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EL PRÓJIMO
Enlaces y desenlaces
del goce
PAIDÓS
Buenos Aires
Barcelona
México
Motivo de cubierta: Leopoldo Presas, En el balcón de París, óleo.
I a edición, 2001
ISBN 950-12-4232-3
ÍNDICE
Agradecimientos ................................................................. 9
P rólogo.................................................................................. 11
1. La vida en com ún.......................................................... 13
2. La opacidad del otro .................................................... 31
3. Del espacio a la c it a ...................................................... 47
4. La invocación del otro .................................................. 55
5. Por el amor de Dios ...................................................... 81
6. Enlaces y des-enlaces del amor, el goce y el deseo.... 113
Medea, nuestra terrible extranjera,
por Carlos Horacio Bembibre....................................... 114
7. El amor de las entrañas..................................................133
8. El goce y sus destinos......................................................153
9. De la transferencia al prójim o....................................... 171
Bibliografía............................................................................. 185
7
AGRADECIMIENTOS
I sidoro V egh
Buenos Aires, mayo de 2001
9
PRÓLOGO
11
- en lo real del amor que enlaza y des-enlaza lo imagi
nario y la palabra para el mejor o peor resultado;
- revela el horror de la tragedia cuando la afirmación
del ser promueve la muerte;
- en la dirección de la cura, cuando decide su fin en la
canalización del goce recuperado y reconoce en el
cuerpo del prójimo la vía de privilegio;
- en la transferencia analítica, que no completa sus
giros sin las vueltas suficientes, que dicen bien su
revolución en las ofertas de goce que giran en la
misma órbita realizando el mal augurio de un destino
o abriendo nuevos surcos para el amor y la creación.
I sid o ro V egh
Buenos Aires, mayo de 2001
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1. LA VIDA EN COMÚN
13
valencia entre lo Simbólico, lo Real y lo Imaginario-, hay
un aspecto que no hay que dejar pasar a la ligera: el valor
de lo imaginario que es preciso considerar en su valor ins-
tituyente, al punto que el desencadenamiento de las psico
sis se sitúa en su falta. No es un tema menor; estamos en
la dimensión imaginaria de la relación del sujeto con el
prójimo, definible en términos de reconocimiento.
Trabajando este tema, encontré un autor cuyas refle
xiones me resultaron especialmente pertinentes. Se trata
de Tzvetan Todorov y de su obra La vida en común (Todo-
rov, 1995).2 Este autor considera que podríamos definir al
ser humano desde tres perspectivas: “es algo en el orden
del ser, es un viviente, pero no es reducible ni a su condi
ción de ser, ni a la de viviente, ya que al estar habitado por
el lenguaje pasamos a distinguir una relación diferencia-
ble de cualquier otro viviente en la relación con el otro”.
Esto es lo que llamamos, más allá del vivir, ek-sistir (fue-
ra-de-lugar), esa ek-sistencia del sujeto representado por
la palabra, pero exterior a ella.
El reconocimiento, nos dice Todorov, no es homogéneo,
sino que reviste diversas formas. La primera diferencia
ción, la más importante, es la que se impone entre el re
conocimiento de existencia y el de confirmación. Con ma
tiz irónico, los personajes de la farándula suelen situar
así el reconocimiento de existencia: “No me importa que
hablen bien o mal de mí; lo que me importa es que ha
blen”. Su correlato lo encontramos en el decir popular “Lo
que mata es la indiferencia”, como forma de desconoci
miento mayor. Así, pelear con el otro es un modo de man
tener una relación con él. El reconocimiento de confirma
14
ción -a l que nos referiremos luego— presupone el de exis
tencia, puesto que tanto el valor positivo como negativo
que se le asigne confirma la existencia de aquello valora
do. De ahí la radicalidad del reconocimiento de existencia.
En ciertos cuadros neuróticos domina, en un sector de
la red que atañe al Otro primordial, un desfallecimiento
del deseo en relación con el hijo -p o r ejemplo, nació el be
bé y murió el abuelo materno, con el duelo consiguiente-.
Se trata de un momento dramático en el que el Otro des
fallece, y con él, el reconocimiento fundante, imprescin
dible. El ser humano no sobrevive si no hay otro que lo
reconozca en su existencia.
Recuerdo un caso muy dramático: un chiquito de ocho
años, el menor de la fratría, murió en un accidente. La
madre, que adoraba a este hijo, entró en un duelo pato
lógico, con un absoluto desinterés por la vida. Su marido
estaba desesperado, ya que además de perder al hijo,
veía a su mujer al borde del suicidio. Un día, el hijo m a
yor los reunió a ambos y les dijo: “¿Qué me están hacien
do? Yo existo...”.
De modo que cuando se encuentren con algún m alva
do que alardea con las banderas del mal de su prescin-
dencia del amor, pregunten qué otro malvado como él le
resulta imprescindible. Hay por lo menos uno, del cual
precisa su amor; cuando ese uno falta, el sujeto cae. Es
también la historia de Van Gogh: a medida que se le fue
cerrando el mundo, su único sostén pasó a ser su herma
no Theo; sólo él colgaba sus cuadros. Cuando Theo le
anuncia que se va, Vincent se suicida.
15
no me interesa diferenciarme de los otros que allí se
sitúan;
• de distinción: designa a quien se diferencia del conjun
to y quiere ser reconocido como diferente; lo encontra
mos en la figura de los malcriados, los hijos preferidos.
16
Otras estrategias pueden conducir a renunciar a él,
con la clínica que comporta -e l aislamiento, la depre
sión-.
A nosotros, psicoanalistas, este planteo no nos resulta
suficiente, porque el sujeto se escribe con una topología
que no tiene ni adentro ni afuera. Desde esa topología, se
trata de ver cómo ese otro que me habita, me reconoce o
no, me distingue o no, me confirma o no.
Cabe incluir aquí algo que iremos trabajando más
adelante, cuando mencionemos los otros registros: la
buena o la mala mirada. Puedo vestirme, si soy una da
ma, de manera que todos los demás me digan: “ ¡Qué her
mosa que estás!”, y responder al elogio con un “No me di
gas eso, estoy fea, no puedo ni verme...”, es decir, “No me
puedo ver con estos ojos que hoy me habitan”.
En el texto al que venimos refiriéndonos, Todorov ha
ce una puntuación muy ajustada de las reflexiones que
pudo encontrar en la historia del pensamiento occidental
sobre esta problemática. Creo que resultará útil, espe
cialmente para quienes, situados en la perspectiva laca-
niana, sufrimos de un prejuicio alimentado por los pri
meros años de la enseñanza de Lacan, marcada por la ar
dua lucha que libró para rescatar al psicoanálisis freu-
diano de su caída en una relación imaginaria del analis
ta con el analizante.
Todorov cita el precepto de Montaigne, ese gran pen
sador del escepticismo moderno:
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cindir del otro. Ir al otro no significaría más que una vo
luptuosidad de la que mejor sería desprenderse.
Otro pensador, De la Bruyère, afirma: “A veces el
hombre parece no bastarse a sí mismo”. Formulación que
nos indica ya cuál sería el trasfondo de esa preferencia:
un deseo tan singular que nada tiene que hacer con el
otro (ídem). Así, estos autores reconocen que lo real es la
sociabilidad pero el ideal es la soledad.
Todorov, por su parte, confiesa que precisa del otro,
por ejemplo, del lector. Lo necesita para que lo acompa
ñe, por eso se esmera en formular su tesis de modo que
el lector pueda y tenga ganas de acompañarlo. Y agrega:
“Desde el Renacimiento se renuncia a asociar la natura
leza con lo ideal” -e l ser humano, en su naturaleza, no es
buena persona-. Este giro se opera simultáneamente en
la política y en la psicología, y son los mismos autores sus
responsables. Maquiavelo y Hobbes fueron los emblemas
de este pensamiento.
Según la nueva concepción (que no constituye una no
vedad radical),
18
entre hombre y hombre no es lo bastante considerable
como para que uno de ellos pueda reclamar para sí be
neficio alguno que no pueda el otro pretender tanto co
mo él [...] Pues la naturaleza de los hombres es tal que,
aunque puedan reconocer que muchos de los otros son
más vivos, o más elocuentes, o más instruidos, difícil
mente creerán, sin embargo, que haya muchos más sa
bios que ellos mismos: pues ven su propia inteligencia a
mano y la de otros hombres a distancia (Hobbes, 1979:
222-223).
19
pósito de esto, Todorov señala: “La vida en sociedad res
tringe el apetito inmoderado de los hombres y les impo
ne el aprendizaje de la reciprocidad”. La sociedad tendría
así la función de ponerle límite a ese apetito inmoderado
que cada uno de nosotros porta. No podemos negar que,
en ciertos pasajes, el texto freudiano plantea lo mismo: el
niño nace con una pulsión exagerada y sólo aquello que
pueda acotarla hará soportable la pulsión de muerte, vol
cada sobre el mundo como pulsión de destrucción, o la
pulsión sexual con sus apetitos inmoderados.
Pascal, por su parte, sostiene: “La unión que hay en
tre los hombres se funda en un engaño mutuo” (ídem).
Los hombres no vivirían mucho tiempo en sociedad si no
se engañaran unos a otros, cada uno para obtener del
otro aquello que busca.
Una teoría que nos sorprende es la de Kant, quien in
terpreta el llanto del recién nacido como “la primera pro
testa de tener que precisar del otro” (ídem). Kant señala
que el ser humano sufre de tres apetitos lamentables:
Ehrsucht, Herschucht, Habsucht, esto es, sed de honores,
dominación y bienes. Esos apetitos constituyen la des
gracia del género humano, porque impulsan a cada indi
viduo a querer imponer su voluntad al otro. Viraje en la
historia del pensamiento occidental, el deseo de gloria,
bien visto desde la Ilíada, está encarnado en Aquiles; pa
ra Kant, en cambio, este deseo es una de las causas de la
guerra.
En cuanto a la teorización lacaniana, hay autores que
puntualizan - y en cierto modo es correcto- que efectiva
mente, cuando no está bien anudado, ese afán de hacer
se un nombre también implica una posición que propicia
el desencuentro con el otro.
20
Política de Aristóteles, nos encontramos con una fórm u
la que, de tom arla al pie de la letra, resulta sorprenden
te. Allí se lee: “El hombre que no tiene la capacidad de
ser miembro de una sociedad o que no experim enta en
absoluto la necesidad de ello porque se basta a sí mismo,
no form a parte de la polis y, en consecuencia, es un bru
to o un dios”. Extraña equiparación de lo excelso y lo
despreciable.
