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56 Copias

Materia: Estética
Cátedra: Schwarzböck
Carrera: Filosofía
Teórico: N° 13 – Miérc. 8 de noviembre de 2017
Profesora: Silvia Schwarzböck
Tema: Unidad IV: La crítica radical a la estética. De Nietzsche a Derrida. 1. La estética como metafísica de la
subjetividad. Nietzsche y la crítica al juicio estético como “arte de espectadores”. La crítica a la estética
wagneriana como crítica cultural.

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Para pensar la relación entre estética y crítica cultural en los términos de la Unidad IV (los de la crítica
radical a la estética, de Nietzsche a Derrida), propongo partir de una cita de Susan Sontag:

En determinados contextos culturales, la interpretación es un acto liberador; es un medio de revisar, de


transvaluar, de evadir el pasado muerto. En otros contextos culturales, es reaccionaria, impertinente, cobarde,
asfixiante. [Sontag, Susan, Contra la interpretación, trad, H. Vázquez Rial, Buenos Aires, Alfaguara, 1996, pp.
30-31]

Lo que Sontag dice de la interpretación podrían suscribirlo los críticos radicales de de la estética
(sobre todo Nietzsche y Heidegger, mucho más que Derrida): el arte no necesita de la estética. Es más:
cuando existe el gran arte, no hace falta la pregunta por él. De hecho, la estética nace en un momento en que
no predomina el gran arte sino la centralidad del sujeto. En este sentido, es casi una consecuencia de esta
centralidad del sujeto, un capítulo de su metafísica (de la metafísica del sujeto que inicia Descartes). La
pregunta por la estética que se hacen las filosofías contemporáneas en tanto filosofías postnietzscheanas (es
decir, en tanto filosofías que se hacen cargo de las consecuencias de la muerte de Dios en los términos en que
la plantea Nietzsche), es cómo hacer que la estética se descentre respecto del sujeto. ¿Cómo podría la estética
dar un giro hacia lo otro del sujeto? Y a esta pregunta le sigue esta otra: ¿qué es lo otro del sujeto, aquello a
partir de lo cual, sin pretensiones de convertirlo en fundamento, se podría pensar una filosofía
desubjetivadora o desubjetivante? Qué es lo otro del sujeto en las estéticas materialistas está bien claro: es la
obra de arte, en tanto la obra de arte no es un no-yo, en tanto no es algo puesto por el sujeto en el sentido
idealista. Es decir, en las estéticas materialistas sí sabemos qué es lo otro del sujeto. El descentramiento del

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sujeto, en las estéticas materialistas, consiste en invertir el punto de vista de la reflexión (en buscar la
primacía del objeto) y hacer foco sobre la objetividad de ciertas obras de arte (la obra de arte técnicamente
reproductible, en el caso de Benjamin, cuyo fundamento radica en la política y no en la metafísica, en el
ritual de origen; el lenguaje negativo de la obra de arte moderna, en el caso de Adorno). Para las estéticas
materialistas, la obra de arte es lo sacrificado, en aras del concepto, por las estéticas idealistas. Lo mismo
sostienen, desde una perspectiva no materialista, las estéticas ontológicas (como la de Heidegger) o las
hermenéuticas (como la de Gadamer o la de Ricoeur): el idealismo ata a la estética a la metafísica de la
subjetividad.
No obstante, cuando se publica la edición homenaje del libro Contra la interpretación, en 1996,
Sontag escribe un prólogo llamado “Treinta años después”, donde revé el entusiasmo que la llevó a escribir
aquellos ensayos que abogaban por una “erótica del arte” contra una “hermenéutica del arte”. La suya no es
una revisión a la manera de Nietzsche en la 3ª edición de El nacimiento de la tragedia. Ella no dice “es una
obra juvenil”, sino: el arte que yo consideraba más avanzado en la década del 60 fracasó por su propio éxito:

Lo que yo no comprendía (seguramente no era la persona correcta para comprenderlo) era que la seriedad en sí
se encontraba en las primeras etapas de perder credibilidad en la cultura en su conjunto, y que parte del arte más
transgresor del que yo disfrutaba reforzaría transgresiones frívolas, meramente consumistas. Al cabo de treinta
años, la socavación de los estándares de seriedad es casi completa, con la ascendencia de una cultura cuyos
valores más inteligibles, más persuasivos, se sacan de las industrias del espectáculo. Ahora, la idea misma de lo
serio (y de lo honorable) le parece anticuada, poco realista, a la mayoría de la gente y, cuando se les permite, una
decisión arbitraria de temperamento, probablemente poco sana, también. (p. 17).

“Contra la interpretación”, en cierto modo, anoticiaba a quien lo leyera, con total desparpajo, sobre
por dónde pasaba la contemporaneidad del arte contemporáneo. Porque Sontag no dice que estuvo
equivocada o que le prestó atención al arte incorrecto y que el arte más avanzado del presente, en 1966, era
otro que al que ella le prestaba atención. De hecho, Contra la interpretación es de 1966, es decir, no había
aparecido todavía Teoría estética, cuya publicación póstuma es de 1970. Es más, ni siquiera había muerto
Adorno, cuando Sontag pone la atención, no en Beckett, que estaba ya consagrado, sino en los artistas más
contemporáneos, que no estaban todavía plenamente consagrados. En cierto modo, ella era la que estaba a la
vanguardia del público en ese momento, y estaba presente en aquellos eventos que eran el arte vivo de la
década del sesenta.
Recuerden cuando vimos la estética de Schelling cómo él hacía hincapié en algo que también dice
Hegel: la estética llega cuando el momento del gran arte ya ha pasado y sus obras se han convertido en
tradición. El principio de la muerte del arte es, dicho así, con “carteles de neón”, la razón de ser de la

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estética: cuando algo ha efectivamente sido, se vuelve visible, se vuelve conceptualizable, interpretable. En
cambio mientras está vivo es inasible, difícil de conceptualizar, reacio a la interpretación. Sontag parece
haber estado en los lugares correctos en el momento correcto. Ahora bien, treinta años después, ella no dice:
estaba en los lugares incorrectos. Dice: tal vez yo no era la persona correcta para conceptualizar lo que estaba
sucediendo en el arte contemporáneo mientras estaba sucediendo, y por eso sostuve que no había que
conceptualizar, sino que había que disfrutar. Y lo que sucedió, finalmente, es que la sociedad del espectáculo
dijo: no hay que conceptualizar, hay que disfrutar. Así, las formas más inmediatistas del goce estético se
convirtieron en formas directas de consumo. No es que ella era demasiado joven; no era la persona correcta -
dice ella misma- para advertir eso.
Lo didáctico del ensayo de Sontag, releído por ella misma “treinta años después”, no es que ella diga
que, en 1966, estaba equivocada, sino que se atreva a pensar, autocríticamente, cuál era la posición de quien
trataba de dar cuenta del arte de su respectivo presente -como intentaba ella- cuando este arte estaba vivo y,
por estar vivo, podía prescindir de la interpretación. Ella estaba siendo contemporánea del arte más
contemporáneo, y lo que podía percibir era que no lo podía conceptualizar. Uno podría agregar: si ella no lo
podía conceptualizar, lo que estaba haciendo era ser la receptora perfecta de ese arte, que buscaba,
precisamente, que ningún concepto lo pudiera fijar.
La concepción nietzscheana de que en los momentos de gran arte no es necesaria la estética también
tiene su lugar en la en la destrucción de la historia de la disciplina que hace Heidegger. En su Nietzsche (el
libro que reúne sus seminarios sobre Nietzsche), Heidegger convierte a la ausencia de estética en el primero
de los “seis hechos fundamentales de la historia de la estética”:

El gran arte griego carece de una meditación pensante, conceptual, que le corresponda; meditación que no
tendría que ser, si la hubiera habido, sinónimo de estética. Los griegos, felizmente, no tenían vivencias
[Erlebnise]. Pero sí un saber tan claro y una pasión por él tal que no necesitaban estética alguna. [Heidegger,
Martin, “Los seis hechos fundamentales de la historia de la estética”, en: Nietzsche, trad. J. L. Vermal,
Barcelona, Destino, 2000, p. 84]

Hubo un momento en la cultura griega, para Heidegger, en que verdaderamente la estética no fue
necesaria. Podemos decir: la pregunta por el arte –de haberla habido- no habría estado guiada por una
metafísica de la que habría quedado presa. Cuando aparece la estética es porque ha decaído el gran arte. Lo
mismo dicen Sontag, Schelling y Hegel. Se empieza a reflexionar sobre -y se formula la pregunta por- el arte
cuando el gran arte es “cosa del pasado”, o cuando una cultura tiene la sensación de que el gran arte ya “ha
sido”, independientemente de si, objetivamente, ha decaído o no; en todo caso, quienes se hacen la pregunta
se la hacen a partir de un diagnóstico de una caída del gran arte.

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Pensada desde Nietzsche, la crítica radical a la estética puede entenderse en tres sentidos: como una
crítica a la estética en tanto metafísica de la subjetividad; como una crítica del juicio estético en tanto arte de
espectadores; y como crítica al romanticismo, entendido éste como la subsunción del arte a criterios
filosóficos previos. Estos tres sentidos son los que sigue la Ficha de cátedra de Paula Fleisner, publicada por
OPFYL (Nietzsche y la modernidad estética. Selección de textos de la década de 1880, parte I y parte II).
Para entender de qué manera la historia de la estética está atada a la historia de la metafísica –o, más
estrictamente, cómo la estética es un disfraz (posible) de la metafísica- comenzamos por el análisis de un
fragmento de 1885, que está publicado en la página 8 de la parte I de la Ficha:

Lo que más fundamentalmente me separa de los metafísicos es esto: no les concedo que sea el «yo» (Ich) el que
piensa. Tomo más bien al yo mismo como una construcción del pensar, construcción del mismo rango que
«materia», «cosa», «sustancia», «individuo», «finalidad», «número»: sólo como ficción reguladora (regulative
Fiktion) gracias a la cual se introduce y se imagina una especie de constancia, y por tanto de «cognoscibilidad»
en un mundo del devenir. La creencia en la gramática, en el sujeto lingüístico, en el objeto, en los verbos, ha
mantenido hasta ahora a los metafísicos bajo el yugo: yo enseño que es preciso renunciar a esa creencia. El
pensar es el que pone el yo, pero hasta el presente se creía “como el pueblo”, que en el «yo pienso» hay algo de
inmediatamente conocido, y que este «yo» es la causa del pensar, según cuya analogía nosotros entendemos todas
las otras nociones de causalidad. El hecho de que ahora esta ficción sea habitual e indispensable, no prueba en
modo alguno que no sea algo imaginado: algo puede ser condición para la vida y sin embargo ser falso [F.
Nietzsche, NF 1885, 35 [35], KSA 11, p. 526].

Aquí tenemos la noción de yo, ich, como regulative Fiktion. No se trata del yo inmediato del yo pienso
cartesiano, el yo que piensa y que remite todo lo pensado a él, sino de una ficción reguladora, de una ficción útil
para la vida. Lo que separa a Nietzsche de los metafísicos es este concepto de yo, entendido como el yo que
piensa. En lugar de pensar al yo como lo que construye el pensar, como el punto fontanal del pensar, lo que
Nietzsche propone es invertir la relación entre el pensamiento y el yo: el yo es una construcción, de la misma
manera que son construcciones del pensar la materia, la cosa, la sustancia, el individuo, la finalidad, el número:
todas estas nociones tienen un carácter de ficción reguladora. Antes que ser falsedades innecesarias, son no
verdades necesarias, no verdades útiles. Entonces, para poder salir del yo, primero hay que entender cómo se lo
construye, hasta qué punto la gramática misma es la que lo construye. Cuando en La trascendencia del ego
Sartre hace una lectura del ego cartesiano para diferenciar el cogito que él propone del cogito cartesiano, dice
que ese yo del yo pienso es, precisamente, un sujeto de la gramática, el sujeto que nunca falta en la oración
(aunque en la lengua castellana, a diferencia de otras lenguas, el sujeto de la oración puede ser un “sujeto
tácito”). No hay oración que pueda elidir el sujeto: el sujeto entonces, como sujeto de la gramática, es

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imprescindible. Podemos traducir: no se puede pensar sin sujeto porque no se puede pensar sin gramática, algo
que no sólo Nietzsche sino también Heidegger van a poner como una limitación última de un otro pensamiento
contra el pensamiento del yo. La gramática obliga a pensar con la forma sujeto-predicado.
Cuando Nietzsche dice que la creencia en la gramática, en el sujeto lingüístico, en el objeto, en los
verbos, ha mantenido hasta ahora a los metafísicos bajo el yugo del yo, está diciendo: en la medida en que el
pensamiento es lenguaje –noten qué avanzada esta concepción del pensamiento como lenguaje, para el siglo
XIX-, no puede elidir el sujeto. El sujeto no es algo que se desecha como si fuera una figura molesta, una figura
obsoleta, envejecida, sino que aparece donde menos se lo espera: en la medida en que el pensamiento es
lenguaje, y tiene gramática. Al sujeto lo pide el verbo, de la misma manera que el verbo pide objeto directo o
indirecto. El yugo metafísico, que es también el yugo de los metafísicos, es impuesto por la gramática. Entonces
mientras haya creencia en la gramática, hay, por extensión, creencia en la metafísica. La metafísica no es algo
que se erradica porque tiene “tufo a naftalina”, como algo que pertenece a las cosas viejas, guardadas en un
ropero.
Sigue Nietzsche: El pensar es el que pone el yo, pero hasta el presente se creía “como el pueblo”, que
en el «yo pienso» hay algo de inmediatamente conocido, y que este «yo» es la causa del pensar. Con esta idea de
que el yo es la causa del pensar la filosofía hace su contribución al engaño colectivo, “para todo el pueblo”,
porque convierte en causa al efecto. En la medida en que la causa del pensar sea el yo, es muy difícil que, al
invertirse la relación entre ficción y realidad, se pueda ver al yo como una ficción. Porque es, justamente, la
causa de todas las ficciones. En la medida en que el yo pienso cartesiano, la inauguración de la filosofía
moderna, instala una ficción como la verdad más indubitable, aparece la inversión entre la causa y el efecto. En
lugar de pensar el yo como construcción subjetiva, la filosofía moderna parte del principio inverso: todo lo
subjetivo es emanación del yo. Nietzsche propone concebir ese yo como una ficción (como una no verdad) que
contribuye a la vida: El hecho de que ahora esta ficción sea habitual e indispensable no prueba en modo alguno
que no sea algo imaginado: algo puede ser condición para la vida y sin embargo ser falso. Este es el punto en el
cual la filosofía de Nietzsche inspira a -o coincide con- ciertas corrientes de la filosofía contemporánea (las
filosofías vitalistas y las filosofías pragmatistas), que sostienen que lo que favorece la vida la favorece,
precisamente, por no ser verdadero. Es la no verdad, en lugar de la verdad, lo que favorece la vida.
Insisto en decir no verdadero (en lugar de falso) porque está más cerca del concepto nietzscheano de
ficción regulativa. Una ficción no es necesariamente falsa. Si uno dice que es falsa, parece estar diciendo que o
bien puede ser falsa o bien verdadera, y no es ese el caso: una ficción es estructuralmente no verdadera. No es
necesaria una nueva metafísica, que reemplace la metafísica del sujeto (la que va de Descartes a Hegel), sino
salir de la metafísica. En un fragmento de “El libro del filósofo”, Nietzsche dice en qué consiste, para él, el
conocimiento trágico como un tipo de conocimiento no metafísico:

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El filósofo del conocimiento trágico. Domina el instinto desenfrenado del saber, no mediante una metafísica
nueva.[F. Nietzsche, El libro del filósofo, ed. F. Savater, Madrid, Taurus, 2000, pp. 23-4, en: Paula Fleisner,
Nietzsche y la modernidad estética. Selección de textos de la década de 1880, Buenos Aires, OPFYL, 2014, p. 9]
Es decir, el conocimiento trágico no equivale a una nueva metafísica. El filósofo -piensa el todavía joven
Nietzsche: El libro del filósofo es un proyecto inconcluso, cuyos borradores corresponden a 1872- no busca a la
manera, por ejemplo, kantiana, encontrar una metafísica que termine con la necesidad metafísica; una metafísica
que progrese, en lugar de reemplazar a una metafísica anterior, que sería reemplazada, a su vez, por una
metafísica posterior. No. No se trata de crear una metafísica verdadera contra una metafísica falsa, sino de
abandonar la metafísica. Al final del fragmento dice:

[El filósofo del conocimiento trágico] Trabaja en una vida nueva: devuelve sus derechos al arte.

Es decir, el filósofo trágico, en tanto no metafísico, trabaja en función de una vida nueva, y no de una
filosofía nueva. Aquí tenemos otro elemento por el cual podemos entender de qué manera se puede salir de la
estética saliendo de la metafísica. Lo que se necesita es una vida más artística (fundada en nuevos valores) y no
una vida más filosófica, más razonada. Tendremos que ver, después, qué significa esto de devolverle sus
derechos al arte. Pero no se trataría, en el caso de Nietzsche, de pensar el arte como una esfera separada del resto
de las esferas de la vida, a la cual se asiste en el momento de descanso para poder experimentar, en ella, algo
distinto de la vida cotidiana. Es más, la vida cotidiana, transformada, ya no sería como esa vida a la que se
despierta Winnie en Los días felices de Beckett. Si la vida ocupa el lugar de la obra de arte, no hay separación
entre la vida y el arte (o entre el arte, como una esfera, y el resto de las esferas de la vida burguesa). Una vida
que siga el principio del arte puede pensarse como una vida de permanente creación de valores y de no
repetición de los valores ya instituidos. En este sentido, no sería posible predicar qué características tendría esa
vida, pensada de manera artística, en la medida en que los valores que la caracterizan no están todavía creados.
En el mismo fragmento del “Libro del filósofo”, de 1872, en un segundo punto, dice qué es el filósofo
del conocimiento desesperado:

El conocimiento al servicio de la vida más perfecta. Es preciso querer incluso la ilusión: en esto consiste lo trágico
[F. Nietzsche, El libro del filósofo, ed. F. Savater, Madrid, Taurus, 2000, pp. 23-24].

Por lo tanto, el conocimiento del filósofo no es el de alguien que construye una metafísica nueva, sino
una vida con valores nuevos y, más que nuevos, no inventados todavía. Porque lo que es nuevo, si no, tiene
irremediablemente que devenir viejo.

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Pasamos ahora a la página 24 de la Ficha, al Fragmento Póstumo 9 [70] (120), llamado Aesthetica, que
les leo completo para que se vea hacia dónde va, y luego lo analizamos:

la moderna falsificación de moneda en las artes: comprendidas como NECESARIAS, es decir como adecuadas
a la auténtica necesidad del alma moderna
se rellenan las lagunas del talento, más aún las lagunas de la educación, de la tradición, de la instrucción
primero: se busca un público menos artístico que tenga un amor incondicional
(—y se arrodille enseguida ante la persona …). Para eso sirve la superstición de nuestro siglo, la superstición
del genio …
segundo: se arengan los oscuros instintos de los insatisfechos, los ambiciosos, los que se ocultan a sí mismos
en una época democrática: importancia de la pose
tercero: se trasladan los procedimientos de un arte a otro, se mezclan las intenciones del arte con las del
conocimiento o las de la iglesia o las del interés de la raza (nacionalismo) o de la filosofía — se repican todas
las campanas a la vez y se suscita la oscura sospecha de que se es un «dios»
cuarto: se adula a la mujer, al que sufre, al indignado; se hace que también en el arte preponderen narcotica y
opiatica. Se lisonjea a los «cultos», a los lectores de poetas y viejas historias. (Otoño de 1887, 9[170]).

