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«SED MISERICORDIOSOS COMO VUESTRO PADRE ES


MISERICORDIOSO» (Lc 6,36)
Dios es misericordia

El papa Francisco pasará a la historia por muchas cosas, pero, entre todas, opino
que será llamado para siempre “el papa de la misericordia”. El 8 de diciembre
de 2015 se abrió esa “puerta de la misericordia” (cf. MV, 3) en un Jubileo ines-
perado, seductor y provocador, anticipado no solo por su Bula “Misericordiae
vultus”, del 11 de abril de 2015, sino sobre todo, por lo que se ha convertido en
una tradición papal en Francisco: sus palabras y fundamentalmente sus gestos
y sus iniciativas empapadas de misericordia. Un “papa de la misericordia”, o
mejor, un “papa misericordioso”. ¡Como Dios!

Dios es misericordia

Es sabido que desde que los seres humanos poblamos este planeta nos hemos
afanado por “definir” a Dios. No solo la Biblia está llena de esos intentos
fallidos, también la teología, la literatura, la filosofía, todas las religiones,
incluso el silencio buscador o indiferente de quienes prefieren no buscar nombre
a alguien que ni existe ni les interesa. De Dios es mejor decir lo que no es que
lo que es, decía más o menos Santo Tomás de Aquino. Y con él muchos más.
Pero es cierto que según concibamos a Dios, según “le nombremos”, según “le
definamos” en nuestra vida, ésta será una vida auténticamente cristiana o una
vida cristiana adulterada, errática o descafeinada. No es inocente nombrar a
Dios, es decir, experimentarlo, concebirlo, vivirlo, de un modo u otro. La
retahíla de imágenes sobre Dios es más significativa y decisiva de lo que a veces
pensamos. Porque como “sea” Dios para mí, intentaré yo “ser” para Él y ante
Él. Mi icono de Dios es el icono de mi modo de vivir mi vida cristiana. Lo que
“sea” Dios para mí, seré yo para los demás. Por eso “el nombre” es tan
importante en el caldo de cultivo bíblico. Y por eso el proceso constante de mi
purificación del nombre de Dios es clave en mi vida cristiana, es decir, en mi
modo de entender y vivir la vida. El Padre es “rico en misericordia” (Ef 2,4).

La misericordia se nos resiste

La misericordia, empero, se nos resiste “porque es Dios”, y nuestro código


genético se defiende de asumir un Dios “así”, un Dios bueno. “¿Por qué me
llamas bueno?, solo Dios es bueno”, rectificaba Jesús al joven del camino, dicen
que rico. “Ser como Dios”, o “vivir como Dios”, o “estar como Dios”, en el
argot popular, no siempre exento de maledicencia y falta de respeto, fue el
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anzuelo con el cebo envenenado que lanzó el Maligno a “nuestros primeros


padres”, es decir, a lo más vertebral e íntimo de los seres humanos: “seréis como
dioses”. Sí, todos queremos ser Dios, vivir como Dios, descifrar a Dios para
manipularlo y ponerlo a nuestro servicio. El pecado adámico es más que un
símbolo bíblico, es un descubrimiento vergonzante del corazón insatisfecho de
los humanos. Pero junto a esa “necesidad genética”, antropológica, de ser como
Dios, enseguida nos tropezamos con la terca realidad de que no lo somos. Es
entonces cuando disfrazamos a Dios con el disfraz de nuestras ansias,
posiblemente legítimas, pero siempre frustrantes y decepcionantes: le llamamos
omnipotente porque nos gustaría poseer todo su poder; le llamamos omnisciente
porque nos gustaría poseer toda la ciencia y la sabiduría necesarias para dominar
al otro; le llamamos inconmensurable, infinito, aseidad pura, porque tenemos
“sed genética” de poseer y disfrutar esos y todos los atributos con los que
intentamos descifrarlo, es decir, ponerlo a nuestro servicio. A Él, y al resto de
los seres humanos. Pero la bondad es otra cosa, huele a debilidad, a fragilidad,
se nos antoja que nos vuelve tontos, permisivos, a veces “a-legales” (“la
misericordia se ríe del juicio”, dice Santiago), y hasta puede poner en solfa el
“orden establecido” y sumirnos en el caos, el terrible caos que nos amenaza
cuando la misericordia compite contra la Ley, o la supera, o la pone entre
paréntesis, o en entredicho, o en sospecha, o en abierta de-sobediencia
(“Maestro, la Ley de Moisés nos manda lapidar a esta mujer sorprendida en
flagrante adulterio… ¿tú que opinas?”) . Pero la gracia supera siempre la Ley,
nos recuerda Pablo, para quien la Ley es un simple “pedagogo” al servicio de
las personas.

