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La travesía del lector de teatro

Lucrecia Labarthe

Por cierto, el único consejo que una persona puede darle a otra
sobre la lectura es que no acepte consejos.
VIRGINIA WOOLF

“No se puede leer teatro.” Con esta oración comienza la obra de Anne Ubersfeld,

Semiótica teatral (1989:7). La autora explica las dificultades con las que nos encontramos

al intentar comprender textos que no han sido escritos para su consumo en forma de libro.

Al mismo tiempo, otro teórico del teatro, Jirí Vetltrusky, dice lo contrario: “Quienes

sostienen que la característica específica del drama consiste en su vínculo con la

representación, están equivocados” (1990:15). Por su parte, Harold Bloom en su libro

Cómo leer y por qué considera a los dramas una parte imprescindible de su experiencia

como lector (2000: 241) y les otorga un lugar relevante junto a los cuentos, las novelas y

los poemas. Ambas posiciones tienen una larga tradición, con sus partidarios y detractores,

pero quizás, antes de preguntarnos sobre lectura de obras teatrales, deberíamos

interrogarnos en general sobre la naturaleza de la lectura.

¿Qué es leer?

En la conferencia “Sobre la lectura” que pronunció en 1975, Ronald Barthes intenta

responder esa pregunta (1994: 39). Para hacerlo va a recurrir a Marcel Proust, quien
reaparece en sus escritos cada vez que delibera sobre la figura del autor. Proust escribió, en

1905, un texto al que llamó justamente “Sobre la lectura”, donde recuerda el intenso placer

que le proporcionaba: “Quizá no hubo días en nuestra infancia más plenamente vividos que

aquellos que creímos dejar sin vivirlos, aquellos que pasamos con un libro favorito. Todo lo

que, al parecer, los llenaba para los demás, lo rechazábamos como si fuera un vulgar

obstáculo ante un placer divino” (2006: 9). Proust también nos comunica el aislamiento

necesario para llevar a cabo esta actividad, la intimidad perfecta con el libro que suspende

al tiempo: “Ahora bien, este estímulo que la mente no puede encontrar en sí misma y que

debe venirle de algún otro, es evidente que debe recibirlo en total soledad” (43). Leyendo

no solamente nos damos satisfacción sino que, a través de ella, entrevemos los vacíos que

el libro no colma y prendemos el motor del deseo: “Somos conscientes de que nuestra

sabiduría empieza donde la del autor termina, y quisiéramos que nos diera respuestas

cuando todo lo que puede hacer por nosotros es excitar nuestros deseos” (37).

De estos conceptos partirá Barthes. En primer lugar la idea de la soledad, de la

relación dual e íntima con el libro, cuando el lector se encierra “solo con él, pegado a él,

con la nariz metida dentro del libro, como el niño se pega a la madre y el enamorado se

queda suspendido del rostro amado”(1994: 45). Si el erotismo consiste en el deseo en

presencia de su objeto, la relación privada entre el lector y su libro es eminentemente

erótica.

Barthes va identificar tres formas que puede adquirir el deseo de leer. La primera

reside en una relación “fetichista” con el texto. Se refiere al disfrute de ciertas palabras y

combinaciones de palabras, de las aperturas y deslizamientos del sentido y de la

musicalidad de esa composición; se trata de una lectura metafórica o poética. La segunda

forma, quizás la más habitual, reside en el placer metonímico de toda narración: “el lector
se siente como arrastrado hacia adelante a lo largo del libro por una fuerza que, de manera

más o menos disfrazada, pertenece siempre al orden del suspenso” (46). Existe aquí una

ansiedad del orden del saber. El lector necesita develar las consecuencias de la trama

mientras desfallece y goza en la promesa.

Hay todavía una tercera forma del placer en la lectura, que Barthes va a llamar

“aventura” y que todos nosotros, escritores o estudiantes de escritura, hemos

experimentado. Al leer, hay algo del deseo de escribir que ha atravesado al autor que nos

alcanza y nos enciende: “lo que deseamos es tan solo el deseo de escribir que el escritor ha

tenido, es más: deseamos el deseo que el autor ha tenido del lector, mientras escribía,

deseamos ese ámame que reside en toda escritura” (47). La lectura así entendida es una

producción que se eslabona en una cadena infinita, es una parte del proceso que lleva a la

escritura. Leer también es escribir.

¿Qué es leer teatro?

Si pensamos el texto teatral desde la perspectiva que nos señala Barthes, es evidente

que podemos establecer con él una relación de lectura. Podemos leerlo en soledad, como

tantos han leído a Shakespeare antes de verlo representado, enamorarnos de la musicalidad

de sus frases y seguir con ansiedad su devenir narrativo aunque a veces sepamos de

antemano el final.

