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La propuesta interpretativa ha sido planteada en varios trabajos señeros recientes: B. Bennas-
sar y B. Vincent, España: los Siglos de Oro; H. Kamen, Imperio; B. Yun Casalilla, Marte contra
Minerva; S. Gruzinski, Les quatre parties du monde; J. H. Elliott, Imperios del mundo atlántico;
Ruiz Ibáñez y Vincent, Los siglos xvi y xvii. Sobre la proyección de la Monarquía hispánica desta-
camos como antecedentes X. Gil Pujol, «Imperio, Monarquía Universal, Equilibrio»; A. Pagden,
Señores de todo el mundo.
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Esta investigación se ha realizado con una beca de postgrado de «Formación de Profesorado
Universitario y Personal Investigador» de la Universidad de Murcia.
Anne Dubet y José Javier Ruiz Ibáñez (eds.), Las monarquías española y francesa (siglos xvi-xviii).
¿Dos modelos políticos?, Collection de la Casa de Velázquez (117), Madrid, 2010, pp. 145-157.
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En mayo de 1520, tras ser confirmado como rey de Castilla y Aragón por las
respectivas cortes, Carlos V abandonó la Península para tomar posesión de su
título imperial en Aquisgrán, dejando un generalizado descontento. Durante
una parada en Bruselas, el joven emperador pudo admirar algunos de los
objetos procedentes de sus dominios de Ultramar. Pedro Mártir de Anglería y
Alberto Durero participaron de la expectación que la exótica exposición provocó
en los habitantes de la ciudad flamenca. Un año más tarde, el joven emperador
recibió dos noticias determinantes para el futuro político de la monarquía: la
victoria del ejército realista en Villalar y la caída de la ciudad de Tenochtitlan.
Estos acontecimientos abrieron una etapa de reformulación de los límites de
la monarquía: la experiencia comunera mostró al emperador la necesidad de
reformar la administración territorial de sus dominios, liberando las tensiones
surgidas de los roces entre los distintos grupos de poder municipales; mientras
que la gesta cortesiana anunció las implicaciones que la penetración en el nuevo
continente tendría para la Corona. Tanto de un caso como de otro surgió la
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M. Bloch, Apología para la historia; J. H. Elliott, «Comparative History»; Id., Imperios del
mundo atlántico.
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A. Díaz Serrano, «Repúblicas movilizadas al servicio del rey».
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B. García Martínez, Los pueblos de la sierra.
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Tlatoque, plural de tlatoani, máxima categoría social náhuatl, identificable con la alta nobleza
castellana. Fueron denominados (con gran controversia) «caciques» o «señores» indios por las
autoridades españolas.
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Por esos mismos años una delegación de religiosos acudió a la corte en nom-
bre de los caciques tlaxcaltecas con un gran número de peticiones relacionadas
con la conservación de los linajes nobles, la sucesión de las cabeceras y la conser-
vación del gobierno indio en busca del reconocimiento de un status hegemónico
que remontaba sus orígenes a la época prehispánica, es decir, con un discurso de
«liderazgo natural» que se acentuará en los años siguientes7.
7
Ch. Gibson, Tlaxcala en el siglo xvi, p. 160.
8
J. Hernández Franco, Cultura y limpieza de sangre.
9
J. B. Owens, «Situación social y poder político en Murcia».
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J. J. Ruiz Ibáñez, Las dos caras de Jano, cap. iii.
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La historiografía murciana sobre esta etapa es llamativamente escasa, a pesar de la pauta mar-
cada por J. Owens en su obra Rebelión, monarquía y oligarquía (p. 217 sqq.). Carecemos de una
obra de conjunto sobre la participación de los naturales como aliados de los españoles en las déca-
das posteriores a la caída del Imperio mexica como interfase entre su pasado prehispánico y su
configuración como repúblicas de indios. La reciente edición de M. Oudijk y L. Matthew, Indian
Conquistadors, arroja algo de luz.
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A. Valencia, «Tributo y organización del trabajo», p. 24; H. Anguiano y M. Chapa, «La estra-
tificación social en Tlaxcala», pp. 118-156.
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La idea inicial de procurar que la congregación respetara la organización india se difumina
ante la presión del avance español y por la necesidad de producción. M. Menegus Bornemann,
Del señorío a la república de indios, p. 183.
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Grupo social indio que engloba, de forma genérica a los tributarios, lo que lleva a identificar-
los con los pecheros castellanos.
