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"Las huellas de Carl Schmitt en el pensamiento político de Ernesto Laclau: el papel de

la decisión en el concepto de hegemonía laclausiano".


Autora: Alina Borovinsky
Mail: alinaborovinsky@gmail.com
Institución: Facultad de Trabajo Social - Universidad Nacional de Entre Ríos
(Argentina)
Área Temática 16. Política e Historia
Panel: Liberalismo, Neoliberalismo y Populismo: confrontaciones teóricas e históricas.
Coordinación: Marisa Germain (Universidad Nacional de Rosario)

RESUMEN.
En este trabajo nos proponemos reflexionar en torno al modo en que la crítica de Carl
Schmitt al constitucionalismo liberal puede rastrearse en el abordaje de Ernesto Laclau
respecto de la producción de hegemonía, tanto en el pensamiento político moderno,
como en las experiencias populistas de las primeras décadas del siglo XXI. Si bien las
referencias explícitas a Schmitt no son abundantes, creemos que es posible reconstruir
en los argumentos laclausianos una paradoja de sentido en relación al problema del
fundamento que remite a los planteos schmittianos de El concepto de lo político y
Teoría de la constitución. En esta línea, intentaremos pensar cómo, en el esquema
teórico de Laclau, en el lugar vacío del fundamento la decisión funciona como el
dispositivo político que estabiliza de manera precaria la dinámica entre pluralismo y
agonismo.

Trabajo preparado para su presentación en el 9º Congreso Latinoamericano de


Ciencia Política, organizado por la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política
(ALACIP).
Montevideo, 26 al 28 de julio de 2017
Introducción.
Cuando en teoría política hacemos referencia al conflicto y antagonismo como
constitutivos de lo político, no podemos dejar de mencionar a Carl Schmitt, ese gran
teórico alemán que “salva” dicho concepto en medio de la crisis de los
parlamentarismos liberales a principios del siglo XX.
Aunque tardíamente, el pensamiento de Schmitt ha sido retomado (no sin polémicas de
por medio) de manera creciente por la filosofía y ciencia política como parte de una
larga tradición de realismo político.
Resulta llamativo, en este sentido, que Ernesto Laclau no se refiera explícitamente a él
cuando teoriza en torno al antagonismo, y se convierte así en un “tácito fantasma” que
acompaña toda su obra (ABOY CARLÉS y MELO, 2014:404).
Llamamos la atención en este punto en tanto su compañera y coautora de la principal
obra de Ernesto Laclau (hablamos de Hegemonía y Estrategia Socialista) dedicó varias
de sus obras al pensador alemán, y es su referencia casi obligada para criticar a las
posiciones del consensualismo liberal actual.
De todos modos, aunque la referencia no sea directamente citada por Laclau, podemos
inferir – y es lo que nos proponemos en este trabajo- sobre todo en el concepto de
hegemonía, las huellas del existencialismo agonal de Schmitt.
En primer lugar nos referiremos a las conceptualizaciones y críticas que realiza Carl
Schmitt al constitucionalismo liberal, principalmente en “Teoría de la Constitución” y
“El concepto de lo político”. En el primer texto Schmitt configura una vasta serie de
conceptos acerca de la estructura constitucional acerca de lo que denomina el Estado
burgués de Derecho, mientras que en la clásica obra de 1932 elabora su famosa
distinción de lo político como criterio autónomo de lo social.
En segundo lugar nos aproximaremos a la construcción conceptual de Ernesto Laclau y
Chantal Mouffe en torno al concepto de hegemonía para pensar la construcción de las
identidades, y nos acercaremos también a la particular concepción de populismo que
elabora Laclau.
En el punto 3 examinaremos el enfoque posfundacional en la cual Oliver Marchart
inscribe a Laclau, y allí examinaremos los puntos en común y distancias de su
pensamiento con Schmitt.
Por último, extraeremos algunas conclusiones en torno a la pertinencia de seguir
pensando ciertas críticas al liberalismo con y contra Schmitt.
1. La crítica al constitucionalismo liberal: la neutralización de lo político.
En el comienzo de “El Concepto de Político” (publicado originalmente en 1927)
Schmitt se propone delimitar la esencia de lo político, frente a la tendencia de equiparar
lo político con lo estatal. Esta concepción resulta particularmente problemática en la
visión liberal que considera al Estado como aparato jurídico, lo cual implica, para el
autor, una aparente “apoliticidad” del Estado.
Schmitt encuentra un criterio autónomo de delimitación del campo de lo político en la
distinción amigo/enemigo. Esta distinción no se deriva de ningún otro criterio, y allí
radica justamente su autonomía: es un criterio que se sostiene por sí mismo, sin
necesidad de recurrir a los criterios estéticos, económicos o morales. Así es que “El
enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo; no hace falta
que se erija en competidor económico e incluso puede tener ventajas hacer negocios
con él. Simplemente es el otro, el extraño (…)” (2009a: 57). Aquí aparece una de las
grandes críticas al liberalismo, crítica que se enmarca en la tradición del realismo
político: el liberalismo intenta disolver el concepto de enemigo en el de “competidor”
por el lado de lo económico, y en un “oponente” en la discusión por el lado del espíritu.
Y no se trata, dice Schmitt, del hecho de la conveniencia o no de la existencia de un
enemigo, sino de enfrentar la realidad óntica, la constatación de que los pueblos se
agrupan o separan según esta distinción amigo/enemigo.
El enemigo, para Schmitt, es el enemigo público: es el hostis, no el inimicus. Mientras
el último se refiere a un adversario en la esfera privada, el hostis es el enemigo público,
político, con el cual hay una posibilidad real de guerra. La diferencia radica en que se
puede amar u odiar al enemigo en la esfera privada, pero en la esfera pública esto no
tiene sentido porque el hostis se refiere a un enemigo de la unidad política, en tanto el
conflicto sea tan importante como para determinar el agrupamiento en amigos y
enemigos.
