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EL VIENTO Y EL SOL

(Leyenda quechua)

Hace mucho tiempo, el Viento y el Sol habitaban lugares diferentes y nunca se


cruzaban. Sabían que, si se encontraban, deberían probar quién era el más
fuerte.
Para sacarse la duda, organizaron una competencia. Ese día, el Viento lucía una
larga capa blanca, un saco de lana muy gruesa y un sombrero muy grande. El
Sol lo veía con sus ojos amarillos, grandes y brillantes, asomados bajo un
sombrero de paja que ardía en llamas. El Viento fue el primero en hablar:
-Hermano Sol, mis poderes son muchos. Puedo causarle frío hasta al más
abrigado y dejar sin techo a la casa mejor construida. Sin mí, la gente no podría
sembrar ni levantar sus cosechas.
Entonces el Sol respondió:
-Te enorgulleces de tus poderes porque desconoces los míos. Con mi calor
consigo lo que quiero: hago correr a la gente en busca de sombra bajo los montes
y refresco en el río, pues sus casas no sirven como refugio ante mis fuertes
calores. Los hago sudar y quitarse sus ponchos. Sin embargo, ellos saben que me
necesitan. Soy quien les da luz y calor para poder vivir. También, hermano
Viento, puedo hacer que tu frío soplo se convierta en una ráfaga de aire caliente.
El Viento empezó a soplar con fuerza, pero no conseguía quitarle el sombrero al
Sol. Cuando llegó su turno, el Sol comenzó a calentar más y más. El calor era tan
fuerte y penetrante que el Viento, ahogado y sudoroso, tuvo que quitarse su
sombrero, su capa y, por último, su saco de lana.
Desde entonces, el Sol reina en la Tierra, desde lo alto del cielo. Al Viento ya no lo
vemos, pero podemos escucharlo mientras vaga por los caminos, silbando su
derrota.

LA SOMBRA DEL OMBÚ


(Leyenda quechua)

Había una vez una tribu de aborígenes que cultivaban la tierra. Los hombres eran
los encargados de cuidar los sembrados.
Pero un día, la tribu fue atacada. Los hombres tuvieron que ir a luchar. Sólo
quedaron los ancianos y las mujeres. El cacique le pidió a su esposa, Ombú, que
cuidara el sembrado de maíz.
Ombú lo cuidaba con entusiasmo. Todos los días removía la tierra, sacaba los
yuyos y regaba las plantas. Pero llegó una gran sequía. El sol calentaba y
calentaba la tierra. Las plantas empezaron a secarse una tras otra. Ombú no se
alejaba del sembrado. Los días pasaban y el calor aumentaba.
Hasta que quedó una sola planta.
Ombú se arrodilló llorando a su lado.
La abrazó y con su cuerpo le dio sombra para protegerla del sol. Con sus lágrimas
la regó. Y ahí se quedó para siempre.
Cuando los hombres volvieron, salieron a buscarla. Entonces, encontraron la
única planta de maíz que quedaba y un enorme arbusto a su lado que le daba
sombra.
Desde ese día, llamaron Ombú a ese arbusto, en memoria de la valiente mujer.

TOKJUAJ, EL BURLADOR
(Leyenda wichí)

¡Ay Tokjuaj, Tokjuaj!


