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La teoría de la virtud de Aristóteles

Por Héctor Manuel Vázquez Castillo

“La virtud, o más bien las virtudes (pues hay varias, y no podrían reunirse todas
en una sola ni contentarnos sólo con una de ellas) son nuestros valores morales, si se
quiere, pero encarnados en la medida de lo posible, vividos, en acto…” (Comte-
Sponville, 2005:14)

El Bien, existiendo en nuestro mundo, se encuentra en la diversidad de


comportamientos bondadosos, originados por él. El Bien es valorado, más esto es
siempre insuficiente, pues toda valoración puede ser reducida al vacío: valorar el valor
es nada en la dignidad humana, si no trae como resultado la práctica del mismo valor,
del Bien, su demostración en la realidad cotidiana.

Virtud es la realización de la potencia humana, del poder humano. Alcanzar el


mayor esplendor de las cualidades distintivas de nuestro estatus. La virtud es tal
cuando una forma de ser que se ha adquirido se sostiene en el tiempo, y esta forma de
ser particular nuestra, como humanos que somos, es la expresión de los valores éticos
en un comportamiento moral: “Somos lo que hacemos día con día, de modo que la
excelencia no es un acto, sino un hábito”, dice él.

Aristóteles entiende la virtud como el estado de excelencia, alcanzado por las


acciones correctas, pero integrado a la forma de vivir como una práctica regular, como
un hábito, como una forma de ser.

Aristóteles no entiende a la virtud como un don natural de la persona, como una


gracia que le haya sido otorgada: “la virtud es una disposición adquirida de la voluntad”
sostiene Aristóteles. La virtud es una cualidad que está sujeta a la formación, al
entrenamiento, a la educación: se educa para la tolerancia, se educa para la
comprensión, se educa para la paz, no surgen espontáneamente. Y concibe también,
que en el desarrollo de la virtud es fundamental utilizar el raciocinio en la forma en que

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llevamos nuestras costumbres, en la forma en que nos conducimos.

En la ética aristotélica va a haber dos formas de virtud:

La virtud ética. Es el ejercicio de los valores éticos viviendo una vida moral en
equilibrio, conquistando las áreas viciosas de nuestra personalidad,
sometiendo nuestras pasiones y actuando cada día sin excesos, pero sin
ausencia de valor.
La virtud ética es un acto y se muestra en hábitos.

La virtud dianoética. Tan importante como la anterior, es el aspecto intelectual de


la virtud, la entendemos como una actitud contemplativa donde está en
ejercicio la sabiduría. Se muestra en los hechos como una actuación
prudente, como un inteligente cálculo para hacer las mejores elecciones.
La virtud dianoética es una reflexión y se muestra en criterios.

Ambas son necesarias y su desarrollo trae como resultado lo que planteó


Aristóteles como el Bien mayor o Bien último: La felicidad. Aristóteles va a decir “…la
felicidad es verdaderamente una cosa categórica, perfecta y que se vale por sí misma,
dado que es el fin de todos los actos potenciales del hombre.”

La ética aristotélica tiene en su base una dirección: la virtud –aretē-, nos va a


conducir al florecimiento humano –eudaimonia-, a la felicidad y a la prosperidad. No se
puede alcanzar la dicha, no se puede lograr la realización, sin el esfuerzo voluntario en
el desarrollo de la virtud. Y la virtud es inteligente, es sabia –phronēsis-: la virtud ética
guiada por la virtud dianoética.

Virtud como equilibrio

Se encuentra muy vulgarizada la idea donde se entiende a la virtud como el polo


opuesto de un defecto. Es así que crecimos entendiendo que el amor se enfrenta al
odio, la felicidad a la tristeza o la honestidad a la mentira.

Hace 25 siglos, Aristóteles planteó una concepción muy peculiar, va a sostener


que la virtud es el punto medio de equilibrio entre dos extremos viciados, uno por
exceso y el otro por carencia.

“Es necesario no conformarse, como hemos hecho hasta ahora, con afirmar que
la virtud es un hábito o forma de ser, sino que es necesario afirmar también de
manera específica cuál es esta forma de ser.