De este modo, la posibilidad real de la guerra es la que le da sentido al concepto de
enemigo, en tanto se refiere a la posibilidad real de la eliminación física del otro; esto
no quiere decir que la guerra sea un fin deseable, o que deba ser algo cotidiano, sino que
es una posibilidad real, necesaria para mantener la distinción amigo/enemigo, y por
ende, la unidad política. Aquí Schmitt hace una crítica a los pensadores del pluralismo
(señala particularmente a Harold Laski y a G. Cole). Para Schmitt no puede haber una
pluralidad de lealtades en tanto el individuo participa de distintas asociaciones, como
señalan esos autores; la unidad política es soberana en tanto mantiene esa unidad en su
interior y decide el agrupamiento entre amigos y enemigos, “la posibilidad real de
agruparse en amigos y enemigos basta para crear una unidad que marca la pauta, (…)
una unidad que es específicamente diferente y que frente a las demás asociaciones tiene
un carácter decisivo” (2009a: 74). Si se degrada la unidad política, entonces, se elimina
lo político.
La guerra, como presupuesto de lo político, no constituye un objetivo o algo deseable;
la delimitación de la unidad política a partir de la definición de un enemigo no implica
su eliminación absoluta. Por ello, Schmitt critica fuertemente a quienes defienden la
guerra en nombre de la “humanidad”: la humanidad no puede hacer una guerra porque
carece de enemigo. De hecho, esta deshumanización del enemigo tiene consecuencias
catastróficas en tanto sólo queda destruir, eliminar a aquél que no se considera parte de
la “humanidad”. En su “Teoría del Partisano” (2013) el pensador alemán analiza
justamente las consecuencias del fin del ius publicum eurepeum y del surgimiento de la
Sociedad de Naciones luego de la I Guerra Mundial. La condena moral de la guerra que
la considera “injusta” implica la criminalización del adversario, y por ende, recrudece y
aumenta la violencia. En este sentido, volviendo al texto de 1932, Schmitt afirma que
que “no existe objetivo tan racional, ni norma tan elevada, ni programa tan ejemplar,
no hay ideal social tan hermoso, ni legalidad ni legitimidad alguna que puedan
justificar el que determinados hombres se maten entre sí por ellos. La destrucción física
de la vida humana no tiene justificación, a no ser que sea en el plano del ser, como
afirmación de la propia existencia contra una negación igualmente óntica de esa
forma” (2009ª:78).
En Teoría de la Constitución (1928) Schmitt fundamenta su crítica al Estado burgués de
Derecho mediante la distinción entre la Constitución y la Ley Constitucional.
Para él, el constitucionalismo liberal ha transformado el sentido de “constitución”
equiparándolo al de Ley constitucional. De esta manera, adopta un sentido relativo de
Constitución, la cual “significa, pues, la ley constitucional en particular. Toda
distinción objetiva y de contenido se pierde a consecuencia de la disolución de la
Constitución única en una pluralidad de leyes constitucionales distintas, formalmente
iguales” (2009c:37). La consecuencia de esta definición formal de la Constitución es no
distinguir entre prescripciones legal- constitucionales fundamentales y accesorias, y de
hecho, degradar las primeras a simples detalles de la ley constitucional.
Para Schmitt sólo es posible acceder al concepto de Constitución cuando se la distingue
de la ley constitucional (2009c: 45), y este sentido positivo de la Constitución significa
entenderla como “decisión de conjunto sobre modo y forma de la unidad política”.
Señala que esta constitución surge de un acto del Poder Constituyente que contiene la
totalidad de la unidad política considerada en su particular forma de existencia, y la ley
constitucional debe presuponer esta constitución; su validez deriva de la decisión de
constitución de esa unidad política, y no al revés. En el principio de toda ley
constitucional hay, entonces, una decisión política del titular del poder constituyente, y
no una norma.
La burguesía liberal, en su lucha contra la Monarquía absoluta, puso en pie un cierto
concepto ideal de Constitución, y lo llegó a identificar con el concepto de Constitución.
Se hablaba, afirma Schmitt, de “Constitución” sólo cuando se cumplían las exigencias
de libertad burguesa, ya que “para el lenguaje del liberalismo burgués, sólo hay una
Constitución cuando están garantizadas propiedad privada y libertad personal;
cualquier otra cosa no es «Constitución», sino despotismo, dictadura, tiranía,
esclavitud o como se quiera llamar” (2009c: 59).
Estas críticas se dirigen, como sabemos, a la teoría del derecho kelseniana que sostiene
la idea de una democracia procedimental cuya Constitución debe limitarse a
regulaciones orgánicas y de procedimiento (ARAGÓN, 2008: 32). Esta idea se condice
con un pluralismo democrático, idea que Schmitt rechaza y que es uno de los
fundamento para su crítica al parlamentarismo.
En tanto una Constitución no se apoya en una norma cuya justicia sea fundamento de su
validez, sino en una decisión política surgida de un ser político, es la «voluntad» la que
devela lo esencialmente existencial de este fundamento de validez.
En esta misma línea, su concepto de democracia parte de un concepto de igualdad, que
sólo puede ser sustantiva. Mientras el liberalismo parte de una igualdad ficcional, una
supuesta igualdad entre todos los hombres que está al servicio del principio de los
derechos fundamentales, para Schmitt la igualdad democrática es un concepto político,
y como tal sólo puede estar sustentado en una distinción. No es posible pensar una
democracia en términos de la indistinción de todos los hombres, sino a través de su
distinción con otro pueblo; tal como afirma en Teoría de la Constitución, “la igualdad
democrática es, en esencia, homogeneidad, y, por cierto, homogeneidad del pueblo”
(2009c: 230).
Queda claro, en este punto, que los principios del parlamentarismo no podrían coincidir
nunca con estos postulados. Una democracia parlamentaria supone una pluralidad de
intereses, no una unidad de voluntad como postula Schmitt en su idea de democracia
sustantiva. Este tipo de representación (liberal, que llama Vertretung) supone una
representación inauténtica, y se diferencia de la Repräsentation que no se manifiesta en
una elección, sino que se trata de una representación “espiritual” que se produce por la
identificación del pueblo con sus líderes mediante la aclamación (ARAGÓN, 2008:22).