¡Cuántas cosas hizo Tokjuaj! Muchas fueron buenas, sí. Pero otras…
Tokjuaj vivió hace muchísimo tiempo, antes de los abuelos de nuestros abuelos,
antes de que los barcos llegaran al Chaco, cuando todavía los animales podían
hablar.
¿De dónde vino Tokjuaj? ¡Ah!, eso nadie sabe. Es que él no era una persona, sino
un ajat, algo así como un diablo. Por eso tenía muchos poderes, como morirse en
un tiempo, convertirse en un montón de huesos y después formarse un nuevo
cuerpo y levantarse como si nada; igual que una víbora, que deja el cuero viejo
tirado y aparece con piel nueva.
En general andaba con forma de persona, pero cuando quería se transformaba en
perro, en pájaro, en pato… Podía ser una calabaza y podía ser un mortero,
cualquier cosa, según le viniera bien.
A veces venía con su cara propia de Tokjuaj, y otras veces tenía la cara de otra
persona, para hacerse pasar por él y armar algún embrollo.
Porque Tokjuaj, además de tan poderoso, era un gran embrollón, mentiroso y
muy amigo de hacer desbarajustes. ¿Por qué hacía esas cosas? ¡Quién sabe por
qué hacen las cosas los ajat! Ellos son raros, son tan diferentes a las personas…
A veces, parecía que no había nadie tan inteligente como Tokjuaj, y otras veces
hacía unas tonterías increíbles.
No todo lo suyo fue malo. Por ejemplo, él les enseñó a los animales cómo comer y
dónde vivir. Pero, además, hizo animales peligrosos, como las víboras, a las que
creó dándoles vida a unas sogas: así hubo por primera vez serpientes de
cascabel, yararaes y corales. Y no contento con hacer que hubiera víboras,
después las agarró y les calentó los colmillos más y más, hasta que se hicieron
venenosas; por eso arden sus picaduras, porque tienen el calor que les puso
Tokjuaj en la boca. Por suerte, a muchas otras víboras les dio miedo que les
calentara los dientes y se escondieron para que no las pudiera atrapar; gracias a
eso, ahora hay culebras sin veneno.
En materia de inventos, el les dijo a los hombres cómo encender fuego haciendo
girar de punta un palo sobre un tablita, y también les mostró cómo hacer arcos y
flechas, y redes para pescar, y casas. Todas cosas buenas.
Pero no podía dejar de hacerle bromas pesadas a la gente y por eso muchos lo
llaman “el Burlador”. Un día se quedó mirando los árboles del monte que dan
fruta para comer. En esa época de antes, los mistoles y otras plantas caminaban
con las raíces y cuando la gente tenía hambre, las llamaba. Como eran muy
obedientes, enseguida venían corriendo y no había más que abrir bien grande
una bolsa para que sacudieran encima las ramas y los frutos cayeran adentro.
Tokjuaj lo vio y dijo:
-¡Vamos a molestar un poco!
Entonces, con su poder hizo que los árboles echaran sus raíces en la tierra, bien
prendidas, y desde ese día hay que andar buscando las plantas por el monte y
después caminar y caminar trayendo las bolsas cargadas con los frutos. ¡Lindo
chiste!
En los viejos tiempos, se sembraba a la mañana y antes del atardecer ya se podía
cosechar. Así nadie pasaba hambre. Tokjuaj vio eso y dijo:
-¡Vamos a molestar otro poquito!
Y desde entonces, y por culpa de él, las plantas cultivadas tardaron mucho
tiempo en madurar y, a veces, la gente no tiene qué llevarse a la boca.
Pero, en compensación, consiguió el maíz para los hombres. La historia fue así:
un buen día, el Quirquincho, ese armadillo cascarudo, quiso sembrar y le pidió
unas semilla de calabaza a Tokjuaj, que estaba de mal humor y le contestó que
no. El Quirquincho, entonces, se cortó la punta de la cola, que parece una
mazorquita de maíz, y la plantó en la tierra; en poco tiempo, de ahí creció la
primera planta de maíz. Cuando Tokjuaj se enteró, fue enseguida a pedirle
semillas de la nueva planta, pero como antes él había estado tan mezquino, el
Quirquincho no quiso darle ni una. ¿Qué hizo Tokjuaj? Talló en madera un
caballo y le dio vida: ése fue el primer caballo del mundo. Después, se lo cambió
al otro por una bolsa de maíz. Enseguida llamó a toda la gente, les repartió las
semillas y les enseñó a cultivarlas. Fue un gran regalo.
Fue él quien hizo las primeras enfermedades que mataron a los hombres y al
mismo tiempo, quien les enseñó a curarlas. De ahí sacaron todo lo que saben los
médicos baiabú, que los blancos llaman “curanderos”.
Así era Tokjuaj, y con sus historias habría para hablar horas enteras y para
escribir varios libros.