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Partamos por dejar afirmado que la virtud es, en función de la cosa sobre que
recae, lo que completa la buena disposición de la cosa y le confirma la realización
perfecta de la obra que le incumbe; de manera que la virtud del ojo hace que el ojo
sea bueno y que ejecute su función como debe, ya que gracias a la virtud del ojo se ve
bien. Si se quiere, la misma observación vale para la virtud del caballo; es la que hace
que sea un buen caballo a propósito para la carrera, para llevar al jinete y para
soportar el enfrentamiento de los enemigos. Si en todas las cosas ocurre así, la virtud
en el hombre no será otra cosa que esa forma de ser moral, y que hace de él un
hombre bueno, un hombre de bien, y gracias a la cual estará en condiciones de
realizar la obra que le es propia.

Ya hemos explicado cómo el hombre puede lograr esto, pero nuestras


reflexiones se harán más evidentes todavía cuando hayamos observado cuál es la
verdadera naturaleza de la virtud.

En toda cantidad constante y divisible se pueden distinguir tres cosas: primero


el más, después el menos, y, finalmente lo igual, y estas precisiones pueden hacerse
tanto con relación al objeto mismo como con relación a nosotros. Lo igual es una
suerte de término medio entre el exceso y el defecto entro lo menos y lo más. Lo
medio, cuando se refiere a una cosa, es el punto que se encuentra a igual distancia
entre las dos extremidades, lo cual es uno y él mismo en todos los casos. Pero cuando
nos referimos al hombre, cuando de nosotros se trata, el medio es lo que no falla, ni
por defecto ni por exceso, y esta medida regular está muy lejos de ser una o de ser la
misma para todos los hombres.

[…] todo hombre instruido y racional hará esfuerzos por evitar los excesos de
toda clase, ya sean en más, ya sean en menos; tan sólo debe ir en busca del justo
medio y preferirlo a los extremos. Pero éste no es sencillamente el medio de la cosa
misma, sino que es el medio con relación a nosotros.

Por beneficio de esta prudente moderación toda ciencia abarca perfectamente


su objeto propio, sin jamás perder de vista este medio y subsumiendo todas sus obras
a este punto único. Esta es la razón por la cual muchas veces se dice cuando se habla
de las obras bien logradas y se las quiere elogiar, que nada se les puede agregar ni
quitar, como quien dice que, así como el exceso y el defecto destruirían la perfección,
sólo la puede asegurar el justo medio. Reiteramos que éste es el fin al que se dirigen
siempre los esfuerzos de los buenos artistas en sus obras, y la virtud, que es infinitas
veces más precisa e infinitas veces mejor que ningún arte, se fija permanentemente
como la naturaleza misma en este medio perfecto.

Me refiero aquí a la virtud moral, puesto que ella es la que involucra a las
pasiones y a los actos del hombre, y es en nuestros actos y en nuestras pasiones donde
se producen ora el exceso, ora el defecto, ora el justo medio. Como, por ejemplo, en

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los sentimientos de miedo y de coraje, de deseo y de aversión, de cólera y de
compasión, en síntesis, en los sentimientos de placer y dolor, se encuentran el más y
el menos, y ninguno de estos sentimientos contrarios son buenos. Pero el medio, y la
perfección que sólo se encuentra en la virtud, consiste en saber ponerlos a prueba
como conviene, según las circunstancias, según las cosas, según las personas, según
la causa, y sabiendo mantener en ellas la verdadera medida.

Con las pasiones sucede absolutamente lo mismo que los actos: pueden fallar
por exceso o por defecto, o dar con el justo medio. Pero consideremos que en las
pasiones y en los actos es donde se manifiesta la virtud, y para las pasiones y los actos
el exceso en abundancia es una falla; el exceso en carencia es asimismo censurable;
solamente el término medio es digno de alabanza, porque sólo él se encuentra en la
exacta y justa medida, y estas dos condiciones constituyen el privilegio de la virtud.
De modo tal que la virtud es una especie de medio ya que el medio es el fin que ella
busca constantemente.

Igualmente, uno puede conducirse mal de infinitas maneras diferentes, puesto


que el mal pertenece a lo infinito, como con acierto lo han representado los
pitagóricos, pero el bien es asunto de lo finito, ya que un hombre sólo puede
conducirse bien de una sola manera. Así es como el mal es tan factible y el bien, en
cambio, tan complicado; porque, en efecto, no lograr una cosa es fácil y conseguirla
es difícil. Ya vemos también por qué el exceso y el defecto atañen en conjunto al vicio,
mientras que sólo el punto medio concierne a la virtud:

Se es bueno por un solo camino; y se es malo, por mil.