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de 1556, que agravó las tensiones ya originadas por las ventas realizadas por el
emperador en años anteriores, pues la oferta fue nuevamente respondida por
los linajes asociados a los Sotos. Consecuentemente, la ampliación del espacio
de poder no permitió la regeneración de las expectativas de los linajes exclui-
dos en ocasiones anteriores, sino que aumentó la sensación de marginalidad
entre los que detentaban el poder en una posición minoritaria frente a un
creciente grupo de adversarios políticos. La consolidación definitiva de estos
linajes se produjo una vez más a través de la concesión de costosas mercedes
reales: ejecutorias de hidalguía, mayorazgos y señoríos, que los situaron en la
cima socio-económica del reino. El gris horizonte dibujado para el resto de
los linajes (tanto los poseedores de un reducido coto en el cabildo, como los
excluidos desde ese momento por completo de él, agotadas sus posibilida-
des) creó una fuerte tensión en el ámbito de poder y sus contornos. Sabido
es que desembocó en el enfrentamiento abierto entre las facciones conceji-
les a través de una guerra de acusaciones ante el Tribunal de la Inquisición,
con el objetivo de eliminar política y socialmente, cuando no físicamente, al
rival15. Los Riquelmes revitalizaron su veterocristiandad, saltando los límites
identificativos entre los conversos y los herejes, multiplicando el temor a la
contaminación herética y trasladando la lucha contra la herejía al interior de
la república, en consonancia con la postura mostrada por Felipe II, de total
intransigencia frente a las desviaciones religiosas.
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Remitimos al trabajo de J. Contreras, Sotos contra Riquelmes.
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AGI, México, 94, N.10
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AHN, Diversos-Colecciones, 24, N.57.
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Ch. Gibson, Tlaxcala, Apéndice VII.
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Archivo Ducal de Alba (ADA), leg. 228, 2, 11; ADA, leg. 238, 2, 28; ADA, leg. 138, 2, 32; ADA,
leg. 238, 2, 33; ADA, leg. 238, 2, 46; ADA, leg. 238, 2, 57; y ADA, leg. 238, 2, 69.
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social creado por Dios. Para esto fue necesario adaptarse a la nueva realidad
que pedía evitar las legitimaciones de la preeminencia social basadas en los
discursos de una identidad veterocristiana, imponiéndose una nueva estrate-
gia. La limpieza de sangre debía quedar soterrada (o mejor, sobreentendida) y
en su lugar se optó por dar mayor valor a la posición social que ocupaban en
sí, de la que derivaba el goce de unos privilegios, entre ellos la ocupación de
espacios de poder.
para tlaxcaltecas y murcianos las pruebas más evidentes de su natural valía para
el gobierno y su atemporal primacía social, como los genealogistas ratificaban.
Este proceso fue perceptible en el ámbito concejil, que pasó de ser un espacio
que favorecía el ascenso social a ser un espacio de confirmación de valores socia-
les ya conseguidos, entre ellos, muy especialmente, la condición hidalga. Este
objetivo corporativo de ennoblecimiento tuvo una de sus manifestaciones más
claras en las corografías que los cabildos de Tlaxcala y Murcia patrocinaron.
A través de estos textos, las ciudades y, por identificación, sus grupos dirigentes,
esclarecieron y difundieron los fundamentos de sus dignidades20. El título de
estas obras es revelador: Descripción de la Ciudad y Provincia de Tlaxcala de las
Indias y del Mar Océano para el Buen Gobierno y Ennoblecimiento de Ella (1584)
y Discurso Histórico de la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Murcia (1621).
La línea de sucesos que hemos ido trazando en estas páginas nos ha mostrado
continuos procesos de adaptación que llevaron consigo, fundamentalmente,
redefiniciones identitarias. En todo momento, tanto en los territorios peninsu-
lares como en los de Ultramar, éstas estuvieron guiadas por la exigida lealtad a la
Doble Majestad. De este modo, la Corona concilió sus necesidades con las parti-
cularidades y los cambios circunstanciales de cada uno de estos territorios e hizo
efectivo, a través de una praxis flexible, su proyecto político, definido desde el
catolicismo y, como él, pretendidamente universal. Cualquier imaginario social
proyectado debía responder a los preceptos católicos que servían de base para el
funcionamiento del conjunto de la Monarquía hispánica.
La flexibilidad del modelo permitió a los poderes territoriales afrontar sus
conflictos internos, frutos de la incidencia de causas propias o externas, delibe-
radas o azarosas. La Corona puso a disposición de sus repúblicas los recursos
institucionales y simbólicos para conformar estatus e identidades hegemónicos
—desde el ordenamiento de los gobiernos municipales, hasta las corografías,
pasando por las ejecutorias de hidalguía o la oportunidad de audiencia real
(o virreinal)— y enmendar sus dinámicas cuando entraron en conflicto con los
intereses formulados como definidores de la Monarquía hispánica, tales como la
defensa del catolicismo o la paz social. La contrariedad (que no contradicción)
entre el modelo implementado en todos los dominios hispánicos y su aplicación
por sus repúblicas es consecuencia de varios factores. Por una parte, la transgre-
sión de las pautas de sociabilidad y gobernabilidad establecidas desde el centro
rector como el principio de buen gobierno. Por otra parte, la propia evolución
de las prioridades de la Corona (notamos que Felipe II es más intransigente que
Carlos V), que obligó a evidenciar nuevos perfiles de identificación y a ocultar
o disimular otros.
La benevolencia de la Corona se tradujo en una fuerte filiación de los gru-
pos de poder, que midieron su capacidad de reordenación en los límites de la
voluntad conciliadora del soberano. Sin embargo, la dependencia fue mutua. La
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R. Kagan, «Clío y la Corona» p.147.
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