TOKJUAJ Y LA LLUVIA
(Leyenda wichí)

Dicen que antes la Lluvia era un hombre, un hombre todo hecho de agua. Era de
agua, pero vivía en la tierra; por eso, todo estaba siempre bastante inundado. Un
día, Lluvia hizo mucha cerveza de algarroba -de esa que en el Chaco se llama
aloja-, y preparó una gran fiesta. Entre los invitados estaba Tokjuaj y –vaya uno a
saber por qué, ya que era riquísimo- se apareció en la reunión vestido con ropa
vieja, rota y sucia.
Lluvia era bastante cascarrabias y se ofendió mucho con él, porque lo tomó como
un desprecio. Por eso lo insultó de arriba abajo.
Tokjuaj, entonces, fue corriendo a su casa y se cambió.
¡Qué diferencia! Quedó muy elegante: todo vestido de negro, con sombrero aludo,
pañuelo blanco de seda al cuello, camisa fina, cinto con monedas de plata y unas
botas espléndidas, con espuelas de plata. Se miró en un charco y -muy contento
con su elegancia- volvió a la fiesta.
Pero Lluvia era un tipo bastante especial y tampoco quedó conforme. Ahora se
había puesto celoso de este Tokjuaj que llamaba la atención. Por eso, apenas lo
vio distraído, le tiró un rayo, que le erró por poco y partió un árbol en dos.
Claro, a Tokjuaj esto no le gustó nada, así que buscó una rama de árbol, la
convirtió en un rifle (cosas de sus poderes mágicos), apuntó y le tiró dos balazos.
Lluvia se asustó, montó en su mula y se escapó a galope tendido.
Por detrás de él iba Tokjuaj, a los tiros, haciendo saltar astillas de los troncos y
salpicando agua de los charcos con sus balas. Al fin, Lluvia se trepó a un árbol,
con mula y todo y desde la punta de la copa pegó un tremendo salto que lo hizo
llegar hasta el cielo. Allí se ha quedado desde entonces. Pero como sigue con
miedo a Tokjuaj, no para un momento y va de acá para allá, montado en su mula
mañera, que cada tanto patea, y eso son los truenos. Anda envuelto hasta la
cabeza con su poncho de flecos larguísimo, que son los chorros de agua cuando
llueve y cada tanto asoma los ojos: así se forman los relámpagos, como reflejos de
esa mirada terrible que tiene.

EL YUCHÁN
(Leyenda mataca. Recopilada por Graciela Beatriz Cabal)

