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EL OJO RESABIADO

(DE DOCUMENTALES FALSOS Y OTROS ESCEPTICISMOS ESCÓPICOS)


Fernando de Felipe

Publicado en: Sánchez Navarro, J. & Hispano, A (Eds.) (2001). Imágenes para la sospecha. Falsos
documentales y otras piruetas de la no-ficción (pp. 31-58) Barcelona: Glénat.

“No es necesario darle muchas vueltas al asunto para


comprender que la ironía es una modalidad del pensamiento y
del arte que emerge sobre todo en épocas de desazón
espiritual, en las que dar explicación a la realidad se convierte
en un propósito abocado al fracaso”.
Pere Ballart
Eironeia. La figuración irónica en el discurso literario
moderno, 1994

Una imagen miente menos que mil palabras

Sostienen los conspiracionistas que la famosa llegada del hombre a la Luna,


retransmitida en directo y a nivel planetario el 21 de julio de 1969, no fue sino un gran fraude
mediático, un sofisticado simulacro elaborado bajo las premisas espectaculares de las
superproducciones hollywoodienses. Uno sentiría ganas de reír si no fuera porque detrás de
tan descabellada (?) idea se esconde una posibilidad que, justo ahora, en nuestros días, parece
como mínimo plausible. Educados en la cultura de la sospecha, nuestra contemporánea
sensibilidad admite al menos tal argumento como posibilidad. Espectadores resabiados a la
vez que ciudadanos apáticos, aceptamos a regañadientes que la sombra del simulacro es lo
suficientemente alargada como para eclipsar todo atisbo de verosimilitud informativa, sea
ésta trascendente (caso de la Guerra de Bosnia) o totalmente prescindible (los amañados
“culebrones” propios de la prensa rosa). Sobreinformados hasta el empacho, sabemos que
nuestra capacidad para conocer el mundo real se topa de bruces con nuestra incapacidad para
enfrentarnos de forma activa, política, a su mediatizada representación. En consecuencia, y
como no podía ser menos, el escepticismo se ha instalado entre nosotros como la única
válvula de escape admisible. Escape hacia ningún sitio, huida hacia delante que sabemos
estéril, resignada, vencida de antemano, pero en la que nos embarcamos con la esperanza de
arribar a un puerto donde nuestra actitud tenga siquiera una recompensa moral.

Penúltima escala de dicho trayecto a través de la eventualidad mediática fue sin duda alguna
la Guerra del Golfo, ciber-contienda virtual sustraída a nuestra visión y retransmitida en
riguroso directo infográfico. Convalecientes todavía del “efecto-Vietnam” (efecto que remite
a esa famosa sentencia de Baudrillard que afirma que “cuando lo real ya no es lo que era, la
nostalgia cobra todo su sentido”1), jamás pudimos imaginar que la posibilidad misma de verlo
todo llegaría a convertirse con el tiempo en un amargo resignarse a no ver nada. Y ahí está
para demostrarlo la cínica Tres reyes (Three Kings, 1999) de David O. Russell, película que
explora a nivel endoscópico las interioridades (intestinales) de una guerra high tech que nos
fue negada (velada) mediante aburridas y frustrantes imágenes macroscópicas. Real o

1 Baudrillard, J.: Cultura y simulacro. Barcelona: Kairós, 1978. Pág. 19.

1
figurada, lo cierto es que la imagen de la guerra contra Irak que (re)presenta la película, nos
resulta mil veces más satisfactoria, interesante, pregnante e incluso creíble que esa triste y
arcaica “pantalla de videojuego” que nos ofrecieron en directo las principales cadenas de
televisión. La esquiva comicidad con la que Russell (a)borda su película es en definitiva la
comicidad propia del falso documental, categoría típicamente posmoderna que ha hecho de la
distancia irónica y de la desmitificación metalingüística su bandera. Comicidad que, de
aceptar las tesis de Baudelaire, habría que interpretar como síntoma inequívoco del complejo
de superioridad que afecta (esta vez en positivo) a sus autores, descreídos estrategas del
audiovisual contemporáneo empeñados en recordarnos una y mil veces que no es realidad
todo lo que reluce en una pantalla, y que si bien las imágenes no pueden mentir por sí solas,
rara vez contienen en sí mismas toda la verdad, ya que lo que finalmente cuenta es la visión
(personal e intransferible) que las anima, sea ésta la del narrador, la del cineasta o la del
historiador. Y ahí está para demostrarlo una figura considerada canónica dentro del género,
Frederick Wiseman, quien respalda convencido tal idea denominando a sus películas
“ficciones reales”, es decir, interpretaciones personales de la realidad que, lejos de potenciar
la ilusión de una falsa objetividad, están cuidadosamente montadas y reconstruidas a partir de
un material que, en algunos casos, supera las cincuenta horas de material rodado.

Para algunos autores,2 el anhelo de pureza propio del documental, esto es, la delicada y
precaria relación que se da entre la imagen de la realidad y la realidad misma, es una noción
que, lejos de ser asumida como consustancial al medio, ha sido idealizada desde ciertas
tribunas hasta ser convertida en una desalentadora, por inalcanzable, aspiración. Dichas
tribunas se han dedicado a elucubrar sobre las bases teóricas del género (principalmente sobre
sus principios éticos) sin tener demasiado en cuenta que incluso los pioneros del mismo
asumían con deportividad las trabas que el propio dispositivo cinematográfico ponía al
desarrollo idealizado y comprometido de su bienpensante objetividad. 3 Objetividad que
parece definir por sí misma lo que hemos dado en llamar “género documental”, como si esta
forma pudiera pensarse sub specie aeternitatis, y pudiera, en consecuencia, elevarse a la
categoría de idea platónica. Como bien apunta Maqua, “escasas veces –Murnau o Flaherty- el
tronco documental y el de ficción se miran a los ojos”.4

Documentales falsos: la realidad entrecomillada

Orson Welles, el mismo que hiciera en 1938 del engaño radiofónico un peligroso
juego conceptual de inesperadas consecuencias, establecería en 1973 con su Fraude (F for
Fake. Question Mark) un nuevo hito en lo que a falsificación y simulacro se refiere.
Mise-en-abyme del mentir como una de las bellas artes, Fraude vaticina y advierte desde su
prestidigitadora arquitectura formal de todo aquello que nos habría de deparar el futuro más
inmediato: la imposibilidad de distinguir ente la realidad y su(s) simulacro(s). Decía Nabokov
que la palabra “realidad”, sin comillas, no podía significar nada. Entrecomillada o no, hoy en

2 Podríamos citar, por ejemplo, el caso de Bruzzi, S.: New Documentary: A Critical Introduction. Londres: Routledge,
2000.
3 El paradigma sería Robert J. Flaherty, obligado por las circunstancias a rodar los interiores de su Nanouk sobre forillos
improvisados en medio de la nieve… decisión que tomó animado por los propios esquimales, supuestos objetos de
observación convertidos aquí en asilvestrados tramoyistas.
4 Maqua, J.: "El estado de la ficción: ¿Nuevas ficciones audiovisuales?: El documental.", en VV.AA. (ed.): Historia
general del cine. Tomo VI. Madrid: Cátedra, 1995. Pág. 203.