En primer lugar, la caracterización nietzscheana de la estética, hecha a la medida de su crítica radical,


es propiamente la de la estética moderna, la de la estética como la culminación de la centralidad del sujeto.
Ahora bien, ¿qué consecuencias tiene el convertir la estética en esta rama hipermoderna e hipersubjetivista de
la filosofía moderna subjetivista? Justamente, que no se puede no adular al receptor. Son estéticas del
receptor las que nacen de la centralidad del sujeto. No son estéticas del artista, del productor de la obra de
arte, sino del receptor. Adulan, precisamente, a quien tiene juicio, a quien tiene gusto, no a quien realiza una
obra de arte: el genio.
En segundo lugar: la estética moderna es una estética de estetas, no de artistas. Con las estéticas del
receptor, para Nietzsche, se crea la superstición del genio: las personas dadas a frecuentar el círculo del arte,
en la medida en que no son artistas, sino estetas, tienen ante la figura del artista (a la que identifican con la
figura del genio) una actitud genuflexa. ¿En qué consiste ser un esteta?: en admirar a personas que tienen una
capacidad de la cual se carece. En este sentido, la estética moderna está, lógicamente, centrada en la figura
del receptor. Un sujeto (el esteta) admira a otro sujeto (el artista). Hay una especularidad en la obra de arte,
que la convierte simplemente en una mediación para que un sujeto pueda relacionarse con otro sujeto que le
es inaccesible (o, mejor dicho, cuya capacidad de creación le es inaccesible). El público sobre el que versa la
estética moderna, dice Nietzsche, es el público menos artístico posible. El público menos artístico posible es
el público de los estetas: personas que se arrodillan ante otra persona, el genio. Nietzsche describe el lado

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oscuro de la estética, tal como la vimos nacer y desarrollarse hasta Hegel. El genio es, según él, la
superstición del siglo XIX.
En tercer lugar, la estrategia de la estética, para adular al esteta, es hacerle creer que el juicio estético,
por el que él se distingue, es equivalente, en términos de valor, a la condición de artista. Recordemos cómo
era la figura del crítico-artista en el primer romanticismo: él funda la artisticidad de la obra de arte; él es el
verdadero creador de lo bello. No hay belleza hasta que el juicio estético no la funda. En el siglo XVIII se les
están atribuyendo a los receptores características divinas que serán las del genio, la gran superstición del
siglo XIX. Los receptores –supone el primer romanticismo- son personas que tienen una capacidad creadora,
desarrollada en el modo del juicio. Todo lo que vimos a propósito del primer romanticismo, releído en
términos nietzscheanos, sería una hermosa superstición para convertir en genios a los estetas, bajo la figura
del crítico-artista, como lo eran los primeros románticos. Ellos, como críticos-artistas, no tenían obra, sino
que instituían la artisticidad desde el juicio, siempre de manera programática: escribiendo fragmentos,
diálogos, epístolas (sobre temas que entran hoy en el repertorio de la estética), y editando su propia revista de
crítica de arte.
En cuarto lugar, la estética estimula la función narcótica y opiácea del arte. Lo que caracteriza al
juicio estético ampliado –socialmente ampliado-, propio de la modernidad estética, es convertir a quien lo
enuncia en alguien que se autocelebra, que celebra su propia cultura, su propia autoilustración; como si fuera
un ejercicio de la propia vanidad legitimado por la filosofía. El juicio estético se vuelve una forma de
autocelebración del sujeto. El esteta no hace nada más que enunciar una opinión sobre lo que hacen otros y
de esa manera se vanagloria del propio conocimiento, de la propia cultura. Noten que este sujeto tiende a
mezclar la capacidad artística con el conocimiento, como veíamos en los primeros románticos. Conocer y
producir parecen lo mismo. El juicio es productivo, instituye belleza, instituye artisticidad. Una persona que
no puede pintar, que no puede componer ni escribir ni esculpir ni filmar, diríamos hoy, es alguien que está
produciendo arte con su juicio, en la medida en que decide la artisticidad de la obra de arte. Es un error
magnánimo, un gran error. Un gran error creado por Kant (o por la lectura consecuente de Kant, la que
recomienda Fichte).
Para analizar la crítica de Nietzsche a Kant, voy a leer el apartado XI de De los prejuicios de los filósofos,
que forma parte de Más allá del bien y del mal (1885). Aquí aparecen cuáles son los prejuicios que, según
Nietzsche, Kant trae a la estética con su Crítica del Juicio y que se propagan con la lectura que el primer
romanticismo hace de esta obra. En la traducción de Sánchez Pascual de la editorial Alianza, el parágrafo XI de
De los prejuicios de los filósofos está en las páginas 31 a 33. Todas las citas que haga van a ser de esta edición.

Me parece que la gente se esfuerza ahora en todas partes por apartar la mirada del auténtico influjo que Kant ha
ejercido sobre la filosofía alemana y, en particular, por resbalar prudentemente sobre el valor que él se atribuyó a sí

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mismo. Kant estaba orgulloso, ante todo y en primer lugar, de su tabla de las categorías; con ella en las manos dijo:
«Esto es lo más difícil que jamás pudo ser emprendido con vistas a la metafísica». - ¡Entiéndase bien, sin embargo,
ese «pudo ser»!, él estaba orgulloso de haber descubierto en el hombre una facultad nueva, la facultad de los juicios
sintéticos a priori. [Nietzsche, F., “De los prejuicios de los filósofos”, en: Más allá del bien y del mal, trad. Andrés
Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 9ª. reimpresión, 1986, # 11, p. 31]

Lo que le interesa a Nietzsche, en este punto, es el modo en el cual Kant pone su propia filosofía como un
descubrimiento. Es decir, Kant propone un giro copernicano en la historia de la filosofía y expone su propia
filosofía como ese “giro copernicano”. La humildad no era la especialidad de Nietzsche. Pero tampoco, según
Nietzsche, la de Kant. Kant pretende dar vuelta la historia de la metafísica y lo dice explícitamente, sólo que “del
modo más complicado posible” y lo dice de esa manera complicada “a propósito”. Su voluntad filosófica de
instaurar ese giro copernicano con la Crítica de la razón pura requiere que su filosofía sea “dificilísima”. Por lo
tanto, el descubrimiento de una facultad es, de alguna manera, lo que le interesa a Nietzsche de la operación
kantiana, para poder criticarla en su terreno: la operación filosófica moderna por excelencia consiste en revelar
cuáles son las facultades con que los hombres construyen la realidad.

Aun suponiendo que en esto se haya engañado a sí mismo: sin embargo, el desarrollo y el rápido florecimiento de la
filosofía alemana dependen de ese orgullo y de la emulación surgida entre todos los más jóvenes por descubrir en lo
posible algo más orgulloso todavía -- ¡y, en todo caso, «nuevas facultades»! Pero reflexionemos: ya es hora. ¿Cómo
son posibles los juicios sintéticos a priori?, se preguntó Kant, - ¿y qué respondió propiamente? En virtud de una
facultad: mas por desgracia él no lo dijo con esas cinco palabras, sino de un modo tan detallado, tan venerable, y
con tal derroche de profundidad y floritura alemanas que la gente pasó por alto la divertida bobería alemana que en
tal respuesta se esconde. [Nietzsche, F., “De los prejuicios de los filósofos”, en: Más allá del bien y del mal, op. cit.,
# 11, p. 31]

Habría una falsa importancia en la operación kantiana. Nietzsche siempre se burla de la presunta
importancia que tendría el idealismo en la historia de la filosofía. Esa presunta importancia es, para colmo de
males, motivo de orgullo para la cultura alemana. Podríamos decir (leyendo a Nietzsche desde Borges): el
idealismo es un invento alemán y tiene todas las características oficiales de lo alemán (su oscuridad, su densidad,
su viscosidad, su nocturnidad, su profundidad, su radicalidad, todas las características que llevan a Heine, en La
escuela romántica, a tomar en clave de sorna lo alemán).
Esa característica del “derroche de profundidad” (asociada a “lo dificilísimo”) es la que lo convierte a Kant
en una especie de maestro de la juventud. Esta característica no sólo la advierte Nietzsche desde afuera, desde su
condición de crítico del idealismo. Está presente de manera muy explícita en los propios idealistas. Recuerden el
modo en el cual Fichte interpelaba a la juventud en la Primera Introducción a la teoría de la ciencia. El

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idealismo –tal como él se pensaba a sí mismo- era una filosofía para la juventud. Y, de hecho, así fue como
funcionó la lectura de Kant, de Fichte en adelante, con el primer romanticismo. Ahora, en la lectura de
Nietzsche, aparece la visión contraria: el viejo Kant -como le dice Nietzsche- envejece a todos sus lectores
jóvenes. Nietzsche lo dice contra la que había sido la lectura juvenilista kantiana de finales del siglo XVIII, sobre
todo en manos del primer romanticismo. Es decir: Kant sólo podía ser una bomba molotov para la juventud por
la cercanía de la Revolución Francesa. Kant + Revolución Francesa = filosofía para la juventud.
La gente estaba incluso fuera de sí a causa de esa nueva facultad, y el júbilo llegó a su cumbre cuando Kant
descubrió también, además, una facultad moral en el hombre: - pues entonces los alemanes eran todavía morales, y
no, en absoluto, «políticos realistas». - Llegó la luna de miel de la filosofía alemana; todos los jóvenes teólogos del
Seminario de Tubinga salieron enseguida a registrar la maleza - todos buscaban «facultades». ¡Y qué cosas se
encontraron en aquella época inocente, rica, todavía juvenil del espíritu alemán, en la cual el romanticismo, hada
maligna, tocaba su música, entonaba sus cantos, en aquella época en la que aún no se sabía mantener separados el
«encontrar» y el «inventar»! Sobre todo, una facultad para lo «suprasensible»: Schelling la bautizó con el nombre
de intuición intelectual y con ello satisfizo los deseos más íntimos de sus alemanes, llenos en el fondo de anhelos
piadosos. [Nietzsche, F., “De los prejuicios de los filósofos”, en: Más allá del bien y del mal, op. cit., # 11, pp. 31-
32]
Encontrar e inventar –dice bien Nietzsche- eran, en ésa época todavía inocente de la filosofía alemana, dos
actividades que no se podían separar. El texto ya hizo –en este pasaje- la transición de la crítica del idealismo a la
crítica del romanticismo. Es decir, de alguna manera, lo que caracteriza al romanticismo es el no poder separar el
encontrar del inventar. Es lo propio de la ironía romántica: aplicar la lógica del juicio estético kantiano como una
operación artístico-filosófica, es decir, tomar algo del pasado e incorporarlo al presente juzgándolo como nuevo.

A todo este petulante y entusiasta movimiento, que era juventud, por muy audazmente que se disfrazase con
conceptos grisáceos y seniles, la mayor injusticia que se le puede hacer es tomarlo en serio, y, no digamos, el
tratarlo acaso con indignación moral; en suma, la gente se hizo más vieja, - el sueño se disipó. [Nietzsche, F., “De
los prejuicios de los filósofos”, en: Más allá del bien y del mal, op. cit., # 11, p. 32]

Los jóvenes idealistas son los primeros románticos: esta confusión entre idealismo y romanticismo aparece
leída por Nietzsche como una operación hecha por jóvenes con una filosofía senil. Efectivamente, los jóvenes se
comportaban como hombres mayores también en el sentido de que con esos conceptos grisáceos -que de alguna
manera convertían a la realidad en algo igualado por el concepto (en términos metafísicos)- lograban una
filosofía que aparecía como nueva cuando, en realidad, era la metafísica más vieja del mundo: la metafísica de la
identidad.

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Vino una época en que todo el mundo se restregaba la frente: todavía hoy continúa haciéndolo. Se había soñado:
ante todo y en primer lugar - el viejo Kant. «En virtud de una facultad» - había dicho o al menos había querido
decir él. Pero ¿es esto una respuesta? ¿Una aclaración? ¿O no es más bien tan sólo una repetición de la pregunta?
¿Cómo hace dormir el opio? «En virtud de una facultad». [Nietzsche, F., “De los prejuicios de los filósofos”, en:
Más allá del bien y del mal, op. cit., # 11, p. 32]

Cuando Nietzsche habla de la figura del opio, hace una referencia humorística a la explicación tautológica
de la facultad de hacer dormir propia del opio por la presencia en él de una facultad dormitiva. Lo dice
parafraseando a la figura del médico de Molière en El enfermo imaginario, donde se trataría de parodiar ciertas
teorías medievales de carácter tautológico: si una sustancia hace dormir es porque tiene una “facultad
dormitiva”. En el caso de Kant, la pregunta ¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori? se respondería:
por la posesión en el sujeto de una facultad para los juicios sintéticos a priori. Es decir, la de Kant sería también
una respuesta tautológica. No estoy diciendo que esta crítica, si se la toma de manera literal, sea una crítica
atendible a la filosofía kantiana. En absoluto. Simplemente digo que si se la interpreta debidamente, hace foco en
un problema de la filosofía moderna del cual la filosofía kantiana no está exenta: la explicación por las
facultades del sujeto, pero por facultades del sujeto que las descubren los filósofos, es decir, las inventan los
filósofos a la medida de lo que quieren explicar. ¿En dónde radicaría la trampa de la filosofía kantiana como para
que esto no se note?: en la dificultad que produce la lectura de la Crítica del Juicio o de la Crítica de la razón
pura. La complejidad con que se explican las facultades “descubiertas” es la complejidad de las facultades
descubiertas. La crítica de Nietzsche a Kant es una crítica sutil y brillante –desde el punto de vista filosófico-,
sólo que presentada de manera humorística, apelando al ejemplo del médico de Molière.

Pero tales respuestas tienen su lugar en la comedia, y por fin ya es hora de sustituir la pregunta kantiana «cómo son
posibles los juicios sintéticos a priori?» por una pregunta distinta: «¿por qué es necesaria la creencia en tales
juicios?» - es decir, ya es hora de comprender que, para la finalidad de conservar seres de nuestra especie, hay que
creer que tales juicios son verdaderos; [Nietzsche, F., “De los prejuicios de los filósofos”, en: Más allá del bien y del
mal, op. cit., # 11, p. 32]

¿Por qué es necesario, en 1885, creer en los juicios sintéticos a priori y en que el hombre posee facultades
para los juicios sintéticos a priori? La pregunta de Nietzsche es una pregunta radical, en la medida en que está
hecha desde una perspectiva que rompe con la filosofía moderna y se inscribe en la filosofía contemporánea. Si
no, nos quedaríamos en el momento de comedia de la crítica nietzscheana. Nietzsche pone el dedo en la llaga:
¿Por qué ha sido tan adecuada tanto la pregunta como la respuesta kantiana al problema de los juicios sintéticos
a priori? ¿Por qué toda una generación creyó en los juicios sintéticos a priori y en la facultad por la cual seríamos

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capaces de los juicios sintéticos a priori? Esto es como decir: ¿hasta dónde llega la filosofía moderna? ¿Hasta
cuándo vamos a necesitar de ella? Ahí es donde, independientemente de que sean verdaderos o falsos los juicios
sintéticos a priori, entramos en otra dimensión del problema de la explicación kantiana: cuál es el uso filosófico
que se ha hecho de Kant en la medida en que no se puede vivir sin lo que Kant ha explicado. ¿Hasta cuándo
Kant va a seguir siendo “útil para la vida”?

«¿Por qué es necesaria la creencia en tales juicios?» - es decir, ya es hora de comprender que, para la finalidad de
conservar seres de nuestra especie, hay que creer que tales juicios son verdaderos; ¡por lo cual, naturalmente,
podrían ser incluso juicios falsos! O, dicho de modo más claro, y más rudo, y más radical: los juicios sintéticos a
priori no deberían «ser posibles» en absoluto: nosotros no tenemos ningún derecho a ellos, en nuestra boca son
nada más que juicios falsos. Sólo que, de todos modos, la creencia en su verdad es necesaria, como una creencia
superficial y una apariencia visible pertenecientes a la óptica perspectivística de la vida. [Nietzsche, F., “De los
prejuicios de los filósofos”, en: Más allá del bien y del mal, op. cit., # 11, pp. 32-33]

En un primer momento pareciera ser que la Crítica de la razón pura ha sido una operación perfecta para
engañar a toda una generación. En un segundo momento, la Crítica de la razón pura parece algo providencial
para hombres que necesitan creer en los juicios sintéticos a priori. Y, finalmente, llevada la crítica al propio
terreno nietzscheano, lo que muestra la creencia en los juicios sintéticos a priori es que, efectivamente, los juicios
sintéticos a priori son ficciones útiles para la vida. Es decir, la filosofía alemana necesitaba de Kant de la misma
manera que los hombres modernos necesitan creer que son sus facultades las que configuran el mundo en el que
viven. Eso es una verdadera voluntad de poder encubierta tras la voluntad de verdad.
En este sentido, la operación kantiana no es algo que, desde la perspectiva nietzscheana, no se respete.
Nietzsche respeta a Kant como se respeta a un enemigo. El proveer a los hombres de las creencias que necesitan
para poder vivir la vida que les toca vivir es lo que le garantiza a Kant su continuidad en la filosofía moderna,
pero también en los supuestos del romanticismo. A los hombres modernos los juicios estéticos a priori les son
esenciales para la vida. De ahí que también necesiten de Kant para pensar el arte.
No es que los juicios sintéticos a priori hayan sido simplemente esos conceptos grisáceos que encandilaron
a los jóvenes idealistas románticos, sino que eran las mejores ficciones útiles de las cuales se podían proveer los
hombres modernos para poder vivir esa realidad escindida que es, justamente, la vida moderna. Eran perfectos
esos juicios y por eso los jóvenes creyeron en ellos tan fervientemente. La misma creencia en los juicios que los
envejecía los hacía poder vivir en esa realidad, en la medida en que esa realidad aparecía como una construcción
humana. Ese mundo ajeno era una construcción humana, una construcción de los propios sujetos, y en tanto tal,
los jóvenes se la podían apropiar con total libertad en el modo del juicio y transformarla materialmente a través
de la razón aplicada a la política. Así termina el # 11:

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Para volver a referirnos por última vez a la gigantesca influencia que «la filosofía alemana» -¿se comprende, como
espero, su derecho a las comillas? - ha tenido en toda Europa, no se dude de que ha intervenido aquí una cierta
virtus dormitiva [fuerza dormitiva]: los ociosos nobles, los virtuosos, los místicos, los artistas, los cristianos en sus
tres cuartas partes y los oscurantistas políticos de todas las naciones estaban encantados de poseer, gracias a la
filosofía alemana, un antídoto contra el todavía prepotente sensualismo que desde el siglo pasado se desbordaba
sobre éste, en suma - sensus assoupire [adormecer los sentidos]. [Nietzsche, F., “De los prejuicios de los filósofos”,
en: Más allá del bien y del mal, op. cit., # 11, p. 33]

¿Qué nos interesa -para entender la crítica radical a la estética- de este parágrafo? Por un lado, nos interesa
que la estética se funda, para Nietzsche, en una concepción de las facultades humanas de la cual la Crítica del
Juicio provee su mejor fundamentación, La estética es una disciplina fundada a partir de un libro: la Crítica del
Juicio, para sostener Nietzsche como después va a sostener Deleuze. La estética necesitó de un libro de Kant
para poder llegar a ser lo que fue. Por otro lado, nos interesa la crítica que hace Nietzsche a la no separación
entre el encontrar y el inventar, una no separación que es propia del romanticismo. Como si ese idealismo
romántico o ese romanticismo idealista se caracterizara por incorporar definitivamente a la estética esos
conceptos grisáceos que igualan toda la realidad como producto de las facultades humanas para poder obtener
toda la soberanía posible de parte del sujeto (como productor-receptor de la obra de arte) en la figura del juicio.
El encontrar y el inventar -dos operaciones que deberían ser complementarias para lo cual primero tienen que ser
opuestas- se presentan, gracias al primer romanticismo basado en Kant, como si fueran no dos momentos, sino
uno solo. Hay un filósofo artista o un artista filósofo que a través de la operación intelectual constituye la obra de
arte sin necesidad de realizarla, por eso su material puede provenir del pasado o del presente, pero es justamente
la actividad judicativa, una actividad productiva-receptiva, la que en sí misma constituye la obra de arte sin
necesidad de realizarla. La obra de arte puede quedar en estado programático porque su realización efectiva es
secundaria. El acto judicativo es el acto productivo o creativo. El artista-filósofo o filósofo-artista romántico
(Hegel diría “el crítico”) sentencia “esto es una obra de arte” de la misma manera que Kant dice que lo bello
aparece en el juicio Esto es bello como algo que no le pertenece a las cosas, sino al estado de las facultades del
sujeto en el instante en el que juzga.
Eso es lo que nos interesa del parágrafo 11 de “De los prejuicios de los filósofos” para pensar en términos
cuestionadores a la estética: ¿hasta qué punto su nacimiento como una disciplina moderna que piensa las
facultades intervinientes en el juicio estético no la condena, en buena medida, a heredar todos los problemas del
idealismo? Es decir, la estética no se constituye como una disciplina filosófica más de la modernidad, sino como
una disciplina filosófica que existe a expensas del idealismo, a expensas de la Crítica del Juicio de Kant. En su
certificado de nacimiento está también su certificado de defunción, si es que su suerte está atada a la del viejo

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Kant. De ahí que quienes defienden, desde la Teoría crítica, la modernidad estética deban pensar una estética
materialista, como es el caso de Benjamin y Adorno.
El fragmento al que me voy a referir ahora pertenece a Aurora, 1881, al Libro III, § 161 (pág. 24 de la
Ficha). Se llama “Belleza conforme a la época”.

Si nuestros escultores, nuestros pintores y nuestros músicos quisieran capturar el sentido de la época, tendrían
que crear una belleza engreída, gigantesca y nerviosa: del mismo modo que los griegos, fascinados por su moral
de la medida y la proporción, concebían y plasmaban su concepción de la belleza en el Apolo de Belvedere; un
modelo que, en realidad, nosotros deberíamos encontrar feo, si no fuera porque los «clasicistas» pedantes nos
han privado de toda sinceridad.

La estética busca un concepto de belleza que sea transhistórico, que esté más allá de la moda, que es
el modo en que la belleza se relaciona con las formas concretas en que se desarrolla la vida en un
determinado momento histórico. En este sentido, la estética piensa, hegelianamente, que lo que plasman los
hombres como belleza no lo plasman en tanto hombres sino que lo plasman en tanto dioses. Como si la figura
del genio, este émulo de un dios, fuera efectivamente creída por los estetas, y efectivamente se pensara que lo
que se plasma como belleza es algo que está totalmente desvinculado del mundo de la vida.
Por lo tanto, la idea del sentido de época es el inverso del hegeliano. Como vieron en la Unidad 3, la
belleza artística, en términos hegelianos, está relacionada con un modo histórico de entender la divinidad.
Hay una historia del arte porque hay una historia de la religión (de los modos en los cuales los hombres se
representan a sus dioses). Lo que Nietzsche llama sentido de época, en cambio, no tiene que ver con los
modos en los cuales los hombres se representan los dioses como un modo de representarse lo verdadero -en
el sentido de Schelling o de Hegel-, sino con los modos como los hombres se representan a sí mismos a
través de sus dioses. Es decir, los hombres plasman a sus dioses lo más parecidos posible a como ellos viven.
Exactamente lo contrario de lo que pensaban las estéticas sistemáticas de Schelling y Hegel. Los dioses se
parecen a los hombres, no porque los hombres tengan que hacer un esfuerzo por representarse a los dioses y,
por eso, siempre se los representarían mejor en el modo del concepto –en Hegel- o del arquetipo –en
Schelling- que en el modo de la forma reflejada en un material, sino porque los hombres son engreídos y
representan la divinidad lo más parecida posible a su propia imagen.
Por lo tanto, si los escultores, pintores y músicos de 1881 quisieran capturar el sentido de la época,
tendrían que encontrar una belleza engreída, nerviosa, gigantesca [como la música de Wagner], de la misma
manera que los griegos encontraban una belleza proporcionada, ajustada a su idea de la medida.
También a los hombres de 1881 deberían parecerles fealdades las bellezas de los griegos. El Apolo de
Belvedere debería parecerles feo. Si dicen que es bello, hipócritamente, es porque el clasicismo les ha

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enseñado a mentir, es decir, les ha enseñado a decir que comprenden como belleza lo que era el engreimiento
propio de otra época.
Salteo los fragmentos póstumos sobre el tema de la belleza (están en la página 25) y paso a un texto
extenso que está en las páginas 26-27, que corresponde a La genealogía de la moral, de 1887, Tratado
Tercero: “¿Qué significan los ideales ascéticos?”