Hace muchísimo tiempo -cuentan los matacos del Chaco- había un yuchán más
alto y más panzón que cualquiera. Es que ese yuchán estaba lleno hasta el tope
de agua y de peces.
Chiláj, el dueño y protector de todos los peces, les permitía a los indios que
pescaran dentro del yuchán (algo tenían que comer). Pero se ponía de lo más
furioso cuando algún gracioso pescaba por pescar y dejaba a los pobrecitos
pescados tirados por ahí, boqueando.
Entre todos los peces que había en el árbol, el más lindo era un dorado grandote.
A ése no había que molestarlo.
-¡Miren que de un solo coletazo es capaz de romper todo, y después qué hacemos!
–decía Chiláj.
Pero un día llegó uno que se llamaba Tokjuaj.
Chiláj lo miró de reojo:
-¡Cuidadito con tocar el dorado grandote! ¿Me escuchaste bien vos?
-¡Eh, no tanto grito! ¿Por quién me toma? -dijo Tokjuaj haciéndose el ofendido.
Entonces preparó el arco y la flecha (ellos pescaban así) y se puso a pescar.
Pescó uno, más bien chico. Después otro, grande y gordo. La verdad que ya era
suficiente.
Pero él no estaba tranquilo y los ojos se le iban detrás del dorado grandote.
Hasta que, de repente, no aguantó más y ¡zas!, le clavó una flecha.
¡Para qué!
Loco de dolor, el dorado grandote empezó a dar coletazos para aquí y para allá.
Hasta que, en una de ésas, lo partió al árbol por la mitad.
Entonces el agua empezó a salir y a salir del yuchán.
Y se vino la inundación.
Se vino, nomás.
Con los ojos salidos para afuera de la rabia, Chiláj lo encaró a Tokjuaj, a grito
pelado.
-¿Te lo dije o no te lo dije, cabezón? ¡Ahora me arreglás este lío, rapidito y sin
chistar! ¡Ooooh, también!
Pero Tokjuaj se quedó duro, sin saber para dónde agarrar. Y eso que el agua ya
estaba llegándole al cuello.
Cuando Chiláj vio que el otro no se daba ninguna maña, pensó:
“Éste encima se nos va a ahogar. ¡Y va a haber que pagarlo por bueno! No voy a
tener más remedio que darle el palo mágico…”
Entonces, con su peor voz, le dijo:
-Mirá, Tokjuaj; te me vas de acá… ¡y te me llevás toda esta agua! (Tokjuaj puso
cara de no tener la menor idea de lo que tenía que hacer.)
Entonces Chiláj agregó:
-Tomá este palo. Vos caminá nomás, y el agua te va a seguir. Cuando estés muy
cansado, clavás el palo y el agua se va a quedar quietita… ¡Y ahora, a caminar!
Tokjuaj, que estaba bastante llovido, obedeció sin decir palabra.
Caminó y caminó.
Cuando las piernas no le dieron más, clavó el palo (y por su cuenta agregó
algunas palabras mágicas).
El agua paró y Tokjuaj pudo echarse un sueñito.
A la mañana siguiente desclavó el palo y siguió caminando.
Detrás de él iban las aguas, mansitas como ovejas.
Para no aburrirse, Tokjuaj, ya más tranquilo, empezó a caminar en zigzag, a
pegar saltitos, a correr.
Y siguió y siguió. Con el agua atrás. Y, en el agua, los peces.
Fue así nomás, aunque ustedes no lo crean, como nacieron los ríos, todos los
ríos.

Ah, me olvidaba: si alguno va a pescar… ¡ni se le ocurra sacar pescaditos por


gusto y dejarlos tirados por ahí, boqueando! Nunca se sabe si Chiláj anda cerca,
disfrazado de viejito pescador…

Glosario
Yuchán: palo borracho.
Matacos: Hasta el último tercio del siglo pasado, los matacos –al igual que los
tobas, mocovíes, vilelas- habitaban toda la zona del Chaco, viviendo de la caza, de
la pesca y la recolección de frutos. Después de varias campañas militares, se
vieron forzados a retirarse al interior de la provincia y a ganarse la vida en los
ingenios y los obrajes.
Chiláj, llaj: señor del agua y de los peces entre los matacos, a quienes enseñó a
pescar con arco y flecha.
Tokjuaj: uno de los héroes míticos de los matacos. Difundió muchas enseñanzas
sobre agricultura, pesca, caza (una de las más importantes fue la domesticación
del perro). Sin embargo tiene un lado negativo: haber desobedecido e Chiláj cuando
éste le prohibió pescar el dorado.

FLOR DEL CEIBO


(Leyenda guaraní)
Cuenta la leyenda, que en las riberas del río Paraná vivía una indiecita fea, de
rasgos toscos, llamada Anahí. Era fea, pero en las tardecitas veraniegas deleitaba
a toda la gente de su tribu guaraní con sus canciones inspiradas en sus dioses y
el amor a la tierra de la que eran dueños... Pero llegaron los invasores, esos
valientes, atrevidos y aguerridos seres de piel blanca, que arrasaron las tribus y
les arrebataron las tierras, los ídolos y su libertad.
Anahí fue llevada cautiva junto con otros indígenas. Pasó muchos días llorando y
muchas noches en vigilia, hasta que un día en que el sueño venció a su centinela,
la indiecita logró escapar, pero al hacerlo, el centinela despertó, y ella, para lograr
su objetivo, hundió un puñal en el pecho de su guardián, y huyó rápidamente a
la selva.
El grito del moribundo carcelero despertó a los otros españoles, que salieron en
una persecución que se convirtió en cacería de la pobre Anahí, quien al rato fue
alcanzada por los conquistadores. Éstos, en venganza por la muerte del guardián,
le impusieron como castigo la muerte en la hoguera.
La ataron a un árbol e iniciaron el fuego, que parecía no querer alargar sus
llamas hacia la doncella indígena, que sin murmurar palabra, sufría en silencio,
con su cabeza inclinada hacia un costado. Y cuando el fuego comenzó a subir,
Anahí se fue convirtiendo en árbol, identificándose con la planta en un
asombroso milagro.
Al siguiente amanecer, los soldados se encontraron ante el espectáculo de un
hermoso árbol de verdes hojas relucientes, y flores rojas aterciopeladas, que se
mostraba en todo su esplendor, como el símbolo de valentía y fortaleza ante el
sufrimiento.
(Tomada de la narración oral.)

