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Una

Poética del Origen


Por

Jacopo Rapazzi A.


Prefacio

“Una poética del origen” llegó a mis manos un 31 de diciembre de 1999,


cuando en plena apoteosis burda de la llegada del nuevo milenio, descansaba
de una ardua jornada laboral de viernes en que estudiaba los mecanuscritos
que mi corresponsal norteamericano -que aquí los colombianos llaman
“gringos”- había encontrado en las montañas del sur del Valle del Cauca.
Cuando abrí la puerta descubrí que era Gabriela Montenegro con una pila de
papeles impresos, con los ojos decaídos por el trasnocho y tal vez el café,
diciéndome que por fin había acabado su “novela”. Me pareció demasiado
extraño que dijera que se tratara de una novela y no de una crónica, puesto
que meses atrás, cuando le delegué el caso no. 78 –que es el que tienen
ustedes en sus manos-, estaba empecinada en que realizaría “la mejor crónica
de finales del milenio”.
Le invité a que pasara a mi estudio y, sin aguantarme las ganas, le
pregunté a qué se debía su cambio repentino de “crónica” a “novela”. Tomó
la taza de té, la bebió un poco y, mirándome con su rostro cansado, me dijo
que yo no sabía nada, absolutamente nada, de lo que había sucedido con este
caso. Recordé entonces, aproximadamente seis meses atrás, que el caso no. 78
llegó a mí gracias a una llamada, una tarde calurosa. Quien había llamado,
con un tono de voz misterioso, me decía que conocía el suceso anómalo que
sufrió una escritora anónima a mitad de esa década, y que llevó a que fuera
medicada y sometida a un tratamiento que disminuyera su ansiedad. No sabía
nada más. Me dieron un teléfono en el que podía encontrar al que nos
acercara a esta escritora e inmediatamente delegué a Gabriela a que se
hiciera a cargo de la situación. Ella se fue y yo seguí con mis labores
frecuentes.
Ahora que estaba allí conmigo, en el estudio silencioso y tomando té de
jengibre, me contaba someramente lo que sucedió. Dijo que había conocido a
la escritora, previo a unas indicaciones que el psiquiatra le informó, y que
esta vivía en una casa de campo, entre Sutatausa y Ubaté, en medio de la
tranquilidad del paisaje y escondida por unos abetos largos y puntiagudos. La
escritora era muy reservada y permanecía la mayor parte del tiempo en
silencio, como “mirando hacia un punto del vacío”. Ya se imaginarán ustedes
lo difícil que resultaron los siguientes días para atraer las reminiscencias.
Fue el propio deseo y querencia de la escritora contar todo lo que hubo
sucedido frente a tales hechos que permitió construir la imagen de mi joven
corresponsal como una investigadora de fiar, prudente y confiable, a quien
pudiera verter toda la confesión de los interesantes anonimatos de esta ciudad
arrellanada y otras por haber. Tanta fue la confidencialidad que la escritora
le reveló la mayoría de los nombres de personas, sus teléfonos y domicilios
donde pudiera acceder a ellos y sus correspondientes interpretaciones de los
hechos, pero por evitar pleitos de grande cuantía permitió que la mano de la
ficción moviera algunas piezas. Después de todo, me confesaría que estaba
absorta y derrotada por la escritura periodística, que termina siendo, según
ella, tan hipócrita y desleal que no prevé su absurda contradicción de ser
susceptible de inverosimilitud. Hoy por hoy, y ustedes lo ven a menudo, las
noticias que venden en las calles, en la radio o las televisoras, parecieran
empañar un formalismo banal y nauseabundo que pretende “luchar por la
verdad”. Me pregunto si en verdad existe una lucha por la verdad o más bien
un antojo a ella y sus hilos invisibles en la realidad, que todavía no entiendo
cómo algunos pueden ver.
Del mismo modo no he podido entender la petición de Gabriela de no
poner su nombre como la creadora de esta dilación que ustedes pronto
empezarán a leer. “No soy la autora de este libro y no vas a poner mi nombre
allí. Vas a poner el tuyo como representante de esta empresa nefasta”, me dijo
muy claro ese día. Prácticamente era una transferencia de responsabilidades
y de ilustración del plausible culpable a futuro si las cosas se aguzaban; sin
embargo, no dije nada y hasta ahora no hay aguas turbias. A esto se le añade
mi imperiosa necesidad de esclarecer quién es en realidad el genio creativo
del volumen: ya muy específico está.
Está aquí ante ustedes una novela bastante profusa en divagaciones, como
me gustan a mí, y que, en parte responde a unos hechos reales que, del mismo
modo, pueden negar toda realidad. Ya se darán cuenta por qué. Esperemos
que pueda congraciar esta obra a una pregunta por la literatura, el arte y
también por el ejercicio del pensamiento, que elucubra –y esta palabra es una
de las favoritas de nuestra autora- hasta en los tuétanos de un niño triste que
no quiere vivir más.

“I wish he would explain his explanation”


DON JUAN, Lord Byron.

Al igual que el problema de la firma, pensaba con preocupación que la


figura del escritor era una entelequia más en un contexto sobresaturado de
terceros, de variables que condicionaban la literatura hasta lo más mínimo.
Llegó a determinar que su labor como crítica de una de las revistas literarias
más importantes del país, dependencia también de una editorial de gran
difusión, era una simple contribución a esa “pereza” temática, estética o de
innovación dentro de las líneas de la epistemología. Cada vez que llegaba una
novela nueva –porque era la novela la prioridad de toda editorial- Henrietta
consideraba que su responsabilidad como lectora voraz y analítica de las
nuevas convenciones literarias contemporáneas era una nulidad y
consumación cobarde de tiempo.
Su aburrimiento era colosal. De hecho, por causa del sinsentido que le
profería, se había vuelto inquisitiva en sus últimas columnas. Sentía la fuerte
sensación de que nada estaba aflorando en las “Nuevas letras” y finalmente
terminó aceptando que su trabajo no iba más. No bastaba que su conocimiento
amplio divagara en los mismos dilemas que se replegaban y se repetían en
cada obra naciente. Henrietta no había aprendido a hablar casi con perfección
los doce idiomas que sabía a profundidad para encerrarse en una asidua
fórmula poética que no socavaba fuertes discusiones con el poderoso legado
de los temas “universales” de las letras clásicas. No era justificable tampoco
que su conocimiento lingüístico tan complejo se viera ceñido a meras
repercusiones superficiales encontradas cada vez en esas lecturas demandadas.
Un día, mientras paseaba por las monótonas calles de su capital, imaginó
que escribía en húngaro -uno de sus idiomas favoritos que no había podido
dominar con entereza- una novela sobre un tipo que quería inventar el
descubrimiento de una epopeya antigua, escrita en acadio por él mismo, para
cambiar ciertos paradigmas cosmovisionarios que la academia sin cansancio
se propone siempre a estudiar. Sonrió al imaginar cómo su novela generaría
apatía entre los más avezados estudiosos de las culturas antiguas y cómo sería
blanco de las más complejas preguntas de los ancianos profesores alemanes.
Desde luego imaginó cómo sus mismos colegas, de la sección de crítica y
análisis, serían agitadores de detracciones injustificadas, rayanas a la censura
misma del texto. Sin embargo, optó por seguir con la hermenéutica de la
Biblia en sus tiempos libres y con refrescar su memoria con los versos del
griego de Safo que, durante su adolescencia, su padre le había demandado
aprender. Podía incluso durar extensas horas en el estudio de la etimología de
una sola palabra que encontrase en un poema antiguo proveniente de los libros
pesados de su biblioteca heredada.
Su belleza llamaba la atención sobremanera cuando armonizaba con la
recitación al árabe de las numerosas aleyas del Corán que había aprendido con
emoción también en la adolescencia, permitiéndole irse a los veinte años a El
Cairo a estudiar toda la obra completa del poeta Ibn Farid. Luego se daría el
lujo de poder pronunciar el persa pahlevi de Umar Jayyam, pasando horas tras
horas sentada leyendo las rubaiyyat o sus sentencias sobre política y teología.
Era evidente que las preocupaciones de Henrietta siempre estaban enfocadas
en dilemas filosóficos y epistémicos que permitieran visualizar el
conocimiento de los paradigmas universales, todos ellos recalcitrantes en uno
de los temas que más llenaba su ambición: el desarrollo del lenguaje. Por
ende, siempre se le veía solitaria, imbuida en sus propias reflexiones y
dependiente del encierro en su casa, en medio de las silenciosas pilas de libros
antiguos y nuevos. Pocas veces se le vio en su vida acompañada de alguna
pareja con la que aspirara una compañía pasional. Recordaba, no obstante, en
medio de sus pesados días, a un hombre que, al igual que ella, deslumbraba
por su manera de interpretar los fenómenos del mundo y con quien había
tenido una efímera, pero coherente relación. Se distanciaron lentamente hasta
el punto en que ambos acordaron reunirse para dar ultimátum a su propósito
como amantes intermitentes. Él era un editor impecable en su profesión y le
había dado la oportunidad a más de un flojo escritor, según el criterio de ella,
para que la editorial se diera el chance de encontrar nuevas voces, recibiendo
en cambio una amarga respuesta por parte de la crítica y la recepción. Ambos,
por lo general, prolongaban sus extensas conversaciones en debates que
reflejaban lo contrario de sus posturas, pero nunca ello significó la causa de su
término como agentes sentimentales arrojados al azar en una ciudad tan triste
y tan nefasta como en la que vivían.
Una mañana, cuando se disponía llegar lo antes posible a su oficina para
terminar el informe sobre un libro de crítica literaria danesa, sintió el tedio de
la mismidad y se arrojó unos minutos sobre el sofá para cerrar los ojos y
meditar. Determinó que abominaba su oficina y las personas de la sección, sus
colegas. Dio entonces por confirmado que su trabajo en la revista como crítica
era una tortura para sus días y sus pensamientos y que de verdad le sentía
nauseabundo proseguir con los “protocolos culturales”. Se quitó su ropa, se
devolvió al baño, desconectó su teléfono fijo y tomó un baño relajante en su
tina. Tomó el almuerzo en uno de esos restaurantes estúpidos de la avenida
Jiménez, a eso de las dos de la tarde, y finalizando la misma envió su carta de
renuncia a su jefe, que le llamaría intempestivamente al otro día para que no
tomara radical decisión. Al otro día, cuando era despertada por los tenues
rayos de sol que entraban por la ventana de su habitación, la nueva empresa
era que escribiría una novela innovadora que dejaría impávida a la crítica local
y, por supuesto, a la internacional.
Había muchas ideas en su mente, pero por ninguna se decidía. Construyó
un cronograma personal de actividades para permitir un flujo menos ajetreado
de sus pensamientos –sabiendo también cuán inverosímil sonaba ello- y así
comenzar la novela que se proponía escribir. Pero las ideas cada vez más se
aglomeraban y generaban desconcierto en la finalidad de nuestra bella
escritora. Varios días permaneció en esa privación imaginativa hasta que, por
el impulso de una gran taza de café que tomaba mirando por la ventana los
paseantes de la Candelaria, decidió alcanzar su chaqueta y salir a dar una larga
caminata por las calles. Caminó varias horas hasta sentir que sus pies no
podían dar un paso más sobre el frío y mugroso asfalto de su ciudad amada.
Regresó a su casa, tomó otra taza de café y se sentó en el escritorio con
cadencia y tranquilidad. Ella tan impasible. Ella tan impetuosa. Tomó un bello
cuaderno marrón que le había regalado, tiempo atrás, un obsesivo enamorado
de la escuela de letras clásicas. Lo abrió y, con una plumilla barata, comenzó a
tatuar el papel mantequilla intacto.
Empezó a divagar en la historia de un jovencito que en tiempos de la Santa
Fé de la Nueva Granada, escribía prosas atrevidas y de congraciada crítica que
dejaba en vilo el pensamiento de la época. Lo imaginó políglota, así como ella,
y también perspicaz. No obstante, Henrietta recordó cómo por boca de
alguien, muchos años atrás, le había contado la historia de un joven fraile que
dominaba el griego y el latín a cabalidad pulcra y que escribía como anónimo
disertaciones de grueso calibre filosófico. Creyó haber escuchado esta historia
de una joven de baja estatura cuando estudiaba en la universidad; recordó
también que la joven de baja estatura estaba perdidamente enamorada de ella y
prosiguió sin ningún problema. Iba su personaje caminando por la calle del
cajoncito, guardando bajo la sotana un pliego en latín sobre los
pronunciamientos de Tomás Moro, y se encontraba nuestro personaje –y es
nuestro porque se los relato a ustedes también- apurado, díscolo a sus
adentros, atiborrado por la etimología de una extraña palabra del ático clásico,
cuando de repente se vio absorbido por una dejación del aliento, tan próxima a
la nada, al profundo abismo del olvido… era que nuestra escritora, paralizada
e impotente, dejaba la pluma en entredicho crítico y se dio cuenta de que el
avance era imposible. Cerró su cuaderno y guardó en el baulillo empolvado la
plumilla barata. Siendo consciente de su abdicación mental, hizo lo que todo
escritor en momentos como esos suele realizar: salir y caminar a tratar de
traducir esa rara estructura que llaman realidad.
Avanzando por la Jiménez, entre la disonancia de los cláxones de la
mañana, le atemorizó un pensamiento que consideró casi mortal; esa mezcla
contradictoria entre la resignación y la justificación de lo banal que desvelaba
el hecho de que sólo podía escribir impulsada por un orden extraño de su
exterioridad y no por ella misma. Si no podía escribir desde su entera
autonomía, ¿cómo osaría intitularse a sí misma con el “título” u oficio de
escritora? Descubrió, o creyó descubrir, que no era entonces escritora sino una
aficionada del puro atrevimiento. Un escritor, según ella, que no escribía
persuadido por sus ideas sino por las de otros, no era escritor. Y un escritor
que, angustiado por lanzarse al vacío de la palabra, flaqueaba en la primera
página, sí que era el sufriente de un síndrome asqueroso y perturbable para tal,
que en definitiva extinguía la categoría de escritor.
Seguía por la misma avenida, bajo el auspicio de los sonidos trocados, y
decidió tomar camino por la séptima, que tenía unos sonidos más trocados
pero tristes, cuando de repente su rostro dibujó una sonrisa que se diluía
fotográficamente en las grietas de la simpleza de las calles de su ciudad. Era
que le alegraba sobremanera saber que dolía su pensamiento a la hora de
fabricar una idea que, en consecuencia, se convertiría en una historia y al
mismo tiempo en una realidad devenida de sus manos. Dobló por una esquina,
tomó la 8ª y paseó por el callejón de libros que siempre gustaba visitar. Ojeó
unos cuantos volúmenes y satisfizo el tacto con la aspereza añeja de las
páginas mientras una señora disertaba sobre las últimas obras que abordaban
su local. De pronto Henrietta alzó su mirada y divisó un bello frente pequeño
apostado con roble en los marcos de las ventanas, enlutando una puerta
también pequeña pero tan antigua como el estilo de las mismas ventanas. Para
deshacerse con amabilidad de la señora, le compró una vieja antología de la
poesía de Lamartine y se dispuso a entrar en la librería extraña que la había
obsesionado. Nunca había visto tal librería y le inquietaba en demasía poder
escrutar cada espacio y estantería de ella, a pesar de ser una sencilla casa vieja
que se derruía con el paso vertiginoso del tiempo.
Entró y repasó la mirada por toda la sala de entrada. Estaba maravillada.
Parecía que la estética del lugar estaba cuidadosamente organizada y trataba de
evocar una de esas librerías de la segunda mitad del siglo XIX. Pero lo que
más impresión generaba en Henrietta era que los libros que estaban en las
estanterías y alacenas, también de estilo clásico, eran reliquias de imprenta de
antaño y, según la información del librero, los libros más recientes fechaban a
finales de la década de 1930. Ella, aprovechando la soledad del lugar, le pidió
al librero que la llevara al estante o salón donde tuviera los libros o códices
más caros y preciados. El librero, con la serenidad de un buen vendedor de
antigüedades, mientras conversaba sobre la importancia de coleccionar
artefactos olvidados de la cultura, abrió una pequeña puerta al fondo de la sala
y llevó a la bella Henrietta por un pasadizo estrecho, regodeado de textos que
se dejaban consumir por los hongos, hasta que llegaron a unas escaleras
subterráneas que se perdían en la oscuridad. El librero encendió un deslucido
interruptor y una luz debilucha iluminó lo que parecían varias habitaciones
atestadas de libros por doquier.
Semejaban estos cuartuchos catacumbas inmemoriales donde reposaban,
con santa muerte, todos los antiguos libros locales de la ciudad. Henrietta
pensó que las librerías, de cierto modo, eran también cementerios de ideas, de
pensamientos. Al fondo, una puerta de hierro con incrustaciones broncíneas de
imágenes apoteósicas se interponía en lo que era una habitación más grande.
El librero sacó una de esas llaves antediluvianas que guardaba junto con las
más nuevas del resto de la casa y abrió la pesada puerta que rechinaba con
gravedad. Un olor a naftalina fuerte se elevó entre los dos y, al mismo tiempo,
pudieron contemplar los vetustos códices ordenadamente colocados dentro de
una estantería alargada de vidrio grueso que reposaba en la mitad de esa
habitación. El resto de la habitación estaba abordado de anaqueles metálicos
cuyas superficies exponían libros de todos los tamaños, empacados en bolsas
plásticas selladas.
Había un códice dentro de la estantería de vidrio alargada que llamaba
mucho su atención. Era un extraño ejemplar de baches áureos en las esquinas
que reposaba insomne y quieto: una especie de mausoleo paginario inclinado
de manera tan cadente que pareciera pedir que se lo llevaran rápido. En un
costado de la tapa tenía un candado opaco, lastimado quizás por las talladuras
de cinceles que se atrevieron abrirlo, con figuras xilográficas de un barroco
que jamás en la vida había conocido su descomunal inteligencia. Ella pidió
que se lo acercaran y el librero, con un gesto de laboriosidad, puso en sus
manos el llamativo libro todavía bien conservado. Miró su envergadura de
cuero, las tapas un poco cóncavas y se fijó en los detalles del candado. Había
la forma de una rosa cuyo interior tenía un lema en latín litúrgico interrumpido
por un rayón profundo que sin embargo no pudo romper la seguridad.
Preguntó por su precio y el librero balbuceó, en medio del silencio, una suma
bastante considerable. De hecho, era una suma extravagante. Preguntó si
conservaba la llave y el librero negó de inmediato con su cabeza. No obstante,
sin mediar palabras, él se acercó a un baúl que descansaba debajo de un viejo
escritorio y sacó de allí un pequeño librillo. “El libro no se puede abrir”, por
fin roncó el librero, “pero afortunadamente conservo este diario que, en un
apartado que yo mismo resalté, mire,” y abrió el librillo mostrando unas
páginas coloreadas con dulzura, “cuenta sobre la existencia de un libro
polémico describiendo todas estas mismas características que usted ve”.
Henrietta alcanzó a leer la enrevesada escritura que describía el misterioso
códice y le incomodó saber que mucho tiempo había estado exenta de este
misterio. “Es un baluarte preciado, ya sabe usted, y por eso es caro. La llave
hace muchísimo tiempo se perdió, pero como garantía le obsequiaré el diario
de este poeta”. Henrietta hizo una admiración interesante con su rostro que
acaparó la atención del librero. “Ah, sí, se me había olvidado… fue un poeta el
que escribió este diario y el mismo que nos relata la existencia de este códice.
No fue un poeta muy famoso, pero tuvo varias repercusiones en las letras en la
segunda mitad del siglo XIX”. Henrietta siguió repasando el diario y encontró
que tenía un título particular: Relaciones de interés de los años de mil
ochocientos ochenta y nueve y mil ochocientos noventa y dos. Al pie de
aquella página se veía el nombre del dueño con el título de su profesión. Era
un gramático y se llamaba Enrique Manzini Strebt. “Según lo que sabemos, el
libro que menciona este poeta data de finales del siglo XVIII y fue escrito por
un autor anónimo. Parece ser que el autor sólo lo escribió para sus
contertulios, que formaban un grupo de intelectuales irreverentes, y conversó
con ellos todo lo que a sus oídos había llegado sobre esta pequeña Santa Fé.
Luego se perdió y, un siglo después, un amigo de Manzini le contó que alguien
lo tenía escondido en esta fría y aburrida ciudad”. Sin más preámbulo,
Henrietta pagó la fuerte suma de dinero dejándole un cheque firmado en el
mesón de recibos y entregas. Se dice, de fuentes no seguras, que la fuerte
suma superaba el valor de una casa bien conservada de la Candelaria.
**
La angustia que vivió nuestra bella Henrietta mientras esperaba el llavero
de Suiza que le abriría el candado fue inmisericorde y tortuosa. Todo el tiempo
pensó en el castellano dieciochesco que encontraría recurriendo a la lectura de
textos que le pudieran ayudar a comprender los modismos de la época. Sin
embargo, se pudo conformar en la espera con la lectura del diario de Enrique
Manzini Strebt. Leyó varias veces el diario y sobre todo se concentró en las
páginas coloreadas donde se hace mención del códice protegido. Comenta
Manzini que el cinco de julio de 1889, mientras visitaba a su amigo el poeta
Juan María Roque, un hombre alto, moreno y de rostro enjuto, entraba
también a la casa del poeta anfitrión a hacer una visita inesperada. Era un
antiguo amigo de Roque y quería confiarle algo que hacía varios días había
escuchado en un cafetín. Roque, demostrándole al hombre enjuto que Manzini
era de total confianza, llevó a los dos hombres a su estudio y pidió que se
contará la relación. El hombre habló sobre la supervivencia de un libro que
recolectaba las historias más extravagantes y polémicas de los personajes más
ilustres de la Santa Fé de finales del XVIII. Se revelaban intimidades
obscenas, inmorales o de talante conspirativo que elucubraban en secreto en
las callejas de la ciudad. Comprometían a funcionarios al servicio de la corona
del Virreinato, a clérigos en extremo inquisidores y sanguinarios, a
latifundistas, a familias que se exponían pulcras y sacrosantas en las misas,
etc. Eran historias muy escandalosas y allí reunidas precisaban una sola idea,
que la amoralidad estaba presente desde todas las estancias y que empañaban
la “blancura” de quienes “habitaban las enaguas la realeza española”. Si el
libro fuese encontrado, la noción de los orígenes de la literatura de la ciudad
cambiaría considerablemente dentro de los círculos académicos locales y
también externos, puesto que un libro que develara las prácticas inmorales
secretas de las personas de un contexto complejo no era más que el afán de
ironizar un mundo endeble donde se imponen pensamientos endebles, un
principio literario evidente.
Según Manzini, el hombre enjuto había oído que dentro del libro
aguardaban extensos pasajes en que se enseñaba brujería, ritos de iniciación y
hasta semblanzas de la alquimia. Empero, llamaba la atención de este hombre
el comentario que se hizo sobre una historia peculiar, al parecer allí presente.
A su decir, podría ser la historia más importante de todo el libro y se
remontaba a la leyenda de un místico lienzo que unos dominicos, como lealtad
a Bartolomé de las Casas, habían traído para que los indios pudieran “aprender
de la palabra absoluta de toda creación”. Pero sobre esta historia en especial el
hombre enjuto sólo sabía lo que había oído.
El libro de los gritos acallados, que así intitulaba, había sido impreso bajo
los mismos costes del autor anónimo y, posteriormente, fue leyéndose en
secreto, historia por historia, entre los selectos intelectuales románticos que
conformaban el aparente grupo de lectura, cuyo verdadero objeto era
contravenir la impostura de la corona española con expresiones discursivas de
bastante amoralidad. Tiempo después, por obra y gracia quizás de la sospecha,
el comentario de que se estaban revelando intimidades y enseñanzas
“demoníacas” en ese grupo se extendió por casi toda la provincia. Más
adelante, empezó a rumorearse que se trataba de un libro el que consignaba
toda la “abominación”. Así pues, no demoraron las inconformidades de los
más ilustres y, a nombre del Rey Carlos III y del Virrey Antonio Caballero y
Góngora, exigieron que apareciera el autor para comparecer ante un tribunal
especial. El jurisconsulto de la santa Inquisición pidió entonces a las
autoridades virreinales que se ejecutara un severo castigo, puesto que la
escritura del libro era una clara muestra de conspiración contra la corona, pero
como nunca pudieron dar con la pluma desdeñosa y los integrantes de la
facción rebelde, los indignados visitaron la casa en que los señalados se
reunían, que quedaba diagonal a Palacio Virreinal, y condenaron con fuertes
juicios al dueño de la residencia, que a todo negaba por cuanto se le
preguntaba. Ante el silencio del hombre que poseía la casa y la sombra de
quienes integraban el falso grupo de lectura, uno de los demandantes pagó una
suma de dinero a unos campesinos para que a media noche causaran estragos
en la casa señalada. Alguno –se conjetura una hipótesis-, quizás estimulado
por la chicha, en medio del desbarajuste, lanzó una mecha llameante por
encima del techo del Palacio Virreinal y se produjo el fatídico incendio del 27
de mayo de 1789 que duró doce días.
El avezado monaguillo Daniel Francisco de Urrutia, que vivía en la
entonces iglesia que ocupaba el lugar de la ahora Catedral primada, al oír los
gritos salió disparatado a socorrer quien estuviera en peligro. Y como era un
estimado amigo del dueño de la casa en llamas, entró como pudo al recinto,
esquivando las vigas candentes y el fuego devorador, pudiendo salvar al
desvencijado hombre que se escondía de su propia y terrible muerte. Daniel
Francisco, siguiendo las ordenanzas del evangelio respecto al prójimo, atendió
la recuperación de su vecino amigo durante los posteriores días del angustioso
incidente y, después que el hombre convalecía de sus quemaduras, este último
le entregó a Daniel un libro que le habían pedido proteger y que logró
esconder entre sus ropas cuando el monaguillo le había salvado. Según las
investigaciones de Manzoni Strebt, fue él quien escondió el libro e inventó el
extraño candado de que se decía guarecía toda la información, el mismo que
Henrietta examinaba durante horas esperando al llavero que lo abriría.
**
El lapso de una tarde entera, en la reclusión del estudio de nuestra
escritora, fue lo que duró la operación que permitió dar apertura al candado de
más de doscientos años. El candado comprometía gran parte vital del libro y el
llavero tuvo que ingeniárselas para no perjudicar ni un ápice, ante la mirada
obsesiva de Henrietta. A la llegada del crepúsculo, el candado cedió con un
ronquido extraño y lejano. El llavero, con respeto solemne, ni siquiera se
atrevió a abrir el libro y dejó a solas a la escritora de rostro bruñido y ojos
ámbar. Henrietta leyó sin descanso “El libro de los gritos acallados”, al
compás asonante del reloj, mecida por una luna que se abrigaba cuando en
gana le venía con las nubes. Cuando rayaba el alba decidió pausar la lectura.
Comprendió que sentía un dejo de desilusión y desesperanza. Eran algunas
historias muy cómicas teniendo en cuenta la discrepancia frente al
comportamiento moral del contexto. Otras eran melancólicas, pero se dejaban
permear de un absurdo cotidiano. Las historias sobre brujería eran una burla
para los nigromantes clásicos que ella más joven había leído. Estaba
desvencijada y frustrada y sin embargo no fulminó la promesa de leerlo a
cabalidad. Tenía la profunda certeza de que encontraría la historia de aquel
joven salamantino que se propuso la búsqueda del lienzo misterioso traído a
las Indias por los dominicos, pero cada vez que avanzaba en su lectura se
repetían los burdos relatos difamatorios de provincia. Hubo uno entre ellos que
llamó un poco la atención de Henrietta. Se trataba del rico licenciado Lucerna,
que, no aguantándose las ganas de ceder a los placeres sexuales durante los
días de la cuaresma, secuestró a dos vírgenes y las llevó a su hacienda Santa
Anita, a las afueras de lo que ahora es Usaquén. Allí las violó y, no contento
con ello, las encerró durante quince años para que no pudieran dar cuenta de
los vejámenes que les profirieron.
