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Elegir y castigar

Roberto Gargarella

Penar implica, por sobre todas las cosas, elegir. Elegir razones para el castigo, elegir
qué conductas castigar, elegir a quiénes castigar, elegir de qué modo castigar. Es decir, no
castigamos porque existen razones objetivas –un deber ser reconocido por todos- que nos
conmina a hacerlo, sino que lo hacemos luego de haber tomado muchas decisiones previas,
cada una de las cuales puede ser más o menos racional, más o menos razonable. Me gustaría,
por tanto, hacer un repaso de estas decisiones –estas “paradas intermedias” previas al cas-
tigo-, y echar una primera mirada sobre algunos de los temas que tales decisiones nos
plantean.
Ante todo, nos encontramos con una elección referida a las razones generales por las
cuales castigar. Habitual, aunque no exclusivamente, la política punitiva estatal se vincula con
una de entre dos razones posibles: se castiga con el objeto de desalentar a otros a cometer un
delito semejante, o se castiga como forma de reprochar al criminal por el acto que ha
cometido, infringiéndole a él o ella un daño proporcional al causado. Cualquiera de estas dos
justificaciones generales de la política punitiva plantean problemas teóricos de difícil solución
(el potencial castigo de inocentes que parece amparar el primer criterio; los rasgos de
“venganza respaldada por el Estado,” que parecen propios del segundo criterio). En la
Argentina, la tensión entre dichas formas de pensar el castigo existe desde siempre, y un
ejemplo especialmente claro de la misma aparece en la condena a los militares que
participaron de la represión ilegal. Inclinándose por un enfoque retributivo, diversidad de
grupos –entre ellos, típicamente, los familiares de los desaparecidos- exigieron el castigo a
“todos los culpables”: todos los militares merecían un reproche severo, porque todos habían
estado implicado en la “guerra sucia.” Mientras tanto, muchos miembros del gobierno de
turno propiciaron, frente a dicho enfoque, otro de tipo consecuencialista según el cual no era
necesario castigar a “todos” los que habían actuado en la represión ilegal si bastaba, a los fines
de impedir la repetición de atrocidades semejantes, con la condena a los principales
responsables de las violaciones de derechos cometidas durante el Proceso. Tenemos aquí,
entonces, una primera divisoria de aguas –una primera decisión que tomar- que nunca es
sencilla, referida a las razones últimas por las cuales vamos a castigar (lo cual no niega que en
muchas ocasiones –y nuestro país no es ajeno a estos eventos- aún estas complicadas razones
resulten desplazadas en la práctica, y la política criminal pase a ser guiada por formas
bastardas de aquellas, que ocultan una simple hostilidad racial o de clase).
Una segunda elección que debe realizarse tiene que ver con los delitos que van a ser
castigados. Es claro que los crímenes no vienen “pre-fijados” por la naturaleza: somos nosotros
o nuestros representantes o sus agentes los encargados de definir cuáles conductas vamos a
considerar como disvaliosas, y por lo tanto merecedoras de reproche. Si elegimos considerar
más y más conductas como delitos, entonces, resulta obvio, tendremos más y más personas
bajo el control de nuestro sistema penal (lo que significa, habitualmente, más y más personas
presas). Por ejemplo, en los Estados Unidos hay más de 700 personas presas por cada 100.000
habitantes, y en la ex-Unión Soviética más de 600 (datos del año 2003). Mientras tanto, en
Canadá y en casi todos los países de Europa Occidental, la cifra no sobrepasa, o sobrepasa
apenas, la de 100 personas. ¿Qué es lo que implican estas diferencias extraordinarias?
¿Significan, acaso, que en los Estados Unidos se cometen 7 veces más delitos que en Europa?
Sin dudarlo que no. ¿Significan, más bien, que el sistema policial en los Estados Unidos es 7
veces más eficiente que, digamos, el de Canadá? Nada parece indicarlo. Más bien, dicha
diferencia descomunal parece tener que ver, al menos en un grado significativo, con la
decisión de penar (y penar con la cárcel) a una mayor diversidad de conductas. Es decir, en
buena medida, tenemos el número de presos –alto o bajo- que decidimos tener.
Una tercera elección tiene que ver con los sujetos a ser castigados. Ocurre que toda
sociedad suele carecer de la capacidad material requerida para perseguir y sancionar todas las
conductas que ha seleccionado como objeto de castigo (tarea obviamente más dificultosa
cuando, como vemos en la Argentina, la cantidad de delitos que se pretende sancionar es cada
