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El papa Francisco pasará a la historia por muchas cosas, pero, entre todas, opino
que será llamado para siempre “el papa de la misericordia”. El 8 de diciembre
de 2015 se abrió esa “puerta de la misericordia” (cf. MV, 3) en un Jubileo ines-
perado, seductor y provocador, anticipado no solo por su Bula “Misericordiae
vultus”, del 11 de abril de 2015, sino sobre todo, por lo que se ha convertido en
una tradición papal en Francisco: sus palabras y fundamentalmente sus gestos
y sus iniciativas empapadas de misericordia. Un “papa de la misericordia”, o
mejor, un “papa misericordioso”. ¡Como Dios!
Dios es misericordia
Es sabido que desde que los seres humanos poblamos este planeta nos hemos
afanado por “definir” a Dios. No solo la Biblia está llena de esos intentos
fallidos, también la teología, la literatura, la filosofía, todas las religiones,
incluso el silencio buscador o indiferente de quienes prefieren no buscar nombre
a alguien que ni existe ni les interesa. De Dios es mejor decir lo que no es que
lo que es, decía más o menos Santo Tomás de Aquino. Y con él muchos más.
Pero es cierto que según concibamos a Dios, según “le nombremos”, según “le
definamos” en nuestra vida, ésta será una vida auténticamente cristiana o una
vida cristiana adulterada, errática o descafeinada. No es inocente nombrar a
Dios, es decir, experimentarlo, concebirlo, vivirlo, de un modo u otro. La
retahíla de imágenes sobre Dios es más significativa y decisiva de lo que a veces
pensamos. Porque como “sea” Dios para mí, intentaré yo “ser” para Él y ante
Él. Mi icono de Dios es el icono de mi modo de vivir mi vida cristiana. Lo que
“sea” Dios para mí, seré yo para los demás. Por eso “el nombre” es tan
importante en el caldo de cultivo bíblico. Y por eso el proceso constante de mi
purificación del nombre de Dios es clave en mi vida cristiana, es decir, en mi
modo de entender y vivir la vida. El Padre es “rico en misericordia” (Ef 2,4).
Hace unos años, un filósofo inglés, Christopher Hitchens, escribió un libro con
un título blasfemo: “Dios no es bueno” (2008), aunque el contenido no se
corresponda del todo con el título. Pero es un título devastador. ¿Se puede
“decir” algo peor de Dios? Se trata de una blas-femia (literalmente, “hablar mal
de alguien, o de Dios) más contundente que las que oímos frecuentemente en
bares, tabernas o tertulias de amiguetes. Pero, aunque escandalosa, si lo
pensamos bien, es la contrapartida de algo muy frecuente entre los cristianos:
no estamos tan convencidos de que Dios sea bueno, de que sea misericordioso.
Es el “abc” de nuestra fe, del Catecismo, pero no acaba de convencernos, tal
vez porque sabemos que somos nosotros “los que no somos buenos”; o, tal vez,
porque la bondad, la misericordia, se nos antojan excesivamente arduas,
difíciles, imposibles, casi surrealistas. Tampoco acabamos de creernos que Dios
nos ama. En este caso, quizás, porque no nos amamos lo suficientemente a
nosotros mismos, o tenemos dudas de que alguien pueda amarnos, o no estamos
tan seguros de que efectivamente amemos a alguien. Si Dios no es bueno, si
Dios no nos ama, entonces tiene razón el filósofo ateo Hitchens. Pero Dios, tan
insólitamente como siempre, se nos ha revelado como un Dios cargado de
bondad. No sé por qué. Intuyo que se debe a que Dios “sabe” que solo el amor,
la misericordia, la consolación, la compasión, pueden salvar al ser humano.
“Salvar” quiere decir legitimar, dar sentido, justificar la existencia, ser felices,
realizarnos, vivir con armonía, con paz moderada, con alegría contenida en
medio de los rasguños y heridas de la vida; la mía, la de los demás, la del
Universo entero. Seguramente por eso Dios tiene fe en el amor. (“Solo el amor
es digno de fe”, nos recuerda Von Balthasar). Dios apostó por el amor porque
“Dios es amor” (1 Jn 4,8.16), porque Dios “solo puede, solo sabe, solo quiere
amar”, nos dice ahora Torres Queiruga. Dios es un creyente en el amor; Dios
tiene fe en la misericordia. “Eterna es su misericordia” (Sal136).
“Misericordiosos como el Padre es el ‘lema’ del Año Santo” (MV 14).