Schmitt también va a criticar la situación coyuntural del parlamento, argumentando que
en la práctica han desaparecido sus ideales fundamentales. Es así que, en primer lugar,
el parlamento ya no es un lugar de discusión: los legisladores determinan sus decisiones
a partir de la posición de su partido, a la vez que los partidos representan a determinados
sectores del electorado, por lo cual no puede hablarse de discusión en el sentido de que
una parte intente convencer a la otra de algo, sino, en el mejor de los casos, de
negociaciones. En segundo lugar, el Parlamento tampoco cumple con el requisito de
publicidad: las decisiones no surgen de la discusión pública, sino de negociaciones
secretas y lo que obtiene publicidad es la simple enunciación de una decisión ya
tomada. Y a partir de estos dos principios que no puede cumplir, el Parlamento (y este
es el tercer ideal que desaparece) no puede cumplir su función de representación, es
decir, con su función política, porque las decisiones principales ya no se toman allí y
“actúa, pues, como oficina para una transformación técnica en el aparato de autoridad
del Estado” (2009c: 307).

2. Aproximaciones a un concepto de hegemonía.


A partir de los años ’60 y ’70 los estudios sobre la cuestión de la identidad se amplían
notoriamente al constituirse como objeto de reivindicaciones de grupos y demandas
particulares de nuevos movimientos sociales reivindicativos, ya sean étnicos, de género,
ecologistas, etc.. Algunas de estas transformaciones teóricas e históricas, señalan los
laclausianos Critchley y Marchart (2008:16), son la proliferación de nuevas luchas
políticas y sociales desde los ’60, la multiplicación de los centros de poder en un
capitalismo desorganizado, la relativa decadencia del Estado nación y los conflictos
poscoloniales animaron las nuevas perspectivas. Ernesto Laclau puntualiza que el hecho
fundamental fue el fin de la Guerra Fría, que dejó como saldo “una proliferación de
identidades políticas particulares que no intentan fundar su legitimidad y su acción en
base a una misión predeterminada de la historia” (1994:1)1. En efecto, a partir de años
’90 se da una reactualización del concepto de identidad política como forma de realizar

1
Traducción propia.
un acercamiento a procesos políticos que no podían ya ser explicados en base a la
caracterización de sociedades divididas sobre la base de antagonismos excluyentes
(ABOY CARLÉS, 2001:15).
Es en el marco de estas preocupaciones en la que se enmarca toda la obra de Laclau,
signada por la crisis del marxismo y una izquierda que no podía hacer frente a estas
nuevas demandas desde los supuestos conceptuales clásicos.
Retomemos los planteos principales de la obra fundamental de Laclau, escrita en
coautoría con Chantal Mouffe. Si bien los autores fundamentan su teoría desde una
revisión (crítica) de las categorías marxistas, incorporan las nociones de diferencia y
antagonismo como constitutivos de la política, en cuyo terreno se forman las
identidades. En este punto, la confluencia con Schmitt es indudable.
La reflexión inicial que guía Hegemonía y Estrategia Socialista (2010) es concebir a la
hegemonía como una lógica de constitución de lo social que es incompatible con las
categorías básicas de la teoría marxista: desde su formulación inicial en la
socialdemocracia rusa, hegemonía se presentó como un concepto secundario, requerido
para situaciones contingentes que no podían ser explicadas por las “leyes” históricas del
marxismo clásico. Y es en ese punto en que el concepto de hegemonía resulta un anclaje
para pensar las luchas contemporáneas en su especificidad.
La empresa que llevan a cabo Laclau y Mouffe es la de llegar a un concepto formal de
hegemonía, ya que hasta Gramsci éste respondía a contextos históricos y geográficos
determinados (2010:27). Para hacer de la hegemonía un concepto generalizable los
autores proponen concebirlo como una lógica de institución de lo social que privilegia
el momento de la articulación. Por articulación los autores entienden “toda práctica
que establece una relación tal entre elementos, que la identidad de éstos resulta
modificada como resultado de esa práctica”, y siguen “a la totalidad estructurada
resultante de la práctica articulatoria la llamaremos discurso” (2010:142). Esta
segunda parte de la frase es fundamental en tanto los autores conciben lo social como
un espacio discursivo y por lo tanto, la identidad social es el resultado de una
construcción discursiva.
Para pensar las relaciones hegemónicas en un marco de multiplicidad de identidades y
luchas sociales, la pluralidad es el punto de partida para los autores, y no el fenómeno a
explicar (2010:184). Uno de los problemas que advierten en el determinismo marxista
es el imaginario jacobino de un único momento de ruptura y un único espacio de
constitución de lo político (2010:194), esto es la idea de una clase social fundamental en
la que recae la unificación de la hegemonía. Esto los lleva a postular que no hay un
sujeto privilegiado, y por tanto, que toda identidad es parcial y contingente.
El concepto de hegemonía que proponen, entonces, se constituye entre esta
radicalización de la noción althusseriana de articulación, y una concepción schmittiana
de lo político, que se cristaliza en la noción de antagonismo (ABOY CARLÉS y
MELO, 2014:405). En efecto, para hablar de hegemonía no es suficiente el momento
articulatorio, siendo necesario que la articulación se verifique a través de un
enfrentamiento con prácticas articulatorias antagónicas (LACLAU y MOUFFE,
2010:179). En tanto lo social no puede constituirse nunca como totalidad cerrada, el
antagonismo viene a demostrar esta imposibilidad de sutura: es la experiencia del límite
de lo social (2010:169). De este modo se afirma la precariedad de toda identidad y la
imposibilidad de fijar el sentido de los elementos que la constituyen. Esta “fórmula del
antagonismo” se muestra en una relación de equivalencia en la cual las diferencias entre
sí se disuelven en la medida en que son usadas para expresar algo idéntico que subyace
a todas ellas; lo que comparten es una referencia común a algo exterior que representa
algo distinto. Cuando los autores hablan de cadena de equivalencia hacen referencia a
esta articulación de positividades diferenciales que se anulan al interior de una
formación discursiva, a partir del efecto de frontera que genera la distinción de un
exterior.