§6 Schopenhauer se sirvió de la concepción kantiana del problema estético —aunque es del todo cierto que no
lo contempló con ojos kantianos. Kant pensaba que hacía un honor al arte dando la preferencia y colocando
en el primer plano, entre los predicados de lo bello, a los predicados que constituyen la honra del
conocimiento: impersonalidad y validez universal. [F. Nietzsche, “¿Qué significan los ideales ascéticos?”, en:
La genealogía de la moral, trad. A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1994, Tratado tercero, #6, pp. 120-123,
en: Paula Fleisner, Nietzsche y la modernidad estética. Selección de textos de la década de 1880, op. cit., pp.
26-27]

Me interesa este texto como una recapitulación sobre la estética idealista, de Kant a Hegel.

No es éste el sitio adecuado para discutir si, en lo principal, no era esto un error; lo único que quiero
subrayar es que Kant, al igual que todos los filósofos, en lugar de enfocar el problema estético desde las
experiencias del artista (del creador), reflexionó sobre el arte y lo bello a partir únicamente del «espectador»
y, al hacerlo, introdujo sin darse cuenta al «espectador» mismo en el concepto «bello».

Lo que dice aquí Nietzsche de Kant es lo mismo que dice de Eurípides en “Sócrates y la tragedia”:
Eurípides sube a la plebe al escenario, y de esa manera introduce un nuevo concepto de lo bello, el concepto
socrático todo lo bello tiene que ser racional. La desgracia del héroe, ahora, tiene que ser explicada en
términos matemáticos, y no musicales; es decir, en términos de causalidad humana, y no en términos de
arbitrariedad divina. Este razonamiento de “Sócrates y la tragedia” es el mismo que aplica Nietzsche en La
genealogía de la moral para hablar de la crítica del juicio estético en la Crítica del Juicio de Kant.
Si la pregunta de Nietzsche en El nacimiento de la tragedia es: ¿qué hace la tragedia en una cultura jovial?,
la pregunta por el socratismo es justamente la contraria: ¿cómo hacer que la tragedia siga viva en una cultura
senil? La forma de que la tragedia siga en una cultura senil es cambiando el concepto de pesimismo. El concepto
de pesimismo asociado a los griegos –recuerden- no estaba asociado a la decadencia, no obstante, con Eurípides,
el concepto de pesimismo va a asociarse a la decadencia de los instintos griegos. Entre el nacimiento y la muerte
de la tragedia ha cambiado el concepto de pesimismo. Se trata del momento en el cual la creencia en un futuro
ideal, asociada con la creencia en un pasado ideal, ya no existe. En El origen de la obra de arte de Heidegger,
reaparece esta idea de que sólo lo que tiene futuro puede tener pasado (es decir, la idea de que sólo las culturas

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que sienten que tienen futuro son las que pueden tener pasado). Los griegos veían las tragedias como una
representación de un pasado ideal. Pero no ideal por mejor, como si estuvieran en decadencia, sino un pasado
donde los hombres eran más fuertes que ellos porque tenían que enfrentar el destino sin prácticamente
preguntarse por él y donde la desgracia caía sobre ellos sin que hubiera necesidad siquiera de preguntarse por
qué. En la época de Eurípides (que es la de Sócrates) los griegos ven tragedias donde los héroes se preguntan por
qué les sucede a ellos lo que les sucede.

¿Dónde descubrió Eurípides, sin embargo, la decadencia del drama musical? En la tragedia de Esquilo y de
Sófocles, sus contemporáneos de mayor edad. Esto es una cosa muy extraña. ¿No se habrá equivocado? ¿No habrá
sido injusto con Esquilo y con Sófocles? ¿Acaso su reacción contra la presunta decadencia no fue precisamente el
comienzo del fin? Todas estas preguntas elevan su voz en este instante dentro de nosotros. [Nietzsche, F., “Sócrates
y la tragedia”, en: El nacimiento de la tragedia, trad. A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1984, p. 217]

Todavía no aparece relacionada con esta conciencia de la decadencia de la polis griega la noción de
socratismo. Esta noción aparece cinco páginas más adelante, en relación con la pregunta por el por qué que se
hace el héroe de la tragedia euripídea.

…hasta Eurípides, ningún poeta de la Antigüedad había sido capaz de defender verdaderamente lo mejor suyo con
razones estéticas. Pues cabalmente lo milagroso de todo este desarrollo del arte griego es que el concepto, la
conciencia, la teoría no habían tomado aún la palabra, y que todo lo que el discípulo podía aprender del maestro se
refería a la técnica. […] En torno a Eurípides hay, en cambio, un resplandor refractado, peculiar de los artistas
modernos: su carácter artístico casi no-griego puede resumirse con toda brevedad en el concepto de socratismo.
"Todo tiene que ser consciente para ser bello", es la tesis euripídea paralela de la socrática "todo tiene que ser
consciente para ser bueno". [Nietzsche, F., “Sócrates y la tragedia”, en: El nacimiento de la tragedia, op. cit., p. 220]
"Todo tiene que ser consciente para ser bello": así resume Nietzsche la tesis euripídea paralela a la
socrática: "todo tiene que ser consciente para ser bueno". Este es el componente racional que soluciona, a la vez
que revela, la crisis de los instintos griegos. Con el fin de la vitalidad, de la jovialidad de los griegos, lo que se
pone de relieve es la necesidad de la razón. La razón, en un punto, más que la culpable es la subsanadora de la
crisis de los instintos: es aquello que va a ocupar el lugar de los instintos (tanto en el arte como en la moral). Si el
arte estaba ligado a la vida, para Nietzsche, la decadencia de la tragedia y la decadencia de los instintos son,
podríamos decir, la misma crisis. Si la vida es bella, la forma en la cual entran en decadencia los instintos es la
misma forma en la cual entra en decadencia la tragedia.

Eurípides es el poeta del racionalismo socrático En la Antigüedad griega se tenía un sentimiento de la unidad de
ambos nombres, Sócrates y Eurípides. En Atenas estaba muy difundida la opinión de que Sócrates le ayudaba a

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Eurípides a escribir sus obras: de lo cual puede inferirse cuán grande era la finura de oído con que la gente
percibía el socratismo en la tragedia euripidea. Los partidarios de los "buenos tiempos viejos" solían pronunciar
juntos el nombre de Sócrates y el de Eurípides como los que pervertían al pueblo. [Nietzsche, F., “Sócrates y la
tragedia”, en: El nacimiento de la tragedia, op. cit., p. 220]

Es importante pensar de qué manera el nombre Sócrates y el nombre Eurípides estaban, incluso para su
propio tiempo, unidos. Como si fueran dos síntomas de una misma y sola situación espiritual. La tragedia,
cuando Nietzsche se pregunta por su nacimiento, aparece casi como una gratuidad, como una expresión de
fortaleza. Los griegos eran tan fuertes que podían buscar la representación de lo feo de la vida, de lo malvado de
la vida, para probar su temple. Una cultura tan jovial podía convivir con la representación de todo aquello que
era, precisamente, lo más temido. Un ánimo fuerte es un ánimo que puede templarse aún más con la
representación de aquello que nunca querría que le sucediera. Lo que el pueblo puede tolerar en la representación
cuando su cultura es senil no puede ser del mismo grado de terror que cuando su cultura es jovial. Justamente, lo
que va a hacer ahora la tragedia es pervertir al pueblo (según “los partidarios de los viejos tiempos”), prepararlo
para la decadencia. Para eso, va a dirigirse al público con héroes que se le parecen. Hegel también hace hincapié
en la relación entre la vitalidad de la tragedia y el coro: las tragedias de los hombres fuertes, según Hegel, son las
tragedias con una fuerte presencia del coro. Así, la pérdida de importancia del coro de la tragedia es índice de la
decadencia de la tragedia (decadencia en tanto la tragedia ya no traduce la sustancia ética de un pueblo). Este
tópico (la decadencia de la tragedia es la decadencia de su coro), en Nietzsche, está pensado de otra manera. El
coro se pervierte (se racionaliza) para pervertir al pueblo, no para consolarlo.

La decadencia de la tragedia, tal como Eurípides creyó verla, era una fantasmagoría socrática: como nadie sabía
convertir suficientemente en conceptos y palabras la antigua técnica artística, Sócrates negó aquella sabiduría, y
con él la negó el seducido Eurípides. A aquella "sabiduría" indemostrada contrapuso ahora Eurípides la obra de
arte socrática, aunque bajo la envoltura de numerosas acomodaciones a la obra de arte imperante. Una generación
posterior se dio cuenta exacta de qué era envoltura y qué era núcleo: quitó la primera, y el fruto del socratismo
artístico resultó ser el juego de ajedrez como espectáculo, la pieza de intriga. [Nietzsche, F., “Sócrates y la
tragedia”, en: El nacimiento de la tragedia, op. cit., p. 222]

¿Qué es para Nietzsche la tragedia euripídea? Un juego de ajedrez, una pieza de intriga. Recordemos las
primeras clases, cuando veíamos el concepto de lo trágico en Hume, de qué manera se hacía hincapié, para
explicar en qué consistía una buena tragedia, en la dosificación entre lo terrible y lo agradable. Para Hume son
fundamentales los momentos de reconciliación en el arte de escribir tragedias, porque si lo que tiene que primar
es el principio de la intriga (la dosificación del suspenso), no todo lo que sucede puede ser terrible. Si todo lo que
sucede en la tragedia fuera terrible, los espectadores se aburrirían. Si todo lo que presenciamos entre el principio

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y el final es una seguidilla de penurias, la trama resultaría casi reidera. Lo malo, por eso, tiene que suceder
cuando nadie lo espera, cuando los acontecimientos parecen haberse estabilizado.

El socratismo desprecia el instinto y, con ello, el arte. Niega la sabiduría cabalmente allí donde está el reino más
propio de ésta. En un único caso reconoció el mismo Sócrates el poder de la sabiduría instintiva, y ello precisamente
de una manera muy característica. En situaciones especiales en que su entendimiento dudaba, Sócrates encontraba
un firme sostén gracias a una voz demónica que milagrosamente se dejaba oír. Cuando esa voz viene, siempre
disuade. En este hombre del todo anormal la sabiduría instintiva eleva su voz para enfrentarse acá y allá a lo
consciente, poniendo obstáculos. También aquí se hace manifiesto que Sócrates pertenece en realidad a un mundo
al revés y puesto cabeza abajo. En todas las naturalezas productivas lo inconsciente produce cabalmente un efecto
creador y afirmativo, mientras que la conciencia se comporta de un modo crítico y disuasivo. En él, el instinto se
convierte en un crítico, la conciencia, en un creador. [Nietzsche, F., “Sócrates y la tragedia”, en: El nacimiento de la
tragedia, op. cit., p. 222]

Noten qué interesante interpretación de la filosofía socrática. Uno podría decir de Nietzsche respecto de
Sócrates lo que decíamos de Hegel respecto de Schlegel: el crítico, de la misma manera que deforma lo que
crítica (al tomar del objeto sólo lo objetable), muchas veces encuentra aquellos puntos que son los puntos
nodales que el propio criticado no puede ver en su propia obra. La figura del daimon, en Sócrates, como ese
elemento que vendría de lo irracional, de lo inconsciente, opera como un crítico, mientras que la razón, el
principio de lo consciente opera como un principio creativo, productor. En Sócrates se invierte la relación
anterior a él entre los componentes de la obra de arte: antes de Sócrates, todo arte tenía el elemento inconsciente
como el elemento productor/creativo y el elemento consciente como el elemento destructivo/crítico. En Sócrates
es exactamente al revés. El socratismo es algo que, al mismo tiempo, revela el estado decadente de la polis y
remeda el estado decadente de la polis. Como si enseñara una nueva manera de concebir el arte.
Podemos decir entonces de la estética kantiana lo que Nietzsche dice de la tragedia euripídea: Kant
sube al receptor a la estética. Él dice: introduce en la estética al receptor; es decir: quien nada hace se
convierte en el protagonista de la estética.

Volvemos, ahora, a la lectura del # 6 de La genealogía de la moral:


¡Pero si al menos ese «espectador» les hubiera sido bien conocido a los filósofos de lo bello! —quiero decir,
¡conocido como un gran hecho y una gran experiencia personales, como una plenitud de singularísimas y
poderosas vivencias, apetencias, sorpresas, embriagueces en el terreno de lo bello! Pero me temo que ocurrió
siempre lo contrario: y así, ya desde el mismo comienzo, nos dan definiciones en las que, como ocurre en
aquella famosa que Kant da de lo bello, la ausencia de una más delicada experiencia propia se presenta con la
figura de un gordo gusano de error básico. «Es bello, dice Kant, lo que agrada desinteresadamente».

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¡Desinteresadamente! Compárese con esta definición aquella otra expresada por un verdadero «espectador» y
artista —Stendhal, que llama en una ocasión a lo bello une promesse de bonheur [una promesa de felicidad].
Aquí queda en todo caso repudiado y eliminado justo aquello que Kant destaca con exclusividad en el estado
estético: le désintéressement [el desinterés]. ¿Quién tiene razón, Kant o Stendhal? [F. Nietzsche, “¿Qué
significan los ideales ascéticos?”, en: La genealogía de la moral, op. cit., Tratado tercero, #6, pp. 120-123, en:
Paula Fleisner, Nietzsche y la modernidad estética. Selección de textos de la década de 1880, op. cit., pp. 26-
27]

La promesa de felicidad que encierra la belleza –tomada de Del amor, de Stendhal- ya apareció en
otros textos que nosotros hemos trabajado en el curso: había sido aplicada por Baudelaire al concepto de
belleza, y por Adorno, al concepto de obra de arte (la obra de arte es una promesa de felicidad en Adorno, la
belleza es una promesa de felicidad en Baudelaire). Ahora bien, aquí Kant es contrapuesto por Nietzsche a
Stendhal. El desinterés es la figura que caracteriza al goce propio de lo bello, y no puede haber promesa de
felicidad si el sujeto espectador –el receptor- es un sujeto desinteresado. Con lo cual la pregunta por quién
tiene razón, si Kant o Stendhal, es la pregunta por el fundamento de una teoría estética centrada en la figura
del receptor: o bien el goce o bien el ascetismo. En esta disyuntiva, Adorno se pronuncia por la promesa de
felicidad, pero la pone como una promesa quebrada. En el caso de Baudelaire, la pone como algo propio de
la belleza, y que se hace evidente en la belleza moderna pero que pertenece a toda forma de belleza, en la
medida en que ésta tiene un componente de lo eterno y un componente de lo contingente. Lo que concebimos
como belleza en el modo de lo eterno, por ejemplo, la belleza antigua, cuando era una belleza viva –una
belleza vivida como tal por sus contemporáneos- tenía un componente contingente que la instalaba en la
lógica de la moda; dicho de otro modo, dentro de lo griego alguna vez hubo moda, porque la cultura griega
alguna vez fue vital, alguna vez fue presente, y no pasado, alguna vez estuvo viva. En algún momento los
griegos no fueron clásicos. En algún momento el arte griego fue el arte de su época, el arte contemporáneo.
Es en este sentido que en la belleza siempre hay futuridad, promesa de felicidad. La belleza nunca puede ser
ni enteramente futuridad ni enteramente presente. Tiene un componente que la proyecta a futuro y un
componente presente que rápidamente se vuelve pasado, y allí es donde aparece la lógica de la moda.
Kant o Stendhal es entonces la disyuntiva, para Nietzsche, de la teoría estética, y esto cuando la
estética está planteada -como ya vimos- en el modo de una metafísica, y no puede sino estar planteada en ese
modo.
—Aunque es cierto que nuestros estéticos no se cansan de poner en la balanza, en favor de Kant, el hecho de
que, bajo el encanto de la belleza, es posible contemplar «desinteresadamente» incluso estatuas femeninas
desnudas, se nos permitirá que nos riamos un poco a costa suya: —las experiencias de los artistas son, con
respecto a este escabroso punto, «más interesantes», y Pigmalión, en todo caso, no fue necesariamente un

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«hombre antiestético». ¡Pensemos tanto mejor de la inocencia de nuestros estéticos, reflejada en tales
argumentos, consideremos, por ejemplo, como algo que honra a Kant lo que sabe enseñarnos, con la
ingenuidad propia de un cura de aldea, sobre la peculiaridad del sentido del tacto! —Y aquí volvemos a
Schopenhauer, que tuvo con las artes una vinculación completamente distinta que Kant y que, sin embargo, no
se libró del sortilegio de la definición kantiana: ¿cómo ocurrió esto? El asunto es bastante extraño: la
expresión «desinteresadamente» Schopenhauer la interpretó para sí mismo de una manera personalísima,
partiendo de una experiencia que, en él, tuvo que ser de las más normales. Sobre pocas cosas habla
Schopenhauer con tanta seguridad como sobre el efecto de la contemplación estética: le atribuye un efecto
contrarrestador precisamente del «interés» sexual, es decir, parecido al de la lulupina y el alcanfor, y nunca
se cansó de ensalzar, como la gran ventaja y utilidad del estado estético, ese liberarse de la «voluntad».

Cuando Nietzsche introduce la figura del desinterés, interpretada por Schopenhauer, la pone en
relación al interés sexual. El desinterés aparece en la medida en que la experiencia estética es una experiencia
de por sí personal, personalísima y, en este sentido, intensa; por eso hay sobreponerse a la intensidad de la
experiencia estética: para poder tener una experiencia estética, paradójicamente, hay que controlar lo que la
experiencia estética tiene de sensual.
En Kant, la separación aparece en el momento de la fundamentación; pero en el momento de la
experiencia estética no está garantizado que el sujeto haga efectivamente esa separación (aunque sus
facultades le permiten hacerla). No es tampoco la intención de Kant ofrecer al sujeto algún tipo de test para
saber si ha separado lo agradable de lo bello. Nunca vamos a saber si en el instante del juicio,
independientemente de que digamos “esto es bello”, el sentimiento no esté mezclado con lo agradable.
Ahora bien, en el momento en que el filósofo trascendental hace la fundamentación, si el juicio es un juicio
estético, supone la separación.
Siempre hay, cuando se habla de desinterés, sea en el sentido kantiano o en el sentido
schopenhaueriano, una explicitación de la necesidad de controlar algo en la experiencia estética que es, en
última instancia, personalísimo: un desborde de las facultades. Algo que, en los términos de Nietzsche, es la
embriaguez (Rausch).
Kant sube al receptor al juicio estético, como Eurípides había subido a la plebe al escenario: para
mostrarle que existe un límite (que el mismo sujeto se lo pone) que hace las veces de umbral del goce
estético. Lo que explica la Crítica del Juicio es la interdicción que habilita el goce estético: el placer de los
sentidos no se confunde –cuando efectivamente ha tenido lugar un juicio estético- con el placer que produce
la forma –en el juicio sobre lo bello- o la idea –en el juicio sobre lo sublime-. De este modo aparece siempre
un elemento moderador de la experiencia estética para poder considerarla estética, y al mismo tiempo un
reconocimiento de que la experiencia estética es inescindible de ese momento sensual. El momento sensual

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del juicio estético es reconocido en la misma medida en que se necesita volverlo un factor secundario frente a
uno primario: la forma (en el juicio sobre lo bello) o la idea que se impone a la imaginación (en el juicio
sobre lo sublime). Hacia las últimas líneas del fragmento, volviendo a Stendhal, dice Nietzsche:

Stendhal, como hemos dicho, naturaleza no menos sensual, pero de constitución más feliz que Schopenhauer,
destaca otro efecto de lo bello: «lo bello promete la felicidad», a él le parece que lo que de verdad acontece es
precisamente la excitación de la voluntad («del interés») por lo bello. ¿Y no se le podría, en fin, objetar al
mismo Schopenhauer que él no tiene ningún derecho a creerse kantiano en esto, que no entendió en absoluto
kantianamente la definición kantiana de lo bello, —que también a él lo bello le agrada por un «interés»,
incluso por el interés del torturado que escapa a su tortura?... Y volviendo a nuestra primera pregunta, «¿qué
significa que un filósofo rinda homenaje al ideal ascético?», obtenemos aquí al menos una primera indicación:
quiere escapar a una tortura.