Si nos remitimos a Jean-Jacques Rousseau, ¿cuál es la
idea más difundida de su pensamiento? Rousseau defien
de la vigencia de un hombre naturalmente bondadoso en
el comienzo, que se pervierte en su encuentro con los
otros, en el seno de la cultura. Formulación que sólo es
en parte diferente de las que venimos revisando, y coin
cide con ellas en el planteo según el cual hay primero un
ndividuo, en tanto la conexión con el otro se daría en
una segunda instancia.
Esta versión proviene de los textos en los que Rous
seau tematiza la cuestión, como el llamado Discurso so
bre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre
los hombres. Allí se pregunta:
21
Estas formulaciones en las que Rousseau cuestiona el
valor de la cultura -h abla incluso de quemar libros-, de
ben ser situadas en su contexto, que es el de los albores
de la Revolución Francesa. Rousseau es uno de sus teóri
cos y, en su condición de tal, denuncia a las clases domi
nantes de su tiempo, al arte y la cultura valorados por
ellas.
En sus Diálogos, Rousseau propone una visión distin
ta del ser humano e inaugura un nuevo modo de pensa
miento de la relación del sujeto con el otro en el mundo
occidental. Así, introduce como una distinción funda
mental la que separa el “amor por sí mismo”, amor indis
pensable semejante a un instinto de conservación -según
Todorov-, del “amor propio”, equivalente de la vanidad, y
que determina nuestra dependencia del juicio de los
otros. Si salimos de la perspectiva historicista, cuyo pun
to de partida es un hombre primitivo que nunca nadie
vio, y nos ajustamos al mundo en que vivimos, hay algo
inexorable en el ser humano, precisamente ese amor por
sí mismo y ese amor propio, ya se les asigne un valor po
sitivo o negativo. Ambos amores hablan de nuestra de
pendencia del otro, de la importancia que tiene para ca
da uno la valoración del otro.
A medio camino entre el amor por sí y el amor propio,
Rousseau sitúa la consideración, forma amortiguada que
no llega a la vanidad y que atañe al modo en que el otro
nos valora. Dice:
22
Rousseau descubre un viraje en esta reflexión sobre el
sujeto y el otro. Todorov señala, con su habitual claridad,
el carácter de ese descubrimiento: “Las relaciones con los
otros aumentan el sí mismo en lugar de disminuirlo”.
En los primeros autores que mencioné, el planteo ya
sugería la disyunción entre el sujeto y el otro, el enfren
tamiento entre la bondad natural y la corrupción que le
sucede, o bien entre la disposición natural y las coercio
nes impuestas por la sociedad. Por primera vez, Rous
seau propone un cambio en esa relación, en la medida en
que, según afirma, cuando el otro me valora, aumenta mi
propia valoración.
Es a partir de aquí que otro gran autor, cuyo pensa
miento estuvo en el horizonte de Marx, va a proponer co
mo eje, aun de las relaciones económicas, un concepto
que resuena claramente en la relación del sujeto con el
otro, como es el de simpatía. En efecto, el padre de la m o
derna economía política, Adam Smith, no identifica los
bienes como la meta privilegiada de la búsqueda del
hombre. En su texto de 1759, La teoría de los sentimien
tos morales, dice:
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mayor anhelo no residía en el automovilismo, sino en la
captura de las miradas.
Todorov concluye con una referencia a un autor fran
cés, Jean-Pierre Dupuy, que en su comentario de Adam
Smith afirma que “el sujeto smithiano es radicalmente
incompleto, pues no puede prescindir de la mirada de los
otros” (ídem: 37).
24
así planteado, no tiene salida. En efecto, “si gané la ba
talla, eres mi esclavo y me reconoces, pero ¿qué importa
el reconocimiento de un esclavo?”. Tal es la disyuntiva
planteada por Hegel.
¿Cuál es la crítica que formula Todorov de estos desa
rrollos que hemos visto? “Son escritos por hombres, no
por mujeres -a firm a -, y tal vez por eso acentúan la filo
génesis en lugar de la ontogénesis”, esto es, el origen de
la humanidad y no el de cada uno, a partir del nacim ien
to. De haber privilegiado la segunda perspectiva, se hu
biera observado que en el primer encuentro del infans
con el otro no hay guerra sino cuidado. Ese primer en
cuentro entre el bebé y la madre supone, por parte de és
ta, no sólo el auxilio para satisfacer las necesidades del
bebé, sino también el amor. Todorov lo dice con simplici
dad: “Lo primero que hace un bebé cuando toma el pecho,
además de hacerlo, es mirar a su madre y buscar su m i
rada”. No se trata de un autor ingenuo sino, por el con
trario, de alguien que conoce la bibliografía psicoanalíti
ca, los textos lacanianos, y que construye su argumenta
ción recurriendo a distintas teorías de la disciplina. No
deja de extrañarme que Lacan no aparezca mencionado
un su libro.
La perspectiva del presente trabajo busca interrogar
nuestros prejuicios. No se trata de emprender una revi-
Hión erudita. En el mundo contemporáneo, en el de nues
tros ideales, la problemática que nos ocupa está presen
te en autores m uy queridos, tales como Georges Bataille,
Blanchot, antes Nietzsche y Deleuze después. ¿Qué re
torna en ellos? Según Bataille, en su texto L’Érotisme,
'‘Sade impulsaría hasta un punto jam ás antes alcanzado
la idea del aislamiento humano. Toda su concepción está
husada, siguiendo a Blanchot, en el hecho de la soledad
absoluta” (Todorov, 1995: 59). Afirmación, esta última,
que proviene del texto de Blanchot Lautréamont et Sade,
on el cual señala:
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Sade lo ha dicho y repetido, bajo todas las formas, la na
turaleza nos hace nacer solos. No hay ningún tipo de re
lación de un hombre con otro [...] El hombre verdadero
sabe que está solo y lo acepta.
Ante esta afirmación, Bataille expresa:
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pecular, entonces, el de esta verdad situada en el mal,
que determina la falsedad de todo lo demás. Así, amar a
alguien sería falso, porque en definitiva todo cuanto se
quiere es, de algún modo, hacer del otro un objeto de
exacciones. Desde esta perspectiva, el amor no sería sino
un camino para lograrlo.
Todorov señala, además, un segundo prejuicio en es
tos autores -difundido también en nuestra parroquia-,
prejuicio que es además un error lógico. Consiste en
creer que “moral” es una mala palabra, confundiendo
moral con moralina.
La moral es la puesta en práctica de una ética - y la
ótica es, por ende, la teoría de una práctica que llamamos
m oral-. Ahora bien, se suele considerar que la ética es
buena y la moral es mala. El error lógico presente en es
tos autores los lleva a suponer como equivalentes estas
dos fórmulas: si toda moral -e n el sentido de “moralina”-
oh social, una demanda del aparato del poder para con
formar a sus súbditos, entonces todo lo social es moral.
Para liberam os de la moral, en consecuencia, tenemos
que liberarnos de cualquier invitación a lo social, del en
cuentro con el otro. En este planteo se podrán reconocer
los prejuicios que nos habitan y recorren la comunidad
analítica.
Todorov puntualiza:
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decir, ¿tiene gracia un poder que se ejerce solo? Más
aún, ¿qué es el poder?, ¿se trata sobre todo de disponer
de los bienes?
Al respecto -s i observamos el panorama político más
próximo, con lo que han robado ciertos gobernantes es
imposible que puedan comprar más bienes. El dinero que
tienen les alcanza para todo lo que puedan necesitar
ellos, sus hijos y sus nietos... Entonces, ¿cuál es la natu
raleza de ese poder al que no quieren renunciar? Por lo
pronto, sería torpe reducirlo a la dimensión de la necesi
dad. En un artículo publicado en un diario de prestigio
en Buenos Aires, Safouan sugería: “Se trata de poder
igualarse a los dioses” . Sin duda, pero también se trata
de este goce del poder entendido como el ejercicio de la
voluntad de goce. Los teóricos de la ciencia política lo lla
man “decidir la agenda”. El goce residiría en determinar
por dónde discurre la vida compartida de una comuni
dad. Pero esto - y he aquí la paradoja que está velada,
que cae bajo la barra del discurso del am o- equivale a po
ner en acto que también ellos son sujetos divididos, por
que están confesando que precisan de esa relación con el
otro para afirmar su poder. Así, cuando se dice “Tiene
una corte de aduladores”, se designa un plus no reduci
ble al terreno de la necesidad. En efecto, ¿por qué les es
preciso el halago?
Para concluir este recorrido, Todorov resume breve
mente la posición que estamos cuestionando, la que hace
del mal la verdad del hombre. Refiriéndose a quienes la
sustentan se pregunta: “¿Por qué prefieren levantar esta
bandera y no la contraria? Porque al mostrarse como
malvados se afirman solos, están listos para confesar to
do, menos su dependencia, su necesidad de los otros”. De
modo que hay también una erótica que sostiene este pre
juicio del hombre malo, este “Yo no preciso de nadie”. Y
sabemos que no hace falta recurrir a Sade para encon
trarla, ya que es pan nuestro de todos los días.
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Volvamos a ese primer encuentro con el otro. ¿Se trata
allí, según Todorov, de una demanda de reconocimiento?
¿Qué intentamos desplegar con todo esto? Decimos
que el prójimo es la presencia del otro; hemos perfilado
la relación de encuentro y desencuentro con lo imagi
nario del otro, sostenida de un modo privilegiado por la
mirada.
Eso que hasta cierto punto Lacan presentificó en el
modelo óptico (Lacan, 1966: 674-680), del que él mismo
llega a decir que no constituye una buena manera de in
troducir el objeto -porque no se ve ni de dónde viene ni
cómo es, y parece un artificio-, lo podemos abordar recu
rriendo a su última formulación, el nudo borromeo de los
tres anillos:
I
a: plus de goce
JA: goce del Otro
JO: goce fálico
29
nición -a c la r a - supone concluir el mundo en términos de
adultos que se disputan un territorio, a la manera de los
caballeros feudales, es decir, pensar el mundo como con
tienda. Pero ocurre que el ser humano -e l infans, pun
tualiza F reud- nace en estado de desamparo, de Hilfló-
sigkeit; no puede subsistir sin el otro. Hay allí una rela
ción de dependencia, de necesidad del cuidado aportado
por el otro que propicia la demanda de su amor y engen
dra el objeto del deseo.