Por consiguiente, la virtud es un hábito, un atributo que depende de nuestra


voluntad, que consiste en este medio que se relaciona a nosotros y que está
sistematizado por la razón en la forma que lo codificaría el hombre verdaderamente
sabio. La virtud es el medio entre dos vicios que pecan, uno por exceso, otro por
defecto, y como los vicios residen en que unos superan la medida que es necesario
mantener y los otros se mantienen por debajo de esta medida, ya sea con relación a
nuestros actos, o con relación a nuestros sentimientos; la virtud radica, en cambio,
en hallar el medio para unos y para otros, y mantenerse en él otorgándole
preferencia.

Esta es la razón de por qué la virtud, entendida en su esencia y bajo el punto de


vista de la definición que manifiesta lo que ella es, debe vérsela como un medio.”
(Aristóteles, 2003: 48-51)

La virtud, entonces, es el punto medio de equilibrio entre dos extremos viciados,


uno por exceso y el otro por carencia.

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Cuando en la virtud, que es nuestro equilibrio pleno, comenzamos a inclinarnos
para uno u otro lado, se presenta el defecto (defecto es la ausencia de virtud). Bajo
estos términos, un defecto es una virtud que ha sido corrompida, una cualidad que está
desviada de su curso equilibrado. No sería dable llamarle virtud ahora.

Puede resultarnos fácil entender que la ausencia de una virtud es un defecto, pero
más complejo de comprender resulta que un exceso de virtud también lo sea.
Podríamos pensar que no debíamos tener límites para el amor, para la veracidad, para
la justicia. La idea que quiere expresar Aristóteles es que, al salirnos de la línea de
equilibrio hacemos un uso incorrecto de lo que antes llamábamos virtud, y ese uso
incorrecto es lo que convierte a ese exceso en ausencia de virtud.

Por ejemplo, la confianza significa “tener fe en algo o alguien”, es una virtud que
solemos aplicar teniendo fe en las personas, en nuestras amistades y en nuestras
relaciones. La confianza es la virtud y se encuentra en el equilibrio; en el extremo de
carencia se encuentran, por ejemplo, muchas formas de suspicacia: sospechar
constantemente de los demás, de sus palabras y sus intenciones. Algunas personas,
con poco desarrollo de la confianza, son suspicaces hasta con las personas que les han
demostrado ser confiables toda una vida, son suspicaces inclusive cuando existe la
evidencia científica de un hecho, del cual siguen dudando todavía. En el extremo
opuesto de la carencia, en el exceso de confianza, se encuentran variadas formas de la
ingenuidad, como un uso irracional de la confianza: confiar en momentos en que no
corresponde hacerlo. Para el caso, usted puede confiar en que su pareja es leal con
usted, usted le otorgará su confianza porque usted está en equilibrio en su virtud. Pero
usted se vuelve suspicaz cuando sospecha –infundadamente- de sus acciones y
movimientos en todo momento y lugar, cuando le corroen los celos ¡incluso por que se
encuentre pensativa!, duda todo el tiempo de su fidelidad sin contar con indicios para
ello. Pero en el lado contrario, también pierde la virtud de la confianza siendo ingenuo
cuando ha tenido evidencias tangibles de su infidelidad y sigue confiando en que su
pareja será leal manteniendo como amistades a sus amantes.

En la misma forma podemos comprender otras virtudes. La justicia es un punto


virtuoso de equilibrio, en el extremo de carencia se encuentra una injusta permisividad
y en el extremo viciado de exceso se encuentran ciertas ideas injustas de
perfeccionismo. Si usted es justo con su peso, tal vez trate de mantenerse en los 70 kg.
que para usted son adecuados (p. ej.), es permisividad que no sea justo con su peso y
se esté permitiendo incrementar masa sin límite alguno. Pero es también un defecto
que se exija no aumentar ni 100 gramos y se desespere tratando de reducirlos cada vez
que ocurren porque “su peso es 70 kg. y no debe aumentar ni un gramo más”. Ya es

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bastante conocido el dicho “suma justicia, suma injusticia”.

