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CREENCIAS

 Y  SISTEMAS  DE  CREENCIAS  

Las creencias son básicamente juicios y evaluaciones sobre nosotros mismos, sobre los demás y
sobre el mundo que nos rodea. Las creencias son generalizaciones firmemente aferradas acerca de:

1. Causalidad
2. Significado
3. Límites en:

a. El mundo que nos rodea


b. Nuestro comportamiento
c. Nuestras capacidades
d. Nuestra identidad

Las afirmaciones “El movimiento de las placas continentales provoca los terremotos” y “La ira divina
provoca los terremotos”, reflejan creencias distintas acerca del mundo que nos rodea.

Las creencias funcionan a un nivel distinto que el comportamiento y la percepción, e influyen sobre
nuestra experiencia e interpretación de la realidad.

Según sean sus creencias, cada cual adoptará un planteamiento distinto al tratar de conseguir el
éxito. Es más, el modo en que una situación encaje o no con las creencias y los sistemas de valores
de un individuo o grupo de individuos, determinará cómo serán éstas recibidas e incorporadas.

EL PODER DE LAS CREENCIAS


Las creencias resultan notablemente difíciles de cambiar por medio de las normas tradicionales de
pensamiento lógico o racional.

Nuestras creencias sobre nosotros mismos, así como sobre lo que es posible en el mundo a nuestro
alrededor, influyen con fuerza en nuestra eficacia cotidiana. Cada uno de nosotros tiene creencias
que actúan como recursos, junto con otras que nos limitan.

Nuestras creencias pueden moldear, afectar e incluso determinar nuestro grado de inteligencia,
nuestra salud, nuestras relaciones, nuestra creatividad, e incluso nuestro nivel de felicidad y éxito
personal. Muchas de estas creencias nos fueron implantadas en la infancia por padres, maestros,
entorno social y medios de comunicación, mucho antes de que fuéramos conscientes de su impacto
o de que pudiésemos decidir sobre ellas.

CREENCIAS LIMITADORAS
Las tres áreas más comunes de creencias limitadoras se centran en torno a las cuestiones
relacionadas con:

1. Desesperanza: Creencia de que el objetivo deseado no es alcanzable, sean cuales sean


nuestras capacidades. Se caracteriza por el sentimiento de que “Haga lo que haga nada
cambiará”; “Lo que deseo es inalcanzable”; “Soy una víctima”.

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2. Impotencia: Creencia de que el objetivo deseado es alcanzable, pero no somos
capaces de lograrlo. Produce el sentimiento de que “Eso está al alcance de otros, pero
no de mí”; “No soy lo bastante bueno o capaz para conseguirlo”.

3. Ausencia de mérito: Creencia de que, aunque creemos que el objetivo deseado es


alcanzable y disponemos de la capacidad para lograrlo, renunciamos a él porque
creemos que no merecemos conseguirlo. Se caracteriza por el sentimiento de que “Soy
un fraude”; “No pertenezco aquí”; “No merezco ser feliz o estar sano”; “Hay algo
fundamentalmente malo en mí como persona”; “Merezco el dolor y el sufrimiento que
estoy experimentando”

Para tener éxito, las personas necesitan cambiar esta clase de creencias limitadoras por otras que
impliquen esperanza en el futuro, sensación de capacidad y responsabilidad y sentido de valía y
pertenencia.

Obviamente, las creencias más penetrantes son aquellas que se relacionan con nuestra identidad.
He aquí algunos ejemplos de creencias limitadoras relacionadas con la identidad: “Soy un inútil / no
valgo / soy una víctima”; “No merezco tener éxito”; “Si consigo lo que deseo perderé alguna otra
cosa”; “No tengo permiso para tener éxito”.

Las creencias limitadoras operan a veces como “virus mentales”, que llegan a convertirse en “una
profecía que se cumple por sí misma” y a interferir con nuestros esfuerzos. Los virus mentales
contienen suposiciones y presuposiciones no verbalizadas, lo que las hace aún más difíciles de
identificar y combatir. Frecuentemente, las creencias más influyentes están fuera del alcance de
nuestra conciencia.

TRANSFORMAR LAS CREENCIAS LIMITADORAS

Transformamos las creencias limitadoras y nos “inmunizamos” a los “virus mentales” cuando
expandimos y enriquecemos nuestro modelo del mundo, y percibimos con mayor claridad nuestra
identidad y nuestras misiones. Las creencias limitadoras son a menudo desarrolladas con el objetivo
de cumplimentar algún propósito positivo, como el de protegerse, establecer límites, dotarse de
poder personal, etc. Reconociendo estas intenciones profundas y actualizando nuestros mapas
mentales para incluir otras formas más eficaces de cumplimentarlas, las creencias pueden ser a
menudo cambiadas con un mínimo de esfuerzo y sufrimiento.

Cuando una persona no sabe cómo cambiar su comportamiento, es fácil que elabore la creencia de
que “Este comportamiento no puede cambiarse” Resulta a menudo importante proporcionar las
respuestas a una serie de preguntas sobre el “cómo” para ayudar a la persona a transformar sus
creencias. Por ejemplo, para tratar con una creencia como “Es peligroso mostrar mis emociones”,
deberemos responder a la pregunta: “¿Cómo puedo mostrar mis emociones y mantener al mismo
tiempo la seguridad?”

Las creencias, tanto las potenciadoras como las limitadoras, son a menudo construidas mediante la
realimentación y el refuerzo procedentes de otras personas significativas para nosotros. Nuestros
sentidos de identidad y misión, vienen a menudo definidos por otras personas importantes, o
“mentores” que nos sirven como puntos de referencia para los sistemas mayores de los que nos
percibimos como miembros.

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Por consiguiente, clarificar o alterar relaciones clave, así como los mensajes recibidos en el contexto
de esas relaciones, suele facilitar de forma espontánea cambios en las creencias. Establecer nuevas
relaciones es a menudo parte importante en la promoción de un cambio de creencias perdurable,
sobre todo cuando se trata de relaciones que proporcionan soporte positivo a nivel de identidad.

“El Poder de la Palabra”


Robert Dilts
Editorial Urano

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EL ERROR DE ENJUICIAR

El error de enjuiciar convierte mi reacción emocional hacia una persona en un atributo


propio de esa persona. Si me gusta… es lindo, si me desagrada… es feo. Esta confusión
está muy generalizada y produce muchos problemas porque transforma desacuerdos en
acusaciones.

Enjuiciar es convertir en atributo del otro lo que es en realidad mi reacción emocional hacia él. Por
ejemplo, estoy con Elena y me aburro. Cuando me despido pienso: “¡Qué aburrida es Elena!”. Lo
mismo puede ocurrir en el sentido opuesto. Lo paso muy bien y entonces digo: ¡Qué divertida es
Elena!

Si bien el segundo caso parece más dulce e inofensivo, ambos se nutren del mismo error: me
percibo a mí mismo como un centro absoluto de observación desde donde lo que es mi reacción
emocional hacia el otro lo convierto en un rasgo de él. Si me aburre… es aburrido. Si me agrada…
es lindo. Si me desagrada… es feo. Si frustra mis expectativas… es inútil.

Cuando actúo así estoy desconociendo que soy una parte entre otras, con características y
necesidades específicas, y que esas necesidades pueden ser satisfechas por quienes tengan una
relación de afinidad con ellas. Por lo tanto la satisfacción o no de mis expectativas nada dice acerca
de quién es el que está conmigo, solo caracterizan el grado de afinidad de ese vínculo.

La frecuencia de esta reacción inmadura nos informa que no es un problema individual aislado sino
la manifestación de un estado evolutivo que como especie estamos experimentando.

Son en verdad pocos los que han alcanzado un nivel de consciencia que les permite comprender
íntegramente el error de enjuiciar y todas sus implicaciones. Cuando eso ocurre desaparecen de la
vida de esas personas el reproche, la descalificación, la pelea innecesaria…

La actitud de enjuiciar adquiere especial importancia en la relación entre padres e hijos. La madre
está ocupada lavando los platos y su hijo pequeño la requiere con insistencia para que juegue con
él. Ella le dice: “¡Eres insaciable!, ¡nunca estás contento!, ¡eres un demonio!, ¡todo el día
molestando!” La madre confunde lo que a ella le molesta en ese momento con lo que es molesto en
sí mismo. Con los niños esto es especialmente perturbador porque ellos lo incorporan como la
definición cierta de lo que son y, por supuesto, altera seriamente la construcción de su identidad.

Este es un claro ejemplo de cómo dos necesidades legítimas –la de madre de lavar los platos y la
del hijo de jugar con ella- quedan convertidas, por la ignorancia del enjuiciar, en una madre
decepcionada y acusadora y en un hijo malo y culpable.

Esto también ocurre entre los adultos. Hay un desencuentro en una relación y si somos
enjuiciadores yo le digo: “¡¡¡Lo que pasa es que eres intolerante, fría y desconsiderada!!!” y ella me
dice: “¡Eres tú el egoísta, desconsiderado y abusador!” Cada uno emite un juicio descalificatorio
acera de lo que el otro es, la pelea queda instalada y, si no se resuelve, el destino final es el
alejamiento con ese sabor amargo que siempre dejan los reproches recíprocos.

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El enjuiciar no solo ocurre entre las personas sino también con uno mismo. Si una parte mía actúa
de un modo inseguro y deseo que actúe con más seguridad, desde mi ignorancia enjuiciadora
puedo decirle: “¡Tú eres así, eres débil, no tienes arreglo!”

Así como el niño toma por cierto lo que la mamá le dice, el aspecto inseguro también toma como
válido lo que su evaluador interior le transmite y, por lo tanto, lo que es un estado transitorio y
transformable comienza a percibirlo como si fuera su identidad misma. Este enjuiciamiento interior
es el que produce la tan frecuente sensación de baja autoestima.

En ambos casos, ya sea con el otro o conmigo, la ignorancia es la misma, el daño es semejante,
solo cambia el destinatario.

Einstein dijo: “Nada se puede decir de lo observado si no se incluye la posición del observador”.
Esto es lo que necesitamos incluir en nuestro universo emocional. Es como si todos tuviéramos
anteojos, cada uno con un cristal de diferente color. El que tiene uno azul dice: “El mundo es azul”.
Quien calza uno rojo le responde: “¡No, el mundo es rojo!” Y el que tiene uno verde a su vez
replica: “¡Ustedes ven mal, el mundo es verde!” Y así comienzan las discusiones sin fin, hasta que
empezamos a reconocer que tenemos gafas y que cada una es de un color diferente. Entonces
podemos decir: “En realidad no sé exactamente de qué color será el mundo, sé que con estos
anteojos lo veo azul”.

No sé exactamente cómo es Elena, lo que sé es que me aburrí (o me divertí) con ella.

La madre podrá decirle a su hijo: “Comprendo que quieras jugar conmigo, si yo estuviera en tu
lugar, tal vez querría lo mismo… lo que ocurre es que ahora estoy ocupada y no puedo jugar.
Cuando termine lo vamos a hacer”

Y el evaluador interior podrá decirle al aspecto inseguro: “No sé por qué funcionas así, sé que me
frustra y quiero que te sientas más seguro… si tú también lo quieres, dime… ¿Qué necesitas recibir
de mí para ser ayudado a sentirte más seguro?”

La pregunta que surge ante este tema es: Pero hay cosas que creo que están mal, que no se deben
hacer… ¿Tampoco se emite un juicio sobre eso? Es necesario distinguir el juicio sobre las acciones
del juicio sobre el ser del otro.

Yo puedo afirmar: “Tal cosa que hiciste ha producido daño y es necesario que lo repares y que no
lo repitas”. Incluso si es un delito podré iniciarle un juicio penal, pero no afirmo que el otro es en su
esencia destructivo, como cuando decimos, por ejemplo: “¡Eres una basura, eres una porquería,
eres …!” Es decir, todos los insultos concebibles precedidos por la palabra “eres”.

Cuando comprendo el error de enjuiciar, reconozco que ese espacio no es de mi jurisdicción y que
lo que a mí me corresponde es transmitir el efecto, emocional, o de cualquier otro tipo, que la
acción produce y lo que eventualmente demando para que lo que lesiona cese. Mi respuesta no
pierde potencial expresivo ni eficacia resolutiva cuando dejo de enjuiciar. Simplemente me ubico en
el lugar que me corresponde y no produzco un daño innecesario.

Aprendices de Emociones
Norberto Levy

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ES USTED MUCHO MÁS FUERTE DE LO QUE CREE

He leído y he conocido diversos casos en los que las personas han demostrado tener una fuerza
física muy superior a la que creían poseer. En algunos de estos casos ha quedado bien patente que
dicha fuerza física era la consecuencia de una resistencia mental que se había puesto en marcha
con anterioridad. Digamos que cuando la motivación, la determinación y el compromiso se activan,
el resto de las facultades mentales y físicas también lo hacen.

Hace bastantes años nos invitaron a Paco, un amigo y a mí a una capea. Aunque nunca me han
atraído demasiado esa clase de eventos, y movido tal vez por la gran amistad que me unía a él,
decidí acompañarlo con la esperanza de pasar al menos un día agradable y divertido.

Una vez allí me posicioné detrás del burladero, ya que me parecía un lugar seguro. Entonces
soltaron a la vaquilla. Los primeros valientes salieron a torearla y más de uno acabó siendo
zarandeado por el aire. Yo, que estaba escondido detrás del burladero, me preguntaba cómo había
gente tan insensata que se atreviera a salir al ruedo. De repente vi que Paco, que estaba conmigo
en el burladero, contagiado sin duda por aquella alegría colectiva, se lanzaba al ruedo con la
intención de agarrar uno de los extremos del capote que otro de los improvisados toreros sostenía.
Según lo ve la vaquilla, va a por él, lo lanza por los aires y empieza a embestirlo en el suelo. En
aquel instante sentí como si por una parte alguien me sacara bruscamente del burladero y por otra
como si la vaquilla me atrajera con una fuerza magnética desconocida. El caso es que me lancé
sobre ella y la agarré por el pescuezo mientras hacía con mis brazos un nudo alrededor de su
cuello. Perdí por completo la noción del tiempo hasta que oí una voz que decía suéltala que ya está
a salvo tu amigo. Entonces me di cuenta de que dos personas estaban sujetando a la vaquilla por
los cuernos y fui consciente de la fuerza con la que estaba apretando el cuello del pobre animal.
Terminada la capea me fijé en que la gente me miraba mucho, tal vez sorprendidos de que alguien
como yo, que no era demasiado fuerte, hubiera sido capaz de mantener inmóvil a un animal como
aquél durante unos minutos. De vuelta a Madrid, me despedí de mi amigo Paco y me fui a casa a
dormir. Al día siguiente cuando me desperté noté que el brazo izquierdo, justo con el que había
hecho más presión para sujetar a la vaquilla, me dolía bastante y al quitarme la parte superior del
pijama vi que tenía un hematoma que me recorría desde el hombro izquierdo hasta la muñeca
izquierda.

No me cabe duda de que el hombre valeroso que se lanzó al ruedo y se enfrentó a aquel animal era
alguien diferente al acobardado que estaba detrás del burladero, y es que cuando cambiamos
nuestra identidad también modificamos nuestro comportamiento y nuestros logros.

Esto es una metáfora de lo que es la vida misma. Muchas veces ante los peligros, los problemas, los
obstáculos nos amedrentamos y nos escondemos en nuestros burladeros personales, con los que ya
estamos familiarizados. No somos protagonistas de la vida, sino que simplemente la vemos pasar.
Examinemos nuestras emociones y es nuestro propio miedo el que nos hace ver su superación
como algo no solo inaccesible, sino también utópico. Desde nuestra posición contemplamos a
algunos que salen a “torear” los problemas y comprobamos que aunque algunos salen en hombros
de la plaza, otros no sales tan bien parados. Es a partir de aquí donde encontramos todas las
excusas que necesitamos para permanecer en nuestros cómodos burladeros, donde sabemos que
estamos seguros y sobre todo donde encontramos la justificación para no dar un paso adelante. A

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mí lo que me sacó del burladero no fue ni un razonamiento sofisticado ni una inesperada valentía.
Lo que me sacó del burladero fue el cariño hacia un amigo al que vi en peligro. Fue ese afecto el
que me dio la motivación para salir, para olvidarme de mí y pensar sólo en el otro. Sé que a lo
mejor quienes me vieron lo consideraron como un signo de valentía. Si hubieran pensado eso, sería
porque no conocían al ser que estaba detrás del burladero. En mi opinión, frente a los problemas,
los obstáculos y los desafíos que la vida nos presenta, la clave para determinar si seremos capaces
de afrontar o no, no se encuentra ni en la emoción que sentimos frente al problema, y que muchas
veces no es otra que el miedo ni en la percepción de nuestros recursos aparentes de la fuerza que
nosotros percibimos. Para mí el secreto está en la motivación que sentimos, en el compromiso que
nos hace inmunes al desaliento. Es en la parte del cerebro llamada sistema límbico o cerebro
emocional donde está el motor que cuando se activa propulsa nuestro intelecto y nos lanza a la
acción. Por eso, el logro muchas veces está más relacionado con el corazón que ponemos en las
cosas que con nuestra inteligencia aparente o el conjunto de nuestros conocimientos. Para
transformarnos en individuos que se mantengan fuera del burladero no necesitamos ser más
inteligentes y más comprometidos, y es que nuestra verdadera fuerza no sale cuando nos
centramos en nosotros mismos, sino cuando lo hacemos en los demás. También creo que para
transformarnos en seres que estén fuera del burladero no necesitamos angustiarnos tanto con lo
que podemos perder y sí ilusionarnos más con lo que seremos capaces de ganar y con lo que
podemos lograr.

Recordemos a Joseph Campbell y cómo se aplica esta experiencia al camino del héroe que él tan
magistralmente describió. Cuando un individuo se encuentra en su zona de comodidad –en mi caso,
detrás el burladero- y de repente escucha una llamada –en este caso el grito silencioso de un amigo
que pide ayuda-, éste no pretende ignorar la llamada, sino que la oye y la acepta, y entonces ha de
entrar en un mundo incierto, donde nada o casi nada es predecible. En él ha de enfrentarse a los
“demonios”, en mi caso representado por la vaquilla, y en medio del enfrentamiento aparecen
ángeles que de manera inesperada acuden en su ayuda y que en mi caso fueron aquellas dos
personas que tuvieron la generosidad de salir y agarrar a la vaquilla por los cuernos para que yo
pudiera ponerme a salvo. Lo interesante según Campbell y según mi propia experiencia es que
después de ese viaje uno ya no es el mismo, sino que ha sufrido una transformación y esta
transformación le sitúa fuera de los límites de lo razonable y le permite lograr lo que se propone.

Hace cierto tiempo me enteré de que uno de los hospitales más prestigiosos del mundo estaba
buscando cirujanos para un centro de referencia en toda Europa. Por una serie de sorprendentes
caminos, mi currículo fue seleccionado y un buen día me llamaron y me citaron para una entrevista.
Me presenté bastante tranquilo y relajado y quien me llamó me invitó a entrar en un cuarto con el
jefe de Cirugía, el jefe de Anestesia y el Internista encargado del proyecto. Fueron sumamente
amables y me hicieron muchas preguntas, algunas de carácter puramente médico y otras de tipo
más personal. Finalizada la entrevista se despidieron de manera muy afectuosa.