El ascetismo está relacionado, en términos de la modernidad filosófica, con la experiencia estética: lo


que debería ser entendido en primera instancia como goce –el goce estético- tiene que ser distinto de lo que
afecta a los sentidos, del estado del cuerpo en el momento en que está delante del objeto. Pero, al mismo
tiempo, la experiencia estética no puede no tener una componente sensual: sin esa componente –aún
controlada- no habría placer. Ahora bien, ¿cómo no ver, cuando se mira una escultura de Afrodita, una mujer
desnuda, si lo que se ve es, precisamente, una mujer desnuda?
Martín Di Girolamo, un artista argentino contemporáneo, realiza, en el modo de las esculturas
antiguas, íconos de la cultura pop contemporánea. Produce un efecto de extrañeza ver, por ejemplo, una
estatua de Megan Fox. Es una estatua pintada, tal como lo estaban las estatuas griegas. El efecto es el de una
figura sensual que, al estar esculpida o convertida en un objeto representado en un material frío, enfría la
sensualidad que puede tener esa figura. Pero de todos modos, en cuanto se impone el concepto, se impone la
sensualidad asociada a ese concepto: los labios carnosos, la piel perfecta, sin ninguna mácula, los ojos claros,
el pelo largo, todos elementos de la figura que serían sensuales en la figura humana real existen, replicados,
en la figura humana esculpida. La sensualidad la favorece el concepto, antes que la forma (la belleza
adherente, en términos de Kant, antes que la belleza libre).
Entonces el ascetismo aparece en la estética porque en la experiencia estética hay placer sensual y ese
placer sensual es de carácter personalísimo, intransferible y no intersubjetivo –es decir, todo aquello que la
estética kantiana tiene que invertir en el juicio estético para que sea un juicio estético. La experiencia estética
real está en el límite con la experiencia sexual. Probablemente, la psicología del arte contemporáneamente no
hace una relación tan mecánica como la que puede hacer la lectura schopenhaueriana de Kant. Pero sí

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podríamos establecer que hay una relación entre la estética y la fisiología del cuerpo, y este es el punto al que
quería llegar.
Esta fisiología o psicología del cuerpo es la que investiga Nietzsche en la década del ochenta en
relación con el arte, como señala Paula Fleisner en la Introducción de Nietzsche y la modernidad estética. De
este modo aparece, podemos agregar, una figura problemática, compleja, porque ¿de qué trata esta fisiología
del arte?, ¿de una subordinación de la estética a la ciencia, sea ésta la biología o la psicología? Esta es la
lectura que hace Heidegger, al poner la centralidad que tiene la estética en el pensamiento nietzscheano como
parte de la historia del nihilismo (aun cuando busca ser un remedio contra el nihilismo). Les leo el fragmento
de Heidegger (pág. 13 de la Ficha de cátedra):

Dejar el arte en manos de la fisiología parece ser como rebajar el arte al nivel del funcionamiento de los jugos
gástricos. ¿Cómo podría el arte al mismo tiempo fundar y determinar la posición de valores auténtica y
decisiva? El arte como contramovimiento al nihilismo y el arte como objeto de la fisiología, esto equivale a
querer mezclar fuego y agua. Si aún es posible aquí un acuerdo, sólo lo será en el sentido de declarar que el
arte, en cuanto objeto de la fisiología, no es el contramovimiento sino el movimiento capital y extremo del
nihilismo [M. Heidegger, Nietzsche I, trad. J. L. Vermal, Barcelona, Destino, 2000, p. 96].

Así aparece la figura del nihilismo. Pero la fisiología o psicología del arte relacionada en Nietzsche
con el concepto de embriaguez (Rausch), antes que ser una solución a la pregunta acerca de qué se pone en el
lugar de la estética que no sea también una metafísica, es más bien una puesta en problema de qué es una
fisiología. Es decir, una pregunta es reemplazada por otra: ¿qué es una fisiología del arte o una psicología del
arte? Aquí es donde se ponen en juego las interpretaciones: cuán diferente y cuán productiva es en términos
simbólicos, en términos de creación de valores, una fisiología, como para que no se la confunda con lo que
era una fisiología en los comienzos de la estética, por ejemplo, lo que Kant llama fisiología en Burke, que
también se podría llamar una psicología, si consideramos todo lo que el empirismo tiene de psicología o de
fisiología. Es decir, si lo que suplanta a una estética que no sea también una metafísica es una fisiología del
arte, la pregunta es qué es una fisiología o psicología del arte, que no sea ni una fisiología del receptor ni
tampoco una fisiología del artista –porque en este sentido podríamos agregar el problema de qué es lo que
tiene el artista, en tanto figura reverenciada como genio, que no tiene el resto de los mortales para producir
una obra de arte; estaríamos, si no, haciendo la fisiología de los grandes artistas para salirnos de la estética.
Ahora bien, por otro lado, si pensáramos que la estética, a lo largo de su historia, negó la
corporalidad, haríamos una lectura un poco superficial tanto de las estéticas empiristas –en las que incluimos
a Burke- como de lo que Kant supera de ellas. Porque, a partir de la estética kantiana, pareciera que no
tuviera ninguna centralidad el cuerpo, cuando en realidad sucede todo lo contrario: con la “Analítica del

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juicio estético” Kant hace ingresar el problema del placer (y con él, el problema del cuerpo) al sistema de las
tres Críticas. En todo el pensamiento empirista, lo más problemático –advierte Kant- es cómo lograr una
fundamentación que sea intersubjetiva: cómo puede haber una experiencia estética si no se tiene la suficiente
cultura, en cuyo caso aparecería lo que en Kant se llama gusto bárbaro: un gusto que siempre confunde lo
agradable con lo bello. El problema de las estéticas empiristas, sobre todo la de Burke, es que quien no tiene
cultura, quien no tiene autoilustración, no tiene gusto, o tiene un gusto bárbaro. Lo que trae la estética de
Kant de novedoso, en cambio, es una fundamentación intersubjetiva basada en la universalidad de las
facultades, por la cual no hay posibilidad de no tener gusto. Kant supera, en este punto, a las explicaciones
fisiológicas que compensan lo que no es jugos gástricos y sistemas de poleas (el cuerpo como máquina) con
cultura. La fisiología prekantiana serían los jugos gástricos de la máquina corporal + la cultura que cada
persona se haya dado a sí misma.
El ascetismo kantiano –incluso en términos de Schopenhauer y Nietzsche- no implica negar que
frente a la estatua de la diosa Afrodita –si es una mujer desnuda- pueda existir una reacción corporal, sino
que el juicio estético sobre ese objeto no se puede fundamentar en la reacción corporal. De hecho, es menos
obvio, para Kant y su época –una época ilustrada en la que se desarrolló la cultura libertina- por qué una
estatua de una mujer o un varón desnudos no son excitantes que por qué serían excitantes.
Podemos decir: nadie reconoce más la tiranía del cuerpo que el asceta. Entonces, el modo en el cual
aparece el ascetismo en la estética vía Kant es en el modo del reconocimiento de que la experiencia estética
es la menos universalizable de todas. Es una experiencia personalísima, como dice Nietzsche, y por eso no se
puede fundar el juicio estético en lo que el juicio estético tiene de personalísimo, pero al mismo tiempo se
admite en Kant que por eso no se puede, con argumentos, demostrar a otro que algo es bello. El otro
experimenta desde su cuerpo sensaciones que le hacen decir “esto es bello”. ¿Puede haber un juicio estético
en el cual no haya interferencia de lo sensual? Supongamos que alguien está haciendo una recepción de una
obra de arte pictórica, o el visionado de una película, o escuchando una composición musical: no hay
prácticamente nada de lo que en esa obra es sensual que no coexista con la forma. Si está la forma, está
también el contenido. Pero también al revés. El problema es en qué se funda el juicio estético. Pero no
porque el juicio estético no tenga relación con el cuerpo, sino porque la tiene. La relación con el cuerpo es
parte de lo que hace al juicio estético un juicio “personalísimo”.
Lo sensual está tan relacionado con lo conceptual: lo que produce el efecto de lo agradable es saber
de la existencia del objeto. Por ejemplo, saber qué quiere decir que un cuerpo esté desnudo y no simplemente
verlo. Porque el cuerpo desnudo podría pertenecer a una imagen adánica y tratarse de una obra religiosa que
representa el paraíso perdido. Es decir, la desnudez podría estar asociada a una imagen de la pureza extrema.
Si uno dice que hay un elemento sensual en la desnudez, ese elemento sensual está asociado a lo conceptual:

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el hecho de saber que el cuerpo desnudo quiere decir algo. Porque ese saber va en la dirección contraria de la
inocencia: supuestamente, en el paraíso, Adán y Eva no sabían lo que era la desnudez.
Este texto de Nietzsche está hablando de la genealogía de la moral, y no de estética. Sin embargo,
aparece el juicio estético kantiano en relación al ascetismo y a la promesa de felicidad. ¿Qué es lo que tiene
la escultura de una mujer desnuda, por ser una mujer y estar desnuda -esto es, por su concepto- para ser
sensual? Promesa de felicidad. El componente sexual de la desnudez –lo mismo se puede decir, por supuesto,
de la estatua de un varón desnudo-, está asociado a la promesa de felicidad.
Frente a esto, uno puede pensar que el concepto de desnudez no puede no estar asociado a la
sensualidad. Pero si en el juicio estético no hay un test para saber si se ha separado lo bello de lo agradable,
quizás alguien podría ver en la desnudez sensualidad y otra persona podría ver pureza paradisíaca, o adánica,
pero ninguna de las dos personas habría, en ese caso, abstraído la forma del contenido. Por eso decimos
pureza adánica, y no pureza évica, porque el concepto de Eva, ubicada dentro del Edén, está asociado al
pecado.
Por eso, está muy bien planteada en la “Analítica del juicio estético” kantiana la asociación, en lo
agradable, entre el concepto y lo sensual. Porque no es que un cuerpo desnudo produce por sí mismo un
efecto de sensualidad. El cirujano, por ejemplo, no está en relación con el cuerpo anestesiado en la misma
posición que quien ve una mujer desnuda en una actitud sensual. No hay nada menos sensual que un cuerpo
anestesiado, podemos pensar. Pero tampoco sería factible no decir que no hay imagen más perversa que la de
un cuerpo anestesiado. La de Kant es también la época de la anestesia en la cirugía y de la literatura libertina
en la cultura ilustrada. La ilustración no es ascética en relación al cuerpo. Con lo cual, la mirada estética es
distante como puede serlo la mirada del cirujano, que tiene ante el objeto de la perversión una mirada fría, o
debería tenerla. También en la mirada estética está ese índice de perversión permitida, en la medida en que
muchas de las imágenes de la historia del arte son representaciones de suplicios, torturas y crucifixiones. Los
motivos bíblicos son, en general, motivos cruentos. Las tragedias son todas historias reales infelices. Es
difícil, entonces, pensar que en la historia del arte lo que se entiende por sensual (y puesto entre paréntesis en
el juicio estético) sea algo sensual asociado a imágenes de flores, de amaneceres, o de paisajes idílicos. Hasta
en las imágenes bucólicas aparece siempre alguna calavera o algún elemento que marca la presencia de la
muerte: el memento mori, el carpe diem, o en general, la idea misma de la fugacidad.
Dentro de la estética del receptor, este problema (el de la relación entre sensualidad y ascetismo) es
insalvable. Porque la figura del ascetismo es el contralor de que el fundamento de determinación sea otro que
la promesa de felicidad. Pero ¿cuál es la promesa de felicidad que hay, por ejemplo, en las representaciones
de ahorcamientos en Los desastres de la guerra, de Goya? (salvo que se interprete la promesa de felicidad,
en estas obras, en términos negativos, como la promesa de felicidad en Los días felices, la obra de Beckett)

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En esta recapitulación que hace Nietzsche de la historia de la estética, antes que hacer una crítica fácil
al ascetismo (la de decir que niega la sensualidad), hace lo contrario: el ascetismo es cómplice de que en la
experiencia estética haya una promesa de felicidad, y el problema es cómo hacer que esa promesa de
felicidad no sea el fundamento del juicio estético. Porque siempre está presente. Y en general, los contenidos
de la historia del arte no son susceptibles de volverse, para una conciencia moral, buenos.
Cuando se hace una estética del espectador -volviendo al otro fragmento que leímos- es imposible no
adular a ese espectador. Porque es alguien que se inclina ante el genio que pintó esa perversión. Ve la
maestría de Goya, y no la crueldad del ahorcamiento. El sujeto espectador del que habla Nietzsche no tiende
a ver esa componente, sino quién es el genio que puso ese contenido en la forma. En este sentido, Kant está
más cerca de pensar la belleza como algo que, en tanto radica en la representación, es de por sí artístico -
aunque esté en la naturaleza o en objetos de la vida cotidiana, porque lo que place es la forma de la
representación- que los empiristas. Lo que hace de la figura representada en un cuadro de un hombre
ahorcado una representación bella es, precisamente, la forma en la que un artista pintó esa figura humana.
Ahora bien, ¿qué sería en ese caso la belleza? ¿Que el ahorcamiento parezca real? ¿Que parezca cruel? ¿Que
produzca un espasmo? ¿Que la muerte aparezca como algo que está presente en ese cuerpo, y precisamente
se lo ve ya como no siendo? En cualquiera de estas opciones, lo que se vería es algo por lo cual el receptor se
inclina ante el genio. Podemos decir: la forma es la forma del genio, no la forma del ahorcamiento. Aquí es la
vanidad del receptor, la que se autocelebra. Al decir "esto es bello", estoy diciendo: “esto es una obra de
Goya, una obra artística”, “esto es arte”, y no “esto es un ahorcamiento”. Nietzsche lee bien a Kant. Leer lo
que Nietzsche escribe sobre Kant obliga a repensar a Kant y a cuál es la operación que hace su estética. En
eso consiste, básicamente, la crítica radical a la estética: en una reescritura de la estética a partir de sus puntos
ciegos.
Ahora bien, ¿por dónde pasa, en el caso de la representación de un ahorcamiento, el placer sensual en
términos de promesa de felicidad? Si no hay una abstracción de la forma implícita en esa sensualidad, uno
estaría gozando de la representación de una persona muerta por lo que tiene de presentación de la persona
muerta (de traerla al presente perceptivo del receptor). Piensen en la película de Krzysztof Kieślowski No
matarás, que forma parte del Decálogo. En la primera parte, se muestra detalladamente cómo un bello
adolescente ahorca a un taxista con total parsimonia y frialdad. En la segunda parte, se muestra cómo el
Estado ejecuta con total parsimonia y frialdad a ese joven. Quien mira esta película, ¿por qué sería
necesariamente una persona con un alto sentido artístico, y no un perverso? En realidad, para Nietzsche,
como el juicio estético es “personalísimo”, no podemos saberlo. Pero si el espectador dice “esto es arte”
(como un modo de decir “esto es bello” o “esto es sublime”) es porque lo que observa, a través de la maestría

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del director, es cómo el acto de matar, cuando lo realiza el Estado, es más insoportable que cuando lo
realizan particulares. La figura del genio –plantea Nietzsche- es la contraparte de la figura del esteta.
En este sentido, el juicio estético implica una relación adulta con el objeto en lo que tiene de
“promesa de felicidad”, por la cual no desaparece el componente sensual, ligado a esa promesa, pero se
reencauza. No obstante, la sensualidad está: y está frente a objetos que no son sensuales de una manera no
perversa, es decir, invitan a gozar de algo que no debería ser objeto de goce desde el punto de vista moral.
Hay una suerte de suspensión de la moralidad en el juicio estético. Esto también es parte de la modernidad
estética: la suspensión del juicio moral en el momento del juicio estético. Para que haya tal suspensión, la
promesa de felicidad que aporta la imagen pictórica o la audición musical, o lo táctil del cuerpo, si fuera una
escultura, está, si es esto último, en no tocarla; si es una pintura, en tomar distancia para ver cómo está
realizada; y si es una audición, en no ponerse a bailar.
La estética moderna, en lo que le aporta a la vida moderna, también es una anestésica (el término lo
utiliza Susan Buck-Morss): hacer que se presente casi como una celebración del sujeto el hecho de que el
sujeto disfruta de representaciones independientemente de lo representado. Porque lo representado puede ser
algo respecto de lo cual no está moralmente permitido gozar.
Si no, la ficción regulativa [de la que habla Nietzsche] no se entiende. Pareciera que la estética fue un
extenso error, que no cumplió ninguna función social. A mí, como profesora de filosofía, se me plantea el
problema: por qué enseñar esa estética en el modo de la historia de un error, y no tratar de entender, más
bien, su servicio social. Ahora bien, ese servicio social tiene un doble sentido: autoilustración y
disciplinamiento. El sujeto debe disciplinar la mirada para poder ver, donde hay una promesa de felicidad, la
obra de un genio. Para eso, lo más sencillo –dice Nietzsche- es arrodillarse ante el artista. Pero arrodillarse
ante el artista, además, implica no poder pensar como artista; no poder sino pensar filosóficamente al artista:
ver cuánto de artisticidad hay en la obra. Y esta forma juzgar la obra es una forma de centramiento del sujeto,
y no una forma de descentramiento.
En este sentido, uno puede decir que los artistas también son espectadores. Una persona que es artista
no podría no gozar del arte. No hay artistas que odien el arte, que no puedan disfrutar de otras obras que no
sean las que hacen ellos mismos. Es ridículo pensar que por un lado están los espectadores puros y por otro
los artistas puros. Es cierto que en la sociedad burguesa hay una división del trabajo en la esfera del arte, y
que la estética viene a legitimarla, no a cuestionarla: los artistas, los críticos, los curadores, los profesores de
arte, los genios, los malos artistas (que son fundamentales), los aspirantes a artistas, los buenos espectadores
y los malos. Lo primero que se hace la estética, en la modernidad, es darle un lugar al espectador. Pero la
contraparte de la figura del espectador - ve Nietzsche- es la figura del genio.
Vamos a desarrollar ahora en qué sentido la crítica nietzscheana a la estética es también una crítica

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cultural. Y vamos a desarrollarlo a partir de la crítica nietzscheana al romanticismo, tomando como eje el
romanticismo tardío (o romanticismo de masas, como le llama Nietzsche) de Wagner. La propuesta –tal como
aparece en el programa 2017 de la materia Estética- es leer la crítica de Nietzsche a la estética wagneriana
como una forma de crítica cultural.
El término romanticismo, en Nietzsche, condensa todas las concepciones del arte que él detesta, dice
Paula Fleisner en la Introducción a Nietzsche y la modernidad estética: el cristianismo, el nihilismo y el
decadentismo. Ahora bien, tomando como punto de partida este planteo, propongo preguntarnos en qué
sentido la filosofía debería ser como el arte. Porque la crítica radical a la estética, en términos nietzscheanos,
no consiste en postular que todos somos artistas o que todo hombre es un artista -en el sentido de Beuys, es
decir: el arte de los artistas como lo contrario del arte de los receptores-, sino en postular la tarea del filósofo
del futuro como la misma tarea del artista del futuro: crear valores. Esta última es la hipótesis que organiza la
clase de hoy.
Si no fuera así, pareciera que los artistas hacen algo que los filósofos deberían imitar, [o por lo cual
los filósofos deberían imitarlos]. Este es el aspecto problemático de relacionar la filosofía con el arte en un
sentido banal, como si todo lo que se convierte en arte se convirtiera por sí solo en creación de valores
nuevos, cuando en realidad también existe -en términos nietzscheanos- el arte decadente, el arte
nihilistamente malo, el arte cristiano fuera del arte cristiano. Es decir, también hay un arte que tiene, para
Nietzsche, las peores cualidades que tiene la filosofía de la tradición moderna. Podemos pensar, entonces,
que el arte tiene tantos problemas como los que tiene la filosofía. No se trata de reemplazar a la filosofía por
el arte como si toda la historia del arte estuviera redimida. De Platón a Hegel, la filosofía tiene problemas que
también ha tenido el arte: cristianismo, nihilismo, decadentismo.
La pregunta que nos hacemos entonces es: si la filosofía debiera ser arte, entendida como creación de
valores, entonces ¿tiene que ser una filosofía afirmativa, en lugar de negativa? Y la segunda pregunta que
acarrea esa primera es: ¿Cómo es un filósofo que no sea un filósofo de la negatividad? Es decir, cómo sería
un filósofo afirmativo. De la misma manera, el arte también debería ser afirmativo, mientras que el arte de la
modernidad estética no es afirmativo. Aquí tenemos el problema.
Pero, por otro lado, el Nietzsche que estamos leyendo (el de la década de 1880) ya no es el joven
Nietzsche, ya no es un wagneriano-schopenhaueriano. Ya se ha peleado con esa juventud wagneriano-
schopenhaueriana, además de con Wagner. Estamos ante un Nietzsche -el de la década del ochenta- que
también revisa su juventud. Por lo tanto, no lo podemos pensar como al Nietzsche de El nacimiento de la
tragedia, sobre todo teniendo en cuenta la “autocrítica” que hace las veces de prólogo de la tercera edición:

…lleno de innovaciones psicológicas y de secretos de artista, con una metafísica de artista en el trasfondo,
una obra juvenil llena de valor juvenil y de juvenil melancolía, independiente, obstinadamente autónoma

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incluso allí donde parece plegarse a una autoridad y a una veneración propia, en suma, una primera obra,
también en el mal sentido de la expresión, que, pese a su problema senil, adolece de todos los defectos de la
juventud [F. Nietzsche, “Ensayo de autocrítica”, en: El nacimiento de la tragedia, trad. Andrés Sánchez
Pascual, Madrid, Alianza, 1984, pp. 27-28]

Para llegar a la crítica al romanticismo como crítica a la estética, hice una selección de fragmentos
dentro de la selección de fragmentos de Paula Fleisner, que es la siguiente:

Ficha 1:
Más allá del bien y del mal (1886):
“Nosotros los doctos” § 211 [pp.34-35]
§ 213 [pp. 35-36]
§ 289 [pp. 36-37]
Ficha 2:
La voluntad de poder como arte:
14 [61] [pp.52-53]
14 [117] [pp.52-53]

Crítica al romanticismo:
La ciencia jovial: § 370 [pp. 58-60]

Todas las referencias entre corchetes son de las páginas de la Ficha. A su vez, el parágrafo de La
ciencia jovial señalado es el que marca el punto de inflexión a partir del cual Nietzsche da inicio a la
fisiología del arte.
Dividí para su análisis el § 211 de Más allá del bien y del mal en tres momentos. En este parágrafo
aparece la respuesta a la pregunta por cómo tiene que ser el filósofo afirmativo. Ahora bien, no es que
Nietzsche responda, como si se tratara de un programa vanguardista, cuáles son las cualidades que tiene que
tener un filósofo afirmativo, sino cuál es la dificultad que encuentra el candidato a ser un filósofo afirmativo
para poder, antes que nada, hacerse del martillo (esta dificultad aparece en el 3º momento), es decir, cómo
hace para terminar con los valores que lo atan a la negatividad. Nadie, por sus rasgos individuales, está
destinado a ser un filósofo afirmativo. No se puede salir del nihilismo simplemente por la voluntad de salir de
él. No es que hay, por un lado, filósofos afirmativos y por otro, filósofos negativos. La afirmatividad no es un
camino -entre otros- de la subjetividad moderna -el menos transitado- del que se puede encontrar algún
modelo. No. Se trata de una subjetividad filosófica que no ha sido explorada aún. En este sentido, la

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modernidad no tiene sus filósofos afirmativos, que pudieran servir de modelo a Nietzsche y a los
postnietzscheanos. Los filósofos del martillo no pueden ser discípulos de otro filósofo del martillo. Es más
bien problemática, entonces, la alternativa nietzscheana -la alternativa de una filosofía afirmativa- en tanto no
tiene modelos (Nietzsche tampoco se piensa a sí mismo como un “modelo” a imitar). La filosofía afirmativa
no sólo no tiene modelos filosóficos en las filosofías previas, sino que tampoco tiene modelos expresivos en
los lenguajes preexistentes. De todos modos, la filosofía afirmativa no es un punto de partida. Dice Nietzsche
en el #211 de “Nosotros los doctos”, dentro del libro Más allá del bien y del mal (1886), en lo que llamo 1º
momento del texto:
Insisto en que se deje por fin de confundir a los trabajadores filosóficos y, en general, a los hombres científicos
con los filósofos, —en que justo aquí se dé rigurosamente «a cada uno lo suyo», a los primeros no demasiado,
y a los segundos no demasiado poco. Acaso para la educación del verdadero filósofo se necesite que él mismo
haya estado alguna vez también en todos esos niveles en los que permanecen, en los que tienen que
permanecer sus servidores, los trabajadores científicos de la filosofía; él mismo tiene que haber sido tal vez
crítico y escéptico y dogmático e historiador y, además, poeta y coleccionista y viajero y adivinador de
enigmas y moralista y vidente y «espíritu libre» y casi todas las cosas, a fin de recorrer el círculo entero de los
valores y de los sentimientos valorativos del hombre y a fin de poder mirar con muchos ojos y conciencias,
desde la altura hacia toda lejanía, desde la profundidad hacia toda altura, desde el rincón hacia toda
amplitud. Pero todas estas cosas son únicamente condiciones previas de su tarea: la tarea misma quiere algo
distinto — exige que él cree valores.

