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(Leyenda quechua)
Había una vez una tribu de aborígenes que cultivaban la tierra. Los hombres eran
los encargados de cuidar los sembrados.
Pero un día, la tribu fue atacada. Los hombres tuvieron que ir a luchar. Sólo
quedaron los ancianos y las mujeres. El cacique le pidió a su esposa, Ombú, que
cuidara el sembrado de maíz.
Ombú lo cuidaba con entusiasmo. Todos los días removía la tierra, sacaba los
yuyos y regaba las plantas. Pero llegó una gran sequía. El sol calentaba y
calentaba la tierra. Las plantas empezaron a secarse una tras otra. Ombú no se
alejaba del sembrado. Los días pasaban y el calor aumentaba.
Hasta que quedó una sola planta.
Ombú se arrodilló llorando a su lado.
La abrazó y con su cuerpo le dio sombra para protegerla del sol. Con sus lágrimas
la regó. Y ahí se quedó para siempre.
Cuando los hombres volvieron, salieron a buscarla. Entonces, encontraron la
única planta de maíz que quedaba y un enorme arbusto a su lado que le daba
sombra.
Desde ese día, llamaron Ombú a ese arbusto, en memoria de la valiente mujer.
TOKJUAJ, EL BURLADOR
(Leyenda wichí)
TOKJUAJ Y LA LLUVIA
(Leyenda wichí)
Dicen que antes la Lluvia era un hombre, un hombre todo hecho de agua. Era de
agua, pero vivía en la tierra; por eso, todo estaba siempre bastante inundado. Un
día, Lluvia hizo mucha cerveza de algarroba -de esa que en el Chaco se llama
aloja-, y preparó una gran fiesta. Entre los invitados estaba Tokjuaj y –vaya uno a
saber por qué, ya que era riquísimo- se apareció en la reunión vestido con ropa
vieja, rota y sucia.
Lluvia era bastante cascarrabias y se ofendió mucho con él, porque lo tomó como
un desprecio. Por eso lo insultó de arriba abajo.
Tokjuaj, entonces, fue corriendo a su casa y se cambió.
¡Qué diferencia! Quedó muy elegante: todo vestido de negro, con sombrero aludo,
pañuelo blanco de seda al cuello, camisa fina, cinto con monedas de plata y unas
botas espléndidas, con espuelas de plata. Se miró en un charco y -muy contento
con su elegancia- volvió a la fiesta.
Pero Lluvia era un tipo bastante especial y tampoco quedó conforme. Ahora se
había puesto celoso de este Tokjuaj que llamaba la atención. Por eso, apenas lo
vio distraído, le tiró un rayo, que le erró por poco y partió un árbol en dos.
Claro, a Tokjuaj esto no le gustó nada, así que buscó una rama de árbol, la
convirtió en un rifle (cosas de sus poderes mágicos), apuntó y le tiró dos balazos.
Lluvia se asustó, montó en su mula y se escapó a galope tendido.
Por detrás de él iba Tokjuaj, a los tiros, haciendo saltar astillas de los troncos y
salpicando agua de los charcos con sus balas. Al fin, Lluvia se trepó a un árbol,
con mula y todo y desde la punta de la copa pegó un tremendo salto que lo hizo
llegar hasta el cielo. Allí se ha quedado desde entonces. Pero como sigue con
miedo a Tokjuaj, no para un momento y va de acá para allá, montado en su mula
mañera, que cada tanto patea, y eso son los truenos. Anda envuelto hasta la
cabeza con su poncho de flecos larguísimo, que son los chorros de agua cuando
llueve y cada tanto asoma los ojos: así se forman los relámpagos, como reflejos de
esa mirada terrible que tiene.
EL YUCHÁN
(Leyenda mataca. Recopilada por Graciela Beatriz Cabal)
Hace muchísimo tiempo -cuentan los matacos del Chaco- había un yuchán más
alto y más panzón que cualquiera. Es que ese yuchán estaba lleno hasta el tope
de agua y de peces.