Pasó cierto tiempo y como no tenía noticias llamé al director del nuevo hospital para ver si sabía
algo. Simplemente me pidió que fuera a verlo. Cuando estuve con él en su despacho, hizo una serie
de amables comentarios y me enseñó un papel para que lo leyera y si me parecía bien, lo firmara.
Mi corazón latía con fuerza, pensé que eso significaba que me habían elegido como uno de los
cirujanos del hospital. De repente vi que lo que me ofrecían era ser el jefe del departamento de
Cirugía del nuevo hospital. Mi alegría se transformó en miedo. Empecé a pensar que se habían
equivocado que yo no estaba suficientemente capacitado, que era demasiado joven, que seguro

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que había gente mucho más preparada que yo. Entonces me paré en seco y decidí salir del
“burladero”. Si ellos confiaban en mí, era triste que yo no lo hiciera. En el momento en el que firmé
empecé a ser alguien diferente, comencé a pensar en el equipo que íbamos a crear, en las
posibilidades que se iban a abrir. Cuando la mente se estira por una nueva posibilidad, nunca
vuelve a sus dimensiones originales. Gracias a aquella decisión puede tener unas experiencias que
me permitieron crecer y evolucionar, y conocí a personas que nunca hubiera conocido. Ha pasado
el tiempo y cuánto me alegro de la decisión. A lo largo de nuestra vida se van a presentar ocasiones
que van a desafiar la definición y la imagen que hemos hecho de nosotros mismos para entrar en
contacto y acercarnos más a la verdadera realidad de lo que somos. Quedarnos atrapados en el
miedo es privarnos de la posibilidad de crecer y evolucionar, y de transformarnos en aquello que
nunca creímos posible.

En una universidad tuve una profesora que había enseñado a los indios navajos de Nuevo México.
De ellos asimiló muchas cosas que no pertenecen tanto al mundo de los conocimientos como la de
su sabiduría. Entre todo lo que aprendió, hay una historia que al parecer se viene transmitiendo
generación tras generación y que refleja la forma en la que ese pueblo se relaciona con la vida:

“Mi interior es un campo de batalla. Por una parte está el águila majestuosa, todas sus
acciones están llenas de verdad, de bondad y de belleza. El águila que vive en mí vuela
por encima de las nubes y aunque a veces baja a los valles, siempre deposita sus huevos
en la cima de las altas montañas. Pero dentro de mí también vive un terrible lobo, él
representa mis bajezas, se sustenta sobre mis propias caídas y justifica su presencia
cuando dice que él también es parte de mí. El águila y el lobo luchan por extender su
dominio a mis entrañas. ¿Quién ganará esta gran batalla?, aquel a quien yo cada día
alimente”.

Ante los desafíos que la vida nos presenta no podemos pensar que sólo tenemos las fuerzas y las
capacidades que creemos conocer. Preparémonos con entusiasmo a descubrir lo que somos en
realidad y aquello que podemos lograr y llegar a crear. Que nuestro punto de referencia no sea
nuestra supuesta inteligencia o nuestros conocimientos aparentes, sino la fuerza de nuestro
compromiso. Jamás fracasaremos si nuestra determinación por triunfar es lo suficientemente
grande. El único fracaso es la incapacidad de no aprender de las caídas y de no levantarnos
siempre una vez más a pesar de los descalabros. Somos nosotros, con nuestra forma tan dura de
juzgarnos, quienes convertimos las caídas en simples agujeros, en caídas dentro de tumbas. Si
habláramos a los demás como lo hacemos a nosotros mismos, probablemente no tendríamos ni un
amigo.

Tras una caída, no hay que mirar al suelo, sino al horizonte que hemos marcado para
nuestra existencia, esa ilusión que nos llama a levantarnos y a proseguir nuestra
marcha a lo largo de ese camino de transformación que es la vida.

Vivir es un asunto urgente


Dr. Mario Alonso Puig

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ESCUCHA EMPÁTICA

En este momento, usted está leyendo un libro que yo he escrito. Leer y escribir son formas de
comunicarse. También lo son hablar y escuchar. En realidad, éstos son los cuatro tipos básicos de
comunicación. Piense el lector en las horas que dedica a por lo menos alguna de esas cuatro cosas.
Hacerlas bien es absolutamente esencial para la efectividad.

La aptitud para la comunicación es la más importante de la vida. Dedicamos a la comunicación la


mayor parte de nuestras horas de vigilia. Pero consideremos esto: pasamos años aprendiendo a
leer y escribir, años aprendiendo a hablar. ¿Y a escuchar? ¿Qué adiestramiento o educación nos
permite escuchar de tal modo que comprendamos real y profundamente a otro ser humano en
términos de su propio marco de referencia individual?

Son relativamente pocas las personas que han tenido algún adiestramiento en la escucha. Y por lo
general ese adiestramiento se basa en la ética o técnica de la personalidad, y no en una base de
carácter y relaciones absolutamente vitales para la comprensión auténtica de otra persona.

Si usted quiere interactuar efectivamente conmigo, influir en mí –supongamos que, soy su cónyuge,
su hijo o su hija, su vecino, su jefe, su colaborador, su amigo- lo primero que necesita es
comprenderme. Y para hacerlo no basta la técnica. Si yo siento que usted está empleando alguna
técnica, percibo duplicidad, manipulación. Me pregunto por qué lo hace, cuáles son sus motivos. Y
no me siento lo bastante seguro como para abrirme.

La clave real de su influencia en mí es su ejemplo, su conducta real. Su ejemplo fluye naturalmente


de su carácter o del tipo de persona que usted verdaderamente es, no de lo que los otros dicen que
usted es o de lo que usted quiere que yo piense que es. Se pone de manifiesto en el modo en que
yo realmente lo experimento a usted.

Su carácter está constantemente irradiando, comunicando. A partir de él, a largo plazo, llego a
confiar en usted, o a desconfiar instintivamente de su persona y de los esfuerzos que realiza
conmigo.

Si sus estados de ánimo son volubles, si usted es alternativamente mordaz y amable, y sobre todo,
si sus actos privados no concuerdan con su conducta pública, para mí será muy difícil abrirme a
usted. Entonces, por mucho que desee e incluso necesite recibir su amor e influencia no me sentiré
lo bastante seguro como para sacar a la luz mis opiniones, mis experiencias y mis sentimientos más
íntimos. No podrá saber qué sucederá.

Pero si no me abro a usted, si usted no me comprende, si no comprende mi situación y mis propios


sentimientos, tampoco sabrá cómo aconsejarme. Lo que usted dice es perfecto, pero no tiene nada
que ver conmigo.

Podrá decir que se preocupa por mí y que me aprecia. Yo querré creerlo desesperadamente. Pero,
¿cómo podría apreciarme si ni siquiera me comprende? Sólo tengo sus declaraciones y no puedo
confiar en palabras. Estoy demasiado irritado y a la defensiva (tal vez me sienta demasiado culpable
o tenga demasiado miedo) como para que se pueda influir sobre mí, aunque por dentro sepa que
necesito lo que podría decirme.

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A menos que usted se vea influido por mi singularidad, yo no voy a verme influido por su consejo.
De modo que si quiere ser realmente efectivo en el hábito de la comunicación interpersonal, la
técnica no habrá de bastarle. Tiene que desarrollar esa capacidad para la escucha empática, basada
en el carácter, que suscita apertura y confianza. Y tiene también que crear la cuenta bancaria
emocional que genera un comercio entre los corazones.

Escucha empática

“Procure primero comprender” supone un cambio de paradigma muy profundo. Lo típico es que
primero procuremos ser comprendidos. La mayor parte de las personas no escuchan con la
intención de comprender, sino para contestar. Están hablando o preparándose para hablar. Lo
filtran todo a través de sus propios paradigmas, leen su autobiografía en las vidas de las otras
personas.

“¡Oh, sé exactamente cómo se siente!”

“He pasado por lo mismo. Permítame que le cuente mi experiencia.” Constantemente proyectan su
propia película sobre la conducta de las otras personas. Les recetan sus propias gafas a todos
aquellos con los que interactúan.

Si tienen un problema con alguien –un hijo, una hija, el cónyuge, un empleado- su actitud es: “Esa
persona no comprende”.

Un padre me dijo en una oportunidad: “No comprendo a mi chico. Sencillamente no me escucha en


absoluto”.

“Permítame insistir”, le dije. “¿Usted no comprende a su hijo porque él no quiere escucharlo a


usted?”

“Es lo que te he dicho”, respondió con impaciencia. Siempre pensé que para comprender a otra
persona, usted necesitaba escucharla a ella”, sugerí.

“¡Oh!”, exclamó. Hubo una larga pausa. “¡Oh!”, repitió, mientras empezaba a hacerse la luz. “¡Oh,
sí! Pero yo lo comprendo. Sé por lo que está pasando. Yo pasé por lo mismo. Lo que no comprendo
es por qué no quiere escucharme.”

Aquel hombre no tenía la más vaga idea acerca de lo que estaba realmente sucediendo dentro de la
cabeza de su hijo. Echaba una mirada dentro de su propio corazón y su propia cabeza, y a través
de ellos veía el mundo, e incluso a su muchacho.

Esto es lo que ocurre con muchos de nosotros. Estamos llenos de nuestras propias razones, de
nuestra propia autobiografía. Queremos que nos comprenda. Nuestras conversaciones se
convierten en monólogos colectivos, y nunca comprendemos realmente lo que está sucediendo
dentro de otro ser humano.

Cuando otra persona habla, por lo general la “escuchamos” en uno de cuatro niveles. Podemos
estar ignorándola, no escucharla en absoluto. Podemos fingir. Sí. Ya. Correcto.” Podemos practicar
la escucha selectiva, oyendo sólo ciertas partes de la conversación. A menudo lo hacemos con el
parloteo incesante de un niño pequeño. Finalmente, podemos brindar una escucha atenta,
prestando atención y centrando toda nuestra energía en las palabras que se pronuncian. Pero muy

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pocos de nosotros nos situamos en el quinto nivel, la forma más alta de escuchar, la escucha
empática.

Cuando digo escucha empática, no me estoy refiriendo a las técnicas de la escucha “activa” o
“refleja”, que básicamente consiste en imitar lo que la otra persona dice. Este tipo de escucha se
basa en habilidades, es limitada desde el punto de vista del carácter y la relación, y suele ser un
insulto para los que “son escuchados” de esa forma. Es también esencialmente autobiográfica.
Quien practica esas técnicas tal vez no proyecte su autobiografía en la interacción presente, pero el
motivo de la escucha es autobiográfico. Escucha utilizando técnicas de reflejo, pero con la intención
de contestar, controlar, manipular.

Cuando digo escucha empática quiero decir escuchar con la intención de comprender. Quiero decir
procurar primero comprender, comprender realmente. Se trata de un paradigma totalmente
distinto.

La escucha empática (palabra derivada de empatía) entra en el marco de referencia de la otra


persona. Ve las cosas a través de ese marco, ve el mundo como lo ve esa persona, comprende su
paradigma, comprende lo que siente.

Empatía no es simpatía. La simpatía es una forma de acuerdo, una forma de juicio. Y a veces es la
emoción y la respuesta más apropiada. Pero a menudo la gente se nutre, se alimenta con la
simpatía, lo cual la hace dependiente. La esencia de la escucha empática no consiste en estar de
acuerdo; consiste en comprender profunda y completamente a la otra persona, tanto emocional
como intelectualmente.

La escucha empática incluye mucho más que registrar, reflejar o incluso comprender las palabras
pronunciadas. Los expertos en comunicación estiman que, en realidad, sólo el 10 por ciento de lo
que comunicamos está representado por palabras. Otro 30 por ciento se vehiculiza a través de
diversos sonidos, y el 60 por ciento restante es lenguaje corporal. En la escucha empática, uno
escucha con los oídos, pero también (y esto es más importante) con los ojos y con el corazón. Se
escuchan los sentimientos, los significados. Se escucha la conducta. Se utiliza tanto el cerebro
derecho como el izquierdo. Usted percibe, intuye, siente.

La escucha empática es tan poderosa porque nos proporciona datos precisos. En lugar de proyectar
nuestra propia autobiografía y dar por supuestos ciertos pensamientos, sentimientos, motivos e
interpretaciones, abordamos la realidad que está dentro de la cabeza y el corazón de la otra
persona. Escuchamos para comprender. Nos concentramos en la recepción de las comunicaciones
profundas de otra alma humana.

La escucha empática, en y por sí misma, es un depósito enorme en la cuenta bancaria emocional.


Es profundamente terapéutica y curativa porque proporciona “aire psicológico”.

Si de pronto succionan todo el aire de la habitación en la que el lector se encuentre ahora, ¿qué
sucedería con su interés por este libro? Dejaría de interesarle el libro; sólo le interesaría respirar. La
supervivencia se convertiría en su única motivación.

Pero como en este momento tiene aire, respirar no lo motiva. Ésta es una de las mayores
comprensiones en el campo de la motivación humana: las necesidades satisfechas no motivan. Sólo
motivan las necesidades insatisfechas. Inmediatamente después de la supervivencia física, viene,

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como mayor necesidad del ser humano, la supervivencia psicológica: ser comprendido, afirmado,
valorado, apreciado.

Cuando uno escucha con empatía a otra persona, le proporciona aire psicológico. Y después de
dejar satisfecha esa necesidad puede centrarse en influir o en resolver problemas.

Esa necesidad de aire psicológico afecta a la comunicación en todas las áreas de la vida.

En una oportunidad yo enseñaba este concepto en un seminario en Chicago, e indiqué a los


participantes que practicaran la escucha empática por la noche. A la mañana siguiente, un hombre
se me acercó casi totalmente ansioso por contarme las novedades.

“Permítame que le cuente lo que me pasó ayer por la noche”, dijo. “Estuve tratando de cerrar un
gran trato comercial con bienes raíces durante mi estancia aquí, en Chicago. Me reuní con los
inversores, sus apoderados y otro agente inmobiliario, que acababan de recibir una propuesta
alternativa”.

“Parecía que iba a perder el negocio. Había estado trabajando en ese asunto durante más de seis
meses y, en un sentido muy real, todos mis huevos estaban en aquella canasta. Todos. Me invadió
el pánico. Hice todo lo posible, discutí de todos los modos, utilicé todas las técnicas de ventas que
pude. Mi recurso final consistió en decir: “¿Podríamos demorar esta decisión durante algún
tiempo?”. Pero el impulso era tan fuerte y estaban tan disgustados por el hecho de que las cosas se
prolongaran tanto, que resultaba obvio que iban a cerrar el trato”.

“Entonces me dije: ‘Bien, ¿por qué no probar? ¿Por qué no poner en práctica lo que he aprendido
hoy y procurar primero comprender, y después ser comprendido? No tengo nada que perder”.

“Sólo le dije al hombre: “Permítame comprobar si realmente comprendo su posición y cuáles son en
realidad sus preocupaciones acerca de mis planeamientos. Cuando usted se convenza de que las
comprendo, veremos si mi propuesta es verdaderamente pertinente o no”.

“Realmente traté de ponerme en su pellejo. Traté de verbalizar sus necesidades y preocupaciones,


y él empezó a abrirse”.

“Cuanto más percibía y expresaba yo las cosas que a él le preocupaban y los resultados que
preveía, más se sinceraba conmigo. Finalmente, en medio de nuestra conversación, se puso de pie,
se acercó al teléfono, marcó el número de su casa para hablar con su esposa, y, cubriendo el
auricular con la mano, me dijo: “Bien, el trato es suyo”.

“Me quedé totalmente confundido. Todavía lo estoy.”

Él había efectuado un gran depósito en la cuenta bancaria emocional al proporcionarle a aquel


hombre aire psicológico. Siendo relativamente constantes los demás factores, en el momento
decisivo la dinámica humana es más importante que las dimensiones técnicas del trato.

Procurar primero comprender, y diagnosticar antes de prescribir, no es fácil. A corto plazo resulta
mucho más fácil entregar un par de gafas que a uno le han sido útiles durante muchos años.

Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva


Stephen R Covey

12  

 
JUICIOS Y AFIRMACIONES (OPINIONES Y HECHOS)

“El ser humano es un puente entre los animales y los dioses


F. Nietzsche

Cuando procuramos describir cómo “es” una determinada persona, podemos hacerlo utilizando
afirmaciones. Podemos decir, por ejemplo, que Irene, la persona de la que vamos a hablar:

Es mujer
Es venezolana
Es periodista
Es graduada de la Universidad Central de Venezuela
Tiene 42 años
Está casada
Tiene dos hijos varones
Trabaja en el períodico El Nacional, etc.

Todas son afirmaciones. Con cada una de ellas algo nuevo logramos saber sobre Irene. Pero
examinemos lo que sucede con las afirmaciones. Sin negar que con cada una de ellas ampliamos
nuestro conocimiento de Irene, descubrimos que ello acontece de una particular manera. Las
afirmaciones operan como sucesivas restricciones en el amplio espacio de las posibilidades de ser
que da cuenta de Irene.

En efecto, al decir que ella es mujer, el espacio de posibilidades que ahora ocupa Irene se restringe
y deja fuera las posibilidades de ser que pertenecen al “ser hombre”. Cuando luego decimos
“venezolana”, introducimos una nueva restricción que corta el amplio espacio de posibilidades del
“ser mujer” y lo acota al “ser mujer venezolana” y así sucesivamente con cada una de las
afirmaciones subsiguientes.

Con cada nueva afirmación, el espacio de ser de Irene se hace más preciso, se acota, se delimita
algo más. Sin embargo, Irene sigue siendo una suerte de “categoría” censal, más o menos precisa.
Y mientras más afirmaciones disponemos más sabremos sobre Irene pero aquello que sabremos no
dejará nunca de tratarla como una “categoría”. Este conocimiento sobre Irene, será siempre un
conocimiento “frío”, un conocimiento que poco nos dice sobre los aspectos relacionados con las
dimensiones más profundas y misteriosas de su alma, con los aspectos que nos acerquen a lo que
le inquieta, a sus desgarramientos y temores, a sus alegrías y sus amores, a todo aquello que la
hace un ser único en el universo.

No queremos despreciar el aporte que las afirmaciones hacen en el conocimiento de los individuos.
Ellas sin duda hacen una contribución significativa. Con cada una de las afirmaciones, precisamos el
espacio desde el cual se desarrolla el ser de un individuo. Y ello no deja de ser importante. Pero los
espacios que las afirmaciones delimitan serán siempre espacios de “posibilidades” de ser, y todo
individuo situado en ese espacio puede activar o no activar las posibilidades que el espacio al que
pertenece le confiere. El que lo haga o no lo haga dependerá de condiciones que muchas veces

13  

 
escapan nuestra capacidad de conocimiento, de las afirmaciones que podemos hacer y de la
presencia de otras dimensiones las que, sin embargo, sólo logran revelarse a través de juicios.

Los juicios, en consecuencia, nos aportan una mirada diferente sobre un mismo individuo, una
mirada que las afirmaciones son incapaces de proporcionarnos. Volviendo al ejemplo de Irene,
podemos comparar el conocimiento que obteníamos de ella con las afirmaciones con aquel que se
genera cuando entregamos juicios y decimos que Irene:

Es muy competente en su desempeño en el trabajo


Es responsable con los compromisos que asume
Es algo irritable bajo presión
Es sociable con sus compañeros
Es solidaria con quienes están en problemas
Es tímida en situaciones sociales
Es tierna y afectuosa en el amor, etc.

Ahora tenemos la impresión de que progresivamente penetramos en el espacio más cálido de su


alma, en su particular y única forma de ser. Ello nos permite reconocer que los juicios nos habilitan
un acercamiento especial a la forma de ser de cada individuo.

………………………

Uno de los problemas fundamentales de la comunicación es la confusión entre observaciones


(hechos) y opiniones (juicios). Cuando las personas presentan sus interpretaciones como si fueran
verdades absolutas, es imposible operar con efectividad y respeto mutuo. Cuando cada interlocutor
cree que su opinión es la única verdad, la conversación se vuelve una lucha por la razón (en el
supuesto de que hay una sola), el objetivo inicial de maximizar la eficiencia del conjunto y el
bienestar de cada uno de los participantes queda relegado. El nuevo objetivo es demostrar que uno
está en lo correcto y que los demás están equivocados.

Este modelo de “ganar-perder” se manifiesta en el lenguaje. La manera de hablar y la manera de


pensar son dos caras de la misma moneda (el modelo mental), por eso usaremos el lenguaje como
herramienta de diagnóstico y mejoramiento. La confusión entre hechos e interpretaciones genera
graves problemas en la comunicación; por eso proponemos un modelo comunicacional que en vez
de estar centrado en la verdad, está centrado en la efectividad.

