de un movimiento que ya estaba en marcha y que provoca un cambio, algo que
pertenece a ese movimiento y lo hace aparecer. Un ejemplo de ello es la fruta madura.
Muchas veces lo nuevo es el resultado de un esfuerzo y de un trabajo que, con la
meta como punto de mira, emprende y cumple algo. También en este caso lo nuevo es
previsible, puesto que el movimiento ya está en marcha. Su resultado ya ha sido
pensado anticipadamente y sólo falta que se dé. Eso sí, con la ayuda de un esfuerzo y
de un trabajo.
Es diferente el caso de lo nuevo que aún no ha sido pensado y que, por esa razón,
nos resulta inimaginable. Eso nuevo primero ha de ser pensado. Aquí lo nuevo es el
resultado de una comprensión que vaticina, que puede reconocer lo que se va a dar,
algo que se puede dar porque es pensado de manera reconocedora. Este reconocer
es creativo.
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Sostenidos
¿Quién nos sostiene? Nuestro destino tal como es.
¿Puede alguien intervenir en nuestro destino? ¿Permite nuestro destino que desde
afuera alguien interfiera en él? ¿O es que todo aquel que de una manera u otra
interviene en nuestro destino está, en definitiva, a su servicio y de esa forma al servicio
del espíritu que piensa nuestro destino tal como es? ¿También cuándo para nosotros,
mirándolo desde afuera, parece ir en nuestra contra?
Nuestro destino, tal como es, supera algo. Jamás puede ser un destino definitivo,
del mismo modo que el movimiento de ese espíritu no puede ser un movimiento
definitivo ya que siempre continúa. Por eso antes de nuestro destino había algo y
habrá algo después, algo que había sido nuestro destino antes y que será nuestro
destino más adelante.
Nuestro destino es un destino pasajero. Forma parte de una larga fila. Si es o fue
un destino fácil o difícil, eso se verá al final, con todos nuestros destinos juntos, con
nuestros destinos personales y también con los destinos que, inexorablemente, están
entrelazados con el nuestro.
Nos exige algo especial reconocer que, sea cual sea nuestro destino, estamos
sostenidos por fuerzas más grandes.
Sostenidos y amados de esa forma por otras fuerzas, miramos nuestro destino a los
ojos y miramos su corazón. Luego soltamos, confiados.
Nuestro destino tiene el permiso de ser tal como es, de guiarnos y sostenernos tal
como es.
De esa manera en él encontramos la paz y mantenemos nuestra fuerza. De pronto
sabemos que estamos en sintonía con otro amor y amamos como él. Sostenidos por
ese amor estamos en camino y también ya en la meta.
Completo
Está completo lo que se llenó. Ya no se puede agregar nada más porque está todo.
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La luz
La luz ilumina nuestro camino en la noche. Sólo con su ayuda podemos encontrarlo
y seguirlo. En la oscuridad, esta luz da para algunos pasos, de manera que con su
ayuda continuamente nos debemos reorientar. Eso significa que, aunque la luz nos
ilumine, para nosotros el final del camino permanece en la oscuridad. ¿Cómo nos
sentimos cuando ese final permanece en la oscuridad? ¿Estamos más seguros,
menos seguros?
Como para nosotros ese final permanece en la oscuridad, queda fuera del alcance
de nuestra voluntad, de nuestra expectativa y de nuestro temor. Puesto que ese final
permanece oscuro para nosotros, confiamos en otra luz, una luz eterna.
Esa luz brilla en nuestra alma como entrega a un movimiento que está quieto, como
si ya hubiera llegado a la meta, una meta infinita. Como meta infinita necesariamente
permanece oscura, ya que la luz que brilla para nosotros es finita y limitada, se pierde
en la oscuridad y termina en la noche.
Confiamos en esa luz mientras brilla y, más allá de ella, vislumbramos algo último
en lo cual se disuelve.
Dado que esa luz nos lleva a una oscuridad, está a su servicio durante un tiempo.
Tal vez entonces diga Dios: "¡Qué se haga la noche!" iQue se vuelva a hacer la
noche, la noche eterna, su noche!".
Mientras brilla, es la fuente de toda luz, también de la nuestra por un tiempo.
Perdura también si nuestra luz se apaga. Y aún hay algo más que brilla: el amor, que
en la oscuridad se vuelve ilimitado.
¿Qué hora llega? La última hora. ¿Cuándo llega? Ya llegó. Ya llegó en el momento
de nuestro nacimiento, cuando los ángeles nos cantaban "¡Alabado sea Dios en los
cielos y paz en la tierra para los hombres, a quienes mira con benevolencia!". Porque
es la misma hora, tanto de una vida como de la otra.
La hora llega para que nosotros vayamos. Llega porque nos llama.
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Bert Hellinger- Cuentos de vida
Desde el comienzo hasta el fin de nuestra vida es la misma llamada. Vamos en todo
momento. Vamos ahora.
Cada latido del corazón dice: "Voy". Cada latido del corazón dice: "Ya estoy en
camino, no puedo hacer otra cosa que ir, debo ir".