FLOR DEL CEIBO (Otra versión)

Cuenta la leyenda que esta flor es el alma de la reina india Anahí, la más fea de
una tribu indomable que habitaba en las orillas del río Paraná.
Pero Anahí tenía una dulce voz, quizás la más bella oída jamás en aquellos
parajes, además, era valiente como los de su raza y amante de la libertad como
los pájaros del bosque.
Un día fue tomada prisionera, pero fuerte y decidida, dio muerte al centinela que
la vigilaba.
En ese mismo momento, quedó sellado su destino para siempre: condenada a
morir en la hoguera la noche siguiente, su cuerpo fue atado a un árbol de la
selva, bajo y de anchas hojas.
Lentamente, Anahí fue envuelta por las llamas. Los que asistían al suplicio
comprobaron con asombro que el cuerpo de la reina india tomaba una extraña
forma, y, poco a poco, se convertía en un árbol esbelto, coronado de flores rojas.
Al amanecer, en un claro del bosque, resplandecía el ceibo en flor.

CÓMO NACIÓ EL MATE


(Leyenda guaraní)

Por las noches, la Luna, cuyo nombre guaraní es Yací, iluminaba desde el cielo
misionero las copas de los árboles, plateaba el agua de los ríos y de las cataratas
y filtraba apenas sus rayos entre las hojas que les abrían paso, alumbrando con
manchones de luz algunos rincones de la espesa vegetación. Igual que ahora.
Sólo que, en aquel tiempo, eso era todo lo que Yací conocía de la selva: los
enormes torrentes y el colchón verde e ininterrumpido del follaje, que rara vez
deja pasar la luz. Muy de trecho en trecho, podía colarse en algún claro para
espiar las orquídeas dormidas o el trabajo silencioso de las arañas. Pero, como
Yací era curiosa, quiso ver de cerca las maravillas de las que le habían hablado el
Sol y las nubes: el tornasol de los picaflores, el encaje de los helechos y los picos
brillantes de los tucanes.
Entonces, un día bajó a la Tierra, acompañada de Araí, la Nube. Las dos juntas,
convertidas en muchachas, se pusieron a recorrer la selva. Era mediodía, y el
rumor de los pájaros y los insectos las asombró: era novedoso, pero también
ensordecedor. Por eso no pudieron escuchar los pasos sigilosos del yaguareté que
se acercaba: agazapado, listo para sorprenderlas, dispuesto a atacar. En el
preciso instante en que estaba por pegar el salto, una flecha disparada por un
viejo cazador guaraní que venía siguiendo al animal fue a clavarse en su costado.
La bestia rugió furiosa y se volvió hacia el tirador, que se acercaba. Enfurecida,
saltó sobre él mostrando sus fauces, mientras sangraba por la herida, pero, ante
las muchachas paralizadas, una nueva flecha le atravesó el pecho.
En medio de la agonía del yaguareté, el indio creyó divisar algo así como la
sombra de dos mujeres que escapaban. Sin embargo, cuando finalmente el
animal se quedó quieto, no vio más que los árboles y, más allá, la oscuridad de la
espesura.
Esa noche, acostado en su hamaca, el viejo cazador tuvo un sueño
extraordinario: Volvía a ver al yaguareté agazapado, volvía a verse a sí mismo
tensando el arco, volvía a ver el pequeño claro del bosque, y en él, ahora sí, a dos
mujeres de piel blanquísima y larguísima cabellera. Parecían estar esperándolo y
cuando él se les acercó, Yací lo llamó por su nombre y le dijo:
-Yo soy Yací y ella es mi amiga, Araí. Queremos darte las gracias por salvar
nuestras vidas. Fuiste muy valiente, por eso voy a entregarte un premio y un
secreto. Mañana, cuando despiertes, vas a encontrar ante tu puerta, una planta
nueva que se llama caá. Con sus hojas tostadas y molidas, se prepara una
infusión que acerca los corazones y ahuyenta la soledad. Es mi regalo para vos,
tus hijos y los hijos de tus hijos…
Al día siguiente, al salir de la gran casa común que alberga a las familias
guaraníes, lo primero que vieron el indio soñador y los demás miembros de su
tribu fue una planta nueva de hojas brillantes y ovaladas. Pero no había una
sola, eran muchas y se erguían aquí y allá. El cazador siguió las instrucciones de
Yací: no se olvidó de tostar las hojas y, una vez molidas, las colocó dentro de una
calabacita hueca. Buscó una caña fina, vertió agua y probó la nueva bebida. El
gusto era raro y sabroso. El recipiente fue pasando de mano en mano. Había
nacido el mate.