El Observador y su mundo – Volumen II Rafael Echevería- Metamanagement II Fredy Kofman

14  

 
LA DISTINCIÓN DE LA DISTINCIÓN – UN CIELO ESTRELLADO

Para ilustrar el papel que les cabe a las distinciones en la configuración lo que observamos,
vamos a contar un cuento. Voy a suponer que estoy en una casa de campo, alejado de la
ciudad. Es de noche, y no hay luna ni nubes en el cielo. En un determinado momento
salgo de la casa, me paro a la intemperie, miro hacia arriba y observo el cielo lleno de
estrellas.

Se dirá que no hay nada especial en lo que me ha pasado, y que a cualquier persona que
se someta a las mismas condiciones que he descrito, le pasaría lo mismo que me ha
pasado a mí y, por tanto, vería, como yo, un cielo lleno de estrellas.

Pues bien, eso es falso. No puede ver estrellas quien previamente no posea la distinción de
estrella.

-­‐ Bueno –podrá alguien argumentarme-, tal vez no las llame estrellas, por cuanto esa
persona quizás no hable castellano, pero no podrá dejar de ver las estrellas, pues ellas
están allí. Sólo que las llamará con otro hombre.
-­‐ Pues no –respondo yo-: no importa cómo las nombre, no importa cómo las llame. Si esa
persona no posee la distinción de estrella, cualquiera sea el idioma que hable, no le
será posible observar estrellas.
-­‐ No puede ser –me contra argumentará-; en la medida en que sus sentidos no estén
afectados, esa persona inevitablemente verá las estrellas puesto que ellas están allí.

Ante el desconcierto que suscita mi postura, me doy cuenta de que debo ir algo más lejos.
De lo contrario, es posible que mi interlocutor crea que me estoy volviendo loco. ¿Cómo
alguien, en sus cinco sentidos, podría no ver lo que está allí? El punto es precisamente
ese: ¿qué es aquello que está allí? Lo que hace el lenguaje es, precisamente, configurar el
carácter de “lo que está allí”. No pongo en duda que puede haber algo allí. No dudo que,
de estar eso allí, posiblemente algo veremos. El punto que está en disputa es cuál es el
carácter que le voy a asignar a aquello que está allí, sea esto lo que sea. Eso, insisto, lo
provee el lenguaje, y una de las maneras más importantes de cómo lo hace es a través de
“distinciones”. Por ahora, sin embargo, me es preciso hacerme cargo del desconcierto de
mi interlocutor y procurar sacarlo de él.

-­‐ A ver –le digo- por qué no nos situamos en un momento de la historia en el que los
seres humanos no poseían la distinción de estrella, y nos preguntamos sobre lo que
veían cuando vivían una experiencia equivalente a la que yo he descrito. La distinción
de estrella, lo sabemos, fue introducida en la antigüedad por los babilónicos. Ellos son
los fundadores de la astronomía; ellos enunciaron por primera vez la distinción de
estrella. Preguntémonos, entonces, ¿cómo veían ese cielo los babilónicos, antes de que
formularan la distinción de estrella? ¿Lo sabes?
-­‐ No –me responde-.
-­‐ Yo te lo voy a contar. Esos babilónicos veían una inmensa bóveda oscura que tenía una
multitud de hoyitos a través de los cuales se filtraba la luz del más allá.

15  

 
-­‐ ¿Eso significa –me pregunta- que eso es lo que todos veríamos cuando no disponemos
de la distinción de estrella?
-­‐ No, de ninguna forma. Eso es lo que observaban los babilónicos. Otros pueblos, quizás,
observaban otras cosas. Todo depende de las distinciones que tuviesen y de la tradición
de sentido de la que formaba parte.
-­‐ ¿Pero qué otra cosa podría verse?
-­‐ Infinitas cosas. Vamos, por ejemplo, a los griegos. Luego de que los babilónicos
introdujeran la distinción de estrella, esta distinción llegó a los griegos, y sabemos que
ellos hicieron nuevas contribuciones en el campo de la astronomía. Pero la pregunta
que podemos ahora hacernos es la siguiente: antes de que les llegara la distinción de
estrella, ¿qué observaban los griegos cuando miraban al cielo en condiciones como las
que he descrito?
-­‐ ¿Y qué observaban?
-­‐ Esta es una respuesta interesante. Ellos observaban también, de manera similar a los
babilónicos, una gran bóveda oscura. Sin embargo, a diferencia de ellos, los griegos
veían que de esa bóveda colgaban unas lámparas encendidas. Ninguna referencia, por
lo tanto, a la luz del más allá. Pero, curiosamente, los griegos hacen una diferenciación.
Ellos separan estas lámparas en dos grupos. Las primeras son fijas. No se mueven.
Pero descubren que hay otras que se mueven, que cambian de posición. Al descubrir
esto, se dicen: “Si algunas de estas lámparas se mueven, alguien debe estarlas
moviendo. Pero no hay ser humano que pueda hacerlo y, por lo tanto, debe tratarse de
dioses. Debe haber distintos dioses a cargo de mover cada una de esas lámparas
movedizas. Y de esa forma, los distintos dioses que conforman el panteón divino de los
griegos son los que se supone que mueven esas lámparas. Hay una, por ejemplo, que
la mueve Afrodita (los romanos la llamarán Venus); otra que es movida por Hermes (en
latín le llamarán Mercurio); otra la mueve Ares (Marte); a otra, Poseidón (Neptuno), a
otra, Zeus (Júpiter), a otra Cronos (Saturno). Y de esta manera hemos heredado algo
de esa mirada de los griegos, y usamos los nombres de sus dioses, traducidos al latín,
para referirnos a los planetas, esos objetos movedizos del firmamento.

La cara de mi interlocutor ha cambiado. Ello me anima a proseguir con mi relato. Todavía


no he logrado mostrarle cabalmente el poder de las distinciones y el papel que les cabe en
la manera como observo tanto el mundo como a mí mismo.

-­‐ Pues bien –le digo-, volvamos al comienzo de mi relato, cuando me encontraba en el
campo, de noche observando ese cielo lleno de estrellas. Y hagamos aparecer en
escena a un amigo mío que es un astrónomo, una persona dotada con distinciones que
yo no poseo.
-­‐ Hola, Rafael. ¿Qué estás haciendo? –me dice-. ¿En qué estás?
-­‐ Hola –le respondo-. Estoy aquí conmovido, observando este cielo único, lleno de
estrellas, sintiendo que me conecto con el infinito.
-­‐ A ver, a ver –me explica-. Creo que te precipitas en tus conclusiones. Vamos por partes.
Tomemos primero eso del infinito. Estás consciente de que eso es sólo un decir,
¿verdad? Pues lo que estás viendo es sólo un pedazo pequeño de la tercera capa de
una galaxia en un universo en el que posiblemente hay millones de galaxias. El infinito
es mucho mayor de lo que tú eres capaz de observar.

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-­‐ Pero ¿te das cuenta? –le digo-. Con lo que has dicho me acabas de expandir el mundo.
Yo que creía que me conectaba con el infinito y tú me dices que esto no es más que un
pequeñísimo rincón del universo.
-­‐ ¡Pequeñísimo! Efectivamente. Pero hay más. Tú me hablas de un cielo lleno de
estrellas, como si todo lo que hubiera fueran estrellas.
-­‐ ¿Y hay acaso alguna otra cosa? –le pregunto-. Yo no veo sino estrellas. El resto es sólo
oscuridad.
-­‐ Pues te equivocas. No sólo estrellas, no sólo oscuridad. Déjame introducir algunas
distinciones. Tú parecieras llamar estrella todo punto iluminado. Pero tras esa luz hay
dos tipos de cuerpos celestes muy diferentes. Estrellas son aquellos cuerpos que poseen
luz propia y que logramos ver por el reflejo de su propia luz.
-­‐ ¿Y es que hay acaso algunos cuerpos que tienen luz que no sea propia? –le pregunto
yo.
-­‐ Tal cual; hay muchos cuerpos que, aunque se ven iluminados, sólo reciben la luz de
alguna estrella, y ésa es la luz que vemos en ellos. Déjame introducir algunas
distinciones adicionales. La tierra donde vivimos es un cuerpo sin luz propia. De lo
contrario no podríamos vivir en ella, pues nos quemaríamos vivos. Ella pertenece a un
sistema de cuerpos sin luz, tales como ella, que giran alrededor de una estrella, el sol.
Lo llamamos el sistema solar. De noche, el sol se encuentra del lado opuesto de la
tierra y por lo tanto no lo vemos y el cielo se nos muestra oscuro. Sin embargo, la luz
del sol alcanza a llegar a estos otros cuerpos sin luz del sistema solar, cuerpos que
llamamos planetas, permitiendo que los veamos iluminados. Pero se trata de planetas.
No son estrellas.
-­‐ ¿Y me puedes mostrar algunos?
-­‐ Por supuesto ¿Ves aquel cuerpo luminoso al que estoy apuntando? Es la primera luz
que vemos en la tarde, al caer la noche, y la última luz que vemos en el amanecer. Se
trata del planeta Venus. No tiene luz propia.
-­‐ ¿Hay otros?
-­‐ Muchos otros. Mira aquel rojizo que se encuentra a ese lado. Ese es el planeta Marte.
Tampoco posee luz propia. La luz que vemos en él es la luz del sol reflejada en su
superficie. Lo vemos rojizo por cuanto contiene gran cantidad de azufre. ¿Ves ese otro a
ese lado? ¿Ese pequeñito? –me indica apuntando nuevamente con el dedo-. Pues ése
es Mercurio. Es otro planeta de nuestro sistema solar. ¿Y ves ese otro, un poco mayor,
allá? Pues ese también es un planeta. Es el mayor del sistema solar. No lo vemos tan
grande, pues está más lejos que los anteriores. Es Júpiter.
-­‐ ¿Y qué más puedes mostrarme?
-­‐ Pues, dejemos a un lado los planetas que, además de no tener luz propia, giran
alrededor del sol y por lo tanto cambian de posición en el firmamento. Pasemos ahora a
las estrellas. Son aquellos cuerpos que poseen luz propia y que, con excepción del sol,
al que solemos ver moviéndose como resultado de los movimientos de la propia tierra,
parecieran estar fijos y equidistantes los unos de los otros. Pues bien, a las estrellas
podemos agruparlas en constelaciones, en grupos de estrellas que se mantienen
conformando una determinada configuración en el firmamento. Ello implica que no sólo
podemos ver estrellas, podemos observar también constelaciones. Mira, esa la
llamamos la constelación de Orión; a esa otra, la llamamos la Osa Mayor. Parecieran
formar figuras diferentes.

17  

 
-­‐ ¿Y hay algo más que pudieras mostrarme?
-­‐ Pues mucho más. Podría quedarme contigo toda la noche, mostrándote cosas nuevas
que te van a sorprender. Descubrirás que en ese cielo que tú inicialmente sólo veías
estrellas, hay muchas otras cosas.
-­‐ ¿Cómo qué?
-­‐ Como, por ejemplo, ese puntito luminoso que se encuentra en esa dirección. ¿Lo ves?
Ese pequeñito que se mueve lentamente. Sólo lo verás moverse si te detienes en él.
¿Te das cuenta que se mueve?
-­‐ Es cierto. Pareciera que se acerca a esa estrella que tiene al lado.
-­‐ Pues no se acerca a ninguna estrella. En realidad aunque parece que estuviera muy
lejos, en rigor está muy cerca. Lo que pasa es que es muy chiquito. Es un satélite. Lo
hemos construido en la tierra y lo hemos mandado al espacio. Esta girando alrededor
de nosotros y lo utilizamos en nuestros sistemas de comunicación. ¿Cómo crees que
logras ver los canales de televisión de otros países? Las ondas de transmisión de estos
canales son recogidas por esos satélites y retransmitidas de manera que puedan llegar
a tu televisión. De lo contrario no sería posible. Por lo tanto, ese cuerpo luminoso que
se mueve allí es el más cercano a la tierra, de todos los que ves y lo hemos mandado
desde acá.
-­‐ ¿Puedes mostrarme algo más?
-­‐ ¿Cuánto más?
-­‐ Sólo una cosa más. Por favor. Enseguida te dejo en paz.
-­‐ Bueno, una última cosa más. ¿Sabías que hay estrellas que tú ves y que no existen?
-­‐ Pero, ¿cómo? Si las veo, tienen que existir.
-­‐ Pues te equivocas. Lo que realmente ves es sólo su luz. Pero el tiempo que demora en
llegar esa luz es muy largo, y desde el momento en que esa luz fuera enviada, esa
estrella se extinguió. Por lo tanto estás viendo la luz de un cuerpo que, hoy ya no tiene
luz.
-­‐ ¿Y yo la estoy viendo?
-­‐ Estás viendo la luz que esa estrella tuvo en el pasado, pero no la luz que ella tiene el
presente, pues hace ya muchos años que dejó de tener luz.
-­‐ Me parece increíble.
-­‐ Me imagino.
-­‐ ¿Y podrías decirme una última cosa más? ¿Una última, última?
-­‐ ¿Pero no era la anterior la última?
-­‐ Claro, pero esta sería la última, última…
-­‐ Pero así no vamos a terminar nunca.
-­‐ Te prometo que con esta terminamos.
-­‐ ¿Me lo prometes?
-­‐ Absolutamente.
-­‐ ¿No va a haber luego una última, última, última?
-­‐ Te prometo que no.
-­‐ De acuerdo. Sólo con esa condición. Escucha: ¿sabías que las estrellas mayores, las que
tienen más luz, están ahí y no las ves?
-­‐ Pero eso no puede ser. Si están ahí, y son las mayores y las que tienen más luz, ¿cómo
podría no verlas?

18  

 
-­‐ Para ello requeriremos de una nueva distinción. Se trata de lo que llamamos “hoyos
negros”. Se trata de estrellas muy grandes que por su tamaño tienen tal fuerza de
gravedad que se tragan su propia luz. Sabemos de su existencia por el comportamiento
de las demás. Dada la gran fuerza de gravedad que poseen crean un campo que afecta
todo lo que está a su alrededor. Y dado lo que pasa en su cercanía hemos descubierto
que existen. Pero no podemos verlas.
-­‐ ¿Verdad que sí?
-­‐ ¿Sabes? Me has cambiado por completo el mundo. El mundo que ahora logro ver con
las distinciones que me has entregado es completamente diferente de aquel que antes
observaba.
-­‐ Pues no me extraña. El mundo que observamos lo constituimos con nuestras
distinciones.
-­‐ Creo que he aprendido no sólo algo nuevo y fascinante con respecto al universo. Creo
que me has enseñado algo todavía más inesperado con respecto a mí mismo y al poder
que poseen mis propias distinciones.
-­‐ Me alegro mucho.

Mientras mi amigo astrónomo se aleja hasta perderse en la oscuridad, constato que ahora
observo un mundo diferente. Pero me doy cuenta de que no es solo el mundo el que ha
cambiado. También he cambiado yo: ha cambiado el observador que yo era.

Vuelvo ahora mi mirada hacia mi interlocutor. Me percato que su rostro tiene ahora algo
que no tenía al inicio de nuestra conversación. Algo nuevo. Me doy cuenta de que
posiblemente está pensando que, a partir de mi relato no sólo ha cambiado mi mundo y he
cambiado yo. Tengo la impresión que siente que él también ha cambiado. Ahora sonríe. Me
pregunto si algo similar le habrá sucedido al lector.

El observador y su mundo – Volumen I


Rafael Echeverría

19  

 
LA EMOCIONALIDAD

Nos encontramos siempre en un estado emocional particular. De acuerdo con la emocionalidad en


que estamos en un momento dado, nuestros mundos son diferentes. Vemos ciertas cosas, y no
vemos otras; emprendemos algunas acciones y otras no tomamos decisiones en el marco de
nuestro particular estado emocional.

La emocionalidad nos constituye en observadores diferentes. Distintos estados emocionales nos


predisponen a observar ciertos eventos o aspectos del entorno y a no observar otros. Una persona
que se encuentra distraída, por ejemplo, tenderá a observar cosas distintas de las que tenderá a
observar una persona asustada. Y lo mismo podemos decir con respecto a cualquier emoción. Pero
la diferencia que ella establece en el observador no se limita a lo que éste sea capaz de observar o
no observar. Frente a un mismo acontecimiento dos observadores tendrán miradas distintas, de
acuerdo a los tipos de emocionalidad en que se encuentren. La emocionalidad colorea nuestras
observaciones de maneras diferentes. No será similar la observación de un hecho, si el observador
se encuentra triste o alegre, si se halla emocionalmente tenso o relajado, si se halla confuso o
asombrado, si se siente seguro o inseguro. Todas nuestras observaciones se producen en un
determinado espacio emocional que las afecta. Al cambiar el espacio emocional del observador, se
modifica el tipo de observaciones que realiza. Así pues, los estados emocionales constituyen un
factor central en nuestras diferencias como observadores.

Las emociones se producen cada vez que experimentamos una interrupción en el fluir de la vida.
Por ejemplo, si nos llaman para comunicarnos que hemos sacado un premio en ese concurso tan
importante al cual enviamos nuestro trabajo, nuestro espacio de posibilidades deja de ser el mismo.
El futuro es diferente. La emoción de alegría, de optimismo, que experimentamos, reemplaza a la
que teníamos antes, de incertidumbre, de aprensión.

Cuando advertimos que nuestras posibilidades se expanden, nos movemos hacia la emocionalidad
positiva; cuando estimamos que nuestras posibilidades se reducen, nos desplazaremos hacia la
emocionalidad negativa. O, a la inversa, de acuerdo a la emocionalidad en que nos encontremos, la
manera de observar lo que acontece y, en consecuencia, aquello que se nos presente como posible,
será diferente.

Para Spinoza todas las cosas –naturales y humanas- se caracterizan por su fuerza para seguir
siendo, para perseverar en el ser. El perseverar es lo que caracteriza al ser, factor que expresa la
potencia de la vida. Así, el alma rechaza todo lo que disminuye su potencia y lo que hace decrecer
el esfuerzo por ser. En esta dimensión de potencia de vida, se enmarcan lo que Spinoza llama las
“pasiones” (o afectos – afecciones), en tanto nos mueven hacia preservar el ser o bien, en un
movimiento inverso, nos restringen o disminuyen.

Así, Spinoza distingue entre pasiones alegres y pasiones tristes, que son procesos –no estados-,
pasajes de tránsito del menos al más, o viceversa; hacia la expansión de las posibilidades de
preservación y desarrollo del ser, o hacia su restricción. Las pasiones alegres corresponden al
pasaje expansivo que experimentamos cuando la potencia de vida se ve incrementada por sus
propios cambios. Las pasiones tristes, en cambio, corresponden a la “depresión” que surge cuando

20  

 
nuestra potencia de vida se encuentra inhibida o disminuida. Nos retraemos hacia nuestro propio
ser, sin fuerzas para expandirnos o transitar.

El psicólogo Martin Seligman, habla de la visión optimista de la vida, aquella en que priman las
emociones positivas, que expanden el campo de lo posible. Sin embargo –dice Seligman-, hay que
dar tiempo y espacio a las emociones tristes. Ambos tipos de emocionalidad se complementan y en
esa dinámica consiste el fluir. La visión pesimista, por el contrario, está impregnada de una
emocionalidad fijada en la frustración, el desaliento, el enojo, la victimización: nada me resulta; voy
a fracasar; nadie me estima como merezco, etc. Fluir, es haber aprendido a salir de ese bloqueo
que la emoción negativa tiende a producir.

Para Albert Ellis, no toda la emocionalidad negativa es tóxica. Hay algunas que son sanas. La
desilusión, por ejemplo; la tristeza, la nostalgia. Es natural sentir tristeza por no poder volver a
algún lugar o momento que recordamos como hermoso. Las emociones tóxicas, en cambio,
comprometen el respeto hacia los demás y hacia uno mismo. Al experimentarlas se produce una
disminución de la dignidad: nos concebimos como seres precarios; sentimos y ejercemos la
violencia contra otros. Este tipo de emocionalidad estanca el fluir, quedando uno atrapado en ella. Y
el quedarse pegado en ese estado emocional, inmoviliza y bloquea las posibilidades de expansión.