Lacan ya había cuestionado a Hegel en su comentario
sobre La fenomenología del espíritu. Refiriéndose a la
dialéctica del Amo y el Esclavo, al enfrentamiento de las
dos conciencias, planteó que la parte de verdad que allí
había, referida a la tensión agresiva imaginaria, no daba
cuenta del orden simbólico, que detiene la contienda y
propicia que la muerte real sea sustituida por un nuevo
lazo social, la esclavitud.
Si se trata de la representación o el sentimiento cuan
do salen de la conciencia y resultan unterdrückt, esto es,
“puestos abajo”, pasan a formar parte del inconsciente
descriptivo, no dinámico, a una dimensión preconsciente.
En castellano, la operación correspondiente es la que co
nocemos como “supresión”. Forman parte de lo Imagina
rio.
En términos de la teoría, cuando Lacan avanza su es
critura nodal, lo Imaginario deja de ser sólo una superfi
cie; tiene un carozo que no se resume en ese mismo regis
tro. Es eso que Todorov sitúa en la mirada, una de las es
pecies del objeto a. El reconocimiento es apenas una de
sus eficacias. Las otras son la trama inconsciente, regis
tro de lo simbólico que la inscribe y el goce que determi
na. Su lógica de reciprocidad es que ese carozo de Real no
se instituye sin un otro que lo reconozca y afirme su exis
tencia, su distinción.
30
2. LA OPACIDAD DEL OTRO
31
teológico, ya que Dios no podría ser Dios sin haber sido
antes este interlocutor (ídem: 36).
32
Bal o una armonía que nos haría danzar juntos en ronda,
alegres, tomados de la mano, como las figuras representa
das en algunos cuadros de Mattisse. Dice así: “Al referirse
ni ente en la apertura del ser, la comprensión le encuentra
una significación a partir del ser” (ídem: 21). Para quienes
no estén familiarizados con la terminología heideggeriana
del autor, el ser humano es un ente que se abre en la di
mensión de la palabra: “En este sentido, la comprensión
no lo invoca, simplemente lo nombra. De este modo ejerce
con respecto a él una cierta violencia y una cierta nega
ción”. Es decir, el encuentro con el otro empieza en la vio
lencia-negación. Algunas líneas más abajo añade:
33
a mi encuentro desde el ser en general. Todo lo que me
llega de él a partir del ser en general, se ofrece sin duda
a mi comprensión y a mi posesión. Le comprendo a par
tir de su historia, de su medio, de sus hábitos. Lo que es
capa en él a la comprensión es él mismo, el ente. No pue
do negarle parcialmente, mediante la violencia, captán
dolo a partir del ser en general y poseyéndolo. El otro es
el único ente cuya negación solo puede anunciarse como
total: el asesinato. El otro es el único ente al que puedo
querer matar.
34
excediéndola, formulado explícitamente como manda
miento: “No matarás”. Procurando despejar las razones
de su vigencia señala, por una parte, este afán de goce
del otro que hay en el ser humano y, además, esta opaci
dad por la cual el otro se escapa, arruina la voluntad de
posesión que llevaría, en su extremo, al asesinato. La
historia de la humanidad dio suficientes pruebas de ello,
incluidas las formas extremas que alcanzó en nuestro si
glo. El problema, decíamos, es que en el momento de ma
tar al otro, lo pierdo, y con su ser pierdo a la vez la opa
cidad que me revela y me hace falta.
Le vinas avanza en su elaboración y sitúa un lugar pri
vilegiado en ese encuentro con el otro:
35
clusión del rostro. Nos dirigimos al otro, presuponemos
que el otro incluye todo su cuerpo, sin embargo ese “todo”
no es homogéneo y cuando le hablamos o lo invocamos,
apuntamos a su rostro.
¿Qué es el rostro? Levinas lo define de este modo:
36
•tila, se sustrae cuando lo busco como puro objeto de go-
i « . ella es la que me detiene en el acto de matarlo.
¿Por qué la opacidad del otro me detiene? Levinas res
ponde:
37
ro lugar de la presencia y conjugado con la audición y la
palabra, puede que empiece a hablar. Si lo hace, quizá
me llegue desde el otro algo de mi propio mensaje. Es
más, si habla de su desamparo - s i me dice: “Estoy inde
fenso, podés matarme”- , me recuerda mi propia indefen
sión. De ahí que las propuestas masivas de asesinato re
quieran imprescindiblemente el desconocimiento del otro
como semejante. Hay que pensarlo en términos de raza
inferior, degenerada, porque al menor atisbo de que ese
otro pueda devolverme mi propio mensaje, el acto asesi
no se detiene.
Además de la audición, señala Levinas, cuenta la pa
labra. Y aquí nos encontramos con una formulación de
Lacan. En su versión extrema, remite a un punto clave:
el de la palabra que enlaza o desenlaza el goce.
¿Cuáles son las formas del otro cuando se me presen
ta como prójimo, esto es, como “inminencia intolerable
del goce”? En primera instancia, pueden ser la pareja, el
amigo, el compañero de trabajo, el vecino o el transeún
te ocasional, siempre y cuando aparezca esa dimensión
invocadora; en términos de Levinas, si lo encaro y me en
cara.
Siguiendo lo que nos enseñó Lacan - “avancemos con
prudencia”- , voy a escribirlo en una fórmula mínima. Si
bien tenemos derecho a manejarnos con nudos y mate
rnas, debemos ser cuidadosos. Más aún, entiendo que la
vitalidad de nuestra disciplina depende del acceso a pa
radigmas que extiendan o se sitúen más allá del lacania-
no, sin dejar de lado en nuestras formulaciones la pru
dencia.
La fórmula sería la siguiente:
otro prójimo
e
e = espacio'
38
Si esta x inscribe al “otro” con minúscula, tiene que pro-
(lucirse una operatoria para que en esta y venga a situar-
■<( como “prójimo”. Cualquiera de nuestros “otros” la exige.
Ella es la que introduce esa inminencia intolerable del go
ce ¿El goce de quién? Aquel que el otro puede ejercer res-
poeto de mí, y el que yo puedo ejercer en ese prójimo.
Vuelvo a la propuesta: el otro (con minúscula), el de la
Invocación, el que elevo a la dignidad de prójimo, por
t li mpio, cuando consigo que preste oídos a mi chiste, sos-
Ilene la función del Otro con mayúscula como lugar don-
il» se juega al ajedrez. Es el otro que se muestra en la al-
II ridad, que sostiene su presencia con la cubierta im agi
naria que necesito para que anude un goce cuyo índice
puede ser la risa o el llanto. Un goce que incita otro en el
mnisor, devolviéndole la verdad que lo habita; por el he
cho de hacerle el don de su escucha, es una forma mo
mentánea de lo que llamamos amor: en ese instante pun
tual, afirma su existencia.
Procuraremos explorar distintas invocaciones que es
tán en nuestra cotidianeidad, cómo están en ella o, más
t *netamente, cómo estamos nosotros inmersos cuando
lan vivimos aunque no las pensemos. En nuestra condi
ción de analistas, se trata de un recorrido que podría
lyudarnos en la dirección de la cura, para situar el m o
do legún el cual esta invocación del prójimo es inheren-
ti a nuestra estructura, imprescindible para llevar a
mujor fin la dialéctica de un análisis. Una de las formas
d«l prójimo, que tanto Levinas como Lacan mencionan,
me interesa especialmente porque nos concierne desde
<uta perspectiva; ella se sitúa en torno al concepto de
mmtidad.
bovinas lo formula así:
39
En la terminología filosófica heideggeriana, significa
que alguien se ubica en la perspectiva de la santidad
cuando, en vez de afirmarse como ser-en-sí o para-sí, se
sitúa como ser-para-el-otro. Levinas señala que hay allí
algo que remite al sacrificio. Tendríamos que preguntar
nos de qué sacrificio se trata, porque dicho de este modo
podríamos pensar que el camino que los psicoanalistas
proponemos es el de Cristo.
Quizá pudiéramos encontrar una veta que nos confor
me -aunque no sea exactamente la que propone Levi
nas-, si recurrimos al concepto de “santidad” tal como
aparece en Lacan. Su planteo juega y se muestra en la
homofonía en francés entre “saint-homme” y “sinthóme”,
por cierto nada casual -sinthóme, lugar de rem edio-, no
se obtiene de cualquier modo, algo anuda de la santidad.
En la entrevista cuyo texto llevó por título “Televi
sión”, explica Lacan:
40
Según esta perspectiva, podríamos entender el sacri
ficio en términos del goce al que el santo renuncia. Re
cuerdo un aforismo que se sitúa en esta línea y que mu
chas veces subrayamos: “El analista es aquel que sus
pende su goce para no ceder en su deseo”. Y Lacan conti
núa: “Es lo mismo que sacude a muchos en el hecho, sa
cude a aquellos que se acercan y no se engañan, que el
tanto es el desecho del goce”.
Hay una dimensión de la otredad convocada como pró-
Iiino que, en su límite, se ofrece bajo el perfil que en Le-
vinas se llama “santidad” y en Lacan “santo”, forma ex
trema de lo que sería esperable de un analista.
En la perspectiva que estoy proponiendo, cuando el
■inalista se ofrece como semblante de a, conduce al suje
to a la invocación del otro que opere como remedio en el
mismo lugar de la falla; el analista se ofrece como causa
di un movimiento que lanza al analizante al remedio de
iiti falla. De ahí el plus cuyo efecto es el de transformar el
i‘«pació en el lugar de la cita. Eso es lo que llamamos el
encuentro con el prójimo.
Por otra parte, podemos preguntarnos si el sinthóme
i parece sólo en la estructura psicótica o también está
p lósente en las neurosis. Sabemos que al plantear este
imicepto, Lacan extrema la cuestión; así, cuando habla
di Joyce, afirma que sufría una Verwerfung de hecho del
Nombre del Padre -e n la línea de su propia enseñanza,
Indicaba allí una estructura psicótica, aunque clínica-
monte no se hubiera desencadenado como tal-. Todo lo
fililí podría hacernos pensar que el sinthóme es algo que
■loue a reparar un error en la estructura psicótica. Sin
i'iubargo, Lacan habla también de sinthóme cuando se
I I otn de neurosis.