Pero tales descripciones resultaban poco llamativas a una escritora que
divagaba su pensamiento en los vórtices del espacio-tiempo, las paradojas de
la causa-efecto o los errores del lenguaje. Simple y llanamente era la
elaboración de un sencillo análisis de los comportamientos de un sujeto en una
determinada época. Reflexionó varias conjeturas ante esas condiciones
desoladoras y quiso conciliar el sueño, no sin antes dar una última hojeada al
libro. Quedó profundamente dormida dejando de lado el mausoleo literario
que, gracias al viento que entraba por una pequeña ventana, fue volteando sus
páginas con lentitud como si el vacío estuviera leyendo.
Al despertar fue cuando se dio cuenta de la consumación de su búsqueda.
“Sobre la búsqueda incansable del licenciado Anastasio”, se leía en la parte
que había quedado descubierta del libro, después de que el vacío hubiera
terminado su turno de lectura. Henrietta se maravilló y de inmediato comenzó
a escrutar lo que se ofrecía ante sus ojos. El licenciado se llamaba Anastasio
de Pérez y Robayo y había sido un docto en el estudio de las clásicas lenguas
del mediterráneo, un amante infinito de los tratados de filosofía e intérprete de
los textos litúrgicos monoteístas, debido a que gran parte de su vida, como
todos los letrados de la época, se había consagrado a la teología. Algunas de
sus obras estaban dedicadas al estudio de los idiomas ya extintos y de su
aplicabilidad en la comprensión de los antiguos pensamientos tradicionales.
Había escrito un breve tratado en latín (Exordium ad origo linguaem) a los
catorce años donde exponía sus principios matemáticos de las palabras, basado
en las lecturas hermenéuticas de la Cábala, y argüía que se necesitaba con
urgencia una ciencia metafísica de la palabra que develara el “auténtico”
funcionamiento de ellas en torno al primer problema de todo conocimiento,
que es, por supuesto, el problema del origen. No obstante, había sido criticado
con tanto ardor por los académicos y teólogos de su cercanía que tuvo que
abstenerse a persistir en su idea de que el escritor “no escribe la palabra de los
dioses, sino que fabrica quimeras para asimilar lo incompresible del absoluto”.
Era oriundo de Salamanca, como ya hemos hecho mención, y a mitad del siglo
XVII llegó a las Indias en busca del “elixir de toda poética” que,
presuntamente, estaba inscrito en un lienzo que los dominicos trajeron a los
indios durante la guerra del Arauco. Más detalle no se daba y allí finalizaba el
relato de tres cuartillas y media. Pero en un espacio posterior a la última
página se veía que había una pequeña nota al pie, un poco marginada.
“Dijérase”, comenzaba la nota, “que el tiempo está desmesuradamente
arrojado por entre libros y discursos. Algunos leídos, escrutados; los otros, ni
siquiera encontrados. Así pues, después del verano en que conocí esta historia,
me hicieron llegar la nueva de que había un entero y precioso volumen sobre
todas las hazañas de don Anastasio y que éste reposaba escondido en una casa
de las apacibles callejas de esta Santa Fé. Habría que añadir, desde luego, que
quien me obsequió lindísima noticia daba la vida por afirmar que la casa que
encarcelaba este documento era la de una esquina particular. Hasta el día de
hoy, salve el Rey, no he podido desvelar cuál es aquella casa en que reposa el
misterio”.
Henrietta, cautivada por las rústicas de más de dos siglos, dejaba mecer su
asombro con la fortuna que acaba de descubrir. Era una cuestión de búsqueda
dedicada la que le permitiría hallar este otro perdido libro. Cerró el “Libro de
los gritos acallados” para entregarse a la busca del nuevo eslabón que había
descubierto, que de seguro estaría rondando en uno de esos recovecos del
mercado negro de libreros o vendedores de reliquias antiguas. No obstante,
durante los quince días en que estuvo revisando los documentos del archivo
histórico de la ciudad, no se encontró con ninguna pista que hiciera referencia
a esa casa de “esquina particular”. Al ver la complejidad de su búsqueda pensó
en recurrir a varios de sus amigos historiadores que ella había tenido durante
su estancia en la revista y conferirles tales descubrimientos. Sin embargo,
después de tanto pensar, sólo optó por recurrir a un antiguo compañero de la
universidad que se había doctorado en lingüística urbana. Aunque no le
gustaba mucho la idea de volver a contactarse con aquel lingüista porque había
sido un pretendiente obsesivo con ella, sabía que sin ningún problema él le
ayudaría a facilitar la búsqueda. Un día, cuando regresaba del archivo, quiso
degustarse un delicioso café en leche para recibir la fresca noche. Lo compró
en su fuente de soda favorita de la Jiménez y al llegar a su casa se acomodó en
el sillón confortable para que su cuerpo reposara. De repente, el timbre de su
teléfono retumbó con violencia la casa. El lingüista habló por el otro lado de la
línea y comentó que, después de una semana de que ella le contactara, tenía
resultados y pruebas “convincentes”. Henrietta tuvo entonces que trasladarse
hasta el despacho del lingüista que, con una cara de lascivia suprema y una
mirada acartonada por sus lecturas, le recibió entre loas y admiraciones por la
belleza que todavía se asomaba en su mirada. Después de varios minutos de
conversaciones absurdas sobre viajes y vinos franceses, el lingüista le descifró
un misterio. Primero le advirtió que lo que había generado confusión en sus
lecturas se debía a una leve falta de inferencia, puesto que una casa “de
esquina particular” figura como un enunciado de alto grado de sospecha. El
lingüista se valió de la información de un manuscrito de principios del XVIII
donde se comentaba sobre el ingenio y la grandiosidad de los relojes de Pietro
Casparo Ughafetti, un italiano que residió por varios años en la capital
neogranadina y de quien se decía que era un formidable intérprete de la
Cábala. Ughafetti, según la investigación del lingüista, organizaba tertulias y
gustaba mucho de acudir a la literatura clásica para entender los “misteriosos
engranajes del mundo”. Y aunque pocos eran sus asistentes, la asiduidad de
estos en las tertulias permitieron que a Ughafetti se le conociera como una
especie de filósofo admirable dedicado a un oficio que se tenía por común y
corriente. Pedro Lorenzo de García, en un libro manuscrito intitulado
Reminiscencias toscanas que escribió a mitad del XVIII y que, según el
lingüista, ahora se encuentra exhibido en un museo de Florencia, anotaría que
Ughafetti tenía una notable obsesión con una reflexión que un día les había
compartido. Decía, por ejemplo, que la fabricación de un reloj era equiparable
a la fabricación del universo mismo y que los libros habidos y por haber eran
patrones de “composición” exactos, y también inexactos, que nos ofrecían al
mundo en su entereza. A partir de la discordancia entre los patrones –había
patrones futuros que podían comprometer las bases de patrones precedentes-,
Ughafetti no escatimaba que la posibilidad de la imaginación, a la que él
recurría cada vez que se proponía hacer un bello reloj, estuviera implícita en
las muchas explicaciones del origen del universo. Ahora bien, si el universo,
tal y como se efectúa en la analogía de los relojes, partía del “método”
imaginativo del creador, decir que la creación del universo hecha por Dios
1
partía exnihilo era tan insostenible como decir que un dibujante no necesita de
los sentidos para re-crear su obra visual. Si el relojero necesita idear su reloj
antes de efectuarlo en la realidad, el universo es una maraña de causalidades y
casualidades determinadas precedida por otra maraña de determinadas
causalidades y casualidades ad infinitum. Por supuesto, afirmaba el lingüista,
tal postura era rebatible en aquella época de determinismos metafísicos. “¿Y
ello qué tuvo que ver con mi lectura superficial?”, preguntó Henrietta viendo
cómo el lingüista limpiaba el sudor de sus sienes. Sacó un pañuelito y limpió
sus sienes. Dijo que la casa de esquina particular era simplemente una pista
del nombre real de la casa de Ughafetti. Como era un florentino que todavía
extrañaba a su intelectual ciudad y su idioma, había bautizado su domicilio
con un título en toscano: Gli orologi d’angolo. Y entre los citadinos de la
época era casi extravagante conocer los vocablos de esta también lengua
romance, por lo que empezaron a llamarla como La casa de Angolo para
después convertirse en La casa de Angulo. Angolo, en italiano, significa
esquina y por ello, en las escrituras de ese contexto, que son ínfimas, nunca
aparece la mención de esquina sino del vocablo italiano tergiversado. Se decía
también de Ughafetti, según Pedro Lorenzo de García, que tenía un gusto, algo
reservado, por el latín hermético y la nigromancia de pasatiempos. Se
farfullaba, de igual manera, que se le había encontrado más de una ocasión
escribiendo extensos párrafos en árabe y persa. Pedro Lorenzo de García no
pudo dar mucha fe de ello, pero lo que sí se sazonaba como certeza era el
extraño apego que Ughafetti tenía con un libro que siempre llevaba debajo de
su brazo. García, según el lingüista, le había preguntado muchas veces por el
libro al relojero, pero como respuesta recibía siempre un balbuceo
ininteligible. Unas veces le decía que era la simple historia de las aventuras de
un muchacho; otras veces, le decía que sólo se trataba de un tratado de
filosofías latinas. Por lo demás, nunca permitía que alguien más lo leyese. El
día en que murió Ughafetti, Lorenzo de García, aprovechando la soledad del
aposento del relojero, buscó por entre sus pertenencias el libro secreto
hallando sólo polvo y suciedad. No pudieron haberle enterrado con el mismo
Ughafetti ya que Lorenzo no se hubo alejado ni un solo instante del cadáver.
Parecía que la misma muerte había echado mano también del eslabón literario.
Y tanto fue importante el libro para Lorenzo que este se embarcó a Florencia a
buscarlo, devolviéndose después sin nada en sus manos. Murió también en su
ferviente deseo de encontrarlo, tal y como lo había anticipado muchos años
antes cuando escribía las Reminiscencias toscanas.
Henrietta, siguiendo las burdas licitaciones de la idiosincrasia de su
contexto, tuvo que aceptar la invitación a uno de los restaurantes más
prestigiosos de la ciudad que le había ofrecido el lingüista. Supo aligerarse de
la verbigracia que, durante cuarenta minutos, el joven doctor profirió haciendo
hincapié en sus análisis sobre las coyunturas y disyuntivas del lenguaje,
pensando en el lugar donde podría haber existido esa antigua casa del relojero
italiano. Imaginaba que en donde habría estado ella ahora se posaba allí un
enorme edificio o simplemente un parque desolado y triste, como los que solía
visitar. La nimia conversación en el restaurante no avanzó ni un milímetro
para las aspiraciones del lingüista, por lo que se despidieron como si nunca se
hubiesen conocido. Henrietta prosiguió su rutina y visitó a una vieja y querida
amiga que se había especializado en la historia local de la ciudad. Tenía
conocimiento profundo de las transformaciones de las nomenclaturas a lo
largo de la historia, pero nunca había leído algo acerca de “La casa de Angulo”
o de Gli orologi d’angolo. Revisaron los pocos documentos de 1700 a 1730
durante doce semanas y no pudieron dar con ninguna pista en especial hasta
que Henrietta, con tapabocas y guantes de látex, se dio cuenta de que en un
Códice de nomenclaturas faltaba la página de los registros del año 1717. La
historiadora, inmediatamente, recurrió a los primeros archivos periodísticos de
la ciudad que aparecieron a finales de ese siglo con la llegada de la imprenta.
Revisó junto con Henrietta el locker de la década de 1790, ubicado en el
archivo histórico, y descubrieron ambas que un escritor anónimo, en una
relatoría del 25 de diciembre de 1799, argüía que había hecho hallazgo de una
carta –escrita para un teólogo español que vivía en Santa Fé por esos días-,
fechada el 15 de junio de 1717, donde se comentaba la existencia del “libro de
la historia de lo absoluto” que había estado escondido en la casa de una
esquina de la, luego llamada, Calle de Borja. Sin embargo, otros interesados
en la materia, al parecer del anónimo periodista, habían desaparecido las
escrituras de la casa y, además de ello, habían incinerado la casa pretendiendo
con ello dar de baja el misterioso libro. No obstante, el escritor de la carta,
también anónimo, decía que conocía el lugar exacto donde se encontraba el
libro, puesto que un muy amigo suyo, que fungía como librero de los
franciscanos, confesó que guardaba el libro de la vista de los asiduos lectores
religiosos. El periodista anónimo, en medio de su relatoría, anotaba que el
libro, que no había sido escrito en la Nueva Granada, estaba “cuidadosamente
vigilado y encasillado en algunos de los espacios del bastión de la Iglesia de
San Francisco”.
La historiadora concluyó que la mención abierta y pública del periodista
podría tratarse de una conspiración muy bien planificada o, simplemente, si
era verdad, de un ataque hacia los promotores de la censura y la prohibición de
la impartición del conocimiento en todos sus estrados. Henrietta, por lo
contrario, destacó que el discurso del periodista era tan coherente y calaba de
manera excelente con los cabos que había estado atando en sus investigaciones
anteriores que, por ende, no había alguna duda de que en verdad los hechos se
habían desarrollado así. Una vez identificado el lugar donde se encontraba el
libro, nuestra querida escritora recordó con dulzura a Mauricio, un antiguo
compañero de trabajo que se había dedicado a la conservación y restauración
de textos catequéticos de gran parte de la ciudad.
**
Alguna vez había sentido una profunda estima hacia este hombre que
permanecía extensas jornadas limpiando con químicos el papel quimérico de
cuantiosos años acumulados. Recordó también las largas horas en que
conversaban bajo la intermitencia de las luces tenues de los parques de la
Caracas, El Dorado o la Jiménez, disertando sobre las metafísicas de los
teólogos de antaño, que recalcitraban en el pensamiento de quienes escribieron
los textos que Mauricio cuidaba como niños. Pero sobretodo recordó los ojos
azules, similares al color de las aguas de Formentera cuando las visitó más
joven, que siempre la habían mirado directo, sin despegarse, como si la
estuvieran contemplando con milimetría. Muchas veces había soñado con ellos
y, de repente, se veía tan cerca de ellos que parecía que ese azul noble, tierno y
traslúcido la estuvieran besando.
Sin dudarlo, buscó su número telefónico y lo citó, después de un preludio
diplomático, en su fuente de soda favorita. Allí tomaron bastantes cafés en
leche y, después de varios minutos, Henrietta le pudo develar los detalles de su
misión de que ustedes están muy bien informados. Mauricio, de nuevo con sus
ojos traslúcidos, se mostró muy interesado y, por supuesto, accedió a
coadyuvar en el menester que ella había testificado.
Dieron un largo paseo por las calles atestadas siempre de almas apagadas y
lúgubres como las que repasan los planos generales de una película a blanco y
negro. Luego ella le invitó a su casa y le expuso todo lo que encontró y apuntó
de la investigación. Mauricio estaba maravillado ante el códice que ella había
comprado en esa misteriosa librería y le elucidó una pequeña cátedra sobre la
tipografía y diseño de los libros de la época. Admiró que todavía se encontrara
en perfecto estado y que sus páginas fueran lo suficientemente fuertes para ser
manipuladas. Luego recomendó algunos tratamientos preventivos para que la
humedad, la temperatura y la luz no pudieran afectar la vitalidad del papel.
Henrietta tenía la costumbre de coleccionar libros de más de un siglo de
publicación y los agrupaba en una misma biblioteca compartimentada con los
libros más recientes. Cuando Mauricio vio semejante espectáculo hórrido,
estuvo a punto de entrar en un pánico insondable. Acomodaron entonces los
libros, separándolos del lugar en que se encontraban, en una habitación
cerrada a la que poca utilidad se le estaba dando y construyeron una estantería
especial, fuera del alcance del estropicio, en que ubicaron con cuidado cada
uno de los ejemplares. Mauricio era tan diligente en cuanto se trataba de libros
y documentos pretéritos que Henrietta no vio ningún problema en disponer del
tiempo de sus actividades para organizar el cuarto y la estructuración de los
libros que les tomó todo el día. Ya en la noche, alrededor de sus tazas de café
caliente, Henrietta le señaló a Mauricio lo indispensable que era para ella
encontrar el libro sobre Anastasio de Pérez y Robayo. De tal manera que
Mauricio hizo mención sobre un teólogo que había conocido durante su
estadía en Roma, cuando ejercía una especialización sobre el tratamiento de
impresiones xilográficas de textos litúrgicos. Allá, decía, se topó con un
hombrecillo que conocía a la perfección el griego koiné y que era originario de
la capital colombiana. Que fuera coterráneo suyo le llamo la atención
sobremanera, por lo que se reunió con el hombrecillo dos o tres veces en
Roma y este último, considerándolo un muchacho de digna confianza, le
informó sobre las grandes maravillas teosóficas y literarias que su abuelo
había encontrado en la capital colombiana y que conservaba en su despacho,
una casa pequeña sobre un callejón de la avenida Caracas con calle 15. Le
infundía a Mauricio un poco de suspenso su manía con las manos a la hora de
hablar, pero le tenía por un analítico suspicaz a cuya problemática, como la
que exponía Henrietta, se podía acudir. Buscó entre los papeles de su agenda y
le extendió un pedazo de cartulina con un número telefónico allí escrito.
Henrietta, por un impulso que subyacía de una manera vertiginosa, se arrojó
con sus labios hacia los del hombre de ojos azules traslúcidos. Quizás
podamos anotar aquí que con la emoción de ese beso pudo saborear todas las
palabras perdidas sobre las aventuras de Anastasio. Quizás.
**
Lo primero que preguntó el hombrecillo a Henrietta era si creía en Dios.
Ella titubeó unos segundos y dijo que mucho ignoraba esa pregunta en su día a
día y que no tenía una respuesta exacta para ofrecer. “Pero ¿sí cree o no?”,
insistió la vocecilla. Henrietta consideró que sería desfavorable dar muestra de
su ímpetu anticlerical y quiso tomar la pregunta como un juego propuesto. “Sí,
supongo que sí”, declaró. El hombrecillo, al otro lado del teléfono, se tomó
unos minutos para proseguir la conversación. “Entonces no será un problema
que el diablo nos envenene la cabeza unas cuantas veces”, sentenció él. Luego,
de forma algo diplomática, empezó a referirse sobre una cuestión filosófica
que había conocido muy joven. Comentaba que, durante su estancia en
Arezzo, como motivo de un congreso que se estaba dictando en torno a la
conmemoración de la muerte de Francesco Petrarca, había conocido a un
hispanista milanés que conocía una historia muy particular. El hispanista
declaraba que, estudiando las variantes del árabe y el persa en la lengua
castellana, se había encontrado con el caso de un traductor persa del siglo
XVII, autor de un libro donde se comentaba su aventura con un joven
salamantino en búsqueda de una poética innovadora a las puertas de la Edad
Moderna. Le resaltaba asimismo al hombrecillo que, después de hablar con un
colega suyo colombiano, todo parecía indicar que el mentado libro estaba
conservado en una de las iglesias antiguas de Bogotá. El hombrecillo recordó
de inmediato una anécdota que su abuelo le narró un poco antes de morir. “Mi
abuelo, cuando joven, trabajaba como archivista de la iglesia de San Francisco
y un día encontró, en medio de las oscuras murallas, un diminuto túnel donde
reposaba un baúl. Al abrirlo, descubrió un libro añejo que todavía se podía leer
y, violando las reglas de su trabajo, se lo llevó a su casa durante gran tiempo.
Pero dadas las condiciones precarias de sus páginas, mi abuelo transcribió el
libro y depositó el nuevo en una caja fuerte donde apañaba sus documentos
más preciados, devolviendo el viejo a su lugar correspondiente. Tres días antes
de su muerte, y ya muy enfermo, él me sorprendió diciéndome que me
heredaba esa caja fuerte que estaba escondida en la casa. Me concedió también
la clave que abriría la caja y, tiempo después, la descubrí mientras arreglaba el
desván de las escaleras. Yo siempre he sido muy temeroso y, por lo tanto,
decidí no abrir la caja. La escondí en otro lugar y me dediqué a la lectura
exegética, tal y como me había educado mi abuelo. Sólo hasta cuando conocí a
este hispanista en Arezzo decidí abrir la caja. Efectivamente, ese era el libro
sobre el licenciado Anastasio de Pérez y Robayo, traducido del persa al
español, en la versión conservada por mi abuelo. ¿Sabe qué hice ante tal
estremecimiento de maravilla?”, preguntó el hombrecillo como perdiéndose en
la línea telefónica, “No lo leí. Así de sencillo, no lo leí. Verá usted, yo he sido
un lector devocional de Las mil y una noches y, como tal, no quise caer en la
desgracia en que muchos de sus personajes viven cuando quieren saber la
verdad de cada objeto. Quizás usted, que es un poco indiferente ante tales
silogismos, quiera atreverse a leerlo. Quiero decirle que Dios, que permanece
dúctil hasta en los más mínimos detalles y causas, permitió que nos
conociéramos y que usted pudiera dar con ese incógnito libro. Allí está él a su
espera. Yo por mi parte nunca lo leeré”.
**
La noche purpúrea se arrojaba ese viernes sobre la ciudad. Cuando
Henrietta entró al callejón, el halo de sonidos rimbombantes de la avenida se
empezaba a perder a medida que avanzaban sus pasos, y, al llegar a la casa
indicada, sus alrededores ya se encontraban carcomidos por el silencio. La
casa conservaba las paredes bulbosas de bahareque de su frente y las ventanas,
como así también el techo, aludían a una rememoración nostálgica de la época
colonial. El hombrecillo, que en verdad era bajo de estatura, abrió la puerta
olorosa a laca y permitió, con cortesía, que ella entrara a su despacho. La sala,
iluminada por lamparillas eléctricas de luces evanescentes, estaba tan bien
organizada que inspiraba a uno de esos cuadros de costumbre de finales del
XIX. Uno que otro libro se asomaba por las repisas de las esquinas y sólo
hasta cuando Henrietta entró al estudio, que quedaba en el fondo más oscuro
de la casa, apreció el colosal ímpetu de códices, manualillos, folios y mapas
que invadían dicha habitación, amparados por el humor a naftalina.
Finalizaba el extremo de una de las paredes con una puerta de verde
lóbrego que daba la impresión de que otra habitación, imbuida en la oscuridad,
existía allí. El hombrecillo retiró una columna intrépida de libros con tapas
corroídas para que pudieran pasar y sentarse al lado de un escritorio que tenía
el mismo color de la puerta enigmática. Se sentaron y, después de que entrara
una viejecita de pelo lechoso a ofrecer dos tazas de café, el hombrecillo
comenzó a divagar su conversación sobre las inquietudes que le generaban el
tiempo. “Pues parece que nos seduce más aceptar la deducción de que el
tiempo labra allí afuera y no aquí adentro, en este espaciecito llamado cabeza,
como en realidad dispuso Dios al fabricar el universo”. Prosiguió su glosa
devolviéndose a los tiempos medievales en que la mayoría de pensadores
concentraban sus ideas en la experimentación alquímica. Aclaraba que la
alquimia, como toda práctica disciplinar, había ambicionado inmiscuirse en
esa cápsula infinita que agitaba el universo para que funcionara
interminablemente. “A veces, he observado a las personas que caminan hacia
sus trabajos, que embuten los buses, las calles, los parques… que sobreviven
en medio de esa tediosa cotidianidad, ocupando sus mentes en sus labores
efímeras, y me pregunto ¿cómo puede sostenerse el mundo con sus
contingencias, sus aporías, las texturas de cada uno de los objetos tangibles o
intangibles que existen y que vendrán en el porvenir, en esas pequeñas
cabezas?”.
“Bueno”, continuó con su discurso, “los libros no pueden responder a esto
con facilidad porque no ha habido una estructura o una fórmula que pueda
ponderar cada uno de los síntomas que esas mentes adquieren al sentir esto
que nos rodea por dentro y por fuera. La literatura, ya se lo imaginará usted, ha
debido manifestarnos esto de la manera más caótica... peor aun cuando el
Napoleón que se figura mi cabeza después de leer a Taine no se parezca ni una
pizca al que haya visto Stendhal o… qué sé yo. Pero si nos limitamos a la
“programática” que plantea la literatura, con todos sus rebeldes escritores,
podríamos suponer que es la trampa misma la que se arroja para comprender
el flujo hacia lo absoluto… pues ¿por qué carajos la especie humana insiste en
escribir, una y otra vez, el mundo cuando ya mucho se ha escrito y pretendido
entender? Es una lastimera desilusión sentar que lo dicho, dicho está y lo no
dicho, no dicho está. Creo que usted comprende. Sin embargo, lo que más
puedo referir, siguiendo esta impresión, es que ya mucho antes habían pensado
esto mismo que he pensado caminando estas laberínticas calles, añadiendo que
no ha sido este siglo el que advirtiera que el lenguaje es más que una simple
disposición de las cosas de aquí adentro”, y se tocaba la cabeza, “o de allí
afuera. Es absurdo que los lingüistas defiendan como una verdad que sólo
admiramos el universo como una nominación interminable”. El hombrecillo se
detuvo unos segundos para saborear el café y continuó. “No, no. Pues no es
así. El lenguaje extralimita las meras afecciones que día a día nos abordan
arañándonos. Lo que quiero decir es que Spinoza, Leibniz, Kant, etc., no son
más que agentes repetitivos que el tiempo dispuso para que la aventura de
luchar contra esto que llamamos realidad nunca se apagara. ¿Sabe una cosa
usted? La poética incide precisamente en ello. La poética no está eyectada de
la exactitud con que se proclaman los dogmáticos… ellos incurren en la
falsedad de pretender jerarquías… Dios santo, ¡cuánto más deberemos aceptar
los conformismos analíticos cuando tanto tiempo se vienen muriendo en
nuestras mentes! He pensado incluso que la poética, óigalo bien, puede
cambiar, de hecho, la funcionalidad físico-química de cualquier cuerpo
viviente… o si no, ¡mire cómo es de efectivo que alguien, de repente, se
contriste con un poema melancólico o, por el contrario, viva el goce de unas
alegrías perecederas!”. El hombre finalizó semejante dilatoria y Henrietta
recordó la infelicidad profunda que vivió, en sus días de estudiante del árabe
clásico en El Cairo, al no poder descifrar un extenso poema del siglo XII.
Había pensado en ese tiempo que ella no estaba hecha para las palabras y que
si callaba eternamente las palabras volverían como una letal enfermedad que
deja acritud en la boca.
El hombrecillo acomodó sus lentes y entró en la habitación oscura que
tanto llamó la atención de Henrietta. Al salir de ella, tenía una caja de madera
con talladuras decorosas, de color mate, de la que extrajo unos folios ásperos y
un libro grande de tapas rojas carmesí. Él le extendió el grande libro y ella
pudo contemplar el título en letras doradas que una vez el abuelo teólogo
transcribió para dejárselo a su nieto: Historia y desazón de las experiencias
acontecidas por el licenciado Anastasio de Pérez y Robayo. “A usted le servirá
mucho más que a mí”, dijo sonriendo el hombrecillo. “Yo no soy más que un
revisor de textos que anda inspirado por Dios. Si me propusiera leer este libro,
estoy seguro de que una angustia infinita no me dejaría vivir en paz. Mi abuelo
estaría tan feliz, como estoy yo, de permitir que otros admiraran sus
descubrimientos y las reliquias que rescató de esa diminuta iglesia. El
problema es que yo nunca he creído que libros como estos sean reliquias; son
más bien armazones para la mente”.