Los observadores, en consecuencia, son distintos desde el dominio de la emocionalidad: los hay que
se mueven en una visión optimista de la vida, en el sentido señalado por Seligman y otros, que
quedan atrapados en la emocionalidad negativa que bloquean sus posibilidades de acción. Para
unos y otros el mundo es diferente.

El Observador y su mundo – Volumen I


Rafael Echeverría

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LA ESCALERA DE INFERENCIAS

Las inferencias pueden ser muy útiles. Si su nuevo jefe le pide que le entregue un borrador del
informe “En cuanto pueda”, usted infiere que puede ponerlo al final de la pila de “cosas para
hacer”.

Pero las inferencias también pueden ser peligrosas. Algunas veces inferimos incorrectamente.
Podemos no estar familiarizados con el estilo de delegación del nuevo jefe para quien “en cuanto
pueda” es la forma cortés de decir “inmediatamente”.

Peor aún: uno puede no darse cuenta de que está infiriendo en vez de observando hechos. El
proceso de inferir es tan automático, que uno lo hace inconscientemente, convencido de que la
inferencia realizada es la única manera razonable de interpretar el mensaje. En esa seguridad de
estar en lo cierto, a uno ni se le ocurre verificar con el otro su comprensión.

La escalera de inferencias es un modelo que ilustra cómo ascendemos mentalmente desde las
observaciones hasta la toma de decisiones. En el proceso, agregamos suposiciones, conjeturas,
atribuciones, interpretaciones, opiniones, criterios, intereses y proyecciones para llegar a una
conclusión. Todos los seres humanos hacemos inferencias. Es imposible vivir sin ellas. Pero no
todas las inferencias son igualmente válidas y no todas las maneras de inferir son igualmente
productivas.

La escalera de inferencias no es un “objeto real” sino una invención lingüística. Su propósito no es


representar una realidad objetiva e independiente, sino proveer un esquema conceptual que
aumente la efectividad de las personas.

Los peldaños

La escalera de inferencias tiene cuatro niveles. En el primero están los datos objetivos de la
realidad, las observaciones o hechos inmediatamente verificables para cualquier observador. Por
ejemplo, considere la siguiente escena de una fotografía ampliamente difundida en Inglaterra: dos
hombres corren en la misma dirección. El que va atrás es blanco y viste uniforme de policía. El de
delante es negro y viste ropas civiles. Todos estos elementos de la fotografía son observables.
Cualquiera que vea la imagen podría atestiguar que esta descripción es correcta.

En el segundo nivel están las interpretaciones, el cuadro de situación subjetivo que uno arma a
partir de lo que observa, supone e infiere. En este nivel se esboza una explicación sobre lo que está
ocurriendo, sus causas y sus posibles consecuencias. En el ejemplo de la fotografía, alguien podría
pensar: “El negro ha cometido un delito y el oficial lo está persiguiendo. Si lo alcanza, lo arrestará”.

En el tercer nivel están los juicios, las opiniones que tenemos sobre lo que pasa, o interpretamos
que pasa. Estas opiniones surgen de la comparación de nuestra interpretación con valores y
parámetros. En este peldaño decidimos que algo es “un problema” o “una oportunidad”, una
“desgracia” o “una suerte”, “una vergüenza” o “un orgullo”. Al examinar la fotografía podría
pensarse: “El negro debe de ser un criminal; son todos iguales. Es hora de que la policía haga algo
para resolver esta situación”. Pero también: “El negro debe estar escapando de la brutalidad
policial. Los policías blancos son racistas. Hay que hacer algo para corregir esta injusticia”.

22  

 
En el cuarto nivel están las conclusiones y las decisiones acerca de cómo actuar. Dada la
interpretación de la situación y los juicios que hacemos sobre ella, tomamos decisiones. Evaluamos
posibles estrategias, proyectando su efecto sobre la situación actual y eligiendo aquella que más se
acerque a la situación deseada. Mirando la fotografía, uno decide votar para que haya más policía
cuidando las calles; otro decide publicar una solicitud reclamando que disminuya la brutalidad
policial.

Todo a partir de una simple fotografía. Pero ¿Qué sabemos con certeza sobre lo que está pasando
en esta imagen? En verdad ambos hombres pertenecen al cuerpo de la Policía de Scotland Yard y
juntos persiguen a una tercera persona, sospechosa de un crimen, que se encuentra fuera del
cuadro de la foto.

El escalón cero

Las observaciones no son el suelo, sino el primer escalón. Es cierto que las observaciones son datos
comprobables por cualquier otro miembro de nuestro comunidad bio-lingüística, pero eso sólo hace
que las observaciones sean parte de la (realidad) o realidad común intersubjetiva; no las califica
como parte de la realidad en sí.

Aun cuando alguien pueda exponer un argumento bien fundado, el sustento último no es la realidad
objetiva, sino la limitada versión de la realidad que percibe en ese momento. Por debajo de las
observaciones hay por lo menos cuatro filtros que transforman la realidad en la (realidad): la
biología, la cultura, el lenguaje y la historia personal. Agregaremos una quinta: la capacidad
limitada para prestar atención.

Este último filtro es el de la selección pre-consciente: uno sólo puede percibir aquello que “cabe”
dentro de su atención. La magnitud de la realidad excede la (realidad) que uno puede percibir en
forma consciente. Por eso, una parte de la mente selecciona automáticamente aquello que le
resulta relevante. Podemos iluminar con el haz de la atención consciente sólo una minúscula
porción de la realidad infinita. Ese haz apunta hacia lo que al individuo “le importa” en su situación
de aquí-ahora.

Pre-conscientemente seleccionamos qué ingresará en el espacio de nuestra atención. Aquello que


accede a la conciencia es lo que llamamos “una observación objetiva de la realidad”, lo cual es
muchísimo menor que la realidad.

La relevancia de estos filtros obedece a que demuestran que el dato es ya un primer nivel de
interpretación. Entre lo real y lo (real) se hallan millones de posibles observaciones que otra
persona podría hacer. Esta es la razón por la cual nunca podemos tener todos los datos de una
situación. Siempre hay posibilidad de completar la información disponible investigando qué
experimenta el otro. De igual manera, las observaciones no son una verdad absoluta. Están
condicionadas por los filtros de los modelos mentales.

El caso de Scotland Yard ilustra el riesgo de tomar las observaciones como el elemento
determinante de la realidad. Toda fotografía revela algo y oculta mucho más. No hay ninguna
garantía de que no hayan quedado fuera del marco ciertos detalles cruciales. Además, ninguna

23  

 
fotografía muestra al fotógrafo. Hay alguien detrás de la cámara eligiendo qué mostrar y qué no. El
punto de vista del fotógrafo determina la (realidad) reflejada en la foto.

4. Conclusiones: decisiones de acción

3. Opiniones y juicios sobre los


elementos de la situación percibida

2. Articulación de los datos en una


historia o teoría. Cuadro de situación,
interpretación compaginada en base a
suposiciones, inferencias, atribuciones
y creencias.

1. Datos. Conjunto o selección de


observaciones relevantes; (realidad)
filtrada por el modelo mental
particular de la persona.

0. Realidad. Campo previo a todo filtro.

De la misma forma, el lenguaje oculta a quien habla. Las observaciones se presentan como una
“descripción fiel de lo que realmente está pasando”. Eso es claramente falso. El punto de vista
(físico y mental) del hablante determina la (realidad) expuesta en su discurso. Como dice Humberto
Maturana. “Todo lo que es dicho, es dicho por alguien”.

Cómo los modelos mentales afectan a la escalera de inferencias

Desde su punto de vista, uno cree que sus observaciones, interpretaciones, juicios, conclusiones y
decisiones se derivan naturalmente de los hechos. Ya hemos argumentado que “los hechos”
constituyen un concepto relativo. El factor determinante es el modelo mental, el sistema de
supuestos esenciales con el que uno organiza su experiencia.

Las guías de la escalera de inferencias son los modelos mentales. Además de condicionar las
observaciones, los modelos mentales orientan las interpretaciones, las opiniones y las conclusiones.

Cada persona tiene una especie de “menú interpretativo” de situaciones típicas que usa para
entender lo que observa. Por ejemplo, quien tiene en su modelo mental la máxima “Los negros
suelen ser criminales”, verá a un criminal en la foto de Scotland Yard. Quien tiene en su modelo
mental la máxima “Los policías suelen abusar de los negros”, verá una víctima de la brutalidad
policial. Estas sentencias son generalizaciones que sirven para entender una situación y orientarse

24  

 
rápidamente. Por supuesto, pueden ser sumamente peligrosas: de hecho, son la base de todo
racismo, xenofobia y odio grupal. No obstante sería imposible vivir sin ellas.

Cada persona forma sus opiniones comparando sus interpretaciones con sus estándares. El modelo
mental es el repositorio de estos estándares. Aun con la misma interpretación, distintos modelos
mentales generarán distintas opiniones. Un jefe que considera el silencio de sus empleados como
muestra de obediencia, se comportará muy distinto de otro que considera que el silencio es síntoma
de falta de iniciativa.

Aun con la misma interpretación y el mismo juicio, dos individuos pueden extraer distintas
conclusiones y recomendaciones para la acción. Por ejemplo, dos personas pueden estar de
acuerdo en que las ventas no están creciendo a ritmo satisfactorio, pero una puede creer que la
manera más efectiva de aumentarlas es con una campaña de publicidad, y otra puede creer que es
mejor usar una política de descuentos.

Distintas personas, distintas escaleras

Distintas personas tienen distintos modelos mentales formados a lo largo de su vida por distintas
experiencias. En muchas conversaciones, por lo tanto, es posible que cada interlocutor suba por su
escalera de inferencias, llegando a conclusiones y decisiones totalmente diferentes de las de los
demás. Todos se enfrentan a la misma realidad, pero cada uno constituye su propia (realidad)
seleccionando pre-conscientemente a qué prestar atención y qué no, cómo interpretar los datos,
qué parámetros utilizar para formarse opiniones, qué estrategias de acción considerar y qué
objetivos perseguir. Si los interlocutores necesitan actuar coordinadamente y no saben conversar
con efectividad, rápidamente cada uno se encontrará proponiendo acciones que les parecerán
irracionales a los demás.

Considere el caso de dos ejecutivos que reciben la misma noticia: “Las ganancias del ejercicio son
menores que las del ejercicio anterior”. Ana, la vicepresidenta de Marketing, opera de acuerdo con
un modelo mental que la predispone a pensar: “Los clientes no conocen las bondades de nuestros
productos”. Miguel, el contable, opera según un modelo mental diferente. Piensa automáticamente:
“Nuestros costes están fuera de control”.

Ana y Miguel utilizan los mismos datos pero, dado que las guías de sus escaleras de inferencias
tienen direcciones divergentes, cada uno llega a recomendaciones totalmente opuestas. Peor: cada
uno cree que su perspectiva es la única razonable y que la del otro es incorrecta. En la cima de sus
escaleras de inferencias, Ana y Miguel están a gran distancia, listos para empezar un
enfrentamiento.

Antes de lanzarse granadas verbales, peleando por ver cuál es la recomendación que prevalece,
Ana y Miguel harían bien en descender a un nivel más bajo de la escalera. Pero el pronóstico no es
bueno: como la mayoría de los managers, Ana y Miguel están profundamente comprometidos a
conservar y defender sus modelos mentales. Lo normal en estos casos es que ninguno ceda. Por el
contrario, toda discusión servirá para reforzar a cada uno en su posición original. Cuando alguien
está convencido de que su modelo mental y su visión de la realidad son los “correctos”, es
imposible que acepte datos que cuestionen tal perspectiva.

25  

 
Transparencia y conciencia

Ana y Miguel no podrían reconocer con facilidad los peldaños de sus escaleras de inferencias, ni
describir sus modelos mentales. Como el resto de los seres humanos, suben sin necesidad de
prestar atención al proceso. Son tan expertos en operar de acuerdo con sus modelos mentales, que
lo hacen con el piloto automático.

Operar transparentemente tiene gran utilidad. Pero esta transparencia también tiene sus riesgos.
Quien se aferra de manera automática a su modelo mental en una situación donde hay múltiples
interpretaciones válidas, corre el riesgo de antagonizar a los demás y terminar atrapado en una
discusión tan estéril como desgastante.

La clave para prevenir las dificultades no es dejar de hacer inferencias, cosa imposible, por cierto.
La clave está en hacer conscientes y discutibles esas inferencias cuando uno se encuentre en
situaciones de desacuerdo.

Cuando los interlocutores enfocan su atención en sus modelos mentales y descienden por sus
escaleras de inferencias hacia la realidad, pueden encontrar un terreno común desde donde
construir una comprensión mutua. Este entendimiento les permite avenirse, aunar criterios y subir
la escalera de inferencias compartida.

Algunas estrategias para mejorar la efectividad en las conversaciones conflictivas

§ Reconocer que las observaciones, interpretaciones, opiniones, conclusiones y


recomendaciones que uno tiene en mente están condicionadas por su modelo mental.
Reconocer también que otra persona con un modelo mental distinto, podría hacer
observaciones, interpretaciones, opiniones, conclusiones y recomendaciones distintas, pero no
por ello menos válidas.

§ Indagar sobre los datos, razonamientos y objetivos del otro. Hacer preguntas que inviten a
bajar la escalera de inferencias. Intentar seguir el proceso mental que lleva al otro de sus
observaciones a su recomendación. En la reunión con Miguel, Ana pudo haberse preguntado:
“¿Por qué insiste tanto en cortar los gastos en publicidad? Tal vez él tenga datos que
desconozco. Mejor le pregunto antes de empezar una discusión” A partir de ese pensamiento,
podría haber indagado: “Miguel, ¿qué lo lleva a pensar que cortar la campaña publicitaria nos
ayudará a mejorar la rentabilidad?”

§ Revelar los datos, razonamientos y objetivos propios. Bajar la escalera de inferencias a la vista
del otro. Facilitar su comprensión del proceso mental que uno sigue para ir desde sus
observaciones hasta su conclusión. Ana pudo haber dicho: “Miguel, me sorprende su
recomendación. Mi lectura es que nuestros clientes no compran porque no conocen cuán
bueno es el producto. Para dar a conocer esas bondades yo sugeriría ser más agresivos con la
publicidad. ¿Como ve usted la situación?”

§ Verificar las inferencias sobre los modelos mentales de los demás. No creer que uno puede
leer sus mentes y descubrir cuáles son sus intenciones, deseos, temores, preocupaciones e
intereses.

26  

 
§ Pedir ejemplos o ilustraciones. Hacer concretas las abstracciones. Por ejemplo, si Miguel dice:
“Necesitamos aplicar una severa política de control de costes”, Ana puede pedir: “¿Puede
darme un ejemplo de las medidas que adoptaría tal política?”

Descendiendo por la escalera de inferencias

Al exponer uno baja su escalera de inferencias explicando a sus interlocutores su evidencia,


criterios, razonamientos, conclusiones y sugerencias. Esto permite que los demás comprendan
desde dónde y cómo se deriva la posición que uno sostiene. Al indagar, uno invita a su interlocutor
a bajar su escalera de inferencias, explicando su evidencia, criterios, razonamientos, conclusiones y
sugerencias. Este descenso inferencial permite encontrar un terreno común desde el cual construir
una interpretación compartida. Quien sabe exponer e indagar puede “tomar de la mano” a su
interlocutor y proceder juntos hacia “tierra firme”.

Al exponer, uno está contestando (antes de que se lo pregunten) las interrogantes que el otro
plantearía si supiera indagar productivamente. Al indagar, uno está ayudando al otro a presentar la
información que expondría si supiera exponer productivamente. El exponer y el indagar son
imágenes especulares que hacen que baste con una persona competente para mejorar la
conversación global. Por supuesto, sería mejor que todos los participantes conocieran la
metodología, pero es suficiente con que uno solo maneje las herramientas para elevar el nivel de la
interacción. Esto es, siempre y cuando los demás estén dispuestos a ser guiados por quien sabe
exponer e indagar productivamente.

Metamanagament 2
Fredy Kofman

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LAS NEURONAS ESPEJO TE PONEN EN EL LUGAR DEL OTRO

ANGELA BOTO - Madrid

EL PAÍS - 19-10-2005

En 1996 el equipo de Giacomo Rizzolatti, de la Universidad de Parma (Italia), estaba estudiando el


cerebro de monos cuando descubrió un curioso grupo de neuronas. Las células cerebrales no sólo
se encendían cuando el animal ejecutaba ciertos movimientos sino que, simplemente con
contemplar a otros hacerlo, también se activaban. Se les llamó neuronas espejo o especulares. En
un principio se pensó que simplemente se trataba de un sistema de imitación. Sin embargo, los
múltiples trabajos que se han hecho desde su descubrimiento, el último de los cuales se publicó en
Science la semana pasada, indican que las implicaciones trascienden, y mucho, el campo de la
neurofisiología pura. El sistema de espejo permite hacer propias las acciones, sensaciones y
emociones de los demás. Su potencial trascendencia para la ciencia es tanta que el especialista
Vilayanur Ramachandran ha llegado a afirmar: "El descubrimiento de las neuronas espejo hará por
la psicología lo que el ADN por la biología". Rizzolatti ha pasado fugazmente por Madrid para
participar en el simposio El Sustrato de la Sociedad del Conocimiento: El Cerebro. Avances
Recientes en Neurociencia organizado por el Instituto Pluridisciplinar de la Universidad Complutense
y por la Fundación Vodafone.

Pregunta. ¿Qué le parece el hecho de que se comparen las neuronas espejo con el ADN?

Respuesta. Es un poco exagerado, pero quizá Ramachandran tenga razón porque el mecanismo de
espejo explica muchas cosas que antes no se comprendían.

P. ¿Qué explica?

R. Por ejemplo, la imitación. ¿Cómo podemos imitar? Cuando se observa una acción hecha por otra
persona se codifica en términos visuales, y hay que hacerlo en términos motores. Antes no estaba
claro cómo se transfería la información visual en movimiento. Otra cuestión muy importante es la
comprensión. No sólo se entiende a otra persona de forma superficial, sino que se puede
comprender hasta lo que piensa. El sistema de espejo hace precisamente eso, te pone en el lugar
del otro. La base de nuestro comportamiento social es que exista la capacidad de tener empatía e
imaginar lo que el otro está pensando.

P. ¿Se puede decir que las neuronas espejo son el centro de la empatía?

R. El mensaje más importante de las neuronas espejo es que demuestran que verdaderamente
somos seres sociales. La sociedad, la familia y la comunidad son valores realmente innatos. Ahora,
nuestra sociedad intenta negarlo y por eso los jóvenes están tan descontentos, porque no crean
lazos. Ocurre algo similar con la imitación, en Occidente está muy mal vista y sin embargo, es la
base de la cultura. Se dice: "No imites, tienes que ser original", pero es un error. Primero tienes que

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imitar y después puedes ser original. Para comprenderlo no hay más que fijarse en los grandes
pintores.

P. Uno de los hallazgos más sorprendentes relacionados con este tipo de neuronas es que permiten
captar las intenciones de los otros ¿Cómo es posible si se supone que la intención de algo está
encerrada en el cerebro del prójimo?

R. Estas neuronas se activan incluso cuando no ves la acción, cuando hay una representación
mental. Su puesta en marcha corresponde con las ideas. La parte más importante de las neuronas
espejo es que es un sistema que resuena. El ser humano está concebido para estar en contacto,
para reaccionar ante los otros. Yo creo que cuando la gente dice que no es feliz y que no sabe la
razón es porque no tiene contacto social.

P. Pero para que el sistema de espejo funcione es necesario que exista previamente la información
en el cerebro que refleja. ¿No es así?