El servidor de la filosofía, el trabajador científico de la filosofía, es un momento de la filosofía, en


tanto el filósofo ha sido educado por alguien para ser filósofo. Nietzsche también fue educado –dice él- por
Schopenhauer. Hay una manera de instalarse en la filosofía, con respecto a la tradición, por la cual es algún
filósofo contemporáneo el que instala a otro frente a la tradición. Recordemos a los románticos: es Fichte
quien los instala frente a la tradición, quien les marca el camino sobre cómo leer a Kant. Es decir, no es Kant,
sino Fichte, quien ha “educado” a los románticos como postkantianos. Siempre hay, podemos decir, un
filósofo que se relaciona con la tradición filosófica de una manera problemática, cuestionadora, a través de la
mediación de un filósofo contemporáneo a él. Pensemos en Descartes frente a toda la tradición medieval.
Pensemos en los empiristas en relación con los racionalistas y en los racionalistas en relación con los
empiristas. Hay siempre una manera “equivocada” de ver la filosofía, que es contra la cual un filósofo se
presenta en sociedad. Pareciera ser que este momento de la argumentación nietzscheana es típicamente
filosófico: el filósofo presenta cómo tiene que ser la filosofía (un programa de la filosofía futura) en relación
a una filosofía equivocada. Ese momento programático sería equivalente al del manifiesto sin ser por eso un
manifiesto: no se puede decir cómo tiene que ser la filosofía sin posicionarse frente a la historia de la

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filosofía, frente a lo qye ha devenido tradición (en el caso de Nietzsche, la tradición sería la modernidad
filosófica, igual que para todos los filósofos contemporáneos).
Ahora bien, incluso en la modernidad filosófica, siempre hay, de todos modos, alguna educación
filosófica. Descartes se formó en la escolástica, como se formaron todos los filósofos de comienzos de la
modernidad; los idealistas se formaron en lo que Fichte llama “filosofías dogmáticas”: el racionalismo o el
empirismo, las filosofías “realistas” (que no explican cómo se construye el objeto); Kant dice: Hume me
despertó de mi sueño dogmático, si no, hubiera sido un leibniziano. Lo que está diciendo Nietzsche es que
nadie se instala en la filosofía sin haber participado de alguna forma de educación, y sin posicionarse frente a
esa forma de educación filosófica de una manera desafiante. Incluso dentro de una misma escuela filosófica
es necesario posicionarse de manera negativa: pensemos en el racionalismo o el empirismo: hay distintos
racionalismos y distintos empirismos. Hay tantas semejanzas en materia de supuestos entre Spinoza y
Descartes como diferencias; o entre Locke y Hume. Quiero decir: no hay manera de posicionarse en filosofía,
incluso dentro de una tradición ya existente, sin marcar una diferencia con la propia educación filosófica, y
de hacerlo a partir de un punto de ruptura que muchas veces tiene que ver con un maestro alternativo a los
maestros académicos; con un filósofo vivo que es el que pone al filósofo nuevo en una posición desafiante
respecto de la tradición aprendida a través de la educación académica.
En esta parte del texto, Nietzsche no habla como el Nietzsche “que nos gusta a todos”: el Nietzsche
anti-académico, contracultural, anarquista (aunque Nietzsche –vamos a ver en otro de los textos- también es
crítico del anarquismo, no sólo del Estado). La lógica de las instituciones es intrínseca a la filosofía. La
filosofía contemporánea (la que, justamente, abre Nietzsche con su crítica a la modernidad filosófica), sucede
en el marco de las instituciones que la albergan y disputan sobre (y por) ella. La filosofía contemporánea no
es “intuitiva”.
Nietzsche dice: la filosofía no debe confundirse ni con sus mediaciones ni con sus mediadores. Ahora
bien, es en los intersticios de esos espacios de mediación –donde trabajan, industrialmente, los obreros del
concepto- donde alguien puede posicionarse de una manera desafiante. La tradición filosófica no se puede
desafiar desconociéndola: el filósofo afirmativo no es alguien que haya prescindido de hacer el trabajo del
obrero de la filosofía. Nietzsche aparece bajo el aura de lo no académico, en principio por lo que todos ya
sabemos: que fue echado de la Universidad de Basilea por El nacimiento de la tragedia. Pareciera ser que,
entonces, que Nietzsche no tuviera ningún pasado de “obrero de la filosofía”. O que carácter desafiante no lo
hubiera aprendido de nadie. Sin embargo, los maestros que lo hicieron desconfiar de los maestros académicos
–Schopenhauer, Wagner-fueron ellos mismos figuras con las que él tuvo que romper a su vez, para poder
convertirse en Nietzsche. Él tiene que romper también con los maestros antiacadémicos.
Para ilustrar el 2º momento del texto, retomo desde la última frase del 1º momento:

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Pero todas estas cosas son únicamente condiciones previas de su tarea [la tarea del filósofo afirmativo]: la
tarea misma quiere algo distinto — exige que él cree valores.

El trabajo de obrero de la filosofía forma parte de las condiciones previas para que alguien se
convierta en filósofo (aunque no lo garantice de suyo: el obrero de la filosofía puede no dejar de ser nunca
obrero de la filosofía). Pero también son condiciones previas (respecto de las cuales el ser obrero de la
filosofía es, si se quiere, el escalón más bajo) el haber pasado por la figura del crítico, el escéptico, el
dogmático, el historiador, el poeta, el coleccionista, el viajero, el adivinador de enigmas, el moralista, el
vidente y el «espíritu libre». Estas contrafiguras del obrerismo conceptual también son condiciones previas;
también son necesarias esas figuras iluminatrices, esas figuras auráticas, por las cuales el filósofo se
convierte en lo contrario del obrero del concepto: en una figura no científica, no profesoral, no académica.
Estas figuras más atractivas, que van del crítico al “espíritu libre”, forman también parte de la propedéutica
del filósofo afirmativo, del filósofo que crea valores; pero no garantizan por sí solas –igual que pasaba con el
obrerirsmo- que alguien se convierta, después de haber cumplido con todas esas figuras, en el filósofo que
crea valores.
Estudiante: Pero esas figuras parecen estar un poco más arriba que el obrero, en esa propedéutica.
Profesora: Sí, desde ya. No se pasa de ser obrero de la filosofía a ser filósofo afirmativo, sino que se
atraviesa una serie de figuras más atractivas que las del obrero pero que tampoco son las del filósofo
afirmativo: los modos de salir del obrerismo del concepto tampoco son equivalentes a la “creación de nuevos
valores”. No se sale del obrerismo del concepto volviéndose Nietzsche sino volviéndose algo que es un poco
más atractivo y un poco más filosófico que ser obrero –un científico del concepto, un investigador- pero esas
figuras no son todavía la del filósofo creador de valores.
Estudiante: Se pasa a una pluralidad de miradas, y se abandona la mirada sesgada del obrero de la
filosofía.
Profesora: Exacto. Hay una propedéutica más larga que la que puede imaginar el recién iniciado en la
filosofía cuando lee a Nietzsche y aspira a ser un futuro Nietzsche, pero tampoco hay que pensar que se trata
de una receta nietzscheana para convertirse en Nietzsche. Ese camino que va del obrerismo del concepto a la
filosofía afirmativa existiría (y se lo podría reconstruir a posteriori) cuando alguien se convierta en un
filósofo afirmativo. En ese caso, se verá que hay instancias que amplían el perspectivismo como paso
necesario para la afirmatividad: son esas instancias las que construyen una figura filosófica más parecida a lo
que la filosofía afirmativa debería ser. Nadie podría crear valores si no ha ampliado su mirada, si no ha
cambiado la altura desde la cual mira; si no ha multiplicado los ojos con los que mira.
Ahora, en el 2º momento, Nietzsche retoma la figura del trabajador filosófico:

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Aquellos trabajadores filosóficos modelados según el noble patrón de Kant y de Hegel tienen que establecer y
que reducir a fórmulas cualquier gran hecho efectivo de valoraciones — es decir, de anteriores posiciones de
valor, creaciones de valor que llegaron a ser dominantes y que durante algún tiempo fueron llamadas
«verdades» —bien en el reino de lo lógico, bien en el de lo político (moral), bien en el de lo artístico.

En lo que llamamos el 2º momento del texto aparecen como modeladores de los trabajadores de la
filosofía dos filósofos idealistas: Kant y Hegel. Estas filosofías idealistas no son dos entre otras, sino que
tienen una posición dominante dentro de la tradición filosófica en la cual se instala Nietzsche, y que es la que
se extiende, dentro de una tradición moderna, desde Descartes hasta Hegel. Las creaciones de valor que
realizaron los idealistas llegaron a ser dominantes y, por eso, durante algún tiempo fueron llamadas
«verdades». Es importante que hayan sido llamadas “verdades” porque es lo que podemos entender como
característico de una creación de valor que se ha vuelto dominante. De algún modo, todos los que piensan
después de Kant piensan de manera idealista, aun cuando sean críticos de Kant –empezando por Fichte: se
trata de tomar como verdad la posición central productiva del sujeto. Quien se posiciona frente a esa
tradición –la idealista alemana- con la voluntad de demolerla tiene que aceptar que ahí hubo creación de
valor, que son ésos los valores en los cuales quien se erige como su destructor ha sido formado. Podemos
decir: quien viene a destruir la filosofía idealista ha sido producido –en su etapa de “obrero de la filosofía”-
por la filosofía del idealismo. Es importante tener en cuenta que el filósofo afirmativo no es alguien que
irrumpe de la nada, sino alguien que está construido por la filosofía que viene a destruir. Salteo unos
renglones, y paso al 3º momento:

[…] Pero los auténticos filósofos son hombres que dan órdenes y legislan: dicen: «¡así debe ser!», son ellos
los que determinan el «hacia dónde» y el «para qué» del ser humano, disponiendo aquí del trabajo previo de
todos los trabajadores filosóficos, de todos los sojuzgadores del pasado, - ellos extienden su mano creadora
hacia el futuro, y todo lo que es y ha sido conviértese para ellos en medio, en instrumento, en martillo. Su
«conocer» es crear, su crear es legislar, su voluntad de verdad es — voluntad de poder. —¿Existen hoy tales
filósofos? ¿Han existido ya tales filósofos? ¿No tienen que existir tales filósofos?…

El problema del filósofo afirmativo es que no hay un modelo de él (Nietzsche no se pone a sí mismo
como ejemplo). Por eso el texto se pregunta: ¿Existen tales filósofos? ¿Tienen que existir tales filósofos? No
hay un modelo del filósofo afirmativo como sí lo había del filósofo negativo. Había un modelo del filósofo
negativo en Kant y Hegel, a quienes Nietzsche pone como patrones de filósofo del siglo XIX, incluso para
demolerlos. Pero los demoledores de Kant o los demoledores de Hegel son construidos por esas mismas
filosofías. Pensemos, por ejemplo, en los hegelianos de izquierda, en relación a Hegel. Ese materialismo

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feuerbachiano, al cual a veces Nietzsche se refiere tan irónicamente como un atomismo, sería una inversión de la
filosofía idealista, un modo de salir de la filosofía en la cual Feuerbach se ha formado. En este sentido, el
hegelianismo de izquierda es la némesis de la filosofía idealista. De la misma manera, los idealistas
postkantianos, llegando hasta el propio Hegel, son la némesis de la filosofía idealista kantiana. El instrumento, el
martillo con el cual se demuele una filosofía, es creado por esa misma filosofía.
Pareciera haber aquí un problema para construir un martillo, un instrumento destructor, que no esté
hecho de la misma materia que se quiere destruir. O bien, también podemos decir, la ventaja (aunque con ella
venga el límite) que tiene el instrumento destructor para destruir una filosofía es que, precisamente, está hecho
del mismo material que lo que quiere destruir. Aquí tenemos, por un lado, la explicación de por qué es tan
problemática la construcción de la figura del martillo en Nietzsche y, por otro lado, por qué la pregunta de si han
existido los filósofos afirmativos -y si tienen que existir- no es una pregunta retórica. El final de este fragmento
no es aporético. Al revés, es invocativo, arengador incluso: no han existido esos filósofos, y sí tienen que existir.
De ahí también el peligro de lo arengatorio que pueda tener una filosofía que sólo puede ser hecha por uno: por
el que la hace; una filosofía que no busca sembrar discipulaje, vasallaje, o escuela.
Esta voluntad de legislar, de la que habla Nietzsche, no apunta a legislar sobre el propio campo, como
quien dice, a crear filósofos de la escuela nietzscheana, así se llame filosofía afirmativa o filosofía con el martillo
o como fuere, sino a legislar sobre la vida.
La pregunta que abre la filosofía afirmativa, en tanto busca “legislar” sobre la vida (no sobre la filosofía
misma), sería: ¿podrá alguna vez la filosofía contemporánea salir de su campo, salir “fuera de sí”? Pero no en el
sentido de sacar a la filosofía “fuera del medio académico” para llevarla a “otro lugar”. Que el legislar, el crear
valores, sea algo que exceda el campo de la filosofía –que exceda el convertirse en verdad para fundar una
escuela, como ocurre con el idealismo, el materialismo, el romanticismo, que se convierten, en tanto ismos,
en fundadores de discipulaje- no quiere decir, simplemente, que se deba cambiar el campo de la filosofía por
el campo de la política (teniendo en cuenta que, ya en la modernidad, los dos “campos” están igualmente
profesionalizados). El problema de los filósofos afirmativos no es tanto que no puedan existir (como si nadie
–ningún individuo- estuviera en condiciones de llegar a serlo), sino que no recaigan, en el acto de “legislar”
sobre la vida, en las figuras de autoridad ya existentes. Porque ya en sí misma la del filósofo es una figura de
autoridad. Me refiero a figuras como la del rey filósofo de Platón. No es ésta la figura que a Nietzsche le
interesa (el rey-filósofo como aquel que conoce la Idea de Justicia, por ejemplo). Nietzsche, cuando postula
una figura del filósofo creador de valores, tampoco cree que los filósofos, para lograr esa figura, tengan que
hacer algo que ya hacen los artistas. Porque, insisto, también en el arte hay cristianismo, nihilismo y
decadentismo: aquello de lo cual la filosofía está excedida. De lo que está inundada (y harta) la filosofía
también lo está el arte. Así, de la misma manera que tiene que haber una filosofía del futuro, tiene que haber

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un arte del futuro. En el § 213 de Más allá del bien y del mal Nietzsche dice:

Lo que un filósofo es, eso resulta difícil de aprender, pues no se puede enseñar: hay que «saberlo», por
experiencia, —o se debe tener el orgullo de no saberlo. Pero que hoy todo el mundo habla de cosas con
respecto a las cuales no puede tener experiencia alguna, eso es algo que se aplica ante todo y de la peor
manera a los filósofos y a los estados de ánimo filosóficos: —poquísimos son los que los conocen, poquísimos
son aquellos a los que les es lícito conocerlos, y todas las opiniones populares sobre ellos son falsas. Así, por
ejemplo, la mayor parte de los pensadores y doctos no conocen por experiencia propia esa coexistencia
genuinamente filosófica entre una espiritualidad audaz y traviesa, que corre presto, y un rigor y necesidad
dialécticos que no dan ningún paso en falso, y por ello, en el caso de que alguien quisiera hablar de esto
delante de ellos, no merecería crédito. Ellos se representan toda necesidad como una tortura, como un
torturante tener-que-seguir y ser-forzado; y el pensar mismo lo conciben como algo lento, vacilante, casi como
una fatiga, y, con bastante frecuencia, como «digno del sudor de los nobles» -¡pero no, en modo alguno, como
algo ligero, divino, estrechamente afín al baile, a la petulancia!

Aquí quiero hacer la primera pausa en la lectura del parágrafo: lo que caracteriza a la necesidad,
propia de la argumentación filosófica, es una lentitud, un forzamiento, algo que Nietzsche caracteriza como
una tortura. Mientras que los rasgos que tendría el pensamiento en tanto afirmativo son los contrarios: ligero,
divino, estrechamente afín al baile, a la petulancia. Por otro lado, había dicho Nietzsche en el parágrafo
anterior, nadie puede, desde un primer momento, instalarse en la filosofía desde esa posición de bailarín o
petulante (siempre se empieza como obrero y a veces ni siquiera se pasa de ahí a las figuras intermedias pero
más atractivas: el crítico, el poeta, etc.); cuando alguien se instala desde esa posición (afín al baile o a la
petulancia) lo hace contra una educación que ha tenido las características opuestas. Pero sin esa educación
nadie podría romper con ella. Quien no tiene una educación” filosófica “fatigosa” y “agobiante”, no tiene con
quién romper; no tiene contra qué pronunciarse, qué destruir. Quien no tiene algo que lo haya constreñido a
hacer un trabajo científico no filosófico con la filosofía tampoco podría rebelarse contra eso. Digo esto
porque muchas veces, no se ve cuál es la lógica del martillo; y es que nadie podría construir su martillo para
destruir una filosofía si no ha sido torturado por esa filosofía. Alguien torturado por el idealismo, como
Nietzsche, puede desear romper con ese patrón idealista de la filosofía, la filosofía de los pastores alemanes,
como él dice. Pero lo que no se ve –y en estos textos Nietzsche hace mucho hincapié en el trabajo obrerístico
dentro de la filosofía- es hasta qué punto ese trabajo es eso: un trabajo, y se lo siente como tal, con todas las
características agobiantes que tiene un trabajo. Insisto: nadie podría construir un martillo para derribar un
saber si no ha sido sojuzgado por ese saber. No podría Descartes haber querido romper con la escolástica si
no hubiera sido férreamente educado en la escolástica. Y lo mismo podemos decir hasta de Nietzsche mismo.
La filosofía produce ese efecto, en tanto somete a un rigor propio de la necesidad –la necesidad lógica- a

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todos quienes se forman en ella. Uno se forma en las filosofías que tienen esta cualidad. Nosotros,
contemporáneamente, nos formamos también en las filosofías que no la tienen, como las nietzscheanas y las
postnietzscheanas.
Ahora bien: aunque la filosofía afirmativa no es “el teléfono con el más allá” -como dice Nietzsche en
la Genealogía de la moral-, no es algo “intuitivo”, algo que le es dado a alguien sin ningún trabajo ni
conocimiento filosófico previo, tampoco surge, como un corolario o un premio, al final de haber pasado por
todas figuras más atractivas que la del “trabajador científico de la filosofía” (el crítico, el escéptico, el
dogmático, el historiador, el poeta, el coleccionista, el viajero, el adivinador de enigmas, el moralista, el
vidente, el “espíritu libre”). Por esas figuras se sale del trabajo científico, pero no necesariamente se “entra”
en la filosofía afirmativa. Lo que Nietzsche dice del filósofo podría decirse del artista. No se trata de que los
artistas estén en una “senda correcta” hacia la afirmatividad y los filósofos en la equivocada. El arte –el arte
“realmente existente” en 1886- no es superior a la filosofía en materia de “creación de valores”. Los males
que atacan a la filosofía no son ajenos al arte. En el siglo XX, el arte se va a profesionalizar tanto o más que
la filosofía (algo que a esta altura del siglo XXI se ha vuelto más que obvio).
Nietzsche parece querer decir que la filosofía tendría que hacer algo que todavía no lo hace el arte y
que es tarea del arte (aunque el arte de finales del siglo XIX esté hundido en el romanticismo y viva un
momento decadente). La futuridad de la tarea de la filosofía es la futuridad de la tarea del arte. Sigo con el
#213 de Más allá del bien y del mal:

«Pensar» y «tomar en serio», «tomar con gravedad» una cosa -en ellos esto va junto: únicamente así lo han
«vivido» ellos —. Acaso los artistas tengan en esto un olfato más sutil: ellos, que saben demasiado bien que
justo cuando no hacen ya nada «voluntariamente», sino todo necesariamente, es cuando llega a su cumbre su
sentimiento de libertad, de finura, de omnipotencia, de establecer, disponer, configurar creadoramente, —en
suma, que entonces es cuando la necesidad y la «libertad de la voluntad» son en ellos una sola cosa. Hay,
finalmente, una jerarquía de estados psíquicos a la cual corresponde la jerarquía de los problemas; y los
problemas supremos rechazan sin piedad a todo aquel que se atreve a acercarse a ellos sin estar predestinado
por la altura y poder de su espiritualidad a darles solución.