I’or mi parte, entiendo que el sinthóme es un concep
to planteado correlativamente al de père-version. Cuan
do avanza en su teoría, Lacan advierte que el lugar de
■no que da en llamar el Nombre del Padre no se reduce
41
sólo a la eficacia del corte, sino que, en la medida en que
se sostiene del padre real, introduce también las fallas
que se arrastran desde el padre, esto es, los lugares don
de su goce no es acotable. Así formulada, la pére-version
juega con los dos valores de ese concepto: uno que pivo
tea en el padre -h a y algo que desde el hijo se dirige al pa
dre, y es necesario y propiciatorio- y otro que se refiere
al goce por el cual el hijo se sitúa en una posición maso-
quista en relación con su padre. Si tomamos “Pegan a un
niño” (Freud, 1919) como paradigma -e s decir, no como
algo accidental, sino estructural-, podríamos decir que el
golpe del padre es instituyente para el hijo, deja sus mar
cas, las mejores y las peores.
Mi lectura supone que también en la estructura neu
rótica hay una falla inexorable, distinta de la que se en
cuentra en las psicosis. Esto, a su vez, me hace pensar
que en el neurótico, desde un comienzo, está situada la
posibilidad del sinthóme, anillo que remedia la falla. En
términos topológicos, en una estructura neurótica el sin-
thóme permite abrochar un nudo de cuatro redondeles ba
jo una forma borromea, algo que no llega a producirse en
las psicosis. Si bien Joyce está anudado, puede ser Uno,
es sólo en función de la estructura del nudo que lo rem e
dia. La clínica de las psicosis nos muestra que cuando un
sujeto cae en el derrumbe psicótico deja de ser Uno -n o
reconoce su cara, su m ano-. Joyce puede decir que él es
Uno porque su escritura como sinthóme - y yo incluiría,
además, a Norah, su m ujer- le permite anudar, aunque
no bajo una forma borromea. Esto implica que en cierto
momento pueden irrumpir los fenómenos de la psicosis.
No se trata sólo de la mujer que sostiene al psicótico,
cosa que más de una vez ocurre; también hay hombres
que sostienen a una mujer psicótica; es el caso, por ejem
plo, de una paranoia erotómana.
No tomo, en suma, exclusivamente las psicosis como
referencia. Considero también las neurosis, y mi pro-
42
piKista, en cuanto al prójimo, no se limita tampoco a la
pareja en su condición de tal sino que va más allá de esa
relación. El mozo del bar que me ofrece café, en efecto,
puede funcionar como prójimo en la medida en que lo in
voque como tal. También puede ocurrir que me sirva ca
le y sea sólo el otro, ese otro a cuyo lado paso sin enterar
me Pero si lo convoco, al modo de “tú eres quien me se-
riiirás”, entonces puede funcionar como sinthóme.
Cuando decimos “invocar al otro”, nos referimos al
otro real, ese que acude con sus tres registros, y al que
10 avocamos al lugar de nuestra falla, desde nuestra fa
llo, para que responda como remedio y reparación. Preci-
■:t mente allí reside la diferencia: no lo convoco desde mi
I tita, sino desde mi falla. En cuanto al empleo que hago
dol término “reparación”, una manera de acotarlo será
i oiisignar algunas pautas fundamentales de mi manera
tlt trabajar.
En primer lugar, procuro situarme en el campo de la
•lontificidad y el psicoanálisis, lo cual supone ya redefi-
nlr el concepto popperiano de cientificidad. Entiendo que
no cabe regalárselo, en la medida en que ni sus propios
inguidores están de acuerdo en afirmar que una hipóte-
<i!ii queda invalidada como tal cuando un hecho la contra
dice La refutación requiere una multiplicidad de hechos.
Aid, cuando Newton propuso su fórmula de la atracción
universal de los grandes cuerpos celestes, al comienzo no
pudo comprobarla, de modo que de haberse manejado
di hIr la perspectiva popperiana, todo se habría derrum-
liitdn Urgía avanzar con los instrumentos que pudieran
11 más allá de la refracción de la atmósfera; había que co-
II ngir la hipótesis según la cual los cuerpos celestes eran
oidoras perfectas, ya que tienen deformaciones.
El psicoanálisis merece un lugar en el campo de la
i tontificidad, lo cual implica mi desacuerdo con los psi-
■oimalistas que descreen de la ciencia. Si hay disenso con
lio, en todo caso, no se trata de la ciencia, sino de sus
43
aplicaciones. Considero un error batallar contra la cien
cia, puesto que es una forma que encontró el ser humano
para avanzar hacia su encuentro con lo real. Situado, en
tonces, en la perspectiva científica, acepto la recomenda
ción que hiciera Canguilheim, según la cual trabajar un
concepto es ponerlo a prueba, confrontarlo, contradecir
lo, acoplarlo con otros.
En relación con el concepto de “reparación”, este tipo
de abordaje me llevó a formularme la pregunta: ¿qué es
más apropiado para nombrar el lugar donde se intenta
rá corregir un error? Podría llamarlo “remedio”, pero es
un término que reviste una connotación médica demasia
do importante. “Reparación”, en cambio, me recuerda a
los kleinianos, y entre Melanie Klein y la medicina, pre
fiero permanecer en el campo del psicoanálisis, en com
pañía de esta gran psicoanalista.
Establecería, sí, una diferencia entre el uso que ella
hace del término y el que yo propongo. Según la concep-
tualización kleiniana, la reparación remite al encuentro
con la totalidad del cuerpo materno; el fin de análisis
kleiniano se funda en la sublimación, entendida como re
paración de ese cuerpo. Por mi parte, la sitúo en térmi
nos de una reparación del nudo que permite el encuentro
con la falta y descompleta al Otro. Este es el modo en que
intento trabajarla.
Prefiero hablar, en suma, de la reparación de una fa
lla inexorable.
44
que nombra al sinthóme. Nosotros avanzamos hacia la
función del otro cuando se hace prójimo. Así, no se trata
lólo de la escritura de Joyce, sino también de Norah,
(juien realiza el aforismo “La femme c’est le sinthóme”.
Lo expresa más sabiamente una breve cita del Talmud
(Levinas, 1991: 118):
45
3. DEL ESPACIO A LA CITA
47
tante h” de Planck; tomándola como punto de partida, los
científicos encuentran que todas las fórmulas dan una di
ferencia, pero no saben por qué. ¿Acaso dejan de investi
gar por eso? No, porque quizá descubrir esa “constante h”
llevará su tiempo; de modo que la anotan como tal para te
nerla en cuenta y avanzan en lo que estaban trabajando.
En esto que designo como espacio, lugar de la inmersión
de la fórmula que voy a proponer, se sitúa la lógica amplia
da de lo colectivo, no trabajada aún, que tiene por ahora el
valor de esa “constante h ” de Planck.
48
«'Acacia del espacio. El punto de partida será algo que,
por ahora, propicia un abordaje de tipo fenom énico -s u
autor diría “fenom enológico”- ; su virtud reside, justa-
monte, en poner en ju eg o en su m ínim a expresión la efi
cacia de ese espacio donde se producen la inm ersión del
•ivcuentro y el desencuentro con el otro.
Accedí a su formulación - y espero que también lo ha-
i■.»n ustedes- de la mano de un autor reconocido, Gastón
Huchelard. Trabajaré con referencias y observaciones ex-
Imidas de su texto Poética del espacio (Bachelard, 1965),
que ya es un clásico.
Desde el título, Bachelard anuncia que, a su entender,
miostra relación con el espacio no es natural, no se redu
ce al orden de la necesidad. Por eso es el texto poético el
que está en mejores condiciones de relatar ese encuentro
del ser con el espacio que transita o habita, tal como se
le ofrece bajo múltiples formas.
Voy a revisar algunos pasajes, para precisar cuál es su
perspectiva. Bachelard cita a Philippe Diolé, autor de El
Hio.i bello desierto del mundo, quien narra, según las re-
Iuh de la ficción, sus experiencias personales, referidas
en osta obra al desierto, de modo similar a como lo hicie-
i i precedentemente en otro libro consagrado a las peri
pecias vividas en la profundidad del mar (ídem: 260).
Bachelard se pregunta: “Pero entonces, ¿por qué Dio
l í . ose psicólogo, ese ontólogo de la vida humana subma-
i Irwi, se va al Desierto? ¿Por qué dialéctica cruel quiere
pn inr del agua ilimitada a las arenas infinitas?”. Pregun-
I m ti las que Diolé responde como poeta. Sabe que toda
niiava cosmicidad transforma nuestro ser exterior, y que
un nuevo cosmos, cualquiera sea, se abre cuando uno de
luí lazos de la sensibilidad ya establecida se libera.
Esta referencia a enlaces y desenlaces, lazos que se
i m tnn, se renuevan y se anudan de otro modo, la encon-
II amos en las primeras páginas del libro de Diolé, donde
i onfiesa que ha querido “terminar en el desierto la ope-
49
ración mágica que, en el agua profunda, permite al buzo
desatar los lazos ordinarios del tiempo y del espacio y ha
cer coincidir la vida con un oscuro poema interior” (ídem:
12). Para concluir sostiene: “Descender en el agua o errar
en el desierto, es cambiar de espacio”. En ese cambio, que
supone abandonar el ámbito de las sensibilidades usua
les, entra en comunicación con un espacio psíquicamen
te innovador. Afirma Diolé: “Ni en el desierto, ni en el
fondo del mar se puede sostener un alma pequeña, aplo
mada e indivisible”. Se trata de un cambio, que ya no es
la resultante de una simple operación del espíritu, como
sería la conciencia del relativismo de las geometrías. “No
se cambia de lugar, se cambia de naturaleza”, precisa el
autor (ídem: 261-262).
Diolé está aludiendo a una dialéctica entre este en
cuentro del sujeto con el otro y su inmersión en el espa
cio. Según quiénes establezcan esa inmersión, se defini
rá la estructura del espacio, pero a su vez, según cuál sea
el espacio donde se produzca la inmersión, cambiará la
naturaleza de quien la sufre. Dicho de otro modo, los
neuróticos raramente cambiamos nuestros recorridos, ni
siquiera para ir de casa al trabajo. Cuando nos anima
mos, no llegamos a impedir - y por eso nos cuidamos bien
de hacerlo- que algo nos ocurra.
Les propongo un ejercicio, que pueden hacer acompa
ñados. Procuren inventarse “una” ciudad de Buenos Ai
res; vayan con alguien que tenga para ustedes valor de
prójimo -s u pareja, un am igo- a algún lugar hasta aho
ra nunca visitado; tal vez descubran que los aguarda en
el laberinto de sus calles el gusto de una sorpresa.
50
alguna vez fuimos, les gusta tanto dormir en carpa?-.