vez más amplia). Como resultado de tales dificultades materiales sucede que, en los hechos, lo
queramos admitir o no, y de modo más o menos transparente, se toman decisiones sobre
cómo utilizar los limitados medios coercitivos a disposición del Estado. Esta nueva selección
implica, obviamente, que la fuerza estatal se concentre en la persecución de ciertos delitos y
ciertos grupos, dejando impunes a otros crímenes y a otros criminales. Típicamente, cuando el
aparato político y policial se encuentra marcado por sesgos de clase y raza, los delitos de
“menor cuantía” (por ejemplo, la tenencia de estupefacientes) tienden a resultar sobre-
castigados en comparación con otros delitos, de “guante blanco” (estafas, evasiones, quiebras
fraudulentas, corrupción administrativa) más vinculados con el poder. Si las cárceles empiezan
a llenarse de personas de un mismo origen social y racial, uno tiene razones para sospechar
que ello tiene mucho menos que ver con la naturaleza de ciertas personas o grupos sociales
(“los drogadictos,” “los pobres”) que con decisiones, explícita o implícitamente tomadas por
los administradores del derecho penal.
Una cuarta elección se relaciona con la pregunta sobre cómo llevar adelante el
reproche estatal. Y es que tampoco hay nada obvio en la respuesta punitiva más común propia
de países como el nuestro, es decir, la pena privativa de libertad. Por alguna razón, una
mayoría de personas sigue identificando el reproche estatal con la prisión. Se desconoce así la
cantidad de penas alternativas que se encuentran a disposición del poder (la reparación, la
compensación, la conciliación, el trabajo comunitario), y que permitirían poner límite a la
desmesura propia de sistemas penales como el argentino. Como forma de reproche público,
esta generalización que se ha dado de las penas privativas de la libertad tiene que ver con la
opción por una respuesta extrema en su concepción; irracional en cuanto a las consecuencias
que genera; y difícilmente justificable desde el punto de vista de cualquier teoría
medianamente sensata sobre la pena. Cuando frente a un ladrón de gallinas, a un consumidor
de marihuana y a un asesino serial se reacciona, en principio, con la misma respuesta -la
privación de la libertad- uno advierte el componente draconiano e irracional del accionar del
Estado. Esa falta de imaginación en la respuesta, ese descuido frente a las consecuencias
trágicas que implica todo encierro (muy en especial cuando se trata de encierros como los que
aquí se aplican), nos hablan de la pobreza de las elecciones dominantes en cuanto a las formas
del reproche penal.
Y aparece aquí una última elección a la que quería referirme, y que es la que más me
interesaba resaltar. Cuando sancionamos a alguien, seleccionamos ciertos actos u omisiones
llevadas a cabo por esa persona, de entre una infinidad de otros actos realizados u omitidos
por ella. Cualquier persona sancionada, como cualquiera de nosotros, ha vivido una vida
compleja y rica, caracterizada por cantidad de gestos admirables, y cantidad de otros actos
insignificantes e inocuos. Dentro de los sectores sociales más habitualmente seleccionados por
el derecho penal, abundan las acciones marcadas por un cotidiano heroísmo (acciones que
incluyen la búsqueda incasable de un trabajo, la aceptación de tareas marcadas por el maltrato
y la mala paga, el cumplimiento –a pesar de todo- de cada uno de los deberes ordenados por
el Estado). Dentro de ese inmenso mar de conductas aparecen, ocasionalmente, uno o algunos
pocos actos indebidos, algunos de ellos, quizás, de una crueldad extrema. Nadie diría entonces
que estos actos (sobre todo, los inhabituales actos de crueldad extrema) no deben ser
reprochados, de algún modo, por el Estado. Pero hay sin dudas algo extraño y por demás
perturbador en esta actitud tan propia de nuestros días: no repartimos medallas, ni elogios, ni
premios de tipo alguno para los esforzados héroes de todos los días, pero nos abalanzamos
con furia e impiadosamente sobre esos mismos sujetos, apenas cometen un error, tal vez el
único error serio de sus vidas. Hay algo profundamente inmoral en este modo de actuar, que
menosprecia o ignora miles de comportamientos virtuosos, marcados por una callada entrega
hacia los demás, mientras exige que no haya compasión alguna frente a aquel que una vez,
esta vez quizás, se ha equivocado gravemente.

Roberto Gargarella es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Buenos Aires.


Una primera versión de este artículo se publicó en el suplemento cultural Ñ del diario
argentino Clarín.

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