Los autores llamaran articulación hegemónica a este intento (siempre fallido y precario)
de institución de lo social, por el cual “una fuerza social particular asume la
representación de una totalidad que es radicalmente inconmensurable con ella”
(2010:10). Vale aclarar aquí que si bien ninguna fijación de sentido es estable y
“ninguna lógica hegemónica puede dar cuenta de la totalidad de lo social y constituir
su centro” (2010:186), tampoco es posible pensar una sociedad sin un cierre parcial que
haga posible cualquier significación e identidad.
A su vez, para Laclau ninguna identidad tiene lugar en un vacío discursivo, y se vale de
las nociones de Husserl de sedimentación y reactivación –con algunos cambios- para
justificar esta afirmación. En “Nuevas Reflexiones sobre la revolución de nuestro
tiempo” Laclau recuerda que para Husserl “la práctica de una disciplina científica
implica una rutinización por la que los resultados de las investigaciones anteriores
tienden a ser dados por sentados”, lo cual implica que “la intuición en la que esos
resultados se dieron originariamente es enteramente olvidada”, y continúa ‘la tarea de
la fenomenología trascendental consistía en la recuperación de esas intuiciones
originarias. La rutinización y el olvido de los orígenes es lo que Husserl denominó
"sedimentación"; la recuperación de la actividad "constitutiva" del pensamiento, la
denominó "reactivación"’ (2000: 59-60). Para Laclau, el momento de la institución
originaria de lo social es donde se observa la contingencia radical, ya que se trata de una
opción entre otras que han sido desechadas. Y en la medida en que ese acto de
institución ha sido exitoso, se produce un “olvido de los orígenes” en términos
husserlianos; la sedimentación implica ese ocultamiento de la contingencia originaria.
Sin embargo, la reactivación no puede consistir, como en Husserl, en una vuelta a los
orígenes, sino “tan sólo en redescubrir, a través de la emergencia de nuevos
antagonismos, el carácter contingente de la pretendida objetividad” (2000:60).
2.1. El “pueblo” como como construcción hegemónica.
Si bien Laclau se interesó por la cuestión del populismo en sus escritos tempranos en los
años ’702, van a pasar 30 años hasta que realice una obra dedicada específicamente a
ello. “La razón populista” aparece en 2005 en medio de diversos procesos
latinoamericanos calificados como populistas, y pone nuevamente en la agenda teórica
este concepto tan ambiguo como referenciado.
Partiendo también de la noción de hegemonía, Laclau designa al populismo como una
forma de constituir una unidad de grupo, y por lo tanto “pueblo” no se refiere a una
expresión ideológica, sino a una relación entre agentes sociales.
el populismo requiere de tres precondiciones para su constitución: en primer lugar
implica la formación de una frontera interna antagónica separando el pueblo del poder;
y por otra parte, una articulación equivalencial de demandas que hace posible el
surgimiento del pueblo. Por último, en un nivel más elevado, se requiere de la
unificación de las diversas demandas que establece un sistema estable de significación.
En un primer momento, entonces, podrán aparecer peticiones o reclamos que pueden
transformarse en demandas democráticas; éstas son aquellas demandas que permanecen
aisladas en tanto pueden ser satisfechas por el poder público de manera diferencial. Si
esto no sucede, las demandas pueden convertirse en demandas populares, teniendo
como factor común el hecho de ser reclamos no resueltos. Se forma, entonces, una
frontera antagónica que divide el pueblo del bloque de poder.
El ‘pueblo’ aparece, de esta forma, como un componente parcial que aspira a ser
concebido como la única totalidad legítima a partir de la articulación de demandas

2
Nos referimos al texto “Hacia una teoría del Populismo”, editado en inglés en 1977 en “Politics and
ideology in Marxist Theory”.
distintas pero equivalentes; esta articulación se hace posible por la identificación de un
otro externo que opera como límite y es constitutivo de la articulación equivalencial, ya
que todas tienen en común la oposición a ese exterior.
Es así que al no tratarse de una expresión ideológica concreta, el pueblo es un
significante vacío, cuyo contenido puede variar de acuerdo a la operación hegemónica
que prime en la articulación equivalencial. El carácter de una identidad populista
dependerá de la cadena de significados construidos, de los grupos movilizados y de los
sentidos que establecen la cadena. Es decir, de la producción de nombres y símbolos
capaces de movilizar al colectivo para resistir en un orden social dislocado.
Pero el populismo no es la única forma de construcción de constitución de la unidad de
grupo, afirma Laclau. Retomando la distinción entre demandas democráticas y
demandas populares, sabemos que las primeras permanecen aisladas, pero sólo aisladas
con respecto al proceso equivalencial. Este no es un aislamiento monádico, ya que si
una demanda no entra en una relación equivalencial con otras demandas, es porque es
una demanda satisfecha. Ahora bien, una demanda que se satisface no permanece
aislada; se inscribe en una totalidad institucional/diferencial, la cual no implica el
establecimiento de una frontera antagónica. Para Laclau, La diferencia y la equivalencia
están presentes en los dos casos, pero un discurso institucionalista es aquel que hace
coincidir los límites de la formación discursiva con los límites de la comunidad (2010:
107). En el caso del populismo ocurre lo contrario: una frontera de exclusión divide a la
sociedad en dos campos. El “pueblo” es algo menos que la totalidad de los miembros de
la comunidad: es un componente parcial que aspira, sin embargo, a ser concebido como
la única totalidad legítima. La terminología tradicional ya aclara esta diferencia: el
pueblo puede ser concebido como populus (el cuerpo de todos los ciudadanos) o como
plebs (los menos privilegiados). El populismo necesita una plebs que reclame ser el
único populus legítimo – es decir, una parcialidad que quiera funcionar como la
totalidad de la comunidad-. En el caso del discurso institucionalista, hemos visto que la
diferencialidad reclama ser concebida como el único equivalente legítimo: todas las
diferencias son igualmente válidas dentro de una totalidad más amplia. En el populismo
tiene lugar una exclusión radical dentro del espacio comunitario.