Explica Bachelard a propósito de ese espacio:
51
Como Edgar Alian Poe, gran soñador de cortinas,
Baudelaire pide también, para tapizar la morada rodea
da por el invierno, “pesadas cortinas ondulando hasta el
piso”. Así, “tras los cortinajes sobrios parece que la nieve
es más blanca. Todo se activa cuando se acumulan las
contradicciones” (ídem: 75).
Al respecto, uno podría preguntarse quiénes prefieren
para vivir las casas antiguas. Unos cuantos me dirían
que las prefieren; otros dirán que les encantan las casas
tipo americanas. Indudablemente, hay allí una diferente
referencia al tiempo. Una casa antigua nos invita a des
plazam os en el tiempo que otros transitaron, el espacio
de la antecedencia. En cambio, quienes prefieren el cor
te con el pasado, eligen ese lugar que no tiene - o parece
no ten er- sus marcas.
El poeta Pierre Seghers (ídem: 97) escribe:
52
La casa nos recuerda una de las tres dimensiones de
lo humano mencionadas por Todorov, tripartición clásica
en el pensamiento occidental. Desde esa perspectiva, son
tres las grandes referencias del ser humano: la especifi
cidad que lo constituye como tal -la palabra-; su condi
ción de viviente y, por último, aquella que intuimos a ve
ces con Freud, cuando remite a la pulsión de muerte y al
retorno a la piedra, esto es, la que concierne a nuestra
pertenencia al orden cósmico. Ciertas casas nos invitan
más que otras a reconocernos en esta dimensión, que
emerge también cuando, habitantes de la ciudad, tene
mos la necesidad de ir al campo. En la imponencia de
una montaña o en el vuelo de un pájaro atisbamos nues
tra inmersión en el orden cósmico. Sentimos entonces
■ierto alivio: acentuada la pertenencia a este orden, se
nilativiza la urgencia de las demandas del otro.
Incluyo un último ejemplo, el que Bachelard llama
rincón de los recuerdos”. Si cada uno de ustedes repasa-
i a en su memoria, encontraría aquel lugar que en la ca
fta de la infancia lo invitaba especialmente a jugar, o bien
i ■f sitio preferido, ya en la edad adulta, que bien puede
mi i el elegido para el encuentro con el otro. Así, la casa
no resulta homogénea: nos topamos nuevamente con el
i ipacio quebrado.
Otra de las oposiciones que hace jugar Bachelard se
itua entre el bosque y el campo; el bosque vuelve pre-
tmite un tiempo anterior, en el que la vida nos antecede.
En cuanto a lo pequeño y lo grande, Bachelard nos re
in i lo al poeta Noël Bureau (ídem: 220):
53
-¿Usted observó, Monseñor, en su visita a Jerusalén,
qué sucia es esa ciudad?
-No -respondió D’Andrea-, porque cuando paseo por
Jerusalén siempre me siento invitado a mirar para arri
ba.
54
4. LA INVOCACIÓN DEL OTRO
55
pues “sin ella el psicoanálisis no tendría ningún senti
do”. Lo que cuestiona es su reducción dramática bajo la
forma del cuento del chiquito o la chiquita con el papá y
la mamá. Esa lógica se despliega en el encuentro con el
otro, son múltiples sus personajes, e implica la posibili
dad o im posibilidad de darle cauce al goce, dentro o fue
ra del lazo social.
56
jo su patronazgo o su protección. La invocación a las m u
sas es otro ejemplo.
Sin embargo, la acepción que yo prefiero es una más
cercana a nosotros; la encontramos en el Espasa-Calpe
de la lengua castellana. Dice allí: “Invocar: llamar uno a
otro en su favor y auxilio”. Esta es la definición que elijo.
57
Se pregunta Bergson qué hay en el fondo de lo risible,
qué puede haber de común entre la mueca de un payaso,
el retruécano de un vodevil y la primorosa escena de una
comedia (ídem: 11). Así, por el camino de la risa, Bergson
llega al terreno de lo cómico, que sería desde su perspec
tiva la causa de aquélla. Lacan toma esta referencia pa
ra criticarla, y no sin fundamento. En efecto, a quién no
le ha pasado, en alguna ocasión, reír en medio de una cri
sis de angustia, en un momento de desesperación, o, co
mo decía George Bataille, a veces con la risa aparente del
idiota, en situaciones que nos dejan sin palabras. La risa
puede ser la última respuesta ante la ausencia de cual
quier respuesta.
Se trata, claro está, de casos extremos. Podríamos ser
más tolerantes con Bergson y admitir que, en general, la
risa se relaciona con el amplio campo de lo cómico, emi
nentemente humano. Jamás se vio a una rana riéndose
porque otra tropezó, sólo el ser humano es capaz de tan
nobles sentimientos. Nos ha ocurrido que ante el tropiezo
de alguien, sin ningún ánimo de maldad, se nos hace im
posible contener la risa, aun cuando la vergüenza suceda
de inmediato a ese gesto. Como veremos, ni lo irresistible
de la risa ni la vergüenza que nos provoca son casuales.
Es de Bergson que Lacan toma una frase que va a re
lacionar con las subdivisiones de lo cómico. Para noso
tros, analistas, son por lo menos tres las subespecies que
lo integran: lo cómico propiamente dicho, el humor y el
chiste. Bergson afirma: “Para poder valorar y vivir y go
zar de un chiste hay que ser de la parroquia”. Algo debe
ser compartido para que el chiste o aun lo cómico logre
su efecto. Ya se vislumbra por qué decido avanzar por es
te lado. También lo dice Freud: “En contraposición al
sueño, el chiste es el más social de los productos de nues
tro inconsciente” . En el otro extremo, el sueño podría ser
considerado como el más asocial, en la medida en que, ca
si sin excepción, discurre en la intimidad de cada sujeto
58
y allí donde discurre agota su existencia-.1 Por el con
trario, un chiste sólo termina de realizarse con la risa del
otro que lo escucha.
En su interrogación acerca de lo cómico, Bergson pre
fiere no especular sino, más bien, avanzar mediante
•ejemplos - y en esto se parece un poco a Freud-. Es im
portante ver cuál es el que sitúa primero:
I, Más feliz sería decir que el mensaje cifrado de su sueño solo lle-
n ni soñante por la interpretación del otro.
59
de no fuera convocado como profesional. Podría tratarse
de un psicoanalista que va a una fiesta; se reúnen todos
los amigos a charlar y mientras todos conversan anima
damente él dice: “M mm...”. ¿Qué es esa rigidez? ¿Qué nos
está diciendo?
Asimismo, Bergson cita los vicios, considerándolos
otro buen ejemplo para provocar la risa:
60
un conjunto, aislamiento por el cual aparece como mecáni
co allí donde debería poseer la flexibilidad de la vida.
Nosotros creemos que en esos casos, en el de Chaplin
(ix profeso, se hace caer un velo y queda en evidencia
cierta posición que, incluida en su contexto, pasaría como
una forma del lazo social. En el caso del operario es me
nos evidente; se vuelve más notorio cuando se trata de
una prestancia que la sociedad consagra, por ejemplo, un
|uez que tuviera el mismo aire doctoral en su propia ca
ta, con sus íntimos, que en el tribunal; esa solemnidad
rápidamente resultaría irrisoria. Bergson agrega: “Los
gustos de un orador que de por sí no son ridículos, inspi
ran risa por su repetición”. Se trata de una experiencia
bastante común: nos vamos acercando a una reunión de
■unigos, de gente que queremos; vemos que están bailan
do, pero no escuchamos la música; por un instante nos
nmilta el espíritu de bondad que nos caracteriza y obser-
s amos con atención la escena. Lo que vemos nos resulta
tidículo. Por supuesto que preferimos no vernos en igual
dad de circunstancias; en ese caso, si estamos de buen
humor podríamos reírnos de nosotros mismos, de nues-
I I o ridículo movimiento.
De todo esto, Bergson concluye: será cómico todo inci
dente que atraiga nuestra atención sobre la parte física
de una persona, cuando nos ocupábamos de su aspecto
moral. Conclusión que nos parece no estar a la altura de
la que sí valoramos en este autor, como es el haber dado
dignidad de objeto a un tema aparentemente menor -e n
medio de la risa no se firman contratos ni escrituras-. El
propio Bergson se da cuenta de la insuficiencia de la res
puesta formulada, cuando hacia el final del texto habla
di la vanidad como una de las formas en que puede ha-
I I I ir presente lo ridículo.
Arriesguemos una alternativa: lo cómico de la caída del
■hwn, del que tropieza - o lo cómico de la comedia-, se vin-
i ida a la caída de la prestancia fálica. Caída que, siguien-
61
do a Freud, produce un alivio, no sólo porque nos libera de
la imposición de la prestancia del otro, sino también del
esfuerzo de sostener la nuestra, en la medida en que el
otro representa la dimensión del semejante. Recordemos
cuánto nos gusta llegar a casa y ponem os en pantuflas, es
to es, desasimos simbólicamente mediante ese gesto de la
cubierta fálica que la escena del lazo social nos demanda.
Otro planteo que podemos rescatar de Bergson, aun
que resulte cuestionable cuando lo unlversaliza, es el de
la posibilidad de reconocer el valor social de la risa, in
cluso el de la comedia, en tanto sirve para exponer ante
cada uno de nosotros lo que puede tener de ridículo que
dar fijado a esa prestancia o a la especificidad de la fijai
ción a un goce. Cuando se corre el velo y emerge la osten-l
tación fálica, surge la vergüenza, a veces como vergüeña
za ajena, la vergüenza por aquello que registro en el
campo del otro.
Hasta ahora consideramos lo cómico propiamente dicho
según la clasificación freudiana, si bien no es la subespe*|
cié que más nos interesa. Lo cómico supone una relación!
dual, vigente entre quien registra lo risible y el objeto de
lo risible. Su especificidad se inscribe en el registro imagi-i
nario, aun cuando esté enlazado a lo simbólico y lo real4
implique un goce y el lazo social sea su escenario.
El humor es otra formación de lo cómico en sentido
amplio. La menciono, aunque tampoco me propongo dete
nerme en ella. Hacia el final del texto El chiste y su rela%
ción con el inconsciente, Freud la califica de “sublime” en
tre las formas que se incluyen en el abanico de lo cómico»
Cita allí un ejemplo extremo de buen humor. Se trata del
condenado a muerte llevado al cadalso, quien cuando va
camino del lugar de su ejecución comenta: “Pensar que
hoy es lunes, linda manera de empezar la semana”.