Sobre la lectura del caso del licenciado Anastasio en dirección a la
pregunta por el “absoluto” improbable
La historia del licenciado Anastasio de Pérez y Robayo es el indicio de una
búsqueda del todo por el todo, que, como toda búsqueda, no tiene conclusión
cabal. Lo absoluto, sea así dicho, es equiparable a una infinita serpiente que
muerde su cola. En la historia de la filosofía, como también de las artes, nadie
soluciona. Se prescinde de la solución; es inútil, insulsa, inverosímil. Aspirar
al absoluto, pensar en sus probables condiciones, es admirar en contemplación
inagotable las posibilidades del pensamiento. El licenciado Anastasio bien
pudo haberse dado cuenta de que lo verosímil es una tarea de labranza que
propende el acercamiento hacia la cláusula de la “unicidad de lo uno”. Y
aunque esta proporción responde a una cosmovisión muy similar a la del
monoteísmo, la aventura del licenciado nos invita a pensar, cada día más, que
sí es posible que toda originariedad, todo principio infinitesimal originario, se
da gracias a un efecto creador –fabricante, por así llamarlo-, que está implícito
en el acto poético.
Pero, dicho sea de paso, el acto poético también compromete la
funcionalidad sensitiva del cuerpo humano, que es la que ofrece la figuración
de la realidad para que sea aprehendida. Para Anastasio, esta interpretación no
podía caer en el olvido y debía ser atendida en la organicidad de toda ciencia
que intenta desarrollar el conocimiento del mundo. Ahora bien, si la
sensibilidad es la puerta que permite la exhibición del mundo (del todo y sus
partes) hacia la mente, de algún modo los entes que son aprehendidos deben
re-estructurarse para codificar y postular lo que se nomina “universo” o
cualquier otra noción similar de la realidad. No obstante, la noción realidad
también caería en este juego de asociaciones que la conciencia genera para
adecuarse y sobrevivir a las condiciones a las que fue arrojada. No es
aventurado decir incluso que se necesita falsear el mundo primero para poder
consolidar verdades.
A finales del siglo XVIII, un profesor de filosofía de la Universidad de
Tübingen, inspirado en el idealismo kantiano que estaba en boga por esos
años, afirmaba, en un pequeño tratado (Über das Budget der Unwahrheit in
den Sinnen), que los sentidos necesitaban prefigurar (léase falsear) la
integridad de los fenómenos que recibían por medio de la suposición
imaginativa, antes de determinar categorías generales del conocimiento. Para
él, la situación se podía hacer explícita en el caso de una persona que se
imagina una manzana cuando tiene hambre. La manzana imaginada adopta
unas propiedades hipotéticas en la mente de quien la imagina y, sólo hasta
cuando la persona toma una manzana real, dichas propiedades iniciales
cambian según la deducción que resulte de la experiencia. El profesor
concebía a las propiedades iniciales –que son inverosímiles el mayor de los
casos- como construcciones ideales que parten de un presupuesto de falsedad
para preparar la factualidad de los sentidos al momento en que se saborea la
manzana. De esta manera, las palabras que designan un objeto (ya fuere
concreto o abstracto) también partían del proceso de falseamiento en que la
conciencia incurre para comprenderse a sí mismo y entender todo cuanto le
acaece a su alrededor; de ello resultaba la evidencia de que los idiomas fuesen
cambiantes y las palabras tuvieran un lapso de validez que permitieran la
existencia de otras palabras nuevas. Como conclusión, el profesor resaltaba
que, en el acto creador de la poesía, la vindicación del “falseamiento del
mundo” era ya de antemano evidente y, por lo tanto, ella era quien
fundamentaba toda base epistemológica que incide en el problema de un
primer origen.
Aunque el profesor recibió muchas críticas por sus especulaciones
2
gnoseológicas y metafísicas, el estudio del lenguaje desde una mirada poiética
3
tuvo grandes repercusiones en los libros de filosofía del siglo XX , donde la
poesía trasladó las visiones generativas del mero ejercicio de la evocación al
de la comprensión de estructuras (léase ideación de estructuras) que permiten
continuar con indagaciones sobre las posibles explicaciones del universo,
donde la misma ciencia se ve afectada por la alteración de su pragmática en
los discursos.
La historia del licenciado Anastasio responde a toda esta discusión antes
referida y se postula más como una correlación –siempre polémica- de pensar
que la mentira es un sustrato necesario en el ejercicio científico. Las
preguntas, no obstante, afloran con rapidez… como las conexiones neuronales
del cerebro. ¿Somos nosotros quienes inventamos el universo, emergidos del
símbolo, o es el universo el que nos inventa, como producto de un
falseamiento originario milimétricamente incorporado en la contingencia del
espacio-tiempo?
**
Anastasio de Pérez y Robayo nació un cinco de julio de 1618 en la antigua
ciudad de Salamanca y desde muy pequeño forjó una predilección exuberante
hacia las palabras y las letras clásicas. Su padre era un servidor real y
escribano del alcalde que dedicaba sus horas libres al estudio de los
pensadores antiguos y al aprendizaje de las lenguas capitales del XVII. Por
ende, Anastasio a la edad de once años ya podía hablar con fluidez el griego y
el latín antiguos, con la destreza de un muchacho de veinte, pudiendo
diferenciar los modismos del griego de la época de Pericles al de los tiempos
de Plutarco de Beocia y cualquier otro contexto. Desde luego, su virtuosismo
le permitió dedicarse al estudio de los principios matemáticos, las teorías sobre
los astros, el funcionamiento de las plantas y las gramáticas de todos los
idiomas de su tiempo, de los que se dice que hablaba diez a la perfección. Pero
fue cuando estudió metafísica en su adolescencia que su pasión por el
conocimiento se despertó sobremanera, pasando de las lecturas de Aristóteles
a las de Avicena y, especialmente, Averroes, autor con el que se inspiró para
aprender y hablar el árabe.
Estudioso profundo del Corán y la Cábala judía, sin dejar de lado el
escepticismo con que era conocido, a los diecisiete años Anastasio se embarca
en un viaje a la ilustre ciudad de Florencia a estudiar los autores de la época.
Conoce la obra herética de Campanella y, en una ilusa aventura, emprende la
infructuosa búsqueda de unos textos perdidos de Giordano Bruno. A esa
misma edad, obsesionado por las estructuras lógicas de los idiomas y su
semejanza con el raciocinio matemático de las escuelas de la época, comienza
a concebir la idea en sus escritos de una literatura propedéutica sobre el
universo. Sin embargo, desilusionado por los sistemas de la filosofía de la
naturaleza que se pregonaban, Anastasio se recluye en el estudio etimológico
del griego y el latín, con base en los preceptos ontológicos que usualmente
releía, para rebatir las posturas de los académicos de Florencia.
Creía Anastasio que los entes en cuanto entes sólo se podían mentar como
entes gracias a las palabras moduladas entre la intuición y la sensibilidad.
Defendía que la palabra, una vez construida en consenso, se adelantaba a las
propiedades fácticas de los objetos que designaban, determinando su
aperturidad en el mundo una vez proferidas. Del mismo modo argüía que la
verdad, un mero espectro ideal no-diciente, no podía ser susceptible de
representación en la conciencia por la poca efectividad de valor que tiene un
pensamiento a lo largo del tiempo. El acaecimiento del mundo, que es
incontrolable para las palabras mismas, había permitido que los pensadores
trazaran métodos de asociación para continuar con la labranza del
conocimiento del mundo y de sí. No obstante, el elemento prioritario de toda
“conservación óntica”, como él llamaba, residía en el acto hiperbólico de la
experiencia dado por la palabra; si alguien, en su intento por “tener a la mano”
al mundo y los objetos que devienen en él, inventa una palabra cuya
significación se ve atendida por la aceptación de dicha palabra en el mundo,
no está transgrediendo las “leyes inmanentes” de la naturaleza, sino que por lo
contrario está contribuyendo a ellas. Para Anastasio, el acto creativo de la
poesía debía ser urgentemente integrado a las peripecias metodológicas
científicas dado que el poeta también re-diseña un mundo “al que fue arrojado
sin preparativos para vivirlo”.
Empero las autoridades filosóficas de Florencia, en desacuerdo con las
posturas ofrecidas por el jovencito salamantino, firmaron un documento
expresando el rechazo de todas las tesis que había publicado en la misma
ciudad y gracias a la imprenta de Pietro Alberini, exigiendo la expulsión del
joven autor y su debida censura. Anastasio, desprestigiado pero rutilante en
conocimiento, abandona Florencia y, con el dinero que le envía su padre desde
Salamanca, viaja hacia el sur, en el Reino de Sicilia, instalándose en la
pequeña habitación de una casa de granjeros a las afueras de Ragusa. Como un
eterno analítico del universo cae en la meditación escabrosa de que sólo
gracias a las afectaciones de las palabras es que la conciencia construye el
conocimiento y, asimismo, el mundo que vive, rechazando la noción de los
universales develados por la creación ex nihilo de Dios. Cree, con un profundo
y amargo silencio, que entes como Dios y el cosmos son sólo producto de las
divagaciones que la mente adquiere con los síntomas del vacío que “llena” la
palabra. Se da cuenta del peligro que corre su vida con tales ideas a sus
adentros y decide no escribir durante un año, entregándose a la agricultura y la
carpintería.
**
Una tarde paseaba Anastasio por los campos humildes de Ragusa, como
solía hacer para invitar a sus pensamientos a dialogar, cuando, de lejos, vio a
un hombre a caballo transportando alimentos. Tenía el rostro muy magro y una
barba prominente que le llegaba hasta el pecho. Sobre su cabeza le adornaba
un manto de oscuro azul y sobre su cuerpo una túnica negra que se ondeaba
con el viento apacible de esa tarde, dándole el aspecto de un foráneo que, a
pesar de los extensos trayectos, no se rehúsa a portar las exóticas vestimentas.
Mucho tiempo había añorado Anastasio encontrarse con un lejano viajero
cuyo idioma estrafalario pudiera entender para expresar la cuantía de las
reflexiones que noche tras noche le asaltaban. En el siciliano que dominaba,
sus interpretaciones sobre todo cuanto pensaba estaban restringidas a lo sumo;
en el castellano que poco a poco empezaba a olvidar, se veía casi en la misma
situación. Debía aprovechar aquella situación en que el hombre de rasgos
semíticos se le interponía para consolidar una conversación calurosa que hacía
tiempo no realizaba y salir del entredicho con los campesinos con quienes
vivía, que a duras penas le dirigían palabra alguna.
Saludó en árabe al émulo de emir con acento ronco y exagerado. El
hombre de barba prominente lo miró con extrañeza y le respondió, en el
mismo idioma, lo sorprendido que estaba al encontrarse con un cristiano de
esas tierras hablando un remoto idioma. El hombre de la barba, siguiendo la
formalidad con que le había recibido Anastasio, le resaltó que en realidad era
persa, que se dedicaba a la traducción al latín de los escritores de su patria y
que hablaba el árabe por pura devoción tradicional que su familia tenía con el
islam. Hablaron largas horas a la sombra de un cedro y discurrieron sobre los
misterios del doble, del doble que se va forjando cuando la razón está puesta
en aquel que se piensa a sí mismo. “Un soñador no se da cuenta muchas veces
que cuando sueña es tan ajeno consigo mismo que termina siendo otro, incluso
de otro país y otro idioma cualquiera que fuere”, sentenció el persa con la
parsimonia de sus palabras. “Por algún tiempo”, prosiguió, “escuché de la
historia de un hombre que, de tanto apego a los sueños, comenzó a descreer de
los espejos. Entonces se dice que nunca volvió a mirarse nunca a un espejo y,
un día cuando paseaba por un bosque, vio su reflejo en un río y estalló en
locura”.
El persa le servía a Anastasio, con alegría incansable y en vasos de plata
cromada, el dooqh característico que sus antepasados bebieron siempre en la
compañía familiar. Vieron caer el sol veraniego sobre los campos amarillentos
a su alrededor, mientras sus palabras exiliadas bailaban entre los vientos que
del sur comenzaban a soplar con más fuerza, y de repente la noche cundió sin
premura. Caminaron un poco más, cruzando unos frondosos árboles, y
dialogaron sobre el tiempo. Concordaron sus pensamientos ante la
problemática de concebir al tiempo como una inmanencia de la materia
cuando una conciencia “hablante” le denotaba desde la exterioridad, pero de
inmediato cambiaron su disertación dejándose persuadir por la luna
escrupulosa que se asomaba en lo alto del firmamento. Entonces Anastasio
habló a su amigo sobre la nimia diferencia sonora que él encontraba entre el
vocablo persa Mah y el vocablo árabe Al qamar. Le principió diciendo que
siempre era importante tener en cuenta la sonoridad de las palabras incluso
para el sentido a que apuntan en su idioma, puesto que ellas, moduladas por el
aire que se entrechoca con los dientes y la lengua, deben generar una
“remezón de los sentidos” que permita consolidar siempre una ilusa referencia
significativa de los objetos explayados al azar. Así pues, resaltaba lo
interesante que para él sonaba ambos vocablos y el efecto sensible que ambos
generaban en su intuición. La terminación –ar le hacía interpretar –casi
saborear- una referencia a lo infinito, una precipitación insondable codificada
en un balbuceo. El persa, por el contrario, no podía seguir el hilo de su oscura
conversación y Anastasio se quedó unos minutos en silencio como
reflexionando ante una próxima explicación.
Entonces el joven salamantino utilizó su analítica interpretativa con el
texto que mejor podía comprender el persa: El Corán. Y se ubicó en la sura 54,
la famosa sura de la luna. Recordó cómo el Profeta emprendió la exhortación
hacia los incrédulos y a aquellos que otorgan importancia a las pasiones por
encima de las verdades manifiestas por Alá (aleya 1-3), rememorando el
milagro de la luna que partió en dos a pedido de los Quraysh, y que, aun
viéndolo con sus ojos, ellos no creyeron. Lo importante para Anastasio incidía
en que la denuncia de Mahoma no estaba en el hecho de la consecuencia de
los actos, que en este caso sería la luna partida en dos, sino en la lejanía que
“los hombres trazan entre sus palabras y sus actos”. Según Anastasio, el
misterio se articulaba en que la palabra de Mahoma, al ser proclamada,
contrariaba la sabiduría de los Quraysh que, haciendo uso de una exigencia
“inverosímil”, piden que la luna sea partida en dos, cuyo efecto lógico sería
improbable. No obstante, como tal “inverosimilitud” es hecha realidad, los
Quraysh deciden recurrir a una falacia de acusación: que los actos del Profeta
son producto de magia y no veracidad de Dios mismo. Por lo contrario,
Anastasio anotaba que la palabra magia (o, para estar familiarizados con
nuestros tiempos, el significante), además de ser un ataque ad populum, era
una construcción connatural de la mente que no está preparada para encarar el
fenómeno perceptible ante los sentidos.
A través de la luz de las estrellas abrahámicas y en su árabe nocturno,
Anastasio le aseguraba al persa que la palabra, invento sinfín de la mente
humana, siempre iba a resultar más adecuada para el entendimiento que el
mismo vacío presente que ella denotaba. Por ende, Mahoma había sido tan
justo y prudente en su actuar que ya no veía complicación alguna de los
sentidos cuando dejaba aflorar sus pensamientos. “¿Dices tú, Anastasio, que
todas las palabras que hablamos representan el vacío?”, preguntó con gran
formalidad el persa. “Lejano amigo”, respondió el jovencito uniendo sus
manos, “me parece que los espejos, desde que fueron inventados, nos han
confundido las angustias que nos reciben las mañanas y nos despiden las
noches. Querido escucha, el intérprete de las palabras no es más que un
espíritu afligido que, sin darse cuenta, duerme con una gran sonrisa dibujada
en su rostro y en sus manos. Mira, negar el caos de los sentidos, negar esa
labranza confusa de las palabras en nuestro baño en el río del tiempo, es como
construir una casa cuyo techo de madera fina se sostiene sobre unas paredes de
aire”. Ante tales palabras sonoras, el persa juró ante el cielo estrellado que
nunca se separaría del lado de un joven cuyas palabras eran tan místicas como
todos los eclipses solares que la tierra había visto.
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Es sorprenderte poder leer que Anastasio tuviera este tipo de pensamientos
e hiciera cierta analítica crítica de un texto litúrgico cuando en secreto era un
profundo ateo. Con el tiempo el persa fue dándose cuenta de ello, sospechando
en demasía cada vez que el joven salamantino reflexionaba sobre un misterio
teológico o especialmente cuando aducía a su indivisible relación palabra-
mundo. “Anastasio”, le dijo un día el amable persa, “si la palabra y el hecho
escalan con armonía el tiempo, y Dios, el Compasivo, el más grande, cuando
creó el universo tuvo que mentar la palabra universo, ¿estaba esta misma
palabra sujeta al Misericordioso o Él, el Poderoso, ¿estaba asido a ella?”.
Anastasio acomodó las enjalmas del caballo y respondió con otra pregunta:
“lejano amigo, ¿alguna vez has visto a los perros y a los gatos rezando al
atardecer como nosotros hacemos?”.
Cuando al persa ya no le cabía menor duda de que el licenciado había
abandonado la divinidad única de sus hábitos y pensamientos, prometió jamás
injuriarle o zaherirle siguiendo el juramento que una noche de sura lunar había
hecho. Contempló la fina verdad de ver a Anastasio como una contradicción
andante, una palabra hecha de carne y hueso que negaba y luego,
inevitablemente, afirmaba. “Ya bien se sabe, caro Anastasio”, le dijo un día,
“que las ciencias se inclinan por aceptar que las contradicciones no son
falsedades”. Un siglo y medio después William Blake escribiría without
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contraries is no progression .
Una noche fría, en medio del mar de papeles que siempre le acompañaban,
el persa recordó el bello secreto que un sabio turco, quizás ahora anciano, le
había contado tiempo atrás. Tomó su caballo vigoroso y, a media noche, arribó
a la pobre granja donde se guarecía Anastasio. La luz de la vela todavía era
persistente y el licenciado salió de su habitación reconociendo el golpeteo de
los cascos sobre el empedrado. Entonces, reuniéndose en la zaga de la casa y a
la luz tenue de la velilla, el persa le confesó la que sería la más misteriosa
anécdota que jamás en su vida había escuchado.
En la silenciosa Constantinopla, escondida en una aburrida calleja donde
los perros se acurrucaban entre los recovecos de las casas para huir del frío, se
levantaba la triste ventana de una casa cuyo color cremado había sido testigo
de los siniestros asedios bizantinos y donde vivía un hombre de barbas canas,
intérprete del Corán e incansable lector del Talmud. Hablaba el hebreo con su
esposa anciana y se expresaba en el turco que se escribía en caracteres
arábigos con sus pocos vecinos. Inmerso en su soledad, el anciano sólo
hablaba el árabe de su infancia con Dios y casi nunca con alguno de sus
cercanos por temeridad devocional. Aunque era un fiel musulmán, el anciano
consideraba que el estudio de los misterios cabalísticos debían ser también
prioridad en el islam. Su esposa, una judía de ascendencia sefardí, respondía
por el bello nombre de Sarahi y se dice que durante su juventud llegó a ser una
mujer de semblante resplandeciente como las auroras de primavera.
Mehmed Fahmud, como se llamaba el sabio, en un peregrinaje que joven
emprendió a Tierra Santa, oyó que se comentaba sobre la existencia de una de
las maravillas poéticas “más preciosas habidas entre el cielo y la tierra”. Eran
tiempos en que los otomanos apenas ejercían su dominio en Palestina y
también en que las historias de los preciados tesoros que aguardaban Jerusalén
borbotaban entre sus casas color hueso, como divagaciones de exóticas
cuenterías coloquiales. Mehmed, que por aquel tiempo estudiaba el Talmud
con benéfica usanza, conoció, gracias a la complicidad de un maestro de
poesía persa, a un ciego poeta musulmán que era muy famoso por las
metáforas enigmáticas que construía. Aquel ciego poeta, de nombre Said
Tifilwit, le relató un día de fraterna conversa cómo la codicia de poseer este
tesoro literario había desatado, en tiempos de la última cruzada, la obsesión de
unos soldados que formaron una pequeña orden clandestina –la orden de los
Cálinos (Kαλυμνος)- y que estuvieron dispuestos a matar inocentes por
encontrar lo que para ellos sería la mismísima Palabra de Dios hecha escrito.
Se decía que el “poema” estaba inscrito “de manera formidable en una de las
pequeñas habitaciones de una casona primitiva aledaña al Santo Sepulcro”.
Desde luego, relataba el ciego poeta, que la ubicación era una trampa para los
buscadores del poema, unos emisarios franceses que juraron bajo la cruz el
hallazgo del misterio en Tierra Santa. La aniquilación de los pobladores junto
con el caos generado entre esas viejas casas color hueso no fueron suficientes
para que pudieran interceptar el poema. Tiempo después, uno de los emisarios
intuyó que lo que podría estar desviando su averiguación se debía quizás a la
presencia de una metáfora en medio de la empresa brutal. Así pues, revisaron
los códices e información clandestina y determinaron que el poema redirigía a
una infraestructura simbólica repartida en los edificios de la santa y sangrienta
ciudad. Y tampoco esta apreciación metódica permitió que encontrasen la
composición que develaba “la sabiduría con que el Señor pudo cantar fiat lux,
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yehí-or , el uno y el todo”, ni en su inverosímil forma física y menos como un
sistema cosmogónico teologal indeterminado.
Los emisarios, ya ancianos, legaron la misión a los futuros partícipes de la
orden secreta como esperanza inacabable para aquellos que sacrificaran el
sueño de las noches por el conocimiento, pero la tarea siempre terminó fallida
en su proceder, más cuando los musulmanes pudieron consolidar su victoria
imprevisible en las cruzadas. Sólo hasta cuando Mehmed, siglos después,
conoció a Said Tifilwit fue que pudo concebir lo cerca que se encontraba para
hallar la obscura verdad poética.
El anciano invidente, ya muy enfermo, y al ver la nobleza del joven
Mehmed, le pidió, como ofrenda de misericordia, que le acompañara en sus
últimos días antes de ser devuelto a “la inconmensurabilidad del ser de Dios”.
Al darse cuenta el anciano que Mehmed era un avezado hermeneuta de las
suras del Corán, además de tener una memoria prodigiosa con la que evocaba
infinidad de sus aleyas, tal y como se decía del poeta persa Hafiz, le encargó la
tarea de transcribir los poemas que quedamente afloraban de sus pensamientos
inmersos en la noche eterna. Como forma de pago, permitió que el joven turco
se hospedara en su humilde casa, recibiendo la ración alimenticia necesaria y
al servicio de una mucama bondadosa.
Mehmed, durante ese tiempo, se dedicó a capitular la cuantiosa obra
poética de Said con esmero y la prudencia de seguir al pie de la letra la
conformación de los versos. De repente, el ciego Said cayó gravemente
enfermo y todos los esfuerzos que Mehmed distribuyó en la organización de la
literatura del primero los concentró en la requerida convalecencia. Pero Said
empeoraba y sus delirios causaban que balbuceara sentencias incoherentes y
anómalas. Mehmed preparaba bebedizos meticulosos para que el enfermo
calmara su agravante síntoma y lo que logró fueron unos lapsos cortos en que
éste retornaba a una calma profunda. En uno de ellos, el poeta invidente se
mostró cuerdo y muy locuaz, confesándole un extraño misterio.
Said regresó a los días de su adultez y le contó cómo, aturdido por la
leyenda de que ya se ha hecho mención arriba, se integró a una clandestina
hermandad que decía defender y proteger a toda costa “el lienzo de la vida y la
muerte”. La hermandad, de cuyo nombre no se tiene conocimiento alguno y
que había sido conformada por árabes y persas musulmanes durante siglos,
surgió como oposición a los intereses que los Cálinos, cobijados por los papas
que impulsaron las Cruzadas, querían propender sobre el místico lienzo. La
hermandad de Said argüía que, como el lienzo era un designio de Alá, no
debía ser extirpado de su propia finalidad porque se empañaría de la cualidad
imperfecta con que están dotadas las aspiraciones humanas, dado que uno de
los objetivos de los Cálinos era trasladar el lienzo a Roma y custodiarlo bajo la
cobertura del Papa.
Said ingresó a la hermandad a la edad de treinta y tres años y fue
adoctrinado por unos sabios patriarcas invidentes que se asentaban en el
silencioso Monte Hermón, ajenos a las actividades comunes de las ciudades
aledañas. Vivía en Damasco y, a cada víspera de plenilunio, enjalmaba su
caballo para montarlo rumbo a la concertación de los hombres ciegos que
siempre vestían kafiyyeh oscuros. Transcurrieron siete años bajo esa misma
rutina hasta que, por ordenanza de los patriarcas, fue encomendado a un
ermitaño que vivía en un milenario templo sobre la anchura insomne del
desierto sirio. El objeto de ese viaje era “la consagración suprema” a la que se
sometería Said como paso requerido de proseguimiento en la hermandad. Said
rondaba por los treinta y nueve años y, para el día de su cumplimiento número
cuarenta, sería iniciado al conocimiento íntegro del “misterio unívoco”; esto
es, que llegaría a comprender una pequeña fracción de “las maravilla mentadas
por el lienzo, en el ahora, precedidas por el ayer y preparadas para el futuro; el
asimiento de la unicidad de lo uno y el todo, al ritmo imparable de la mirada
de Dios”.
Cuando el día señalado llegó, Said fue vestido de ropas deslucidas para su
entrega total al menesteroso rito. Entonces el ermitaño vendó los ojos del
iniciado para que rezaran ambos la oración del alba y luego le encerró en un
arca de tamaño moderado, que sería arriada por dos caballos persas hasta un
paradero desconocido. Allí permaneció veintiún días en ayuno y oración,
mientras la carroza avanzaba, sentado y realizando sus necesidades
fisiológicas por un orificio inferior, hasta llegar al destino fijado. Y una vez
completado el rumbo, al detenerse la carroza misteriosa en medio de un lugar
de profundo silencio, Said fue extraído con sumo cuidado del arca, ayudado
por los brazos resistentes del ermitaño y sin retirar la venda de sus ojos, para
luego ser introducido a un espacio más compacto, donde los sonidos
resonaban profundamente con unos ecos infinitos e incomprensibles.
Descubrió, a través de su tacto, que otra persona le tomaba con unas manos
más pulcras para recostarle en una alfombra acolchada, a merced de bebedizos
reconfortantes y frutos dulces que poco a poco revitalizaran las fuerzas de su
cuerpo. Tres días después le quitaron la venda que oscurecía su vista y pudo
aprehender todas las maravillas que pululaban ante sus sentidos…
Se levantó con cuidado y tardó varios minutos esperando que la claridad de
su visión retornara la nitidez de los objetos y la realidad. Luego tomó una vara
que estaba a su lado para apoyar el peso de su cuerpo delgado. Miró a sus
inmediaciones y se encontró sólo; recordó rápidamente que había despertado
de un profundo sueño y que al abrir sus ojos ya no estaba la venda. Se dio
cuenta de que estaba inmerso en un profundo túnel y que las rocas talladas
alrededor relucían ante lo que parecía un leve bombardeo ígneo de luces
provenientes del fondo de la bóveda alargada. Siguió el rastro del bailoteo
luminario avanzando por la gruta, despacio, y, a medida que se sumergía a la
profundidad, las luces intensificaban sus destellos extravagantes. Jamás en
vida Said hubo admirado tales lumbreras, desquiciadas en coloración y
adversas a los tristes espectáculos nocturnos de las grandes ciudades que
conocía. Un dejo de confusión se quiso intercalar en la esperanza de sus
pronósticos, deduciendo que lo que estaba experimentando era la
manifestación primigenia de la locura en su máxime claridad. Pero al llegar a
una sala rimbombante de destellos lustrosos, sonidos insólitos y
reverberaciones en el suelo, la maravilla de lo vivido, en conjunción con lo
claudicante de la razón, le asió en su totalidad como si la revelación misma del
Todopoderoso estuviera bañándolo a borbotones imparables…
Le pareció que se habían dilatado las cuencas de sus ojos y que sus fuerzas
se multiplicaban, motivo por el que lanzara en el suelo el bastón delgado.