El hombre y la mujer del Antiguo Testamento tardaron siglos en descubrir, o en


aceptar, o en convencerse, de que Dios es amor, de que es “lento a la ira y rico
en piedad y misericordia”. Se resistían a “tener” un Dios que pudiera parecer
débil, frágil, bobalicón, condescendiente, complaciente. La Ley era más segura,
estaba fijada, escrita en las Tablas, no admitía dudas ni reservas… ¡Dios sí! Se
les escabullía entre los dedos cuando lo atisbaban “bueno”. Por eso dice el
filósofo José Antonio Marina que “Dios tardó milenios en hacerse bueno”. O
sea, la gente tardó milenios en “ponerle a Dios el Nombre que Él siempre tuvo”,
el Nombre por el que creó ex amore, más que ex nihilo, el Nombre “sobre todo
Nombre”: Misericordia. Dios se llama misericordia. Pero prefirieron llamarle
con otros atributos –también ciertos, pero insuficientes, alicortos, parciales, y
hasta tendenciosos–. Hubo un largo proceso para transitar, en el Antiguo
Testamento, de un Dios omnipotente cargado, por tanto, de poder, seguridad y
dominio, al frágil Dios del amor, como lo “definió”, esta vez sí y mejor que
nadie, San Juan en sus Cartas. El Dios omnipotente se fue convirtiendo en el
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Dios impotente, pero no sin dificultades, escaramuzas y mucho tiempo de


reflexión, y supongo que de oración, y sobre todo, tras mucho “trabajo” del
Espíritu Santo que siempre revoloteaba en Palestina aunque todavía no lo
tuvieran tan claro. Francisco nos recuerda unas palabras de Santo Tomás de
Aquino: “Es propio de Dios usar misericordia y especialmente en esto se
manifiesta su omnipotencia” (MV, 6). El Jesús “kenótico”, del insuperable
himno cristológico de Pablo a los Filipenses, tardó mucho en asimilarse
plenamente. Y, aún hoy, nos cuesta asumirlo: preferiríamos un Jesús siempre
triunfante.

¿Por qué Dios es bueno (misericordioso)?

Hace unos años, un filósofo inglés, Christopher Hitchens, escribió un libro con
un título blasfemo: “Dios no es bueno” (2008), aunque el contenido no se
corresponda del todo con el título. Pero es un título devastador. ¿Se puede
“decir” algo peor de Dios? Se trata de una blas-femia (literalmente, “hablar mal
de alguien, o de Dios) más contundente que las que oímos frecuentemente en
bares, tabernas o tertulias de amiguetes. Pero, aunque escandalosa, si lo
pensamos bien, es la contrapartida de algo muy frecuente entre los cristianos:
no estamos tan convencidos de que Dios sea bueno, de que sea misericordioso.
Es el “abc” de nuestra fe, del Catecismo, pero no acaba de convencernos, tal
vez porque sabemos que somos nosotros “los que no somos buenos”; o, tal vez,
porque la bondad, la misericordia, se nos antojan excesivamente arduas,
difíciles, imposibles, casi surrealistas. Tampoco acabamos de creernos que Dios
nos ama. En este caso, quizás, porque no nos amamos lo suficientemente a
nosotros mismos, o tenemos dudas de que alguien pueda amarnos, o no estamos
tan seguros de que efectivamente amemos a alguien. Si Dios no es bueno, si
Dios no nos ama, entonces tiene razón el filósofo ateo Hitchens. Pero Dios, tan
insólitamente como siempre, se nos ha revelado como un Dios cargado de
bondad. No sé por qué. Intuyo que se debe a que Dios “sabe” que solo el amor,
la misericordia, la consolación, la compasión, pueden salvar al ser humano.
“Salvar” quiere decir legitimar, dar sentido, justificar la existencia, ser felices,
realizarnos, vivir con armonía, con paz moderada, con alegría contenida en
medio de los rasguños y heridas de la vida; la mía, la de los demás, la del
Universo entero. Seguramente por eso Dios tiene fe en el amor. (“Solo el amor
es digno de fe”, nos recuerda Von Balthasar). Dios apostó por el amor porque
“Dios es amor” (1 Jn 4,8.16), porque Dios “solo puede, solo sabe, solo quiere
amar”, nos dice ahora Torres Queiruga. Dios es un creyente en el amor; Dios
tiene fe en la misericordia. “Eterna es su misericordia” (Sal136).
“Misericordiosos como el Padre es el ‘lema’ del Año Santo” (MV 14).
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Pero la misericordia es ardua…