¿Por qué considera Freud que el humor es lo más sublL
me que habita al sujeto? Porque el humor constituye un
modo de respuesta frente al designio de eso que con núes-
62
tros maternas situamos en términos de Otro, encamado en
ni destino, Dios, la sentencia de los hombres, los múltiples
’iccidentes de la vida. Ante lo Real que lo golpea, el sujeto
llorada el momento en el que quedaría siderado por su
Irrupción, diciendo: ni aun en este momento admito desco
nocerme como sujeto. En su versión nacional, es Sarmien
to escribiendo en la cordillera de los Andes: “Las ideas no
mí' matan”, esto es, aunque me persigan, me exilien, viva
i'ii la pobreza, fuera del círculo de mis amigos, igual pue
do sostener el trazo que me representa.
Hemos despachado muy rápido, injustamente, el hu
mor y lo cómico, porque prefiero tratar específicamente
il chiste, una producción que requiere absolutamente no
Molo alguien que lo cuente o lo haga (sabemos que uno y
..... >no tienen por qué coincidir: quien lo cuenta puede no
haberlo inventado, de hecho la mayoría de las veces no se
■mbe quién lo inventó, el chiste simplemente circula), si
no además alguien a quien tienda (orientación del chiste
i|iu apunta al equivalente de la segunda persona de lo
i omico; es alguien sobre quien recae la burla, o la seduc-
i «i >11, si el chiste implica un levantamiento de los velos en
i t iación con el sexo) y una tercera persona, que vamos a
dcmominarla en alemán “dritten P e r s o n aquella a quien
no le cuenta el chiste, la que lo sanciona en el momento
■iii que ríe, acto imprescindible para que el chiste se efec-
hlo. para que exista como tal.
Ya estamos de lleno en nuestro tema. Si les digo que
longo un chiste inmejorable para contarles, me sitúo en
imn invocación, invoco la escucha de ustedes. Demanda
dli igida al otro, invocación al otro, lo elevo por un instan-
h 1n la dimensión del prójimo para que sancione eso que
10 jolo no puedo. Es inviable que uno se cuente un chis-
ir n sí mismo; podemos llegar a hacerlo pero imaginando
■I nncuentro con otros; en general, no se nos ocurre con-
I linios chistes a nosotros mismos, precisamos que el otro
i miiienta nuestra invocación.
63
¿Qué es un chiste? ¿Alguna vez se preguntaron por
qué los chistes circulan tan rápido por la ciudad? A quie
nes nos gusta contar chistes sabemos que tenemos que
apuram os, porque de lo contrario el otro nos va a contar
el chiste que ya sabemos. Si el chiste circula tan rápido
por la polis es porque hay necesidad de contarlo y de es
cucharlo. Sin embargo, no hay obligación en cuanto a lo
primero y sólo ciertas reglas de cortesía imponen lo se
gundo. Podríamos preguntarnos también entonces: ¿es
necesario el chiste? ¿Podríamos vivir sin él?
Durante mucho tiem po hubo personajes que me re
sultaban antipáticos; me preguntaba por qué razón ni
M oisés, ni Cristo, ni Mahoma habían contado un chiste.
Se me ocurrió una respuesta: quizá porque no tenían
amigos a quienes contárselos. Para que haya chistes,
tiene que haber prójimo, y si bien Cristo decía “Amarás
a tu prójimo como a ti m ism o”, él no se ponía precisa
mente en ese lugar.
En cuanto a Freud, la tesis según la cual el chiste es
un producto del Inconsciente, está anunciada desde el
título de su libro. Freud se pregunta qué es lo que deter
mina que un chiste sea un chiste. Para responder, utili
za el método de la reducción: ¿qué pasa si cuento el m is
mo chiste con otras palabras?, ¿sobrevive o no como chis
te? Hay ejemplos que todos conocemos, solo considero
los más difundidos para que podamos avanzar juntos en
la reflexión acerca de su estructura. Uno de ellos es el de
famillonario , que Freud toma de Heine (Freud, 1905:
134). El poeta coloca en boca de su personaje, Hirsch
Hyacinth, un vendedor de lotería que además trabaja de
pedicuro, el relato de lo que le ocurriera en ocasión de vi
sitar al barón Rothschild, símbolo del millonario en la
parroquia judía. La frase conocida -la reproduzco como
la cita L acan - es: “Tan cierto como que Dios debe velar
por mi bien, Salomón Rothschild me trató por completo
famillonariamente”.
64
¿Por qué, en este contexto, la frase no nos produce risa?
Puede que el chiste sea malo, pero, además, no nos reímos
porque estamos pensando la estructura del chiste y para
que la risa se produzca es preciso, dice Freud, distraer la
reflexión consciente. Con lo cual indica algo que nos resul
ta horroroso, como todo lo que procede del Inconsciente, y
que invita a pensar nuestra estructura. Horroroso porque
una vez más nos damos cuenta de algo que no sabemos:
cuando nos reímos gracias a un chiste, no sabemos de qué
nos reímos. Otro tanto ocurre en el otro extremo: cuando
lloramos por una pérdida, tampoco sabemos qué es lo que
perdimos con ella. El horror del Inconsciente nos sitúa an
te una radical posición de no saber. Requiere un amplio es
fuerzo descubrir de qué reímos cuando un chiste nos pro
voca risa; algo en nosotros lo advierte casi instantánea
mente, de ahí el efecto inmediato del buen chiste.
¿Cuál es, entonces, la gracia de famillonariol Está im
plícita en él, señala Freud, una burla al millonario Roths-
child “que me trató tan completamente de un modo fami
liar como le es posible a un millonario”. Si bien así dicho
no nos hace reír, ese término que emerge, famillonario, es
el sustituto metafórico de algo que queda reprimido; es un
típico chiste tendencioso; para Freud es un chiste hostil.
Provoca risa porque vela esa tendencia que, de otro modo,
podría producir una objeción en el oyente.
Tenemos entonces la primera persona que cuenta el
chiste, Hirsch Hyacinth, el narrador; la segunda persona
que es objeto de lo risible, Salomón Rothschild, y la ter
cera persona a la cual se dirige el chiste, el oyente - o no
sotros, en tanto lectores del chiste-. Freud no deja de se
ñalar que Heinrich Heine es el autor de esta historia
puesta en boca de Hirsch Hyacinth, cuyos nombres y
apellidos también empiezan con “H”, y denuncia, en ese
trazo que se repite, cuánto le concierne el relato. Datos
de la biografía del poeta permiten saber que también él,
en su juventud, se dirigió a un tío rico de la familia para
65
pedirle la mano de su hija y fue despedido por no contar
con el dinero ni la alcurnia que ese pariente reclamaba
para el yerno, incidente que no dejó de aportar su cuota
de desprecio y humillación. Su venganza aparece a tra
vés del personaje, en quien Heine proyecta, a modo de
respuesta, su propia tendencia hostil. Tal la interpreta^
ción que Freud avanza y que Lacan retoma. Ustedes co
nocen el esquema (Lacan, 1957-1958).
66
¿Cuál es el valor de trabajar este grafo cuando tene
mos los otros más desarrollados? Más de una vez mani
festé que me gusta y me resulta útil indagar los lugares
de gestación de los conceptos, porque me permite apre
hender con mayor rapidez cuál es la problemática a la
que se intentó responder. La simplicidad de las dos lí
neas que se cortan, permite apreciar que para Lacan el
problema central reside en que el ser humano es un vi
viente en su encuentro con la palabra. Tal es el motivo
que induce su especificidad entre los vivientes, la razón
ultima por la cual sólo el humano ríe, sólo para el hum a
no se abre la vastedad del campo de lo cómico, del humor
y aun del chiste.
Lacan dirá que, según este grafo, el chiste comienza
nn el lugar que corresponde, esto es, el del Otro, el del có
digo. Así, volviendo al ejemplo, comienza con una ironía,
donde se pone en evidencia que el Otro no cumple su fun-
i ión. ¿Quién lo afirma? Un pobre y desgraciado vendedor
de lotería en tiempos de miseria. Dice: “Tan cierto como
«pie Dios debe velar por mi bien, Salomón Rothschild me
trató muy famillonariamente”; luego de la ironía por los
cuidados de Dios, el significante metafórico sustituye
itquello que no emerge; en su lugar, aparece un neologis
mo. una condensación, un juego de palabras entre “fami-
litir” y “millonario”. En el trayecto de ese circuito que su
pone la producción del chiste, hay un cortocircuito en P’,
mi el objeto metonímico que el sujeto desprecia, pero don
de también se aliena -n o olvidemos que Heine fue a pe
dir la mano de la hija del millonario y se vio rechazado-.
M illonario que, por otra parte, nos está indicando cuál es
>I objeto de fijación a un goce que guía su estructura. Un
millonario que se infiltra en la frase y oculta lo que ver
daderamente le duele al sujeto. Dice Lacan que, rebotan
do en el Inconsciente, entre el lugar del código y el del
monsaje, está la palabra reprimida: “familiar”. Es lo fa
miliar lo que a Heinrich Heine le duele, el lugar de don
67
de fue excluido, es decir, no fue reconocido como valioso
para formar parte de la intimidad de esa familia.
Podemos preguntarnos si se trata sólo de un chiste
hostil, producto de la envidia al millonario, o si hay en él
algo más. Situémonos en la dimensión de Heine. Imagi
némoslo yendo a esas veladas del tío rico, como lo descri
be una señora que lo conoció en su juventud, un pobre jo
ven dedicado a esa cosa extraña, la poesía. Un Heine que
pretendía, en nombre del amor, que le fuera dada como
mujer la hija de este tío; avanza en su demanda y es re
chazado. Se trata de algo que toca a la existencia del su
jeto, en la medida en que ésta no es idéntica a su vida ni
a su muerte biológicas, sino que depende del reconoció
miento, en este caso, de ser digno de ese enlace, conside
rando ese término mismo, “enlace”, según todas las con
notaciones que adquiere en nuestra sociedad.
Se trata de un enlace donde él no es aceptado. Adver
timos la importancia que puede tener para Heine que no
sotros riamos con este chiste. ¿A qué nos está invocando
cuando nos dice: “Les quiero contar un chiste”? El chiste
permite invocar al otro y lograr su aceptación, allí donde
existe el riesgo de que su posición crítica, o tal vez la ni
miedad de sus intereses, lo aparten de nuestra demanda*
Advertimos la magnitud de lo que se juega en esa invoca
cación que presume de inocente o incidental. A pesar de
esto, seguiremos contando chistes, protegidos por el velen
del olvido, pero si nos detenemos a reflexionar, el chista
nos muestra una realidad eminentemente humana.