IGUÁ Y PORÁ-SÍ
(Leyenda guaraní) (Martínez, Paulina; Eva Rey y Pirucha Romero, "Iguá y Porá-sí",
en Leyendas Argentinas, "Colección Leyendas", Bs As, Sigmar, 1994)

Para Iguá, joven guerrero de una tribu guaraní, la selva y el monte no tenían
secretos. Conocía sus peligros y no les temía. Con el corazón repleto de
aventuras, se internaba más y más en la espesura, deseoso de explorar lo
desconocido.
Un día, su espíritu aventurero lo llevó hasta muy lejos de su tribu. Ahí, cerca de
la ribera de un caudaloso río que no había visto antes, conoció a Porá-sí, una
hermosa y dulce joven.
La belleza de la muchacha lo hechizó de tal forma que desde ese día Iguá sólo
transitó aquel camino que lo llevaba junto a ella. Así fue como se enteró de que
Porá-sí era hija de un cacique y que éste jamás consentiría en la unión de los
jóvenes, ya que deseaba casarla con uno de sus mejores guerreros. A pesar de
eso, los jóvenes, muy enamorados, no dejaron de verse un solo día y a toda hora.
Pasó el tiempo, y una tarde Iguá encontró a Porá-sí llorando desesperada: su
padre había decidido que, para la próxima luna llena, se casara con el guerrero
elegido. Entonces planearon huir juntos del lugar... ¿Pero hacia dónde?
Iguá sabía muy bien que llevar a Porá-sí a su tribu pondría en peligro a su gente,
porque el padre no la perdería sin luchar. Internarse en la selva no era cosa que
él temiera, pero su amada tal vez no soportaría los pesados días de marcha. Sólo
quedaba tratar de cruzar el caudaloso río que se extendía frente a ellos, y
tomados de la mano se pusieron a buscar el lugar de menos correntada y peligro.
De pronto, escucharon gritos a sus espaldas. Habían sido descubiertos y los
guerreros se acercaban para atraparlos.
Desesperado, Iguá, temiendo por la vida de Porá-sí, la subió a un grueso tronco
que estaba en la orilla y lo arrastró con todas las fuerzas hasta el centro del río.
Ya las primeras flechas empezaban a caer junto a ellos. Muy pronto, Iguá perdió
pie y el tronco comenzó a tambalearse de un lado a otro, arrastrado por la
corriente. Una lluvia de flechas caía sobre ellos. El joven buscó la mirada de Porá-
sí y encontró la respuesta a su pregunta: "Mejor morir juntos que vivir
separados".
Por suerte, el dios Tupá estaba observando y, complacido de los jóvenes, guió el
tronco con una mano firme sobre el turbulento río y formó grandes barrancos por
los que el agua caía a torrentes, cortando el paso de los guerreros, que no se
atrevieron a seguir adelante.
Cuando Iguá y Porá-sí llegaron a la otra orilla, vieron que detrás de ellos se
habían formado enormes cataratas por donde era imposible pasar. Entonces se
arrodillaron y agradecieron a Tupá por haberlos salvado.
EL MONO Y EL YACARÉ
(CUENTOS Y LEYENDAS DE MI PAÍS: EL MONO Y EL YACARÉ. LEYENDAS
GUARANÍES.)