R. En el útero de la madre se aprende el vocabulario motor básico, o sea que ya tenemos ese
conocimiento, el básico, que es puramente motor. Más tarde, al ver a otras personas, el individuo
se sitúa en su propio interior y comprende a los demás. La visión es la que proporciona el vínculo.

P. ¿Hacia dónde irán ahora sus investigaciones?

R. Queremos estudiar las bases neuronales de la empatía emocional en animales. Me gustaría ver si
las ratas, al igual que los monos [en los que se han identificado ya varios tipos de neuronas
espejo], tienen el sistema de espejo porque en ese caso, las podríamos utilizar para la investigación
médica, porque los monos son animales demasiados preciosos como para hacer este tipo de
trabajos.

P. ¿Y en humanos?

R. Estoy convencido de que los trastornos básicos en el autismo se dan en el sistema motor. Estos
pacientes tienen problemas para organizar su propio sistema motor y como consecuencia no se
desarrolla el sistema de neuronas espejo. Debido a esto no entienden a los otros porque no pueden
relacionar sus movimientos con los que ven en los demás y el resultado es que un gesto simple es
para un autista una amenaza.

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EL MODELO OSAR

El gráfico que presentamos a continuación corresponde a nuestro modelo OSAR, siglas que hablan
del Observador, el Sistema, la Acción y los Resultados. El nombre del modelo busca algo más.
Simultáneamente nos plantea el desafío de atrevernos a ir más lejos, de hacer despertar en
nosotros la osadía como una actitud fundamental ante la vida, de manera que ella nos conduzca a
estar a la altura de nuestros sueños, ideales y aspiraciones. Su nombre, por lo tanto, no es
inocente.

Modelo OSAR:
El observador, el Sistema, la Acción y los Resultados

SISTEMA
Evaluación
 

  Observador Acción Resultados


  Aprendizaje

Aprendizaje de primer orden


Aprendizaje de segundo orden
Aprendizaje transformacional

Prioridad y privilegio de los resultados

Es preciso leer este modelo de derecha a izquierda, partiendo por lo que está al final: los
resultados. Ello da cuenta de una importante premisa de la ontología del lenguaje, premisa que
recoge la influencia del pragmatismo filosófico. Sostenemos que tanto nuestras acciones como
nuestras interpretaciones sobre el acontecer requieren ser evaluadas en función de los resultados
que alcanzamos con ellas.

Los resultados en la vida son el criterio fundamental para evaluar nuestro comportamiento. De allí
que consideremos que es indispensable preguntarse si, al actuar como lo hacemos, estamos
obteniendo lo que deseamos. ¿Estamos obteniendo realmente el tipo de vida al que aspiramos?

30  

 
¿Estamos construyendo el tipo de relaciones que le confieren el mayor sentido a nuestra vida?
Desde nuestra perspectiva, no existe un criterio superior para evaluar lo que hacemos que el tipo
de existencia que generamos con nuestro actuar, tanto para nosotros mismos como al interior de la
comunidad en que nos desenvolvemos.

Son tantas las veces que observamos cómo determinadas personas destruyen sus vidas o ponen en
riesgo aquellas relaciones que les son más preciadas al no estar dispuestas a modificar la forma
como se comportan. Son tantas las veces que vemos a personas defendiendo determinadas
posiciones sin reconocer cómo esas posiciones los conducen a deteriorar aquello que
simultáneamente conciben como lo más valioso en sus existencias. Personas que no logran
establecer el vínculo entre lo que piensan y lo que hacen, por un lado, y por otro, los resultados
que generan para sí en sus vidas.

Para otras personas, el pragmatismo pareciera tener mala reputación, pues lo relacionan con una
mirada estrecha, ligada a un sentido restringido de utilidad, haciendo equivalentes pragmatismo
con utilitarismo. Tienen la impresión de que el pragmatismo propone que sólo hay que hacer lo que
es útil y restringen la noción de utilidad a cuestiones pedestres. Esta no es nuestra posición ni es
tampoco lo que defiende el pragmatismo filosófico.

Adoptar una actitud pragmática no significa sustituir el criterio de utilidad por el papel que les
asignamos a los valores. Se trata de lo contrario. Se trata precisamente de subordinar nuestro
comportamiento a lo que tiene la capacidad de conferirle valor a nuestra vida. No toda vida vale la
pena de ser vivida. No merece ser vivida aquella vida que se vacía de sentido, aquella vida en la
que, a partir de lo que hacemos, terminamos en un desprecio y depreciación de nosotros mismos o
de la propia vida.

Todos nos hemos visto enfrentados al hecho que ciertos resultados nos son esquivos, al punto que
muchas veces llegan incluso a parecernos inalcanzables. Miramos nuestra vida, examinamos por
ejemplo nuestras relaciones, y no podemos dejar de concluir que los resultados que obtenemos en
ellas no son aquellos a los que originalmente aspirábamos. Estos resultados son de muy distintos
órdenes y revisten niveles de importancia desiguales. No son pocas las veces en las que, sin
embargo, estos resultados insatisfactorios se sitúan en áreas que son las que más afectan nuestra
vida, aquellas que consideremos más importantes. Por ejemplo, los resultados que obtengo en mi
relación de pareja, o bien aquellos que se expresan en la relación que he construido con uno de mis
hijos, me son altamente insatisfactorios.

Lo primero que me parece importante destacar, es la vivencia de que nos encontramos con una
suerte de pared que no nos es posible franquear. Intentamos diversas modificaciones en nuestro
comportamiento y una y otra vez nos enfrentamos con los mismos resultados negativos. Pareciera
no haber salida. Tenemos la impresión de que nuestra capacidad de acción se ha encontrado con
un límite insalvable. Hagamos lo que hagamos, simplemente no logramos superarlo.

Lo segundo a destacar consiste en una pregunta que solemos hacernos a partir de la experiencia
anterior: ¿será que aquello a lo que aspiramos no es posible? Pero rápidamente nos damos cuenta
de que no podemos responder a esa pregunta en afirmativo. Miramos a nuestro alrededor y
reconocemos que aquello que en nuestro caso no funciona, funciona perfectamente en el caso de
otros. No podemos decir, por lo tanto, que no es posible. Lo que veo alrededor nos demuestra que

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es perfectamente posible: otros lo logran. Ellos tienen una excelente relación de pareja. Hay
quienes han construido una muy buena comunicación con sus hijos.

Algunos dirán que el problema es que no le conferimos a ello la suficiente importancia. Plantearán
que si realmente nos importara, mejoraríamos esos resultados. Esos comentarios muchas veces nos
ofenden. Quienes los esgrimen no se percatan de que muchos estarían dispuestos a cortarse un
brazo si, a cambio de ello, obtuviesen una relación armónica con sus hijos o con su pareja,
manteniéndonos en los mismos ejemplos. Y por lo tanto se sienten totalmente dispuestos a
modificar sus acciones si con ello obtuviesen el resultado esperado. El problema no consiste en que
se resistan a hacer algo; el problema reside en que no saben qué es aquello que podrían hacer para
obtener el resultado que desean.

Cuando experimentamos la sensación que nos hemos encontrado con un límite en nuestra
capacidad de acción y de aprendizaje, que nada que hagamos nos permitirá superar nuestras
dificultades, la interpretación que espontáneamente solemos ofrecer es: “Soy yo”. O bien, “Es ella”
o “Es él”. Lo que equivale a señalar: “No hay nada que hacer, pues la dificultad que enfrento reside
en mi (o en su) forma de ser, y ello no puede ser cambiado”. Si nada podemos hacer para alterar
los resultados, será –nos decimos- por cuanto la dificultad pertenece a nuestra forma de ser. Al
adoptar esta postura, caemos en una profunda resignación y cancelamos la posibilidad de
transformar el estado presente de las cosas.

El Aprendizaje

El aprendizaje es aquella acción que nos conduce a un cambio de la acción. Ese es su propósito:
llegar a hacer lo que antes no hacíamos y, muchas veces, lo que antes no podíamos hacer. Un
resultado insatisfactorio es por definición el producto de una acción inefectiva. Al comportarnos de
la manera que lo hicimos no logramos incrementar nuestro nivel de satisfacción. Toda acción busca
hacerse cargo de una situación que no nos complacía, y resolverla. Si la acción no produce la
satisfacción deseada, es indispensable modificar la forma como actuamos. Para ello recurrimos al
aprendizaje. Tenemos, sin embargo, distintos tipos de aprendizaje, y el gráfico del Modelo OSAR
nos permite identificarlos.

APRENDIZAJE DE PRIMER ORDEN

Un primer tipo de aprendizaje –que suele presentársenos como primera opción- es aquel que
llamamos aprendizaje de primer orden. Se trata de un tipo de aprendizaje en el que, estando
conscientes de que es necesario modificar las acciones para obtener diferentes resultados, nos
dirigimos al interior del modelo, directamente a producir cambios en el casillero de la Acción. Las
preguntas que entonces nos hacemos son las siguientes:

-­‐ ¿Qué debo hacer que no hice?


-­‐ ¿Qué debo dejar de hacer?
-­‐ ¿Qué nuevos repertorios de acción debo incorporar?
-­‐ ¿O acaso debo hacer lo mismo de manera diferente?
-­‐ ¿Qué faltó en mi actuar previo?
-­‐ ¿Estoy en condiciones de hacer aquello que previamente faltó?
-­‐ De no ser así, ¿cómo puedo adquirir las competencias que me hacen falta?
-­‐ Etcétera.

32  

 
Podríamos añadir muchas preguntas más de este mismo tipo. Todas ellas, sin embargo, tienen un
rasgo distintivo: buscan hacer alteraciones en el casillero de la Acción. Esto es lo propio del
aprendizaje de primer orden.

APRENDIZAJE DE SEGUNDO ORDEN

No obstante, hay ciertas acciones que no podremos hacer y, consecuentemente, ciertos resultados
que no podremos alcanzar, de considerar tan sólo opciones de aprendizajes de primer orden. Como
lo hemos dicho antes, el aprendizaje de primer orden tiene límites; sus posibilidades de
transformación están acotadas. Y para superar tales límites, en la medida en que no nos hallemos
restringidos por nuestra biología o por nuestra ética, disponemos de un segundo tipo de
aprendizaje. Lo llamamos el aprendizaje de segundo orden.

En este segundo tipo de aprendizaje, se sabe que el cambio del resultado que se desea va a
requerir de un cambio de la acción. Pero se reconoce que las acciones remiten al observador que
somos y que mientras tal observador se mantenga, los cambios de acciones que son requeridos no
se obtendrán. Se sabe que para cambiar determinadas acciones se requiere modificar previamente
el tipo de observador que somos. Lo propio del aprendizaje de segundo orden, por lo tanto, es que
conlleva un cambio de observador. Ello implica que se trata de una intervención dirigida al casillero
del Observador. La expectativa implícita es que, al modificarse el observador, se disolverán aquellos
límites que previamente afectaban al casillero de la Acción.

La relación del eje horizontal del Modelo OSAR, en el que están situados el Observador, la Acción y
los Resultados, es una constante de toda modalidad de desempeño. Los resultados son producidos
por acciones y estas acciones sueles verse condicionadas por el tipo de observador que somos. Sin
embargo, cada uno de los tres elementos que conforman este eje horizontal (observador, acción y
resultado) suele estar afectado por el sistema al que los individuos pertenecen. De ser éste el caso,
el aprendizaje individual puede ser insuficiente para disolver los límites que la acción encara. Para
que tales límites sean superados, se requiere de algo más que de estrategias de aprendizaje
individual, sean éstas de primer o de segundo orden. Es necesario introducir cambios en el sistema
que opera sobre los individuos, restringiendo su campo de comportamiento. Ello implica un tipo de
intervención diferente.

APRENDIZAJE TRANSFORMACIONAL

Cuando entramos en una modalidad de aprendizaje de segundo orden, dirigida a modificar las
acciones a través de cambios en el observador, es preciso reconocer que dichos cambios pueden
ser de órdenes muy diferentes. Las intervenciones en el observador pueden tener niveles distintos
de profundidad. Algunas de ellas, por ejemplo, pueden consistir en introducir determinadas
distinciones que el individuo en cuestión previamente desconocía. Ello logra un determinado cambio
del observador. Sin embargo, se trata de cambios relativamente superficiales.

Pero hay otras intervenciones que tocan lo que podríamos llamar el núcleo básico o el corazón del
observador. Nos referimos a aspectos de un determinado observador que han devenido recurrentes
en él y que se manifiestan independientemente del cambio de circunstancias. Estos factores
conforman, más bien, una modalidad particular de observar, modalidad que pareciera caracterizar a
un individuo. Dado su carácter recurrente, e independiente de circunstancias específicas, tal

33  

 
modalidad de observación se nos presenta como propia de la manera de ser de esa persona, como
un rasgo, diríamos, de su alma.

Es muy posible que esa misma persona considere que en la medida que tal rasgo define su forma
de ser, sólo le cabe aprender a vivir con él. Es también posible que aunque considere que existe la
posibilidad de cambiarlo, no esté dispuesta a ello. Pero no estar dispuesto a modificarlo no implica
necesariamente que no sea modificable. A veces nos sucede que la vida nos impone el dilema de
tener que optar por conservar o por transformar este tipo de rasgos, rasgos que muchas veces
parecieran asociarse con nuestro sentido de vida. Se trata, sin duda, de experiencias difíciles. Soltar
una forma habitual de ser, que nos ha acompañado por mucho tiempo, no es fácil. Es más, por lo
general solemos tener razones muy elaboradas para justificarlas.

Lo que nos interesa es reconocer que, al interior del aprendizaje de segundo orden, que busca el
cambio del observador, podemos distinguir un tipo de aprendizaje que por su profundidad modifica
aspectos que aparecen asociados a nuestra particular forma de ser. Nos interesa reconocer que
esta posibilidad de aprendizaje existe, que ella es una opción de aprendizaje. A esta modalidad la
llamamos aprendizaje transformacional.

Es importante hacer un alcance sobre el aprendizaje transformacional, dado que en torno a él


suelen producirse algunos malentendidos. Algunos entienden que el aprendizaje transformacional
implica un cambio radical en la forma de ser de un individuo. Ello no está mal, pero queda sujeto a
lo que entendamos por radical. Si por radical entendemos total, en el sentido de que el ser del
individuo que se constituye a partir de esta modalidad de aprendizaje es completa y totalmente
diferente al ser que estaba constituido antes de la experiencia de aprendizaje, será evidentemente
muy difícil detectar experiencias de aprendizaje de este tipo.

En toda experiencia de aprendizaje, lo que se conserva suele ser mayor que lo que se transforma.
Ninguna modalidad de aprendizaje se traduce en una transformación completa del individuo.
Siempre podremos reconocer en él o en ella, rasgos del ser que conocíamos en el pasado. Por lo
tanto, quienes esperen del aprendizaje transformacional una transformación total, difícilmente van
a aceptar que este tipo de aprendizaje puede realizarse.

Sin embargo, si por aprendizaje transformacional concebimos un tipo de transformación de una


profundidad tal que nos conduce a reconocer una ruptura con “ciertos” patrones de observación o
de comportamiento que habían sido característicos de la forma anterior de ser de la persona, no
tendremos dificultades para reconocer la posibilidad de este tipo de aprendizaje. Reconoceremos
que, en determinados dominios, se ha producido una ruptura en la forma habitual de ser de ese
individuo, un punto de inflexión en un aprendizaje lineal y acumulativo, un determinado salto
cualitativo.

Lo característico del aprendizaje transformacional es, en definitiva, su impacto en las condiciones


existenciales del individuo, en el carácter de las relaciones que éste comienza a establecer con los
demás, en su capacidad de conferirle a su vida un sentido diferente. Se trata de un aprendizaje que
no sólo altera la relación instrumental (técnica) que el individuo mantiene con el mundo, sino que
modifica el dominio de la ética. Con el aprendizaje transformacional podemos hablar de una
mutación o de una metamorfosis del alma, de esa forma particular de ser de cada individuo.

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El Observador y su Mundo – Volumen 1
Rafael Echeverría - J.C. Sáez Editor

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MODELOS MENTALES. POR QUÉ FRACASAN LAS MEJORES IDEAS

Todos los directivos saben que muchas ideas excelentes jamás se llevan a la práctica. Las
estrategias brillantes no se traducen en actos. Los conceptos sistémicos nunca se integran a
políticas operativas. Un experimento piloto demuestra que un nuevo enfoque genera mejores
resultados, pero ese enfoque jamás se difunde.

Estamos cada vez más convencidos que este “trecho entre el dicho y el hecho” no surge de
intenciones débiles, de flaqueza de voluntad o aun de una comprensión asistémica, sino de modelos
mentales. Más específicamente, los nuevos conceptos no se llevan a la práctica porque chocan con
profundas imágenes internas acerca del funcionamiento del mundo, imágenes que nos limitan a
modos familiares de pensar y actuar. Por eso la disciplina de manejar modelos mentales, el
afloramiento, verificación y perfeccionamiento de nuestras imágenes internas acerca del
funcionamiento del mundo, promete ser una decisiva innovación en la construcción de
organizaciones inteligentes.

No podemos llevar en la mente ni una organización, ni una familia ni una comunidad. En la mente
llevamos imágenes, supuestos e historias. Los filósofos han comentado los modelos mentales
durante siglos, desde la alegoría de la caverna de Platón.

Nuestros “modelos mentales” no sólo determinan el modo de interpretar el mundo, sino de actuar.
Chris Argyris de Harvard, quien ha trabajado con modelos mentales y aprendizaje organizacional
durante treinta años, lo expresa de esta manera: “Aunque las personas no (siempre) se comportan
en congruencia con las teorías que abrazan (lo que dicen) sí se comportan en congruencia con sus
teorías-en-uso (los modelos mentales)”.

Los modelos mentales pueden ser simples generalizaciones como “las personas son indignas de
confianza”, o teorías complejas, tales como mis supuestos acerca de por qué los miembros de mi
familia se conducen de tal manera. Pero lo más importante es que los modelos mentales son
activos, pues moldean nuestros actos. Si creemos que las personas son indignas de confianza, no
actuamos como si hubiéramos creído lo contrario.

¿Por qué los modelos mentales son tan poderosos para afectar lo que hacemos? En parte porque
afectan lo que vemos. Dos personas con diferentes modelos mentales pueden observar el mismo
acontecimiento y describirlo de manera distinta porque han observado detalles distintos.

El problema de los modelos mentales no radica en que sean atinados o erróneos. Por definición,
todos los modelos son simplificaciones. El problema surge cuando los modelos mentales son tácitos,
cuando existen por debajo del nivel de la conciencia.

Industrias enteras pueden desarrollar discrepancias crónicas entre los modelos mentales y la
realidad. En algunos sentidos, las industrias cerradas son especialmente vulnerables, porque las
compañías que las integran basan sus pautas en la observación mutua. Ese anticuado
reforzamiento de modelos mentales aconteció en muchas industrias manufactureras
norteamericanas, no sólo en la automotriz, en los años 60 y 70. Hoy, muchos modelos mentales

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igualmente anacrónicos predominan en muchas industrias de servicios, que todavía brindan una
calidad mediocre so pretexto de controlar costes.

La incapacidad para apreciar los modelos mentales conspira contra los esfuerzos para alentar el
pensamiento sistémico. A finales de los años 60, un importante fabricante de bienes industriales de
los Estados Unidos, el mayor en su industria, descubrió que perdía participación en el mercado. Con
la esperanza de analizar la situación, los directivos acudieron a un equipo de especialistas en
“dinámica de sistemas” del MIT. Basándose en modelos informáticos, el equipo llegó a la conclusión
de que los problemas nacían del modo en que los ejecutivos manejaban los inventarios y la
producción. Como les costaba mucho almacenar sus voluminosos y caros productos, los managers
de producción mantenían inventarios reducidos y limitaban la producción cuando se reducían los
pedidos. El resultado era una distribución lenta y poco confiable, aun cuando la capacidad de
producción era adecuada. Las simulaciones informáticas del equipo predecían que los repartos se
demorarían más durante los momentos de declinación que durante los auges, una predicción que
contradecía el saber convencional, pero que resultó acertada.