2
día vivimos a expensas de una auténtica sobredosis de realidad, de impresión de realidad,5 de
realidad adulterada, “cortada”, mezclada con sus propios sucedáneos en letales dosis. El
efecto alucinatorio y místico que la objetividad (como verdad) promete, se ha convertido, a
fuerza de sucedáneos, en un mal viaje hacia lo peor de nosotros mismos. Cultura del camelo.
Fake perpetuo. Baudrillard de nuevo: “Todo se metamorfosea en el término contrario para
sobrevivirse en su forma expurgada”.6

Y es ahí, en ese nuevo espacio de expurgaciones varias e indefiniciones todas, donde aparece
esa revolucionaria forma híbrida, diabólica, imposible por definición que es el género de los
documentales falsos. ¿Falsificados o simulados? La pregunta, estéril seguramente para
muchos más allá de su pura justificación etimológica, encuentra en las elucubraciones de
Baudrillard un sentido pleno. Para el polémico pensador francés, existen tres órdenes de
simulacros.7 A saber: la falsificación, esquema dominante propio de la época que va del
renacimiento a la revolución industrial; la producción, esquema propio de la era industrial; y
la simulación, paradigma de la fase (actual) que hemos dado en llamar posmodernismo.
Simulación por lo tanto antes que falsificación, los falsos documentales se sitúan a la cabeza
de los textos posmodernos en cuanto a su capacidad para reflejar la crisis irresoluble de su
tiempo y convertirse en paradigma expresivo del mismo. Si tuviéramos que hacer caso a
Feuerbach, nuestra época se caracterizaría por preferir la imagen a la cosa, la representación a
la realidad, la apariencia al ser. Sacralización de la ilusión, a la vez que deriva de la verdad
hacia el territorio de lo profano (de su profanación definitiva, irreversible), que supone la
muerte súbita de todo conocimiento objetivo y que, en consecuencia, vulnera nuestra
acomodada posición como espectadores pasivos (confiados, apáticos, crédulos).

Pero no adelantemos acontecimientos y volvamos por un instante a examinar la paradójica


nomenclatura con la que ha sido caracterizado el nuevo género. Si nos atenemos a lo que dice
el diccionario, un falso documental es en sí mismo un texto imposible, excluyente, un círculo
hermeneútico retroalimentado por su propia imposibilidad. Lo “documental” es sinónimo de
fehaciente, veraz, evidente, cierto, registrable, probado, certificado, acreditado… Al mismo
tiempo, “falsificación” lo es de adulteración, engaño, fraude, imitación, tongo, mentira,
embuste, desnaturalización… “Desautorizar” es el antónimo de “documentar”. Pero también
lo es ignorar, omitir algo conscientemente. Vistas así las cosas, la propia denominación
plantea ya en su seno la clave de todo aquello que intentamos en el fondo justificar: que
existe un tipo determinado de texto que, bajo la apariencia formal de lo que conocemos como
“documental”, libra una subterránea batalla ideológica contra aquello que se pretende esencia
misma del género: su incuestionable veracidad.

Al hablar de falsos documentales, hablamos implícitamente de las estrategias reflexivas a las


que algunos autores someten a sus obras (y a sus potenciales destinatarios). Reflexividad
estrictamente formal (estilística y/o deconstructiva) que depende del conocimiento previo por
parte del espectador de las convenciones propias del documental, y que afecta principalmente
a la que se fundamenta en el carácter presuntamente objetivo de este género: el principio de
certidumbre. Este tipo de propuesta, si bien suele hacer uso en su puesta en escena de todas
las figuras estilísticas propias del documental considerado “clásico” (llegando incluso a imitar

5 Según Jean-Paul Fargier (en Screen Reader, 1977), la “impresión de realidad” es uno de los constituyentes
fundamentales de la ideología producida por el aparato cinematográfico.
6 Baudrillard, J., op. cit. Pág.44.
7 Baudrillard, J.: El intercambio simbólico y la muerte. Caracas: Monte Avila Editores, 1976 (1980).

3
la escrupulosa sinceridad del reportero de investigación que quiere ser creído8), suele dejar en
el texto su propia impronta como falsificación, ya sea a través de la aparición de actores
famosos (Tim Robbins dirigiendo al tiempo que interpretando al mismísimo Bob Roberts9),
de cameos del propio director (Peter Jackson como periodista de investigación a la vez que
como figurante en las epopeyas bíblicas de Colin McKenzie10), de irreverentes homenajes
intertextuales (las desacralizadoras “versiones” de las canciones de los Beatles en The
Ruttles11), de apropiaciones de material de archivo debidamente descontextualizado (el caso
paradigmático de Zelig12), e incluso de la propia adscripción genérica del texto (como ocurre
con la comedia metalingüística a la manera de John Landis13).

Al contrario de lo que ocurre en la reflexividad estilística (empeñada en identificar los


propios procesos de autentificación del documental entendidos como simples
convencionalismos), la reflexividad deconstructiva altera o rebate los códigos y convenciones
dominantes en la representación documental por medio de la intensificación de la conciencia
de aquello que previamente pudiera ser considerado como natural. A este tipo pertenecen el
Sans Soleil (Chris Marker, 1982), De grands événements et des gens ordinaires (Raúl Ruiz,
1979) o Reassemblage (Trinh T. Minh-ha, 1982), obras todas ellas que destacan la naturaleza
condicional de cualquier imagen, así como su imposibilidad para llegar a una verdad
indiscutible. La práctica deconstructiva suele derivar en la autoparodia, formulación irónica y
distanciada de todos aquellos estilemas, manierismos y lugares comunes que aquejan a
cualquier texto (especialmente si su presunta trascendencia, tanto en el fondo como en la
forma, se encuentra sometida a una férrea codificación). Sin embargo, los documentales
falsos, aún atentando contra ese principio rector de la objetividad que es la verosimilitud del
texto, no suelen hacer del engaño su razón de ser. La mayor parte de ellos aspira no ya a
confundir a sus potenciales espectadores (para eso están la publicidad –electoral o no- y los
noticiarios –oficiales u oficiosos), sino a reactivar la conciencia crítica de su auditorio,
cuando no a provocar deliberadamente la risa cómplice e “iniciada”. Y para ello suelen
recurrir, como ya indicamos anteriormente, a la ironía, estrategia elusiva por naturaleza que
conviene no confundir con la mentira, el cinismo o el engaño. El ironista no pretende timar a
su público, sino ser descifrado por él. De la misma manera, el (falso) documentalista no
aspira sino a ser reconocido en su esfuerzo por apartarse de la corrección política (y
epistemológica) y hacernos reaccionar a través de la transgresión. De ahí la distancia
conceptual que separa a los creadores actuales, plenamente conscientes de aquellas verdades
absolutas que pretenden derrocar, de los pioneros del género, cineastas que se resignaban ante
las imposibilidades mismas del medio fílmico y se adaptaban a ellas a regañadientes.

Planteado en estos términos, y aceptando a priori que lo que quizás enturbie todo este asunto
sea la pretendidamente intrínseca objetividad de la imagen cinematográfica, el debate sobre el
sacrosanto verismo del documental nos parece, por evidente y superado, totalmente baladí.14
A no ser, claro está, que lo abordemos desde una perspectiva histórica, esto es, examinando

8 El ejemplo (extremo) de tal postura podría ser la incómoda y transgresora Ocurrió cerca de su casa (C’est arrivé près
de chez vous, 1992), de A. Belvaux y B. Poelvoorde.
9 Ciudadano Bob Roberts (Bob Roberts, 1992), de Tim Robbins.
10 Forgotten Silver: Colin McKenzie (1995), de Peter Jackson.
11 The Rutles in "All you need is cash" (1978), de Eric Idle.
12 Zelig (1983), de Woody Allen.
13 Nos referimos, claro está, a su gamberra y fraccionada Made in U.S.A. (The Kentucky Fried Movie, 1977).
14 Como bien señala Stam, “las reivindicaciones ontológicas implícitas en la palabra real desembocan en aporías y
callejones sin salida” (En Stam, R.: Teorías del cine. Barcelona: Paidós, 2000 (2001). Pág. 99).

4
aquellos textos (y contextos) que pusieron consciente o inconscientemente en tela de juicio la
presunta objetividad del género.

De mentiras piadosas e Historia del cine

La presentación en sociedad del Cinematógrafo Lumière supuso ya desde su primera


exhibición el establecimiento de una idea que todavía hoy en día perdura entre nosotros:
“Que toda vista propuesta al público es la restitución de la toma de vista efectuada por el
operador, que todo film pertenece al orden de la reproducción indefinida de una realidad que
se encontró un día delante de la cámara”.15 Realidad que, en cierta manera, y en especial en
el caso del documental, accede a ser representada a través de la mediación mecánica de la
cámara, actualizando de ese modo el deseo, profundamente arraigado en nuestra cultura, de
sustituir el mundo por su doble.16 Como bien señala Jost al referirse al cine de esa primera
época preinstitucional, “la multiplicidad de miradas a la cámara es la garantía de que el
cameraman ve siendo visto y de que está autorizado a transformar el mundo en
espectáculo”.17 Como siempre ocurre, dicha autorización estará sujeta a esos límites de lo
representable (de lo transformable) que cada nueva obra, escuela, corriente o moda fílmica
intentará ensanchar y torcer a voluntad.