Entonces miró hacia lo más alto de la bóveda y reconoció el lienzo legendario
de que tanto divagaron con juicios cosmogónicos los ancianos del Monte
Hermón. El telar auscultado se extendía a lo largo de la superficie del salón y
Said pudo contemplar que cuantiosas figuras caligráficas eran reflectadas al
través de haces mudables de luz, propulsadas por un orificio diminuto e
increíble, casi del tamaño exiguo de una punta de alfiler… sin embargo, lo que
se proyectaba en el lienzo, como una chorrera frenética de brillos figurativos,
al ser atisbados por el noble Said, elevaban las ideas del recién descubridor a
un punto casi exógeno que ni siquiera una racionalidad vigorosa pudiera
premeditar. Se construían metáforas instantáneas, explosivas y audaces, de una
experiencia ignota, intraducible, devenida de las profundidades cósmicas del
mismo universo. Cuando una palabra nadaba entre la grandiosidad telar del
lienzo, tropezándose con otras palabras, se producía un efecto de sinestesia
imponderable que arrancaba imágenes del infinito del cosmos y las sumergía
con violencia en la conciencia cándida del iniciado; su cuerpo era apresado por
un calor perenne que se expandía cuando, de manera involuntaria, un recuerdo
oculto recorría los cauces de sus venas que se dibujaban de la misma manera
como los ríos de la tierra se pintan, a veces violentos, arrolladores, otrora
pacíficos, mansos como la dulce miel, sobre la faz y la aridez del suelo;
empero, un frío imperecedero, aquietante y turbio, le tomaba por las crines de
su espíritu y le enseñaba que la superficie bañada por esos ríos, que del mismo
modo eran las venas transportadoras de sangre, se constituía noblemente en la
imagen auditiva del rostro de una mujer que algún tiempo atrás amó. Confuso
e indeleble, reconoció que aquella mujer no había existido en su pasado y de
repente chocó con la cuantía versátil de lo sensible, que aquella mujer era la
presencia febril de una que vendría a futuro, a la que estaría destinado para
padecer hasta el hartazgo. Se vio niño y pensó como el niño que una vez fue,
pero también se vio en cada uno de los niños que pisan la tierra un ayer, un
hoy, un mañana… un ayer presente, un hoy posible, un mañana antiguo… se
vio en su nacer y se vio en su lecho de muerte, ciego y cansado. Se vio en
medio de los vórtices del tiempo, arropado en la fractura del espacio,
detentada por sus pies y por los de su padre, que sin razón alguna eran el
mismo. “Ah”, prorrumpió su aliento rezagado, “ahora que soy mi propio padre
y el de cada uno que me oiga en el devenir de los días, por lo mismo seré mi
propia madre, encogido en la caverna del dolor, que es nuestro vientre en
ascuas de ayunas necesarias”. De lo que se asustaba con ahínco, además de
verse hablando con un próximo Mehmed en sánscrito, era que se ostentaba, sin
culpa, con aceptación ansiosa y enferma alegría, como un dios por sobre la
excelsa totalidad de lo uno y la simplicidad del todo; el problema era que no
podía objetar que Dios mismo le recostaba en su regazo y que lo que veía en el
rostro del omnipotente era su misma faz repartida en la inconsistencia del
universo…
Eran imágenes infinitas que, por premura del discurso que construimos
aquí, nos es imposible seguir relatando; resaltamos tan sólo lo que más tomó
raigambre en los recuerdos de Said y que atañen a las médulas íntimas de su
existencia, pero, es el decir de cuantos lo conocieron, que aquello que vio y
vivió el iniciado eterno con el asimiento del lienzo, contiene los testimonios
sempiternos de todas las cosas interpuestas en el devenir del cosmos, que
afectan incluso la interioridad enigmática, a veces monstruosa, de ustedes
lectores que malgastan su tiempo en disonancias pletóricas de lo maravilloso,
como esta que nos llega incompleta. Se deduce, por lo mismo, que cuando
Said “transcribió” lo absoluto codificado en ese telar irrazonable, toda
sincronía del tiempo, de los hechos querellantes sobre la tierra, la valía de
todos los imperios habidos y por haber, los reyes, los príncipes soñadores,
cada hoja delicada de cada árbol, cada montaña pastada por cabras, acariciada
por la mirada de un pastor, de un poeta o del matemático que, somnoliento,
deja caer los números al vacío de las probabilidades… todo lo que ha sido, lo
que será y es, que fluye en el estar de la contingencia, todo esto, que no se
puede detentar en la pinturilla gramatical del esto, se detuvo durante un ínfimo
instante, tan pequeño, que fue semejante al primer momento rimbombante en
que el universo se originó.
Cuando despertó, recostado sobre la misma confortable alfombra en que
inició su ritual de aprehensión de los misterios dictados por el lienzo, el
ermitaño silencioso le enseñó, abriéndolo, un códice de baches áureos y fino
papel que congraciaba con diseños incognoscibles recubiertos sobre sus tapas,
muy cercanos a ese estilo barroco perdido de los orientales. Le dijo que debía
escribir todo cuanto había vivido con el lienzo, esforzándose por dar los
detalles más precisos en forma de metáforas y, especialmente, escritos en la
lengua que hablaban los sabios del Monte Hermón: el sánscrito traído por los
persas soñadores tiempo atrás, que Said aprendió durante siete años de
devoción a la hermandad.
Tuvo que jurar, después de seis días de escribana tarea, ante el ermitaño y
una persona de pequeño tamaño que estaba toda cubierta de vestiduras
oscuras, que jamás daría mención de lo vivido y escrito en el Códice Áureo
sólo hasta que la hermandad misma lo permitiera. Como parte del pacto de
discreción, Said tuvo que aceptar la exorbitante impostura de privarse de su
visión hasta los últimos días de su vida. Tres días antes de dejar el místico
túnel extenso en que fue dada la revelación, se preparó un ritual, precedido de
un ayuno matutino leve, donde, por medio de cal, las pupilas del iniciado
fueron apagadas por completo. Le dijeron que había sido bienvenido a la
negación de una realidad inventada por los hombres y que ahora conversaría
con la verdad en la perpetua noche. Pero Said dudó; dudó en demasía cuando,
ya ciego, fue trasladado en esa arca arriada por caballos persas hasta su nuevo
hogar, el Monte Hermón. La duda lo había asaltado como un invasor que se
mete por las ventanas de una noble casa, una noche previa a la ceguera. A
escondidas del ermitaño y la persona diminuta que estaba por completo
envuelta en vestiduras, Said buscó la superficie para contemplar las estrellas
por última vez. Después de ascender una gran distancia por una pequeña gruta
que se separaba de la bóveda inmensa, descubrió una inmensa placa de bronce
cuidadosamente colocada en la superficie. Se valió de grandes esfuerzos para
moverla hasta que por fin el empíreo estrellado retumbó en un espectáculo
glorioso de luz umbría. Recordó los astros y las constelaciones que estaban
fijados sobre ese inhóspito desierto y los dibujó en su brazo con la tinta que le
dieron para transcribir el Códice áureo. En la parte final del códice, a manera
de fórmula metafórica sistémica, señaló la dirección de los astros donde se
encontraba el túnel que aguardaba el lienzo.
Al regresar del maravilloso viaje, el ermitaño entregó el recién iniciado y
su Códice áureo al líder de los mucamos de los sabios ancianos. A Said se le
asignó una pequeña habitación entre el silencio del Hermón y allí se recluyó
varios años, custodiando el códice que él mismo transcribió, hasta sentir que
las voces más profundas de su soledad le acuciaban en su intensa oscuridad.
Dedujo que las pesadillas que le atormentaban en su descanso se
entremezclaban en la cordura de su lucidez y, aventurándose como un
olvidado enfermo, confabuló con un criado que le cuidaba para que le ayudara
a escapar. Milagrosamente el criado se apiadó del padecer del ciego
atormentado y, a la cúspide de una fría madrugada, escaparon del complejo
que se imponía impertérrito sobre el monte.
El criado se convirtió en cuidador del ciego Said hasta mejorar en sus
síntomas. Ambos juraron vivir en la discreción de Damasco, escondiendo el
códice, cuando les asaltó una visita anómala que les advertía peligro. El noble
visitante les confesó que había escuchado un plan macabro que se ejecutaría
contra ellos y les impulsó a que dejaran la ciudad; le parecía al visitante que
eran personas que reflejaban en su rostro la honradez de un buen musulmán y
demostró que quería ayudarles. Entonces les acompañó hasta Jerusalén y, por
medio de un leal amigo, les ofrecieron una morada en que pudieran
resguardarse. Tiempo después el criado de Said fue tomado por una horrorosa
enfermedad que acabó con su vida tan sólo pocos días; Said entristeció
grandemente y vivió mendigando entre las calles, guardando bajo sus
vestiduras añejas el Códice áureo con que soñaba siempre, sin cesación
alguna. Un maestro de poesía clásica lo encontró en medio de su descuidada
situación y se dio cuenta del gran bagaje poético que conservaba. Le llevó
donde un rico mecenas que accedió atenderle y protegerlo, y todas las tardes,
después que el maestro terminaba su clase canóniga, visitaba al ciego que
hablaba maravillas y misterios. Un muchacho turco, que visitaba la Santa
Ciudad, se topó con el maestro ejemplar que recitaba con devoción los poetas
de la antigüedad oriental y rápidamente se hicieron amigos. El muchacho, que
no era más que el Mehmed de que hemos hecho ya mención, oyó nombrar al
maestro sobre este ciego poeta que rescató de las calles, pudiéndole conocer
más tarde, en la portentosa mansión del mecenas bohemio, para consagrarse a
su palabra y sabiduría en el tiempo porvenir.
Mehmed recibió el Códice áureo de las manos endebles de Said justo
cuatro días antes de la muerte de este último. Ese día llovió a cántaros
violentamente, sacudiéndose el cielo con centellas magnánimas que parecían
evocar la furia y tristeza del éter mismo. En medio de la tormenta, y con el
códice en frente, Mehmed procuró, con un temor acreciente que le subía por la
nuca, no abrirlo todavía para traducirlo. Alistó una talega grande donde guardó
sus más inmediatas pertenencias y fijó para el siguiente día un viaje hacia el
norte, a la antigua ciudad de Damasco, para emprender la traducción del
peculiar libro. Al llegar a la ciudad, se encontró con un hombre que le ofreció
la estadía en una barraca cómoda, a las afueras de la urbe, por un precio muy
bajo y sin que se turbara con la presencia frecuente de los paseantes
entrometidos.
Dividió el códice en dos partes, dando comienzo a la lectura de la primera
fracción, en medio del sosiego y la suavidad que impregnaban los vientos
desérticos. Pero al terminar Mehmed la primera parte de la traducción –que
fue elaborada al hebreo y en lenguaje simbólico para que no se pudiera trazar
inferencias fácilmente-, tuvo esconder el “Códice áureo” en una vasija de
barro cocido que enterró después en la casucha, puesto que un inminente
peligro letal parecía formularse en su contra. Lejana noticia recibió del
maestro de poesía clásica, a través de un joven mensajero, en que hacía
mención sobre el complot de unos hombres que le buscaban para acabar con
su vida. En el mensaje, el maestro le advirtió severamente que se encontraba
en tierras donde “cada piedra escuchaba y comentaba sin prudencia alguna”.
“Sé lo que estás haciendo”, le declaraba el maestro, “y aunque es la labor más
ambiciosa que atraviesa tu espíritu, te recomiendo que regreses a tu hogar,
seas discreto y detengas tu labor. No te lleves el códice, por él peligra tu vida;
escóndelo, mucho, sin que nadie sepa dónde lo guardaste. Sólo Dios y tú
guardarán ese secreto”. Mehmed obedeció al maestro y, a pesar de sus
cuestionamientos, se prometió a sí mismo que volvería mucho después para
terminar la ansiada traducción. Sin embargo, cuando miró el manuscrito
comenzado meditó en si también debía esconderlo junto con el códice. Y
yéndose en contra de lo que emergía su miedo, tomó una bolsa forrada en
cuero de carnero, guardó el manuscrito traducido al hebreo y partió hacia
Constantinopla sin mediar un solo instante. Fue una decisión fatal de la que
jamás se arrepentiría.
La aciaga noche en que bordeaba con una columna de viajeros los nevados
montes del Líbano, unos émulos piratas a caballo les asaltaron y robaron gran
cuantía de sus pertenencias, entre ellas, la primera parte de la traducción
reciente. No podía devolverse temiendo por su vida, pero, a pesar de todo, no
se apenó. Nunca elevó queja contra el cielo y siguió su camino al norte, a ver a
su esposa que le esperaba después de tanto tiempo. Miró al cielo estrellado
contándole a Dios cómo su viaje y sus peripecias enriquecían el misterio de su
ignota palabra, apoyando su cabeza sobre una piedra para conciliar un hondo
sueño.
**
Anastasio y el persa, aquella misma noche de revelación, zarparon en sus
oscuros caballos, desde ese dormido pueblecillo de Ragusa, hacia la escultural
ciudad de Catania. Acariciaron la endeble posibilidad de que una golera los
llevara hasta una de las costas griegas, pudiendo luego concertar con un viejo
marinero de rostro curtido y se despojaron de algunas pertenencias lujosas que
portaban, embarcándose para atravesar el mar jónico que los elevaba con su
tierno azul. Fueron noches de altamar y firmamento desnudo. La luna
dentellaba la profundidad que les rodeaba y les perseguía mientras la proa se
mecía como una asidua cabalgata. Era una luna inverosímil, campante,
hechizada. No se parecía a la luna islámica que de joven imaginaba Anastasio
en Jaén como una revelación sempiterna que descubriría las sendas de toda
respuesta y verdad. Ya ese Anastasio había muerto y el que allí viajaba en esa
golera lo que divisaba era una mórbida luna cruzada.
Cuando la alta Acrópolis y las casitas milenarias se exhibieron después de
disiparse la niebla de madrugada, sintieron cómo les besaba y saludaba el
griego ático perdido que ambos conocían. Caminaron por las calles, entre la
algarabía de los vendedores de pescado y especias, y notaron que el idioma en
que les recibían distaba mucho del que habían aprendido de los libros y sus
maestros. Les impugnaba, pero con admiración de aventureros, que los
vocablos modernos fueran casi de obscuro entendimiento; Anastasio
comprendió, y se lo hizo saber al persa, que gran porcentaje del lenguaje
expresado en esas callejas por los atenienses de a pie provenían de palabras
nuevas que brotaban en el acaecer imparable del tiempo. Miró hacia lo bajo de
la colina, contemplando las puntas de los pinares y rememorando los
inmortales versos de una mujer que antaño cantó con gloria… Safo de
Mitilene…
"Ερος δ' έτίναξέ μοι
φρένας, ώς άνεμος κάτ
6
όρος δρύσιν εμπέτων"
La pequeña cantata de una diosa a quien Eros le había bataneado los
sentidos en el instante en que la natura le ofrecía ante sus ojos un bello
espectáculo… empero, Anastasio caviló con lastimera complejidad que ni
siquiera con las palabras mismas se es posible ser inmortal, eterno. Le
compungía, manifestándole a su amigo, que, si algún griego en los próximos
quinientos años se encontraba con semejante cantar, la más grande posibilidad
era que no entendería la totalidad de los enunciados; peor aún, no se podría
figurar al menos una imagen en su mente. Situación muy similar le sucedió
cuando a los siete años de edad se tropezó con el laberinto de palabras y rimas
embadurnadas del Cantar de Mio Cid. En ese momento que caminaba con su
amigo de barba prominente determinó que las palabras también morían como
los seres que habitan en la inmensidad del planeta. Él y sus versos
rememorados estaban rezagados si quiera dos mil años. Así, si utilizaba, por
ejemplo, la tercera persona plural del presente del verbo φέροντι, se daba la
sorpresa, al tratar de sostener una conversación con una muchacha de pieles
morenas, de que aquel era el modo jónico-ático antiguo del moderno
indicativo del verbo φέρω. Asimismo, la condición se repetía con infinidad de
vocablos en los momentos en que se proponía lograr pláticas a lo largo de su
estancia en la ciudad legendaria.
Una tarde, cuando el dorado sol bañaba el cielo de la ciudad, Anastasio y
su amigo decidieron ir y contemplar las aguas del golfo sarónico. El persa, con
una gran sonrisa, preguntaba cómo habían sido los nombres de los crepúsculos
que los pueblos antepasados que allí vivieron les habían designado. Anastasio,
algo meditabundo, respondió, con un dejo de aliento caído, que sólo el olvido
podía ostentar esa verdad ahora velada a ellos. Su amigo de pronto dedujo que
el español lejano estaba abatido y, luego, con esa afabilidad tan suya, preguntó
la causa de su somera pena, a lo que Anastasio respondió con unos versos:
ούκ οίδ οττι θεω -
δύο μοι τά νοημματα…
El persa volvió a dibujar su gran sonrisa y repitió los versos en su idioma
como si fuera una aleya apócrifa: “Qué puedo hacer, no lo sé: mis deseos son
dobles”.
**
Desembarcaron en el antiguo puerto de Izmir, la ciudad de apocalíptica
nombradía, y adquirieron dos caballos con un comerciante de mejillas
atezadas. Atravesaron las más de setenta leguas para llegar a La Ciudad, a la
mística Constantinopla que les deparaba el encuentro con aquel hombre que
acarició “el poema de Dios”. Buscaron entre las admirables construcciones,
estrechándose en sus pasadizos colmados de personas de toda proveniencia del
mundo, hasta que el persa le señaló a Anastasio la figura un poco lejana de un
anciano sostenido por un bastón marmóreo que salía de la mezquita de
Suleimán. Les pareció que el bastón recibía el peso de todo el tiempo existente
hasta ahora y que el senil hombre sólo se dejaba llevar por la lentitud de sus
pasos que aparentaban levitar. Cuando se acercaron, el hombre de barbas muy
canas reconoció muy presto al antiguo huésped en que confió sus enseñanzas.
La alegría de sus ojos destelló la de los recién llegados que atravesaron
grandes distancias a caballo sólo para encontrarse con él y su palabra.
Los acogió, como buen musulmán profeso, en su casa y tomaron el té de la
tarde. De pronto les disculpó para virarse hacia La Meca a rezar la Asr (‫)ﻋﺼﺮ‬
y, ellos, siguiendo el debido respeto de su hábito sacramental, también se
dispusieron a rezar. El anciano se asombró sobremanera cuando oía que de los
labios del joven español brotaba el árabe sonoro y microarmónico con mucho
cuidado y cadencia. Casi lo cantaba con solemnidad procurando seguir la
manera clásica como se decía que lo hacía el mismo Mahoma. Sólo cuando
vio que Anastasio contaba con los dedos cada rezo, el anciano se acercó al
persa y le dijo “de verdad que este hombre habla con Dios”, ignorando que
ello se debía simplemente a un acto protocolario del muchacho extranjero.
Pasaron toda la noche y el resto de la madrugada conversando en árabe
sobre sus vidas y anécdotas particulares. Agotaron los temas posibles que
podían discurrir, pero no los infinitos pensamientos que les invadían. Mehmed,
que era un amante voraz de la poesía, excedía extensas horas tratando de
explicar los versos de los poetas en árabe como Abul Faraj o el incognoscible
Ahmad Ibn Abi Tafur, cuya obra literaria se perdió y sólo se conoce por
referencias onomásticas. Anastasio atendía a aquellas enseñanzas como si
fueran el cáliz mismo de toda plena sabiduría, callando la mayor parte del
tiempo para no generar la imposición común de su raciocinio europeo.
Una mañana, muy temprano, mientras el joven salamantino trataba de
conciliar el sueño, oyó que del fondo de la casa el viejo Mehmed pronunciaba
un lenguaje muy extraño. Se levantó de su lecho y se acercó para apreciar con
más nitidez los vocablos emitidos, pero no podía entender nada; ni siquiera
podía aseverar que fuera un dialecto de origen semítico. Conocía muy bien el
asirio y el babilonio ya extintos, pero la recalcitrante tromba de palabras que
asediaba a sus oídos era ajena a todas estas comparaciones. El anciano, que, no
obstante, era muy suspicaz, supo que alguien le estaba espiando al otro lado
del portoncillo ajado. En seguida abrió la puerta y descubrió al muchacho con
ojos asustadizos. “Anastás”, le dijo, “esta lengua en que he hablado todavía es
desconocida por tus cercanos”. Por primera vez en su vida, después de
atiborrar bibliotecas y libros de sesudo intelecto, Anastasio descubría que lo
que sus oídos masticaban sin sabor era el antiguo sánscrito con que Valmiki
concibió el inmenso Ramaiana.
Durante los días en que ambos amigos aguardaron en la casa de Mehmed,
se dedicaron al estudio del sánscrito oral y al ensayo de su escritura pintoresca.
Anastasio perfeccionó, con la ayuda del sabio anciano, la gramática del hebreo
y del árabe y así pudo terminar la lectura de los pocos tomos que le faltaban
del Talmud. Aprendió a hablar con fluidez el persa, gracias a la ayuda de su
entrañable amigo, y al poco tiempo pudo escribir versos sueltos en ese idioma.
“Este es el idioma en que debieran sumergirse los poetas. Si vas a escribir un
poema alguna vez en tu vida, por favor, y en nombre de Dios, que sea en
persa”, le repetía siempre su amigo al cerrar la noche, cuando apagaba la vela
que iluminaba la habitación que compartían, preparándose para dormir. Sin
embargo, Anastasio no dormitaba. Se pasaba toda la oscura noche con los ojos
clavados en la techumbre imaginando que fuese un papel en que pudiera
escribir una y otra vez versos por doquier; extendía su mano y, con su dedo
todavía sucio de la tinta que gastaba todo el día, repasaba lentamente el
movimiento específico de cada expresión que quería plasmar.
Desde el otro lado de la pared, aún se podía oír algunos leves sonidos de
pasos lentos, vueltas de páginas y balbuceos profundos. Mehmed envejecía
cada vez más y parecía que sus ojos se oscurecían de manera irremediable.
Juraba el anciano ante sus huéspedes que sus últimos días se volverían la
propagación de noches vivaces a perpetuidad. “A veces puedo sentir que la
oscuridad quiere imponerse en todo”, expresaba al amanecer cuando descubría
con afán el cortinaje pesado de las ventanas de la sala, “es como la muerte
misma, pero los sentidos, por más que se sientan impedidos, zanjan las luces
del universo con pequeños mordiscos”. El anciano, en gran parte de sus
peroratas, hacía uso frecuente de metáforas para que quien oyera pudiera
comprenderle mejor. Era habitual que ellas brotaran, de repente, a la hora del
té, de la cena o cuando la noche se arrojaba para dar paso a la luna fría que
caminaba sobre el Mar Negro. Pero a medida que pasaba el tiempo las
metáforas se tornaban complejas y de difícil aprehensión. “Se vuelve viejo y,
como ya ha vivido lo que Alá espera que vivan todos los hombres, habla lo
que su espíritu ansía concebir más allá de las sensaciones e impresiones. Caro
Anastasio, mira cómo su voz anhela ser transportada”.
Finalmente, y después de tanto tiempo morando en la casa de Mehmed,
Anastasio no soportó aguardar sus palabras y le inquirió al anciano sobre el
enigmático caso del “poema sacrosanto” que alguna vez comentó a su amigo
el persa. Mehmed miró hacia el cielo, suspiró y replicó ante el joven que el
mismo Dios le había vedado semejante tarea. Sin embargo, dejando que el
silencio abordara todos los salones y habitaciones de la sala, manifestó que
sería una terrible pena que con su muerte ya cercana se llevara a la tumba el
conocimiento de una de las piezas más sorprendentes de toda creación
artística. De nuevo alzó su mirada, esta vez a la ventana, y agradeció a Alá.
Dijo que quizás no estaba muerto porque los designios del omnipotente habían
preparado ese encuentro con él, en esa sala, y bajo la misma conversación. “El
misterio sigue sin ser revelado, Anastás. Moriré sin poder cabalgar el inmenso
desierto que me prometí muy joven atravesar. Ahora bien, imagina que el más
bello gato persa nunca jamás conocido por otros se te ha escapado de la vista y
deseas asirlo en tus manos para nunca soltar jamás; te has propuesto acampar
en la llanura y no ceder al sueño que acaricia con sus garras nuestros cabellos.
Adivina cuánto ha sido el tiempo concurrido… ¡te sorprendes y rasgas los
vestidos porque ni siquiera el gato ha caído en tus trampas! Pero como nuestro
espíritu adolece hasta el confín, con las barbas en tu pecho, prosigues la
cacería… Terminan tus días ataviados con la noche eterna y sólo has
conseguido guardar un cabello ínfimo del gato persa más bello sobre la cintura
de este universo”, el anciano hizo un suspiro, lo miró directo a los ojos y
continuó con su deliberación. “Mis días en esa abisal búsqueda han terminado.
En cambio, como sé que eres un mozo tan atrevido como los pensamientos
que callas, te enseñaré el lugar preciso en donde escondí el Códice áureo para
que, Dios que es grande y poderoso lo permita, puedan llegar a él. Yo estoy
viejo y muy cansado, no tengo las fuerzas y la alegría de su juventud para
acompañarles en esa travesía. Por lo pronto, tengan por fe en Alá que mis
palabras les iluminarán hasta lo más profundo de su soledad, como esas luces
con que todavía sueño, en medio de esta tristeza que alguna vez bautizaron
nuestros ancestros con el nombre de vejez”.
Anastasio, embebido de asombro y acariciado por la inspiración, tomó una
pequeña lámpara que alumbraba el impluvio y, trepando por los tabiques más
altos, subió hasta el tejado para avizorar el cúmulo de estrellas palpitantes que
se extendían en el éter. Entonces recogió su pluma, sumergió el pico alargado
y escribió un poema en lengua persa. Sólo podemos traducir sus versos
iniciales:
Dos hombres, perdidos en el mar del universo,
lloran de angustia; uno de día,
de noche el otro.
Pero cuando alguno de ellos
se inclina para llorar más fuerte,
sus lágrimas humedecen los labios
del otro doliente…
Siguiendo los señalamientos del anciano Mehmed, los amigos foráneos
tomaron sus caballos y, dirigiéndose hacia el sur, cruzaron las estepas centrales
de Anatolia. Cabalgaban durante el día, con la tenacidad del sol sobre sus
cabezas y abrigándose de los fuertes vientos que atenuaban el ritmo de avance
del viaje, descansando en las noches profundas a la lumbre de una fogata
misericordiosa que entrambos preparaban. Pocas veces compartieron palabra
alguna y se sumergían en un silencio frenético, salvaje, imposible de
prescindir. Para Anastasio, el silencio era también una voz profunda a la que
con diligencia debía atender; para el persa, era el sueño sin nombre de Dios,
alambicado por los olvidos que hay entre la distancia de un planeta a otro.
Sólo reanudaron las eternas conversaciones de sus intrínsecos desasosiegos
cuando entraron a la ciudad portuaria de Mersin, a buscar un navío barato que
les pudiera arribar hasta las costas de Tierra Santa; allí, con el espectáculo del
sol entrechocándose con el mar a sus ojos, los hombres hablaron sobre las
ansias que guardaban ante la aventura que se les interponía para encontrar el
Códice áureo de Mehmed. Se dejaron endulzar por la sapidez del vino y,
adentrándose en una embriaguez misteriosa, dejaron atrás el ataviado viaje de
semanas a caballo por las llanuras extenuantes.