Impresionados, los directivos implementaron una nueva política basada en las recomendaciones de
ese análisis. De allí en adelante, cuando cayeran los pedidos, mantendrían las tasas de producción e
intentarían mejorar la distribución. Durante la recesión de 1970, el experimento funcionó; gracias a
repartos más rápidos y más compras repetidas de clientes satisfechos, la firma aumentó su
participación en el mercado. Los managers estaban tan complacidos que organizaron su propio
grupo de dinámica de sistemas. Pero las nuevas políticas nunca se adoptaron con fervor, y la
mejora fue temporaria. Durante la siguiente recuperación, los managers dejaron de preocuparse
por el servicio de entregas. Cuatro años después, cuando se produjo la recesión inducida por la
OPEC, regresaron a su política original de reducir drásticamente la producción.

¿Por qué desechar un experimento feliz? Porque había modelos mentales profundamente
encastrados en las tradiciones de los directivos. Cada manager de producción sabía que no había
modo más seguro de desbaratar su carrera que ser responsabilizado por acumular bienes sin
vender en el depósito. Generaciones de directivos habían predicado el evangelio del control de
inventarios. A pesar del nuevo experimento, el viejo modelo mental gozaba de excelente salud.

La inercia de los modelos mentales profundamente arraigados pueden sofocar los mejores
conceptos sistémicos. Esta ha sido una amarga lección para muchos autores de nuevas
herramientas de administración, no sólo para los apologistas del pensamiento sistémico.

Pero si los modelos mentales pueden impedir el aprendizaje, estancando a compañías e industrias
en prácticas anticuadas, ¿por qué no pueden también acelerar el aprendizaje? Varias
organizaciones, en general independientes, han prestado mucha atención a esta pregunta en años
recientes.

Las “enfermedades básicas de la jerarquía”

“En la organización autoritaria tradicional, el dogma era administrar, organizar y controlar -dice Bill
O’Brien de Hanover-. En la organización inteligente, el nuevo ‘dogma’ consistirá en visión, valores y

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modelos mentales. Las empresas saludables serán las que puedan sistematizar maneras de reunir a
la gente para desarrollar los mejores modelos mentales posibles para enfrentar toda situación.

Según Argyris y sus colegas, nos atascamos en “rutinas defensivas” que aíslan nuestros modelos
mentales de todo examen, y en consecuencia desarrollamos una “incompetencia calificada”, un
maravilloso oxímoron que Argyris usa para describir a la mayoría de los “educandos” adultos,
quienes son “muy hábiles para protegerse del dolor y la amenaza representados por las situaciones
de aprendizaje”, pero en consecuencia no logran cómo producir los resultados que de veras
desean.

Aunque había leído muchos escritos de Chris Argyris, yo no estaba preparado para lo que aprendí
cuando por primera vez le vi practicar su enfoque en un taller informal con media docena de
miembros de nuestro equipo de investigación del MIT. Argyris pidió a cada uno de nosotros que
narrásemos un conflicto con un cliente, colega o pariente. No sólo debíamos recordar lo que
decíamos, sino lo que pensábamos y callábamos. Cuando Chris comenzó a trabajar con estos casos,
de inmediato resultó manifiesto que nosotros contribuíamos al conflicto con nuestros propios
pensamientos, pues realizábamos generalizaciones simplistas acerca de los demás y éstas
determinaban nuestras palabras y nuestra conducta. Aún así, nunca comunicábamos nuestras
generalizaciones. Yo podía decir: “Joe cree que soy incompetente”, pero nunca se lo preguntaba
directamente a Joe. Simplemente me esforzaba continuamente para parecer respetable a ojos de
Joe. O bien decía: “Mi jefe es impaciente y cree en soluciones expeditivas”, así que procuraba
presentarle soluciones simples aunque no creía que atacaran realmente el núcleo de las
dificultades.

Al cabo de unos minutos, noté que el nivel de atención y “presencia” del grupo se elevaba varios
puntos, no tanto merced al carisma personal de Argyris, sino a su pericia para hacer aflorar esas
generalizaciones. Al transcurrir la tarde, todos fuimos inducidos a ver (a veces por primera vez en
nuestra vida) sutiles patrones de razonamiento que respaldaban nuestra conducta, y a entender
que esos patrones continuamente nos ponían en apuros. Nunca había recibido una demostración
tan gráfica de la influencia de mis modelos mentales sobre mi conducta y mis percepciones. Pero,
aún más interesante, resultó claro que con el adiestramiento adecuado yo podía ser aún más
consciente de mis modelos mentales y su modo de operar. Esto era estimulante.

En algunos casos, el trabajo de Argyris revelaba farsas dolorosamente obvias que todos habíamos
llegado a aceptar. Chris imponía pautas increíblemente exigentes de auténtica apertura,
obligándonos a ver nuestros pensamientos y a no decir patrañas. Además, no sólo abogaba por
“decir todo a todos”, sino que ejemplificaba las habilidades necesarias para abordar problemas
dificultosos de tal manera que todos aprendiesen. Esto era un territorio nuevo e importante si
deseábamos vivir nuestros valores centrales de apertura y mérito”.

Lee Bolman, un colega de Argyris desarrolló un seminario de tres días sobre “Mérito, apertura y
descentralización”, destinado a presentar a los managers de Hanover las ideas y prácticas básicas
de la ciencia de la acción. Casi toda la gerencia superior y media de Hanover ha asistido a estos
seminarios en los últimos diez años. El propósito de los seminarios consiste en promover estos tres
valores básicos exponiendo las aptitudes necesarias para ponerlos en práctica. La primera tarea de
los managers es lograr que la gente comprenda qué significa practicar el mérito, la apertura y el
localismo en una organización inteligente. En las organizaciones tradicionales, mérito significa hacer

38  

 
lo que desea el jefe, apertura significa decirle al jefe lo que quiere oír, descentralización significa
hacer el trabajo sucio que el jefe no quiere hacer. Nos aguarda un largo trabajo para lograr que la
gente comprenda las cosas de otro modo”.

El primer día se revisan los conceptos, principios y aptitudes básicas de la ciencia de la acción. La
mayoría de los asistentes lo consideran esclarecedor pero no experimentan un sacudón. Al final del
día 1 la respuesta típica es: “Sí, desde luego, estoy de acuerdo con esto. Siempre me esfuerzo por
ser inquisitivo”. Las luces se encienden en el día 2, cuando Stimson y sus colegas graban en video a
los managers que procuran aplicar sus habilidades en ejercicios de role-playing. Antes de los
ejercicios, los managers identifican habilidades sobre las cuales desean trabajar. Por ejemplo, un
manager quizá desee trabajar en “equilibrio entre la indagación y persuasión” (adoptar una posición
pero también averiguar los puntos de vista ajenos con una actitud abierta). Pero al cabo de pocos
minutos de role-playing, el mismo manager señala con el dedo subordinado y predica en vez de
escuchar. “Cuando todos miran juntos las grabaciones –dice Stimson-, a menudo causa gracia ver
en qué medida nuestra conducta se desvía de lo que decimos que hacemos. La gente comprende
que poner en práctica las aptitudes de la ciencia de la acción requiere mucho más que un cabeceo
de asentimiento”

El efecto sobre la comprensión de los modelos mentales es profundo. La mayoría de los managers
declara que por primera vez en la vida entienden que sólo tendrán supuestos, nunca “verdades”,
que siempre vemos el mundo a través de modelos mentales y que los modelos mentales son
siempre incompletos y, especialmente en la cultura occidental, crónicamente asistémicos. Aunque
Beckett no brinda herramientas para trabajar con modelos mentales, como lo hace Argyris, siembra
una potente semilla que deja a la gente más abierta para ver los inevitables prejuicios de su
manera de pensar. Beckett también introduce principios básicos del pensamiento sistémico. Enfatiza
la distinción entre “pensar en procesos” y ver sólo “instantáneas”, y plantea el pensamiento
sistémico como una alternativa filosófica ante el difundido “reduccionismo” de la cultura occidental:
la búsqueda de respuestas simples para problemas complejos.

Credo de Hanover sobre modelos mentales

1. La eficacia de un líder se relaciona con la continua mejora de sus modelos mentales.

2. No impongas a los demás un modelo mental predilecto. Los modelos mentales deben
conducir a decisiones autónomas para funcionar mejor.

3. Las decisiones autónomas redundan en convicciones más profundas y una implementación


más efectiva.

4. Los mejores modelos mentales capacitan para adaptarse a ámbitos o circunstancias


cambiantes.

5. Los miembros del directorio interno rara vez necesitan tomar decisiones directas. El papel
de ellos consiste en ayudar al manager general mediante la verificación o afinamiento del
modelo mental del manager general.

6. Los modelos mentales múltiples introducen perspectivas múltiples.

7. Los grupos generan dinámicas y conocimientos que trascienden la capacidad individual.

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8. El objetivo no es la congruencia dentro del grupo.

9. Cuando el proceso funciona, conduce a la congruencia.

10. La valía de los líderes se mide por su aportación a los modelos mentales de otros.

La Quinta Disciplina
Peter M. Senge

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JUEGO INTERIOR

Más o menos cuando fui lo suficientemente alto como para ver por encima de la red, mi padre me
introdujo al tenis. Jugué ocasionalmente con mis primos y mi hermana mayor hasta los once años,
momento en el que tomé mi primera clase con un nuevo entrenador llamado John Gardiner en
Pebble Beach, California. Ese mismo año jugué mi primer torneo en la división "menos de 11" en los
Campeonatos Nacionales de Pista Dura. La noche anterior al encuentro, soñé con la gloria de ser un
campeón. Mi primer encuentro fue una nerviosa pero sencilla victoria. Mi segundo encuentro,
contra un jugador de segundo término, finalizó con una derrota 6-3, 6-4 haciéndome llorar
amargamente. No tenía ni idea de por que ganar significaba tanto para mi.

Durante los siguientes veranos jugué a tenis cada día. Me levantaba a las 7 de la mañana, me
preparaba y tomaba mi desayuno en cinco minutos y luego iba hasta las pistas de Pebble Beach a
muchas millas de distancia. Solía llegar una hora antes que los demás y pasaba ese tiempo
golpeando reveses y boleas contra una pared. Durante el día jugaba diez o quince sets, me
ejercitaba y tomaba mis lecciones ininterrumpidamente hasta que la falta de luz no dejaba ver la
bola. ¿Por qué? Realmente no lo sabía. Si alguien me lo hubiese preguntado le hubiese dicho que
era porque me gustaba el tenis. Aunque esto era parcialmente cierto, era primeramente porque
estaba profundamente metido en el juego del perfeccionismo. Había algo que parecía que quería
demostrarme a mi mismo. Ganar era importante para mí en los torneos, pero jugar bien era
importante día a día. Quería ser mejor y mejor. Mi estilo consistía en pensar que no iba a ganar, y
luego intentar sorprenderme a mí y a los demás. Aunque odiaba perder, no disfrutaba realmente de
ganar a otra persona; me incomodaba ligeramente. Yo era un trabajador incansable y nunca cesaba
en el intento de perfeccionar mis golpes.

A la edad de quince años había ganado el Campeonato Nacional de Pista Dura en la división júnior,
y había sentido la emoción de ganar un torneo importante. A principios de ese mismo verano fui al
Campeonato Nacional de Kalamazoo y perdí en cuartos de final con un jugador de septimo término
3-6, 6-0, 10-8. En el último set, había estado por delante 5-3, 40-15 con el servicio a mi favor.
Estaba nervioso pero optimista. En el primer punto de partida hice una doble falta al intentar hacer
un ace en mi segundo servicio. En el segundo, fallé la bolea más sencilla posible delante de una
llena y ostentosa tribuna. Desde entonces y durante muchos años, reviví el punto de partida en
incontables sueños, y sigue tan vivo en mi memoria ahora como lo estaba veinte años atrás. ¿Por
qué? ¿Qué diferencia realmente significó? No conseguía responderme.

Cuando comencé el instituto, había dejado al lado la idea de probar mi valía a través de los
campeonatos de tenis, y me sentía feliz de jugar para ser "un buen amateur". Puse la mayor parte
de mi energía en asuntos intelectuales, algunas veces era un esfuerzo fatigoso, algunas veces una
verdadera búsqueda de la Verdad. Desde mi segundo año escolástico me di cuenta que en los días
en los que tenía un bajo rendimiento académico, solía también hacerlo mal en la pista de tenis. Me
esforzaba en demostrar en la pista lo que difícilmente había demostrado académicamente, pero
solía encontrar que la falta de confianza en un área tendía a infectar la otra. Afortunadamente lo
contrario también era verdad. Durante los cuatro años como jugador en el instituto, estaba siempre
nervioso cuando iba hacia la pista a disputar un torneo. Cuando era alumno del último año y fui
elegido capitán del equipo, era de la opinión intelectual que la competencia realmente no
demostraba nada - pero seguía estando tenso antes de la mayoría de los torneos.

41  

 
Después de la graduación dejé el tenis competitivo durante diez años y comencé una carrera como
educador. Mientras enseñaba inglés en la Academia Exeter en New Hampshire, me di cuenta de
que incluso los chicos más listos interferían de forma significativa con su habilidad de aprender y
con sus resultados académicos. Después, como oficial de entrenamiento en la U.S.S. Topeka, vi lo
empobrecido que estaba nuestro sistema de enseñanza y cuan anticuados eran nuestros métodos
de entrenamiento.

Cuando salí de la Marina me junté con un grupo de idealistas para fundar un colegio liberal de arte
al Norte de Michigan. Durante sus cortos cinco años de existencia, estuve más y más interesado en
saber como aprender y como ayudar a otros a aprender. Estudié las obras de Abraham Maslow y de
Carl Rogers a finales de los sesenta y estudié teoría del aprendizaje en la escuela de graduados de
Clameront, pero no tuve un éxito práctico sobre el aprendizaje hasta que enseñé tenis en el verano
de 1970, durante una temporada sabática de la "educación".

Estaba interesado en aprender teoría y ese verano, comencé a tener varias perspectivas acerca del
proceso de aprendizaje. Decidí continuar enseñando tenis, y desarrollé lo que vino a ser llamado el
Juego Interior (the Inner Game) - una manera de aprender que parecía aumentar tremendamente
la tasa de aprendizaje de los estudiantes. También tuvo efectos beneficiosos sobre mi propio juego.
Aprender un poco acerca del arte de la concentración ayudó a revitalizar rápidamente mi nivel, y
pronto estuve jugando mejor que nunca. Después de ser el profesional del club Meadowbrook en
Seaside, California, me di cuenta que aunque no disponía de demasiado tiempo para trabajar mis
golpes, aplicando los principios que yo enseñaba podía mantener mi nivel de juego, el cual, casi
nunca era vencido por nadie de la zona.

Un día, después de jugar particularmente bien contra un jugador muy bueno, me pregunté qué tal
se me darían las competiciones y las giras. Me sentí seguro con mi juego aunque no me hubiese
enfrentado contra jugadores de alta distinción. Así que me alisté en un torneo en el Club de Tennis
en Berkeley donde iban a competir jugadores del nivel más alto. En el fin de semana reseñado,
conduje hacia Berkeley con confianza, pero cuando llegué comencé a cuestionar mi propia
habilidad. Todo el mundo allí parecía medir dos metros y llevar cinco o seis raquetas. Reconocí a
muchos de los jugadores por las revistas de tenis, pero ninguno de ellos parecía reconocerme a mí.
La atmósfera era muy distinta de la que se respiraba en Meadowbrook, mi pequeña charca donde
yo era la rana jefe. De repente vi como mi optimismo de antes se tornaba pesimismo. Dudaba de
mi juego. ¿Por qué? ¿Había sucedido alguna cosa desde el momento en que dejé el club tres horas
antes?

Mi primer encuentro fue contra un jugador que literalmente media dos metros. Aunque él solo
llevaba tres raquetas, cuando los dos nos situamos en la pista mis rodillas se sentían un poco
débiles y mi muñeca no parecía tan fuerte como de costumbre. Me preguntaba que pasaría fuera
de la cancha. Pero cuando comenzamos a calentar, me di cuenta rápidamente que mi oponente no
era ni de buen trozo tan bueno como me había imaginado. Le iba a dar una lección, sabía
exactamente lo que le diría, y le categoricé como un jugador "un poco mejor que la media del
club", sintiéndome mejor.

Pero, una hora más tarde, con el marcador 4-1 a su favor en el segundo set, y habiendo perdido el
primer set 6-3, comencé a darme cuenta que iba a ser vencido por un jugador "un poco mejor que
la media del club". Durante todo el encuentro había estado nervioso, fallando tiros fáciles y jugando
inconsistentemente. Parecía que mi concentración estaba floja justo lo suficiente para echar las
pelotas fuera de la ralla por unos pocos centímetros y darle a la parte de arriba de la red bolea tras
bolea. Mientras esto ocurría, mi oponente, con la perspectiva de una clara victoria, falló. No se que
es lo que estaba pasando dentro de su cabeza, pero no pudo rematarme. Perdió el segundo set 7-5

42  

 
y el próximo 6-1, pero mientras salía de la pista no tenía ningún sentimiento de haber ganado ese
encuentro sino más bien era él quien había perdido.

Comencé a pensar inmediatamente en mi próximo encuentro contra un jugador de alta categoría de


California. Sabía que era un jugador con más experiencia que yo y probablemente con más
habilidad. Yo realmente no quería jugar tal y como lo había hecho durante la primera ronda;
hubiese sido derrotado. Pero mis rodillas aun estaban temblando, mi mente no parecía capaz de
enfocarse con claridad y yo estaba nervioso.

Finalmente me senté en reclusión para ver si podía controlarme. Comencé preguntándome, "¿Qué
es lo peor que puede pasar?".

La respuesta era sencilla: "Puedo perder 6-0, 6-0."

"¿Qué pasará si pierdo?"

"Bueno... Estaré fuera del torneo y regresaré a Meadowbrook. Las personas me preguntarán como
lo he hecho y les diré que he perdido en la segunda vuelta y tal y tal".

Ellos dirían simpáticamente, "OH, eres un tipo muy duro. ¿Cómo fue la puntuación?" Entonces yo
tendría que confesar; amor y más amor.

"¿Qué sucedería después?" me pregunté. "Bueno se comentaría que había sido derrotado en
Berkeley, pero rápidamente volvería a jugar bien y pronto la vida volvería a la normalidad".

Intenté ser tan honesto como pude acerca de las peores consecuencias. No eran buenas, pero
tampoco eran inaguantables - ciertamente no lo suficientemente malas como para preocuparse.

Luego me pregunté, "¿Qué es lo mejor que puede pasar?".

De nuevo la respuesta estaba clara: "podría ganar 6-0, 6-0".

"¿Y entonces qué?"

"Tendría que jugar otro partido, y luego otro hasta ser derrotado, lo que en un torneo que este era
inevitable. Luego regresaría a mi club, contaría como lo he hecho, recibiría unas palmaditas en la
espalda, y de nuevo todo regresaría a la normalidad".

Permanecer en el torneo una o dos rondas más no me parecía increíblemente alucinante, así que
me hice una pregunta final: "¿Qué quiero realmente?"

La respuesta fue un tanto inesperada. Lo que realmente quería, me di cuenta, era dominar el
nerviosismo que me estaba impidiendo jugar como sabía y disfrutar con ello. Quería superar el
obstáculo interior que me había atormentado durante mucho tiempo en mi vida. Quería ganar el
juego interior.

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Habiendo llegado a esa conclusión, sabiendo lo que de verdad quería, me dirigí a mi siguiente
encuentro con un renovado entusiasmo. En el primer juego, hice tres dobles-faltas y perdí mi
servicio, pero después tuve una nueva certidumbre.