El texto teatral, sin embargo, aspira a dos lectores, los del texto y los de la

representación que, como sistema de signos, también se lee. Nos produce asimismo un

deseo doble, el de escribir teatro y el de representarlo.


Se puede cometer el error de pensar que la representación es un sistema de signos

que abarca completamente al texto y por lo tanto es más que él, puesto que lo mantiene

sumándole otras informaciones visuales y auditivas. Pero cuando asistimos a una

representación, numerosas estructuras del mensaje poético desaparecen o no consiguen ser

percibidas. En el caso poco probable de que la representación “dijera” el texto en su

totalidad, el espectador no podría “leerlo” completo; muchos de esos signos quedarían

difuminados por otros. Además, cuánto de la esfera del texto y cuánto de la esfera de la

representación se significa efectivamente resulta variable de una puesta a otra e incluso de

una representación a otra.

Pensemos en una novela adaptada para ser una obra teatral o una película. Si nos

gustó la novela, querremos ver la película y también a la inversa. Incurrimos en esta

“repetición” porque sabemos que vamos a encontrar un plus significante que se perdió en el

pasaje de un lenguaje a otro, al mismo tiempo que se ganaba de otro modo. Ese misma

diferencia significante separa la obra representada de la obra leída y por eso leer teatro es

una experiencia diferente, pero de ninguna manera menor, que la de asistir a la

representación.

¿Cómo leer teatro?

“Leer un texto teatral consiste en asistir a una representación imaginaria” dice José

Sanchís Sinisterra (1992). De acuerdo con esta visión, el lector se convertiría en un director

virtual. Para Sinisterra hay buenos y malos lectores de teatro, del mismo modo que hay

buenos y malos directores de escena. El mal lector, como el mal director, sería aquel que

sólo es capaz de imaginar, de poner en escena, la superficie y la linealidad del texto, el que
no puede figurarse un espacio escénico preciso, con límites y altamente sensorial. El buen

lector, en cambio, consigue percibir la simultaneidad y la interacción de todos los sistemas

de signos que están funcionando, aunque el texto no los focalice o ni siquiera los mencione.

Esta propuesta de lectura de las obras de teatro implica que la representación suceda

en la mente de los lectores. El diálogo interactivo inherente a toda lectura, en el cual el

lector actualiza el texto, atribuye los significados, formula las interpretaciones e

interrelaciona todos sus saberes, se hace aquí muy activo y rico al tener que traducir

simultáneamente múltiples signos verbales y no verbales.

El acto lector de los textos dramáticos exigiría así una determinada concentración,

porque el diálogo tolera mal las distracciones y dificulta o impide las interrupciones y

requeriría un esfuerzo de la fantasía creadora para recrear las escenas, caracterizar a los

personajes e imaginar los espacios. Para ello deben tenerse en cuenta los dos tipos de texto

de la obra, el diálogo que mantienen los personajes y el texto espectacular, o sea las

indicaciones informativas del autor en el texto, las llamadas didascalias o cotexto.

Existe una posición contraria a esta clase de lectura, la de Jiri Veltrusky. Para él un

texto dramático depende del lenguaje como único constituyente. Como sucede en una

novela, el lector percibe el diálogo como una enunciación homogénea dirigida a él por el

autor (1990:20). Este crítico piensa en la obra dramática como un texto literario superior a

los otros géneros. En el drama estarían presentes a la vez la lírica y la trama: “el drama

logra un síntesis del lenguaje y la trama en que los dos juntos son más que cada uno por

separado” (114). Veltrusky cree que el texto dramático “predetermina” el teatro y es una

obra literaria autónoma que, como cualquier otra, se realiza suficientemente en una lectura

silenciosa: “las obras dramáticas son leídas por el público de la misma forma que los

poemas o las novelas” (15).


Roberto Canziani (2005) opina que el desarrollo de la semiótica del teatro puede

estudiarse a partir de esta contraposición entre “dramatólogos” y “espectacularistas”. Entre

los que creen que el texto espectacular “se reduce” al texto dramático, encontramos a

Marcello Pagnini que considera que el texto contiene una estructura profunda respecto de la

superficial del espectáculo y Alessandro Serpieri que piensa que el texto espectacular se

encuentra “ya legible de algún modo dentro de las formas de la enunciación dramática”.