Chiláj, el dueño y protector de todos los peces, les permitía a los indios que
pescaran dentro del yuchán (algo tenían que comer). Pero se ponía de lo más
furioso cuando algún gracioso pescaba por pescar y dejaba a los pobrecitos
pescados tirados por ahí, boqueando.
Entre todos los peces que había en el árbol, el más lindo era un dorado grandote.
A ése no había que molestarlo.
-¡Miren que de un solo coletazo es capaz de romper todo, y después qué hacemos!
–decía Chiláj.
Pero un día llegó uno que se llamaba Tokjuaj.
Chiláj lo miró de reojo:
-¡Cuidadito con tocar el dorado grandote! ¿Me escuchaste bien vos?
-¡Eh, no tanto grito! ¿Por quién me toma? -dijo Tokjuaj haciéndose el ofendido.
Entonces preparó el arco y la flecha (ellos pescaban así) y se puso a pescar.
Pescó uno, más bien chico. Después otro, grande y gordo. La verdad que ya era
suficiente.
Pero él no estaba tranquilo y los ojos se le iban detrás del dorado grandote.
Hasta que, de repente, no aguantó más y ¡zas!, le clavó una flecha.
¡Para qué!
Loco de dolor, el dorado grandote empezó a dar coletazos para aquí y para allá.
Hasta que, en una de ésas, lo partió al árbol por la mitad.
Entonces el agua empezó a salir y a salir del yuchán.
Y se vino la inundación.
Se vino, nomás.
Con los ojos salidos para afuera de la rabia, Chiláj lo encaró a Tokjuaj, a grito
pelado.
-¿Te lo dije o no te lo dije, cabezón? ¡Ahora me arreglás este lío, rapidito y sin
chistar! ¡Ooooh, también!
Pero Tokjuaj se quedó duro, sin saber para dónde agarrar. Y eso que el agua ya
estaba llegándole al cuello.
Cuando Chiláj vio que el otro no se daba ninguna maña, pensó:
“Éste encima se nos va a ahogar. ¡Y va a haber que pagarlo por bueno! No voy a
tener más remedio que darle el palo mágico…”
Entonces, con su peor voz, le dijo:
-Mirá, Tokjuaj; te me vas de acá… ¡y te me llevás toda esta agua! (Tokjuaj puso
cara de no tener la menor idea de lo que tenía que hacer.)
Entonces Chiláj agregó:
-Tomá este palo. Vos caminá nomás, y el agua te va a seguir. Cuando estés muy
cansado, clavás el palo y el agua se va a quedar quietita… ¡Y ahora, a caminar!
Tokjuaj, que estaba bastante llovido, obedeció sin decir palabra.
Caminó y caminó.
Cuando las piernas no le dieron más, clavó el palo (y por su cuenta agregó
algunas palabras mágicas).
El agua paró y Tokjuaj pudo echarse un sueñito.
A la mañana siguiente desclavó el palo y siguió caminando.
Detrás de él iban las aguas, mansitas como ovejas.
Para no aburrirse, Tokjuaj, ya más tranquilo, empezó a caminar en zigzag, a
pegar saltitos, a correr.
Y siguió y siguió. Con el agua atrás. Y, en el agua, los peces.
Fue así nomás, aunque ustedes no lo crean, como nacieron los ríos, todos los
ríos.
Glosario
Yuchán: palo borracho.
Matacos: Hasta el último tercio del siglo pasado, los matacos –al igual que los
tobas, mocovíes, vilelas- habitaban toda la zona del Chaco, viviendo de la caza, de
la pesca y la recolección de frutos. Después de varias campañas militares, se
vieron forzados a retirarse al interior de la provincia y a ganarse la vida en los
ingenios y los obrajes.
Chiláj, llaj: señor del agua y de los peces entre los matacos, a quienes enseñó a
pescar con arco y flecha.
Tokjuaj: uno de los héroes míticos de los matacos. Difundió muchas enseñanzas
sobre agricultura, pesca, caza (una de las más importantes fue la domesticación
del perro). Sin embargo tiene un lado negativo: haber desobedecido e Chiláj cuando
éste le prohibió pescar el dorado.