Tomemos otro chiste de Heinrich Heine que también
concierne al dinero. En éste se pone enjuego, dice Freud^
una técnica distinta: la del desplazamiento. Se trata del
chiste del Becerro de Oro (Freud, 1905: 47).
Durante una velada que transcurre en un salón pari|
sino a fines del siglo XIX, Heine está con un señor y obi
serva cómo la multitud se acomoda alrededor de un mit
llonario. El caballero le dice a Heinrich Heine: “Mire us-l
68
üíd cómo el siglo XIX adora al Becerro de Oro”. Heine le
responde: “Me parece que tiene unos años m ás”.
Entendemos que se trata de un desplazamiento por
que en la propuesta del caballero lo que aparece subra
yado, la acentuación psíquica -com o la denomina F reud-
i la idolatría del dinero, equivalente del Becerro de Oro,
i su vez sustituto de Dios. En cambio, Heine utiliza la
metonimia que está en juego en toda idolatría, ese reba-
Jnmiento de lo simbólico a lo imaginario, para acentuar
i n “becerro” la condición de buey joven. Ironiza no sólo
non la edad del caballero, sino además con la adoración
d la que es objeto alguien perfectamente imbécil, como
podría serlo un buey. Heine opera así el desplazamiento
(hiede la idolatría del dinero a la estupidez. También allí
podemos ver fácilmente que no resulta inocente la res
puesta con la que el chiste culmina, en la medida en que
l)n V en ella un amargo reproche a esa sociedad que los
t'M'luye a ambos.
Otro chiste conocido es el de Lemberg (ibídem: 108).
Iios judíos se encuentran en una estación de tren, uno le
pregunta al otro: “¿Dónde vas?”. El primero le responde:
A Cracovia”. El otro replica: “¿Para qué me dices que vas
■( Cracovia? ¿Para que yo piense que vas a Lemberg si en
i nulidad vas a Cracovia?”.
En primera instancia, este chiste es la exposición de
I ( mala fe. Está claro que al que duda de la respuesta se
li podría replicar, como hacen los chicos: “El que lo dice
lo < Pero por otro lado, está mostrando, por la vía del
humor, algo que todos los humanos padecemos. Por nues-
II o relación con el significante - y la característica de un
Ignificante es la de poder sustituir a otro- tenemos po-
Ibllidad de des-encontrarnos con la verdad. Es impensa-
l«l< (pie alguien le demande a una rana que diga la ver-
iIikI. Sólo el humano, por su relación con el lenguaje, tie-
iii chances de decir lo que no es, de usar un significante
'i) lugar de otro, alejándose del encuentro con la verdad.
69
Este chiste tan banal involucra la amargura que registraj
la esencia de nuestra condición. Basta pensar cuántas
veces nos ha preguntado la persona que amamos o le he
mos preguntado a ella: “¿Me querés?”. ¿Por qué persiste-
la pregunta? Porque la verdad podría ser distinta de lo
que afirma la respuesta, nada la asegura.
Les voy a contar ahora un chiste que circula en el ám
bito lacaniano, representativo de nuestro tiempo.
70
In tercera persona, a esta condición imprescindible del
chiste que es la risa del otro. En términos de Freud, los
procesos psíquicos de quien cuenta el chiste y de quien lo
oscucha no son iguales; la comunión que los acerca es la
inhibición que uno y otro padecen; en ambos hay algo que
ostá bajo la barra de la represión, algo que por razones
de estructura no debe decirse. Pero mientras quien cuen
ta el chiste produce un gasto para levantar esa barrera
Freud lo formula así-, un gasto que sustituye el esfuer
zo insumido hasta entonces en la represión, en quien lo
(iscucha ese gasto resulta ahorrado. Queda así energía li
bre en el oyente, que se descarga en la risa.
Esta forma de pensar la cuestión nos parece insufi
ciente. Nosotros decimos que si la dritten Person acepta
escuchar el chiste, es porque sabe de antemano que ten
drá una ganancia de placer y encontrará un goce. Hay,
ildemás, algo que el chiste dice, un mensaje al que la
dritten Person da cabida.
La risa de la tercera persona sanciona el chiste si
iicepta la demanda; lo reconoce como tal cuando devuel
ve a quien lo relata su propio mensaje, ofreciéndole, des
di su propio goce, la posibilidad de un plus-de-goce: si el
chiste que contamos provoca risa, podemos reencontrar
nos nosotros con la risa.
El relato del chiste invoca en el tercero una escucha;
invocación” a la que el tercero asiente como ante una de
manda de escucha. Entonces, escucha una demanda que
lo excede. En el ejemplo más clásico de “famillonario”, tal
demanda se podría parafrasear así: “Reconozca usted mi
derecho a impugnar esta actitud de mi tío el millonario,
reconozca usted mi derecho a hacer un alegato por mi po-
■lición”. El tercero sanciona el chiste con su risa y descu
bre la razón de su aceptación: el goce que la risa revela.
No lo hace por altruismo -conviene no olvidar al prójimo
como inminencia intolerable del goce-; su sanción logra
formas tolerables del goce. Y cabe recordar aquí el valor
71
que puede tener en una sesión canalizar el goce a través
de un chiste.
Desde la perspectiva energética freudiana, la dritten,
Person remeda al otro del amor, remedio que opera allí
donde el Inconsciente y su deseo fracasan. Lacan lo dice
así, en uno de sus últimos seminarios: “L’insuccés de l’Un*
bewusste c’est l’amour”, en un juego de palabras que se
puede leer también de otro modo, pero que bajo esta forma
quiere decir: “El fracaso del Inconsciente es el amor”. El
amor viene a remediar aquello que el inconsciente, en tan*
to lugar del deseo, nunca alcanza como completud. Por eso
subrayé en el chiste de Heine el término “completamente’!
cualidad esperable de un millonario -pero condición impo|.
sible en el parlétre-, Precisamente por eso el otro, la drith1
ten Person, tiene una función de anudamiento.
El Otro con mayúscula, el único al que Lacan se refiel
re en el momento en que trabaja sobre el chiste, ese Otr<J
al que el chiste se dirige, le sirve además para desplega^
su crítica de la intersubjetividad. En este contexto, reí
cuerda un chiste que le había contado su amigo, el poet|
Raymond Queneau, cuyo protagonista es un joven que¡j
iba a dar un examen de historia. Pregunta el profesor:
72
-Bueno, pero dígame algo más específico.
-U n caballo...
-No, era una batalla naval.
-Ah, bueno, entonces atrás caballito.
73
La tesis que intento despejar, porque considero imporj
tante que un analista sea sensible a ella en la direccióifl
de la cura, es que el otro es condición para que haya unoj
para que uno sea uno para que haya “una” estructura, la
estructura de “un sujeto”.
Hay allí un deslizamiento por el cual el sujeto ya no es
tan sólo, como al comienzo, el sujeto del significante. En la
teoría lacaniana el sujeto del significante va dejando lugaíj
sucesivamente, al sujeto del fantasma, diferente del suje|
to acéfalo de la pulsión, a su vez distinto - y aquí avanzai
mos un paso m ás-, del sujeto de la estructura, de una es-
tructura que para Lacan, en los últimos años, es el nudo.
En nuestro recorrido por El chiste y su relación con el
Inconsciente, quisimos destacar esencialmente eso quq
Freud, con su lucidez habitual, subrayó como condición
de la existencia de un chiste, esto es, que no se sanción!
como tal sin la intervención de un otro, de su risa.
Vimos en ese chiste del famillonario, puesto por Heini
rich Heine en boca de un pobre vendedor de loterí^
Hirsch Hyacinthe, que gracias al relato del chiste se abra
paso un reclamo, probablemente rechazado de habersi
presentado de otro modo. Allí tenemos un ejemplo prin
ceps, como tantas veces Freud nos lo propone, para cap'j|
tar el valor de eso que parece nimio y constituye para no-*
sotros, psicoanalistas, nuestro centro de interés, esos dei
sechos de la cultura, ese resto tan poco serio donde se
juega la existencia del sujeto.
Subrayado el valor de esa tercera persona, se vuelví
palmario el hecho de que el sujeto que cuenta el chiste no
pueda lograr ese efecto de reivindicación subjetiva si no ea
gracias a la aceptación del tercero, que en ese instante fon
ma parte de su estructura. ¿Qué nos interesa de esto?
Anticipándome al modo según el cual me proponga
desplegar la cuestión, retomo aquí una frase de Lacaft
que alguna vez subrayamos: “En nuestra experiencia del
análisis, el analista forma parte del concepto del Incondl
74
i
75
ro al olvido. ¿Quién no ha vivido muchas veces la circunsa
tancia de compartir con otros una escena donde alguien,
olvida una palabra o le pregunta a quien está a su lado
el nombre de cierta calle, y el otro se ve arrastrado, se
contagia del olvido?
Voy a leer un ejemplo que cuenta Freud, quien no de
jó de percibir este fenómeno:
Y Freud concluye:
76
sacordes con su personalidad. En síntesis: inconsciente
mente equipara la declaración de “Ben Hur” a una pro
puesta sexual, y, de acuerdo con ello, su olvido correspon
de a la defensa frente a una tentación inconsciente. Tene
mos razones para suponer que parecidos procesos incons
cientes condicionaron el olvido de los jóvenes. El Incons
ciente de ellos aprehendió el olvido de la muchacha en su
significado real y efectivo [...] interpretándolo, por así de
cir. [..] El olvido de los nombres figura un miramiento por
aquella conducta de rechazo. [...] Es como si su interlocu-
tora, con su repentina falta de memoria, les hubiera da
do una nítida señal, y ellos, inconscientemente, la hubie
ran comprendido bien (Freud, 1901: 46-47).
77
que dejáramos de lado los afectos -e l odio, el amor, todo lo
que el posfreudismo fatigó hasta el exceso-; si en los últi
mos tiempos subraya la referencia a los goces, ¿cómo pue
de ser que el psicoanálisis sitúe en el eje de su experiencia
ese neologismo, Vhainamoration? Parece una contradic
ción en el centro de la teoría, cuyo articulador principal
tendría que ser o bien la dialéctica del deseo, o bien algo
que tuviera que ver con la distribución de los goces.
Llegados a este punto, les propongo un esquema que,
como cualquier otro, va a ser insuficiente -lo reconozco-,
para hacer a grandes rasgos una historia del psicoanáli
sis, a través de sus pensadores más importantes.