Para Barnouw, los documentalistas, lejos de ser “tendenciosos” por naturaleza, se ven
obligados a hacer infinidad de elecciones (elecciones que garantizan la tan ansiada e
inalcanzable transparencia mediante una suerte de “mentira piadosa” plenamente coyuntural):
“Eligen el tema, las personas, las vistas, los ángulos, las lentes, las yuxtaposiciones, los
sonidos, las palabras. Cada selección es la expresión de un punto de vista, consciente o
inconsciente, reconocido o no reconocido”.18 Y añade: “A diferencia del artista de ficción,
[los documentalistas] no están empeñados en inventar. Se expresan seleccionando y
ordenando sus hallazgos y esas decisiones constituyen en efecto sus principales comentarios.
Y lo cierto es que no pueden escapar a su propia subjetividad individual”.19 De todos modos,
cualquiera puede distinguir en principio entre aquellas tomas que surgen de una vocación
documental y las que lo hacen a través de una voluntad de ficción. Al menos en teoría. Se
supone que el documentalista puede optar entre dos actitudes básicas a la hora de abordar su
trabajo: o bien intentar disimular hasta su total anulación el aparato de filmación (lo que se
denomina candid eye o candid camara 20 ), o bien por el contrario evitar tan obscena
simulación y asumir el “efecto cámara” para ponerlo en evidencia, facilitando así el que el
espectador realice “una operación de restado que le permita abstraer del conjunto lo que
queda sin modificar (…) del sujeto filmado”.21

Hablando ya propiamente del género que nos ocupa, y rebatiendo de paso ciertas ideas
sostenidas por Baudrillard, Bill Nichols afirma que no podemos percibir hoy en día la
realidad como tal si no es a través de su simulación, círculo hermeneútico que constata la
imposibilidad misma de dicha simulación para representar nada que no sea el propio

15 Jost, F.: La epifanía fílmica. Valencia: EPISTEME, 1997. Pág. 1.


16 La idea está inspirada directamente en las tesis sustanciadoras de Bazin.
17 Ibid. Pág. 7.
18 Barnouw, E.: El documental. Historia y estilo. Barcelona: Gedisa, 1993. Pág. 308.
19 Ibid. Pág. 312.
20 Práctica hábilmente caricaturizada por Buster Keaton en su engañosamente ingenua The Cameraman (1928).
21 Maqua, J., op. cit. Pág. 209.

5
simulacro, única vía de acceso a aquello que sustituye, lo real. Nichols afirma que no se
puede amar el documental si se busca la verdad (platónica) o si se rechazan las formas ideales
platónicas para, como ocurre en el caso de Baudrillard, decantarse luego por la apocalíptica
condena de las simulaciones y los simulacros: “Es como si la entrada a la cueva de Platón
estuviera cerrada y todo lo que pudiéramos ver a nuestras espaldas, proyectando sombras
sobre la pared, fueran las figuras sobre el parapeto. Estas figuras, no obstante, no son el
mundo de la realidad histórica. Están ahí con objeto de proyectar sombras; ésa es su función
y realidad”.22 Realidad que se resignifica en nuestros días a través de su representación
mediática, haciendo que entretenimiento e información se solapen en fatal hibridación.
Descontextualizado y fragmentado hasta su disolución, lo real es hoy por hoy
deliberadamente teatralizado, ficcionalizado y virtualizado con la excusa de la
(sobre)información que los medios nos ofrecen. La imagen audiovisual contemporánea ha
atizado el ejercicio de la sospecha hasta hacerlo consustancial a toda imagen, manipulada o
no, dándole así la razón a quienes afirman que es la cámara la que produce la realidad y no al
revés: “La realidad se ha convertido en una ficción desoladora que la cámara no puede atrapar
en su estado virginal”.23

Pero esta idea, que aceptamos en la actualidad como si de un grado cero de la representación
se tratase, no es algo consustancialmente contemporáneo. Ya los camarógrafos de la primera
época (especialmente los de la Vitagraph y la Biograph, pioneros como Albert E. Smith, W.
K. L. Dickson, o el mismísimo Méliès), cubrieran la guerra boer, la ruso-japonesa o la
hispano-norteamericana de Cuba, terminaban siempre filmando escenas falsas que,
debidamente mezcladas e intercaladas con las tomas “originales”, aportaban el dramatismo y
la impostura que el público y los exhibidores de la época parecían reclamar. El británico
James Williamson llegó a filmar algunas de las escenas de su Ataque a un puesto misionero
de China (1898) ¡en el patio de su casa! Ese mismo año, el público rugiría indignado a raíz
de la reconstrucción fílmica que haría Francis Doublier del famoso caso Dreyfus, escándalo
político (aireado entre otros por Emile Zola) ocurrido justo un año antes de que el
Cinématographe viera la luz por primera vez. Imágenes paradójicamente falsas y anacrónicas
para ilustrar la “verdad” de un asunto que hizo de la falsificación de documentos un auténtico
asunto de estado de graves consecuencias para la opinión pública. Si la mentira (oficial en
este caso) significa “una gran ruptura con el modelo idealmente deseado por la
colectividad”24, el engaño, debidamente asumido y aceptado voluntaria e implícitamente por
los espectadores, podría ser considerado como su paradójica forma de exorcismo para
recuperar, al menos en parte, el control de ese modelo puesto en crisis. Como decía Platón en
su República, “nadie está dispuesto a ser engañado voluntariamente en lo que más le
importa”.

Eventos tales como coronaciones, batallas, ejecuciones o desastres naturales eran


profusamente ilustrados (“reconstruidos” se decía entonces) por medio de maquetas en
miniatura, tomas descontextualizadas, planos elaborados en estudio e incluso animaciones,
todo ello con la intención de captar la atención de un público ávido de ser informado de la
actualidad más o menos inmediata.25 Así, Edwin S. Porter, padre natural de las primigenias
leyes (est)éticas del montaje, reconstruiría en un teatralizado plató la ejecución del anarquista

22 Nichols, B.: La representación de la realidad. Barcelona: Paidós, 1991 (1997). Pág. 35.
23 Maqua, J., op. cit. Pág. 210.
24 Jalón, M.: "Introducción.", en M. Jalón (ed.): Sobre la mentira. Valladolid: Cuatro, 2001. Pág. 13.
25 Para algunos autores, este tipo de “engaño” (que nosotros consideramos era asumido tácitamente) funcionaba ante
todo en base a la propia inocencia del público de entonces. Véase al respecto Barnouw, E., op. cit.

6
Leon Czolgosz, el asesino del presidente McKinley, en su Execution of Czolgosz, With
Panorama of Auburn Prison (1901). Dicha escena, tremendamente dramática en su espartana
sobriedad, y debidamente insertada entre otra serie de tomas más o menos reales de dicho
suceso, serviría para ilustrar la noticia según el cuestionable gusto de la época. En otro orden
de cosas, y desde una perspectiva totalmente alejada del “verismo” de Porter, Winsor McCay,
maestro indiscutible del cine de animación de todos los tiempos, utilizaría la técnica de los
dibujos animados para recrear (virtualmente) una de las noticias más impactantes de la época
en su extraordinaria The Sinking of the Lusitania (1918), propuesta bizarramente ampliada
casi medio siglo después por Nakazawa en su escalofriante Hiroshima. Barefoot Gen (1973).
Pero no toda manipulación fílmica de la realidad provenía de sus eventuales creadores.
Theodore Roosevelt, el egocéntrico presidente estadounidense, se convertiría por derecho
propio en el principal pionero en eso del “posado” con fines electorales, pasando a ser uno de
los primeros “actores” de aquellos documentos nada inocentes, y anticipándose, en cierta
manera, a lo que años más tarde se vería obligado a hacer el anteriormente citado Robert J.
Flaherty en su fundacional Nanook el esquimal (Nanook of the North, 1922).26