Desde luego, esta misma posición aristotélica se aplica respecto al resto de las
virtudes éticas como, por ejemplo:

Cobardía – Fortaleza – Temeridad


Una carencia de fortaleza es ser cobarde, no enfrentar las adversidades o las
vicisitudes que le aquejan a uno. Pero la temeridad ya no es fortaleza, ser temerario es
desafiar el peligro de forma imprudente. Uno no puede pretender tener fortaleza
porque saltó por encima de un precipicio fruto de una apuesta, o porque se sometió a
cualquier riesgo innecesario tan sólo por demostrar valentía. La fortaleza es una virtud
y es sabia. Los defectos en ambos extremos pecan por ignorancia.

Conformismo – Perseverancia – Terquedad


Una persona perseverante es admirable, mantiene con firmeza su decisión en pos
de algo, aunque las situaciones sean desalentadoras. Ser conformista es carecer de
esta perseverancia, lo que puede llevarlo a vivir entre la mediocridad y la miseria. Pero
también hay momentos en que la perseverancia tiene que detenerse pues puede
convertirse en terquedad. Una persona terca va en pos de algo que las reglas de la vida
le han mostrado que no le corresponde. Era perseverante cuando trataba de enamorar
a la pareja que consideraba el amor de su vida, pero cuando esa persona se casó con
otra persona a la cual ha elegido, mantenerse en esa línea se vuelve un acto de
terquedad, ya no es elogiable, ya no es virtuoso. Perseveró en lograr la presidencia de
su corporación, pero cuando fue electa otra persona como nuevo presidente ya no le
corresponde mantener la lucha sino hasta un nuevo proceso de elecciones. Mantener
la lucha es terquedad. Conformismo y terquedad son desequilibrio y ausencia de
perseverancia.

Avaricia – Generosidad – Despilfarro


La persona avara carece de generosidad pues desea tenerlo todo para sí, no
compartir, no dar a otros algo de lo que posee: bienes, reconocimiento, beneficios,
energía. El generoso en cambio, da para los demás, convida, coopera, contribuye,
otorga. Pero el despilfarro es un exceso, donde la virtud se ha corrompido para dar
paso al defecto. Cuando perdemos el equilibrio podemos dilapidar nuestros recursos
irracionalmente, derrochar nuestras energías sin conciencia, perder nuestros bienes en
medio de un dispendio sin sentido. Mantener el equilibrio es ser generoso con los
demás de manera inteligente y sin desmedro de nuestras propias necesidades.

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Vanidad – Humildad – Autodesprecio
Somos humildes cuando reconocemos lo que somos. Humildad proviene de
humus, tierra, y representa estar en la posición debida, “con los pies en la tierra”. La
humildad se pierde en la vanidad. Un individuo presuntuoso carece de humildad. Pero
también carece de humildad cuando se califica por debajo de lo que es:
menospreciarse. Si usted es el campeón actual de ajedrez: lo es, no tiene que sentirse
sobrehumano y tampoco insignificante. A veces recibimos un elogio bien merecido y lo
echamos a perder con expresiones como “bueno, fue un golpe de suerte…” o “si me
conocieran mejor se decepcionarían…”. La humildad no se pierde cuando la persona
reconoce su verdad, pero la humildad desaparece tanto por arrogancia como por
humillarse a sí mismo.

Insensatez – Prudencia - Escrupulosidad


Una persona prudente es sabia y cautelosa, cuidadosa de sí misma y de los demás.
Si carece de prudencia es insensata, no piensa las cosas antes de hacerlas, no tiene
precaución. Pero no puede pretender ser prudente y estar cuidándose de todo, todo el
tiempo: no comer vegetales porque pueden tener bacterias, jamás salir de noche para
nunca estar en riesgo, nunca hablar en público para no decir algo impropio frente a la
audiencia. Así como la insensatez es imprudente, la escrupulosidad también lo es: una
persona prudente mantiene el equilibrio.