“No es fácil” la misericordia, porque es troncal; es el tronco añoso de nuestra


fe, la columna vertebral, la piedra angular, la clave de bóveda. Lo demás son
las ramas, el follaje, fáciles de manipular, de moldear, de podar incluso. El
tronco de nuestra fe es tan robusto como el mismo Dios y su Hijo Jesucristo,
por eso “se nos resiste” la misericordia: no podemos arrancarla, ni trastocarla,
ni manipularla, como hacemos con las leyes y las costumbres, con las ideas y
hasta con los dogmas susceptibles de verterse en formulaciones culturales
nuevas o en lenguajes más asequibles a la gente de hoy. La misericordia, tronco
robusto de nuestra vida y nuestra fe, nos atrae pero nos supera, nos encandila
pero nos pone en jaque, la predicamos pero somos reacios a ponerla en práctica.
La misericordia es incómoda, ingrata, sacudidora. Y es así porque no es
negociable, no es opcional, no es aleatoria, no es una “ocurrencia” del papa
Francisco, ni un nombre más que poner a Dios para tenerlo de nuestra parte. La
misericordia es sí o sí. No admite cambalaches, contubernios, pactos o
descafeinamientos; la misericordia no es fruto de un momento cultural histórico
concreto: no es de nuestro siglo, pero tampoco lo fue de los largos siglos
veterotestamentarios, ni es fruto de los grandes concilios del primer milenio, ni
de Trento, ni del Vaticano II. No es de izquierdas o de derechas; no es de
progresistas o conservadores. La misericordia no puede matizarse, sutilizarse,
no pueden disminuirse sus decibelios ni quitarle peso ni densidad. Porque la
misericordia es densa, definitiva, y por eso es ardua, compleja, difícil.

Solo desde Dios podemos “alcanzar misericordia” y, sobre todo, “ser


misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36). Pero no por
eso la misericordia, es decir, el tener un corazón apegado y contagiado con la
miseria del otro, es posible. Porque ésa es, todos lo sabemos, la etimología de
misericordia: tener el corazón, centro de la persona humana, vinculado y
adherido a quien vive la miseria o se siente miserable, a quien se quedó
petrificado en las cunetas de la vida, o ni siquiera tuvo opción de “salir al camino
de la vida” como el ciego de Jericó; es la com-pasión, vivir el “pathos” del otro,
abducir al otro para sanarlo sanándome yo; curar sus heridas mientras me dejo
curar mis rozaduras por él. Una especie de sim-biosis desde el amor y por el
amor. A Jesús “se le revolvían las entrañas” (misericordia y compasión) ante el
desgarro del hermano sufriente. Esa sería la mejor traducción del verbo griego
utilizado por los evangelistas. Quien tiene misericordia percibe que “se le
revuelven las entrañas” ante la injusticia, la desigualdad, las muertes
prematuras, violentas o innecesarias; quien es misericordioso se rebela ante el
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odio, el egoísmo, la avaricia, el abuso, la explotación… de uno mismo, y del


mundo tocado por el misterio del Mal que siempre padeceremos. Quien es
misericordioso lucha, no permanece neutral, inerme, pasivo, indiferente,
espectador, ante la usurpación de la dignidad de tantos seres humanos. Pero esto
es peligroso, arriesgado, a veces malvisto. Por eso decimos que la misericordia
es ardua… Porque la con-versión que nos lleva a ella se transforma en sub-
versión, y, en ocasiones, nos lleva a ser contra-culturales: nos precipita de la
conversión a la subversión justa en defensa de la dignidad de los hijos de Dios.
En otras palabras, la misericordia es “cosa de conversión”. Convertirse a Dios
es convertirse a su misericordia, porque Dios –ya lo hemos dicho– es
misericordia.