Cuentan los guaraníes que hace mucho, pero muchísimo tiempo, cuando el
mundo estaba recién hecho y la selva crecía por todas partes, había un hombre
con un hijo jovencito que se llamaba Caí.
Era un muchacho menudo y parecía que no se quedaba quieto ni cuando dormía.
Estaba siempre muerto de risa, era simpático y bromista, pero bastante cabeza
hueca, distraído y, a veces, imprudente. Esto preocupaba al padre, que era un
hombre serio, pensativo y responsable.
Un día, el hombre llamó a Caí y le dijo:
-Yo tengo que hacer, hijo, así que hoy vas a ir a revisar las trampas que puse y
ver si cayó algún animal para comer. Pero escuchá bien: andá por el caminito que
sale del pueblo, pero cuando encuentres un tronco atravesado, no sigas, porque
más allá pasan cosas raras y peligrosas. ¡Acordate y no hagas macanas!
Poniendo cara de aburrido, Caí le contestó:
-Sí, papá. Voy a hacer caso, papá. ¡Me voy, papá! ¡Me voy, papá! Salió corriendo,
se metió en el senderito que iba entre los árboles y fue revisando las trampas.
Estaban vacías. Al rato, llegó al tronco caído, que le cortaba el paso.
-Yo sigo -dijo-. ¿Qué puede pasar? ¡Este papá, siempre preocupado por todo!
Caí saltó el tronco. Del otro lado, el camino estaba lleno de pisadas. Se agachó
para verlas mejor y dijo:
-Mmm… por acá han pasado pecaríes.
El pecarí es un chancho salvaje, y Caí tenía razón: había huellas de muchos de
estos animales que se metían en la selva. Así que decidió seguirlas.
Caminaba rápido, sin levantar la vista del suelo, y pensaba: “¡Ja!, voy a volver a
casa con un pecarí gordo para la cena. ¡Ja.! Todos me van a felicitar. ¡Ja! Y ya va
a ver papá que…”. Y ahí paró de pensar porque al dar vuelta a un árbol muy
grueso, pegó la cara contra algo grande. Grande y peludo. Peludo y con un olor
que volteaba.
-¡Grunf!- hizo la cosa grande, peluda y olorosa, y se dio vuelta. Era un pecarí,
pero enorme, tan enorme que le puso el hocico contra la nariz a Caí.
-¿Quién es el atrevido que se lleva por delante al jefe de los pecaríes? –dijo con
una voz carrasposa mientras hacía retroceder al muchacho, empujándolo con la
trompa hasta dejarlo de espaldas contra un árbol.
-Yo… soy Caí, un chico nomás… y...
-¡¿Y por qué andas molestando acá?! –le gritó el otro en la cara.
-Buscaba pe… -dijo Caí, nervioso, y se dio cuenta de que estaba por decir
“pecaríes”, así que siguió.
-Pe… seos. Paseos, digo. Quería pasear.
-Bueno, ahora sí que vas a pasear. ¡Seguime! -mandó el jefe de los pecaríes.
-Otro día, cómo no -le contestó Caí-. Pero ahora tengo que volver a casa y…
-¡Y a mí qué! –bufó el chancho, y le enseñó los colmillos.
Caí no tuvo más remedio que hacerle caso. Caminaron un rato y entre unas
palmeras apareció una manada de pecaríes, que corrieron a saludar al grandote
con gruñidos de alegría.
-¡Hija! ¿Dónde estás? –dijo el jefe. Y cuando una hembrita se abrió paso entre los
demás, él le explicó:
-Éste es Caí. Va a ser tu novio y te vas a casar con él.
-¿Eh? Yo, señor, mire, todavía soy joven y no pensaba… -dijo Caí.
-¿Cómo, cómo? –se sulfuró el otro–, ¿no te gusta la belleza de mi hija? ¿Nos estás
despreciando a mí y a ella?
-¡No, no, para nada, al contrario, estoy muy contento y la voy a hacer muy feliz! -
se apuró a decir Caí, asustadísimo.
-¡Ah! Bueno, más vale así. Y ahora, mi yerno, nos vas a ayudar mucho. Para
empezar, huelo que allá arriba de las palmeras hay unos ricos coquitos, pero
están altísimos. Así que te vas a subir y nos los vas a tirar para que comamos.
Caí, ágil como era, se subió en un momento a una palmera y después a otra y
otra más, para darles el gusto a los chanchos.