Cuenta la leyenda que esta flor es el alma de la reina india Anahí, la más fea de
una tribu indomable que habitaba en las orillas del río Paraná.
Pero Anahí tenía una dulce voz, quizás la más bella oída jamás en aquellos
parajes, además, era valiente como los de su raza y amante de la libertad como
los pájaros del bosque.
Un día fue tomada prisionera, pero fuerte y decidida, dio muerte al centinela que
la vigilaba.
En ese mismo momento, quedó sellado su destino para siempre: condenada a
morir en la hoguera la noche siguiente, su cuerpo fue atado a un árbol de la
selva, bajo y de anchas hojas.
Lentamente, Anahí fue envuelta por las llamas. Los que asistían al suplicio
comprobaron con asombro que el cuerpo de la reina india tomaba una extraña
forma, y, poco a poco, se convertía en un árbol esbelto, coronado de flores rojas.
Al amanecer, en un claro del bosque, resplandecía el ceibo en flor.
Por las noches, la Luna, cuyo nombre guaraní es Yací, iluminaba desde el cielo
misionero las copas de los árboles, plateaba el agua de los ríos y de las cataratas
y filtraba apenas sus rayos entre las hojas que les abrían paso, alumbrando con
manchones de luz algunos rincones de la espesa vegetación. Igual que ahora.
Sólo que, en aquel tiempo, eso era todo lo que Yací conocía de la selva: los
enormes torrentes y el colchón verde e ininterrumpido del follaje, que rara vez
deja pasar la luz. Muy de trecho en trecho, podía colarse en algún claro para
espiar las orquídeas dormidas o el trabajo silencioso de las arañas. Pero, como
Yací era curiosa, quiso ver de cerca las maravillas de las que le habían hablado el
Sol y las nubes: el tornasol de los picaflores, el encaje de los helechos y los picos
brillantes de los tucanes.
Entonces, un día bajó a la Tierra, acompañada de Araí, la Nube. Las dos juntas,
convertidas en muchachas, se pusieron a recorrer la selva. Era mediodía, y el
rumor de los pájaros y los insectos las asombró: era novedoso, pero también
ensordecedor. Por eso no pudieron escuchar los pasos sigilosos del yaguareté que
se acercaba: agazapado, listo para sorprenderlas, dispuesto a atacar. En el
preciso instante en que estaba por pegar el salto, una flecha disparada por un
viejo cazador guaraní que venía siguiendo al animal fue a clavarse en su costado.
La bestia rugió furiosa y se volvió hacia el tirador, que se acercaba. Enfurecida,
saltó sobre él mostrando sus fauces, mientras sangraba por la herida, pero, ante
las muchachas paralizadas, una nueva flecha le atravesó el pecho.
En medio de la agonía del yaguareté, el indio creyó divisar algo así como la
sombra de dos mujeres que escapaban. Sin embargo, cuando finalmente el
animal se quedó quieto, no vio más que los árboles y, más allá, la oscuridad de la
espesura.
Esa noche, acostado en su hamaca, el viejo cazador tuvo un sueño
extraordinario: Volvía a ver al yaguareté agazapado, volvía a verse a sí mismo
tensando el arco, volvía a ver el pequeño claro del bosque, y en él, ahora sí, a dos
mujeres de piel blanquísima y larguísima cabellera. Parecían estar esperándolo y
cuando él se les acercó, Yací lo llamó por su nombre y le dijo:
-Yo soy Yací y ella es mi amiga, Araí. Queremos darte las gracias por salvar
nuestras vidas. Fuiste muy valiente, por eso voy a entregarte un premio y un
secreto. Mañana, cuando despiertes, vas a encontrar ante tu puerta, una planta
nueva que se llama caá. Con sus hojas tostadas y molidas, se prepara una
infusión que acerca los corazones y ahuyenta la soledad. Es mi regalo para vos,
tus hijos y los hijos de tus hijos…
Al día siguiente, al salir de la gran casa común que alberga a las familias
guaraníes, lo primero que vieron el indio soñador y los demás miembros de su
tribu fue una planta nueva de hojas brillantes y ovaladas. Pero no había una
sola, eran muchas y se erguían aquí y allá. El cazador siguió las instrucciones de
Yací: no se olvidó de tostar las hojas y, una vez molidas, las colocó dentro de una
calabacita hueca. Buscó una caña fina, vertió agua y probó la nueva bebida. El
gusto era raro y sabroso. El recipiente fue pasando de mano en mano. Había
nacido el mate.