De la visión docu-dramática del mundo

La definitiva consolidación del género documental a partir de los años veinte haría
que, al menos durante un par de décadas, las fronteras entre el cine de ficción y el de
no-ficción quedaran claramente delimitadas. El rápido e interesado desarrollo del cine de
propaganda en prácticamente todos los países del mundo durante los años que fueron del
período de entreguerras hasta el final mismo de la Segunda Guerra Mundial, hizo que el
número, la calidad e incluso la intensidad de las obras realizadas por aquel entonces creciera
espectacularmente. Sin embargo, y aunque pudiera parecer que las bases conceptuales del
género estaban ya definitivamente fijadas, comenzaron a surgir estilos, propuestas e incluso
movimientos específicos (como es el caso del “neorrealismo” italiano)27 que harían de la
hibridación entre el cine de ficción y el documental su particular y arriesgada apuesta formal,
convirtiendo el problema del realismo en una cuestión teórica apremiante. Para Stam, “el
realismo del cine de la posguerra emergió del humo y las ruinas de las ciudades europeas; el
desencadenante inmediato del renovado interés por lo mimético fue el desastre de la Segunda
Guerra Mundial”.28 Conviene señalar que serían mayoritariamente los cineastas provenientes
del campo de la ficción y no al contrario, los que, hastiados del simbólico y estilizado
“realismo” del cine clásico a la manera hollywoodiense, intentarían dotar a sus obras de un
tono marcadamente documental que reforzase su verosimilitud dramática y las hiciera más
creíbles.

No es de extrañar el que un género tan influenciado por la actualidad y la imagen que de ésta
daba la prensa norteamericana como pudiera serlo el cine negro, se viera prontamente
influenciado por las maneras del documental. El denominado “movimiento
semidocumental”29 comenzaría precisamente con películas como La casa de la calle 92 (The
House on 92nd Street, 1945), cinta antinazi dirigida por Henry Hathaway y producida por

26 Resulta sin lugar a dudas paradójico el que esta obra, comúnmente considerada como el primer film documental de la
Historia del Cine, no pudiera sustraerse, siquiera técnicamente, a la manipulación de lo observado.
27 Podríamos citar de la misma manera el “realismo poético” de Carné/Prevert, el “realismo subjetivo” de Antonioni, el
Cinema Novo brasileño o, incluso, el “surrealismo” tardío de Cocteau.
28 Stam, R.: Teorías del cine. Barcelona: Paidós, 2000 (2001). Pág. 94.
29 Puede consultarse al respecto Rubin, M.: Thrillers. Madrid: Cambridge University Press, 2000.

7
Louis de Rochemont, veterano documentalista que la dotaría de un muy imitado a partir de
entonces estilo sincopado, más propio de los noticiarios que de las obras de ficción. Las
connotaciones realistas de este subgénero implicaban la rotulación a mano de los créditos, un
estilo de fotografía que apostaba por las localizaciones naturales (herencia directa del
neorrealismo italiano), un narrador que impostaba la voz a la manera de los noticiarios, y una
declaración introductoria que afirmara que los sucesos que a continuación se verían estaban
basados en una historia real. Las fronteras entre las obras de ficción y las de no-ficción
quedarían definitivamente difuminadas a partir de ese momento. Perfecto representante de tal
grado de confusión, el documentalista Lionel Rogosin combinaría indisimuladamente a
finales de los años cincuenta escenas reconstruidas en estudio con otras rodadas
clandestinamente en África del Sur para su Come Back, Africa (1959). Si bien su propuesta
no era en absoluto nueva (ahí están para demostrarlo los tendenciosos documentales
producidos durante la Segunda Guerra Mundial por Frank Capra, la conocida serie Why We
Fight), la actitud de Rogosin respetaba en todo caso el carácter objetivo (veraz) que se le
presupone a todo documental.

Pero no sería hasta bien entrada la década de los sesenta cuando la televisión británica, como
no podía ser menos, sentaría las bases de un nuevo y polémico subgénero: el docu-drama. Las
producciones televisivas que merecieron tal denominación de origen, emitidas principalmente
por la BBC, fueron acogidas en su momento con cierta reticencia por una opinión pública que
consideró excesiva la forma en la que se estaban desdibujando las fronteras entre el drama y
el documental. La tendencia, totalmente desbocada ya en nuestros días, tuvo tal repercusión
mediática que en 1980, y a propósito de la contundente Death of a Princess, el mismísimo
ministro de Asuntos Exteriores británico tuvo que mediar en la polémica señalando que la
nueva fórmula podía “resultar peligrosa y favorecer la confusión”. Prestigiosos diarios como
“The Guardian” o el “Daily Telegraph” arremetieron contundentemente contra dicho tipo de
productos, como se recoge en este comentario del periodista Richard Last: “En los viejos
tiempos la verdad abunda menos que la ficción, y ésta resulta invariablemente mucho más
espectacular y atractiva que la verdad. Pero al menos se podía diferenciar la una de la otra.
Ahora, el implacable avance de las técnicas televisivas ha llevado a una especie de tierra de
nadie, en la que los hechos y la ficción se mezclan y desdibujan hasta el punto de no poder
distinguirlos”. Leslie Woodhead, del departamento de Granada Television, sería claro al
respecto: “El espejismo de la objetividad absoluta se ha esfumado, y la propia televisión ha
empezado a desmitificar los noticiarios y documentales, señalando el inevitable contenido
subjetivo de cualquier forma de rodaje y montaje. (…) Pocos espectadores confundirán ya
con imágenes reales aun la dramatización más convincente, o se imaginarán que las
informaciones que se les suministran las proporciona una visión clara y sin fisuras de la
realidad contemporánea”.

La aparición de un nuevo tipo de espectador, mucho más desconfiado y sofisticado de lo que


suelen creer las autoridades y los profesionales del medio, supondría ante todo la creación de
un nuevo modelo de producción que, lejos de intentar borrar las marcas enunciativas del
texto, las potenciaría e incluso jugaría a deconstruirlas, como puede comprobarse en la
vigorosa Medium Cool (1969), del norteamericano Haskell Wexler, híbrido docu-dramático
de corte ultrarrealista en el que los actores improvisaban sus papeles integrándose en riguroso
directo en los terribles acontecimientos acaecidos durante la convención demócrata de 1968,
vulnerando de paso, y aún sin saberlo, uno de los principios rectores de lo que entendemos
por “información objetiva”: la distancia crítica. Viciados definitivamente todos los discursos
sobre la naturaleza de lo real y los límites de su representación, el ideal de control ha dejado

8
de ser en la actualidad el de la transparencia. Los media, con la televisión al frente, no aspiran
ya a ejercer una mirada absoluta sobre la realidad, resignándose a la práctica de su
fragmentación en metarrelatos más o menos veraces.

La devaluación del documento en la era del espectáculo

De Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994) a Zelig, la realidad, embalsamada a través


de sus documentos, ha terminado por ser reducida a la simple condición de manipulable
recurso cómico, síntoma de una nueva y revolucionaria concepción historiográfica en la que
el documento, base de la historiografía tradicional, “ha pasado a convertirse en un texto
discursivo entre muchos”.30 Paradigma de la “sublevación de la técnica” que profetizara
Benjamin al hablar de la supresión de una experiencia cognitiva de lo real, la televisión,
metástasis natural de ese medio con vocación globalizadora que fue el cine, “constituye una
auténtica primera línea de fuego vanguardista con el efecto letal de la eliminación de una
memoria histórica”.31 Aceptar que la Historia se ha convertido en un espectáculo más nos
obliga a aceptar aquella otra tesis benjaminiana que, desde una perspectiva decididamente
negativa, hablaba de la Historia como de un espectáculo de ruinas. Ruinas redivivas a través
de la sobredosis de imágenes y la inflación de discursos propias de los media, proclives
siempre a la hiperproductividad interpretativa de la realidad y a la consiguiente trivialización
de lo real mediante su espectacularización.

