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INTRODUCCIÓN
Dice la Encíclica que “el hombre cuanto más conoce la realidad y el mundo y más se
conoce a sí mismo (...) le resulta más urgente el interrogante sobre el sentido de las
cosas y sobre su propia existencia” (n.1). Debería ser así, pero ¿realmente siente el
hombre contemporáneo esta urgencia? Al menos, los signos culturales no parecen
manifestarlo, o por lo menos lo ocultan. Por otra parte, en la misma Encíclica se
reconoce que estos tiempos no son buenos tiempos para la filosofía, para la busca
del sentido. Si siguiéramos la lógica del mercado, podríamos decir: si a nadie le
importa, es que no importa...
Es interesante que se destaque la prioridad del pensar filosófico sobre los sistemas
filosóficos (n.4): la filosofía no son contenidos dados de una vez por todas, sino que
es actividad. Es el proceso lo que importa, más que los resultados.
Dice la Encíclica que “cuando la razón logra intuir y formular los principios primeros y
universales del ser y sacar correctamente de ellos conclusiones coherentes de orden
lógico y deontológico, entonces puede considerase una razón recta”. Si no hubiera
puesto “deontológico”, la mayoría de los filósofos profesionales no tendría reparos,
pero, curiosamente, pocos filósofos profesionales estarán de acuerdo en que puedan
existir “conclusiones correctas” en cuestiones de ética. De inmediato se preguntan:
¿sobre qué bases? Ellos dirían que cada uno llama “recta razón” a la que arriba a sus
conclusiones, previamente sostenidas.
La principal preocupación del Papa: “el hecho de que, sobre todo en nuestro tiempo,
la búsqueda de la verdad última parece a menudo oscurecida”. Es un diagnóstico
muy acertado. Ya no se cree en la existencia de verdades últimas o, en todo caso, se
llama “última” a una verdad así aceptada, por convención de que es la última (según
nuestro concepto de último). El intento del Papa es rescatar la posibilidad de la
trascendencia de la razón. También ese fue el propósito declarado de Kant, y ya
vemos los resultados. Pero, ciertamente, si la filosofía quiere salvarse, tiene que
prestar atención al problema de la trascendencia de la razón.
Tiene toda la razón el Papa cuando dice que muchas personas que podrían dedicarse
a la búsqueda de la verdad, a la investigación filosófica, “han desviado la mirada de
la verdad, prefiriendo el éxito inmediato en lugar del esfuerzo de la investigación
paciente sobre lo que merece la pena ser vivido” (n.6). Lamentablemente, el
mercado no premia el esfuerzo por investigar pacientemente lo que merece la pena
ser vivido; premia al que ofrece satisfacciones rápidas, sensaciones novedosas,
artefactos deslumbrantes, etc. ¿Cómo hacer para promover y fomentar el gusto por
la investigación paciente sobre lo que merece la pena ser vivido? ¿Cómo fomentar el
gusto por la filosofía?
CAPÍTULO I
Una cosa importante: la Revelación no es el fruto, sino el incentivo: “la verdad que la
Revelación nos hace conocer no es el fruto maduro o el punto culminante de un
pensamiento elaborado por la razón. Por el contrario, ésta se presenta con la
característica de la gratuidad, genera pensamiento y exige ser acogida como
expresión de amor”. Todo filósofo cristiano sabe muy bien de que habla aquí el
Papa: la fe y sus datos son el punto de partida, no son el sistema, no son el
contenido de ninguna teoría filosófica. El incentivo es siempre a mirar hacia arriba, a
no conformarse...
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
Las relaciones de los cristianos con la filosofía: al principio, molestas: creían que
bastaba con la verdad revelada. Pero desde los mismos inicios afirmaron algo nuevo:
afirmaban “el derecho universal de acceso a la verdad” (38). Esto era una novedad,
pues para los antiguos la filosofía era patrimonio de unos pocos elegidos. “Quedaba
completamente superado el carácter elitista que su búsqueda tenía entre los
antiguos, ya que siendo el acceso a la verdad un bien que permite llegar a Dios,
todos deben poder recorrer este camino” (39). Por otra parte, se ponía la verdad
suprema muy por encima de los sistemas filosóficos: no son los sistemas los que son
verdaderos; estos son sólo distintos caminos para llegar a la verdad: “Las vías para
alcanzar la verdad siguen siendo muchas; sin embargo, como la verdad cristiana
tiene un valor salvífico, cualquiera de estas vías puede seguirse con tal de que
conduzca a la meta final, es decir, a la revelación de Jesucristo” (39): el inicio de un
sano pluralismo.
El aporte de los filósofos griegos no podía ser despreciado: “Estos... habían mostrado
cómo la razón, liberada de las ataduras externas, podía salir del callejón ciego de los
mitos, para abrirse de forma más adecuada a la trascendencia” (41). Y una lección
importante para los cristianos filósofos de hoy en día: no tener miedo a las
diferencias, pero rescatar todo lo bueno de las filosofías: “Ante las filosofías, los
Padres no tuvieron miedo, sin embargo, de reconocer tanto los elementos comunes
como las diferencias que presentaban con la Revelación. Ser conscientes de las
convergencias no ofuscaba en ellos el reconocimiento de las diferencias” (41).
Al llegar a la Edad Media, son San Anselmo de Canterbury, queda más clara la
relación entre fe y razón: “la fe requiere que su objeto sea comprendido con la ayuda
de la razón; la razón, en el culmen de su búsqueda, admite como necesario lo que la
fe le presenta” (42). Esto último es tal vez lo que más le cuesta admitir a los
filósofos.