Insolencia – Respeto - Zalamería


El respeto es una virtud constituida por dos ideas. Por un lado, en el respeto no se
agrede, no se daña, no se ofende. Pero a su vez, en el respeto también se exalta a la
persona, se le enaltece. Hay una expresión de uso en la sociedad: “mis respetos…”,
que muestra la consideración que se tiene hacia alguien. “mis respetos para este
mediador”, “mis respetos para esta jefa de familia”, “mis respetos para este honrado
político”, son formas en que las personas ejercen ciertamente la virtud, otorgando una
dignidad especial a alguien. Pero su exceso, la zalamería, ya no es respeto. La zalamería
es un elogio barato, una consideración sin sentido, o si lo tiene, generalmente es para
conseguir algo a cambio. Ser zalamero es otorgar reconocimientos inmerecidos y
muchas de las veces, cargados de cursilería: pretende ser distinguido, pero está
cargado de mal gusto.
En el extremo opuesto del exceso, se encuentra la insolencia como carencia. Ser
insolente es ser grosero, descortés y desconsiderado, insultante. Al ser respetuoso uno
toma en cuenta al otro y le da su espacio y su lugar. Al ser insolente se perjudica y se

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ultraja.
El respeto está en el medio: entre la insolencia injuriosa y la zalamería ridícula.

Falsedad – Sinceridad – Franqueza


La falsedad es el engaño, es la falta a la verdad, es la mentira. Pero la franqueza
no es virtuosa sólo por no engañar. En la sinceridad como virtud encontramos un trato
digno y respetuoso para los demás: no es una veracidad fría y desinteresada por el otro,
al contrario, es un ejercicio de la verdad con deferencia, cuidadosamente. En la
franqueza solemos ver un descuido y desinterés por los demás, que suele llegar a ser
ofensivo. Usted puede ser sincero y en un momento de apertura decirle a un
compañero de trabajo que se le dificulta la relación, que no halla el modo para estar
mejor con él, que sus personalidades contrastan. Pero usted deja de ser virtuoso
cuando, aludiendo a la franqueza le dice “tú me caes mal y así son las cosas, no te
soporto más, no voy a mentir y allá tú si te ofendes”. El trato que dio no fue virtuoso,
no puede llamarlo sinceridad pues su franqueza es hiriente. No faltó a la verdad, pero
sí faltó a la virtud.
La sinceridad es valorable, pero la falsedad y la franqueza tienen poco precio por
igual porque la primera es un contravalor y la segunda un disvalor (un valor que se ha
desviado del buen curso que debió haber seguido). Y más allá, en el borde del extremo,
la franqueza puede resultar mortal, como en el caso de pacientes a quienes se les revela
sin escrúpulos todos los detalles de la gravedad de su enfermedad, y que mueren
asustados por no soportar una verdad que debió ser dosificada o por lo menos dicha
con extremo cuidado.

Negligencia – Cooperación – Connivencia


Cooperar, de “operar con” es la virtud muy humana de aunar esfuerzos, de
sumarse en el apoyo práctico a los demás. Las personas cooperan cuando suman sus
fuerzas con otros y hacen a un lado la negligencia. Negligencia conlleva la idea de
negarse. Actuar con negligencia es negarse a cooperar, a ayudar, a apoyar a quienes
nos necesitan, es una carencia de virtud. Pero también ha fallado la virtud si, mal
entendiendo la esencia de la Cooperación, la persona se suma a contubernios, se alía
con otros para fines censurables. Esto se llama Connivencia y es una complicidad en
actos faltos de ética, inmorales. Un maestro que regala una calificación, creyendo que
coopera con un alumno para que no pierda su beca, realmente se ha vuelto connivente,
pues con su connivencia ha impedido que el estudiante enfrente su realidad, que es la
calificación que corresponde a su talento y a su esfuerzo, con el resto de las
consecuencias que ameriten. Se es connivente por acción, como en el caso anterior, o
por omisión, como cuando alguien se percata de un delito y no lo denuncia a la

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autoridad correspondiente; en dicho caso se ha vuelto cómplice pensando que “no es
un delator”.

Sin ánimo de abundar en explicaciones, se proponen a continuación otras ternas


entre el equilibrio virtuoso y sus dos extremos viciados:

La Devoción como virtud, con el Fanatismo como exceso y la Irreverencia


como carencia.

El Servicio como virtud, con el Servilismo como exceso y el Egoísmo como


carencia.

La Responsabilidad como virtud, con la Culpa como exceso y el Libertinaje


como carencia.

La Voluntad como virtud, con la Obsesión como exceso y la Volubilidad


como carencia.

La Felicidad como virtud, con el Hedonismo como exceso y la Desdicha


como carencia.

La Discreción como virtud, con la Inhibición como exceso y el


Exhibicionismo como carencia.