Noten que también los artistas están sometidos a la necesidad, pero es en ese someterse a la necesidad
donde ellos encuentran la libertad. Aquí radica la diferencia con los filósofos: no en que los artistas tengan
una existencia más libre o en que no estén sometidos a los poderes temporales o a las instituciones
académicas, o en que puedan no tener vínculos intelectuales (sino sólo profesionales) con el cristianismo, en
una época (que duró siglos) en la cual toda la cultura occidental está dominada por la Iglesia, sino en que la
necesidad a la que ellos se someten es distinta a la que se someten los filósofos; en la necesidad a la que se

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someten los artistas ellos encuentran la libertad; en la necesidad a la que se someten los filósofos ellos
encuentran la fatiga, el agobio, el encierro, la no libertad. La libertad de la voluntad se halla, en el arte, en el
entregarse a la necesidad. No porque no haya deliberación en el trabajo del artista, sino porque la necesidad a
la que ese trabajo se somete es inmanente a la obra.
Esta concepción del trabajo del artista es bien moderna. Hay –en términos adornianos, pero también
en términos heideggerianos- una necesidad impuesta por el material. La lógica del material artístico, con la
que el artista se enfrenta, es tan férrea como la lógica del concepto, aunque no necesite del concepto. Poner
un determinado elemento primero que otro es una decisión, pero esta decisión desencadena otras decisiones
que ya no son del artista sino imposiciones del material. Hay una manera de componer obras, en todas las
artes, por la cual determinadas decisiones llevan a otras. Si alguien está escribiendo un cuento -o cree, en
principio, que está haciendo eso- pero se da cuenta de que el desarrollo de un personaje y de su entorno es
propio de una novela, puede que lo que escriba termine siendo una novela. O una nouvelle. La libertad en la
necesidad, que caracteriza al trabajo artístico, no es el resultado de la falta de trabajo, sino de otra concepción
del trabajo. Las decisiones que toma el artista, a medida que las va tomando, le generan obligaciones –no
obligaciones propias de una poética rígida, en el sentido de las poéticas del siglo XVIII, sino obligaciones
propias del lenguaje artístico en el cual se está trabajando (lo que antes llamé “material”, usando un término
de las estéticas materialistas). Esas obligaciones –esa “necesidad feliz”, digamos- se deben que el lenguaje
artístico en el que el artista incursiona tiene una historia previa. Sigo con el #213 donde lo había dejado.

¡De qué sirve el que flexibles cabezas universales o mecánicos y empíricos desmañados y bravos se esfuercen,
como hoy sucede de tantos modos, por acercarse a esos problemas con su ambición de plebeyos y por
penetrar, si cabe la expresión, en esa «corte de las cortes»! Pero a los pies groseros nunca les es lícito pisar
tales alfombras: de eso ha cuidado ya la ley primordial de las cosas; ¡las puertas permanecen cerradas para
estos intrusos, aunque se den de cabeza contra ellas y se la rompan! Para entrar en un mundo elevado hay que
haber nacido, o dicho con más claridad, hay que haber sido criado para él: derecho a la filosofía — tomando
esta palabra en el sentido grande — sólo se tiene gracias a la ascendencia, también aquí son los antecesores,
la «sangre», los que deciden. Muchas generaciones tienen que haber trabajado anticipadamente para que
surja el filósofo; cada una de sus virtudes tiene que haber sido adquirida, cultivada, heredada, apropiada
individualmente, y no sólo el paso y carrera audaces, ligeros, delicados de los pensamientos, sino sobre todo
la prontitud para las grandes responsabilidades, la soberanía de las miradas dominadoras, de las miradas
hacia abajo, el sentirse a sí mismo separado de la multitud y de sus deberes y virtudes, el afable proteger y
defender aquello que es malentendido y calumniado, ya sea dios, ya sea el diablo, el placer y la ejercitación en
la gran justicia, el arte de mandar, la amplitud de la voluntad, los ojos lentos, que raras veces admiran, raras
veces miran hacia arriba, que raras veces aman…

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Noten que en esta última parte del fragmento se retoma el problema de partida: de qué manera se
irrumpe en la filosofía. Parece haber linajes en la filosofía, en el sentido aristocrático del término: las
escuelas son esos linajes. Pareciera que hay que ganarse el derecho a la filosofía dentro de la filosofía. Las
puertas de la filosofía siempre están cerradas, no se abren fácilmente, y no basta con querer penetrar en ese
antro, ni con romperse la cabeza contra sus puertas.
Es en relación a la ambición plebeya de entrar a un espacio aristocrático que aparece el problema de
la filosofía afirmativa. Por un lado, lo que la filosofía tiene de negativa también le hace poseer esta cualidad
de lo heredado: se entra a la tradición como quien entra en un linaje. Nadie entra a “la filosofía” si no entra
antes a una “escuela”, a un “ismo”. Se entra a la filosofía (a la “tradición”) por una filosofía particular (que
pertenece, a su vez, a una tradición particular). Y ahí juega su parte el problema de la herencia. Piensen en las
alianzas familiares por las cuales la nobleza se mantiene durante siglos en el poder: en la filosofía se busca la
preservación de las “familias” a través de los discipulajes, de los vasallajes, de la trasmisión del saber en el
modo de la “formación de recursos humanos” (como se le llama, actualmente, en el lenguaje burocrático-
académico, a la dirección de tesistas y becarios). El de la filosofía es casi como un sistema nobiliario, donde
lo que se preserva es la continuidad de la sangre. Por supuesto, la lectura de Nietzsche está hecha desde el
plebeyismo. Quien efectivamente nota de qué manera está tejida una trama para que sea inamovible es
precisamente quien quiere entrar a ella desde su condición de plebeyo. En relación a la filosofía (el antro
aristocrático al que se quiere acceder), ningún trabajo garantiza nada). Además, respecto de ella, todos somos
plebeyos.
Hay entonces una paradoja en el hecho de que Nietzsche, como filósofo, declare que el recinto de la
filosofía es cerrado y, al mismo tiempo, que la forma de conservarlo sea la de la descendencia, es decir, que
use la metáfora de mantener la sangre: no se puede entrar fácilmente pero tampoco se puede salir fácilmente
una vez que se entra, porque se genera una lógica de antecesores y sucesores, una lógica de delfines, de
discipulaje, por la cual las “familias” hacen conservar un legado, lo transmiten a través de discípulos, y esa
casa que se forma –como las casas reales en la nobleza: un apellido que da nombre a un “ismo”- se conserva
en el tiempo, impidiendo que los nuevos plebeyos accedan por una vía que no sea la familiar (la del
parentesco político). Pero, por otro lado, quien llega a la filosofía siempre llega en un mal momento, porque
la filosofía, cualquiera sea la época, ya está hecha, cerrada, administrada, con los legados de cada ismo
asegurados (y asegurados en los países con tradición filosófica, sea rancia o más nueva: Francia o Alemania,
para la tradición llamada continental; Gran Bretaña o Estados Unidos, para la tradición analítica). Cuando
alguien deviene filósofo, el recinto que tiene que asaltar, independientemente del contexto, siempre está
cerrado.
Sin embargo, hacia el final del texto Nietzsche dice: Muchas generaciones tienen que haber

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trabajado anticipadamente para que surja el filósofo. No es que el filósofo surge como parte de la
descendencia, de la continuidad de la sangre, sino a pesar de esa construcción arborescente de la filosofía.
Ahora bien, en este a pesar de hay que reconocer que, sin ese trabajo previo, el filósofo no podría surgir.
Volvemos a lo que decíamos al principio: para que alguien construya el martillo de la misma materia con la
cual está hecho aquello que va a destruir hace falta que alguien haya construido férreamente un edificio; para
que alguien venga con el martillo a abrirlo, es preciso que alguien haya -en esta otra metáfora- cerrado el
recinto de la filosofía a una familia ampliada de antecesores y sucesores.
Si no, pareciera que la filosofía fuera algo que no está en ningún lugar. En cambio hay una muy fuerte
conciencia en Nietzsche de que la filosofía es una tradición, de que tiene una historia –como lo ve ya Hegel-
y que, de alguna manera, hay que posicionarse frente a ella. Ninguna filosofía empieza de cero, ya en esta
época; hay una absoluta conciencia de que desde los griegos a Hegel hay un edificio de la filosofía,
siguiendo la metáfora del § 211, o un árbol genealógico, con la metáfora del § 213. Es necesario reconocer en
qué momento de la filosofía se encuentra quien aspira a ser filósofo para posicionarse contra él.
Leamos ahora el § 289 de Más allá del bien y del mal: “¿Qué es aristocrático?”:

En los escritos de un eremita óyese siempre también algo del eco del yermo, algo del susurro y del tímido mirar en
torno propios de la soledad; hasta en sus palabras más fuertes, hasta en su grito continúa sonando una especie
nueva y más peligrosa de silencio, de mutismo. Quien durante años y años, durante días y noches ha estado
sentado solo con su alma, en disputa y conversación íntimas con ella, quien en su caverna —que puede ser un
laberinto, pero también una mina de oro — convirtióse en oso de cavernas, o en excavador de tesoros, o en
guardián de tesoros y dragón: ése tiene unos conceptos que acaban adquiriendo un color crepuscular propio, un
olor tanto de profundidad como de moho, algo incomunicable y repugnante, que lanza un soplo frío sobre todo el
que pasa a su lado. El eremita no cree que nunca un filósofo — suponiendo que un filósofo haya comenzado
siempre por ser un eremita — haya expresado en libros sus opiniones auténticas y últimas: ¿no se escriben
precisamente libros para ocultar lo que escondemos dentro de nosotros? Incluso pondrá en duda que un filósofo
pueda tener en absoluto opiniones «últimas y auténticas», que en él no haya, tenga que haber, detrás de cada
caverna, una caverna más profunda todavía — un mundo más amplio, más extraño, más rico, situado más allá de
la superficie, un abismo detrás de cada fondo, detrás de cada «fundamentación». Toda filosofía es una filosofía de
fachada — he ahí un juicio de eremita: «Hay algo arbitrario en el hecho de que él permaneciese quieto aquí,
mirase hacia atrás, mirase alrededor, en el hecho de que no cavase más hondo aquí y dejase de lado la azada, —
hay también en ello algo de desconfianza». Toda filosofía esconde también una filosofía; toda opinión es también
un escondite, toda palabra, también una máscara.

La crítica nietzscheana a la profundidad es, en cierto modo, una crítica a la filosofía alemana –a la
filosofía “de los pastores alemanes”, los idealistas- y a la concepción de sí misma que ésta tiene. Ir al

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fundamento y, sobre todo, encontrarlo en el sujeto, sería la grandeza de la filosofía alemana. Fichte se ufana –en
la Primera Introducción a la Teoría de la ciencia”- de que sólo los idealistas pueden explicar cómo se construye
el objeto. De algún modo, los idealistas se piensan a sí mismos como el único tipo de filósofos capaces de
explicar la realidad desde el fundamento: el sujeto.
Ahora bien, en este mismo fragmento aparece la figura del eremita como contrapuesta a la del filósofo
(aunque todo filósofo alguna vez haya sido un eremita). La soledad y la introspección son un momento de la
actividad del filósofo, pero un momento que se abandona a favor de la actividad filosófica como actividad
pública (basada en la publicación). El filósofo se construye “su propia caverna” y se encierra en ella, en
conversación consigo mismo. Esa caverna –sigue Nietzsche- puede ser un laberinto, “pero también una mina de
oro”. Eso convierte al filósofo en “oso de cavernas o en excavador de tesoros o en guardián de tesoros o dragón”.
Los conceptos, que formarían parte de ese tesoro, adquieren un olor “tanto de profundidad como de moho”. La
crítica a la “profundidad” no es a favor de la “banalidad” sino a favor de la paradoja de la profundidad, por la
que todo filósofo pasa en modos y tiempos diversos: la caverna en la que se excava, para llegar al “fundamento”,
es húmeda; excavar, a su vez, es ir hacia abajo, ir al fondo, permanecer mucho tiempo en medio de ámbito
cerrado y húmedo, con poca luz. Por lo tanto, los conceptos, cuando salen de allí, son mohosos (no pueden no
ser mohosos).
La relación entre la figura del eremita y la del filósofo es compleja, tan compleja como la relación que
hay entre la profundidad del eremita (que desconfía de la filosofía) y la de la filosofía misma (que se pretende a
sí misma “profunda”, en la medida en que busca “el fundamento”). Nietzsche dice (repito parte del texto ya
citado):
El eremita no cree que nunca un filósofo — suponiendo que un filósofo haya comenzado siempre por ser un
eremita — haya expresado en libros sus opiniones auténticas y últimas: ¿no se escriben precisamente libros para
ocultar lo que escondemos dentro de nosotros?

La lógica de “hurgar”, de ir más atrás de lo que parece una “máscara” (y que lleva a encontrar otra
máscara) es la lógica del eremita. No se trata de una mera obsesión por la profundidad, sino de una desconfianza
radical en la verdad. El del eremita es de algún modo un momento genealógico del devenir-filósofo, en el que la
desconfianza en la verdad se dirige hacia la clase de saber que es la filosofía institucionalizada (que se reproduce
a sí misma en forma de libros). Podríamos decir: la idea de “profundidad” del eremita es más radical que la del
filósofo idealista. Él desconfían de la “verdad publicada” en los libros de filosofía. Lo que sigue, en el
fragmento, como caracterización de la práctica del eremita, es aún más desconcertante:

Incluso pondrá en duda que un filósofo pueda tener en absoluto opiniones «últimas y auténticas», que en él no
haya, tenga que haber, detrás de cada caverna, una caverna más profunda todavía — un mundo más amplio, más

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extraño, más rico, situado más allá de la superficie, un abismo detrás de cada fondo, detrás de cada
«fundamentación». Toda filosofía es una filosofía de fachada — he ahí un juicio de eremita: «Hay algo arbitrario
en el hecho de que él permaneciese quieto aquí, mirase hacia atrás, mirase alrededor, en el hecho de que no
cavase más hondo aquí y dejase de lado la azada, — hay también en ello algo de desconfianza». Toda filosofía
esconde también una filosofía; toda opinión es también un escondite, toda palabra, también una máscara.

La “caverna de la caverna” que busca el eremita es índice de su desconfianza radical en la filosofía como
práctica secular y consagrada, ésa que se da a conocer en forma de libros. La filosofía esconde, en lugar de
revelar. La filosofía es el escondite del filósofo.
En principio, cuando uno empieza a leer el texto del # 289 (“¿Qué es aristocrático?”), tiende a identificar
al eremita, simplemente, con una figura aristocrática; piensa que es un sujeto que no se ha mezclado con la
multitud, que tiene sus propios criterios y opiniones: sería un “espíritu libre”, la última de las figuras –
recordemos- por las que pasa el “obrero científico del concepto” cuando deja de serlo; que es profundo contra la
banalidad del mundo, y que desconfía de todo aquello que se presenta como verdadero sin serlo. Sin embargo, al
final la figura del eremita parece ser distinta de la del filósofo, aunque el filósofo ha pasado por ella. A medida
en que se avanza en la lectura del parágrafo, parece haber una diferencia pero también una relación entre el
eremita y el filósofo, de la misma manera que en los otros parágrafos de Más allá del bien y del mal
encontrábamos una diferencia y una relación entre el filósofo afirmativo y las figuras que podemos entender
como propedéuticas: del trabajador científico de la filosofía a todas las otras figuras más atractivas que él, desde
el crítico hasta el espíritu libre. Aquí, el eremita tiene una actitud filosófica, en tanto piensa que detrás de una
superficie hay otra cosa: sólo que detrás de una apariencia no hay una verdad, sino otra apariencia; detrás de una
máscara no hay sino otra máscara. Ser filósofo sigue siendo todo lo contrario –de acuerdo con Nietzsche- de
“tener el teléfono con el más allá”. No se puede ser un filósofo afirmativo desde un comienzo, aunque tampoco
se puede –siquiera- ser un filósofo desde un comienzo; el tratar de atravesar la superficie es la primera vocación
del filósofo, por eso dice Nietzsche como al pasar: “¿puede el filósofo no haber sido alguna vez un eremita?”
Todo filósofo –cuando ha dejado atrás todas las figuras que no son la del filósofo, pero que son más atractivas
que la del “obrero científico de la filosofía”- empieza como eremita. La filosofía tiene el mito de la caverna
como su mito fundador, en el cual pone al filósofo como aquel que busca detrás de las máscaras; aquel que
desconfía de la apariencia, del mundo sensible, y busca un mundo verdadero. Sólo que, en este caso, no
encuentra un mundo verdadero, sino “la caverna de la caverna”.
Sin embargo, tampoco el eremita es el filósofo del futuro. Cualquiera que haya leído a Nietzsche, en
cualquiera de sus libros de la década del ochenta, sabe que la escisión entre el mundo verdadero y el mundo falso
es, precisamente, lo falso. No hay mundo verdadero y mundo falso porque no hay sino este mundo. Entonces,
¿por qué el filósofo buscaría detrás de la apariencia? Sin embargo, así parece comenzar la filosofía. Todo

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filósofo ha sido alguien que ha buscado detrás de la apariencia algo que no sea apariencia (aun cuando encuentre
apariencia): la caverna detrás de la caverna; la máscara detrás de la máscara, revela, en realidad, no tanto la
inexistencia de lo verdadero, sino la inexistencia de la oposición entre lo verdadero y lo falso. En este sentido,
todo filósofo ha sido un filósofo de la profundidad, del escarbar la superficie, del ir más atrás, del ir más abajo, y
no encontrar sino una fachada, una máscara (otra fachada, otra máscara). La figura del filósofo afirmativo
tendría, en su pasado, a la figura del eremita.
Pero lo que el filósofo tendría que reconocer, para salir de la filosofía negativa e iniciar una filosofía
afirmativa, es no sólo que toda filosofía es una fachada –en este sentido, la filosofía es el lugar donde el
filósofo se esconde, no donde se exhibe-, sino también que esa fachada es tal que detrás de ella no hay algo
que no sea a su vez otra fachada; que detrás de esa máscara no hay sino otra máscara, y no lo verdadero.
Porque, si no, lo que hace el filósofo es desenmascarar: quitar la máscara, romper el embrujo de la apariencia
y mostrar lo que hay detrás, revelar la verdad que hay detrás de la apariencia, la cara de la Medusa que hay
detrás de la máscara, la habitación que está detrás de la fachada. Esta es la ideología de la profundidad que
reina en la filosofía prenietzscheana: que hay algo detrás de la apariencia que no es apariencia.
Ahora bien, no es que detrás de la máscara no hay nada, porque ese es el punto de vista del escéptico.
Y recuerden que el del escéptico es uno de los momentos por los que el filósofo pasa antes de ser un filósofo
afirmativo y después de haber dejado de ser un obrero de la filosofía. El sí a todo implica reconocer que la
máscara es la lógica del único mundo existente; pero que detrás de cada una de estas máscaras no hay sino
otra máscara.
Pasamos ahora a analizar, de acuerdo con nuestro esquema, el problema de la voluntad de poder como
arte (pp. 50-53 de la parte II de Nietzsche y la modernidad estética, que corresponde a los Póstumos de
Nietzsche).
14[61]
Voluntad de poder como arte
«Música» — y el gran estilo
La grandeza de un artista no se mide por los «bellos sentimientos» que suscita: eso pueden creérselo las
mujercitas. Sino por el grado en que se aproxima al gran estilo, en que es capaz de gran estilo. Este estilo tiene en
común con la gran pasión el hecho de que desdeña complacer; de que se olvida de persuadir; de que da las
órdenes; de que quiere … Dominar el caos que uno es; obligar al caos propio a que se convierta en forma; a que
la necesidad se convierta en forma: que se convierta en algo lógico, simple, inequívoco, en matemáticas; que se
convierta en ley —: en eso consiste aquí la gran ambición. Ésta produce choques; es lo que más despierta el amor
por semejantes seres humanos violentos — en torno a ellos se sitúa un yermo, un silencio, un miedo como ante un
gran sacrilegio…
Todas las artes conocen a semejantes ambiciosos del gran estilo: ¿por qué faltan en la música? ¿Acaso un músico
todavía no ha construido nunca como aquel arquitecto que creó el Palazzo Pitti? … Aquí hay un problema.