Siempre, la conversión

En otras palabras, la misericordia es “cosa de conversión”. Convertirse a Dios


es convertirse a su misericordia, porque Dios es misericordia. Pero la
conversión no es, ni solo ni principalmente, cosa mía. Todos lo sabemos: la
conversión no es solo para cuaresma, o quizás para adviento; es un proceso
gradual, de subi-baja, con meandros constantes, con alegrías y tristezas, con
fidelidades e infidelidades, con etapas y temporadas frías, tibias o cálidas.
Supone mi apertura interior a la obra de Dios. Porque es, también, o tal vez,
sobre todo, “cosa de Dios”. Dios nos con-vierte, nos re-vierte hacia Él, si
nosotros lo dejamos. Dios es elegante: siempre respeta nuestras opciones,
nuestra libertad responsable, incluso nuestro pecado. Pero siempre está a la
espera, y siempre nos invita a salir de la di-versión, de la di-vergencia, para
transitar libremente hacia la con-versión, hacia la con-vergencia. Así lo
explicaba Pascal, más o menos. Dios nos invita a ir al centro, al mismísimo
centro del que nos habla San Juan de la Cruz. Nos estimula a no estar des-
centrados, sino con-centrados, es decir, centrados en Él sin dejar de estar
centrados en nosotros mismos; o, tal vez mejor: centrados en nosotros mismos
para poder estar centrados en Él. Porque es Dios quien invita a la conversión y
ofrece conversión. Convertirse a Dios es un poco convertirse en Dios (la
inevitable ansia humana de la que hablábamos antes). Pero sin dejar de ser
nosotros mismos, y sin dejar que Dios sea Dios. No hay confusión ni co-fusión
posible: Dios es Dios y yo no puedo (ni quiero) dejar de ser yo. Pero convertirse
a Dios es convertirse a la misericordia porque no puede ser de otro modo. Por
eso solo desde Dios se puede ser misericordioso “como es Dios”. Él nos llama
a la misericordia cuando nos invita a la conversión, es decir, a parecernos a Él,
“a ser como dioses”, que decía la astuta serpiente del Génesis. ¡Bien sabía ella
lo que estaba diciendo!
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La misericordia tiene detractores

Ya hemos dicho algo de esto antes: nos resistimos a ser misericordiosos porque
eso nos enfrenta con nosotros mismos y nuestra vida es, a veces, gris, o cómoda,
o encastillada en la fortaleza eclesial. Y es en la Iglesia, como comunidad o
como jerarquía, donde constatamos esta animadversión de repulsa a la
misericordia. Al menos, en este momento, y a nosotros, nos interesa reflexionar
(y orar) por esa flagrante contradicción de sentirnos y confesarnos cristianos y,
a la vez, reacios y hasta hostiles con la misericordia. (Los lamentables rechazos
al papa Francisco en este sentido, avalan lo que venimos diciendo). Entonces
buscamos subterfugios que justifiquen en aparente racionalidad nuestras
actitudes contra la misericordia. El refranero castellano –que ya es viejo pero
sigue siendo sabio– nos recuerda estas actitudes tan viscerales como atávicas:
“por la caridad entra la peste”, “la caridad empieza por uno mismo”, “que cada
santo aguante su vela”, “del tronco caído todos hacen leña”…. o, más
recientemente: “no me cuentes tu vida” ¡y alguno más! Cuando pretendemos
racionalizar la misericordia la secamos; es como tratar de explicar
intelectualmente el amor, o intentar fijar cánones de belleza. ¡Se destruye el
amor y se aniquila el arte! La misericordia no admite racionalizaciones, ya lo
decíamos antes. Pero es verdad que tiene “su razón de ser”. Su razón de ser es,
simplemente, teologal: parte del mismo ser de Dios y nos resbala a lo más
íntimo de nuestro ser de humanos y de cristianos. ¿Cómo podemos, pues,
argumentar-nos contra la misericordia? ¿Cómo es posible que pongamos trabas
y palos en las ruedas de la misericordia? ¿Por qué son más fuertes las leyes y lo
“politica o eclesiásticamente correcto” que la misericordia entrañable? O, más
fácil: ¿Por qué, en ocasiones, somos tan rígidos, tan intransigentes, tan duros e
inflexibles, tan apegados a “lo que hay que hacer” por encima de “lo que hay
que ser”? ¿Por qué nos cuesta tanto “ser misericordiosos como vuestro Padre
celestial es misericordioso”? Posiblemente porque quienes más necesitados
están de misericordia suelen ser incómodos, distintos, molestos, interpelantes.
Los pobres siempre son incómodos.
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Jesús lo sabía