IGUÁ Y PORÁ-SÍ
(Leyenda guaraní) (Martínez, Paulina; Eva Rey y Pirucha Romero, "Iguá y Porá-sí",
en Leyendas Argentinas, "Colección Leyendas", Bs As, Sigmar, 1994)
Para Iguá, joven guerrero de una tribu guaraní, la selva y el monte no tenían
secretos. Conocía sus peligros y no les temía. Con el corazón repleto de
aventuras, se internaba más y más en la espesura, deseoso de explorar lo
desconocido.
Un día, su espíritu aventurero lo llevó hasta muy lejos de su tribu. Ahí, cerca de
la ribera de un caudaloso río que no había visto antes, conoció a Porá-sí, una
hermosa y dulce joven.
La belleza de la muchacha lo hechizó de tal forma que desde ese día Iguá sólo
transitó aquel camino que lo llevaba junto a ella. Así fue como se enteró de que
Porá-sí era hija de un cacique y que éste jamás consentiría en la unión de los
jóvenes, ya que deseaba casarla con uno de sus mejores guerreros. A pesar de
eso, los jóvenes, muy enamorados, no dejaron de verse un solo día y a toda hora.
Pasó el tiempo, y una tarde Iguá encontró a Porá-sí llorando desesperada: su
padre había decidido que, para la próxima luna llena, se casara con el guerrero
elegido. Entonces planearon huir juntos del lugar... ¿Pero hacia dónde?
Iguá sabía muy bien que llevar a Porá-sí a su tribu pondría en peligro a su gente,
porque el padre no la perdería sin luchar. Internarse en la selva no era cosa que
él temiera, pero su amada tal vez no soportaría los pesados días de marcha. Sólo
quedaba tratar de cruzar el caudaloso río que se extendía frente a ellos, y
tomados de la mano se pusieron a buscar el lugar de menos correntada y peligro.
De pronto, escucharon gritos a sus espaldas. Habían sido descubiertos y los
guerreros se acercaban para atraparlos.
Desesperado, Iguá, temiendo por la vida de Porá-sí, la subió a un grueso tronco
que estaba en la orilla y lo arrastró con todas las fuerzas hasta el centro del río.
Ya las primeras flechas empezaban a caer junto a ellos. Muy pronto, Iguá perdió
pie y el tronco comenzó a tambalearse de un lado a otro, arrastrado por la
corriente. Una lluvia de flechas caía sobre ellos. El joven buscó la mirada de Porá-
sí y encontró la respuesta a su pregunta: "Mejor morir juntos que vivir
separados".
Por suerte, el dios Tupá estaba observando y, complacido de los jóvenes, guió el
tronco con una mano firme sobre el turbulento río y formó grandes barrancos por
los que el agua caía a torrentes, cortando el paso de los guerreros, que no se
atrevieron a seguir adelante.
Cuando Iguá y Porá-sí llegaron a la otra orilla, vieron que detrás de ellos se
habían formado enormes cataratas por donde era imposible pasar. Entonces se
arrodillaron y agradecieron a Tupá por haberlos salvado.
EL MONO Y EL YACARÉ
(CUENTOS Y LEYENDAS DE MI PAÍS: EL MONO Y EL YACARÉ. LEYENDAS
GUARANÍES.)
Cuentan los guaraníes que hace mucho, pero muchísimo tiempo, cuando el
mundo estaba recién hecho y la selva crecía por todas partes, había un hombre
con un hijo jovencito que se llamaba Caí.
Era un muchacho menudo y parecía que no se quedaba quieto ni cuando dormía.
