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Conclusiones

El nuevo modelo de gestión y regulación de la educación superior sentó


las bases para que las principales funciones de la educación superior estuvieran
coordinadas: el financiamiento comenzó a estar cada vez más ligado
a los procesos de evaluación en los distintos niveles de operación; la planeación
de carácter participativo favoreció la atención de los problemas
sustantivos de las instituciones académicas; la acreditación de programas
Fuente: Pronabes, 2009.
21 Datosprovenientes del sistema de información de Pronabes. La cobertura de
Pronabes en esos ciclos escolares creció de 9.9 a 12.4% de la matrícula en instituciones
públicas.
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académicos incrementó la transparencia del sistema, y los programas académicos
se elaboraron en más estrecha articulación con las demandas sociales
y el entorno productivo. Así, el modelo garantizó un marco más estable
para impulsar la expansión de la matrícula y la diversificación de la
oferta educativa.22
Sin embargo, al decir de algunos observadores, el programa modernizador
está lejos de haber concretado sus promesas. El desencanto tiene dos
vertientes. Por un lado, se ha insistido en la multiplicación de los efectos no
deseados de esas políticas. Con independencia del grado en que alcanzan
su cometido formal las políticas modernizadoras, éstas suelen producir
efectos no deseados o consecuencias no anticipadas que reproducen algunas
condiciones que se pretendían remover. Así, por ejemplo, se afirma que
la urgencia por obtener las credenciales exigidas por el proceso de profesionalización
ha obligado a muchos a incursionar en programas de posgrado
sin reparar en la calidad y pertinencia de los mismos; la evaluación minuciosa
se ha transformado en una pesada carga burocrática para las trayectorias
académicas de docentes e investigadores; se plantea también que la
transferencia de poder en las instituciones de educación superior ha favorecido
a los estamentos burocráticos antes que a los académicos, y, finalmente,
se ha señalado que los nuevos modelos de gestión y gobierno no se
han articulado apropiadamente con las tradiciones universitarias locales
(Acosta, 2006; Ibarra, 2002; Gil, 2000).
Por otro lado, también se ha argumentado que los actores del campo
académico a menudo han logrado escapar a las constricciones planteadas
por las políticas de incentivos basados en el actor racional. Desde esta
perspectiva se suele decir que los incentivos y estímulos no han sido suficientes
para construir al académico, el planeador y los estudiantes típicos
de la organización moderna. En su lugar, se afirma, los actores despliegan
estrategias que les han permitido acomodarse a las exigencias del entorno
(evaluaciones, auditorías, exámenes) sin que ello esté asociado con cambios
significativos en las prácticas académicas. En este tipo de contextos,
las prácticas académicas tradicionales suelen encontrar condiciones propi-
22 Elprograma de modernización avanzó sin que fuera necesario emprender grandes
reformas al marco legal de la educación superior. En ese sentido, podría decirse que
el enfoque basado en los incentivos le ganó la partida al de tipo normativo que busca
sancionar las prácticas y conductas no deseables. El dilema de la evolución futura del
sistema de enseñanza en parte tiene que ver con superar la dicotomía entre las concepciones
racional y normativa de los sujetos.
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cias para reproducirse: las redes clientelares en algunas instituciones de
educación superior públicas se han acomodado para retener su control
(Kent, 2005) y la profesionalización de los cuerpos docentes y de investigación
no ha impedido que las viejas prácticas de trabajo individual y competitivo
continúen dominando el escenario universitario (Acosta, 2006;
Gil, 1994, 2000).
A pesar de los desencantos que han acompañado la instrumentación
de las políticas modernizadoras, las virtudes de los nuevos modelos de
gestión no son pocas ni intrascendentes. Las instituciones han ganado poder
para elaborar su propia agenda de desarrollo y planear su evolución por
lo menos en el mediano plazo; ello ha redituado en un fortalecimiento de
los vínculos con el entorno social y económico local; la competencia basada
en el mérito ha permitido una mejor distribución de los recursos; los programas,
currículos y contenidos han ganado en calidad y pertinencia; también
se han implementado acciones dirigidas a ampliar el acceso de grupos
tradicionalmente excluidos de la educación superior.
La institucionalización de las prácticas promovidas en el marco de las
recientes reformas probablemente seguirá dos derroteros: por un lado, la
consolidación del régimen democrático en el país deja poco margen para
impugnar las políticas de educación superior desde el ángulo del déficit de
legitimidad del sistema político. Los atributos del viejo estilo de diseño e
instrumentación de políticas —el centralismo, los consensos acotados, la
opacidad de los procesos— han perdido su eficacia como herramientas de
conducción de los asuntos públicos básicamente porque ya no existe el régimen
que las sustentaba. Por otro lado, la institucionalización de las prácticas
y valores que la reforma educativa impulsa requerirá decisiones explícitas
en ese sentido. En gran medida, el éxito dependerá de la capacidad de
la política pública para fortalecer los vínculos de cooperación y confianza
entre los actores del sistema de educación superior y con los demás actores
relevantes. La política pública debe promover una mayor cooperación con
los actores que antaño aspiraba a controlar. El hecho de contar con políticas
públicas ampliamente aceptadas no sólo redundará en una mayor legitimidad
de las mismas, sino que también ganarán en eficiencia.
La apertura del proceso de diseño de la política de educación superior
a los actores debería apuntar a desarrollar un modelo en el que el tradicional
estilo de las políticas públicas “desde arriba hacia abajo”, tan firmemente
arraigado en la cultura política nacional (Pardo, 2004), comenzara a ceder
espacios a los nuevos estilos de gestión pública, más flexibles y atentos
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a las demandas originadas en el entorno. Para ello será necesario fortalecer
aún más los espacios y canales de comunicación entre los tomadores de
decisiones en los distintos niveles, los actores del mundo académico y los
sujetos relevantes de los ámbitos social y económico.
La política de educación superior podría beneficiarse ampliamente con
los aportes de los nuevos modelos de gestión pública. Un impulso innovador
hacia este tipo de modelos de gestión proviene de los cambios más
profundos y de más largo aliento que están transformando el lugar ocupado
por la ciencia y el conocimiento en las sociedades modernas. La naturaleza
cooperativa de la producción del conocimiento en las sociedades contemporáneas
obliga a las instituciones de educación superior a replantear
sus relaciones con los actores del entorno social y económico.
El surgimiento de la sociedad del conocimiento ha creado las condiciones
para el establecimiento de un nuevo contrato entre ciencia y sociedad
(Gibbons, Limoges y Nowotny, 1994): un pacto en el que los objetivos y las
orientaciones del campo científico —y de la enseñanza superior— ya no se
definen en el ámbito acotado de las instituciones especializadas, sino en el
contacto fluido con la sociedad.

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