Porque el espectáculo, en palabras de Debord, “es el núcleo del irrealismo de la sociedad


real”32, “la falsa conciencia del tiempo”33, “la ideología por excelencia”34. Así, la realidad
surge a partir del espectáculo, y el espectáculo pasa de ese modo a ser real, alienación
recíproca, paradójica e irresoluble que supone la esencia y el sustento de nuestra
retroalimentada era. Al desvanecer la distinción entre lo verdadero y lo falso, el espectáculo
niega la vida real al arrebatarnos la misma voluntad de la experiencia y sustituirla
(suplantarla) por su sombra amplificada, por su simulacro. Síndrome de Olimpia llevado al
terreno del decaimiento ideológico, del engaño moral, de la autocomplacencia, nueva
estrategia discursiva que reactiva a su pesar el irresoluble debate sobre la naturaleza de lo
fílmico en el que se encuentran, como polos extremos, las posturas del idealista Bazin, para
quien cabía la posibilidad de que la imagen registrase la realidad, y del pesimista Baudrillard,
para quien la imagen es ya toda la realidad que nos queda: “De medium en medium lo real se
volatiliza, se vuelve alegoría de la muerte, pero también se refuerza mediante su destrucción
misma, se convierte en lo real por lo real, fetichismo del objeto perdido; ya no objeto de
representación, sino éxtasis de denegación y de su propia exterminación ritual: hiper-real”.35

Lo real mantiene consigo mismo una alucinante semejanza, duplicación resignada en la que
se deposita la esperanza del reencuentro con el valor perdido, con esa identidad inalterable a
la que otras épocas aspiraron y que las más recientes distopías se encargaron de vaticinar
como última (im)posibilidad de lo real frente a su representación (mediática o fantasmal). La
objetividad, sacrosanto principio puesto en solfa a golpe de indisimulado cinismo, ha

30 Kruger, B.: "Rehaciendo la Historia.", en Kruger, B. (ed.): Mando a distancia. Poder, culturas y el mundo de las
apariencias. Madrid: Tecnos, 1989 (1998). Pág. 26
31 Subirats, E.: Linterna mágica. Vanguardia, media y cultura tardomoderna. Madrid: Siruela, 1997. Pág. 182.
32 Debord, G.: La sociedad del espectáculo. Valencia: PRE-TEXTOS, 1967 (1999). Pág. 39.
33 Ibid. Pág. 138.
34 Ibid. Pág. 172.
35 Baudrillard, J., op. cit. Pág. 85.

9
terminado por convertirse en “objetivo” inalcanzable, fin al que se renuncia paradójica y
tácitamente casi de antemano. Objetividad que ya (casi) nadie esgrime bien por falsa
modestia, bien por cansancio, bien por cuestionable desidia. Lo real, inalcanzable por
definición, ha dejado su lugar a su triste, desacralizada, resignada representación. Lejos de la
práctica surrealista, empeñada en convertir en surreal la más banal de las realidades a través
del discurso de lo artístico y lo imaginario, la realidad en la que nos toca desenvolvernos no
supera ya a la ficción, sino que pasa directamente, en palabras de Baudrillard, a su
“desencantamiento radical, estadio cool y cibernético que sucede a la fase hot y
fantasmática”.36

El viejo argumento sobre la naturaleza única y secuencial de la imagen fotográfica, base de


los discursos sobre la representación fílmica, entra hoy en día en barrena al tenerse que
enfrentar a su propio simulacro digital, última frontera de este escepticismo escópico que nos
caracteriza y limita a la vez. Lo infográfico (como voluntad, como lenguaje, como concepto)
vulnera a través de su grosero y explícito hiper-realismo toda posibilidad (ansia) de veracidad
a la que lo fotográfico pudiera aspirar. “Mientras la imagen fotoquímica postulaba esto fue
así, la imagen anóptica de la infografía afirma esto es así”.37 Si Welles se empeñaba en
presentarnos a su estigmatizado Kane/Hearst junto a un Hitler de guardarropía en sus
pioneras News on the march, hoy en día la técnica necesaria para lograr tal pastiche
icono-histórico es tan accesible y sencilla (ahí están los sistemas de edición digital tipo
“Flame”) que ha devenido en práctica trivial y acrítica, humorada que tiene que ver más con
el ventrilocuismo que con la denuncia y el compromiso político. La tecnología digital, puesta
al servicio del retoque visual/virtual, no es sino la antesala de la falsificación y el engaño
hiper-realista. Como presagia con desencanto Winston, “parece claro que todos esos
desarrollos tecnológicos, sea lo que sea lo que anuncian, tendrán un profundo y fatal impacto
sobre el cine documental”.38 Postura sin lugar a dudas excesivamente alarmista, sobre todo
cuando sabemos que, para nuestra desgracia, la manipulación, la posibilidad del fraude, no
reside tan sólo en la “calidad” técnica del soporte utilizado. La simple transmisión oral de
cuanta hazaña, gesta histórica o mito fundacional pudiera darse en la antigüedad,
debidamente tamizada por las necesidades del poder, pudo ser con toda seguridad el
desencadenante de más de un conflicto político (bélico) basado en la simple y torticera
manipulación de la verdad histórica. A fin de cuentas, el fraude digital no es más que la
nueva vestimenta que adopta la manipulación ideológica.

De documentos fílmicos y otras (medias) verdades: Evolución del dispositivo


cinematográfico

Como ha podido comprobarse a tenor de lo expuesto, el cine, y no solamente el de


no-ficción, ha pretendido siempre dejar clara su voluntad de convertirse en un testigo
objetivo, preclaro e irrebatible de la realidad, “ojo de Dios” que todo lo ve y, en
consecuencia, todo lo sabe. El dispositivo cinematográfico, entendido éste como la materia de
su expresión, intentó ya desde sus orígenes fijar sus propias raíces epistemológicas
inspeccionándose en la pantalla (espejo exhibicionista a la vez que velo enmascarador) como
medio de representación. Pero no siempre el resultado de dicho “examen de conciencia” tuvo
el mismo valor ni llegó a las mismas conclusiones. Asumida teleológicamente la Historia del

36 Ibid. Pág. 87.


37 Gubern, R.: Del bisonte a la realidad virtual. La escena y el laberinto. Barcelona: Anagrama, 1996. Pág. 148.
38 Winston, B.: Claiming the Real: The Documentary Film Revisited. Londres: British Film Institute, 1995. Pág. 6.

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Cine como continuum socio-cultural proclive a toda suerte de contaminaciones, derivas y
reformulaciones, nos parece justo intentar ilustrar nuestro discurso en este punto con al
menos tres ejemplos que, aún a pesar de su vana aspiración taxonómica, se correspondan con
esos tres grandes momentos o etapas39 del discurso fílmico que responden respectivamente al
nombre de clasicismo, modernidad y posmodernidad.

a) Clasicismo: El cine como verdad


Superados los primeros balbuceos teóricos y conquistada definitivamente la factura
que dará en llamarse “clásica”, el cine sonoro de la primera mitad de siglo articulará un
ingenuo discurso reflexivo (una suerte de autorretrato moral podríamos decir) sobre sí
mismo, intentando establecer ese pretendido carácter sagrado (veraz, inmaculado, sincero,
demostrativo) que la imagen fílmica (que toda imagen fílmica) posee y nos otorga de forma
consustancial. La realidad de lo cinematográfico, su realismo, alcanza así en ésta su primera
etapa la altura de la prueba, su carga ética, caracterizando de ese modo lo que podríamos
denominar como actitud “mítica”. Actitud que, aún estando claramente identificada con el
consabido cine clásico de Hollywood (el que llega hasta los años sesenta y se suele identificar
con la obra de Ford, Hawks o Capra), abarcaría prácticamente toda la historia del cine merced
a la obra y el discurso de autores como Spielberg.