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¿Acaso la música forma parte de esa cultura en la que el imperio de toda especie de seres humanos violentos ya se
acabó? ¿Estaría ya finalmente el concepto de gran estilo en contradicción con el alma de la música — con lo que
es la «mujer» en nuestra música? …
Toco aquí una cuestión cardinal: ¿cuál es el lugar que le corresponde a nuestra música entera? Las épocas de
gusto clásico no conocen nada que le sea comparable: nuestra música tuvo su florecimiento cuando el mundo del
Renacimiento llegaba a su atardecer, cuando la «libertad» había abandonado las costumbres e incluso los deseos:
¿le corresponde a su carácter ser un Contra-renacimiento? ¿Y, expresándolo de otra manera, ser un arte de
décadence? ¿Es la hermana del estilo barroco, ya que en todo caso es coetánea suya? La música, la música
moderna, ¿no es ya décadence?…

También en Nietzsche contra Wagner la música encarna el Contra-renacimiento, es decir, es un arte


que nace en el barroco. La música, además, es el arte opuesto a la arquitectura. La arquitectura es el arte de
un momento histórico en el que se imponían las individualidades fuertes, como es el caso de Cosme Médici y
la construcción del Palazzo Pitti.

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El Palacio Pitti fue proyectado en Firenze por Brunelleschi y Luca Francelli, al igual que el Palacio de
los Uffizi. Por un lado, muestra el “gran estilo” que a la ciudad le querían imprimir los señores burgueses, los
Médici; por el otro, muestra cómo ese “gran estilo” no es algo que sólo se pueda imponer por la mera fuerza
(material) del dinero. La referencia a la grandeza florentina le sirve a Nietzsche para mostrar, en términos de
“gran estilo”, la superioridad de la arquitectura sobre la música: ¿Acaso un músico todavía no ha construido
nunca como aquel arquitecto que creó el Palazzo Pitti? Pero, a la vez, la contraposición misma revela cierto
anacronismo: la música –sobre todo la música barroca- se impone a otras artes cuando el “gran estilo” representa
una ambición del pasado. Brunelleschi, igual que Miguel Ángel en relación al papado, son configuradores de un
gran estilo cuando el gran estilo es una ambición de “hombres violentos”. Acaso –“acaso”, se pregunta
Nietzsche- “¿la música forma parte de esa cultura en la que el imperio de toda especie de seres humanos
violentos ya se acabó?”. ¿Hasta qué punto, entonces, el gran estilo puede estar disociado de una voluntad
configuradora, como puede ser la voluntad de un burgués de hacer una ciudad a imagen y semejanza de su poder
terrenal? La música ya es, sin hegelianizarla demasiado, un arte de la interioridad, del encierro de la subjetividad
barroca y, en ese sentido, es expresión de un recogimiento, en lugar de serlo de una voluntad configuradora, de
una voluntad de arte “a la antigua”, de una voluntad que quiera hacer la realidad artística y urbana a imagen y
semejanza del poder (simbólico) que su poder (material) representa.
En el apartado “La música sin futuro” de Nietzsche contra Wagner (título que parodia el de uno de los
escritos más conocidos de Richard Wagner, “La obra de arte del futuro”, de 1849), aparece, justamente, el

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nombre que le da Nietzsche a la música de Wagner, una vez desencantado de su figura de artista y de su arte:
una música sin futuro.
De todas las artes que suelen crecer sobre el suelo de una cultura determinada, la música es la última de todas las
plantas que salen a la luz, quizás por ser la más íntima y, por lo tanto, la que llega más tarde en el otoño y el
desflorecer de la cultura que corresponda en cada caso. Recién con el arte de los maestros neerlandeces, el alma de
la edad media cristiana encontró su coda: su arquitectura tonal es la hermana -tardía pero de idéntico linaje e
igualmente legitima- del estilo gótico. Recién con la música de Händel resonó lo mejor el alma de Lutero y sus
semejantes, el rasgo judío-heroico que dio a la Reforma un rasgo de grandeza: el Antiguo Testamento convertido en
música, no el Nuevo. [Nietzsche, F., Nietzsche contra Wagner, traducción, introducción y notas de Román Setton,
Buenos Aires, Losada, 2012, p. 67]
El texto podría leerse como una interpretación de la historia de la música hecha en la clave nietzscheana de
El nacimiento de la tragedia (música contra teatro), pero con el énfasis puesto en la conexión con la cultura de
su tiempo (en tanto vital o decadente). Cuando Nietzsche deja de ser wagneriano (en la tercera edición de El
nacimiento de la tragedia ya publica su “Ensayo de autocrítica”) pone a la música en relación a los valores de la
modernidad, no a los de la antigüedad. De hecho, la imitación moderna de los poderes antiguos de la música le
parece “simiesca” ya en “El drama musical griego”, su escrito preparatorio a El nacimiento de la tragedia.

Lo que hoy nosotros llamamos ópera, que es una caricatura del drama musical antiguo, ha surgido por
una imitación simiesca directa de la Antigüedad: desprovista de la fuerza inconsciente de un instinto
natural, formada de acuerdo con una teoría abstracta, se ha portado cual si fuera un homunculus
producido artificialmente, como el malvado duende de nuestro moderno desarrollo musical. Aquellos
aristocráticos, cultos y eruditos florentinos que, a comienzos del siglo XVII provocaron la génesis de la
ópera, tenían el propósito claramente expresado de renovar aquellos efectos que la música había tenido
en la Antigüedad, según tantos testimonios elocuentes. ¡cosa extraña! Ya el primer pensamiento puesto en
la ópera fue una búsqueda de efecto. [Nietzsche, F., “El drama musical griego”, en: El nacimiento de la
tragedia, trad. Andrés Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 4ª. ed., 1979, p. 196]

La búsqueda de efecto, por parte de la ópera, la lleva a una reproducción simiesca del drama musical
griego. La ópera resulta “simiesca” porque busca reproducir el efecto que producía la tragedia, en la antigüedad,
por ser arte inconsciente, proinstintivo, favorecedor de los instintos que ya existían y que, por eso mismo, no
necesitaba crearlos o producirlos artificialmente. La ópera, en este sentido, responde al concepto de lo que
Nietzsche llama un arte docto: un arte que imita el efecto de un arte instintivo. La ópera wagneriana, antes que la
culminación del drama musical moderno, intenta ser una imitación del drama musical griego. Al igual que la
ópera no wagneriana, el drama musical wagneriano es un arte para el pueblo generado por sus clases dirigentes
para hacerlo participar de una experiencia que es una caricatura de la experiencia antigua. El drama musical

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griego, a diferencia de la ópera, era un arte participativo, antes que nada, porque era un arte diurno: un arte donde
el pueblo pasaba varias jornadas dentro de los festivales, en un mismo lugar y compartiendo una serie de rituales
emparentados con la fiesta: el comer, el beber, además de la experiencia catártica con el drama musical. En la
tragedia los griegos no están escindidos como sí lo están los espectadores modernos, que van a la ópera después
del trabajo y experimentan el espectáculo, en horario nocturno, como lo otro de su vida cotidiana.
El drama musical griego tenía en la música –antes que en la dramaturgia- al componente relacionado con
una cultura vital y contradictoria -vital, en realidad, porque era contradictoria: no se podía distinguir el elemento
dionisiaco del elemento apolíneo y viceversa-. La tragedia, al igual que la comedia, nacía de lo dionisiaco, pero
hacía falta lo apolíneo para que hubiera representación, para que hubiera forma. Lo mismo sucede con la música
desde la Edad Media cristiana hasta la Modernidad protestante: la evolución de la música está claramente
relacionada -para Nietzsche- con el suelo: la música crece como una planta, como si echara las raíces en la
cultura. En la modernidad, el desarrollo de la música está relacionado con el desarrollo del individuo burgués,
desde la creación de un ámbito para la interioridad hasta la búsqueda de que la realidad se condiga con los
ideales que se crean en ese ámbito.

Recién Mozart fue quien dio expresión en sonante oro a la época de Luis XIV y al arte de Racine y de
Claude Lorrain; recién con la música de Beethoven y Rossini el siglo XVIII se cantó enteramente a sí
mismo, el siglo del entusiasmo, de los ideales despedazados y de la felicidad fugitiva. Toda música
verdadera, toda música original, es un canto de cisne. Acaso también suceda lo mismo con nuestra música
más reciente, por más imperante, imperiosa que sea, acaso también tenga solo un lapso breve de tiempo
por delante, pues surgió de una cultura cuyo suelo está en rápido proceso de hundimiento, una cultura a
punto de naufragar.[Nietzsche, F., Nietzsche contra Wagner, op. cit., p. 68]

Aquí aparece un uso bien problemático de la palabra “verdadera” y de la palabra “original”: la música
“verdadera” u “original” es la que representa un “canto de cisne”. Pero al decir que cada música que tiene esas
características (teniendo en cuenta que el arte expresa la “no verdad” de la vida) no puede ser sino canto de
cisne, Nietzsche admite que ninguna música puede ser verdadera. Lo característico de la modernidad estética es
que toda obra de arte nazca para morir; no hay una música que pueda nacer bajo el signo de lo eterno; no hay
una música que pueda no hundir sus raíces en un suelo cultural. Y si la cultura en la cual esa música hunde sus
raíces es una cultura como la cultura moderna, en la que se erosiona rápidamente el valor de todo lo valioso, su
tiempo de valor –el tiempo durante el cual puede ser entendida como “lo nuevo”- es aún más corto. No puede
haber valores estéticos duraderos en la Modernidad. Una obra musical tiene que dejar de ser nueva –sin dejar por
eso de ser bella- porque hunde sus raíces en una cultura que no tolera la duración de los valores. Todos los
valores –también el valor estético por antonomasia de la modernidad: lo nuevo- se erosionan rápidamente; los

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valores estéticos corren la misma suerte que todos los valores: se desvalorizan. Los valores estéticos no pueden
estar sujetos a una lógica de la verdad en una cultura de la no verdad.

Cierto catolicismo del sentimiento y un gusto por una esencia e inesencia indígena antigua y así llamada
“nacional” son sus presupuestos. La apropiación de Wagner de las antiguas sagas y canciones, en las que
el prejuicio culto había enseñado a ver algo germánico para excellance - hoy nos reímos de ello-, la
revivificación de esos monstros escandinavos con una sed de sensualidad y de espiritualismo extáticos, todo
ese tomar y dar de Wagner en relación con los argumentos, figuras, pasiones y nervios, expresa con
claridad también el espíritu de su música, dando por sentado que ella misma, como toda música, no supo
hablar de sí, sin ambigüedad: pues la música es una mujer… Uno no puede dejarse confundir sobre este
estado de cosas, por el hecho de que en este momento estemos viviendo precisamente en la reacción dentro
de la reacción. La época de las guerras nacionales, del martirio ultramontano, todo este carácter de
entreacto, que es característico de la actual situación de Europa, puede que de hecho haya colaborado a
llevar a una gloria repentina a un arte semejante como el de Wagner, sin garantizarle con ello futuro
alguno. Los propios alemanes no tienen futuro alguno… [Nietzsche, F., Nietzsche contra Wagner, op. cit.,
pp. 68-69]

En la reconstrucción de la historia de la música que hace en Nietzsche contra Wagner, Nietzsche retoma
parte del “Ensayo de autocrítica” de la tercera edición de El nacimiento de la tragedia, en el que reconoce que se
equivocó al pensar que una música alemana podía ser una música del futuro. Al tomar el propio programa
wagneriano como un programa estético radical, el joven Nietzsche creyó en un futuro estético para Alemania. Si
la filosofía nietzscheana, en lo que refiere al arte, estuviera contaminada por lo que Nietzsche ha aprendido,
siendo joven, de Wagner, el propio Nietzsche se ocupa de autocriticárselo. En Nietzsche contra Wagner,
reconstruye su pensamiento sobre el arte reconstruyendo –de manera crítica- lo que ha escrito sobre Wagner, y
lo hace en una línea que va de la admiración al odio.
Entonces, esta reescritura de la historia de la música, en Nietzsche contra Wagner, hace las veces de una
relectura de la obra nietzscheana en los puntos en los que sería wagneriana para un Nietzsche devenido anti-
wagneriano. Pero esta extraordinaria y breve historia de la música moderna, hecha con el fin de llegar a la
música de Wagner, para criticarla, tiene que ver también con un modo de apropiación de lo antiguo, o si ustedes
quieren, de lo medieval más que de lo antiguo, de manera de construir la figura estético-política del paganismo
alemán como el paganismo griego. Es de esa alemanidad de Wagner de la que el Nietzsche maduro se muestra
desencantado. Es más: le produce la máxima repulsión (sobre todo porque de joven le ha fascinado); es como si
dijéramos: hay algo en la construcción de ese paganismo alemán que es precisamente lo que entenderíamos hoy,
permítanme la extrapolación, como lo kitsch de la mitología wagneriana, ese elemento que, en un punto, no es
un elemento intempestivo o anacrónico, sino pasado de moda (porque en su respectivo presente era lo más

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“actual”). Lo que dice Nietzsche aquí: “en la situación actual de Europa”, refiere a ese carácter temporal
inmediatista. Wagner les daba a los europeos, especialmente a los alemanes, lo que estaban esperando de un
espectáculo teatral-musical: un paganismo muy conveniente para ese momento. También dice: “la revivificación
de esos monstruos escandinavos con una sed de sensualidad y de espiritualismo extático”. En ese sentido, la
construcción más extemporánea (la apelación a la mitología germánica) era en realidad la más históricamente
anclada.
¿Cuáles son los griegos de los alemanes? No son los griegos mismos, como lo eran para los románticos
primeros. En este romanticismo tardío lo que se construye, de alguna manera, es un paganismo medieval a la
medida exacta del estado de debilidad de ánimo de los europeos del siglo XIX, sobre todo en la parte de ese siglo
en que les tocó vivir –y conocerse- a Nietzsche y Wagner. Por eso, si algo no tienen, para Nietzsche, esos
elementos paganos es futuro. Y no lo tienen por ser tan presentes, por ser tan adecuados a las necesidades de la
época, por ser tan correlativos al estado de las guerras europeas, al desencanto de las revoluciones burguesas
(tanto de la exitosa, realizada en Francia, como de las que fracasaron en el curso del siglo XIX). Están tan
relacionados con el estado anímico del público, uno diría, que no podían tener ningún futuro. Eran puro presente.
Eso es lo que le otorga una gloria repentina a un arte como el wagneriano, lo que lo pone de moda, lo que le da
éxito. Pero después es lo que lo hace naufragar. Podría decirse lo mismo de todos los compositores que
Nietzsche citó antes. Pero la música de Wagner, justamente, pretendía ser “la música del futuro”, no la de su
respectivo presente. Entonces, para el Nietzsche maduro, autocrítico de su wagnerismo juvenil y devenido un
anti-wagneriano fanático, la música de Wagner era una música sin futuro.
Volviendo ahora al problema de la voluntad de poder como arte, la pregunta “¿Acaso la música forma
parte de esa cultura en la que el imperio de toda especie de seres humanos violentos ya se acabó?” es una
pregunta que hace Nietzsche, no una afirmación. El desarrollo de la música está asociado al de la metafísica de
la modernidad, que es una metafísica de la subjetividad.

En Nietzsche contra Wagner, en el apartado “Cuando hago objeciones”, dice:


Mis objeciones contra Wagner son objeciones fisiológicas. ¿Para qué disfrazarlas encima bajo fórmulas
estéticas? La estética no es nada sino una fisiología aplicada. [Nietzsche, F., Nietzsche contra Wagner, op.
cit., p. 55]

En el modo de reconstruir la historia de la música no habría una voluntad “descalificatoria” en términos


estéticos, sino en términos fisiológicos. Nietzsche dice que su piel “se encoleriza ante la música de Wagner”,
porque él tiene necesidad de baile, pero al son de la música de Wagner no puede marchar “ni el joven emperador
alemán”. Bailar no es lo mismo que marchar. Pero con la música de Wagner ni siquiera se puede marchar. Nadie

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marcha con ella. Ni siquiera el emperador alemán. La marcha, como virtualidad de la música wagneriana, es
precisamente lo que no tiene que tener la música, para el Nietzsche que se desdice de su wagnerianidad pasada.
Y entonces Nietzsche se pregunta, a partir del momento en que sabe que su cuerpo rechaza la música de
Wagner: ¿Qué quiere realmente todo mi cuerpo de la música? Si el cuerpo no quiere marchar con la música,
¿qué quiere? La pregunta es por “qué quiere un cuerpo” no por “qué quiere un yo”. Esta es la pregunta que
trasciende la estética como metafísica de la subjetividad: ¿qué quiere realmente un cuerpo (no un yo) cuando
escucha música? Y, para responder, Nietzsche utiliza la palabra alivio.
Dado que no existe el alma, no podemos hablar de estética en términos de juicio, como libre juego entre
las facultades de conocimiento (llamémosle alma al conjunto de nuestras facultades, a nuestro yo en tanto
susceptible de juicio estético). Por lo tanto, si la relación que establece esta fisiología entre el arte y el cuerpo
tiene que ser una relación distinta de la que provee el romanticismo como poskantismo, tenemos que pensar que
la música wagneriana no sólo es romántica sino, para Nietzsche, algo peor que romántica: tardo-romántica. Es
romanticismo tardío, romanticismo para las masas, en su vocabulario.
En este punto encontramos, verdaderamente, el problema de la música de Wagner según Nietzsche: es una
música que se pretende joven, pero en realidad es vieja (como vimos que dice, en Más allá del bien y del mal, de
la filosofía de Kant). No es simplemente el carácter romántico, sino el carácter post romántico, lo que inhabilita a
la música de Wagner a parecer jovial. En ella no hay un pesimismo de la fortaleza, sino un pesimismo de la
debilidad. Por eso Nietzsche enfatiza tantas veces que la de Wagner es una música propia de un artista
psicólogo, de un artista que viene a ofrecerle al público lo que el público espera del artista. La estética
wagneriana es una estética del efecto. Decir de Wagner que es un artista psicólogo es una de las formas que
encuentra Nietzsche para descalificarlo.
A la pregunta ¿qué quiere realmente todo mi cuerpo de la música?, Nietzsche responde: alivio. Alivio
equivale, en su vocabulario, a que la vida broncínea, plomiza, pierda su pesadez. Es decir, lo que espera el
cuerpo de la música no es que la música -como la marcha wagneriana- lo fije al piso. La música no es la marcha
que hace que un ejército marque el paso, haciendo fuerza contra el piso, en un desfile militar frente al
emperador. Uno podría decir: la marcha militar tiene ese tipo de compás. Pero la intensión de Nietzsche es no
sólo enfatizar, satíricamente, la regularidad de los movimientos de la marcha, sino también el hecho de que hace
afincar el pie contra el piso, hace aferrarlo a la tierra de la manera equivocada.
La operación contraria de la marcha que tendría que proponer la música del futuro es la de hacer levantar
los pies del piso, para que la vida broncínea, plomiza, pierda su pesadez (pero no porque uno empiece a olvidarse
de sí cuando baila, sino porque la vida, en ese momento en que uno se siente etéreo, pierde su pesadez). No se
trata de que el sujeto se distancie de su realidad durante la experiencia estética: ésa sería la experiencia de la
catarsis que Nietzsche critica, en la que el sujeto se convierte en miembro del rebaño durante la pieza teatral, su

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alma (como el conjunto de sus facultades) se separa tanto de su propio cuerpo, de su propia mente, que recibe la
lección moral que el autor de la obra le está dando casi sin ser consciente de que es él el que la está recibiendo.
El alivio sería una operación por la cual la vida pierde su pesadez porque el cuerpo se siente liviano, no es
lo mismo que olvidarse de sí, como sucede en el teatro, porque no es el teatro el que provee esta experiencia,
sino la música. Y justamente de lo que Nietzsche culpa a Wagner es de hacer predominar el teatro por sobre la
música, como si dijéramos que la música es el elemento de esta fisiología que permite pensar en un
alivianamiento de la vida; pero un alivianamiento de la vida pesada, no de la vida liviana, porque ahí es donde
tendríamos el problema para postmodernizar a Nietzsche: pensar en hacer más liviana la vida liviana
contemporánea no es lo mismo que pensar en hacer liviana la vida pesada. Es muy difícil repetir esta frase de
Nietzsche en un contexto como el contemporáneo para que quiera decir lo mismo que en el siglo XIX (aclaro
esto para que no parezca que Nietzsche es un bronce frente al que no cabe sino la reverencia, nunca el
malentendido: en ese caso, seríamos nosotros los que lo volvemos broncíneo a él). Si no, pareciera que de acá al
final de los tiempos la función de la música fuera aliviar de lo broncíneo, de lo plomizo, de la vida, hacer que la
vida pierda su pesadez. Pero el alivio viene no de que la música adormezca lo animal del cuerpo (bajo la
creencia de que ella duerme o calma hasta a las fieras), sino porque lo estimula, lo despierta. La música anima
las funciones animales del cuerpo que están dormidas. Por animar lo animal es que alivia de la pesadez de ese
cuerpo, que se ha acompasado con la pesadez de la vida. El alivio, por eso, no viene de “melodías áureas, tiernas,
oleosas” (p. 56), sino de “las guaridas y abismos de la perfección” (p. 57).