Fue como si se me hubiese librado de una enorme presión y me encontrase allí jugando con todas
mis energías bajo mi control. No pude romper el servicio a mi oponente, que era zurdo, pero no
perdí el mío hasta el último juego del segundo set. Había perdido 6-4, 6-4, pero salí de la pista
sintiendo que había ganado. Había perdido el juego exterior, pero había ganado el juego que había
querido, mi propio juego, y me sentía muy feliz. Incluso cuando un amigo se me acercó después del
encuentro y me preguntó que había hecho, estuve tentado a decir, "¡Gané!".

Por primera vez reconocí la existencia del Juego Interior, y de su importancia para mí. No sabía
cuales eran las reglas de ese juego, tampoco cual era su sentido, pero sentía que implicaba algo
más que ganar un trofeo.

"The Inner Game of Tennis"

Tim Gallwey

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“SINCRONICIDAD”

Joseph Jaworski

Introducción de Peter Senge

Editorial Plural

El Camino Interior hacia el liderazgo

He aquí una guía que nos enseña a desarrollar uno de los retos más importantes del liderazgo de
nuestra época: la capacidad para dar forma colectivamente a nuestro futuro. Desde el relato de su
propia vida hasta la explicación detallada de los aspectos más espinosos del liderazgo, Joseph
Jaworski nos ofrece una nueva definición del término aplicable, a su vez, a todo tipo de líderes. Así,
afirma que el liderazgo consiste en liberar todas las posibilidades humanas y en capacitar a los
demás para que traspasen todos los límites, sean autoimpuestos o creados por las propias
organizaciones. Y aunque el texto describe, en el fondo, la andadura personal del autor, su discurso
sobre el aprendizaje y la eficacia puede aplicarse a cualquier lector que sea capaz de captarlo.

La vida de Joseph Jaworski demuestra que el profundo cambio cultural e institucional que el mundo
necesita puede producirse no sólo en cualquier momento y lugar, sino también en cualquier
persona, incluso en aquellas que parecen sentirse más a gusto con el actual estado de cosas. Sólo
se requiere afrontar la situación y, con ella, los innumerables desafíos que traerá consigo el siglo
XXI.

Joseph Jaworski comenzó su carrera profesional como abogado en la firma Bracewell & Patterson
de Houston. En 1980 fundó el American Leadership Forum y posteriormente fue director de
planificación del Royal Dutch/ Shell Group of Companies de Londres. En 1994 se unió al MIT Center
for Organizational Learning, donde trabaja con un consorcio de empresas líderes para crear
organizaciones de aprendizajes. También es fundador y presidente del Centre for Generative
Leadership.

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Introducción
Peter Senge

Contar una historia

Durante muchos años he proclamado que aunque hay muchos libros sobre el liderazgo, sólo uno de
ellos es imprescindible para el estudiante serio, Sernat Leadership, de Robert K. Greenleaf. La
mayoría de los libros recientemente publicados sobre liderazgo tratan sobre cómo operan los líderes
y las cosas que hacen, sobre por qué el mundo les hace la vida difícil y qué deben hacer las
organizaciones para formar mejor a sus líderes. Dichos libros están llenos a rebosar de consejos
aparentemente prácticos sobre lo que tanto individuos como organizaciones deberían hacer de otra
manera. Sin embargo, son muy pocos los que penetran en profundidad en la naturaleza del
verdadero liderazgo. En cambio, Greenleaf invita al público a considerar el campo del liderazgo
basándose en un estado de ser, no en el hacer. Afirma que la primera y más importante decisión
que el líder debe asumir es la de servir, y que sin ella la capacidad de dirigir está profundamente
limitada. Esa elección no es una acción en el sentido habitual de la palabra, no es algo que uno
haga, sino una expresión del propio ser.

Éste también es un libro que cualquiera que se tome en serio el liderazgo tendrá que leer.
Sincronicidad se basa directamente en el pensamiento de Greenleaf, pero va más allá,
especialmente a la hora de poner luz en la naturaleza de la elección de dirigir y en la profunda
comprensión o visión del mundo de la que podría surgir tal decisión.

Para Greenleaf, ser líder tiene que ver con la relación entre el dirigente y los dirigidos. Sólo
cuando la decisión de servir apuntala la formación moral de los líderes, el poder jerárquico que
separa al director de los dirigidos no se corrompe. Las jerarquías no son inherentemente malas, a
pesar de su pésima prensa. El potencial de corrupción que tiene las jerarquías se disolvería, según
Greenleaf, si los directores eligieran servir a los dirigidos, si hicieran el servicio su razón de ser, la
causa de su trabajo. Hemos contraído una gran deuda con Greenleaf por la enorme aportación que
supone esta idea. Su pensamiento también profundiza en la explicación de la “ausencia de
liderazgo” que preside la mayoría de las actuales instituciones, guiadas por personas que han
llegado a puestos de autoridad gracias a sus capacidades técnicas o a su habilidad en la toma de
decisiones, a su astucia política o a su ansia de riqueza y poder.

Joe Jaworski lleva las comprensiones de Greenleaf aún más lejos. Sugiere que la elección
fundamental que permite el verdadero liderazgo en todas las situaciones (incluyendo el liderazgo
jerárquico, pero sin limitarse a él) es la elección de servir a la vida. Sugiere que, en un sentido
profundo, mi capacidad de liderazgo procede de mi elección de permitir que la vida se despliegue a
través de mí. Dicha elección da como resultado un tipo de liderazgo que nos es casi desconocido o

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que asociamos con individuos excepcionales como Gandhi o Martin Luther King. De hecho, este tipo
de liderazgo está a disposición de todos nosotros y puede resultar crucial para nuestro futuro
colectivo.

Creo que esta ampliación de la intuición original de Greenleaf es muy relevante actualmente
por dos razones. La primera es que el libro de Joe aborda el tema yendo más allá de las jerarquías
de poder formales que distinguen entre “directores” y “dirigidos”. Las jerarquías que están
debilitando progresivamente y todo tipo de instituciones, desde las empresas multinacionales hasta
los distritos escolares, operan a través de redes informales y equipos autodirigidos que se forman,
operan, se disuelven y se vuelven a formar. No es suficiente con elegir servir a las personas que
oficialmente diriges, porque es muy posible que no tengas subordinados dentro de las actuales
estructuras organizativas. La segunda razón es que el libro de Joe reorienta nuestra atención hacia
la forma que tenemos de conformar colectivamente nuestro destino.

En occidente tendemos a pensar que el liderazgo es un atributo natural de algunos individuos.


Esta forma inveterada de pensar presenta muchas desventajas. Buscamos individuos especiales que
tengan dotes de liderazgo en lugar de desarrollarlas en cada uno de nosotros. Podemos distraernos
fácilmente por lo que éste o aquel líder hace, por el conflicto de los que tratan de aferrarse al poder
y los que intentan arrebatárselo. Cuando las cosas van mal, culpamos de la situación a los líderes
incompetentes, evitando así cualquier responsabilidad personal. Y cuando la situación es
desesperada, puede que nos descubramos esperando que el gran líder nos rescate. En medio de
todo esto, perderemos de vista totalmente la cuestión más importante: “¿Qué somos capaces de
crear colectivamente?”.

Como estamos obsesionados con el comportamiento de los líderes y con las interacciones entre
ellos y sus seguidores, nos olvidamos de que, en esencia, el liderazgo consiste en aprender a
conformar el futuro. El liderazgo existe cuando la gente deja de ser víctima de las circunstancias y
comienza a participar en su creación. Cuando las personas operan a diario en el campo del
liderazgo generativo, profundizan en su comprensión de lo que Joe llama “la verdadera forma de
funcionar del universo”. Éste es el verdadero don del liderazgo. No tiene que ver con el poder
personal ni con los logros y, último término, ni siquiera tiene que ver con lo que hacemos. El
liderazgo consiste en crear un campo en el que los seres humanos profundicen continuamente su
comprensión de la realidad y sean capaces de participar en el despliegue del mundo. En definitiva,
el liderazgo tiene que ver con la creación de nuevas realidades.

Explorar dicha visión del liderazgo en un libro casi plantea una contradicción en los mismos
términos. Como es un territorio que no puede ser plenamente comprendido conceptualmente,
cualquier intento de digerirlo y explicarlo intelectualmente será, en el mejor de los casos, una
especie de mapa. Y el mapa no es el territorio. Si queremos entender el territorio, debemos ganar
esa comprensión – y no es una comprensión barata-. Todos nos la vamos ganado con nuestra
experiencia vital. Creo que esto es, en parte, lo que los budistas indican cuando afirman que: “la
vida es sufrimiento”. Tenemos que sufrir en la vida, pero no en el sentido de sentir dolor, sino por
el hecho de vivirla.

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Una de las maneras de “penetrar en la vivencia” de los territorios sutiles del liderazgo es por
medio de una historia. Cuando Greenleaf escribió Servant Leadership, “entro” en el relato a través
de El viaje de Oriente, de Herman Hesse, un relato autobiográfico del viaje de un hombre en busca
de la iluminación. A lo largo del camino, el leal sirviente del narrador, Leo, le sustenta en momentos
de grandes pruebas. Años después, cuando el protagonista encuentra la sociedad esotérica que
estaba buscando, descubre que Leo es su líder; así, el sirviente es el líder y el liderazgo se ejerce a
través del servicio.

En este caso, Joe también entra en la narración a través de una historia, la suya propia. El
resultado es un libro peculiar – raro entre los libros sobre liderazgo y entre los libros sobre
negocios-, el relato personal y reflexivo sobre un camino individual. Esto puede suponer alguna
dificultad para el lector acostumbrado a los relatos de los”expertos” en el campo del liderazgo que
dan consejos y proponen teorías. Sin embargo, las comprensiones de Joe sobre el liderazgo y el
proceso que le condujo hasta ellas son inseparables. Su vida ha sido su vehículo de aprendizaje y
su aprendizaje consiste en averiguar cómo deben servir los líderes.

Además, no se trata únicamente de la historia de Joe, ya que su historia personal está


entrelazada con los sucesos de su época, en los que todos hemos participado. La historia comienza
con su padre, Leon Jaworski, se convirtió en el fiscal especial del caso Watergate. Durante la
investigación, el coronel Jarowski se fue sintiendo cada vez más inquieto ante las pruebas
irrefutables que implicaban a Nixon y a sus ayudantes más próximos en la conspiración Watergate.
La única persona con la que sentía que podía hablar libremente sin temor de comprometer la
investigación era su hijo Joe, que también era abogado. Padre e hijo se planteaban las mismas
preguntas que pronto estarían en boca de toda la nación: “¿Cómo ha podido ocurrir esto? Nuestros
más altos dirigentes comportándose como criminales, ¿cómo hemos podido legar a esto?”.

Convivir con estas preguntas acabó de llevar a Joe a emprender una serie de iniciativas
notables. Tras varios años de batallar con su vocación, decidió abandonar el prestigioso bufete
internacional que había ayudado a establecer y emprendió su andadura en un terreno
absolutamente desconocido, el liderazgo público, creando el Forum Americano para el Liderazgo
(FAL). La visión que impulsaba el FAL era la de establecer una red nacional de profesionales con
talento procedentes de diversas disciplinas que se comprometieran a gestar y producir una nueva
generación de dirigentes públicos. Actualmente, los programas del FAL se imparten con éxito en
diversas ciudades y regiones de Estados Unidos. Después de casi diez años, Joe dejó el cargo de
presidente del FAL y aceptó el puesto de jefe de planificación del conjunto de empresas integradas
en el grupo Royal Dutch Shell. En dicho trabajo colaboró en la elaboración de lo que muchos
consideran el primer proceso de planificación de una gran corporación.

Para mí, la historia de Joe representa el viaje que una persona ha emprendido en el nombre
de todos los que estamos lidiando con los profundos cambios que se requieren en el liderazgo
público e institucional para el siglo XXI. Todas nuestras experiencias vitales con la estructura
jerárquica proyectan una larga sombra, haciendo que nos sea difícil fuera del marco del liderazgo
jerárquico. Los abusos de la autoridad jerárquica, como el de Watergate, desgraciadamente siguen
con nosotros en la actualidad y suscitan profundas dudas sobre nuestra capacidad colectiva de

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guiarnos a nosotros mismos. El ejemplo del FAL nos muestra lo que es capaz de hacer un pequeño
grupo de personas comprometidas para afectar positivamente el liderazgo público.

Considero especialmente interesante la yuxtaposición de las experiencias de FAL y Shell. Los


años que Joe pasó en Shell le brindaron una visión privilegiada y desde cómo opera el proceso de
planificación de esa empresa multinacional y le permitieron participar en la primera presentación
pública de los panoramas globales a largo plazo que orientan el moso de pensar de los directivos de
Shell en todo el mundo. Las grandes corporaciones multinacionales como Shell representan una
nueva forma de sistema social en el mundo y, para bien o para mal, tienen un inmenso poder para
influir en el futuro. Actualmente las corporaciones globales trascienden las fronteras nacionales y su
impacto en el mundo que va incluso más allá de los gobiernos. En este libro empezamos a
vislumbrar cómo ese poder podría influir positivamente en el futuro. En concreto, vemos que el
proceso de imaginar un escenario posible puede alimentar nuevas formas creativas de pensar en el
futuro y de influir en él, tanto dentro como fuera de la corporación.

Encuentros con personas notables

Mi contacto con este libro también comienza con una historia. Corría el otoño de 1992 y me
encontraba en Londres, de vuelta a casa tras haber realizado un viaje por Europa. Había quedado
con Joe para desayunar después de no haberle visto durante cinco años. En ese intervalo, él había
dejado el FAL, que yo ayudé a poner en marcha entre los años 1980 y 1983, y ya llevaba dos años
trabajando para Shell. Casualmente, yo conocía a dos de sus predecesores en el puesto, Pierre
Wack y Peter Schwartz, además de Arie de Geus, el anterior director de planificación de Shell, y
tenía alguna idea de la extraordinaria naturaleza del cargo que Joe ocupaba actualmente. Estaba
ansioso por ver a mi viejo amigo e incorporarme a sus actividades.

A medida que me describía el fascinante trabajo de desarrollar el nuevo escenario global de


Shell, Joe iba captando mi atención cada vez más. A continuación me habló del libro que estaba
escribiendo. En muchos sentidos Joe es una persona tímida, por eso escribir un libro sobre su vida
no era algo que le resultara fácil. Sin embargo, sentía que su historia contenía lecciones
importantes que sólo podían ser compartidas a través de un libro. Por un lado estaban las historias
fascinantes del FAL y ahora de Shell, pero, por otro lado, bajo los detalles superficiales de esas
actividades, estaban los profundos cambios personales que Joe había vivido, marcados por una
serie de encuentros con personas notables como John Gardner, Harlan Cleveland y algunos de los
científicos más destacados de nuestro tiempo. Me quedé anonadado cuando Joe me habló de su
encuentro con el físico Davis Bohm en 1980, encuentro del que yo no tenía noticia. Con el tiempo,
Joe se había dado cuenta de que ese encuentro había resultado decisivo y de que la conversación
con Bohm plantó semillas en él que habían tardado años en crecer pero que ahora le estaban
orientando hacia una visión radicalmente diferente de cómo los seres humanos podemos dar forma

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a nuestro destino. Cuando acabó el desayuno, le prometí a Joe que haría todo lo posible por
ayudarle a terminar este libro.

Yo también tuve un encuentro crucial con David Bohm. Fue en 1989, cuando estaba acabando
de escribir The Fifth Discipline. David dio un breve seminario en el MIT para algunos de nosotros
interesados en su trabajo sobre el diálogo. En aquel momento yo estaba buscando
desesperadamente una comprensión teórica más profunda de un peculiar fenómeno que había
observado en los equipos y que me parecía esencial para comprender la disciplina del aprendizaje
en equipo. Con los años, mis colegas y yo habíamos acuñado la palabra “alineamiento” para
describir lo que ocurre cuando el personal de un grupo comienza a actuar como una totalidad. Para
describir el alineamiento usábamos como ejemplo a extraordinarios conjuntos de jazz y a los
equipos campeones de baloncesto. Pero sabía que, a un nivel más profundo, no podía ni empezar a
explicar cómo se producía este misterioso funcionamiento como una totalidad.

También sabía que lo que estaba buscando no lo encontraría en las teorías recientes sobre
dirección de equipos que estaban disponibles en las instituciones académicas convencionales.
Muchas de esas teorías son esencialmente individualistas y se basan en la psicología individual o en
la psicología grupal. Estaba convencido de que el fenómeno de alineamiento no era individual en
absoluto, se trataba de un fenómeno fundamentalmente colectivo. No sabía de ninguna teoría que
tratase de explicar como funciona el estado aparentemente misterioso de “estar en onda” (como lo
llaman los músicos de jazz) o de “estar en la zona”. Las teorías basadas en el razonamiento
individual, las interacciones interpersonales o las pautas de comportamiento grupal parecían
intrínsecamente inadecuadas.

En el mencionado seminario mientras Bohm describía su trabajo sobre el diálogo, me dije a mí


mismo: “Al menos ahora sé que no estoy loco”. Bohm hablaba del pensamiento y de cómo nuestras
pautas de pensamiento nos pueden tener cautivos. “El pensamiento crea el mundo y después nos
dice: “yo no he sido””, comentó Bohm. Nos habló del “orden generativo” en el que, dependiendo de
nuestro estado de conciencia, “participamos en el despliegue de la realidad”. La teoría de Bohm iba
más allá de la interdependencia y llegaba hasta la totalidad. La interdependencia es algo que se
puede ver. Por ejemplo, una madre y su hijo son interdependientes de innumerables maneras que
podemos observar. Dicha interdependencia es una especie de ventana de acceso al dominio más
profundo de la totalidad. La interdependencia existe en lo que Bohm llama el nivel “implicado”, no
manifestado o premanifestado. Cuando participamos en algo que es profundamente significativo y
estamos mutuamente sintonizados, los seres humanos podemos participar en el “despliegue” de la
totalidad implicada en un orden manifestado o explicado.

Ahora bien, esta conversación que mantuve con Davis Bohm en 1989 también resultó ser una
especie de siembra de semillas para mí. Sabía que sólo comprendía de manera velada lo que Bohm
decía y que algunas partes de su exposición resonaban profundamente dentro de mí. Otras
parecían extrañas, ajenas a la forma de pensar que había prevalecido en mi formación. A lo largo
de los años, leí y releí La totalidad y el orden implicado, en el que Bohm expone su teoría básica, lo
que supuso una ayuda. Pero cuando Joe empezó a relatarme esa mañana su conversación con
Bohm, me di cuenta de que había recibido un don especial. Posteriormente, cuando Joe me mostró
la transcripción de la conversación (de algún modo había tenido la lucidez de grabar la entrevista),

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me quedé sorprendido de la claridad y simplicidad con que Bohm explicaba su pensamiento a Joe.
Parecía evidente que la naturaleza personal de las preguntas de Joe permitía a David hablar
también a nivel personal. Después de haber estudiado su trabajo, puedo afirmar que hay sutilezas
en el pensamiento de David que sólo comencé a comprender a través de los datos aportados por la
reunión mantenida con Joe. Me di cuenta de que, en cierto sentido, Joe y la historia que ha vivido y
sigue viviendo podían convertirse en el vehículo que comunicara las comprensiones fundamentales
de David a un público mucho más extenso del que él podía alcanzar con sus propios escritos.

Quizá, de alguna manera, David y los demás pensadores vanguardistas con los que Joe se
había reunido habían sentido lo mismo. De otro modo cuesta entender que esas reuniones hayan
tenido lugar. Cuando Joe tuvo el encuentro con Bohm, en 1980, éste ya era un físico famoso.
Einstein dijo en una ocasión que Bohm era la persona que le había permitido entender la teoría
cuántica a principios de la década de los cincuenta. ¿Por qué este hombre, reservado y protector de
su intimidad, habría acordado pasar la tarde del día siguiente con el abogado americano que le
acababa de llamar por teléfono ya la que no conocía?

En parte, la respuesta reside en las cualidades personales de Joe que, de algún modo,
permiten que la gente se abra a él. A Joe le preocupa menos aparentar que entiende las cosas que
a cualquier otra persona que yo conozca.