2.2. La democracia radical y plural como respuesta al neoliberalismo.
Laclau y Mouffe rescatan un tipo de liberalismo, y es aquél que se ha ido configurando
de la mano de la democracia. Ya en 1985 en Hegemonía y Estrategia socialista
delinearon lo que para ellos debía ser el camino de la izquierda, advirtiendo que el
neoliberalismo y la “nueva derecha” arremetían contra esta orientación democratizadora
que surge en el siglo XIX pero se expande con el discurso socialdemócrata que
considera a las condiciones de pobreza, falta de acceso a la educación y la creciente
brecha social como atentorias de la libertad. El neoliberalismo reconoce sólo la libertad
individual y toda injerencia del Estado se considera un avasallamiento contra la
sociedad, y en este sentido, no se aleja de lo que Carl Schmitt decía en los tempranos
años ’20 acerca de estas justificaciones liberales para eludir lo político.
Aparece, también, una ofensiva desde el neoconservadurismo que intenta restringir el
ámbito democrático delegando cada vez más cuestiones a los expertos y al ámbito de la
técnica. Esta cuestión es analizada por Schmitt en “La era de las neutralizaciones y de
las despolitizaciones”, como explica Carlo Galli, la utilización de la técnica en el Estado
es otro aspecto despolitizador que impone el liberalismo. Si bien estas características
aparecen con claridad en el estado posliberal, se configuran en el Estado administrativo
del siglo XX el cual funciona a través de la medida, valiéndose del marco formal
abstracto de la ley y de la separación de poderes, intentando que la sociedad pueda ser
gobernada según reglas lógicas racionales, intentando satisfacer las necesidades de los
sujetos por vía burocrática. Para Schmitt, es imposible sustituir la política por la técnica,
porque un orden político no puede ser neutral, y esa es la razón de la crisis del
liberalismo de su época (GALLI, 2011: 31). Mouffe, siguiendo este razonamiento de
Schmitt, señala que este intento de neutralización ha progresado, y que por ello
justamente uno de los discursos que actualmente están más en boga es el del fin de la
política (citado en Marchart, 2009:69).
Para Mouffe y Laclau, la extensión de estos discursos neoliberales, tan afincados en el
sentido común, han prosperado en tanto la izquierda determinista del marxismo les dejó
librado el campo de la cultura (es decir, de la construcción de significados) en el cual
expandieron esta idea de libertad individual legitimadora de desigualdades, y la
justificación de la desmantelación del Welfare State. Por ello la estrategia de la
izquierda debe ser la de ubicarse en el campo de la revolución democrática y expandir
las cadenas de equivalencias que hagan frente a este proyecto de reconstrucción de una
sociedad jerárquica. Y esta tarea “no puede consistir en renegar de la ideología liberal
democrática sino al contrario, en profundizarla y expandirla en la dirección de una
democracia radicalizada y plural” (2010: 222).
Claramente distanciados de Schmitt, para estos postmarxistas hay posibilidades de
entender y rescatar una idea de derechos que no sean definidos de manera aislada, sino
entendidos en un contexto de relaciones sociales, es decir, de “derechos democráticos”
compatibles con una idea de pluralidad y ejercicio colectivo de los mismos (2010: 231).

3. Posfundacionalismo: el rescate de lo político y la posibilidad del fundamento


Para vislumbrar el acercamiento y deferencias de estos autores resulta pertinente el
trabajo de Oliver Marchart en torno al pensamiento político posfundacional y la
importancia de la diferencia política para pensar el fundamento de lo social.
La definición de lo político como esfera autónoma de lo social, como hemos visto,
aparece tempranamente en “El concepto de lo político”, y la especificación de dicho
concepto para Marchart es representativo de una de las formas de comprender lo
político3. Esta forma es la que hace hincapié en el momento disociativo de lo político
considerándolo como un espacio de poder, conflicto y antagonismo (2009:59). En tanto
Schmitt afirma la autonomía y (según Marchart, también la primacía) de lo político a
través de la distinción amigo/enemigo, lo que opera como principio político de una
comunidad es la operación disociativa del antagonismo. Marchart inscribe en esta
trayectoria, entre otros, a Ernesto Laclau, en tanto concibe lo político como el momento
disruptivo de la dislocación de lo social, así como también el momento fundante de la
institución social frente a un afuera radical (2009: 73).
Pero aquí hay que establecer las diferencias entre la concepción totalizante de lo político
de Schmitt y lo que postulan aquellos que sostienen un diálogo crítico con el teórico
alemán, como Laclau y Mouffe.
Para Marchart, la diferencia como diferencia constituye el elemento estrictamente
filosófico en la obra de Laclau (Marchart, 2008:95). La misma refiere a la diferencia
ontológica heideggeriana como “abismo del (no) fundamento” (2008:80), inscribiendo a
Laclau en lo que denomina posfundacionalismo. Este enfoque se interroga por las
figuras metafísicas fundacionales como la totalidad, la universalidad, la esencia y el
fundamento, sin desechar esas figuras del fundamento (como lo hacen las perspectivas
antifundacionalistas). La postura que asume una visión posfundacional es la de debilitar
el estatus ontológico de las figuras del fundamento, asumiendo la imposibilidad de un
fundamento último de lo social. Para Marchart, la diferencia conceptual que diversos
autores establecen entre la política y lo político aparece como síntoma del fundamento
ausente de la sociedad: “En cuanto diferencia, ésta no presenta sino una escisión

3
La otra forma que señala el autor es a través del rasgo arendtiano que pone el acento en el aspecto
asociativo de lo político (2009: 59)
paradigmática en la idea tradicional de política, donde es preciso introducir un nuevo
término (lo político) a fin de señalar la dimensión “ontológica” de la sociedad, la
dimensión de la institución de la sociedad, en tanto que “política” se mantuvo como
término para designar las prácticas “ónticas” de la política convencional (los intentos
plurales, particulares y, en última instancia, fallidos de fundar la sociedad)” (2008:
85).