El bajel incesante, ataviado de finas velas que se azuzaban con las brisas
huracanadas del mediterráneo, trasladó a los amigos sagaces a la tierra
milenaria que antaño llegaron a conocer por sus lecturas y gracias a los relatos
de sus maestros viajantes, estertóreos relatores de las maravillas arqueológicas
de los tiempos del rey David y el mártir nazareno. Después del desembarco en
Tiro, lograron sucumbir la imaginación que tenían por el mar de Galilea al
tomar una barca y, de noche silente, deslizarse por las aguas mansas que
avivaban las remembranzas cánticas de los poetas antiguos. Asimismo, cuando
pasaron por Nazaret, avizoraron cuán apacibles y pequeñas eran las casas allí
asentadas, cuyas callejuelas que les rodeaban eran rezagadas por el paso
calmoso de uno que otro asno y campesino lugareño; se les hizo difícil
reconocer que ese tranquilo poblado fuera en tiempo otrora el escenario natal
de uno de los personajes más importantes para la devoción que Europa
predicaba con ahínco virulento. Atravesaron Naplusa, la ciudad fundada por
los romanos, y se quedaron tres días en ella para recapitular los planes que
ejecutarían una vez estando en Jerusalén.
En Jerusalén debían encontrar a una mujer anciana que respondiese por el
nombre de Aliya. La mujer había sido una perdida enamorada de Mehmed en
tiempos de su estadía en la ciudad Santa, cuando conoció el misterio que
rodeaba a la mensura del Códice áureo. Les dijo que la encontrarían en una
pequeña casa de barro y madera que se situaba en la parte más alta de una
colina solitaria, al costado de la extensión de la ciudad. Repasaron los pies de
nuestros amigos sobre las colinas y caminos que ya despedían a la urbe
bulliciosa. Subiendo por un pequeño puente que colgaba sobre un arroyuelo
ilusorio, se encontraron con un campesino que dolía sus espaldas con
rebosantes manojos de trigos, cuyo árabe enrevesado les indicó la casa de una
anciana que tenía el mismo nombre que ellos esperaban. Al aproximarse,
descubrieron que la casa estaba casi derruida, invadida de malezas alargadas y
con el tejado resquebrajado. El persa se atrevió cruzar el cerco y tocó la
puerta; nadie abría. Anastasio, melancólico, invitó a su amigo a que regresaran
a la posada en que se resguardaban. No obstante, el persa ignoró la querencia
del español y se perdió entre la maleza que abordaba un flanco de la casa,
introduciéndose por una ventana que descolgaba uno de sus aleros.
Anastasio, con los pies henchidos, se sentó en el suelo y apoyó el rostro
fatigoso sobre sus manos salinas. Sintió que una mano toqueteaba su hombro y
alzó sus ojos, chocándose con el ímpetu del sol y una sombra que trataba que
impedirlo. Era un muchacho delgado, imberbe y de crespos saltarines,
acicalado por una gran sonrisa que le embebía el rostro. Le saludó con
amabilidad y le invitó a que entrara a su casa, una pequeña cabaña aposentada
al otro extremo de la vereda, acompañada por un bello sándalo que se mecía
con suavidad. El persa se reunió con ellos después de fisgonear y se
dispusieron a tomar el té en la casa del muchacho. Allí les comunicó que la
Aliya que estaban buscando había muerto hacía poco tiempo. Dijo que le
había conocido un hijo que, de cuando en vez visitábala, y destacó también
que, por lo general, ella permanecía sola, resguardada en su casa. Poca palabra
pudo intercambiarle cuando eran vecinos y, una semana antes que falleciera, el
muchacho la acompañó en su lecho. Durante ese periodo Aliya le decía al
muchacho que deseaba con todo su corazón que su hijo viniera a verle la
última vez antes que muriera; desde luego, el joven, como un acto de bondad,
emprendió el viaje hasta Damasco para encontrar al hijo de la mujer enferma.
Estando allá se dio cuenta de que era un imam representativo de una pequeña
mezquita de la ciudad y pudo conversar con él fácilmente. Se devolvieron
juntos, con apresuramiento indeleble, recorriendo vastos campos desérticos y
desolados, hasta llegar al hogar aquejado, encontrando a la tristísima vieja
recluida en el profundo sueño de la nada.
Lloraron varios días, rezando con aciaga loa, sin probar ningún alimento
con sus bocas resecas, agrietadas. Después de dos semanas, el imam le
confesó al muchacho que se negaba totalmente a quedarse en aquella casa de
su madre y que, siguiendo los preceptos de Alá, debía instalarse en la
mezquita a la que servía, lejos de la melancolía que le producía su tierra natal.
No obstante, bendijo al muchacho y le recalcó que podía contar con su ayuda
cuando alguna vez la necesitara.
Los amigos se quedaron en silencio y le pidieron al muchacho que
pudieran dejar descansarles esa noche en aquella morada. Cuando despuntaba
la luna sobre las colinas adyacentes de la ciudad Santa, Anastasio expresó el
abatimiento que sentía a su amigo fraterno; le confió que sentía escuchar una
voz el fondo de su alma que gritaba no querer proseguir con la búsqueda del
lienzo. El persa sonrió con la ternura que siempre le era característica y
declaró que, tiempo atrás, se había prometido no quebrantar un juramento
consigo mismo. “Todo lo que tú quieras hacer, eso también haré. Si estás
triste, yo lo estaré; si eres feliz, trabajaré todos los días de mi pequeña vida
para serlo. Y si algún día, sientes que debes dejar tus deseos en manos del
Todopoderoso, yo renunciaré a mis deseos para estar contigo”. Durmieron esa
noche, cobijados por el calor de su incomprensible amistad, mientras el
muchacho campesino, fuera de la cabaña, contaba las estrellas del éter con la
felicidad de un niño que corre libre por el campo, riendo, extático, y sintiendo
por sus venas la indescriptible y confusa felicidad de que ha descubierto la
vida.
Anastasio, sin embargo, había soñado. Soñó que caminaba por un bosque
oscuro, profundo como la marea alta de la noche, sintiendo que un ansia
sorprendente le calentaba la nuca. Entonces se le atravesó una gran serpiente,
tonificada de rojo carmesí, que abría la boca descubriendo sus fauces letales.
Él sintió ser sobrecogido por un miedo que le hizo correr sin fuerzas,
desvencijado y lacerante, cayéndose en un fangoso lodazal que imposibilitaba
su avance. Pero cuando alzó la mirada descubrió un árbol frondoso, de
relucido verdor, cuyas ramas finas colgaban frutos vividos, que se exhibían
exquisitos en medio de la lóbrega foresta. Pudo levantarse de entre la bruma
invasora y luego trepar el árbol maravilloso. Tomó un fruto y lo mordió
deseoso de succionar el néctar total que lo condensaba. Saboreó, pues, el zumo
más dulcificado que en vida alguna jamás hubiese probado; el extracto bajaba
por su garganta como la sonora alevosía de unos versos proferidos,
declamados por seres sempiternos, que aunaban su espíritu de la podredumbre
a que habíase sumergido. De pronto, el fruto dentelleado empezó a crecer
raudamente y se vio en la necesidad de sostenerlo con las dos manos. Debajo
de sus pies, la serpiente horrísona entrechocaba su cabeza abominable sobre el
tallo del árbol, dejando que Anastasio tomara el imparable fruto y lo dejara
caer sobre demoníaca criatura. Dicha serpiente, envuelta en roja vivacidad, se
fue desmoronando como el polvo acumulado que azuzan los vientos recios de
las montañas, permitiendo que el español descolgara del árbol lívido y
prosiguiera su camino. Allí despertó.
Confesó su sueño victorioso a su amigo persa y, como si siguieran las
órdenes de un emperador, partieron a Damasco esa misma mañana. El
muchacho les indicó la ruta que debían tomar e ilustró con palabras tenues
cómo era el destino que debían arribar. Les habló sobre una mezquita, les
dibujó con sus labios unas callejas pobres y unas cabras adormiladas que
rodeaban las casuchas pobres a la intemperie de la sequedad desértica y
fatigosa. Tomaron de nuevo sus caballos e inauguraron una vez más la
aventura poética.
**
Alhumad se había acostumbrado a vivir solo, sin el perjuicio que a veces
trae la presencia de los otros, para poder pensar con asiduidad los grandes
misterios que Alá había arrojado sobre el universo. Por ello y por su
dedicación a la lectura del Corán, era el imam de una pequeña mezquita que
estaba construida a las afueras de Damasco, en medio de la serenidad y lejos
del ajetreo de los pobladores. Era muy querido por los creyentes que se
acercaban a la hora de los rezos, llamados por él a través del cántico
menesteroso que les agrupaba, y siempre fue contemplado como un hombre de
excelso ejemplo para quien quisiera regirse por la ley islámica. Desde muy
niño, y a pesar de haber perdido a su padre en un naufragio, deseó emigrar a
las tierras desérticas sirias cuyas ciudades habían sido cuna de antiquísimas
civilizaciones, para poder vislumbrar con sus propios ojos lo que los libros
relataban con épica prosa. Enviudada su madre, Alhumad sintió una profunda
nostalgia que le derribó todas las aspiraciones propuestas a través de sus
dibujos y poemas, plasmados en papeles amontonados que guardaba en un
cofre. Un día, al ver que su hijo pocos alimentos probaba y se ensimismaba en
una turbación irrefrenable, Aliya le narró la prodigiosa historia de un lienzo
que escribía el mundo y el universo, al mismo tiempo que lo emborronaba o
suprimía. Lo había hecho como cualquier padre que se inventa un relato, o que
le llega de oídas, para entretener la animosidad de sus hijos, que se azora con
el aburrimiento de la rutina, equiparable a la muerte en vida. Lo que no
esperaba Aliya era que su hijo, tal y como hizo Mehmed, creyera apasionado
en todo cuanto le había relatado.
El niño afloró un brillo sorprendente en su mirada que hizo intuir a la
madre que la tristeza profunda se había derrotado. Alhumad, encantando por
las historias de los hombres que entregaban su vida por proteger el lienzo
absoluto, prometió, desde ese momento, que todos los días de su vida se
esforzaría por hablar con Dios, obedecer sus leyes y defender la verdad
proferida por el Profeta, con tal de llegar hasta el místico lienzo. Pero guardó
su promesa en el corazón y decidió no contar a nadie, ni siquiera a su
progenitora, la misión que emprendería desde ese día de su existencia. A los
quince años de edad, atiborrado de vigor y sobrecogido por un espíritu de
osadía, viajó a La Meca, como todo profeso musulmán debe hacer, para
encomendarse ante Alá ante la que sería su más ambiciosa empresa: la busca
del “lienzo de la vida y la muerte”.
Devolviéndose de La Meca, después de magullarse con la multitud que
giraba en torno a la Kaaba, pasando por Medina y cruzando el hostigoso
camino desértico que le llevara hasta el Monte Hermón, Alhumad nunca
desfalleció y tampoco llegó a pensar que pudiera fracasar en la misión que se
había propuesto. Era todavía un niño cuando emprendió semejante viaje y
fueron muchas las veces en que se vio desamparado, hambriento y casi
moribundo, tratando de conseguir víveres en las remotas ciudades que se
escondían en el desierto mórbido. Sólo cuando en el horizonte se veía
relumbrar la ciudad eterna de Damasco, con sus casas y edificaciones
milenarias imponentes, Alhumad se arrojó al suelo prorrumpiendo entre
sollozos el amor por la verdad y por Dios, que nunca le abandonó en tamaña
tarea. Entró victorioso a aquella ciudad y, desde esa época hasta el día en que
llegaron los amigos foráneos, decretó vivir en ella, sin ánimo de volver a su
tierra natal.
Allí fue cuando aparecieron el erudito Anastasio y el sabio persa, que,
impulsados por un sueño simplón acaecido en la noble noche donde un joven
muchacho contaba las estrellas del empíreo, encontraron la minúscula casa en
que se la pasaba meditando Alhumad. Sin embargo, por medio de la
información de los paseantes, reconociéndolo y estando seguro de que el
señalado fuera el imam respectivo, Anastasio le recordó al persa que jamás
Mehmed había hecho mención de que Aliya hubiera tenido un hijo. Tampoco
pudieron conocerla a ella porque llegaron justo después de su defunción y, a
partir de todo ello, considerando que Alhumad, según las someras
descripciones recibidas en Jerusalén, era un musulmán impetuoso, era difícil
labor poder entrar en confianza directa con quien sería el hombre más cercano
al lienzo.
Entonces el persa, valiéndose de su notable amenidad y ternura, consiguió
principiar una plática bastante formal con el imam más respetado de esa zona.
Alhumad no terció ante el interés de este gentilhombre que reflejaba prudencia
en su palabra y concertaron beber el té delicioso que el devocionario preparaba
asiduamente. Fue tal la dulzura y confianza, además de la inteligencia
descomunal, que sentía Alhumad hacia el persa, que el primero relató la causa
por que se encontraba en esa ciudad arcaica, retomando los recuerdos de niñez
con su progenitora y todas aquellas remembranzas que evocaban el peregrinaje
a La Meca y el viaje sufriente a Damasco, que arriba mencionábamos.
Alhumad, al ver que la noche se acercaba con pasos agitados en el cielo, invitó
al persa para que pernoctara en su pequeña pero acogedora casa, al calor de
una lumbre que disipara los vientos fríos provenientes del desierto; sin
embargo, el persa, sonriendo nuevamente, le dijo que debía volver con su
amigo puesto que le esperaba para construir la tienda en que descansarían.
Alhumad, en cambio, rogó al peregrino para que trajera de inmediato a su
amigo y se instalaran allí con sus cosas.
Lo que llamó la atención a Alhumad de Anastasio era la destreza elocuente
con que se expresaba en el árabe y también con la que rezaba la última salat.
Para Alhumad era exótico ver que un occidental, que por lo general “desprecia
las tradiciones y la verdad manifestada por el Profeta (Paz y Bendición con
él)”, se mostrara tan respetuoso, clemente y fascinado por la sabiduría de una
tierra ajena a él en gran cuantía. A partir de ello, Alhumad, con relevante
alegría, celebró la visita de los modestos amigos destacando que con ella los
designios del Misericordioso preparaban un nuevo cauce, ignoto para la razón
humana, en el curso de la historia. Y en verdad Alhumad no se equivocaba,
porque al otro día, cuando se levantaron para organizar el viaje, ambos amigos
le confesaron el motivo por que habían llegado hasta allí: que ellos también
conocían, y con más detalles, la historia que encriptaba el anhelado lienzo de
la vida y la muerte, de lo absoluto, de toda poética consustancial existente que
concatenaba al cosmos, que escribía sobre lo que ha sido, sobre lo que será y,
luego, emborronaba lo que ha de ser el presente… “¿Y qué es el presente si no
un sueño olvidado que nos visita todas las noches, queridos caminantes?”, les
preguntaba Alhumad mientras bebían el té de la mañana. “De la misma
manera como te inquieta tu espíritu, el nuestro nos hizo venir hasta aquí para
que buscásemos y escribiéramos, tal y como Dios ha hecho con los ilustres de
este mundo, todo cuanto veamos en ese maravilloso telar”, respondía
Anastasio. Pero Alhumad era de parecer ensimismado y caviló mucho tiempo
antes que tomar una decisión. Les pidió que le esperaran y se apartó a una
pequeña colina, muy similar a la que recordaba de sus días de infancia, cuando
su padre construyó la pequeña casa en que moriría su progenitora y a la que
con desazón avivaba la melancolía continua que guardaba en su corazón.
Tardó lo suficiente como para que los amigos comenzaran a creer que se
hubiera ido muy lejos y fuese arrebatado por un caballo equiparable al que
trasladó a Mahoma hasta el cielo, pero, después de una larga espera, Alhumad
regresó y entró por la pequeña caseta. Se sentó delante de ellos, los miró con
minucia y luego les sonrió. “Hasta ahora me he dado cuenta de un error que
envilecía mis sueños”, dijo y tomó la jarra para servir el té, “somos tan
minúsculos como los granos de arena de este infinito desierto llamado mundo,
que nos hemos olvidado que también somos absolutos. Miren”, y bebió un
trago de té, “podemos estar seguros de que alguien, en una casa casi igual que
esta, con la compañía de dos visitantes parecidos a como son ustedes, puede
estar saboreando el mismo té que brota de la tierra. No importa si su textura,
su irrigación necesaria o el cultivo a que fue sometido sea diferente del que
ahora yo bebo aquí; lo que importa, como la misma verdad que repasa por
nuestros ojos, nuestros labios y nuestros oídos, es que saboreamos el té y
conocemos lo que es un sabor, lo que, de alguna manera, conforta nuestro
espíritu. Así, por ejemplo, los antiguos han pensado este misterio y por eso se
dice que cuando un hombre sueña, del mismo modo está soñando también otro
que, aunque no se conocen, saben y conciben la verdad de un sueño. Yo,
cuando he soñado y me he despertado confundido, he alzado mis ojos al cielo
y sonreído porque otro hombre también en este mundo se ha despertado
confundido como yo, y esa es la ley de vida. Pero más me he intrigado y
también gozado cuando sueño que encuentro el lienzo, en un valle detrás del
monte Hermón, y aprecio toda la unanimidad de lo que existe (pero sólo Dios
es omnisciente y nunca duerme) teniendo yo por gloria escribir todas estas
cosas en libros que no cabrían en bibliotecas. Desde luego que he ido varias
veces, casi todos los años, hasta el Hermón a cumplir lo que dictan mis sueños
y por supuesto que no he encontrado nada. Y ahora que han llegado ustedes,
diciéndome que buscan semejante tela misteriosa, mi corazón se alegra porque
una certeza se revela ante mí. Esta certeza es que ustedes, amables
gentilhombres, también han sido impulsado por sus sueños y, a través de las
historias que han oído y comentado, han venido hasta aquí para continuar la
búsqueda de lo que nunca pude encontrar, de lo que no se puede encontrar.
Miren amigos, cómo las maravillas de las obras de Dios, el más
misericordioso, el clemente, nos han llevado a conocernos y entender qué es la
vida si no tan sólo un manojo de palabras hechas carne. Entonces, gracias a
ustedes he podido descubrir cuál es mi porvenir, que alguna vez estaba
confuso tan confuso como las aguas turbias por el lodo, y cuál es la paz que
elevará mis pensamientos de ahora en adelante. Ustedes, por lo pronto, no han
terminado su viaje y deben ir hasta el Monte Hermón para encontrarse con
ustedes mismos, hallarse a ustedes mismos, y no a un lienzo que, a lo mejor,
como el fabulario de Báidaba, no existe y sólo sirve como un espejo que
duplica el universo, el mismo espejo en que me vi reflejado en la imagen de
ustedes dos, caminantes apasionados y formidablemente ingenuos como el
hombre impoluto que Dios, el más grande, anhela en todos los hombres del
universo”.
**
Despertaron muy temprano en la mañana, rezaron la oración del alba,
alistaron los caballos, enjalmándolos de nuevo, y bebieron té con la serenidad
de buenos visitantes. Partieron en compañía de Alhumad, quien había pedido
prestado un caballo, acompañándoles hasta un valle alto, ya más cerca del
soberbio Hermón, que parecía mirarles con provocación, anquilosado por el
grumo perentorio de las nubes paseantes. Tenían que ir hasta allá. Debían
culminar su viaje en ese punto. Ahora sabían el entramado que había envuelto
la inverosímil historia del lienzo absoluto, pero no se sentían frustrados, ni
mucho menos engañados por la perfidia que con ello trajo sus ansias de
conocer lo incognoscible, que es la finalidad de toda poética. Empero,
consideraron que el azar del tiempo, la estupefacción que con ello se adquiere,
les podía deparar el descubrimiento, no sólo de sus ambiciones nuevas, de
otras posibles rutas que les impulsaría ir y descifrar lo poco que se puede
escrutar del mundo, sino también de construir una poética de su misma
existencia. Esto, desde luego, lo habían leído de los antiguos y lo tuvieron
siempre en sus narices, pero, al mismo tiempo, lo obviaron como una forma
subrepticia en que se diluye el espíritu humano.
Alhumad les despidió cuando se aproximaban para encumbrar una
pendiente y, quedando inmersos en el susurro de los vientos que acrecentaban,
se vieron envueltos en una mudez inevitable que les acompañó hasta ya ser
alcanzados por la penumbra del crepúsculo. Prepararon las pieles en que se
envolverían, avivaron la lumbrera candente y se pusieron a conversar sobre la
imposibilidad del futuro y su inmanencia en la imaginación de todos quienes
habitan la faz del globo. Rieron, declamaron sus poesías, cantaron y,
finalmente, asediados por una modorra que se engrandecía con el frío
avasallador, quedaron dormidos bajo la manta de oscuridad que se posó sobre
ellos, en esa ínfima falda del Hermón áspero. Entonces Anastasio soñó.
Soñó que caminaba con su amigo sobre una llanura pastosa, solitaria,
explayada sin fin, y que se encontraban con una edificación cúbica con una
torre sobresaliente en todo su centro. Se daban cuenta de que en realidad se
trataba de un mausoleo cuyas paredes cambiaban de tonos coloridos, en las
sombras o en los espacios donde se posaba la luz, que era opaca como si el sol
estuviera levemente cubierto por un manto delgado. Al entrar en el mausoleo,
la tumba de un desconocido se alzaba inmortal, bañada por un blanco
fulgurante que lastimaba sus ojos y extendía la luminosidad en todo el salón.
Giraron en torno a ella para apreciarla con detenimiento, descubriendo
Anastasio que en la punta alta de la tumba había una especie de inscripción
con una estructura estrófica, similar a la que tienen los poemas clásicos. Se
apresuró para trepar una de las losas marmóreas que reposaba al lado del
bellísimo sarcófago y sintió que su amigo le tomaba por el extremo de sus
vestiduras, recomendándole que se abstuviera de hacerlo. Pero Anastasio
sonreía y más se hincaba para admirar las letras doradas que allí estaban
escritas. Pudo divisar que se trataba del trozo de un poema hebreo que alguna
vez había leído. Repitió las mismas palabras en voz alta para que el persa las
escuchara, y estas eran así:
‫תאותי כל נגדך אדני‬
7
‫שפתי על אעלנה לא ואם‬
Entonces el persa las escribió sobre el brazo de su túnica, con tinta negra, y
de nuevo, le gritó a Anastasio que se bajara de la enorme tumba. Cuando el
español se bajó, sonrió una vez más hacia su amigo, y, sin poder entender por
qué sonreía, sintió que en las profundidades inescrutables de su corazón se
ensalzaba el deseo de querer abrazarlo. Allí terminó el sueño de Anastasio.
Abrió sus ojos, un poco adoloridos por las luces incandescentes del
amanecer, encontrando a su amigo, escribiendo sobre un pequeño librillo que
siempre llevaba. Anastasio todavía se sentía inquietado por el sueño que hacía
unos pocos instantes le había visitado, sentándose y meditando bastante
tiempo antes que probara bocado alguno. El persa lo miraba con curiosidad
determinando que la causa de que su amigo estuviera meditabundo se debiera
a un solemne sueño. Así que le preguntó qué había soñado y, de inmediato, el
español, con una sonrisa parecida a la que había dibujado su rostro en el
sueño, le contó todo lo que había visto y sentido. El persa, después de oír todo
el relato de su amigo, y con un asombro que le hizo aplaudir hacia el cielo
agradeciendo al eterno, le dijo: “caro compañero, en verdad que ese sueño lo
compartimos juntos, porque yo también estaba allí. Alabado sea Dios, el que
nunca duerme, porque hizo que soñáramos juntos de la misma manera como
revela sus misterios, pues mi sueño comenzó con que recibía de ti un abrazo
cálido como el sol, en un recinto similar al del mausoleo de Saladino (que Alá
esté complacido con él), y que tú me repetías las palabras que había escrito en
mi túnica, con tinta negra, para salir y emprender un viaje a un valle que
conozco de oídas, bajando al otro lado de este monte coloso, en el que
encontraríamos un tesoro. Recordé perfectamente las palabras hebreas que me
repetiste, porque son de un poeta conocido de tu tierra, y he escrito todo
cuanto he soñado mucho antes que despertaras”, y le mostró lo que había
escrito, en el persa de su infancia, de sus sueños, de sus más íntimos
recuerdos, haciendo que Anastasio quedara enmudecido mucho tiempo,
mirando a un punto fijo de lo que nosotros llamamos realidad.
Siguieron subiendo en sus caballos por la tierra fría del monte hasta ya
divisar más cerca la nieve que relucía ante los rayos del sol. Llegaron hasta
cierta altura porque su cansancio no les permitía ir más allá. Allí tendieron una
pequeña tienda para guarecerse de la gélida noche y decidieron ayunar por
respeto a los caídos, a las almas de algunos mortales que por allí cruzasen,
según la preocupación del persa. Anastasio, aun así, seguía enmudecido, sin
proferir ninguna palabra. El persa sospechaba que de pronto se tratara de una
sordidez suya ante la empatía de sus sueños, pero había pasado el tiempo
suficiente como para que asimilara tal sorpresa, determinando que tal vez el
español estuviera sumido en un enojo desesperado que lo llevara a pensar que
todo fuese empañado por un absurdo inabarcable, un sinsentido persistente
que bañara los anhelos de su corazón y el de su amor por el conocimiento.
De regreso, y bajando por una pendiente extensa, el persa trató de sonsacar
algunas palabras a su amigo, pero ello terminó en una inútil intención.
Permanecía con la mirada recia, sin ese brillo tan particular que llevaba
consigo, perdido ante el horizonte que se derramaba sin fin en conjunto con el
firmamento, como si olvidara que el persa le estuviera acompañando en esa
travesía tan incomprensible y extraña a la que se habían embarcado.
“Anastasio”, le dijo en voz alta prescindiendo de que tal vez no le oyera,
“ahora te estás confrontando contigo mismo y eso te parece insoportable,
como el sabor bilioso de la hiel. Hace tiempo entendí que todos los días en que
yo despertaba, alguien más despertaba conmigo, dentro de mí, zahiriéndome
con sus pensamientos negros y con su pesimismo infernal, que, por supuesto,
nada agrada a Alá, el misericordioso. Ahora he sabido hablar con él, he
dialogado y hasta le he exhortado, quedándonos abatidos el uno al otro tal y
como estás tú. Ustedes los occidentales son más apresurados para escalar una
montaña rocosa de la que pueden caer fácilmente. Nosotros, en cambio,
debemos meditar ante toda acción, porque antes del hecho todo ha sido
pensado, incluso la respiración misma. Pero eso no quiere decir que tú seas un
hombre inferior o poco inteligente... mira, somos de carne y hueso, ambos
hemos sido creados con las mismas condiciones y también sufrimos el
hambre, las pesadillas y el llanto. No obstante, hemos mirado el mundo
diferente a ustedes, como ustedes también han hecho con sus ciencias, con sus
códices y con las magníficas universidades en que pude entrar y admirar. Eres
mi amigo y, te lo dije, te acompañaré hasta donde nuestro más grande Dios lo
permita. Y mira, te estoy acompañando hasta en el más remoto viaje que has
tenido; desde luego que no estoy hablando del que hemos hecho con nuestros
caballos sino del que estás haciendo contigo mismo, a tus adentros. Nadie se
percata, caro amico, de que los viajes también nos llevan hasta nuestra
profunda y misteriosa interioridad; quizás, en el futuro, cuando alguien decida
escribir nuestra historia, por lo mismo estará viajando a sus adentros,
conociendo los otros que viven dentro de él, combatiendo con ellos o
dialogando con ellos. ¿No te has preguntado, Anastás, si realmente existe el
yo, si quienes vemos en las calles de las ciudades, en los barcos, en los
torreones lejanos sobre las montañas o en los pintorescos castillos, sean
también nosotros mismos en un solo yo que trata de comprenderse hasta el
infinito?”.