Suele decir:”Sabes, creo que en realidad no lo entiendo” o “no estoy seguro de que le estoy
haciendo justicia”. Haber logrado lo que él a logrado, tener la fama que heredó se su padre y seguir
conservando su inocencia y su capacidad de maravillarse es algo verdaderamente extraordinario.
Nunca he conocido a nadie que sea capaz de maravillarse tanto como Joe. Tal vez ésa sea la razón
por la que la gente se abre tanto a él.

Otra razón menos obvia es que probablemente la gente como Bohm tenía la sensación de que
era importante hablar con Joe. Sentían que tenían que dedicar tiempo a estar con él. A Joe le
acompañaba una sensación de de destino. Es un fenómeno sutil y difícil de describir porque la
gente suele tener objetivos grandiosos y otros muchos un claro sentido de su importancia personal.
A Joe esas cosas no le afectan en absoluto. La sensación de destino que experimento cuando estoy
con Joe está a su alrededor, no dentro de él. No reside en su personalidad. Si Joe dice: “Esto es
muy importante”, es porque ésa es la realidad que está percibiendo, no porque esté expresando
una opinión. Hay muy poco de él que bloque lo que sucede a su alrededor.

He llegado a valorar que un don del artista es la capacidad de ver el mundo tal y como es. La
visión de su creación que tiene los pintores o escultores es crucial, pero de nada vale si no pueden
observar con precisión cuál es el estado actual de su creación. La mayoría de nosotros no somos
capaces de percibir la realidad tal y como es. La mayor parte de lo que “vemos” está conformado
por nuestras impresiones, nuestra historia, nuestro equipaje, nuestros prejuicios. No podemos ver a
los demás tal como son porque estamos demasiado ocupados reaccionando a nuestra propia
experiencia interna de lo que evocan en nosotros, de manera que raras veces nos relacionamos
directamente con la realidad. Fundamentalmente nos relacionamos con recuerdos internos de
nuestra propia historia personal, estimulada y evocada por lo que tenemos ante nosotros.

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De algún modo, Joe tiene una relación más directa con las cosas que la mayoría de nosotros y
creo que eso es lo que la gente sensible ve en él. No se trata únicamente de que sepa escuchar y
preguntar, o de que aprenda con la avidez de un niño. Creo que personas como David Bohm
sienten que si cuentan su historia a Joe, llegará a ser oída. De esta situación surge una especie de
fidelidad. Joe cuenta su propia historia, pero nuestra experiencia de ella se parece mucho más a
mirar por una ventana que a ver una película. No nos limitamos a oír sus recuerdos, sino que a
través de su experiencia vemos algo que estaba verdaderamente allí. Y cuando somos capaces de
ver la verdad, puede surgir algo nuevo. Creo que por eso personas como David Bohm y el biólogo
Francisco Varela, que han llegado a comprender con claridad lo que es estar en el momento
presente, creen que deben dedicar su tiempo a Joe.

Comparto estas impresiones sobre cómo trabaja Joe no para halagarle, espero, sino para
ayudarte a ti, estimado lector, a apreciar a un nivel más personal de qué trata esta historia. Si
pudiéramos ver la realidad tal como es, resultaría evidente lo que tenemos que hacer. No
actuaríamos en función de nuestras historias, de nuestras necesidades o de nuestras
interpretaciones puramente reactivas. Veríamos lo que se necesita en este momento y haríamos
exactamente lo que se requiere de nosotros, aquí mismo, ahora mismo. A esto precisamente se
refería David Bohm cuando hablaba de vivir la propia vida “participando en su despliegue”. Es algo
que no podemos hacer a menos que seamos capaces de ver lo que tenemos justo delante de
nosotros. En este sentido, la historia de Joe es una hermosa demostración de la orientación
personal que se requiere para que pueda operar una organización de aprendizaje.

Moviéndose a caballo entre sucesos históricos públicos y cruciales innovaciones intelectuales,


la historia de Joe capta nuestra atención de manera natural. Todos estamos tratando de
comprender intuitivamente estos tiempos singulares en los que hay tantos motivos para la
desesperación como para la esperanza. Aunque nuestros líderes políticos e institucionales están
perdiendo el respeto y la credibilidad y las crisis sociales se agravan, estamos adquiriendo una
comprensión más amplia de cómo opera el universo. También está ocurriendo un cambio histórico
fundamental en la visión del mundo científico-materialista propia de Occidente y quizás amabas
cosas estén interconectadas. Tal vez nuestras instituciones y líderes están, en gran medida,
asentados en una forma de pensar sobre el mundo cada vez más obsoleta y contraproducente.
Quizás por eso nos estamos desmoronando.

El nuevo liderazgo se debe basar en una comprensión fundamentalmente nueva de cómo


funciona el mundo. La visión mecanicista newtoniana del universo procedente de siglo XVI que aún
orienta nuestra manera de pensar es cada vez más disfuncional en esta era de creciente
interdependencia e innovación. Los cambios decisivos necesarios para garantizar un mundo sano
para nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos no se lograrán haciendo más de lo mismo. “El
mundo que hemos creado es producto de nuestra forma de pensar”, dijo Einstein. Nada cambiará
en el futuro a menos que cambie radicalmente nuestra manera de pensar. Éste es el verdadero
trabajo de los líderes. Y este libro es un buen lugar para comenzar ese trabajo.

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Cambios mentales fundamentales

Cuando el libro estaba casi apagado, la historia implícita en las experiencias de Joe comenzó a
emerger con tanta coherencia que parecía contarse por sí misma. A lo largo de una serie de
sesiones de trabajo con Joe y Betty Sue Flowers, su editora, descubrimos una y otra vez que
cuando algo no estaba claro bastaba con preguntar a Joe: “Bueno, cuéntanos qué ocurrió”, y él lo
hacía. Entonces, mientras escuchábamos, empezábamos a asentir con la cabeza y le decíamos:
“Bien, simplemente escríbelo así”. Finalmente, todo el proceso comenzó a parecerse a una especie
de arqueología personal, en la que Betty Sue y yo nos limitábamos a invitar a Joe a compartir sus
experiencias de primera mano.

En un momento dado yo sentí que teníamos que alejarnos un poco de la historia y reflexionar
más sobre el viaje como un todo. En cierta manera, el propósito más amplio del libro es sugerir que
podemos dar forma a nuestro futuro de modos que pocas veces tenemos en cuenta. Lo que hace
que la historia de Joe sea particularmente intensa es que ofrece una nueva comprensión de cómo
se puede generar este proceso.

Una tarde pregunté a Joe: “¿Cuáles son las directrices a principios organizativos de este libro?”.
Casi sin dudarlo me respondió describiendo ciertos cambios mentales necesarios y las
consecuencias de los mismos. Reconoció que todo esto era muy nuevo para él y que estas ideas se
debían tratar como intuiciones preliminares, vislumbres iniciales de un vasto territorio inexplorado.
En cualquier caso pienso que serán de ayuda, especialmente para aquellos lectores que deseen
contar con un mapa antes de embarcarse en el viaje de Joe.

En primer lugar, dijo Joe, tenemos que estar abiertos a cambios mentales fundamentales.
Tenemos unos modelos mentales del funcionamiento del mundo muy arraigados, mucho más
profundos de lo que podemos imaginar. Es una locura pensar que el mundo pueda cambiar sin que
cambien nuestros modelos mentales. Cuando pregunté a Joe más específicamente en qué
consistían tales cambios, dijo que el cambio consiste en pasar de ver un mundo hecho de cosas a
ver un mundo abierto y fundamentalmente hecho de relaciones, en cualquier cosa que se
manifieste, cualquier cosa que veamos en realidad no es sustancial. Existe un nivel de la realidad
que está más allá de cualquier cosa que podamos expresar.

Cuando lo entendemos, empezamos a ver que el futuro no esta fijado, que vivimos en un mundo
de posibilidades. Sin embargo, la mayoría de nosotros arrastramos la carga de una profunda
resignación. Nos resignamos a creer que no podemos influir en el mundo, al menos no en una
escala que sea relevante. Por tanto, nos centramos en una pequeña escala, donde creemos que
podemos ejercer cierta influencia. Educamos a nuestros hijos lo mejor que podemos, trabajamos
nuestras relaciones o nos dedicamos a desarrollarnos en nuestra profesión. Pero, en el fondo,
estamos resignados a ser absolutamente impotentes ante el gran mundo. Y cuando tenemos un
mundo lleno de personas que se sienten impotentes, tenemos un futuro predeterminado. Por eso
vivimos en un estado de desesperanza y desamparo, en un estado de gran desesperación. Y dicha
desesperación es, en realidad, producto de nuestra forma de pensar, una especie de profecía
autorrealizada.

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En gran medida, la existencia de esta desesperación es indiscutible, especialmente entre la
gente de éxito. No queremos hablar de ella porque preferimos mantener la fachada de que nuestra
vida es coherente. Por eso creamos todo tipo de desviaciones y diversiones. Nuestra misma cultura
nos ofrece abundantes entretenimientos. Nos dice que lo único que debe preocuparnos es nuestro
aspecto externo. Haz ejercicio, mantente en forma, viste bien. Lo importante en la vida son las
apariencias. También hay desviaciones en las historias que nos contamos sobre el mundo: que el
mundo está dominado por los políticos y el interés egoísta, por ejemplo. Todas estas desviaciones
no son más que formas de encubrir nuestra profunda sensación de desesperación surgida del
sentimiento de que no podemos hacer nada respecto al futuro.

Pero cuando experimentamos ese cambio mental, empezamos a darnos cuenta de que la
sensación de desesperación que hemos sentido surge de una visión del mundo fundamentalmente
ingenua. De hecho, absolutamente todo lo que nos rodea está en continuo movimiento. No hay
nada en la naturaleza que se quede como está. Cuando miro a las hojas del árbol, en realidad estoy
viendo un flujo de vida. Dentro de un par de meses esas hojas se habrán caído. En este mismo
momento están cambiando y dentro de poco tendrán otro color. Dentro de poco estarán en el
suelo. Dentro de poco serán parte de otro árbol. No hay absolutamente nada en la naturaleza que
se quede tal cual.

Uno de los grandes misterios de nuestro actual estado de conciencia es cómo podemos vivir en
un mundo en el que absolutamente nada está fijado y sin embargo percibir un mundo de “fijación”.
Pero cuando empezamos a ver la realidad más como es, nos damos cuenta de que nada es
permanente, ¿cómo podría estar fijado en el futuro? ¿Cómo podríamos vivir en otro lugar que en un
mundo de continuas posibilidades? Esta toma de conciencia nos permite sentirnos más vivos.
Personas como David Bohm y el experto en gestión empresarial W. Eduards Deming tenían este
tipo de vitalidad. ¿De dónde la sacaban? Quizá dedicaban una proporción menor de su conciencia a
mantener la ilusión de la fijación y por eso tenían un poco más de vida dentro de sí. Estrangulamos
la vida y la expulsamos de nosotros con nuestra manera de pensar. Cuando empezamos a ver el
mundo más como es, dejamos de estrangularnos.

Aquella tarde, mientras hablábamos, Joe dijo: “Cuando ocurre este cambio mental fundamental,
nuestro sentido de la identidad también cambia y empezamos a aceptarnos mutuamente como
seres humanos legítimos”. Hasta hace muy poco no había llegado a una posición existencial que me
permitiera apreciar lo que significa aceptarnos mutuamente como seres humanos legítimos. Parte
del férreo grillete que mantiene la ilusión de la fijación reside en el hecho de que nos vemos a
nosotros mismos y a los demás como seres fijados. No te veo; sólo veo las imágenes almacenadas,
las interpretaciones, los sentimientos, las dudas, las desconfianzas, los gustos y las aversiones que
provocas en mí. Cuando empezamos a aceptarnos mutuamente como seres humanos legítimos,
ocurre algo verdaderamente sorprendente.

Quizá éste sea el verdadero significado del amor. Prácticamente todas las religiones del mundo
han reconocido, de una Manero u otra, el poder del amor, la capacidad de vernos mutuamente
como seres humanos legítimos.

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“Después”, añadió Joe, “cuando aceptamos este cambio mental fundamental, empezamos a
vernos como parte del despliegue. También vemos que es prácticamente imposible que nuestras
vidas carezcan de significado”. La única forma de experimentar que mi vida carece de significado es
dedicarme en cuerpo y alma a repetirme que carece de significado. A un nivel más profundo de la
realidad, mi vida no puede dejar de tener significado, porque todo se está desplegando
continuamente y yo estoy conectado con ese despliegue de formas que no puedo ni imaginar. No
requiere un esfuerzo de voluntad ni una habilidad especial y tampoco aprendizaje o conocimientos.
Realmente se trata de mi derecho de nacimiento. Es el sentido de estar vivos. Robert Frost dijo que
el hogar es ese lugar que no deberíamos tener que ganarnos. No tenemos que ganarnos el sentido
de nuestra vida porque es algo que ya está presente.

Joe dijo: “Operando en ese estado mental y de ser distintos, llegamos a una sensación muy
diferente de lo que implica estar comprometido”. En nuestra sensación habitual de compromiso, las
cosas se hacen con el trabajo duro, tenemos que sacrificarnos. Si todo empieza a desmoronarse,
redoblamos nuestro esfuerzo o nos decimos que no somos lo suficientemente eficaces, o que no
estamos lo suficientemente implicados para soportar semejante compromiso. Así, vacilamos entre
dos estados de ser: el primero es un tipo de automanipulación por la que conseguimos hacer las
cosas diciéndonos que si no nos esforzamos más, no vamos a lograrlo; y el segundo es un estado
de culpabilidad en el que decimos que no somos lo suficientemente eficaces. Ninguno de ellos tiene
nada que ver con la naturaleza profunda del compromiso.

Cuando operamos en el estado mental en el que somos conscientes de ser parte del despliegue,
no podemos dejar de estar comprometidos, es imposible. No hay nada que ocurra accidentalmente.
Todo lo que ocurre es parte de lo tenemos que cometer para aprender lo que tenemos que
aprender ahora mismo. Es un compromiso del ser, no del hacer. Descubrimos que nuestro ser está
inherentemente comprometido ya que eso forma parte del proceso de despliegue. La única manera
de no estar comprometido es perder esa conciencia, volver a caer en la ilusión de que no estamos
participando en la vida. Este descubrimiento nos lleva a un estado paradójico de rendición íntegra,
por la que nos rendimos al compromiso: pongo en práctica mi compromiso escuchando y de ahí
surge mi “hacer”. A veces los actos más comprometidos consisten en no hacer nada más que
sentarse y esperar hasta saber cuál es mi siguiente paso.

En la mayoría de nuestras organizaciones actuales, los directores que se comportasen así serían
considerados inoperantes porque no estarían haciendo nada para remediar los problemas. Estamos
enganchados a la idea de que compromiso y actividad son inseparables. Por eso nos enrolamos en
una corriente de actividad continua, asegurándonos de que todos nos vean hacer muchas cosas
para que crean en la firmeza de nuestro compromiso. Si nos mantenemos lo suficientemente
ocupados, quizá lleguemos a convencernos a nosotros mismos de que nuestras vidas tienen cierto
significado aunque, en el fondo, sabemos que eso es imposible porque la desesperanza lo preside
todo, somos impotentes y de ninguna manera podemos afectar el curso de las cosas.

Un indicador interesante de esta conexión paradójica entre nuestra sensación de impotencia y


nuestra incesante actividad es lo que nos cuesta decir: “Sabes, no puedo hacer nada a ese
respecto”. A menudo comprobamos que los empleados de las organizaciones tienen que mantener
la creencia de que pueden hacer que las cosas ocurran para justificar sus actividades sin sentido.

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Por eso se ven pillados en una larga serie de contradicciones: a un nivel no creen que puedan
marcar ninguna diferencia, a otro nivel se inventan una historia que dice: “Podemos hacer que
ocurra”, y se ocupan de hacer cosas que saben perfectamente que no tendrán ningún impacto. Son
como ratas dando vueltas en una noria; al poco tiempo se van cansando. Recientemente una
directora de empresa que ha cosechado grandes éxitos me dijo que de repente se había dado
cuenta de que toda su vida había estado pedaleando en el vacío. Vivimos en un estado
contradictorio de compromiso frenético, de pedalear en el vacío, sabiendo que en realidad no
vamos a ninguna parte. Pero estamos aterrados ante la perspectiva de que si paramos, nos
hundiremos. Nuestras vidas no tendrán sentido.

Cuando empieza a operar este nuevo tipo de compromiso, hay un flujo a nuestro alrededor. Las
cosas parecen ocurrir sin más. Empezamos a ver que pequeños movimientos en el momento y lugar
exactos desencadenan todo tipo de consecuencias. Desarrollamos lo que los artistas denominan
“economía de medios”, por la que en lugar de conseguir las cosas a través del esfuerzo y la fuerza
bruta, comenzamos a operar sutilmente. Empezamos a estar rodeados por un flujo de significado,
como si formáramos parte de una conversación mayor. Éste es el antiguo significado de la palabra
diálogo: (dia-logos) “flujo significado”. Comenzamos a darnos cuenta de que ciertas cosas son
atraídas repentinamente hacia nosotros de maneras muy sorprendentes. Comienza a operar una
estructura de causas subyacentes, un conjunto de fuerzas, como si estuviéramos rodeados por un
campo magnético en el que los imanes se alinearan automáticamente. Pero dicho alineamiento no
es espontáneo en absoluto, se trata simplemente de que los imanes están respondiendo a un nivel
de casualidad más sutil.

Cuando hace unos años pusimos en marcha el Centro para el Aprendizaje de las Organizaciones
en el MIT, ocurrió un suceso muy notable. Empezó a presentarse la gente adecuada. En un período
de dos a tres meses se presentaron tres mujeres increíbles. Las había conocido once años antes en
una reunión y había vuelto a pensar en ellas porque el trabajo que hacían estaba muy conectado
con los nuevos proyectos del Centro. Pero no sabía como llegar hasta ellas, ni siquiera sabía dónde
vivían. En unos meses, una tras otra nos llamaron diciendo que se habían enterado de lo que
estábamos haciendo y querían echar una mano en lo que pudieran.

Nos cuesta mucho entender las causas que provocan estos incidentes, pero parece que cuando
comenzamos a operar en este nuevo estado mental, basado en ese otro tipo de compromiso, algo
empieza a actuar a nuestro alrededor. Podemos llamarlo “atracción”: es el atractivo de la gente que
está en un estado de rendición.

Por último, cuando estamos en un estado de compromiso y rendición, empezamos a


experimentar lo que a veces se ha dado en llamar “sincronicidad”. En otras palabras, la
sincronicidad es un resultado. Es importante comprender las causas subyacentes de la sincronicidad
porque, sino lo hacemos, podríamos intentar producirla de la misma manera que intentamos
controlar el resto de nuestra vida. La gente tiende a elevar la sincronicidad a la categoría de una
experiencia mágica, mística. Sin embargo, es algo muy terrenal: el agua fluye ladera abajo debido a
la atracción de la gravedad. Por supuesto que la gravedad en sí misma es un fenómeno de lo más
misterioso. Parece consistir en un tipo de campo en el que todos los objetos del universo ejercen
una atracción mutua. Pero aunque nadie sabe exactamente cómo funciona la gravedad, podemos

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observar su resultado: el agua fluye ladera abajo. No nos dedicamos a discutir su resultado porque
es directamente observable. En gran medida así es como parece operar la sincronicidad dentro del
campo del compromiso profundo.

Asimismo, esta atracción, el campo que comienza a desarrollarse alrededor de la gente que ha
experimentado los mencionados cambios mentales, crea un fenómeno que Joe denomina milagros
predecibles. “Milagro” es una palabra divertida porque evoca lo poco habitual y lo misterioso. Pero,
de hecho, lo “milagroso” puede ser simplemente lo que está más allá de nuestra comprensión y de
nuestra manera habitual de vivir. Si no hiciéramos un esfuerzo tan inmenso por separarnos de la
vida, podríamos vivirla día a día, minuto a minuto, como una serie de milagros predecibles.  

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