Baste para ello examinar una conocida secuencia de la contundente Furia (Fury, 1936) de
Fritz Lang, película de ficción en la que en el transcurso de un melodramático juicio en el que
se intenta esclarecer el presunto asesinato del personaje interpretado por Spencer Tracy, la
acusación aporta una prueba irrefutable: la detallada filmación de su linchamiento. En mitad
de la sala, y ante el asombro del jurado (y de nosotros los espectadores), el fiscal proyecta
una película en la que, paradas de imagen inclusive, se van identificando, uno a uno, los
miembros de la comunidad que alentaron tan terrible crimen. El documento (fílmico) se
convierte así en verdad irrefutable, absoluta, incuestionable, adquiriendo naturaleza de
implacable testimonio, ojo que todo lo ve que ayuda en su tarea a una justicia que se pretende
ciega, pero cuya presunta objetividad pasa a depender directa y paradójicamente del mismo
objetivo fotográfico… y del montaje, claro está. Porque la tremenda ingenuidad de la
secuencia, preclara intuición del peso como prueba que las imágenes cinematográficas
adquirirán años después durante los procesos de Nuremberg, se hace patente cuando
comprobamos que los dramáticos planos presentados por la acusación son tan falsos (irreales,
reconstruidos, escenificados) como la propia ficción que los contiene y justifica: planos y
contraplanos perfectamente ejecutados, insertos, ejes planteados de forma milimétrica,
raccords impecables, etcétera. El montaje clásico, el montaje de la transparencia, es
rigurosamente respetado incluso en aquella porción de la ficción que se pretende documento,
verdad inapelable (judicial y ontológicamente), fragmento no contaminado por las
necesidades narrativas de toda ficción hollywoodiense. La filmación resulta tan falsa (o tan
creíble) como la propia película de Lang. Y es por ello que nos sorprende tanto ahora el que
el público de entonces, al igual que el jurado que (re)presenta la propia película, diera por
buena la puesta en escena de tan valioso y dramático giro argumental.

Cine dentro del cine que se convierte de golpe en mentira al cuadrado. El falso naturalismo y
la pretendida transparencia se dan la mano en fatal, para nosotros, coalición, poniendo en
crisis la presunta legitimidad moral de toda imagen fílmica entendida desde las posiciones del
clasicismo enmascarador (algo que no deberían perder de vista esos nuevos maquilladores de

39 Es importante señalar que nos referiremos a las diferentes “etapas” no como marcos temporales concretos
(sincrónicos), sino como actitudes características.

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la Historia que son el citado Spielberg o su más osado competidor, Michael Bay), haciendo
que el realismo se pretenda realidad y que la transparencia, base ideológica del Modo de
Representación Institucional que tan bien definiera Burch, muestre su verdadero rostro como
maniobra de ocultación. No es de extrañar el que ya en esa época el tipo de imagen
cinematográfica que aparecía en los noticiarios jamás pasara “de ser ilustración de la noticia,
no la noticia en sí. Jamás tuvo valor probatorio y fue siempre despreciada por la ciencia”.40
Panóptico avant la lettre, el de Lang puede ser considerado como un temprano intento de lo
que en nuestros días conseguirá tan sólo la imagen-vídeo: ser aceptada como prueba judicial
irrebatible.

b) Modernidad: El cine como constructo metalingüístico


Tarde o temprano, todo lenguaje se descubre a sí mismo como lo que es: un simple
código que sirve para el estéril intento de reflejar, contener y/o sustituir ese mundo (o
realidad) que lo propicia y del que se establece como único referente. El metalenguaje, los
metalenguajes, no son sino el intento de “denuncia” (desvelamiento, puesta en crisis) que
algunos autores desarrollan al descubrir la falsa naturalidad de esos códigos representativos
con los que les toca lidiar y a los que se ven abocados. Postura crítica (y suicida) de innegable
valor (est)ético, dicha forma de reflexividad suele poner en tela de juicio cuanta
normalización envuelve a un medio o sistema de representación. Si en literatura brillan con
especial fuerza los gestos radicales de artistas como Joyce, Beckett o Borges, y en pintura
resultan fundamentales las posturas en-abyme de Magritte, Escher o Duchamp, en el terreno
de lo puramente cinematográfico la nómina de autores dedicados a explorar los límites
mismos del discurso fílmico es realmente amplia. Entendido el medio como lenguaje (natural
o no) ya desde el principio, toda la teoría cinematográfica ha insistido una y mil veces en la
presunta objetividad de la mirada fílmica. Objetividad que, una vez desestimada por
inalcanzable (y ontológicamente improbable), ha pasado a ser considerada como el punto de
inicio de un tipo de discurso que antepone la autoconsciencia del medio a sus potenciales
efectos.

En 1960, el británico Michael Powell realizaría una de las más extrañas y complejas películas
de la Historia del Cine, El fotógrafo del pánico (Peeping Tom), acerado y malsano ensayo
metafílmico apenas camuflado tras los renglones del mejor cine de género. La película
explora a golpe de (improbable) trama los límites éticos de toda imagen cinematográfica,
convirtiendo su carácter reflexivo en una suerte de exorcismo artístico que pone sobre la mesa
la baja intensidad moral de esa presunta objetividad con la que el cine parece pretender
resituarnos frente a la realidad. Texto transgresor bajo su aspecto de modélica película de
culto que encuentra su más perturbador momento en una serie de secuencias en las que las
texturas de lo fictivo y de lo “real” colisionan sin remedio para mostrarnos el conflicto ético
que toda imagen fílmica, sea su naturaleza ficticia o documental, acarrea. Frente a la
asfixiante y muy onírica atmósfera que respira toda la película (colores saturados, irreales,
simbólicos) y lo truculento de su trama, Powell nos muestra unas imágenes cargadas de
“verdad” (diegética y extradiegética): las filmaciones caseras en 16 milímetros, mudas y en
blanco y negro, que el padre41 del psicótico protagonista hiciera durante la infancia de éste.
Convertido en improvisado conejillo de indias de los siniestros y malsanos experimentos
científicos de su progenitor, las filmaciones del padre se nos muestran como un material

40 Palao Errando, J. A.: La pantalla electrónica y el imaginario informativo. Un semblante para el particular. Valencia:
Ediciones Episteme, 2001. Pág. 14.
41 Se da además la circunstancia de que el papel del progenitor está interpretado por el propio Michael Powell en lo que
es una especie de “autorretrato del cineasta filmando” a la vez que una reflexiva broma privada.

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fílmico absolutamente creíble, “documental”, veraz, serio, rodado cámara en mano,
renunciando a todo montaje, pleno de la inestabilidad de la imagen y de la contrastada textura
del mejor cinéma verité. La severidad de la filmación amateur,42 castrador y traumático
ejercicio de vigilancia de consabidas (y muy conductistas) consecuencias para el pobre Mark,
se justifica a sí misma mediante la coartada del registro científico, de la “muestra”,
documento para la investigación que se anticipa a esa tendencia de la psicoterapia
contemporánea que Susan Sontag identifica con el uso del vídeo como “registro para la
conciencia”.

Incrustación extraña y mórbida instalada en el corazón mismo de la trama,43 de su verdad


(verdad, insistimos una vez más, entendida como textura fílmica) surge la tesis principal de la
película, germen dramático del trauma que aqueja al protagonista (y justifica de paso la
trama), a la vez que necesario reactivo para la destilación de esa bizarra reflexión moral sobre
la malsana naturaleza de la mirada fílmica que está en el origen de tan alambicado
argumento: basada en lo empírico, que no en lo “verdadero”, la objetividad, mito de la
ciencia a la vez que su mística aspiración última, se consolida como valor de intercambio
simbólico entre lo que se pretende real y lo que se supone representación. El inducido trauma
infantil que sufriera Mark, embalsamado para siempre mediante su registro documental, se
convierte de ese modo en memoria perpetua de una agresión de la que ya tan sólo queda su
muda huella en blanco y negro, documento dolorosamente veraz que resulta eternamente
revisitado (retro-activado) por una víctima que pasa a convertirse de ese modo en patético
verdugo, actitud psicótica que no es sino la grosera emulación de la figura paterna,
continuación ad absurdum de un terrible legado que trae a nuestra memoria las palabras de
Rosset: “ Es lo otro que esta realidad de aquí ha borrado, lo que resulta ser lo real absoluto, el
verdadero original respecto del cual el acontecimiento real no es sino un suplente engañoso y
perverso”. 44 Si para Bazin la imagen cinematográfica remite ontológicamente a lo
frankensteiniano, para Powell la base de lo fílmico reside en su carácter vampírico,
devastadora y malsana esencia que supone su pecado original: la inevitable cosificación de la
realidad a través de su representación. En cuanto registro simbólico, parece querer decir el
cineasta, el dispositivo cinematográfico les arrebata el alma a las cosas de la misma manera
que el cuestionable padre del protagonista le arrebatara a aquél su infancia, su cordura y su
futuro con la excusa de estar persiguiendo la verdad.