Jesús de Nazaret sabía que Dios es la quintaesencia del amor, que ésa era su
“definición”, que no podía entendérsele de otra manera, que lo demás (ideas,
dogmas, normas, teologías, preceptos, etc.) pueden ser mediaciones,
instrumentos, herramientas, andaderas, pedagogos, muletas, que pueden ser
útiles (o no), pero que “al atardecer de la vida te preguntarán por el amor” (Juan
de la Cruz). Más: al atardecer de nuestra vida nos preguntaremos si hemos
intentado amar o nos hemos quedado en la hojarasca de las religiones, en los
maquillajes que vienen en nuestro auxilio, o en las máscaras que hemos puesto
a Dios para poder escondernos también nosotros de la vocación al amor, nuestra
única asignatura siempre pendiente. Jesús lo sabía. Jesús entendió a Dios como
nadie, por eso nos reveló al Dios en quien había puesto su confianza. Ese Dios,
y solo ese Dios, es el Dios que “existe”. Lo demás son ídolos, diosecillos de
supermercado, pretextos religiosos para atemperar nuestros miedos, nuestras
fantasías, nuestras insuficiencias, nuestros fracasos, nuestras faltas de
autoestima, nuestra fragilidad inconmensurable. Si los vericuetos de la(s)
religión(es) asfixian al Dios del amor que vivió y nos mostró Jesús, terminan
convirtiéndose en mordazas, en artilugios bien engrasados, en sutiles
mecanismos de defensa y supervivencia, y, a la postre, en auténticas engañifas
que frustran el mismo proyecto de Dios. Jesús es nuestra única referencia, el
inabarcable, decía Rahner, el determinante, lo llama Hans Küng. Por eso
siempre hay que volver a Jesús, como nos invita Pagola. Porque Jesús, reflejo e
Hijo del Padre, es misericordioso como Dios. “Tan humano, tan humano…. solo
podía ser Dios”, nos recuerda ahora Jon Sobrino.

Volver a Jesús, desde nuestra comunidad…

La misericordia no se vive en solitario, como ocurre con todo en nuestra vida


cristiana. La misericordia se contempla, se ora, se ejercita y se transmite, en el
seno de la comunidad. El rostro de la comunidad debe ser un rostro
misericordioso. Nuestras comunidades deben ser cada vez “más parecidas a
Jesús”, estar más en consonancia con el Evangelio. No podemos continuar
siendo grupos elitistas, o grupos cerrados, o tener sentimientos puristas, de
gente privilegiada y moralmente intachable. Nuestras comunidades deben
percibirse y experimentarse pecadoras, para desde esa experiencia sincera y
realista, emprender caminos de misericordia con los demás, con la gente que
aún se confiesa cristiana, aunque sea de una manera puramente formal y
sociológica, y con la gente que abiertamente ha abdicado de la fe cristiana. Sin
olvidar a tantos jóvenes que siguen buscando, sin saber muy bien qué o a quién:
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“los humanos somos enfermos crónicos de sentido” decía Mardones. O a


quienes, sencillamente, no sienten necesidad de buscar o han renunciado a
hacerlo, pero tampoco están cerrados a “nuevos caminos de trascendencia”, a
“nuevas reformulaciones de la fe” (Martín Velasco).

Una comunidad que acoge sin preguntar nada, que recibe sin pedir nada a
cambio, que tiene abiertas las puertas físicas y humanas de los templos. Una
comunidad que ha superado el supermercado burocrático de los papeles,
partidas, autorizaciones y exigencias sin contenido, porque distingue lo central
e irrenunciable de la fe, de lo que es accesorio o histórico. Una comunidad que
no es intransigente, que no es dura ni rígida, sin caer o deambular en el limbo
del “todo vale” o “todo está permitido”. Una comunidad que muestre el
verdadero rostro de Dios desde el verdadero rostro del Evangelio del Hijo. Solo
así, con la fuerza y el aliento del Espíritu, seremos comunidades misioneras
centradas “en y desde” la misericordia. “La Iglesia tiene la misión de anunciar
la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio, que por su medio
debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona” (MV, 12).

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