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En esta obra, se cuestiona una visión muy extendida en la historiografía argentina, que explica
el medio siglo de guerras civiles y experimentos fallidos que se extiende entre 1810 y 1861 en
términos de un enfrentamiento entre dos bandos irreconciliables (unitarios y federales), que
dirimieron por las armas el derecho a imponer una fórmula política. Aunque Oszlak admite que
esta difundida interpretación tiene ciertos fundamentos, sostiene que no se han hecho grandes
esfuerzos por vincular este enfrentamiento con las condiciones efectivamente existentes
durante ese medio siglo para la organización de una nación y la construcción de un Estado
nacional, procesos que, para el autor, son inseparables y sujetos a mutuas determinaciones.
Oszlak destaca que el período 1810-1861 se caracterizó por la debilidad del fundamento
material de la nacionalidad. Tal debilidad derivaba fundamentalmente de la heterogeneidad
de los intereses económicos regionales, de las dificultades para la formación de alianzas
políticas estables que articularan un sistema de dominación, y de la fragilidad de las
instituciones y recursos existentes para extender el poder de un Estado nacional sobre el
conjunto del territorio.
Según el autor, la guerra de la independencia fue el primer capítulo de un largo proceso,
caracterizado por cruentos enfrentamientos y variadas fórmulas de transacción, mediante las
cuales los sectores que pugnaban por prevalecer en la escena política intentaron
sustituir el orden colonial por un nuevo sistema de dominación social. El origen local del
movimiento emancipador y las resistencias halladas por Buenos Aires para constituirse en
núcleo de la organización nacional pronto dieron lugar a movimientos separatistas y guerras
civiles que, durante mucho tiempo, impidieron la formación de un Estado nacional. El
resurgimiento de la provincia como ámbito de lucha por la dominación local y actor
institucional en el escenario político más amplio que integraban las Provincias Unidas del Río
de la Plata tendió a otorgar a los enfrentamientos un carácter “territorial”, que ocultaba sus
más determinantes motivaciones económicas. Las precarias coaliciones de provincias, que, a
través de pactos y tratados, intentaron erigirse en estados, fueron prontamente desbaratadas
por disidencias internas y fracasos militares. De hecho, las provincias funcionaron como cuasi-
estados dentro de una federación cuyos vínculos de nacionalidad radicaban esencialmente en
la aún débil identidad colectiva creada por las guerras de la independencia.
Por inspiración y acción de Rosas, Buenos Aires alentó durante dos décadas esta
organización federal del sistema político-institucional, postergando la constitución de un
Estado nacional, que, en las condiciones de la época, poco habría beneficiado a los intereses
de los sectores terratenientes pampeanos que sostenían el régimen rosista.
Sobre las cenizas de Caseros, se realizó el primer intento orgánico de creación un Estado
nacional que, al no contar con la adhesión legítima ni los recursos de la auto excluida
provincia porteña, sobrevivió tan sólo una década. En 1861, la Confederación Argentina cayó
derrotada en Pavón por el ejército de Buenos Aires y debió resignar su efímero liderazgo del
proceso de organización nacional.
Pavón allanó el camino para la definitiva organización nacional al permitir a los sectores
dominantes porteños “nacionalizar” la llamada revolución liberal y organizar el Estado.
Efectivamente, luego de Pavón, se inició un nuevo intento de construcción del Estado nacional
en el que una compleja e inestable coalición política hegemonizada por los sectores
dominantes porteños logró paulatinamente incluir en el proyecto unificador a diversas
fracciones burguesas del litoral fluvial y el interior del país.
Desde entonces, sobre la base de ciertas instituciones de Buenos Aires y a partir de recursos
financieros procedentes de esta provincia y de Londres, el Estado nacional comenzó a afirmar
su presencia institucional y a ejercer una dominación creciente sobre la sociedad. El proceso
se caracterizó por su complejidad ya que concentrar el poder suponía expropiar a diversos
actores sociales poderes y funciones que tradicionalmente ejercían. Para lograrlo, el Estado
en construcción usó mecanismos represivos contra algunos caudillos y otros actores socio-
políticos (indígenas, la Iglesia, etcétera) que resistían a su acción expropiadora. También puso
en juego recursos de tipo consensual con los que logró el acuerdo de diversos grupos sociales
para el proceso de organización en marcha.
Hacia 1880, puede decirse que se dio por concluido el proceso de construcción del Estado.
Para esa época, ya habían sido doblegadas las montoneras del Chacho Peñaloza y de Felipe
Varela, últimos exponentes y quizás los más paradigmáticos de la lucha del interior contra el
proceso de centralización. También habían sucumbido López Jordán y los indígenas del sur,
así como los más acérrimos defensores de la autonomía porteña. El Estado nacional, en un
doble proceso de centralización del poder y descentralización del control, había ido afianzando
su aparato institucional, ejercía una autoridad que no era disputada en el exterior e imponía su
autoridad en todo el territorio nacional (respaldado por el control monopólico de la violencia),
creando consenso en la medida en que se erigía en garante del progreso, y articulaba y
aseguraba el desarrollo capitalista argentino.