El Amor como virtud, con la Aprehensión como exceso y la Indiferencia


como carencia.

La Sensibilidad como virtud, con la Susceptibilidad como exceso y la


Indolencia como carencia.

La Lealtad como virtud, con el Dogmatismo como exceso y la Traición como


carencia.

La Templanza como virtud, con la Austeridad como exceso y el Desenfreno


como carencia.

La Productividad como virtud, con la Codicia como exceso y la Holgazanería


como carencia.

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La Ternura como virtud, con la Cursilería como exceso y la Hosquedad como
carencia.

Así como estos ejemplos, podríamos extendernos con cada una de las virtudes,
que no es el caso por ahora, aunque valdría mucho el esfuerzo personal de cada quien
si acometiera esta tarea para hacer más exquisito este aprendizaje.

Para aplicar esta enseñanza que nos deja Aristóteles, y cultivar la virtud hasta su
excelencia (areté) habría que revisar, sensata y concienzudamente, cuál es la virtud que
hay que aplicar en cada situación de la vida. Es por ello que él distingue entre las
virtudes éticas –como los ejemplos revisados- y las virtudes dianoéticas –sabiduría y
prudencia-. Toda virtud ética va a aparejada con la virtud dianoética, de otro modo no
podría haber sido tal.

Resumiendo, cada virtud tiene un campo de acción y cuando aplica uno la virtud
fuera de ese campo de acción ésta se vuelve un defecto, por falta de conciencia. Si su
hijito está jugando con su dedito, tratando de insertarlo en la toma de corriente
eléctrica, usted tiene que aplicar la disciplina y llamarlo con firmeza, darle una orden
severa. Si usted se comporta amoroso y bonachón envía un mensaje poco claro y puede
generar que, en un descuido su hijo se electrocute. Su inconsciencia y candidez tendría
las más graves consecuencias. El campo de acción en ese momento no debía ser la
dulzura o ternura, tenía que ser el rigor. Pero si su hijo ya creció, y está inaugurando su
adolescencia sufriendo el término de su noviazgo, tratarlo con rigor seguramente sería
una opción insensata, pues la dulzura y el cariño otorgarán mejores resultados para
tratar la dolorosa situación.

Distinguir cuál es la virtud que debe estar en juego en cada momento no puede
ser un criterio acomodaticio, a conveniencia de nuestros intereses ególatras, debe
primar la sabiduría y el discernimiento ético, pues no se trata de ver qué es lo que nos
conviene, sino qué es lo más adecuado, virtuoso y justo en cada caso y en cada
momento: actuar con criterios sabios.

“Las pruebas de la vida nos ofrecen la oportunidad de penetrar el caparazón


exterior de nuestra máscara para adentrarnos en el profundo núcleo de nuestro ser,
donde nuestra inteligencia psicológica aguarda nuestra llegada. Ahí descubrimos una
verdad muy simple: la salud psicológica no existe en lo absoluto; lo que existe es la
posibilidad de la sabiduría expresada en cualquiera de sus formas, una de ellas: la
sabiduría psicológica. Esta sabiduría no se presenta en flor, es más bien una semilla
lista para germinar, presente en cualquier ser humano. Si nuestra sociedad

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reconociera el potencial y el valor de este núcleo, podríamos nutrir la sabiduría de la
psique desde una edad temprana. La sabiduría no es algo dado, no es una cosa en sí,
es más bien una orientación. Tal como la semilla que germina y crece hacia la luz, la
sabiduría psicológica es una brújula dentro de nosotros que apunta hacia lo que
parece ser la mejor decisión. La sabiduría es más una meta que un estado, más la
búsqueda de un destino final que el encuentro con un final predestinado.” (Paris,
2009:39,40)

Bibliografía

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Comte-Sponville, André (2005). Pequeño tratado de las grandes virtudes. España:
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Cuellar Pérez, Hortensia (2009). El Ser y la esencia de los valores. Una axiología para el
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Paris, Ginette (2009). La vida interior. El despertar del inconsciente. México: Taurus.

Vázquez Castillo, H. M. (2019). La teoría de la virtud de Aristóteles. (2ª ed.). Manuscrito inédito,
Academia de Posgrados, Universidad Albert Einstein, México.

Universidad Albert Einstein. Reservados todos los derechos.


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