En cuanto el persa terminó su perorata admirable, Anastasio le miró y trató
de sonreír. Dijo que se alejaría un poco y que volvería después de unos
instantes. Pero los instantes se fueron extendiendo hasta convertirse en horas
y, finalmente, en un día. El persa aguardó con su caballo en el mismo lugar por
dos días más y aceptó por fin que su amigo se había ido. Volvió a Damasco y
allí permaneció durante unos meses más, meditabundo y sin poder conciliar
bien su sueño hasta que recibió una visita. Era un muchacho pequeño que le
traía un mensaje. Decía venir de parte de un tal Cornelius Caelorum y decía
también que éste sabía dónde se encontraba Anastasio. Le pedía al persa que
se trasladara a Alepo, que pasara por las afueras del zoco de la ciudad y que
preguntara por quien respondiera a ese nombre latinizado. El persa tomó su
caballo y partió, sin dudarlo, hacia el lugar indicado.
Nunca apareció el hombre llamado Cornelius Caelorum, pero sí una carta
escrita en latín que le dio un mensajero al persa y que pudo leerla en una
pequeña habitación que el mentado misterioso, al parecer, le había costeado.
En la carta, el narrador de nombre latinizado decía que Anastasio se
disculpaba sobremanera por su desaparición intempestiva, pero lo que le había
sucedido después era digno de mención a su amigo honorable y amado.
El narrador relataba cómo Anastasio, abatido por las peripecias que
sucedieron entorno a la leyenda del lienzo de lo absoluto y por el
derrumbamiento de sus ambiciones aventureras, quiso cabalgar sin parar,
tratando de burlar la distancia excelsa del paisaje, hasta donde el azar del
espacio y el tiempo le llevaran. De pronto su caballo se cansó y decidió que
debían tomar un descanso. Se preparaba para cerrar sus ojos cuando, de
repente, un pequeño brillo destelló en la lejanía, inmerso en la oscuridad
naciente. Su caballo estaba muy cansado y pensó que no se levantaría para
llegar hasta aquel chispazo, que refulgía intermitente como si estuviera
llamándole. Anastasio, apresado por un ansia colosal, no pudo dormir durante
las horas subsiguientes, y sólo hasta que el amanecer apareciera se dio cuenta
que se trataba de una antigua edificación con un patio enorme. Bajó con su
caballo por la colina faltante y, al llegar al lugar divisado, se percató de que se
trataba, al parecer, de un templo vacío de algún tiempo remoto, devastado por
el olvido. Entró en el templo y reconoció que el tipo de construcción que se
había ejercido allí respondía a un método de algunos milenios atrás. Pero al
repasar la mirada por cada uno de los rincones derruidos se dio cuenta de que
no había el menor rastro de algún ídolo que fuera allí colocado, aceptando que
probablemente se tratara de un culto monoteísta. Era muy difícil precisar que
se tratara de una proto-mezquita de tiempos posteriores a Mahoma, debido a
que el estilo de la edificación, que era muy simple, y su estructuración espacial
parecían evocar épocas más arcaicas a la de la llegada del islam. Sin embargo,
Anastasio ignoró algún posible diagnóstico y siguió su camino, pasando por
una puerta abierta, hasta llegar al símil de inmenso patio.
Una cerca trataba de encerrar un conjunto de tierra extenso, pero, por la
incidencia del tiempo, se interrumpía su prolongación como si la hubieran
quitado con hachas o sables. Anastasio caminó a través de ese conjunto y
percibió que había varias montañas pequeñas de tierra a lo largo del campo,
repitiéndose una tras otra con una ordenación muy poco notable. Se paró en
medio de dos montones de tierra que sobresalían con cierta prominencia y
dedujo que se tratara de un cementerio. Caminó hasta el otro extremo del
campo, donde se suponía que terminaba el cerco, y divisó, limpiando con sus
manos la arena, un muro enterrado que se extendía unos pies más hacia la
izquierda. Allí se dio cuenta de que, enterrada, reposaba una lámina de hierro
consumida por el sol y la corrosión de la zona desértica; tomó una vara que
extrajo de lo que quedaba de la cerca y comenzó a excavar para poder apreciar
mejor la lámina. Entonces supo que no era una lámina sino una puerta y toda
la mañana, soportando el sol insoportable del mediodía hasta despuntar en la
tarde, descubrió una puerta de siete pies de largo y uno de ancho, soportada
por un muro de piedra que se hundía entre la tierra. Ya oscurecía
profundamente y Anastasio, tomado por algún temor inevitable, se abstuvo de
intentar abrirla con alguna de las herramientas que siempre llevaba consigo en
su caballo. Se recluyó en el templo con el equino y sintió que un profundo
sueño lo tomaba.
En este punto, la carta se tornaba confusa y el narrador argüía que tampoco
entendía con entereza lo que hubo sucedido con el español. Según los
comentarios de Cornelius Caelorum, Anastasio despertó de ese profundo
sueño en medio de la oscura madrugada, cuando todavía dormía su caballo, y
sintió el irresistible deseo de ir hasta la puerta encontrada para tratar de abrirla.
El frío era acreciente, el firmamento estaba empapado de una tela nebulosa
sombría y los vientos que entraban por los orificios del templo parecían evocar
voces inmortales de profetas primitivos cantando en una lengua incognoscible.
Anastasio se cubrió con un manto grueso, prendió una antorcha y decidió
atravesar el campo para llegar hasta la puerta. Sentía fiebre, unos punzones en
sus sienes y le parecía que el suelo se distendía en un infinito incómodo que
aceleraba su respiración. Llegó jadeante ante la lámina de acero vetusta pero
imponente y trató de abrirla con una palanca que se ideó con una de sus
herramientas. Se cansaba, pero insistía de nuevo sobre ella, con su palanca
alargada hasta que la puerta cedió unas pulgadas. Sintió de nuevo temor y,
cansado febril, se sentó queriendo meditar unos instantes. Empero, no podía
meditar; tenía los pensamientos enrevesados, amontonados, a punto de estallar
como una algarabía incesante, equiparable a la creciente peligrosa de un río
que, al pulso del agua, lleva piedras y lodo en un caótico espectáculo.
Anastasio, aventurado, se levantó y empujó la puerta con todas las fuerzas que
le quedaban, saboreando el frenesí que le tomaba, en una excitación
descomunal que le hizo abrir los brazos, caer de rodillas y gritar en medio de
la silenciosa penumbra. Cerró los ojos, todavía embebido por la fiebre, y,
levantándose con temblor en todo su cuerpo, entró hacia la oscuridad total que
reposaba detrás de la puerta.
Según la testificación de la carta de Cornelius Caelorum, Anastasio no
recordaba nada de lo que vivió allí adentro hasta que fue hallado durmiendo
otra vez en el templo por un cabrero que pasaba allí. El español despertó y,
estupefacto, mirando al cabrero, preguntó si ya era la mañana. El cabrero le
respondió que habían trascurrido tres días desde que lo había encontrado allí
acostado y, pensando que se tratara de una enfermedad, se quedó con él
cuidándolo y rezando a Dios para que despertara de lo que pareciera un trance.
Anastasio le pidió al cabrero que le acompañara hasta el otro lado del
cementerio, para mostrarle lo que había descubierto, y cuando llegaron sólo
había rastros de arena y algunos palos del cerco caídos por el viento. El
cabrero le dijo al español que debía seguir en su descanso, en la convalecencia
necesaria para no dejarse despistar de las visiones delirantes que le
avasallaran. Dejó entonces que aquel pastor le llevara a su casa para terminar
el reposo necesario, y una vez estando allí, en una pobre granja a las afueras
de Beirut, escribió La defensa sobre el sueño, un tratado con tintes
confesionales que hasta ahora no se ha encontrado.
Terminado su reposo, se dirigió hacia Beirut. Estuvo algunos días allí hasta
que conoció a un fugitivo piamontés que hacía llamarse con el nombre que
ustedes ya conocen, que es la misma persona que escribe esta carta al persa.
Junto con Cornelius, Anastasio viajó hasta Alepo y ambos, compartiendo la
misma pena de lejanos foráneos aturdidos en una tierra extraña, se encerraron
en una fortaleza quieta y silenciosa en los campos del sur de la ciudad.
Anastasio no soportó la lejanía en que tenía a su amado amigo y todas las
noches, antes de acostarse, hablaba a Cornelius de él, como si fuera el hombre
más noble que jamás hubiera conocido. Cornelius le propuso la escritura de
una carta en persa, ya que él también sabía persa, y Anastasio, compungido,
dudó en hacerlo por considerarse a sí mismo el más despreciable de los
hombres. Finalmente aceptó y ambos escribieron la carta que terminara
leyendo después el persa en Alepo, mirando por una ventana que se asomaba
por una calleja donde se gritaba para vender o para comprar.
Entonces el persa, siguiendo las indicaciones de Cornelius -personalidad
que cada vez le intrigaba más porque parecía saber demasiado sobre Anastasio
que él mismo-, tomó de nuevo su caballo y se dirigió hacia el sur de la ciudad
para salir de ella. Andando en su equino con cierta temeridad, se encontró con
un pastor joven de cabras que le ayudó encontrar la fortaleza donde se
guarecía Anastasio. Pero la primera sorpresa que se llevó era que el español
todavía no podía verlo, debido a que, al igual que Cornelius, estaba
consagrándose, casi como un musulmán que decide entregarse a la yihad, a
una obra literaria que marcaría cumbre en las letras del porvenir. Un joven que
vestía de negro y al que sólo se le asomaban sus ojos oscuros, llevó al persa
hasta la habitación de un edificio pequeño que se encontraba al frente de la
fortaleza. El joven le dijo, casi ordenándole, que debía quedarse allí hasta que
Anastasio, que se había cambiado el nombre a Abdullah Haleví, terminara la
obra anhelada.
Muchos días trascurrieron en esa habitación, intensificando la angustia del
amigo persa que cada vez menos podía dormir bien. Era presa de sus
reflexiones llegar a pensar que tal vez Anastasio fuera víctima de una extraña
locura producto de la búsqueda imposible de un lienzo imposible. Detestaba el
lienzo, detestaba a Mehmed y a Alhumad, detestaba el conocimiento de lo
absoluto que para él era improbable entre los mortales que renegaban de Dios
y, asimismo, llegó a detestarse a sí mismo por no haber sido más inteligente en
sus palabras con su amigo ahora encerrado.
Pero una noche en que el cansancio era nulo y sus ojos no podían
adormilarse, mirando por la ventana hacia una de las caras de la fortaleza, vio
que una luz de vela iluminaba una habitación. Se alegró sobremanera y creyó
con fervor que se trataba de su amigo escribiendo la obra que sería cumbre
entre todas las que se escribían en ese momento. No podía precisar si se
trataba de él o, simplemente, que fuera la habitación de otro hombre
cualquiera que estuviera insomne, pero aquello no le importaba en lo mínimo
y, como si se tratara de su maravilloso amigo, comenzó a hablarle, en voz baja,
en el árabe en que se comunicaban fácilmente, con una felicidad increíble que,
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hasta algún punto, le hizo llorar. “No llores, Ahmad ”, imaginó que le decía,
“yo también te he seguido con mis recuerdos y con mis sueños, aunque no
hayas sentido que esté allí; en verdad, como Dios que es cierto, yo estoy allí
contigo”.
El persa, dejando encharcar sus mejillas con las lágrimas de su felicidad, le
agradeció y le dijo que sería tan grande como los hombres que estaban en la
mente del Todopoderoso. Cuando el persa le despidió, la luz de la vela de la
fortaleza se apagó; ignoró entonces si se trataba de una coincidencia o una
anticipada interpretación de sus sentidos que había logrado incrustarse en los
fenómenos de ese momento. Simplemente creyó que era real, como si su
amigo le estuviera oyendo y como si él se diera cuenta del dolor de su amor;
se sentía bien, a pesar que fuera una mentira pequeña -porque nada era
probable- devenida de sus percepciones, y eso era más que suficiente… tal
vez, se dijo, el mundo está construido sobre estas pequeñas mentiras, y, tal
vez, siguió diciendo, estas no deban llamarse mentiras porque si nos hacen
sentir beneplácitos entonces son la otra cara, más tosca, de la verdad.
Los días seguían acaeciendo y pronto les visitó el invierno. Anastasio,
ahora bautizado Abdullah Haleví, todavía no salía de su encierro y dejaba,
cada vez más, en el entredicho a su amigo persa, que lo esperaba en esa
pequeña habitación, mirando por la ventana y soportando el frío penetrante de
la temporada. Pero sucedió que una madrugada, cuando los vientos soplaban
recios y azotaban las ventanas, el joven vigilante que vestía de negro, y al que
sólo se le asomaban sus ojos oscuros, se acercó al persa, le despertó y le dijo
que su amigo español había desaparecido. Ambos se dirigieron hacia la
habitación de Abdullah Haleví y, efectivamente, encontraron que la soledad
reposaba en el recinto. El persa, dejándose llevar por el enigma que de nuevo
encapsulaba las voluntades de su amigo, encendió una vela y contemplo, con
más precisión, todo lo que había en la estancia. Se quedó así un momento
largo hasta que el muchacho de negro le dijo que podía quedarse allí.
Se acostó en el lecho en que había dormido Abdullah y, mirando hacia el
vacío de la techumbre, comenzó a meditar sobre Cornelius Caelorum,
Anastasio y este nuevo signo bautizado Abdullah Haleví. Entonces concluyó
que se trataban todos del mismo, que nunca existió un tal Cornelius y que,
todo el tiempo en que estuvo recluido en ese cuarto, su amigo salamantino
intentó dar muerte y sepultar al Anastasio que había llegado allí. Sin embargo,
el persa consideró que había sido un intento fallido y que la imagen del
Anastasio con quien realizó el viaje maravilloso seguía persistente en sus
recuerdos, sellado por una promesa que no se podía quebrantar después de un
amanecer. Cerró los ojos tomado por un zumbido que le llegó hasta los oídos y
durmió profundamente, sin soñar nada o, tal vez, sin recordar después nada de
lo que había soñado.
Al despertarse al siguiente día, una débil luz que entraba por la larga
ventana iluminó lo que había sido el escritorio de Abdullah. El persa se
acercó, revisó la superficie y pudo observar que una tela gruesa envolvía lo
que parecía un tumulto rectangular semejante a un códice. Descubrió la tela y
se encontró con varios folios apilados, manuscritos en persa, que respondían
por autor al ya conocido nombre que hemos citado. El persa se sentó y
comenzó a leer lo que sería una epopeya, cuidadosamente escrita, respetando
las reglas gramaticales del persa pahlevi –el idioma en que escribió Omar
Kheyyam-, donde se cantaba la aventura de dos amigos que viajaron hasta un
confín hiperbólico del orbe, en busca de un mineral que podía eludir la
separación entre el mundo de los sueños y el mundo de la realidad, o lo que es
lo mismo a las estructuras perceptibles de la naturaleza. Pero cuando concluía
el día, con el sol escondiéndose tras las montañas y a la luz de una lamparilla
que se alzaba sobre el escritorio, el persa se sorprendió al ver que el poema
quedaba incompleto cerrándose el último folio con el título de un canto que no
proseguía, ni siquiera comenzaba. Contó siete cantos terminados, que en
realidad hubieran sido ocho si el intitulado fuera completado. Se levantó, miró
por la ventana larga y se sentó en el borde de ella para divisar el extenso
campo yermo, aletargado aún por el invierno persistente. Estaba intrigado por
la suspensión del poema de Abdullah y por su posterior desaparición,
deduciendo que, probablemente, se tratara de un mensaje escondido tras el
rastro que dejaba. Pero como estaba ensalzado en sus complejos pensamientos
y en las conjeturas que fabricaba sobre el comportamiento de su amigo, pensó
que exageraba un poco la situación enigmática que se le presentaba de frente.
Sintió que debía descansar un poco reposando su cabeza sobre la almohada
del lecho de su amigo, pero fue casi imposible hacerlo. Otros augurios se le
venían a la mente, como una explosión de imágenes incesantes, y se volvió
bocarriba para concentrarse en la rugosidad leñosa del techo; se le vino
entonces una idea comprometida en la que meditó varios minutos, pudiendo
finalmente sentarse de nuevo al escritorio, estirar la mano para alcanzar la
pluma y comenzar lo que pareciera una inquietante escritura.
Escribió durante varios días y noches, inmerso en su encierro, siendo
atendido por el joven vestido de negro que le llevaba los alimentos de la
jornada, sin el mínimo interés de lo que sucediera fuera de su habitación y de
la fortaleza misma. Con ello se juntó el invierno, que se despidió sin siquiera
darse cuenta; sólo se percató de que el invierno había cesado cuando la boca se
le secaba, cuarteándose sus labios en distintas partes. Pero, así como los
humedeció con ungüento, volvió a la silla a acomodarse para seguir con su
escritura ambiciosa, sin advertir que el tiempo acumulaba los días desde que
su amigo español permitió que una soledad tristona ocupara la habitación.
Agotaba, pues, los folios que sobraban de uno de los baúles, en una de esas
noches de vela infinita, cuando el lejano rumor de unos cascos de caballo
ligero se iba aproximando poco a poco. Nuestro empedernido persa oteó por la
ventana alargada y reconoció que se trataba de un posible mensajero, quien
instantes después aparecería en su aposento, acompañado por el muchacho de
ojos oscuros. Era un mensajero que vestía ropas oscuras y también cubría su
rostro, extendiéndole una extensa carta traída de la Sicilia que tiempo atrás
había abandonado con su amigo salamantino. Se dio cuenta el persa que el
mensajero era en realidad una mujer cuando balbuceó, en un árabe torpe, que
la carta estaba escrita en latín y que no debía preocuparse por la suerte que
corriera su caro amico. Al persa le llamó la atención la dulzura que los ojos de
la mujer destellaban y, tomando la lamparilla para hacer creer que quería
observar mejor el recado, se dio cuenta de que eran tan azules como el mar de
Calabria que admiró junto al Anastasio que tanto extrañaba. La mujer se
despidió y el persa volvió a su encierro. Estaba ansioso porque después de
tanto tiempo recibía por fin palabra escrita del hombre que había abandonado
la misma habitación en que ahora se recluía. Sin embargo, su sorpresa fue
formidablemente intempestiva dado que la carta no la escribía el salamantino
sino una jovencita napolitana que decía ser una profunda enamorada de
Anastasio.
En la carta, Tarietne, que era como se hacía llamar la muchacha, le relataba
al persa cómo Anastasio, que trató de cambiar su nombre a Abdullah Haleví y
no pudo porque sentía que otro hombre quería emularlo dentro de sí, regresó
abatido a Nápoles arguyendo que se sentía fracasado dado que no pudo darle
finalidad siquiera a una epopeya que había comenzado. Quería olvidarse de sí
mismo y de todo cuanto le rodeaba hasta que se encontró con Tarietne, una
tarde en que paseaba por las callejas apretujadas de esa ciudad. Ella, que
siempre se había sentido deslumbrada por la inteligencia de aquel español
cuando le conoció en Ragusa, le ayudó por medio de sus allegados para que
recibiese posada y alimentos con el fin de que su tristeza no lo consumara por
completo. Volver a conversar, a pasear por las costas y revivir con poesías el
amor que, según ella, unos años atrás se vio impedido, permitió que sus
palabras reconfortaran el espíritu aventurero de Anastasio, quien se embarcó
durante unos días y en compañía de unos navegantes expedicionarios hacia el
Magreb. A su regreso a Nápoles, Anastasio, conmocionado por sus recuerdos
de Medio Oriente, le contó a Tarietne la historia del persa que abandonó en las
inmediaciones de una fortaleza del sur de Alepo porque había sentido
desfallecer en su amistad y en los sueños que quisieron cumplir. Por ello había
emprendido la composición de una epopeya que reflejara la verdadera poética
de lo absoluto, modulador de los universales y el mundo por antonomasia, que
era precisamente el ensueño. Había compartido hasta las más remotas
profundidades de sus pensamientos con aquel noble persa que terminó
ignorando lo mucho que hacía parte también de él y de sus voluntades
eyectadas por la imaginación. Ideó la posibilidad de que existiera un mineral
que pudiera difuminar la división entre el sueño y la realidad, simbolizando la
premura de su viaje y la cercanía con su amado amigo en el progreso del
camino, que le había demostrado que no estaban buscando nada más que la
sed por saber hasta el infinito, y que, gracias a la utopía de sus conjeturas,
semejantes a las de un niño cuando juega, fueron construyéndose en un
castillo que de repente se derrumbó y al que él mismo no se sentía preparado.
Pero en los días en que había zarpado con los navegantes, todavía
recordándolo como si realmente estuviera ahí, se había dado cuenta de que su
existencia era tan efímera como para reprimirse en un llanto nimio que
simplemente esconde la finalidad de toda vida: que el conocimiento es
doloroso y que atreverse a conquistar el mundo es entregarse al pleno dolor
que nos acompaña hasta la muerte misma. Anhelaba en el fondo de su corazón
arrepentido y renovado que pudiera reencontrarse con el amigo más
extraordinario que el destino mismo le había entregado en su camino
imparable, pero justo en esos días se embarcaba hacia las Indias en un último
intento por seguir la pista, ya no al objeto factual, sino a la maravilla simbólica
del relato que circunscribía a la leyenda del lienzo inverosímil que ellos
buscaron sin éxito y que, al parecer, por comentarios entre los navegantes, fue
llevado por unos discípulos de Bartolomé de las Casas a las tierras indígenas
para que estos últimos preservaran el legado insondable y sempiterno de Dios
en su continua creación del universo. Fuera o no cierto, la semblanza de una
nueva aventura le haría tener fresca en su mente la imagen del persa
invitándole a cultivar el ser, “eso de que hablaban los antiguos”, en el
continuo devenir del tiempo y el espacio, explayados por las invenciones que
cada vez más tratan de comprender el mundo. Y, finalmente, si no había
terminado de concluir la epopeya se debía quizás a que, conociéndolo en
demasía como lo conoció en esos viajes a caballo, sentía el presentimiento de
que, de algún modo, lo comenzado quedaría como un legado que él
preservaría a su manera, en el persa de su infancia y sus recuerdos, ya fuera
mentada en versos o en una prosa saludable. Pronto Tarietne se iría a vivir a
Jaén, debido a las condiciones económicas infaustas en Nápoles, y él, el persa
noble, podía visitarla, acompañándole en su aciaga soledad, mientras el
salamantino permaneciese en las Indias; “a través de mis ojos”, le decía ella,
“verás también a Anastasio porque mi amor es tan persistente que pareciera
que le he arrebatado algunos de sus pensamientos. Cierto día me contó que
algo que había aprendido en su travesía era que los objetos arrojados en el
mundo, sus innúmeras ciudades, las risas de los niños, los pastos delicados y
los mares eternos que se navegan, están fabricados de la misma sustancia en
que estamos fabricados, y que por ello se daban los recuerdos, porque el vacío
del olvido, de lo imprevisible, se burlaba a través de las palabras, que son
imágenes de este mundo y de quienes lo piensan; tal vez se debía a esto que te
recordara cuando atardecía en Rabat, al pie de un mar eterno que ahora
navega; también se puede deber a esto que lo que, desde tiempos pretéritos,
hemos concebido como amor, muerte y vida, sólo sea el juego anticipado de
una consistencia que no entendemos a cabalidad, pero que reposa en nuestras
manos y que devela eso que llamamos conocimiento; esto es, la delicada
imaginación”.
Allí finalizaba la carta que Tarietne había escrito y que, por cuestiones de
respeto a la intimidad de la confesión, sólo transcribimos hasta cierto punto,
haciéndonos valer del uso de la paráfrasis, como podría ser el texto en su
integridad. En cuanto a la sucesión de los hechos, el persa continuó con la
laboriosa tarea de proseguir su escritura, aunado por la inspiración que le
influía el conocimiento del nuevo rumbo que tomaba Anastasio al lado de
navegantes y expedicionarios. Trascurrieron así los días y, finalizando por fin
su empresa tintórea, tomó de nuevo el equino que le acompañó por medio
Oriente y arribó a la ciudad de Iskandarun, despidiéndose del animal con un
fuerte cariño lagrimal y dejándolo en manos de un cuidador solemne que le
recibió como si fuera un turco de nombre y estirpe. Abordó luego un navío,
guardando con cuidado su manuscrito en una bolsa de cuero, llevándole este
hasta las costas de Creta, lugar en que conocería al capitán de una goleta que
tenía como destino la ciudad de Catania, y, una vez allí, se uniría a un grupo
de pescadores cuya dirección finalmente estaba puesta en Nápoles.
**
El manuscrito que el persa pudo concluir, inmerso en el encierro de la
fortaleza aludida, relata todo lo que ustedes han leído hasta la desaparición de
Anastasio en Alepo. Fernán de Sigüenza y Robayo, primo menor de Anastasio
y posterior traductor del persa al castellano del texto mencionado, se enteró de
las peripecias de su allegado gracias a que un colega suyo, antiguo compañero
de la Escuela Gramática en Jaén, recibiera noticia de un manuscrito en persa
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que intitulaba Las aventuras de Anastazou y su amigo persa en busca de una
poética del absoluto, donde se hacía referencia al políglota salamantino que,
“impulsado por los excesos de que se empalman los libros, osó incoar un viaje
descomunal a Oriente, a la busca de un lienzo que, adalid de toda poesía,
suponíase abarcar el contenido mismo de todo origen universal, esto es, del
mundo que pisamos y sentimos con mesura de nuestras aprehensiones
sensitivas”, según el comentario de la carta del mismo enviada a Fernán.
Fernán de Sigüenza viajó hasta Jaén con el deseo grande de conocer al
persa, pero a quien encontró en su lugar fue a Tarietne, que se recluía en una
casa de estilo andalusí, rodeada por unos hermosos jardines similares a los que
se mencionan en algunos poemas persas medievales. Estando allí, conoció lo
que vivió el persa después que Anastasio desapareciera en Alepo, el suceso de
la carta y el viaje de regreso a Nápoles, que ya conocen ustedes. A pedido de
Tarietne, el persa viajó en su compañía a Jaén y, siguiendo las súplicas de la
bella joven, se instaló en una de las habitaciones de la casa que ahora visitaba
Fernán. Pero después de siete años ninguno de los dos recibió noticia alguna
de Anastasio desde las Indias, y una mañana, cuando la mucama se preparaba
para la limpieza del cuarto de Ahmad, que era como todos llamaban al persa
sin saber siquiera su nombre porque nunca lo dijo, este noble hombre
desapareció dejando en el recinto una soledad aturdida y el manuscrito que
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años antes había culminado . Tarietne, confiando en que uno de los propósitos
por que el persa dejara el manuscrito en su triste casa fuera su publicación,
envió un emisario con los setenta folios y treinta reales al despacho de un
licenciado para que pudiera efectuar la traducción y posterior publicación.
Tarietne confiaba con fervor que, al regreso de Anastasio de las Indias, aquél
podría leer con gusto y maravilla el gran regalo de su amigo persa, pudiendo
así perpetuar la promesa de que ninguno de los dos se olvidaría el uno al otro.