Pero este alivio que el cuerpo espera de la música no lo produce el drama musical wagneriano. Nietzsche
dice: “Wagner enferma, porque privilegia el teatro sobre la música. (p. 57) Lo que hace la música wagneriana
es debilitar este cuerpo que pide ser aliviado de la vida plomiza. En Nietzsche contra Wagner el teatro está
definido como “el arte de masas por excelencia”. Lo que caracteriza al teatro son sus éxtasis morales para el
pueblo. Cuando el espectador se sienta en la butaca como espectador teatral lo hace como miembro del rebaño, y
no como individuo. Para lo que un individuo se sienta en una sala teatral , en el momento de ser espectador de
una obra, es para comportarse como miembro del rebaño. Para lo que alguien se sienta en un teatro es,
justamente, para ser el sujeto de un éxtasis moral, para recibir una moralina por la vía de la catarsis, casi sin
darse cuenta; el espectador se expone a la catarsis para ser transformado, pero esa transformación no es sino un
debilitamiento de lo fuerte (lo animal) que hay en el sujeto, no un fortalecimiento.
Pasemos ahora al § 117, página 52 de la Ficha:

el contramovimiento: el arte
El sentimiento de ebriedad, que corresponde en realidad a un más de fuerza: del modo más fuerte en la época de
apareamiento de los sexos: nuevos órganos, nuevas habilidades, colores, formas …

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el «embellecimiento» es una consecuencia de la fuerza acrecentada
embellecimiento como consecuencia necesaria del aumento de fuerza
embellecimiento como expresión de una voluntad victoriosa, de una coordinación intensificada, de una armonización de
todas las apetencias fuertes, de una fuerza de gravedad infaliblemente perpendicular
la simplificación lógica y geométrica es una consecuencia del aumento de fuerza: inversamente, la percepción de
semejante simplificación aumenta de nuevo el sentido de fuerza …
Cima de la evolución: el gran estilo.
La fealdad significa décadence de un tipo, contradicción y coordinación deficiente de las apetencias internas
significa un declive de la fuerza organizadora, de la «voluntad» si hablamos en términos fisiológicos …

Cuando aparece aquí, nuevamente, la figura del gran estilo y la de la voluntad victoriosa, pareciera que
hubiera una relación entre ambos términos, de la misma manera en que en el fragmento anterior encontrábamos
una relación entre la imposición de la fuerza (constructiva) sobre la realidad, y el gran estilo. La música no tiene
esa capacidad configuradora, sino que es más bien la expresión de un momento de repliegue sobre sí de esa
voluntad configuradora. Ahora, en este fragmento, se amplía el sentido en que se podría pensar esa fuerza: no
como la plasmación de una fuerza económico-política, de una fuerza victoriosa en el sentido militar del término,
sino como una fuerza vinculada con un poder creador desconocido, no con uno ya conocido. Dice Nietzsche: El
sentimiento de ebriedad, que corresponde en realidad a un más de fuerza: del modo más fuerte en la época de
apareamiento de los sexos. En principio, esta fuerza parece estar relacionada con la juventud, no en sentido
biológico –asociado con la edad reproductiva- sino en cuanto a la capacidad absoluta de engendrar –asociada a la
capacidad productiva, no a la reproductiva-. Como tras la expresión apareamiento de los sexos aparecen en el
texto dos puntos, y sigue: nuevos órganos, nuevas habilidades, colores, formas, Nietzsche no parece estar
hablando en términos biologicistas. Señalo esto porque, cuando en Nietzsche aparecen las metáforas biológicas
pareciera que aparecen los indicios más –lo digo brutalmente- protonazis para organizar la lectura, con la sombra
de la esvástica como símbolo arcaico de la fertilidad: es decir, aparecen esos elementos de la filosofía
nietzscheana más fácilmente apropiables en términos del nacional-socialismo, y que permitieron a la hermana de
Nietzsche publicar estos fragmentos póstumos en un volumen que se llamó “La voluntad de poder”. Este tipo de
lecturas ya no se hacen más, pero se hicieron. Estos textos que leemos ya están totalmente depurados por Colli y
Montinari, quienes hicieron una edición crítica de la obra completa de Nietzsche en la década del sesenta.
Volviendo al fragmento: los nuevos órganos, las nuevas habilidades, los colores, las formas, no tienen
que ver, mecánicamente, con una fuerza que se impone en el modo de una victoria militar, de la fortaleza
material-económica contra debilidad material-económica, de lo jovial-joven como suplantación de lo decadente-
anciano –como si se tratara de un pueblo vigoroso que va a ocupar el lugar de los pueblos que dominaron la
historia (los griegos y los romanos) o la cultura (los florentinos del Renacimiento, bajo el patrocinio de los

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Médici)-. Más bien parecen tener que ver con algo que todavía no ha sucedido: con algo inaudito. Si no, la
filosofía tiene tan poco futuro como el arte.
Estudiante: ¿Vos decís que, cuando dice nuevos órganos, hay que entender nuevos en el sentido de que
no han sido vistos antes, y no nuevos como reproducidos?
Profesora: Nuevos órganos implicaría tener capacidades desconocidas, inauditas, inexploradas. Porque,
si no, pareciera que es el apareamiento. Y la fortaleza asociada al apareamiento está en línea con todas las
metáforas de que lo joven es más fuerte que lo viejo, que lo que se aparea y se reproduce es más fuerte que lo
que se atrofia, y todas ellas tienen un sesgo biologicista que, aun cuando no se emparentaran directamente con
las filosofías nacional-socialistas u otras lecturas instrumentables en esa clave, podríamos pensar que son las
formas en las cuales se impone la fuerza en las sociedades capitalistas contemporáneas. En este sentido, no son
fuerzas desconocidas: son fuerzas conocidas, y no sólo están vigentes, sino que son hegemónicas.
El problema en relación a todas las ideas biologicistas que aparecen en Nietzsche no es que tengan o no
tengan relación con teorías biologicistas del nacional-socialismo o teorías biologicistas que buscan demostrar la
superioridad de una etnia o exclusivismo racial porque, de hecho, un texto tan abierto como este, así como
nosotros no lo leemos en esa clave, alguien en otro contexto sí puede leerlo en esa clave. El problema no es ese
(en todo caso, la lectura nacional-socialista de Nietzsche se puede leer como un capítulo de la historia de la
recepción de Nietzsche, como un capítulo de la historia de las ideas del siglo XX), sino pensar de qué manera
esos órganos, esas nuevas habilidades, colores, formas, podrían expresar un tipo de fuerza que no fuera una que
someta en el modo de los modos ya conocidos de la voluntad de dominio. La pregunta sería: ¿cómo se impone
una fuerza como voluntad victoriosa sin generar una voluntad derrotada? Porque, si no, si hablamos de que el
embellecimiento proviene de una voluntad victoriosa, uno no puede pensar que no hay una voluntad débil, como
contraparte o como oponente, que ha sido desplazada. ¿Qué es lo decadente a lo que viene a sustituirlo lo
victorioso? El romanticismo en el arte es lo decadente: esa subjetividad enclaustrada, esa subjetividad
incapacitada de crear, el “alma bella”, en léxico hegeliano. No vamos a pensar en estas apetencias fuertes como
apetencias vestidas de uniforme (militar). El nazismo pudo pensarlas así, pero el texto no es nada obvio en
cuanto a que haya que pensar en ese tipo de agonística. En ese punto es donde entra el pensamiento afirmativo.
No se trata de pensar que la expansión de la voluntad de poder necesita poner un contrapeso, porque la
expansión sólo es máxima cuando hay un obstáculo que derribar, sino todo lo contrario: que no necesita del
obstáculo. Es crecimiento en lugar de oposición (no hay oposición como la hay en la dialéctica). La voluntad de
poder como arte tiene que ser pensada no con la lógica de la negatividad sino con la lógica de la afirmación. La
lógica agonística en cambio, más allá de lo que tiene de lúdico o de ligero y no de severo, de liviano y no de
pesado, requiere de una contrafigura. Y ese otro corre el riesgo de ser un sí mismo proyectado. Ahí es donde
entramos en la lógica de la negatividad: la revelación de quién es el otro es siempre pueril. En el agón la

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contrafigura la crea uno mismo. Pero, para salir de la dialéctica y volver a la dialéctica, nos quedábamos en la
dialéctica (risas).
No se trata de pensar en las apetencias fuertes, en las voluntades configuradoras, casi como voluntades
burguesas, como voluntades de grandes hombres en el sentido hegeliano, sino de pensar en figuras como la de la
virtud que regala, la schenckende Tugend, o también virtud donadora. La expansión de la voluntad de poder
como arte, como voluntad configuradora, Nietzsche no la piensa en el modo de la competencia, en el potencial
conflicto que se resuelve con un solo vencedor, sino en el modo de una virtud que regala. La expansión de la
voluntad de poder no tiene la forma de la dialéctica del amo y el esclavo, que termina en el reconocimiento
(Anerkennung). Es una expansión abierta, pero creadora. Es imperativa, pero no imperial. La voluntad de poder
como arte habría que pensarla en términos de futuridad: no como algo directamente inexistente, en tanto no hay
algo que la ejemplifique, sino como algo humanamente inexplorado.
Estudiante: El término ya lo expresa: es voluntad de poder, o sea, no es un poder efectivo.
Profesora: Exacto. Estos nuevos colores, nuevas formas, nuevas habilidades, nuevos órganos no están
explorados. Son posibilidades humanas no humanas. Ahí es donde la voluntad de poder, como voluntad, sería
una voluntad artística, en el sentido de que no se queda en la interioridad (en sentido barroco o en sentido
romántico) sino que se plasma fuera de sí. Y no decimos esto en el sentido de los Médici, es decir, esas
voluntades que necesitaban que la realidad fuera a imagen y semejanza de su deseo de poder. Ese sería el caso de
una ilustración pedagógica: en un determinado momento, la voluntad de poder necesita crear valores, y los crea
efectivamente. Necesita legislar, y legisla efectivamente. Entonces, el mundo es ella desplegada. Florencia es (la
voluntad de poder de) los Médici. Lo único que se necesita es un Brunelleschi que sepa cómo construir el
Duomo, cómo montar su cúpula, que tenga conocimientos técnicos suficientes para que esa voluntad
efectivamente se convierta en arte. Los artistas son, así, los instrumentos de la voluntad de los Médici. Esta sería
una lectura un tanto hegeliana, antes que nietzscheana, de la voluntad de poder como arte, por la cual los fines
universales del espíritu absoluto se realizan en la historia por medio de voluntades terrenales, demasiado
terrenales. No es esta la lectura que se desprende de este complejo fragmento. La voluntad organizadora no es,
simplemente, como voluntad victoriosa, una voluntad que construye obras, como si esa fuera la programática del
arte del futuro. Pero tampoco es una voluntad impotente, barroca, reconcentrada, melancólica, una voluntad que
no puede desarrollarse en una materia particular.
Cerramos la clase (y la lectura de Nietzsche) con la crítica al romanticismo como crítica (radical) a la
estética y, al mismo tiempo, como crítica cultural. El fragmento “Qué es romanticismo” pertenece a La ciencia
jovial, y es, como dice Paula Fleisner en la Introducción de Nietzsche y la modernidad estética (parte 1), el que
marca el punto de inicio a la fisiología del arte:

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¿Qué es el romanticismo? Cada arte, cada filosofía puede ser considerada como un remedio y un recurso al
servicio de la vida que crece y que lucha: ellas presuponen siempre sufrimiento y sufrientes. Pero existen dos tipos
de sufrientes: por una parte los que sufren por la sobreabundancia de la vida, que quieren un arte dionisíaco e
igualmente una visión y comprensión trágica de la vida — y luego los que sufren por un empobrecimiento de la
vida, que buscan reposo, tranquilidad, un mar liso y la salvación de sí mismos mediante el arte y el conocimiento,
o bien la embriaguez, el espasmo, el ensordecimiento, la locura. A esta doble menesterosidad de los últimos
corresponde toda forma de romanticismo en las artes y en los conocimientos, a ella correspondían (corresponden)
igualmente Schopenhauer y Richard Wagner, para nombrar a aquellos románticos más famosos y más explícitos
que fueron mal comprendidos por mí en aquel entonces —que por lo demás no fue en perjuicio suyo, como se me
podrá conceder con toda justicia.

Aquí es donde podemos encontrar, en relación con el fragmento que leímos sobre la voluntad de poder
como arte, una figura que descentra el problema respecto del sujeto: la sobreabundancia de vida. Esta figura nos
permite pensar la voluntad de poder como arte no tanto como la voluntad de un individuo, como la voluntad de
un sujeto artístico –en tanto la voluntad de poder se plasma en un gran estilo-, sino como lo propio de la
superabundancia de la vida en la que los individuos están insertos. Esta lectura permite también entender porqué
la música –de acuerdo con lo que ya vimos- no es capaz del “gran estilo”: no se desarrolla en un “suelo propicio”
para eso, porque se desarrolla plenamente en la modernidad estética (según Nietzsche en Nietzsche contra
Wagner).
En este sentido, de acuerdo con el #370 de La ciencia jovial (“¿Qué es romanticismo?”), lo que configura
al sujeto como sujeto es, precisamente, la razón por la que sufre: si sufre por la superabundancia de la vida o si
sufre por el empobrecimiento de la vida. Aquí la relación entre fortaleza y debilidad no es una relación militar,
una relación entre lo victorioso y lo derrotado, ni una relación biologicista, una relación entre lo que puede
reproducirse (lo joven) y lo que no puede reproducirse (lo viejo), sino entre lo sufriente por superabundancia y lo
sufriente por empobrecimiento. De algún modo, los sujetos, en tanto sujetos modernos, no podrían, en tanto
escindidos, no sufrir (cuando uno dice “sujeto” siempre dice “escisión”: un yo escindido entre lo racional y lo
pulsional). El problema es, en todo caso, por qué sufre cada sujeto. En principio, hay un sufrimiento decadente y
otro no decadente. Nietzsche dice: Cada arte, cada filosofía puede ser considerada como un remedio y un
recurso al servicio de la vida que crece y que lucha: ellas presuponen siempre sufrimiento y sufrientes. La
filosofía y el arte tienen esta característica de ser el remedio a una enfermedad (el sufrimiento) cuyo problema es
qué la provoca: si la sobreabundancia de vida o el agotamiento de la fuerza vital. Eso traza la diferencia entre los
dos tipos de sufrientes: Pero existen dos tipos de sufrientes: por una parte los que sufren por la
sobreabundancia de la vida, que quieren un arte dionisíaco e igualmente una visión y comprensión trágica de la
vida — y luego los que sufren por un empobrecimiento de la vida, que buscan reposo, tranquilidad, un mar liso

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y la salvación de sí mismos mediante el arte y el conocimiento, o bien la embriaguez, el espasmo, el
ensordecimiento, la locura. A esta doble menesterosidad de los últimos corresponde toda forma de
romanticismo, con lo cual Nietzsche se refiere al romanticismo tal como se lo conoció en Europa en su época: el
tardorromanticismo, o romanticismo tardío, no al protorromanticismo o primer romanticismo o romanticismo
temprano, que es el que vimos con el Círculo de Jena, el así llamado romanticismo alemán.
Pero ese arco que va del primer al último romanticismo grafica el papel que cumple el romanticismo en
Europa, en el sentido de qué es lo que viene a compensar. De hecho, Nietzsche le reconoce ese papel
compensatorio: sea en la forma de la tranquilidad y el mar liso, y el reposo y la salvación de sí mismos, o sea en
el modo de la embriaguez, el espasmo, el ensordecimiento, la locura. Noten que el empobrecimiento de la vida
en la modernidad necesita de un arte que lo remedie, y éste es el arte romántico. Consideremos ese trayecto que
va del barroco al tardorromanticismo, en el fragmento que empieza hablando de Mozart y termina con Wagner.
(Naturalmente, Mozart no es estilística ni históricamente barroco, pero en ese fragmento Nietzsche se refiere,
podemos interpretar, a la subjetividad encerrada en sí misma, la subjetividad melancólica, con que se asocia el
concepto de barroco). El ensimismamiento, la melancolización del sujeto, el encierro en la intimidad, son los
rasgos que acompañan a un empobrecimiento de la vida y que, a la vez, ponen al arte como aquello que los
remediaría. Pero este remedio no consiste sólo en traer conocimiento, reposo, tranquilidad y salvación, sino
también en traer embriaguez, ensordecimiento, locura. Nietzsche habla de esta doble menesterosidad que afecta
al romanticismo y que lo vincula a la pérdida de vitalidad de la cultura europea, y no a un despliegue y
consumación de un gran estilo. Por eso el romanticismo no puede ser un gran estilo. Pero no porque lo sea el
clasicismo: Nietzsche no cree que haya que volver “simiescamente” al clasicismo. De lo que se trata, para él, es
de de crear un “gran estilo” del que el romanticismo no ha sido ni es capaz. El papel del romanticismo es
compensatorio del empobrecimiento de la vida en cualquiera de sus dos modos: el del ensordecimiento, la locura
y la embriaguez, o en el modo del reposo, la salvación por el arte y el conocimiento.
Pasamos a la página 59 de la Ficha, donde sigue el #370 de La ciencia jovial (“¿Qué es romanticismo?”):

Con respecto a todos los valores estéticos me sirvo ahora de esta diferencia capital: frente a cada caso particular
pregunto: «¿Es el hambre o la abundancia lo que aquí se ha vuelto creador?».

Aquí tenemos otro elemento para entender la voluntad de poder como arte, este gran estilo: frente a cada
obra particular, si queremos descifrar cuáles son los valores estéticos que la configuran, deberíamos
preguntarnos si es el hambre o la abundancia lo que se ha vuelto creador.

Desde un comienzo pareciera ser más recomendable otra diferencia —mucho más evidente—, a saber, fijar la
atención en si la causa de la creación es el anhelo por inmovilizar, eternizar, por el ser, o si, por el contrario, es el

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anhelo por destruir, por el cambio, por lo nuevo, por el futuro, por el devenir. Pero visto con mayor profundidad,
ambas formas de anhelo aún se muestran como ambiguas e interpretables, en efecto, a partir precisamente del
esquema señalado en primer término y justamente preferido por mí, tal como me parece. El anhelo de destrucción,
cambio, devenir, puede ser la expresión de la fuerza desbordante, preñada de futuro (mi terminus [palabra] para
esto, como se sabe, es la palabra «dionisíaco»), pero también puede ser el odio del mal formado, del carente de
recursos, del que ha fracasado, que destruye, tiene que destruir, porque lo existente, sí, toda existencia, incluso
todo ser, le indigna e irrita — para comprender este afecto, véase desde cerca a nuestros anarquistas.

Aparece aquí, como ejemplo de la pulsión destructiva del fracasado, la crítica al anarquismo (A veces
pareciera que Nietzsche sólo critica al Estado, como sustituto de dios). Pero lo central es que el anhelo
destructivo en sí mismo también puede tener la característica de ser un producto del hambre y no de la
abundancia. Así como hay un pesimismo de la fortaleza y un pesimismo de la debilidad, también hay un anhelo
destructivo propio de la sobreabundancia de vida y un anhelo de destrucción propio del resentimiento. En este
último caso, la voluntad destructiva es una voluntad fracasada, en lugar de victoriosa. Repito la parte del texto
donde Nietzsche explica el anhelo de destrucción como una fuerza asociada a la sobreabundancia de vida:
El anhelo de destrucción, cambio, devenir, puede ser la expresión de la fuerza desbordante, preñada de futuro
Podemos decir que la voluntad victoriosa, antes que la voluntad de alguien que ha derrotado al más débil,
es la voluntad de aquél a quien lo mueve la abundancia de vida y no la carencia. La creación es producto del
desborde de la vitalidad, y no de la proyección de una carencia.

… pero también puede ser el odio del mal formado, del carente de recursos, del que ha fracasado, que destruye,
tiene que destruir, porque lo existente, sí, toda existencia, incluso todo ser, le indigna e irrita — para comprender
este afecto, véase desde cerca a nuestros anarquistas.

Todas las figuras de lo decadente, de lo agotado, están dichas en un lenguaje guerrero, en el que el “otro”
no tiene ninguna cualidad: el mal formado, el carente de recursos, el que ha fracasado. Son calificaciones
propias de quien se pone del lado de los victoriosos. Cuesta encontrar un lenguaje –a Nietzsche mismo le cuesta-
que sea afirmativo y que no sea de derecha. Cuando se dice voluntad victoriosa en seguida se piensa en la
victoria militar, igual que al pensar en la derrota se piensa en el final de una guerra, con sus campos de
prisioneros. Porque en la realidad siempre ha sido así: quien crea los valores los impone a través de la guerra,
derrotando pueblos y borrándoles sus cualidades. El derrotado es “nada”. Por eso les decía que tendríamos que
considerar a la voluntad de poder como arte como algo que todavía no ha sido probado, como algo no existente,
porque si lo pensamos con ejemplos del siglo XX, elijamos los que eligiéramos, son siempre casos en que los
valores se impusieron por la vía de la victoria militar: el que gana impone su visión del mundo. Así, es muy

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difícil pensar la figura de la victoria en un sentido de superabundancia, y no en el sentido de una voluntad
careciente, hambrienta, que ha destruido todo lo que se le oponía.

Las filosofías más interesantes son las que nos ponen en una situación de incertidumbre sobre lo que
están diciendo. Uno no tiene ejemplos para enseñar la filosofía nietzscheana, y esto es lo más interesante, no sólo
de la filosofía nietzscheana sino de intentar enseñarla, y no ejemplificarla diciendo, por ejemplo: está hablando
de las vanguardias del siglo XX; está hablando del anarquismo; está hablando de la comunidad desobrada; está
hablando de la comuna de artistas que genera obras dentro de una fábrica recuperada. No: no sabemos de qué
está hablando, y probablemente el propio Nietzsche no podía imaginarse qué podía llegar a ser aquello que
ejemplificara su filosofía si es que hubiera algo que lo hiciera.
Pero la proyección al futuro que tiene una filosofía que termina en 1900, uno piensa, es el siglo XX. Y
¿cómo pensamos el siglo XX sin pensar los genocidios?

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