EL AMANCAY
(Leyenda mapuche)

En un tranquilo lago de la Patagonia, encerrado entre montañas nevadas, nace


un correntoso río. Cerca de sus orillas viven los mapuches, palabra que significa
"gente de tierra".
Hace muchos años, entre estos aborígenes se encontraba Quintral, el hijo del
cacique. Era un joven apuesto, valiente y ágil. Como su padre era el jefe de la
comunidad, tenía a su cargo muchas tareas: organizaba el trabajo y entrenaba a
sus hombres para el uso de las armas y del caballo.
Por las tardes, luego de haber cumplido con sus labores, a Quintral le gustaba
recorrer la zona y se entretenía cazando y pescando en la orilla del río. Caminaba
por la orilla del brillante espejo del lago, donde se quedaba un largo rato mirando
el paisaje reflejado en las aguas cristalinas.
Fue una fresca mañana de otoño, durante uno de esos paseos, cuando Quintral
conoció a Amancay, una hermosa y sencilla joven. Se vieron por casualidad: ella
juntaba la leña en el bosque cercano y el hijo del cacique paseaba en la soledad
del lago. Él la saludó maravillado: nunca había visto una muchacha tan hermosa,
con el pelo renegrido como la noche y con una sonrisa clara, muy clara, casi
tanto como las aguas del lago. Se pusieron a conversar y desde ese día se
encontraron todas las tardes en ese lugar. Y poco a poco se fueron enamorando.
Así fue pasando el tiempo, entre paseos y charlas, hasta que un día llegó a esa
región una epidemia. Uno a uno fueron enfermándose todos los habitantes de la
tribu e, incluso Quintral comenzó a sentir los síntomas de este mal.
Su madre y Amancay lo cuidaban día y noche para lograr su mejoría, pero nada
parecía calmar la fiebre. Entonces, la joven decidió consultar a una machi
(curandera). Ella le dijo que para salvar a los enfermos debía preparar un té con
una flor que crecía en las montañas heladas. Amancay sabía que era peligroso ir
hasta allí. Pero era tan grande el amor que sentía por Quintral y su tribu que no
lo dudó y se fue hacia las cumbres heladas.
Caminó días y noches enteras, cruzó peligrosos arroyos y ascendió cumbres
cubiertas de hielo. Y así logró llegar a la cima de una de las montañas más altas.
Allí, bajo las aguas de una cascada, encontró la preciada flor... Al verla, lágrimas
de alegría brotaron de sus ojos y empaparon los capullos que Amancay iba
cortando.
Fue entonces cuando, sobre la hermosa cascada, apareció un cóndor. Enojado
porque Amancay había ingresado en sus dominios, le quitó los capullos con el
pico y se alejó volando por las altas cumbres.
Mientras volaba, iba regando el camino con las lágrimas de Amancay que caían
de los pétalos como gotas de lluvia.
Las lágrimas se zambulleron en la tierra y en cada uno de esos lugares
empezaron a crecer también pequeñas flores amarillas y rojas.
Y fue una de esas flores, nacidas de las lágrimas de la indiecita, la que logró
salvar a Quintral y los otros enfermos de la tribu.
Por eso, si alguien va al Sur puede ver por los valles y las montañas de la
cordillera, una preciosa flor de varios pétalos, bella como Amancay, teñida de un
amor intenso. Por supuesto, es la flor de amancay.

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