Estaba siempre muerto de risa, era simpático y bromista, pero bastante cabeza
hueca, distraído y, a veces, imprudente. Esto preocupaba al padre, que era un
hombre serio, pensativo y responsable.
Un día, el hombre llamó a Caí y le dijo:
-Yo tengo que hacer, hijo, así que hoy vas a ir a revisar las trampas que puse y
ver si cayó algún animal para comer. Pero escuchá bien: andá por el caminito que
sale del pueblo, pero cuando encuentres un tronco atravesado, no sigas, porque
más allá pasan cosas raras y peligrosas. ¡Acordate y no hagas macanas!
Poniendo cara de aburrido, Caí le contestó:
-Sí, papá. Voy a hacer caso, papá. ¡Me voy, papá! ¡Me voy, papá! Salió corriendo,
se metió en el senderito que iba entre los árboles y fue revisando las trampas.
Estaban vacías. Al rato, llegó al tronco caído, que le cortaba el paso.
-Yo sigo -dijo-. ¿Qué puede pasar? ¡Este papá, siempre preocupado por todo!
Caí saltó el tronco. Del otro lado, el camino estaba lleno de pisadas. Se agachó
para verlas mejor y dijo:
-Mmm… por acá han pasado pecaríes.
El pecarí es un chancho salvaje, y Caí tenía razón: había huellas de muchos de
estos animales que se metían en la selva. Así que decidió seguirlas.
Caminaba rápido, sin levantar la vista del suelo, y pensaba: “¡Ja!, voy a volver a
casa con un pecarí gordo para la cena. ¡Ja.! Todos me van a felicitar. ¡Ja! Y ya va
a ver papá que…”. Y ahí paró de pensar porque al dar vuelta a un árbol muy
grueso, pegó la cara contra algo grande. Grande y peludo. Peludo y con un olor
que volteaba.
-¡Grunf!- hizo la cosa grande, peluda y olorosa, y se dio vuelta. Era un pecarí,
pero enorme, tan enorme que le puso el hocico contra la nariz a Caí.
-¿Quién es el atrevido que se lleva por delante al jefe de los pecaríes? –dijo con
una voz carrasposa mientras hacía retroceder al muchacho, empujándolo con la
trompa hasta dejarlo de espaldas contra un árbol.
-Yo… soy Caí, un chico nomás… y...
-¡¿Y por qué andas molestando acá?! –le gritó el otro en la cara.
-Buscaba pe… -dijo Caí, nervioso, y se dio cuenta de que estaba por decir
“pecaríes”, así que siguió.
-Pe… seos. Paseos, digo. Quería pasear.
-Bueno, ahora sí que vas a pasear. ¡Seguime! -mandó el jefe de los pecaríes.
-Otro día, cómo no -le contestó Caí-. Pero ahora tengo que volver a casa y…
-¡Y a mí qué! –bufó el chancho, y le enseñó los colmillos.
Caí no tuvo más remedio que hacerle caso. Caminaron un rato y entre unas
palmeras apareció una manada de pecaríes, que corrieron a saludar al grandote
con gruñidos de alegría.
-¡Hija! ¿Dónde estás? –dijo el jefe. Y cuando una hembrita se abrió paso entre los
demás, él le explicó:
-Éste es Caí. Va a ser tu novio y te vas a casar con él.
-¿Eh? Yo, señor, mire, todavía soy joven y no pensaba… -dijo Caí.
-¿Cómo, cómo? –se sulfuró el otro–, ¿no te gusta la belleza de mi hija? ¿Nos estás
despreciando a mí y a ella?
-¡No, no, para nada, al contrario, estoy muy contento y la voy a hacer muy feliz! -
se apuró a decir Caí, asustadísimo.
-¡Ah! Bueno, más vale así. Y ahora, mi yerno, nos vas a ayudar mucho. Para
empezar, huelo que allá arriba de las palmeras hay unos ricos coquitos, pero
están altísimos. Así que te vas a subir y nos los vas a tirar para que comamos.
Caí, ágil como era, se subió en un momento a una palmera y después a otra y
otra más, para darles el gusto a los chanchos.
EL AMANCAY
(Leyenda mapuche)