Pero como el destino es imprevisible e inexorable, Anastasio nunca regresó
a Jaén, tampoco a Salamanca y mucho menos a la España misma. El libro,
cuyo título fue cambiado al de Historia y desazón de las experiencias
acontecidas por el licenciado Anastasio de Pérez y Robayo, conocido por
ustedes también y que molestó a Tarietne por haber extirpado la presencia del
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persa, cuya traducción e impresión estuvo a cargo del mismo Fernán de
Sigüenza y Robayo, permaneció varios años después en las estanterías de dos
pequeñas librerías de Jaén y Salamanca, atrayendo la atención de pocos
compradores y el interés de un solo reseñista que se propuso leerlo.
La última anécdota que se tiene del libro es la de su envío a un monje
franciscano en el Nuevo Reyno de Granada, hecha también por Sigüenza,
aproximadamente datada a finales de la década de 1680. Sin embargo, esta es
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una hipótesis que ofrece Juan Fernando Nieto , un investigador en letras
hispánicas modernas, arguyendo también que se desconoce la fecha de
defunción y paradero del occiso de Anastasio, probablemente ocurrida en la
inmensidad de alguna de las selvas de la Amazonía.
● ● ●
Lo que ustedes han leído hasta aquí, sin sobrepasar los puntos interpuestos,
es apenas una somera idea de lo que Henrietta había conocido en torno a la
lectura de la Historia y desazón de las experiencias acontecidas por el
licenciado Anastasio de Pérez y Robayo, junto con otros textos que le fueron
facilitados por algunos de sus antiguos colegas de la revista o contactos que le
recomendaban para el seguimiento investigativo en que ella se encontraba.
Cuando por fin terminó de leer la última página amarillenta que quedaba,
nuestra escritora echó la cabeza hacia atrás, se frotó los ojos y dio un suspiro
largo, quedo, como si el cansancio acumulado le hiciera doler hasta los
tuétanos. Pensó en arrojarse a la cama y no querer despertar después de mucho
tiempo, pero las imágenes del medio Oriente árido, con las ciudades
improvisadas sobre sus desiertos y las conversaciones complejas entre
Anastasio y el persa, no permitieron que se inmiscuyera al sueño fácilmente.
Sentía que le hablaba una voz por dentro inquietándole a seguir buscando
entre lockers, archivos, habitaciones inundadas de libros y librerías extrañas
para dar con alguna pista de lo que le pudo haber ocurrido a ese salmantino
misterioso que se perdió en la selva amazónica y que nunca regresó a casa con
su amada.
No obstante, ya tenía a disposición una exuberante masa literaria y
académica con la que podía construir una novela. Era simple cuestión de
sentarse a ingeniar una serie de hechos que llevaran a un personaje -
probablemente ella misma en un desdoblamiento- a toparse con el maravilloso
mundo que escondía ese libro, ahora acariciado por sus manos. Su fascinación
celebraba también el hecho de que gran parte de lo relatado en ese códice
fuera proveniente de una realidad que estuvo a punto de perderse en un
anaquel cualquiera de esa aburrida ciudad en la que vivía. No le importaba, en
cambio, que, a la hora de la verdad, la historia estuviera envuelta en un halo de
preguntas sin resolver, de vacíos factuales que procrearan más interrogativos
atediantes; antes bien, ello enriquecía la mística misma en que fue concebida
la historia, detrás de las posibilidades que un lector puede hacer efectivas con
su propio goce en el aprendizaje.
No se resistió y tomó el teléfono para acudir a la ayuda de un viejo
profesor de su cátedra, del que tal vez pudiera obtener la localización de un
antiguo compañero suyo de curso universitario, porque había sido pareja del
docente, y que, según información de terceros, ahora dirigía el archivo
histórico más grande de Santiago de Cali. En efecto, el profesor atendió con
formalidad a los pedidos de Henrietta y le dio un número telefónico con el que
le encontraría. Llamó de inmediato a su antiguo compañero y terminó
hablando con aquel por un espacio de casi una hora, rememorando los dorados
días en el campus.
Finalmente se atrevió a confesar su motivo y, como si las cosas se
ordenaran solas con una sincronía favorable, el director del archivo le permitió
hacer la visita sin credenciales que ella necesitaba para consolidar al menos
aquella parte de su investigación. Ella decidió dar más detalles sobre la
información que había recogido con la lectura de la Historia y desazón,
tratando de aprovechar en su lejanía cualquier ventura posible, y el director, de
manera plausible, prometió adelantar una revisión sobre lo comentado,
haciendo que la felicidad de Henrietta sopesara la misma animosidad que
sintió Anastasio en su viaje a Atenas por vez primera. Tres días después,
recibió una llamada del mismo número telefónico.
Según las palabras del director, “no podía haber mejor coincidencia entre
todos los hechos del mundo”. Se refirió a una reseña histórica que encontró en
el archivo, fechada el 16 de julio de 1955, donde el autor de la misma
reconstruía el testimonio de un jesuita llamado Gabriel Domínguez
Echavarría, que relató, entrevistado por un periodista payanés, cómo a través
de sus viajes por las selvas, durante la Guerra colombo-peruana,
evangelizando a los soldados colombianos que iban al campo de batalla, había
conocido la historia de un expedicionario francés que llegó a las selvas del
Putumayo, a finales del XIX, en busca de una tribu indígena que afirmaba
poseer la fórmula poética “con que los dioses, hechos uno solo, declararon el
principio del mundo”. El expedicionario se llamaba Jacques Roumaud y había
escrito una novela, cuyo título es desconocido, inspirado en las enseñanzas
que pregonaba la tribu que sólo él conoció, muriendo contagiado de malaria a
finales de la década de 1910.
Gabriel Domínguez se enteró de este suceso, recién había llegado a la selva
del Putumayo, en pleno estallido de la guerra, a través de un cauchero llamado
Jesús Llote, de ascendencia huitoto, que le habían asignado como guía en
medio del ecosistema. Jesús Llote rememoraba que, desde muy niño, un
hombre blanco, de ojos azules profundos y con un diario que llevaba a todas
partes, arribó a la selva, desde muy lejos, para conocer al gran Usuma, quien
había conocido de cerca las enseñanzas preservadas del Llofueraima, el
maestro que vino de lejos y les mostró poesía que fundó el cosmos, de la que
decían entre ellos que no se transcribía y tampoco se declamaba. Sin embargo,
como Jesús Llote nunca llegó a trazar palabra alguna con Roumaud, todo lo
que sabía era gracias a las anécdotas que le contaba su hermano mayor, el
hombre que designaron para que llevara al francés hasta lo más profundo de la
selva, puesto que en la aldea en que vivían los familiares de Jesús Llote, que
estaba más próxima a los pueblos de la jurisdicción colombiana, sólo habían
conocido de oídas, por medio de los relatos de los más ancianos, las historias
de la tribu comandada por el gran Usuma.
Mucho años después que Jacques Roumaud emprendiera la travesía en la
espesura del boscaje, un indígena huitoto que pasaba por la aldea les contó a
su hermano y a Jesús sobre la muerte de un hombre blanco que había sido
infectado por un mosquito y que él mismo se encargó a llevar con otros
allegados al pueblo más cercano para que le dieran la sepultura indicada. No
obstante, lo que llamaba la atención del indígena era la choza que había
construido el hombre blanco, acordonada por caobas, shihuahuacos y otras
especies de árboles selváticos. Entonces los tres, a pedido del indígena, se
dirigieron a la choza para admirar las extrañezas que se habían hablado. Allí
Jesús Llote, que sabía castellano y reconocía fácilmente cualquier letra del
alfabeto, se maravilló ante un cuaderno manuscrito que reposaba en una de las
mesas artesanales hechas por el expedicionario, y, procurando que sus
compañeros no le vieran, lo guardó entre sus ropas. Sólo hasta que conoció a
Gabriel Domínguez, que leía el latín, el griego y también el francés, le
descubrió el documento que años antes había encontrado.
Gabriel Domínguez, que le tenía mucho cariño a Jesús Llote a diferencia
de otros compañeros suyos que amedrentaban con la cruz las creencias de los
pobladores, leyó el cuaderno y reconoció que se trataba de una brillante novela
que podía ser fácilmente encumbrada en el Olimpo de las letras del siglo XX.
Pero despojándose del orgullo con que a veces se empapan los occidentales,
como decía él, se prometió a sí mismo que le devolvería el cuaderno a Jesús
Llote y le enseñaría el francés para que pudiera leerlo. Sólo tradujo, del
francés al latín, un pasaje que relata la historia de un hombre que pudo escapar
a la muerte. En la entrevista, según el reseñista que ya llevaba más de treinta
páginas, Gabriel Domínguez argüía que se había prohibido la tarea de divulgar
el conocimiento de la novela a públicos más abiertos, debido a que el mismo
Roumaud decía en el manuscrito que lo que había en esos escritos era la
“manifestación pura de una sabiduría que se le había legado a esos pueblos
indígenas de la Amazonía”. No obstante, había rescatado la historia del
hombre que había escapado a la muerte porque consideraba que era más
universal y apropiada a cualquier lector del orbe. Añadía Domínguez que
Aristóteles alguna vez había dicho a Alejandro Magno una verdad que se nos
olvidaba frecuentemente, que citaba que los libros del mundo eran para todos
los hombres y, al mismo tiempo, para ninguno de ellos.
Henrietta, con la conmoción exorbitante que le tomaba todos los vellos de
su cuerpo, se quedó unos momentos impávida dejando mecer un silencio
inexplicable en el auricular del director. Y después de unos segundos le
preguntó si sabía o tenía alguna idea del texto que Domínguez había traducido
al latín. El director dio un largo suspiro al otro lado de la línea y pronuncio la
siguiente palabra: “Pasto”. “¿Es un código, cierto?”, preguntó en voz baja. De
pronto se escuchó una carcajada, “No, tontita, San Juan de Pasto; allá hay un
pequeño archivo, que casi nadie conoce, de documentos teológicos en el
Templo de Cristo Rey y, según mis fuentes, el texto de ese jesuita está allí.
Pregunta por un tal Crisanto. Y otra cosa”, “¡Pídeme lo que quieras!”, “Dame
el número de ese bello amigo tuyo que trabaja en la Nacho, porfa”.
**
Llegó muy de noche a San Juan de Pasto, cuando la niebla empezaba a
imponerse en los andenes, calles, abrazando las casas y edificios, como
parecía usualmente hacerlo. Pagó un hotel muy barato y durmió profunda sin
saber con exactitud qué había soñado. Al otro día despertó con una extraña
ansiedad que le tomaba la garganta. Bebió entonces una taza de café para
eludir el intolerable síntoma y decidió tomar un baño con agua caliente.
El taxi la dejó en todo el frente del templo haciendo que sus ansias se
elevaran más alto, por lo que decidió dar una pequeña vuelta y sentarse en una
cafetería para preparar lo que debía hacer. Se enteró por el panadero que la
grande construcción se encontraba cerrada y que difícilmente podían dejarle
entrar. Henrietta, con la dulzura que siempre reflejaba, insistió para pudiera
comunicarle con alguien cercano al clérigo que habitara allí. “Puede hacer una
cosa”, le dijo con aburrimiento el panadero, “el señor Jiménez, que vive en esa
casa vieja que usted ve allí, le puede ayudar; él conoce a toda esa gente bien,
es muy devoto”. Henrietta tocó la puerta raída que le habían señalado y de
pronto salió un viejecito, con unos enormes lentes, que pronunciaba la ese con
mucha fuerza. Ella le preguntó si conocía a Crisanto, retomando la
información que siempre daba sobre su tarea investigativa. “Yo soy Crisanto.
Vea, tengo cara de un Crisanto”. La invitó a que pasara a la sala oscura y
húmeda que estaba allí, diciéndole, con movimientos sosegados, que tomara
asiento. Ella esperó a que Crisanto se sentara primero, muy lentamente, y
después lo hizo. “¿Qué necesita de mí?”, le preguntó. “Estoy buscando, don
Crisanto…”, “No me diga de don que sólo hay un Don y ese está arriba”,
“Bueno. Lo que pasa es que estoy buscando un documento en latín que
escribió el jesuita Gabriel Domínguez Echavarría a principios de este siglo”.
“Entonces no necesita nada de mí sino de las letras”. La miró con un poco de
fijeza que hizo sentir a Henrietta algo penosa. “No se preocupe, esa es mi
forma de expresarme. Lo que quiero decir es que usted busca las letras y no a
quien las haya escrito, eso me parece muy interesante. Haga de cuenta que un
gran tercio de la población humana haya desaparecido por una maldita bomba
atómica que estalló; luego, después de milenios, ¿qué es lo que buscan
primero quienes desean saber sobre el pasado de esas personas? ¡Los libros,
las letras! ¿Cierto?”, Henrietta asentía. “Así debe sentirse usted, mejor dicho,
así la impulsa su necesidad de saber. Por ejemplo, mire que Aristóteles, que
era creyente –y de esa no baja nadie-, empezaba la Metafísica diciendo que
todos los hombres desean saber por naturaleza, y esto quiere decir que, como
cosas misteriosas de la vida, nuestra preocupación está enfocada en las ideas
del mundo, de la realidad y no en las cosas superficiales que se ven en ellas,
¿me hago entender? Los jesuitas piensan de una manera similar, pero están un
poco más locos, porque a todo le ven una supra-naturaleza y con eso se
engañan a sí mismos sin darse cuenta. Usted, que es una señorita estudiada y
muy guapa, debe saber también que la escritura es un regalo que no todos
saben aprehender, sí que me gusta esta palabra… ¿Sabe por qué ocurre esto?”,
negó con la cabeza ella, “porque es igual que el mundo, el universo, o lo que
llaman los antiguos pensadores el kkkósmos, así como suena, que la gente los
tiene en sus narices y nunca se pregunta ahora qué. Mucha gente vive sin
pensar si quiera que fueron arrojados al mundo, no simplemente para
sobrevivir como los animales, sino para conocer y re”, hizo una pausa,
“conocer. Entonces luego vinieron los libros y todo el mundo lee los libros
porque, como decía Aristóteles, todos queremos saber. Sabe, yo, cuando era
joven, siempre me preguntaba por qué carajos al ser humano le gusta leer más
un libro que hablar con las personas. O también por qué carajos le gusta estar
más cerca de la naturaleza, los animales y otras tonterías que se imagina…
¡Precisamente porque estamos condenados a perseguir la verdad, acorralarla y
velar por ella, como también hizo el Señor Jesucristo, concebido de manera
maravillosa por la santísima Virgen!”.
Se quedó un rato en silencio y miró el Cristo que estaba clavado en una
pared oscura, descuidado y casi desamparado. “¿Cómo es que usted dice que
se llama el jesuita?”. Henrietta repitió el nombre. Salieron de la casa y el
viejecillo de Crisanto, con su lento andar, la llevó hasta una puerta lateral
trasera que había en el templo. Sacó un manojo de llaves, algunas de diseño
antiguo y otras de uno más moderno. Introdujo una larga y la puerta,
rechinando un poco, abrió lentamente dejando demostrar una densa oscuridad
a su interior. “Yo sólo hago esto con los que ansían saber y cuidar el
conocimiento”, dijo Crisanto. Entraron al salón oscuro y el viejecillo, un poco
demorado, encendió un interruptor que alumbró una inverosímil bombilla en
lo alto del techo cóncavo. Siguieron por un corredor, abrieron otra puerta y…
ya se imaginarán ustedes la travesía laberíntica que siempre conlleva entrar en
estas edificaciones inmortales…
Era, según dicen, una habitación hundida a la que se llegaba bajando por
unos escalones, cuyo techo estaba fabricado de vidrios espesos que reposaban
sobre el maderamen de las paredes y que dejaban entrar la luz de lo que
parecía una boca alta, mucho más arriba de la techumbre cristalina. Crisanto se
acercó a una de las repisas bajas, que se encontraba pegada a la pared, al lado
de una biblioteca enorme con gruesos tomos, y, metiendo una lleve pequeñita,
abrió un cajón largo en que se veían, cuidadosamente organizados, libros
delgaduchos seleccionados por orden alfabético. Henrietta, mientras Crisanto
repetía en voz alta los apellidos marcados en los lomos, admiraba, con cierto
temor, los colores opacos que se extendían en el recinto, absorbiendo la
sombría quietud de los libros inmutados en las otras bibliotecas. “…
Domínguez Cárdenas, Domínguez Colorado, Domínguez… ¡Domínguez
Echavarría! Sí, Gabriel Ernesto Domínguez Echavarría. Veamos”, abrió el
documento y repasó las primeras páginas, “In parabolam et fabulam et in
hominem mors”, repitió y miró a Henrietta por encima de sus anteojos,
“parece que algo interesante encierra este librito. Tome. Siéntese a leerlo”.
Ella tomó el libro, que era muy delgado y se acomodó en un sillín que había
en el otro extremo de la habitación, al frente de un escritorio amplio con un
letrero que decía, en letras grandes, SCRIPTORVM. “Ah, y no se lo puede
llevar. Si necesita algo de él, haga como los antiguos, transcríbalo”. El
viejecillo salió, cerrando la puerta y dejando tras de sí una nebulosa aturdida
del más puro silencio.
*
A continuación, presentamos ante ustedes la traducción al castellano de la
Historia del hombre que pudo burlar la muerte con palabras o simplemente
Historia del hombre que burló la muerte. Al principio de ella hay un párrafo
anómalo del que no se sabe con certeza por qué Domínguez incrustó, como
prefacio del texto. Algunos, como el jesuita Ricardo H. Scafatti, oriundo del
Perú, afirma que se pueda deber a una especie de código que Domínguez,
rompiendo la promesa hecha a Jesús Llote, haya configurado para revelar el
13
lugar exacto en que se dio cuenta del manuscrito . Sin embargo, son hipótesis
que todavía no se pueden aseverar.
*
Durante las expediciones subsiguientes al caso Moreira, François
Destouches consiguió recordar, con cierta facilidad, una historia muy similar
que él había soñado en sus días de juventud, cuando paseaba mucho por la
Borgogne. Se ausentó un tiempo entre los indios y se recluyó en su casucha
para sentarse a escribir esta historia que ahora presento:
Historia del hombre que pudo burlar la muerte con palabras
El hombre viajaba por todo el país y por mucho tiempo consideró que
ningún lugar, ninguna tierra, eran para él. Caminaba extensas lontananzas
cruzando los bosques, las montañas y atravesando la espesa niebla. Pensó que
algún día encontraría el lugar donde le placiera asentarse y, así, poder escribir
su historia en el papel en que los curas y frailes escribían. La historia de sus
caminatas, de los pensamientos que lo acompañaron y de los frutos con que se
alimentó, quedarían plasmados en un sencillo relato que él hiciera a futuro.
Y cuando a la víspera de una primavera el hombre se encontraba
atravesando un pueblo, determinó que esa sería su estancia. Habían trascurrido
varios años y por fin se sentía solo y lejano de sí mismo. Ahora que mis
hombros han endurecido, se dijo el hombre mientras divisaba la pradera que
rodeaba las casitas, deberé descansar de mis soledades y mis pensamientos.
El hombre quitó el peso de sus pertenencias y se acercó a una pequeña casa
de rojo carmesí, cuyo jardín estaba habitado por un pozo viejo del que quería
probar sus aguas. Tocó la puerta y de repente le atendió una bellísima mujer de
ojos verdes como la pradera que rodeaba al pueblecito. Entonces el hombre
sintió el amor y sació la sed que le acompañaba.
Así pues, ella y él pudieron hablar durante horas sin ninguna interrupción.
Ella prestaba atención a las anécdotas lejanas y las vivencias más remotas que
el hombre vivió en ese país. Él, por su parte, encantado oía las historias que la
mujer leía de los libros, resguardada en su casa, y le parecía que sus oídos eran
unos labios que probaban las mieles más exóticas. Se amaron y decidieron
amarse hasta que el olvido les arrancara de la faz de este mundo. Desde luego
el hombre decidió quedarse al lado de ella, que tenía los ojos verdes como la
pradera, y, al mismo tiempo, la mujer aceptó acoger al hombre que la
embelesaba con sus historias remotas de ese país que había vivido.
El pueblo pronto empezó a conocer al hombre que había viajado por todo
el país y se extendió la nueva de un viajante que valía la pena atender con los
oídos. Si alguien quería saber cómo era la guerra, el hombre relataba cómo se
libraron las más sangrientas batallas que él mismo vio, al otro lado de las frías
montañas. Si alguien quería saber cómo era el sabor de los manjares del sur, el
hombre relataba cuán dulces eran las distintas variedades de bocadillos en los
pueblos del sur. Alguien de pronto preguntó cómo podía ser la forma de los
desiertos, y el hombre inmediatamente, con sus manos y sus palabras, dibujaba
extensiones impensables de arena y sol equidistante. Alguno más preguntaba
qué era la soledad y el hombre relataba cómo lo había acongojado saber que
los árboles no tenían palabras. Un niño, que todo el tiempo puso atención de
los relatos del viajero, se levantó y preguntó que se sentía amar a una mujer. El
hombre, sintiéndose más tranquilo, le dijo que era como si uno encontrara en
el llanto un refugio dulce e incansable.
El hombre encantaba a todos con sus historias cada vez que visitaba a
quien podía, puesto que se levantaba muy temprano en la mañana a recoger
leña, regar las plantas, sembrar hortalizas y trabajar la carpintería, todas
aquellas tareas que complacían a Dios y que exigían bastante tiempo. Entre
sus labores olvidó, durante mucho tiempo, que se había prometido escribir en
el papel de los curas y frailes todas sus vivencias hasta ahora. Más pudo el
olvido cuando el hombre, después de sus trabajos, dedicaba el tiempo que le
restaba con su esposa, contando historias o simplemente escuchándole a ella.
Un día él la conocía y entonces ella también pudo conocerle, diciendo así
que era lo más profundo que había podido vivir, más que sus viajes y los
pensamientos dolorosos que siempre le acompañaron. Así se olvidó por
completo de su promesa escrituraria y siguió en las labores que más le gustaba
hacer en su nuevo hogar.
Tiempo después, en una noche tranquila y serena, el hombre estaba
cansado de contar historias a cualquiera que se apareciere, decidiendo tomarse
unos buenos tragos de sidra añeja que complacieran a su cuerpo. Se quedó en
su hogar, bebiendo varias veces hasta que, sintiendo que su cabeza flotaba,
quiso dar un paseo por el prado nocturno. Estaba muy oscuro y esto se debía a
que las nubes extensas impedían que la luz de la luna se posase en el campo.
Caminó todo lo que pudo, dejando atrás las casitas de su pueblo, y en el
camino, destellando un poco, encontró un hermoso tulipán. Se sentó a su lado
y divisó cómo poco a poco las nubes gruesas empezaban a despejarse en el
cielo, exhibiendo una luna grande y fulminante que aclaraba todo el paisaje
noctámbulo.
De repente, desde lejos, vio que un hombre vestido de negro profundo
como la muerte misma y con un sombrero sobre su cabeza se acercaba a él
lentamente. A pesar de lo sombrío que se veía, sus ojos semejaban a las
brillantes estrellas más antiguas del universo. Quiero preguntarte algo, dijo el
del sombrero. El otro, que estaba sentado y con los tragos de sidra en su
cabeza, quería responderle que estaba muy cansado y no quería hablar, pero
como el aspecto del hombre del sombrero era tan siniestro se abstuvo hacerlo.
Así que asintió y el del sombrero, tomando un profundo aliento, se quedó en
silencio un pequeño rato. Quiero saber, dijo, cómo se siente mentir. Sus ojos
brillaban más que la luna y de verdad que parecían las estrellas más antiguas
del universo. El otro, que todavía estaba sentado, se preocupó bastante. No
sabía qué responder o qué historia contar. Pensó en demasía, pero no pudo
encontrar una respuesta. Descubrió que nunca había mentido y sintió un vacío
terrible que le impulsaba a estar callado. Se había acostumbrado a relatar todo
lo que había vivido hasta ahora, pero nunca había relatado algo que nunca
vivió. Le era imposible mentir; para él, de antemano, algo tenía que suceder y,
desde luego, poder contarlo. Fue entonces como el hombre se quedó
sumergido en un perpetuo silencio.
El diablo, porque el del sombrero era el mismo diablo, sonrió un poco y se
puso de espaldas al hombre. En nueve meses, dijo por fin, la muerte arrebatará
tu último aliento. En ese mismo mes nacerá tu vástago ya que ahora tu esposa
se encuentra encinta. Aprovecha el tiempo que te queda. Se dispuso a caminar
para dejarlo y el hombre, impávido, se levantó, arrancó el tulipán y fue tras el
diablo con sombrero. Escribiré un poema, le dijo, el más triste de todos los que
se han escrito. El diablo lo miraba con ese brillo antiquísimo y seguía
sonriendo. Si usted, prosiguió el hombre, prorrumpe en llanto cuando yo lo
declame, me salvaré de la muerte. Si por el contrario ríe con carcajadas
bulliciosas, moriré y dejaré desamparados a mi esposa y mi vástago. El diablo
dejó de sonreír y, como avivado por el reto, dijo: “Trato hecho”. Trato hecho,
respondió el hombre colocando el tulipán en el bolsillo de la capa del diablo,
justo en el corazón. El diablo del sombrero se perdió entre la oscuridad porque
las nubes volvieron a impedir que la grande luna centelleara en el firmamento.
El hombre se devolvió a su hogar y pensó que el tulipán moriría en el bolsillo
de ese señor que miraba con el brillo de las más antiguas estrellas.
Cuando su esposa le recibió vio que el semblante de su esposo estaba
decaído. Por vez primera pudo ver a su esposo sumergido en la tristeza y
decidió no decirle una sola palabra, acariciando tan sólo con su mano el rostro
del hombre que arrancó un bellísimo tulipán. Durmieron profundamente
mientras los vientos de la noche sacudían a los árboles de la pradera.
El hombre vivió los ulteriores días pensando en el tristísimo poema que
debía realizar. Pero le acuciaba la condición que él mismo, en medio del
desespero, había dado, la de hacer llorar la mirada de alguien que era tan
antiguo como las estrellas del universo. Escribía, pues, cuanto podía. Escribía
desesperado y angustiado pensando que iría a morir desamparando a su esposa
y a su futuro hijo. Unas veces se le veía entre la sombra de los árboles,
escribiendo sobre el papel en que también escribían los curas y los frailes.
Otras veces se le veía en la plaza del pueblo escribiendo verso tras verso hasta
que finalmente arrugaba los papeles que terminaba. No vivía conforme con lo
que escribía además que ello ni siquiera le hacía llorar.
Escribía a altas horas de la noche, cuando la luz había fenecido por
completo, agotando las velas de cebo que su esposa guardaba en la cocina.
Ella, preocupada por la ansiedad que consumía al hombre, que se ponía cada
vez más flaco, sólo se inmutaba en el silencio para no molestarle y preparaba
el café oscuro que amarga los sueños y el embeleso. No se había dado cuenta
ella de que estaba encinta y el hombre temía hacerle aquella mención
procurando intensificar su angustia. Esperaba simple y llanamente que ella
misma, por la condición de sus síntomas, dedujera su concepción; pero tan
afligida estaba por su esposo que ni siquiera tenía cuidado de sí misma, pues le
venía en poco su bienestar y en demasía el de su amado.
Un día terminó un extenso poema y le pareció que era bello. Sin embargo,
cuando lo leyó a sus amigos en la casa del alcaide, todos estallaron en risas
burlonas dejando abatido al hombre. Se resignó en definitiva y prometió no
escribir nunca, aceptando esperar a su muerte lo que quedaba de tiempo. Hasta
llegó a pensar que las palabras eran como simples piedras explayadas en un
camino que no tenía fin. Regresó a su casa y su mujer lo recibió con una
infinita alegría, contándole que estaba en cinta, esperando un hijo de su propia
sangre. El hombre simuló compartir la alegría y sonrió con un gran cansancio,
extendiendo su mano hacia el vientre para acariciarlo. Tal vez será un gran
poeta, dijo él. Así que tomó los papeles que guardaba, los mismos en que
también escribían los frailes y los arrojó en la chimenea para que avivaran el
fuego. Esa noche él, su esposa y su futuro hijo durmieron profundamente
mientras una leve lluvia caía sobre los mudos pastos.
