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cultura y naturaleza
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1 Estas ideas se inspiran en la profunda introducción puesta por Alfrcd Baeumler a la antología de
obras de Bachofcn, Der Mytht1s 11011 Onen» und Okzident, Munich 1926, realizada p<>r M. Schroter. En
parre reproducen ideas de esa introducción, y en parte aportan algo nuevo; inrenran comprender, ejercer
una crítica y avanzar. Yo serla incapaz de decir hasta dónde se prolonga la dependencia de mis ideas, y
dónde comienza mi 'aportación personal. Qui~iera subrayar además que se trata de «ideas
experimentales>, propuestas para ver hasta dónde se llega con ellas en el diálogo ron la realidad.
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2 Es característico el hecho de que en otros países y en otros idiomas no exista esta distinción,
en la cual se insiste tanto en Alemania. En italiano, en francés, en inglés, lo ecivib, la civilización
significan precisamente aquello en lo cual culmina la cultura, es decir. la existencia vivida en un
humanismo noble y conformado. Falta aqul ese fondo cósmico y metafísico que la palabra tiene en
alemán. En cambio, el concepto de cultura tiene el sentido de lo humano presente, y significa una
existencia humana saturada de valores supremos; una vida y un componamicnco bellos y benefi-
ciosos para los demás. Los valores culturales, que, dado el sentido que la palabra ecultura» tiene en
alemán, quedan fácilmente con sus raíces al aire, se encuentran asentadas aqul en ia cercanía del
hombre. Continúa resonando aquí la urbanisas de los antiguos ..
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II
J A esto podemos objetar sin duda que lo auténticamente humano no debería ser asociado
ron un concepto de medida. Quien piensa asf es un determinado tipo, el tipo «clásico•. La huma-
niélad defíniciva podrtu residir. más bien, en superar y destruir toda medida, por razón de algo or-
denado o pretendido.
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4 Esto es lo primero en el amor: el hacer libre al otro para que sea él mismo.
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Estos dos factores se condicionan mutuamente. Tomado por sí solo, cada
uno de dios representa un valor límite, una posibilidad que sólo puede hacerse
realidad sucumbiendo.
No existe una cultura absoluta. La meta que se propuso, por ejemplo,
Wilhelm von Humboldt, que quería reducir el sueño al mínimo posible, a fin
de que la vida entera transcurriese -por aproximación- en un estado de vigi-
lia consciente y de creación espiritual, es decir, para que la vida se transformase
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por la violencia de la claridad. De todos modos, una y otra vez deja oír su voz,
aunque lo haga con frecuencia en formas discutibles, fantásticas, mágicas. A
menudo se entiende mal a sí mismo; y más frecuentemente aún ocurre que se
lo malentiende, pues se transforman en contradicciones lo que no son más que
relaciones contrastantes de ambas esferas. Esto resulta funesto sobre todo cuan-
do se desemboca en dualismos; por ejemplo, cuando se establece una serie de
este tipo: claridad, conciencia, altura, pureza, espíritu, valor, e incluso «Dios»;
y a esta serie se le contrapone esta otra: oscuridad, inconsciencia, profundidad,
impureza, el mal, la materia, e incluso «Satán». Los peligros de ese malentendi-
do se multiplican cuando las series expuestas se equiparan con la contraposición
de los sexos, y se ve en la primera el elemento masculino, y en la segunda el fe-
menino.
Lo que en realidad ocurre es que aquí nos encontramos con valores vivien-
tes, de tendencia contrastante, que se organizan en parejas del tipo siguiente:
auténtica vigilia y auténtico sueño; luz y -no tinieblas, sino- oscuridad; «Os-
curidad» entendida en el sentido en que hablaron de ella, por ejemplo, Miguel
Angel y Novalis. Altura, y -no el más bajo nivel del ser, sino- la esfera vi-
viente contrapuesta, a la altura: la «profundidad». Esta realidad se expresa, por
ejemplo, en la circunstancia de que, en latín, una misma palabra, el vocablo
a/tus, significa lo elevado y lo profundo, o en el hecho de que el juicio «esto es
algo profundo» tiene el mismo valor que el juicio «esto es algo elevado», aun-
que ambas proposiciones se orienten en un sentido opuesto. Ambas partes
contrastantes son formas de valor, formas de ser, formas de vida, formas de
espíritu, sólo que orientadas en sentidos diferentes.
El pensamiento se nos ha ido demasiado lejos, y ahora debemos volver
atrás.
No existe una cultura absoluta. Pero tampoco existe una naturaleza absolu-
ta. A pesar de toda nuestra nostalgia por el pasado, por la profundidad, por lo
oscuro, por lo «materno», tan pronto como nos abandonamos al movimiento vi-
tal que nos arrastra en esa dirección nos damos cuenta de que también él va a
desembocar en lo imposible; a un ámbito que ya no es «oscuridad», sino «ti-
nieblas»; que ya no es plenitud creadora, sino caos; que ya no es profundidad,
sino· abismo; que ya no es silencio, sino mutismo; que ya no es seno materno,
sino reabsorción en lo informe. Entonces ese retorno a las fuentes, a los funda-
mentos desde los cuales la vida emerge una y otra vez a la luz, desemboca en lo
«infantil», en un quedar prisioneros del comienzo ..