Anne Ubesfeld dice al respecto que la actitud que privilegia al texto literario como lo

primordial del hecho teatral corre el peligro de fijar el texto, de sacralizarlo hasta el

extremo de bloquear la producción del objeto artístico que está implícito en la

representación (1989: 14). En la vereda opuesta, autores como Zich, Ruffini, Pavis o De

Marinis consideran que la “obra dramática no existe sino a partir de su realización

escénica” (Zich, 1987: 43). Para los que optan por el rechazo, a veces radical, del texto,

éste sería el elemento menos importante de la representación. Es lo que pensaba Artaud,

que quería un retorno a una sociedad más primitiva en la que la magia y los mitos tuvieran

una presencia viva y fundamental. Artaud creía que el texto había sido un tirano del

significado, y por eso proponía un teatro de los sentidos, hecho de gestos, danza y música.

Escribió: “Un teatro que subordine al texto la puesta en escena es un teatro de idiotas, de

locos, es decir, occidental” (2002: 41).

Nuestra opinión es que existen, en el interior del texto teatral, las semillas, los

núcleos, de su “representatividad”,

Según García Barrientos: “Si se puede leer La vida es sueño como se lee una novela

o leer El caballero de Olmedo como se lee un poema, será a costa de renunciar a una

lectura sin duda mejor, a costa de no leerlos como lo que son sobre todo, genuinamente:

dramas extraordinarios, sobresalientes obras de teatro. O pasando del tipo al género, claro
está que se puede leer Edipo rey como un policiaco y Agamenón como una pulp fiction.

¿Pero vale la pena? ¿No será preferible leerlos como tragedias, que es además sin lugar a

dudas lo que son? (2012: 49)

El texto teatral, como el literario, posee una materia de expresión lingüística, con

una estructura lineal, que supone en el lector una capacidad de organización en espacio y

tiempo de signos simultáneos. Se trata de un texto abundante en lagunas; no sabemos nada

del aspecto físico o del pasado amoroso de personajes que se encuentran perfectamente

caracterizados, como Hamlet o Antígona. Muchas veces ignoramos la situación contextual,

por ejemplo en La habitación de Pinter, en la primera escena, Rose le habla a Bert mientras

éste desayuna: ¿durmieron juntos?, ¿quién se levantó antes?, ¿uno despertó al otro?, ¿están

casados? Es competencia del lector responder estas preguntas imaginando el espacio

escenográfico y la multiplicidad de signos no verbales que se inscriben en esos huecos de

sentido que bordea el texto y que darán origen a los signos de la representación.

Como lectores de teatro se nos presenta la maravillosa posibilidad de organizar

mentalmente nuestro propio espectáculo, en lugar de asistir a la lectura de otro, por

fantástica que ésta pueda ser. Volviendo a Barthes: “comúnmente se admite que leer es

decodificar: letras, palabras, sentidos, estructuras, y eso es incontestable; pero acumulando

decodificaciones, ya que la lectura es, por derecho, infinita, retirando el freno que es el

sentido, poniendo la lectura en rueda libre (que es su vocación estructural), el lector resulta

atrapado en una inversión dialéctica: finalmente, ya no decodifica, sino que sobre-codifica-,

ya no descifra, sino que produce, amontona lenguajes, se deja atravesar por ellos infinita e

incansablemente: él es esa travesía” (1994: 48-49). Regalémonos entonces, leyendo teatro,

este derecho universal que tenemos como sujetos de ser nuestra propia travesía.
Bibliografía

ARTAUD, Antonin. El teatro y su doble. Buenos Aires: Retórica Ediciones, 2002.

BARTHES, Roland. El susurro del lenguaje. Buenos Aires: Editorial Paidós, 1994.

BLOOM, Harold. Cómo leer y por qué. Bogotá: Grupo Editorial Norma, 2000.

CANZIANI, Roberto. Comunicar espectáculo. Milán: Franco Angeli, 2005.

GARCIA BARRIENTOS, José Luis. Cómo se comenta una obra de teatro. Ciudad de

México: Paso de Gato, 2012.

PROUST, Marcel. Sobre la lectura. Buenos Aires: Ediciones del Zorzal, 2006.

SANCHÍS SINISTERRA, José. “Lectura y puesta en escena” en Revista Pausa, Nº 11, 1992.

Disponible en la web: http://www.revistapausa.cat/1992_11_07/

UBERSFELD, Anne. Semiótica teatral. Madrid: Ediciones Cátedra, 1998.

VELTRUSKY, Jíri. El drama como literatura. Buenos Aires: Editorial Galerna, 1990.

ZICH, Otakar. Estética del arte dramático. Barcelona: Alta Fulla, 1987.

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