**
Se avecinaba el invierno y todos se preparaban para recoger los alimentos
más indispensables del hogar. Muchos extranjeros venían al pueblo a comprar
alimentos y materiales para reforzar sus casas del inminente invierno. Del
mismo modo el hombre y su esposa preparaban su casa para recibir el invierno
y no sufrir las penurias tan frecuentes. Tenían una habitación de resguardo,
atestado de alimentos, y más seguros no podían sentirse. Una mañana mientras
el hombre reforzaba los escapes de las ventanas del frente, vio que de lejos
venía un anciano pequeño con un jumento de carga. El hombre, al ver que el
anciano caminaba lento y como cansado de tanta vida, sintió compasión y
esperó a que el anciano y el jumento pasaran por su jardín. El anciano miró al
hombre y sonrió pesadamente. Parecía que todo movimiento y expresión suya
fueran hechos de cansancio porque cuando miró al hombre le saludó como si
fuera invadido por una somnolencia inmortal. El anciano le suplicó al hombre
que le regalase un poco de comida y agua para aguantar el invierno; el
hombre, sobrecogido por la lástima, antes bien le invitó a que entrase a su casa
con su jumento. Guardaron el jumento en el establo pequeño y ambos entraron
a la casa con pasos lentos como de cansancio.
El viejecito se sentó con cansancio, suspiró con cansancio y se quitó el
sombrero con cansancio. La esposa del hombre le sirvió una taza de té caliente
y éste lo bebió con cansancio. A solas, el hombre y su esposa acordaron
hospedar al anciano hasta que trascurriese el invierno. Luego el anciano les
hablaba con cansancio y ellos oían con atención. La mujer contempló al
pequeño jumento en el pequeño establo y detalló que aquel también miraba
con cansancio; en definitiva, parecía que todo lo que poseía el anciano
estuviera amalgamado por un cansancio perpetuo y tierno.
Con gusto, el anciano aceptó la invitación de permanecer en la casa de los
esposos hasta que acabase el invierno. Sin embargo, como el anciano era muy
observador, vio que el hombre tenía un semblante de melancolía y resignación.
Le sorprendía tanto aquel semblante del hombre que parecía evocarle las
tristezas de su juventud. Determinó que el destino, que ni los mismos vientos
recios pueden cambiar, le develaría el misterio que el hombre cargara en su
corazón.
Cuando un día iban por el bosque recogiendo leña para la chimenea, el
anciano, con su cansancio particular, le preguntó por qué su semblante estaba
tan dolido y sus palabras sin aliento. Entonces el hombre le contó lo que meses
atrás había sucedido. Ya su esposa llevaba tres meses con el vástago en su
vientre y el tiempo iba restando poco a poco. Le contó también cómo se había
resignado a morir y a dejar desamparados a su esposa y su futuro hijo, tal y
como él lo estuvo cuando viajaba por todo el país. El anciano le había oído
con atención y, en su habitual parsimonia, meditó algunas palabras. De repente
el anciano sonrió y se sentó sobre la leña recogida. Era una sonrisa muy
hermosa, tan hermosa que el hombre pensó que nunca sonreiría de tal manera.
El anciano miró de nuevo al hombre y le contó algo que ha tiempos remotos
había oído. Relató que, atravesando las montañas del norte, había un valle
oscuro donde el sol no regaba con su luz los bosques y los ríos, y la luna sólo
se conocía por leyendas. También contó que, en una montaña del valle, más
fría que el invierno mismo, había un pasadizo en que se confundía el tiempo
con los sueños y los sueños con el mundo. Decía el anciano, con ese cansancio
tan suyo, que en ese mismo pasadizo se escondía el elixir de toda poesía
existente, que no se podía relatar ni transcribir sino solo presenciar yendo
hasta tal lugar. Era la esencia misma de la poesía que Dios dejó caer al azar,
como cuando un niño arroja una piedra a un lago sereno y quieto.
El hombre estaba asombrado y pensó que el anciano era un ángel viejo y
cansado que profería palabras asombrosas, tan antiguas como las estrellas del
universo. Ambos sonrieron y tomaron la leña para llevarla a casa. Así pues, el
hombre pensó en el extenso viaje que debía realizar y en las vicisitudes que
vendrían con ello. Pero recordó el verde profundo de los ojos de su esposa y se
sintió con valentía para acometer tal empresa. Esa misma noche contó a su
esposa el viaje que realizaría sin dar el más mínimo detalle de lo que en
verdad sucedía. Ella aceptó su plan y no pronunció palabra alguna, porque ella
lo conocía muy bien como él a ella. Durmieron profundamente mientras el
viejo, apacible y cansado, oía resonar la leña de la chimenea.
Zarpó el hombre justo cuando comenzaba el invierno a arropar las llanuras
con su niebla gélida. Su amada le había preparado las ropas que pudiese llevar
y él mismo ordenó sus utensilios de viaje, todos estos guardados en una bolsa
de cuero de carnero. El anciano, como un acto de confidencia y solemnidad, le
obsequió un cuaderno pequeño, forrado también en cuero de carnero, en el que
pudiera al menos hacer anotaciones con lo que llegase a descubrir. Tomó sus
cosas, besó los labios de su esposa, saboreando las más exóticas mieles, y,
finalmente, dio un abrazo cálido al anciano. Cuando el hombre ya se perdía
entre la niebla de la mañana, su esposa fue corriendo tras él, llamándole con
desespero. El hombre se volvió y ella descubrió el vientre para que lo besase.
El hombre besó su vientre y dijo: “Tal vez será un gran poeta”.
Cruzó los senderos y los ríos que lindaban los campos del pueblo,
perdiéndose en la lejanía. Miró hacia el norte y divisó que le esperaba una
gran tormenta porque estaba tan oscuro como cuando cerraba sus ojos para
soñar. Recordó así sus antiguos viajes por todo el país y le parecía que
desconocía mucho de ellos. Atravesó bosques y remotas tierras hasta toparse
con las montañas del norte. El invierno arreciaba tanto que ni si quiera la caza
misma era una solución para el hambre. Tuvo que aguantar con su estómago
vacío largas caminatas y subir las inhóspitas montañas blancas. Se sentía solo
y lejano, pero conservaba su valentía y las fuerzas de sus pensamientos. Creció
su barba y su pelo y se llenaron de callosidades sus pies y también sus manos.
A veces huía de algunas fieras que le acechaban y otras veces luchaba a mano
con ellas mismas. Cuando llegó a la cima de la montaña que atravesaba, sintió
de nuevo el exuberante frío de la lejanía; venían a sus recuerdos imágenes de
cuando viajaba por todo el país y de las montañas que escalaba cuantiosas
veces. Conocía cada montaña del país. Las había escalado todas, pero cuando
volvía a subir una era como su nunca lo hubiese hecho.
Llegó al valle y le tomó por sorpresa que el frío había cesado un poco. La
nieve no era tan espesa y la niebla aminoraba su densidad. Pensó en su esposa,
en sus ojos verdes como los prados de su pueblo y en sus labios como mieles
deleitantes. Pero también pensó en la mirada del diablo, que era tan brillante
como las estrellas más antiguas del universo, y en el tulipán que había
arrancado. Pensó, en medio de su soledad, en la sonrisa cansada del anciano y
en sus leves palabras. Pensó, de hecho, en el pequeño vástago que retoñaba en
el vientre de su esposa, cuyo nacimiento bien podría ser en una primavera en
la que él ya no estuviese.
Demoró varios días y semanas para encontrar el pasadizo misterioso de
aquel valle. El invierno persistía, pero el hombre agotaba sus fuerzas buscando
el místico lugar. Lo imaginaba de muchas maneras y, al no conformarse con
ninguna, desesperaba en su nefasta premura. El hallazgo se veía inverosímil,
inalcanzable, y sin premeditar las posibilidades, el invierno podría acabar en
cualquier momento. Pero el frío se empezaba a intensificar. Sus jornadas se
convirtieron en caminatas extenuantes y escaladas escabrosas de montañas.
Enfrentó de nuevo a las fieras que lo querían despedazar y tuvo que
perfeccionar la caza para su supervivencia y la persistencia de sus fuerzas.
Una noche, después de una intensa búsqueda por todos los escondites de aquel
valle, el hombre sintió un peso insondable sobre sus hombros y decidió
descansar, sumiéndose en un sueño profundo.
Soñó que se veía dormido, arrojado en el suelo como había quedado, y que
se sentaba a contemplarse él mismo. Se vio triste, desvencijado y enfermo.
Entonces decidió acercarse al hombre que era él durmiendo y lo cargó en sus
brazos. Atravesaron un bosque cuyos árboles, en cada hoja, tenían la imagen
misma de sus días pasados, repartidas en fragmentos de cada uno de los
instantes que vivió; vio al niño que había sido ese hombre que dormía en sus
brazos, que lloraba para que le amamantaran; vio al joven que soñaba y que
repetía sus sueños en sus juegos; vio cada momento en que lloró y cada uno en
los que sintió alegría; vio el ayer de los días de ese hombre y vio también el
presente y el futuro. Pero el presente era un ayer y un mañana, así como el
futuro un hoy y el pasado un mañana. Siguió este hombre caminando, llevando
de brazos al que dormía, que era el mismo, y se encontró con un lago pequeño.
El hombre que cargaba al que dormía se sumergió en aquel lago y sintió que
era frío como el invierno. Cuando dejó que sus brazos mojaran al que dormía,
este se despertó y descubrió un brillo increíble en sus ojos. Los ojos hablaron
y dijeron: “En verdad el tiempo se ha perdido en nuestros sueños y, como no
podemos encontrarle, la muerte ya antes estaba con nosotros”.
**
Despertó bajo un árbol, a la zaga de un campo de trigo extenso que
bordeaba su pueblo. Ya era primavera y los pájaros cantaban con unanimidad.
Se sintió confundido, con los brazos cansados y los labios sedientos, y pensó
que, tal vez, estaría muerto. Ello le dejó en una profunda calma y comenzó a
caminar. A lo mejor, se dijo de nuevo, estoy muerto y sólo me encuentro
vagando por estos campos. Pero su estómago producía algunos sonidos y dolía
fuertemente, enterándose de que en verdad sentía hambre y que era probable
que no estuviera muerto.
El hombre llegó a su pueblo y vio las mismas praderas verdes que eran
como la mirada de su esposa. Caminaba lentamente por los alrededores del
pueblo, resignado a que cayese en algún recoveco de las casitas y sus callejas,
y de pronto vio que había una multitud reunida. Se acercó más, como por
conceder satisfacción a esa última curiosidad, y se integró a la muchedumbre.
Se dio cuenta el hombre que se encontraba en medio de un inmenso recital
de poesía y vio que todos los que se acercaban a declamar sus poemas,
parecían demostrar con sus rostros las ansias de ganar el máximo galardón:
una corona de olivos como distinción de poeta ilustre. El hombre, cansado y
hambriento, se acercó hasta la fila en que se agrupaban los demás poetas. Ha
sido un milagro, se dijo, que haya llegado justo el mismo día. Pero recordó
que no llevaba nada escrito, ni siquiera un verso. Miró hacia los espectadores
buscando los brillantes ojos del diablo, que eran más antiguos que las estrellas
del universo, y no lo encontró. En cualquier momento aparecerá, balbuceó.
Entonces comenzaba a desesperarse y a desbordarse en una extraña angustia.
Determinó, sin más rodeos, que debía retirarse de la fila de los recitantes y
perderse entre las praderas verdes a esperar que su muerte acaeciera. Pero,
pensándolo mejor, sabía que nada perdería quedándose allí y eligió que el azar
decidiera por él.
Y pasando por el lado de una ventana, a través de su reflejo, pudo admirar
su rostro. Descubrió que no tenía una larga y sucia barba como tampoco el
cabello cenizo que le había crecido. Era el rostro lampiño y el cabello corto
que siempre le habían acompañado. Se sorprendió sobremanera y dedujo que
había despertado de un largo y extraño sueño, cuyas formas parecían
devenidas de la misma realidad. Y, cuando se preparaba para retirarse de la
fila, un señor muy viejo le asió de su brazo y lo llevó hasta el atril en que
debía declamar. La armonía, la incógnita armonía del mundo, el tiempo y el
espacio, lo habían llevado hasta allí y ello no podía evitar. Metió las manos a
los bolsillos de su abrigo y en uno de ellos sintió la forma áspera del cuaderno
forrado en cuero de carnero. Sin pensar más, tomó el cuaderno para abrirlo,
pero, como si algo en el fondo de su corazón le obligara, se prohibió hacerlo.
Se quedó impávido ante la multitud y el silencio que abrumaba por doquier
y se dispuso a comportarse como si de verdad fuera un poeta. Sabía que en el
cuaderno no había nada escrito y que nada ganaría abriéndolo, simulando la
solemnidad y mímica sobrante de los otros participantes. Dejó el cuaderno
sobre el atril, cerró sus ojos y sonrió. Era la sonrisa más bella que alguien
pudiese haber visto en ese olvidado pueblo. Sonreía con tanta pasión que
ignoró que los espectadores se maravillaran ante ella. Sus ojos estaban
cerrados con mucha fuerza y no consideraba abrirlos por ningún motivo.
Entonces el joven comenzó a recitar todo lo que había visto, soñado y, por qué
no, vivido. Eso es lo que usted mismo, querido lector, ha estado leyendo,
creyéndolo como si de verdad fuera cierto y que, aunque supiera que fuera
producto de la imaginación, seguiría creyendo en ello, viviendo ello. El joven
cerró su declamación cantando los versos sobre un joven que, después de
despertar de un largo sueño, se encontró en un inmenso recital, parecido a ese,
con unos espectadores muy semejantes a esos. Dos gruesas lágrimas surcaron
sus mejillas ardientes, pero las ignoró porque por fin había aprendido el arte de
las mentiras a través de los sueños, que es un arte que también está en la
palabra y en la vida que florece con esa palabra.
Con sus lágrimas imparables y con la felicidad que sentía, el joven se
apartó del atril, de la multitud y el pueblo. Nunca reclamó la corona de hojas
de olivo que lo destacaría como poeta ilustre. Tampoco regresó por su
cuaderno forrado en cuero de carnero, que nunca abrió, y que se quedó sobre
el atril tallado en piedra. Se cuenta que una muchacha, que tenía los ojos
verdes como los prados del pueblo y que se había enamorado del muchacho de
los versos, tomó el cuaderno y, al abrirlo, encontró que había un tierno y
fresco tulipán entre las numerosas páginas amarillas que jamás fueron bañadas
de tinta.
Aquí finaliza La historia del hombre que pudo burlar la muerte con
palabras.
● ● ●
“Hic tandem fabulam qui non circumveniamur a morte cum verba”, repitió
Henrietta. Cerró el delgado libro e inclinó su cabeza un poco hacia atrás
aliviándose de un leve dolor de su nuca. Salió de la habitación, se despidió del
viejo Crisanto, agradeciéndole y volvió a su hotel a preparar su equipaje. “Ya
está”, se decía ella cuando la iba en el taxi hacia el aeropuerto, “siempre he
pensado que sólo se concluye el pensamiento cuando hay delirio”.
Una vez en Bogotá, susceptible de todas las peripecias que había vivido
gracias a los documentos encontrados, sintió el fuerte deseo de comunicarse
con Mauricio para relatarle todo cuanto había sucedido. Pero su teléfono
nunca respondió con su voz y finalmente alguien apareció al otro lado de la
línea y le dijo que el mentado se había ido lejos sin decir nada. No permitió
que su enojo la embebiera y, tomando el libro de Anastasio, consideró que un
paseo por las calles, en búsqueda de un parque, le haría bien. No obstante,
cambió la idea de manera radical y se sentó en su escritorio a comenzar la
escritura de su novela. Permaneció en su casa, durante tres semanas,
desconectando su teléfono fijo y sin despegarse de su máquina de escribir -
exceptuando las veces en que debía bañarse y comer-, terminando su novela el
último fin de semana de ese mes. Era una velocidad impresionante, pero ya de
antemano había una estructura en la cabeza de nuestra escritora que no se
podía derrumbar.
Conectó su teléfono y trató de localizar de nuevo a Mauricio. Otra vez su
desilusión, envuelta en una capa de enojo, le tomaba por completo. Se le hacía
difícil acostumbrarse a las actitudes de los hombres después del sexo y más se
aferró a su criticismo ético, que era el de preferir perseguir el conocimiento y
no las afecciones absurdas de una relación, que no son más que distribuciones
químicas ejercidas por las neuronas, con el fin de hacer posible la
supervivencia de la especie. Así pensaba. Consideró una vez más que, después
de tan largo encierro, debía salir a dar un paseo y buscar un parque. Y cuando
caminaba por la acera, repasando las páginas de su libro amado sin percatarse
por donde iba, tropezó con un bolardo imprevisible que le hizo elevar el libro
a una exagerada altura, cayendo en el suelo con el triste desenlace de partirse a
la mitad y despegando algunas páginas que se ensuciaran con la podredumbre
tan frecuente de las calles de su ciudad.
Se devolvió a su estudio, acomodó el libro sobre el escritorio y observó
algo que le pareció extraño. En el filo de la doblez de las hojas, justo en la
parte donde pasa el hilo que las ata, había un tenue color que creía recordar
antes. Tomó una lupa, la acercó lo suficiente y encontró la misma distribución
de las marquillas que se le hacía al papel de la editorial en que había trabajado
antes. Si tal era el mismo papel, con las mismas marquillas de las prensadoras
que sólo esa editorial disponía, el libro no correspondía a la fecha que allí
había colocado el abuelo del hombrecillo que le obsequió el libro, que databa
de 1925. Henrietta sabía que la editorial imprimía con un papel que les
enviaban de los Estados Unidos y que éste era de fabricación reciente, de no
más de un año de ser expedido. Por lo tanto, si el libro tenía ese mismo papel,
con las mismas características que ella veía en la doblez y suponiendo que el
resto del papel fuera sometido a degeneración por medio de químicos, el libro
era totalmente falso. ¿Pero quién podía empeñarse en la tarea absurda de
falsificar un libro de la década de los veinte? Para responder a esta pregunta
debía acercarse a la estantería especial que había construido con Mauricio.
Extrajo El libro de los gritos acallados, descosió un poco una parte que veía
abierta y, para nuestro asombro y el de ustedes, por supuesto, encontró las
mismas marquillas con el color en los dobleces de las hojas viejas, que no eran
viejas sino degradadas por un tratamiento químico especial que lo hacía
parecer.
**
Cuando Eduardo Manrique Sánchez llegaba a su casa de una hastiada
jornada laboral, un viernes por la noche en que los trancones son casi réplicas
mismas de las avenidas infernales, sintió una leve impresión que le hizo fijarse
en su cocina. No sabía cómo, pero en ella había algo extraño. Puso a hervir
agua, no obstante, preparando una taza de té de jengibre que le ayudaría a
eludir el estrés que llevaba sobre su nuca, y se dirigió a su sala esperando
poder sentarse en su sillón reclinable. Se sentó en él, alcanzó el control del
stereo y se acomodó como para no querer levantarse un buen rato. En la
mesita de la sala reposaba un volumen de las obras completas del escritor
serbio Bohdan Pahlinov, desaparecido por la policía soviética a finales de los
ochenta, y lo tomó para ojearlo un poco. Bebía el té con parsimonia, dejándose
concentrar por la música clásica a bajo volumen que producían los altavoces,
cuando de repente notó algo más extraño: la primera de las revistas coloridas
que siempre apilaba en un orden admirable estaba ligeramente movida y con
un doblez estúpido en la esquina de la portada. Él, que era un hombre muy
ordenado y que pocas veces dejaba entrar a alguien a su apartamento,
comenzó a cavilar en la posibilidad de que alguien estaba allí dentro. Pero para
no hacer creer al que estuviera allí que él estuviera impaciente o asustado,
siguió en su comodidad particular leyendo el libro que tenía en sus manos.
Detrás de él, inmersa en la penumbra que destilaban las cortinas
replegadas, Henrietta esperaba sentada a que cualquier evento pudiera suceder.
Conocía tan bien a su exjefe que, de algún modo, sabía que sospecharía de la
disposición de las cosas cuando recién entró. “Con razón había un leve aroma
de café al entrar”, vibró la silla con aquella voz nasal. En cambio, del buen
olfato de Eduardo, Henrietta no pudo percatarse. Ella siguió en silencio. Pero
él podía sentirla allí, como si le estuviera mirando directamente, a pesar que
estuviera de espaldas. Ninguno de los dos habló por casi quince minutos.
“Todavía no entiendo cómo entraste. Eres muy sagaz”, hasta que él por fin
dijo lo anterior. “Quizás ustedes los escritores tienen la perfecta manía que
también tienen los intrusos: saben cómo entrar en la privacidad de las personas
sin que nadie se dé cuenta”. Luego bebió dos sorbos y se arrellanó con
comodidad en el sillón. “No entiendo cómo no te diste cuenta de lo imposible
que era esa primera librería, la de la octava… por Dios, Henrietta, ¡quién se
atrevería a vender reliquias de libros en plena calle! Sin embargo, creíste y allí
pudimos seguir con el juego. Pero hay que decirlo, de todas maneras, que eres
muy lista. Exageradamente lista. Tanto que te ahogas en tus propias nebulosas.
La idea no nació de nosotros; de hecho, en una de esas reuniones acaloradas
en que discutías con tus compañeros, dijiste que algo revolucionario debía
agolpar no sólo a la literatura sino a las editoriales mismas, que ellas eran las
que debían ingeniarse la forma como se concibe el arte, recuérdalo. Yo vine
esa noche hasta aquí con un sinsabor extraño y no pude dormir. Recuerdo
perfectamente que me dijiste un día que las editoriales eran también la esencia
de la literatura y que eso no se podía evitar o contravenir. Y yo les gritaba a
todos tus putos compañeros qué diantres debíamos hacer. Las ventas estaban
cayendo, tus reseñas y críticas en la revista eran cada vez más ácidas,
irascibles. En serio que me quería colgar. Y llega este noviecito tuyo, el que
estudió filosofía con Mauricio, y nos dice que una de tus obsesiones era
plantear una especie de fenomenología del engaño, de la manera más
exagerada. Te pedí entonces que diseñaras un esquema, casi parecido al de un
experimento, y que lo lleváramos al papel, como un simulacro de lo que
querías, pero como que andabas aburrida y, a la semana siguiente, me dejaste
viendo un maldito chispero con los demás. Qué bueno que tu amado todavía
quiere torturarte. Allí fue cuando contraté a esos muchachos que me
recomendó Mauricio y tu amado, artistas plásticos, historiadores, críticos,
especialistas… y ¡bum! Nació el proyecto Origen. El que dirigió todo, y hay
que agradecerle a él, es este Mauricio, hombre muy brillante. Y de verdad que
todo fue brillante. La historia de Anastasio, el libro de los gritos, los archivos
que nos ayudaron con sus instalaciones… era como hacer una película, pero
con sólo literatura. ¿Pero sabes qué es lo que más me sorprende? Que en el
fondo el experimento, este proyecto, devela todo misterio y principio poético,
que no está abigarrado con entelequias como las que leías y creías, no. Lo que
descubrimos es que sí se puede hacer una fenomenología del engaño,
determinando que ningún escritor “crea” de la nada sus mundos, sino que los
toma prestados. ¡Eso es el engaño! ¡Eso es la literatura! ¡Eso la poesía y
cualquier explicación del universo! Fuimos perspicaces gracias a tus ideas y
rabietas… ahora saborearás la victoria de haberte engañado a ti misma con una
estupenda idea… Creo definitivamente que este será el nobel literario más
complejo de este siglo”.
Henrietta se acercó a la mesa de Sánchez tomó el control que encendía la
chimenea y esta comenzó a arder. Él siguió leyendo un poco, sin inmutarse, y
ella, de su bolso sacó un grueso volumen de papel mecanuscrito. Lo arrojó a la
chimenea y, viendo cómo aumentaba el ardor en el fuego, dijo “Bueno,
después de todo, un principio o un origen también tienen su evento final
imprevisible”.



Notes
[←1]
De la nada.
[←2]
Ποιησις, vocablo griego que en una superficial definición al castellano sería la de
“creación” o, según las indicaciones del Banquete, de Platón, “toda causa que haga
pasar cualquier cosa del no-ser al ser”.
[←3]
Empero el siglo XIX ya había demostrado que los poetas venían trabajando esta
problemática con ahínco, como el caso de Friedrich Hölderlin, cuya poética fue la base
de la filosofía de Martin Heidegger.
[←4]
“Sin los contrarios no hay progreso”, The Marriage of Heaven and Hell, 1790.
[←5]
“Hágase la luz”, para la traducción del latín; para el caso hebreo: “sea luz”, siguiendo la
sintaxis semítica ‫יהי אור‬.
[←6]
“Me ha agitado Amor los sentidos
como en el monte se arroja a los pinos el viento” (Fr. 47).
[←7]
“Señor, eres mi único deseo
al que mantengo en lo profundo de
[mi alma”.
Versos atribuidos al filósofo sefardí Yehuda Haleví, siglo XII aproximadamente.
[←8]
Debemos hacer la aclaración de que este nombre, originalmente, fue interpuesto en el
texto que leyó Henrietta por el traductor al español y no por el escritor auténtico, que
ustedes conjeturarán más adelante quién pudiera ser.
[←9]
En el original persa.
[←10]
Se desconoce totalmente lo que sucedió después con el Persa, incluyendo su lugar de
deceso, del que ningún libro da mención oportuna. El crítico salmantino Javier Málaga,
en su libro La influencia de la cultura oriental en una posible literatura española,
reflexiona que el caso que circunscribe a Historia y desazón de las experiencias
acontecidas por el licenciado Anastasio de Pérez y Robayo puede ser susceptible de los
juegos complejos de adjudicación a la autoría, tan recurrentes en la época como el caso
mismo de Don Quijote de la Mancha, afirmando que “es posible pensar que el Persa
nunca haya existido como personaje histórico y menos como autor propio, y, tal vez,
todo ello se deba a una manía literaria que tenían los escritores de la época,
desestructurando estas marcas discursivas con el sólo fin de enganchar a los lectores y
ganarse un lugar en las tertulias”, Editorial Zagal, 1983, pp. 145.
[←11]
En esta versión, la primera traducida al castellano, se añade un epílogo sobre los
hechos posteriores a la desaparición de Anastasio/Abdullah en Alepo, escrita también
por Sigüenza. Del mismo modo, Sigüenza, quizás conmocionado por el enojo de
Tarietne, resalta en el epílogo la importancia del Persa como autor del texto, de quien
desafortunadamente se desconoce el nombre real y que por testimonio de Tarietne sólo
se sabe que le apodaban Ahmad, en honor a un explorador persa del siglo X de nuestra
era. Ello sirvió a que el único reseñista, Félix Martínez de la Vega, aproximadamente en
la década de 1670, resaltara que la preservación del gentilicio Persa, a lo largo de la
historia, se debiera a una tradición tan frecuente en las literaturas orientales, que
obnubilaba la autoría de los relatos sin una importancia tan colosal como la que se daba
en Europa.
[←12]
La transversalidad de los textos literarios europeos en el Nuevo Reyno de Granada en
los ss. XVII-XVIII, 1968, pp. 440-526, Compendio historiográfico de literatura, Vol. II,
Universidad Nacional de Colombia.
[←13]
Hno. Ricardo H. Scafatti, Sobre la leyenda enigmática que atañe al hno. Domínguez
durante su misión en la Guerra del 32, Arquidiócesis de Cusco, pp. 125-177, 1938.

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