Marchart afirma que la autonomía de lo político es el resultado del hecho de que la
sociedad ha perdido su capacidad de cumplir su rol como fundamento. Lo político no
puede más que autonomizarse en tanto no puede ser fundado por ninguna otra esfera
social. En este punto, dice el autor, las condiciones pueden invertirse y lo político puede
cumplir la función instituyente, fundadora de lo social. Y es en este sentido en que nos
resulta relevante marcar la distinción con Schmitt: para los neoschmittianos de izquierda
(como los denomina Marchart, entre los que figuran Laclau, Mouffe, Zizek, Arditi) es
imprescindible sostener la primacía del antagonismo al interior de una unidad política,
evitando la visión totalizadora que supone la concepción de democracia como
homogeneidad del jurista alemán.
3.1. Schmitt: la decisión como fundamento de la soberanía.
La crítica de Schmitt al liberalismo va de la mano de la crítica al enfoque jurídico
postivista que ignora el fundamento político de la justificación del derecho (AGAPITO,
2009:18). Esta crítica también va dirigida a Kelsen, que disuelve el Estado en el
derecho, es decir que no sólo el Estado coincide con el derecho, sino que el Estado
presupone el derecho y “dada la desconexión en este sentido de la realidad, lo hace
precipitar, a través de la decisión, en la praxis política” (GALLI, 2011:25). El filósofo
italiano afirma que allí reside la diferencia entre el concepto dinámico de decisión y el
estático de la norma; esto es, entre convertir en un problema la falta de fundamento del
derecho (como hace Schmitt) y la renuncia consciente de Kelsen a plantearse la cuestión
del origen del orden jurídico.
Para Schmitt, como vimos, considerar la Constitución tan sólo como un parto escrito
implica desentenderse de la voluntad de esa constitución, por lo tanto en el origen no
está el Estado (la ley, la norma) sino la decisión soberana de constitución de una unidad
política. No puede haber un “gobierno de la ley”, ya que este postulado hace
desaparecer el momento político de la decisión (AGAPITO, 2009:25). En su Teología
Política aparece su clásico concepto de soberanía que reside en un quien (el Soberano) y
no en un qué (la norma), en tanto “Soberano es quien decide sobre el estado de
excepción” (2009b:13); la soberanía reside en una voluntad unitaria –ya sea el pueblo o
el monarca-.
En una democracia, el pueblo es el sujeto del poder constituyente, el cual se encuentra
antes y por encima de la Constitución (SCHMITT, 2009c:234). Como titular de este
poder, el pueblo no es una instancia firme y organizada, perdería su naturaleza de
pueblo si se erigiera para un normal y diario funcionamiento del Estado. Pero sin
embargo, tiene que tener capacidad de obrar y decidir, está en condiciones y es apto
para decir sí o no a las cuestiones fundamentales de su existencia política. Para Schmitt,
la forma natural de la manifestación inmediata de voluntad de un pueblo es la voz de
asentimiento o repulsa de la multitud reunida, la aclamación (2009c:99).
Si bien el acto decisorio del poder constituyente es total, en él operan, para Schmitt, los
“principios político-formales” (2009c: 205) en los cuales se basa toda unidad política.
Estos son los principios de identidad y representación.
El principio de identidad refiere a la posibilidad del pueblo de hacerse presente como
magnitud efectiva, y el principio de representación se contrapone al de identidad en la
medida en que se basa en la idea de que la unidad política del pueblo como tal nunca
puede hallarse presente en identidad real, y por ello tiene que estar siempre
representada personalmente por hombres (2009c: 205). Sin embargo, dice Schmitt,
aunque contrapuestos, estos dos principios se encuentran en toda constitución de un
pueblo, aunque predomine uno u otro principio.
Recordemos que en el punto 2 de este trabajo nos referimos a la particular interpretación
que hace Schmitt del concepto de representación al que adhiere, en contraposición con
el que postula el liberalismo. Para el alemán, sólo la Nación, esto es, el pueblo como un
todo, puede ser representada. Por ello no se pueden representar “tres poderes” dentro de
la misma unidad política, porque representación es un principio político-formal,
mientras que la distinción de poderes es “un método de utilización de principios
formales opuestos en beneficio del Estado burgués de Derecho” (2009c: 112). Los
principios formales corresponden a la unidad, por lo tanto no pueden ser nunca
compatibles con la idea de división o distinción de poderes. Esto, para Schmitt, se hace
patente en el Parlamento: cuando el representante es tratado como un simple
representante de Derecho privado, que por razones prácticas toma a su cargo los
intereses de esos electores, ya no hay verdadera representación.
3.2. Laclau: la decisión como un deber imposible.
Reconstruyamos el trayecto que hace Laclau en el texto “Deconstrucción, pragmatismo,
hegemonía” (1997), en el que Laclau recurre al enfoque deconstructivo para explicar el
papel de la decisión en el momento hegemónico.
En principio, el autor define a “lo político” como opuesto a “lo social”, refiriendo
tácitamente a la tesis de neutralización schmittiana. En un texto anterior, de 1990,
Laclau explicaba esta tendencia de absorción de lo político por lo social, y se
encomendaba a la tarea de desplazarse en una dirección contraria para destacar el
carácter eminentemente político de toda identidad social (2000: 160).
El enfoque deconstructivo, explica, es altamente relevante en torno a dos dimensiones
de lo político: en principio, lo político como el momento instituyente de la sociedad que
“ya no es concebida como unificada por una lógica endógena subyacente y dado
también el carácter contingente de los actos de institución política, no hay ningún locus
desde el cual pudiera pronunciarse un fiat soberano (…) Tenemos sólo actos parciales
de institución política que nunca cristalizan en un ‘efecto de sociedad’” (1997:64).