c) Posmodernidad: El cine como autopsia


Dice Baudrillard, el más pesimista de los pensadores posmodernos, que hoy en día
resulta necesario “leer todos los sucesos por el reverso, más allá de su montaje oficial. Todo
el mundo es cómplice, en especial los mass media, de mantener la ilusión de la posibilidad de
ciertos hechos, de la realidad de las opciones, de una finalidad histórica, de la objetividad de
los hechos. Todo el mundo es cómplice de salvar el principio de realidad”.45 Aunque son
muchos los autores contemporáneos que propician y alientan en el interior de sus textos esa
peligrosa complicidad de la que habla el filósofo francés, pocos lo han hecho con la
vehemencia e incluso la ingenuidad (típicamente norteamericana) de Oliver Stone, el

42 Para Palao Herrando, la imagen en Super 8 (y suponemos que, por extensión, la de 16 milímetros) resulta melancólica
y extremadamente sígnica, “demasiado desveladora de una ausencia” (en Palao Errando, J. A., op. cit. Pág. 13).
43 Esa tensión que surge entre la “película continente” (la trama principal) y la “película contenido” (las filmaciones en
16 milímetros), podría llegar a interpretarse como ilustración (metafórica) de la lucha desigual que ha existido siempre
entre el denominado cine institucional (simbólico y altamente codificado) y el experimental (inmediato y totalmente
desdramatizado).
44 Rosset, C.: Lo real y su doble. Ensayo sobre la ilusión. Barcelona: Tusquets, 1976 (1993). Pág. 43.
45 Baudrillard, J.: Cultura y simulacro. Barcelona: Kairós, 1978. Pág. 75.

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aguerrido polemista neoconservador que ha hecho de la pantalla cinematográfica su
encendido púlpito.

En su megalómana aunque extrañamente contenida JFK (1991), Stone nos propone una
fascinante aproximación a uno de los sucesos mediáticos más importantes del siglo XX: el
asesinato de John Fitzgerald Kennedy. Reconstrucción exhaustiva del famoso magnicidio, la
película conjuga las archiconocidas imágenes reales que ilustraron casi desde el principio la
fatal noticia, con la dramatización fílmica de las principales tesis aportadas por el fiscal Jim
Garrison. Cinta asumidamente posmoderna en forma y fondo, JFK se hace eco de una
creciente tendencia contemporánea que ya apuntamos anteriormente: la sospecha sistemática
ante todo aquello que se nos presenta de forma “natural” e invariable. Una vez identificada la
postura ética y estética que adopta Stone frente a su relato, de inmediato viene a nuestra
cabeza la idea de un cine entendido metafóricamente como “autopsia”, planteada ésta en su
doble acepción como despiece necesario para conocer las causas reales de todo “crimen” (la
fragmentación de la realidad para desentrañar la verdad oculta), y como mirada particular
(etimológicamente, “mirar con los propios ojos”, no hacer caso de las evidencias y desvelar
motu proprio lo que, como apuntaba Baudrillard, se esconde tras la versión oficial del
suceso).

Cándida y desmitificadora a partes iguales, la película-puzzle llega al punto de reconstruir


fílmicamente (esto es, restituyendo el espacio-tiempo original del suceso a través de las leyes
dramáticas del mejor cine de género) lo que pudo ocurrir en Dallas el 22 de noviembre de
1963. Stone utiliza el documentado discurso pericial de Garrison para ofrecernos la ajustada
visualización del magnicidio en lo que puede considerarse su auténtica “retransmisión
multicámara”. Retransmisión que, en su anhelo por alcanzar una omnisciente y panóptica
ubicuidad, acaba cubriendo prácticamente la totalidad del “terreno de juego”, inventando
incluso, en aras de la veracidad de su argumentación (y de la espectacularidad, claro está),
puntos de vista imposibles. Si Abraham Zapruder aporta con su tomavistas Bell & Howell46
el “documento” (objetivo, desinteresado, desdramatizado, inconsciente, esgrimido por
Garrison como prueba durante el juicio), el paso siguiente es reconstruir la realidad (la
verdad) de lo ocurrido por medio del lenguaje cinematográfico, llegando al extremo de poder
restituir virtualmente incluso, en plano subjetivo, el hipotético punto de mira/vista del tirador
en el momento del fatal disparo (contraplano imposible y forzado de la propia película de
Zapruder). La hipotética caja negra del magnicidio pasa a convertirse así en descerrajada
Caja de Pandora para la especulación y el disfrute de toda suerte de conspiracionistas.

Caleidoscopio documental a la vez que pretendida estrategia alegórica (la verdad del texto se
desvela a partir del choque supuestamente aleatorio de los pedazos fictivos), la forma en la
que está argumentada la película mediante su sofisticado e implacable montaje47 hace que
nos atrevamos a hablar de ella en términos de collage (de bri-collage, si se nos permite la
broma), aquella técnica de vanguardia tan querida por los surrealistas (y por el resto de
artistas políticamente comprometidos) que “con su revolucionaria yuxtaposición de elementos
reales, materias, reproducciones y objetos creados, suponía aquel intercambio de significados
entre lo real y la ficción cuya expresión última encontramos en la comunicación

46 Suerte de handycam avant la lettre según la afortunada definición de Palao Herrando.


47 Stone haría bien en recordar por otro lado que las imágenes subliminales a las que tan aficionado es, obviamente no
hacen sino restarle credibilidad (objetividad) a su discurso, haciéndolo derivar peligrosamente hacia el terreno epatante de
los peores y más saturados videoclips.

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audiovisual”.48 Fatalmente contaminadas en su esencia por esa misma película de ficción que
las contiene, reordena y reutiliza a conveniencia, las imágenes documentales seleccionadas
por Stone pierden en parte su autonomía discursiva al verse abocadas a significar tan sólo
aquello que las reglas docu-dramáticas del relato necesitan que signifiquen. Esa ruptura
definitiva e interesada de la tensión entre lo real y lo irreal que parece reivindicar el director
como única estrategia expositiva posible, aún siendo un rasgo claramente posmoderno (el
peligro de que los resultados de la autopsia pasen a convertirse en juicios de valor
preferentemente morales), podía rastrearse ya tempranamente en la teoría de los simulacros
de Dalí,49 primera piedra de toque de dicha tendencia “paranoica”.

Sin embargo, conviene recordar que la apuesta dramatúrgica de Stone no es en absoluto


innovadora. 50 El incesante tránsito de presidentes norteamericanos hacia su necesaria
inmolación espectacular y/o mediática, sea ésta en “directo” (documentada: caso Kennedy) o
en “diferido” (reconstruida: caso Lincoln), ha pasado a convertirse, más allá de su
excepcionalidad, en un tema informativo recurrente a lo largo de todo el siglo XX.
Paradójicamente, el primer magnicidio famoso ilustrado cinematográficamente es el de
Abraham Lincoln. Lincoln muere asesinado el 14 de abril de 1865 en mitad de una
representación teatral, quedando condenado en principio, y en función siempre de las fechas,
a una “invisibilidad” que Griffith conjura en 1915 mediante esa recién conquistada mentira
que es el lenguaje fílmico a la manera clásica (transparente, silencioso, taimado, invisible),
convirtiendo de forma absolutamente docu-dramática el acontecer en acontecimiento.
Acontecimiento, luego existo, sería la broma fácil. Existir aún a costa de la propia mentira.
“Antaño”, nos recuerda Baudrillard, “el rey debía morir (también el dios) y en ello residía su
fuerza. En la actualidad, el líder se afana miserablemente en la comedia de su muerte a fin de
preservar la gracia del poder”.51 El filósofo, conspirativo por naturaleza, compara no sin
sorna los asesinatos de los Kennedy (gobernantes que todavía conservaban cierta dimensión
política) con los “atentados de pacotilla” a los que tuvieron que resignarse los Johnson,
Nixon, Ford o Reagan, intentos de asesinato todos ellos simulados, montajes mediáticos de
bajo calado popular, “equipaje de campaña” al que todo aspirante a la presidencia
estadounidense tiene que acostumbrarse.52 Y añade: “América entera, no es ya real, sino
perteneciente al orden de lo hiperreal y de la simulación. No se trata de una interpretación
falsa de la realidad (la ideología), sino de ocultar que la realidad ya no es la realidad y, por
tanto, de salvar el principio de realidad”. 53 Y ahí está para demostrarlo la aguda y
premonitoria Tanner’88 de Robert Altman, miniserie de seis capítulos escrita por el
caricaturista político Garry Trudeau y emitida por la cadena HBO durante la campaña
presidencial norteamericana de 1988, descarado “experimento” televisivo en el que se hacían
coincidir las escenas de ficción del falso aspirante demócrata, Jack Tanner, con aquellas
imágenes reales en las que los verdaderos candidatos se convertían sin quererlo (y sin tener
una perspectiva real de sus consecuencias) en improvisados actores (faux cameos).54