Hemos partido, para estas consideraciones, del fenómeno de Ja vigilia y de
su polo opuesto. Pero podríamos haber arrancado también de otro campo dis-
tinto, por ejemplo, la libertad.
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Una vez más hay que decir que lo que importa es determinar bien los
contrastes. Estos no son libertad y ley, o libertad y coacción, sino: libertad y
destino. Ambos van juntos. La libertad sin destino es arbitrariedad dívagante;
es algo tan desprovisto de fundamento y de atraigo como la mera vigilia, y, al
igual que ella, exageradamente iluminada. Sólo el destino, sólo las conexiones
envolventes y las orientaciones dadas hacen de la libertad una libertad huma·
na, la convierten en la floración suprema de la existencia y a la vez en lo que
determina su orientación. Por el contrario, el destino sin libertad sería el fa·
tum, la fatalidad; una sorda coacción sin sentido. Sólo la libertad otorga al
destino aquel carácter especial que le distingue de la necesidad natural y lo
convierte en «necesidad en lo personal». La libertad y el destino se relacionan
entre sí como la naturaleza y la cultura. La «naturaleza» entendida, desde
luego, no en el sentido del materialismo, del positivismo o del biologismo, si-
no como forma del hombre, del espíritu. No sabemos cómo sería la pura cul-
tura, la experiencia siempre vigilante, siempre activa, siempre haciendo elec-
ciones. En cualquier caso, sería no sólo inhumana, sino antihumana.
También ignoramos cómo seria la naturaleza pura, el dormir y soñar
siempre -pues toda acción y toda experiencia transcurrirían como en sue-
ños-, sin poder escapar a su contexto inmediato, sin poder enfrentarse a un
objeto, sin dar un paso atrás y presentarse como dueño de sí mismo, y mirar
cara a cara a lo otro. En todo caso, ella significaría sumergirse en lo no huma·
no.
La pura cultura sería desarraigo, artificialidad, eliminación del instinto,
corrupción de la sangre, separación de la tierra, enfermedad y destrucción. En
cambio, la pura naturaleza sería letargo, esclavitud, abandono al impulso y a
la coacción.
Ambas realidades serían también el lugar de lo demoníaco.
Existe, en efecto, lo demoníaco de la claridad y lo demoníaco de las ti-
nieblas.
Lo demoníaco de la mala conciencia y lo demoníaco del letargo perdido.
Lo demoníaco de la voluntad incontrolada, del capricho arbitrario, y lo
demoníaco de la coacción, del abandono a las fuerzas anónimas.
Cultura y naturaleza son fenómenos correlativos; esferas contrastantes, rela-
tivas al hombre concreto y a su mundo concreto.
La cultura es siempre cultura humana, es decir, cultura vinculada con La
naturaleza: es diferente de La artificiosidad del intelectualismo, del ericismo,
del esteticismo, etcétera.
Y la naturaleza es siempre naturaleza humana, es decir naturaleza ordena-
da a la cultura; diferente de la existencia meramente orgánica, vital, racial; en
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7 En un plano científico, el psicoanálisis parece confirmar mucho de esto que decimos, tan
pronto como se supera su corteza materialista.
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Si examinamos los caminos que los diferentes hombres recorren para ir hacia
Dios -los hombres dotados de una intención indudablemente pura, y los ca-
minos que conducen realmente a_ Dios-, vemos cuán diferentes son esos cami-
nos. Ahora bien, esa diversidad resulta muy instructiva, si nos dejamos instruir
por ella. Hay quien piensa (son muchos, pero, por citar un nombre, digamos:
Soren Kierkcgaard): si quieres llegar a Dios, aléjate de toda realidad natural in-
mediata; del mar y de la montaña, del árbol y del animal, del contexto de la
vida humana, del arte y del mundo de los hombres. Retírate a la soledad del
«tú mismo contigo mismo»; a la soledad del espíritu desligado, que sabe y que
decide. De allí arranca el camino que lleva a Dios ... Otros dicen, con la misma
pureza, y con la sabiduría de la experiencia (representérnoslos en Dostoievski):
atente al contexto de la naturaleza; abraza las cosas, pues son criaturas de Dios;
aprende de ellas, pues no hao cometido ningún pecado; mantente vinculado al
pueblo y a su sencilla proximidad a la naturaleza. Todo esto purifica para el
amor; de ahl parte el camino que lleva a Dios ... Los primeros tienen razón, y
también la tienen los segundos, si no pretenden que su razón sea absoluta.
Tanto en un caso como en otro hay camino; cada uno de ellos lleva a Dios, si el
hombre se apoya en el espíritu justo, en el amor. Y cada uno de ellos aleja de
Dios y lleva al paganismo, a lo demoníaco, si se lo entiende de manera errónea
y equivocada.