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Siempre, la conversión
Ya hemos dicho algo de esto antes: nos resistimos a ser misericordiosos porque
eso nos enfrenta con nosotros mismos y nuestra vida es, a veces, gris, o cómoda,
o encastillada en la fortaleza eclesial. Y es en la Iglesia, como comunidad o
como jerarquía, donde constatamos esta animadversión de repulsa a la
misericordia. Al menos, en este momento, y a nosotros, nos interesa reflexionar
(y orar) por esa flagrante contradicción de sentirnos y confesarnos cristianos y,
a la vez, reacios y hasta hostiles con la misericordia. (Los lamentables rechazos
al papa Francisco en este sentido, avalan lo que venimos diciendo). Entonces
buscamos subterfugios que justifiquen en aparente racionalidad nuestras
actitudes contra la misericordia. El refranero castellano –que ya es viejo pero
sigue siendo sabio– nos recuerda estas actitudes tan viscerales como atávicas:
“por la caridad entra la peste”, “la caridad empieza por uno mismo”, “que cada
santo aguante su vela”, “del tronco caído todos hacen leña”…. o, más
recientemente: “no me cuentes tu vida” ¡y alguno más! Cuando pretendemos
racionalizar la misericordia la secamos; es como tratar de explicar
intelectualmente el amor, o intentar fijar cánones de belleza. ¡Se destruye el
amor y se aniquila el arte! La misericordia no admite racionalizaciones, ya lo
decíamos antes. Pero es verdad que tiene “su razón de ser”. Su razón de ser es,
simplemente, teologal: parte del mismo ser de Dios y nos resbala a lo más
íntimo de nuestro ser de humanos y de cristianos. ¿Cómo podemos, pues,
argumentar-nos contra la misericordia? ¿Cómo es posible que pongamos trabas
y palos en las ruedas de la misericordia? ¿Por qué son más fuertes las leyes y lo
“politica o eclesiásticamente correcto” que la misericordia entrañable? O, más
fácil: ¿Por qué, en ocasiones, somos tan rígidos, tan intransigentes, tan duros e
inflexibles, tan apegados a “lo que hay que hacer” por encima de “lo que hay
que ser”? ¿Por qué nos cuesta tanto “ser misericordiosos como vuestro Padre
celestial es misericordioso”? Posiblemente porque quienes más necesitados
están de misericordia suelen ser incómodos, distintos, molestos, interpelantes.
Los pobres siempre son incómodos.
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Jesús lo sabía
Jesús de Nazaret sabía que Dios es la quintaesencia del amor, que ésa era su
“definición”, que no podía entendérsele de otra manera, que lo demás (ideas,
dogmas, normas, teologías, preceptos, etc.) pueden ser mediaciones,
instrumentos, herramientas, andaderas, pedagogos, muletas, que pueden ser
útiles (o no), pero que “al atardecer de la vida te preguntarán por el amor” (Juan
de la Cruz). Más: al atardecer de nuestra vida nos preguntaremos si hemos
intentado amar o nos hemos quedado en la hojarasca de las religiones, en los
maquillajes que vienen en nuestro auxilio, o en las máscaras que hemos puesto
a Dios para poder escondernos también nosotros de la vocación al amor, nuestra
única asignatura siempre pendiente. Jesús lo sabía. Jesús entendió a Dios como
nadie, por eso nos reveló al Dios en quien había puesto su confianza. Ese Dios,
y solo ese Dios, es el Dios que “existe”. Lo demás son ídolos, diosecillos de
supermercado, pretextos religiosos para atemperar nuestros miedos, nuestras
fantasías, nuestras insuficiencias, nuestros fracasos, nuestras faltas de
autoestima, nuestra fragilidad inconmensurable. Si los vericuetos de la(s)
religión(es) asfixian al Dios del amor que vivió y nos mostró Jesús, terminan
convirtiéndose en mordazas, en artilugios bien engrasados, en sutiles
mecanismos de defensa y supervivencia, y, a la postre, en auténticas engañifas
que frustran el mismo proyecto de Dios. Jesús es nuestra única referencia, el
inabarcable, decía Rahner, el determinante, lo llama Hans Küng. Por eso
siempre hay que volver a Jesús, como nos invita Pagola. Porque Jesús, reflejo e
Hijo del Padre, es misericordioso como Dios. “Tan humano, tan humano…. solo
podía ser Dios”, nos recuerda ahora Jon Sobrino.
Una comunidad que acoge sin preguntar nada, que recibe sin pedir nada a
cambio, que tiene abiertas las puertas físicas y humanas de los templos. Una
comunidad que ha superado el supermercado burocrático de los papeles,
partidas, autorizaciones y exigencias sin contenido, porque distingue lo central
e irrenunciable de la fe, de lo que es accesorio o histórico. Una comunidad que
no es intransigente, que no es dura ni rígida, sin caer o deambular en el limbo
del “todo vale” o “todo está permitido”. Una comunidad que muestre el
verdadero rostro de Dios desde el verdadero rostro del Evangelio del Hijo. Solo
así, con la fuerza y el aliento del Espíritu, seremos comunidades misioneras
centradas “en y desde” la misericordia. “La Iglesia tiene la misión de anunciar
la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio, que por su medio
debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona” (MV, 12).