¿A quién le digo que voy? A todos aquellos a quienes llegó esa hora en la muerte,
de manera que su corazón dejó de latir. Ellos ya no necesitan ir: ya están allí.
¿Dónde están y dónde voy a estar yo cuando esté con ellos? Allá de dónde
venimos. Allá donde ya estuvimos y donde vamos. Allá volvemos.
¿Volvemos siendo los mismos o volvemos siendo diferentes? Tanto lo uno como lo
otro. Volvemos igual con todo lo que se nos había dado en la cuna y volvemos
diferentes por todo para lo que sirvió nuestra vida.
Así, pues, ¿cómo escucho esa llamada? ¿Cómo voy como alguien que la escucha
con amor? Estando al servicio, estando al servicio ahora, estando al servicio con todo,
estando al servicio con cada latido del corazón, hasta que deje de latir.
El que nada con la corriente es sostenido por algo más grande. Ese algo le resulta
incierto, y tampoco sabe qué lo lleva ni de dónde viene. Él mismo casi no necesita
moverse, aunque de todas maneras será llevado a otro lugar.
En ese movimiento que lo lleva y lo sostiene puede nadar con la corriente. También
tiene la posibilidad de avanzar con su propia fuerza, pero no puede oponerse a la
corriente tratando de nadar en contra, ni puede abandonarla como si hubiera una orilla
a su alcance. De todos modos, tanto si nada con la corriente como si permite que ella
lo lleve, tanto si trata de nadar contracorriente como si quiere salirse, siempre sigue
estando en la gran corriente y es llevado por ella.
Junto con él todos los demás nadan en la misma corriente, y también ellos son
llevados como él hacia la misma meta oculta.
No importa la forma en que se comporte: si trata de colocarse por encima de los
demás, si le consideran especial, si los quiere guiar y ponerse al frente de ellos, de
cualquier forma él nada con ellos en la misma corriente y por ella es llevado de la
misma manera.
También nuestros pensamientos nadan en la corriente. También nuestros deseos,
nuestros éxitos o fracasos, nuestra felicidad y nuestra desdicha, nuestras esperanzas,
nuestras convicciones, nuestra inocencia y nuestra culpa, nuestra abundancia y
nuestra pobreza, nuestra virtud y nuestro pecado, nuestro comienzo y nuestro fin.
También nada en la corriente nuestra libertad, tal vez un poco diferente a otras,
pero sin que llame la atención.
¿Qué es, en definitiva, lo importante para nosotros? Sólo la corriente, que para
todos es la misma.
¿Hace distinciones entre nosotros? ¿Lleva más a unos que a otros? Para todos
sigue siendo la misma corriente.
Llevados por esa corriente nadamos en ella sin preocupaciones ni por otros ni por
la corriente. Siempre fluye, cercana a todos en todo y, sin embargo, su profundidad, su
de dónde y su hacia dónde permanecen insondables para nosotros.
¿Qué nos aflige pues? Si confiamos en ella, si con otros muchos confiamos en ella
y nadamos y nos dejamos llevar, entonces flotamos serenamente, flotamos juntos y
seguros, flotamos entregados a ella y flotamos agradecidos, siendo en todo uno con
ella.
A lo último
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y, por así decirlo, permitimos que nos lleve la corriente, pasado un tiempo
reconocemos que estamos siguiendo la pista equivocada.
¿Qué nos queda por hacer entonces? Debemos regresar al punto en el que
desaprovechamos el paso decisivo y estar dispuestos a asentir al precio de esa
elección. Así, con más decisión, damos entonces el paso que desaprovechamos an-
teriormente y caminamos con ímpetu en la dirección decisiva.
A través de la experiencia de principio y fin, es decir de que algo primero comienza,
luego sigue su camino y finalmente llega a su fin, donde se completa, tenemos la idea
de que algo se cumple justo al final, de que su cumplimiento ocurre a lo último.
Pero, ¿qué sucede con un niño recién nacido? ¿Le falta algo, o resulta que ya está
todo en él de manera que sólo necesita desplegarse?
El despliegue parece añadir algo y al mismo tiempo también quita algo del
comienzo, porque de la totalidad de posibilidades sólo puede materializar algunas. En
ese sentido lo que se despliega sólo por un lado se hace más, pero por el otro lado al
mismo tiempo se hace menos. Es decir que mientras nos movamos dentro del tiempo
y pensemos dentro del tiempo, fácilmente pasamos por alto la plenitud del comienzo.
¿Cómo evitar volverse menos por el despliegue? Manteniendo la unión con la
plenitud del comienzo, tomando fuerza de él continuamente, y teniendo el valor y la
comprensión de la totalidad de nuestras posibilidades al comienzo.
Dicho de otro modo: mientras avanzamos, también estamos permaneciendo en la
plenitud del principio. Cuando en nuestra evolución topamos con algún límite, una
dolencia, por ejemplo, mediante la sintonía con nuestro comienzo y la experiencia de
nuestra salud al comienzo, logramos la posibilidad de sanar lo posterior gracias a lo
anterior. ¿Cómo? A través de nuestra sintonía consciente con él, como si siguiera
estando ahora igual que al principio.
En este sentido, pues, ¿qué viene a lo último? El comienzo.
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