Aquí aparece la segunda dimensión: la incompletud de todos los actos de institución
política.
Por tanto, la condición de posibilidad de lo político (la contingencia de los actos de
institución) es también lo que la hace imposible, ya que ningún acto de institución es
completamente realizable. Aquí, dice Laclau, ya estamos en el terreno de la
deconstrucción, el cual ha posibilitado dos grandes cambios en la teoría política: por un
lado, ampliar el campo de la indecidibilidad estructural, y por otro, dar paso a una teoría
de la decisión en tanto tomada en un terreno indecidible.
El hecho fundamental de que una condición de posibilidad sea a la vez su condición de
imposibilidad es lo que otorga importancia al momento de la decisión: “ya que la
estructura es indecidible, ya que no hay posibilidad de cierre algorítmico, la decisión
no puede estar en última instancia basada en nada externo a ella misma” (1997: 71) y
cita a Derridá “el momento de la decisión, como tal, siempre sigue siendo un momento
finito de urgencia y precipitación, puesto que no tiene que ser la consecuencia o el
efecto de este momento teórico o histórico, de esta reflexión o esta deliberación, ya que
marca siempre la interrupción de la deliberación jurídico-, ético- o político-congnitiva
que lo precede y que tiene que precederlo. La instancia de la decisión es una locura,
dice Kierkegaard”.
Lo indecidible para Derrida no significa sólo la tensión o elección entre dos decisiones,
sino que va más allá en tanto se trata de una experiencia de lo que siendo heterogéneo
respecto al orden de lo calculable y de la regla, debe sin embargo entregarse a la
decisión imposible, teniendo en cuenta el derecho y la regla, y sigue “una decisión que
no pasara la prueba de lo indecidible no sería una decisión libre; sólo sería la
aplicación programable o el desarrollo continuo de un proceso calculable” (Derrida
citado en Laclau, 1997: 71).
Para Laclau, el problema de abordar la estructura indecidible y la necesidad de la
decisión debe incorporar la cuestión del sujeto. En efecto, para él, “el sujeto es la
distancia entre la indecidibilidad de la estructura y la decisión” (1997:72), que actúa
como el agente de la decisión. Aquí aparece algo del orden de la simulación, en tanto
este agente debe actuar como si fuera sujeto sin estar dotado de ninguno de los medios
de una subjetividad completamente constituida. A su vez, esta imposibilidad de un
sujeto idéntico a sí mismo no elimina su necesidad.
Debemos recordar aquí lo que ya habíamos expuesto acerca de la idea de Laclau sobre
sedimentación del campo social, ya que la indecidibilidad estructural no significa una
ausencia total de reglas: “la locura de la decisión es, si se quiere, como toda locura,
regulada” (1997:78).
Lo que posibilita el pasaje de la universalidad de la regla a la singularidad de la decisión
es, en primer lugar, la escisión entre el contenido concreto de la decisión (ya que hay
una pluralidad de posibilidades) y su función de encarnar una completitud ausente del
sujeto. En segundo lugar, hay contextos que limitan las posibilidades, los espectros de
contenidos, y ese es el mayor grado de racionalidad que la sociedad puede alcanzar.
Para concluir este punto, tomaremos una cita que, aunque extensa, termina por aclarar
esta cuestión: “la decisión tomada a partir de una estructura indecidible es contingente
respecto de esta última. Y está claro también que, si por un lado el sujeto no es externo
respecto de la estructura, por el otro se autonomiza parcialmente respecto de ésta en la
medida en que él constituye el locus de una decisión que la estructura no determina.
Pero esto significa: (a) que el sujeto no es otra cosa que esta distancia entre la
estructura indecidible y la decisión; (b) que la decisión tiene, ontológicamente
hablando, un carácter fundante tan primario como el de la estructura a partir de la
cual es tomada, ya que no está determinada por esta última; (c) que si la decisión tiene
lugar entre indecidibles estructurales, el tomarla sólo puede significar la represión de
las decisiones alternativas que no se realizan. Es decir, que la "objetividad" resultante
de una decisión se constituye, en su sentido más fundamental, como relación de poder”
(2000: 47). Por tanto, que una decisión sea tomada en una estructura indecidible no
significa que la misma sea irracional, sino que es algo que intenta suplementar las
carencias de esa estructura.

Algunas conclusiones.
En un contexto actual de recrudecimiento de las derechas más variadas (neoliberales,
conservadoras, nacionalistas) consideramos que es pertinente rescatar y pensar este
“Schmitt contra Schmitt” como propone Chantal Mouffe, ya que si bien sus críticas a
los intentos de despolitización del liberalismo siguen siendo pertinentes para enfrentar
la idea de democracia deliberativa que intenta neutralizar el antagonismo bajo las
figuras del consenso racional y la deliberación argumental (cuyas consecuencias
desmovilizadoras pueden poner en peligro las instituciones que -paradójicamente-
pretenden o dicen defender), su objetivo es la construcción de una democracia radical
compatible con la pluralidad de sujetos y demandas sociales en continuo crecimiento y
movimiento (MOUFFE, 1999:12).
En este sentido, también Benjamin Arditi rescata la potencialidad del concepto de lo
político de Schmitt al concebirlo no como un dominio particular sino como criterio: “la
ventaja de este concepto de lo político reside en que no enlaza el fenómeno político a
un escenario institucional específico, y, en consecuencia, nos permite pensar lo político
como un campo móvil y ubicuo” (citado en Marchart 2009: 64).
Para Mouffe, el liberalismo no es capaz de comprender la esencia de lo político en tanto
elude la cuestión del antagonismo a la cual debe consagrarse toda política democrática.