48 Subirats, E., op. cit. Pág. 191.


49 Teoría anticipada incluso por el Breton del Second Manifeste surrealista.
50 De hecho, el juicio del final recuerda poderosamente en su dramática y muy efectiva puesta en escena, uso de las
proyecciones inclusive, al anteriormente citado juicio de la película de Fritz Lang.
51 Baudrillard, J., op. cit. Pág. 45.
52 Como tan bien retratara Tim Robbins en su magnífica y vigorosa Bob Roberts, documental figurado, que no falso, que
reflejaba a la perfección los entresijos de la tras(tele)tienda electoral.
53 Baudrillard, J., op. cit. Pág. 30.
54 Algo que sólo puede ocurrir, como es lógico, en un país capaz de otorgarle la presidencia a uno de sus más mediocres
actores.

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Transgresoramente lúcida en su ironía, Tanner’88 es en cierto modo el reverso nihilista y
distanciado del ingenuo JFK de Stone, más preocupado por dar una versión definitiva,
contundente y última de la Historia (sea ésta la que sea), que por demostrar que la propia
Historia, en cuanto discurso, ha perdido definitivamente el referente y navega a la deriva sin
poder ya creer ni en sí misma. En parte, y como consecuencia de su optimista y algo
iluminada forma de asumir las reglas de la posmodernidad, Stone parece haber olvidado que
las masas no quieren ya sentido sino espectáculo, que rechazan los mensajes y se quedan con
los signos, que idolatran el juego de espejos deformantes que les dan el código y sus
estereotipos. El pueblo, que se sabe prescindible y contrarresta su anulación pública (léase
“política”) dejándose llevar por esa desidia tan característica de nuestros días (y que tanto
rédito político otorga), ha hecho del escepticismo una nueva forma de vida: “El pueblo, que
siempre sirvió de coartada y de figurante en la representación política, se venga dándose la
representación teatral de la escena política y de sus actores”.55 Y es por ello que el pueblo no
es capaz ya de entender la “documentada” propuesta de Stone (que se pretende aleccionadora,
radical, comprometida, revulsiva, inexcusable objeto de debate) sino como thriller político,
como pura obra de género, como biopic no ya de ese icono pop que es en definitiva Kennedy,
sino del Jim Garrison transustanciado ya para siempre en la figura de “San” Kevin Costner.
Ello explicaría, al menos en parte, el que tan sólo unos años después el propio Stone, como si
hubiera caído en la cuenta de que su esforzada denuncia docu-dramática no logró cosechar los
resultados deseados, diera una nueva y reiterativa versión de los mismos hechos (hechos que
él ya consideraba contundentemente denunciados) en su estilizada Nixon (1995). Sólo que, en
este caso, el valor de los documentos será tan sólo el de la mera ilustración, nunca ya el de la
prueba.

Concluyendo: Elogio de la melancolía

Decía Walter Benjamin en 1936 que el arte de la narración (especialmente la oral)


estaba tocando a su fin porque el aspecto épico de la verdad, es decir, la sabiduría, se estaba
extinguiendo.56 Si el que narra es un hombre que tiene consejos para aquél que se permite
escucharle, y el narrar conlleva implícitamente la posibilidad de intercambiar experiencias,
parece claro que vivimos en una época no demasiado propicia para empresas de tal
envergadura. Nuestro acomodaticio escepticismo fin de siècle nos hace en general
impermeables a la verdad que se esconde agazapada y pudorosa tras la superficie de cualquier
texto, llevándonos a aceptar como natural esta civilización de la metacultura, del
metalenguaje, o de la metanarración, qué más da, que en el fondo no está sino eternamente
perdida en su dócil y ensimismado tránsito por esa cinta de Moebius en la que se ha
convertido el debate contemporáneo sobre lo real y sus representaciones. Espacio
anteriormente de producción, la realidad se ha transmutado ante nuestros resabiados ojos en
simple tira de lectura, estrategia perpetua de codificaciones y descodificaciones regida ya
para siempre por el poder de los signos, nunca ya de sus referentes: “En nuestra opinión hay
una carencia cada vez más definitiva de diferenciación entre imagen y realidad que ya no deja
lugar para la representación como tal… Hay una especie de placer primario, de regocijo
antropológico en las imágenes, una especie de fascinación bestial libre de las trabas de los

55 Baudrillard, J., op. cit. Pág. 143.


56 Nos referimos, claro está, a El narrador (1936). Citado en Maqua, J.: El docudrama. Fronteras de la ficción. Madrid:
Cátedra, 1992. Pág. 99.

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juicios estéticos, morales, sociales o políticos. Por ello yo sugiero que son inmorales y que su
poder fundamental reside en su inmoralidad”.57

Dejando de lado su vertiente más lúdica, iconoclasta y gamberra, los falsos documentales
suponen ante todo la última oportunidad que tiene el género de no-ficción de pretenderse
(simularse) acabado para restituir así su defenestrada credibilidad y conseguir en
consecuencia salir del callejón sin salida al que se ha visto abocado actualmente. Oportunidad
que pasa por asumir hasta sus últimas consecuencias que los simulacros no son sólo juegos de
signos, y que, parafraseando a Baudrillard, “implican relaciones sociales y un poder social”.58
Por ello, si de entre todos los falsos documentales a los que hemos hecho referencia a lo largo
de estas páginas, tuviéramos que escoger al azar una secuencia que por sí sola pudiera
resumir y clausurar nuestra argumentación de forma brillante y paradigmática, elegiríamos
sin pensárnoslo dos veces la que recoge la muerte accidental del cineasta Colin McKenzie en
mitad de la Guerra Civil española.59 McKenzie, constructo frankensteiniano recompuesto por
el enorme y talentoso Peter Jackson a partir de los más jugosos despojos de la hasta hace no
mucho engreída Historia del Cine, muere acribillado ante su propia y desposeída cámara para
regocijo de rastreadores de reflexividades fílmicas60 y demás (meta)actitudes en lo que no es
sino una retorcida y definitiva vuelta de tuerca al teorema de la candid camara vía Mondo
cane, autorretrato mortal de insospechadas resonancias míticas: Saturno devorando a sus
hijos. Porque lo saturniano, lo melancólico, es el último reducto que le queda a ese ideal que
fue, alguna vez, la inmaculada pureza de la mirada cinematográfica.

Barcelona, agosto de 2001

57 Baudrillard, J.: La transparencia del mal. Barcelona: Anagrama, 1988 (1995). Pág. 28.
58 Baudrillard, J.: El intercambio simbólico y la muerte. Caracas: Monte Avila Editores, 1976 (1980). Pág. 61.
59 Secuencia contenida, claro está, en la sorprendente Forgotten Silver: Colin McKenzie (1995), de Peter Jackson.
60 Fílmicas y fotográficas, ya que la muerte de McKenzie remite directamente a la más famosa instantánea de guerra
jamás tomada: la foto del miliciano republicano alcanzado por un disparo que inmortalizara para siempre Robert Capa.

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