Contraria a la idea de democracia deliberativa que sigue de Rawls hasta Habermas y que
intentan imponer la idea de un consenso racional como único modo de acceder al
concepto de democracia, para Mouffe la tarea de la reflexión política es la de crear
instituciones que permitan transformar el antagonismo en agonismo, es decir,
transformar al enemigo en adversario. Para la autora, la democracia “supone el
reconocimiento de la dimensión antagónica de lo político, razón por la cual sólo es
posible protegerla y consolidarla si se admite con lucidez que la política consiste
siempre en «domesticar» la hostilidad y en tratar de neutralizar el antagonismo
potencial que acompaña toda construcción de identidades colectivas. El objetivo de una
política democrática no reside en eliminar las pasiones ni en relegarlas a la esfera
privada, sino en movilizarlas y ponerlas en escena de acuerdo con los dispositivos
agonísticos que favorecen el respeto del pluralismo” (1999: 14).
La democracia radical y plural que proponen Mouffe y Laclau es una propuesta, una
derivación posible entre otras. Y como expone Mouffe en “La paradoja democrática”
(2003), también la democracia liberal lo es: ahí reside el componente, el efecto
“liberador” al que refiere Laclau de pensar el fundamento de la sociedad como algo
contingente, que se funda sólo de forma parcial (MARCHART, 2009: 207). Y si bien
estas críticas al liberalismo coinciden con las de Schmitt, su inscripción en un horizonte
pluralista tiene consecuencias radicalmente opuestas.
La construcción populista también permite observar estas diferencias con el planteo y
concepción de pueblo de Schmitt: el pueblo en una formación hegemónica es esa
parcialidad que asume la función de totalidad, siendo imposible su cierre total.
Resulta interesante, sin embargo, plantear ciertas objeciones que Gerardo Aboy Carlés y
Julián Melo le realizan a Laclau a propósito de su teoría sobre el populismo, y que lo
enlazan con la concepción schmittiana de pueblo. En un artículo en el cual repasan el
itinerario de Laclau (2014), los investigadores distinguen aspectos entre un “primer” y
un “último” Laclau, que los lleva a criticar ciertos planteos de “La razón populista”.
En primer lugar, señalan a la triple sinonimia que Laclau establece entre populismo,
política y hegemonía. En “La razón Populista” Laclau muestra, por un lado, al
populismo como sinónimo de política y, por el otro, afirma que populismo sólo se
puede (re)presentar de modo hegemónico. En este punto los autores se preguntan si de
este modo entonces la única forma de hegemonía posible es la populista. El problema es
la incompatibilidad entre la postulación de que no se puede predecir qué significante
será el privilegiado, y por otra parte afirmar que sólo habrá relación hegemónica cuando
el significante sea “pueblo” (2014: 414). Se pierde aquí la instancia de formalización del
concepto de hegemonía, que intentaba basarse en la idea de contingencia, para adquirir
un carácter de necesariedad. Para los sociólogos, entonces, “el intento de Laclau por
compatibilizar todo su aparato teórico con sus ideas sobre el populismo terminó por
obturar la capacidad explicativa de la noción de hegemonía que dicha obra había
establecido” (íbid).
Una segunda cuestión que distingue la teorización del último Laclau respecto de sus
escritos sobre populismo en los ’70 se refiere a la introducción de la cuestión del afecto
en relación al liderazgo. En principio, Laclau hace referencia al líder no como una parte
más de un lazo sino como el devenir inevitable de la reducción de lo heterogéneo a un
Uno. Dado lo controvertida de esta afirmación, los autores cuestionan el poco espacio
dedicado al liderazgo en la obra analizada, y se preguntan por la posibilidad de pensar
una identidad populista sin la figura singular de un líder. Estos problemas se agravan si
se considera la cuestión del componente afectivo como inherente a la formación
hegemónica: si, como afirma Laclau, no es posible concebir ninguna clase de populismo
sin el funcionamiento de esta investidura radical, pero a su vez sabemos de antemano
que el objeto de esa investidura es el cuerpo del líder, peligra otra vez la noción de
contingencia.
Por último, la tercera cuestión que los autores intentan rever en el populismo
laclausiano, tiene que ver con la idea del desvalido. Retomando la crítica realizada a
preestablecer al pueblo como significante privilegiado, se preguntan además si Laclau
no asimila “pueblo” a una franja delimitable de la pirámide socioeconómica. En tanto
sus ejemplos refieren siempre a lo popular como aquello definible en la franja más baja
de la pirámide socioeconómica, cabe, al menos, la duda de si en el fondo toda su teoría
del populismo no está sostenida en el lugar esencial del desvalido socialmente definible.
Los autores concluyen, a partir de estas revisiones, que en el último Laclau hay un
alejamiento de los contenidos republicanos pluralistas y un “énfasis democrático y
homogeneizador” que abandona la identificación entre iguales para asumir las formas
de reducción a la unidad en sintonía con el principio de representación schmittiano
(2014: 423).
Por otra parte, la teoría del afecto ocupa el lugar de una proyección horizontal de un
lazo vertical de identificación con el líder como representación de una comunidad
definida negativamente, esto es, de una comunidad en la exclusión.
En base a estas últimas consideraciones es que nos gustaría rescatar al “primer Laclau”,
al que junto a Mouffe construyó en Hegemonía y Estrategia Socialista una alternativa al
determinismo marxista, oponiéndose a cualquier tipo de efecto totalizador (y totalitario)
de lo político; que admite el antagonismo como constitutivo de las identidades, pero que
a diferencia (y en contra) de Schmitt logra hacerlo compatible con el pluralismo al
interior de una comunidad democrática.
Para concluir, finalmente cabe señalar que las interpretaciones acerca de una supuesta
homogeneidad del pueblo también están presentes en el ideario liberal. En “Los
derechos de los otros”, texto que aborda la problemática de los derechos de refugiados y
extranjeros, Seyla Benhabib afirma que éste es un argumento común en las democracias
liberales para justificar el cierre de fronteras y evitar el ingreso de inmigrantes y
refugiados, ilusión en la que caen incluso John Rawls y Michael Walzer (2005: 126).
Para la autora las identidades colectivas se han forjado en base a conflictos sociales y
políticos, y el liberalismo falla en tanto omite la diversidad de ethos que conviven al
interior de un demos.

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