78
goces; pero en la medida misma en que el análisis consi
gue introducir modificaciones, gracias a una abstención
del ejercicio del goce, se abre la perspectiva de los afec
tos. Lo que se manifiesta como abstinencia en la eficacia
de los goces, se incentiva en el campo de los afectos. Más
aún, no sólo corresponde situar el goce en lo real, sino
también a los afectos.
Hace unos años trabajamos este tema, cuando diferen
ciamos “Affekt” de “ Gefülh” - “afecto” y “sentimiento”- , pro
pusimos entonces el “sentimiento” como la dimensión ima
ginaria del “afecto”, en tanto éste afecta lo real.
Para nosotros, como hoy podemos pensarlo -e s una de
las tantas maneras de decirlo- el campo de nuestra expe
riencia es el del deseo enlazado al amor y al goce. Y este
concepto lacaniano de l’hainamoration nos habla del valor
del amor y el odio para el buen enlace. De un modo más
contundente: sin amor bien enlazado, no hay corte con el
goce parasitario. En francés, siguiendo también subraya
dos de Lacan, diría que la buena épissure (el buen empal
me) es condición para lograr la coupure (el corte).
Luego de lo expuesto, me anima la esperanza -L acan
aseguraba que la esperanza era el mejor camino al suici
dio...- de haber conseguido entusiasmarlos con lo que les
voy a proponer. Tengo presente que los que estamos en
esta parroquia sufrimos de prejuicios al revés. Ustedes
pensarán: ¿con qué se vendrá que trae tantos reparos?
No podemos hacernos los distraídos -p o r lo menos no
es ésa mi opción- ante conceptos como el de “prójimo”,
para nada inocente. El propio Lacan eligió en vida, como
tapa para su seminario Aun, la estatua de Santa Teresa
de Bernini, figura prominente en la mística cristiana,
más específicamente, en la católica.
Hay un texto de Catherine Millot en el cual se refiere
a los goces místicos (Millot, 1986: 59). En Santa Teresa,
se pueden registrar dos formas; hay otras, como la de An
gelus Silesius, perversa, o la de Meister Eckhart, a si-
79
tuar en la perspectiva de una mística de la negación. En
Santa Teresa, según Catherine Millot - y me parece que
es sostenible como hipótesis-, esas dos formas son, por
una parte, el goce fálico y, por otra, un goce “extra”, pro
pio de la mujer. Desde el goce fálico el alma persigue a su
amado y nunca logra alcanzarlo; encontramos allí esa in
finitud, esa insatisfacción que es un tiempo de “Las mo
radas”. En cuanto al otro goce, el que figura en la imagen
que Lacan elige como portada del Seminario 20, indican
do por esa vía un avance en su trabajo teórico, se trata
de un goce suplementario, que excede la dimensión de lo
fálico.
El recorrido que estamos haciendo no se identifica con
una alternativa entre uno y otro, sino que implica algo
más. ¿Dónde puedo registrar ese otro goce? La respuesta
va a ser, al mismo tiempo, un enigma. Lacanianos rigu
rosos suelen decir “La mujer es el síntoma”, y otros, no
menos estudiosos, “La mujer es el sinthóme”. Unos y
otros se refieren a distintos lugares en la teoría, donde
aparecen esas afirmaciones. Los primeros se remitirán al
seminario R.S.I., en tanto los segundos citarán Le Sint-
hóme. En este último caso, tenemos dos posibilidades, ya
sea que abordemos la cuestión exclusivamente desde una
perspectiva fúlica o bien que consideremos en ella algún
otro aspecto. Y es en relación con esto último, que no se
reduce al goce extra de la mujer, aunque se le aproxima,
que tenemos la intención de avanzar.
80
5. POR EL AM OR DE DIOS
81
drían preguntarse: “Este señor, ¿por qué viene y nos pro
pone esto de la invocación del otro para hacerlo advenir
a la condición de prójimo?”. En este caso seré yo quien
tendrá que dar una respuesta.
Sabemos que ese mandato, “Amarás a tu prójimo co
mo a ti mismo”, tenía la virtud de enardecer a nuestro
padre simbólico, Sigmund Freud, quien lo consideraba
contranatura, insostenible para el ser humano: cómo voy
a amar al prójimo según lo propone el cristianismo,
cuando ese prójimo no se caracteriza por ser bueno; muy
por el contrario, me da pisotones, codazos, me incomoda.
Es una fórmula que no parece regulada según los crite
rios de la justicia.
Por otra parte, si la cuestión del prójimo tiene su his
toria en el psicoanálisis, sus antecedentes se remontan
más allá del cristianismo. Ya en el Antiguo Testamento
encontramos sentencias al respecto.
82
lacanianos respecto del psicoanálisis, la emergencia de
una nueva escuela, o realmente implica una revolución
en la historia de nuestra cultura? Si la alternativa fuera
ésta, ella nos concierne muy de cerca como sujetos -algo
que podemos intuir por el tiempo de su duración, nada
menos que dos mil años-.
¿Qué sería lo específico del cristianismo?
Para abordar esta cuestión, contamos con un libro que
se titula, en sueco, Eros Og Agape. El título es casi trans
parente para los lectores de lengua hispana, Eros y Agape ;
su autor, de una lucidez increíble, es Anders Nygren. El
texto fue publicado en Lund, Suecia, en 1930. La traduc
ción al castellano está fechada en Barcelona, 1969, y reco
miendo con fervor su lectura, porque resulta estimulante
la honestidad con que Nygren elabora y formula cada pre
gunta. Es uno de esos autores cuya amistad hubiese apre
ciado, más allá del grado de coincidencia con sus ideas -e n
este caso, se trata de un hombre religioso, piadoso y, en lo
que me concierne, no es la perspectiva que comparto.
Este libro sugiere, desde el título, que vamos a inte
rrogar algo crucial para nosotros, psicoanalistas ubica
dos en la perspectiva lacaniana, como es el contrapunto,
sin negociación posible, entre dos formas de amor: aquel
sobre el que discurriera Lacan en su seminario sobre la
transferencia, cuyo referente esencial es el “eros” plató
nico, y el amor cristiano, el “agape”.
Más de una vez subrayé que era discernible en el tex
to freudiano algo que di en llamar su socratismo, situado
básicamente en el espíritu de la tesis que Diotima, la sa
cerdotisa, le enseñara a Sócrates acerca del amor. Plan
teada en una anfibología donde amor y deseo por momen
tos coinciden, no se distinguen, importa la lógica en la
que dicha tesis se sostiene: el sujeto desea aquello de lo
que carece. Queda situado así el valor propiciatorio de la
falta. Sólo en función de lo que me falta, me instituyo co
mo sujeto del deseo.
83
Calificar de platónica una forma de amor no implica
negarle su dimensión carnal; el amor platónico no recla
ma la exclusión absoluta de la carne en todo su recorri
do, sino exclusivamente en el final, y ésta es la diferen
cia más importante respecto del amor cristiano.
La falta que está en ju ego en el eros, desde la perspec
tiva psicoanalítica y sin entrar por el momento en la an
fibología entre amor y deseo, no es autogestante. La fal
ta se inaugura porque hay una ley que prohíbe un goce.
El amor al prójimo -e n la perspectiva cristiana, no así en
la ju d a ica - tiene la estructura del agape.
En la tradición judeocristiana, cada año se consagra
una semana a la festividad del Svcoth (“Las Cabañas”,
en castellano). Durante esas fiestas se construyen unas
casitas muy pequeñas, que suelen ser muy gratas para
los niños, adornadas por madres o abuelas con serpenti
nas o con guirnaldas, y cuyo techo tiene que estar leve
mente cerrado y poseer suficientes aberturas para que se
vean las estrellas. Es una manera de hacerle presente al
creyente que por más bienes que tenga en la tierra, siem
pre estará desprotegido ante el poder de Dios. Esas fies
tas incluyen también una ceremonia durante la cual se
establece que hay cuatro tipos de judíos: aquellos que ha
cen las obras buenas y leen la ley -e n hebreo se dice que
cumplen los Mitzvoth y leen la Toráh—; aquellos que ha
cen obras buenas, cumplen los Mitzvoth, pero no leen la
Toráh; aquellos que leen la Toráh, pero no hacen obras
buenas, y por último, los judíos que ni hacen obras bue
nas ni leen la Toráh. Ese rito afirma que todos son judíos,
pero postula un límite: se trata sólo de judíos.
En cambio, el mandato cristiano dice “Amarás al prói
jim o como a ti mismo”, y eso incluye a justos e injusto^
a tus amigos y a tus enemigos... ¡Al pueblo enemigo! Es
enorme la magnitud de esta propuesta. Recuerden que a
Freud lo enardecía porque, como ya hemos subrayado, la
consideraba absolutamente contranatura.
84
Interrogar esa otra forma de amor que es el agape, im
plica hacem os cargo de una pregunta: ¿nos concierne en
algo?, ¿podría modificar en algo nuestra perspectiva del
sujeto y hasta nuestra focalización de los recorridos conve
nientes en una cura? Vayamos al texto de Nygren y a las
citas del Nuevo Testamento en las cuales se basa. Nuestro
autor advierte que no va a exponer desde una perspectiva
filosófica, sino religiosa. Allí donde el filósofo apela a la de
mostración, él se situará en el campo de la revelación.
Desde mi lectura, esto implica no discutir el valor de lo
que está en el Evangelio, sino avanzar en su interpreta
ción. Comparemos esta propuesta con un trabajo de índo
le totalmente distinta, como es La teoría pura del Derecho
de Kelsen. Cuando este autor establece su tesis mayor al
respecto, afirma que el valor de la ley, de no arraigarse en
una decisión divina o bien en una decisión natural - “...
porque es acorde a la naturaleza del hombre”- , se acuer
da como valor cultural, valor decidido por decreto. La úni
ca posibilidad de establecer si una ley es buena o es mala
supone considerar su grado de acuerdo con la “magna ley”
-por ejemplo, la constitución en nuestro p a ís- o el conjun
to de leyes que una comunidad acepta como referente ma
yor para ser regida. No se discute el valor último de la ley,
sino el acuerdo de las leyes con la “primera ley” que surge
de una decisión tomada a partir de un pacto.
Queda claro entonces que Nygren sólo alude al pacto
con Dios, acepta la palabra divina, ese gran Otro Divino
que inspiró a los apóstoles; lo único que se propone hacer
es interpretarla.
Según su tesis mayor, la historia del cristianismo no
es lineal; muchas veces se ha obturado por la inmixión
del eros platónico en ese concepto nuevo del amor que es
el agape cristiano. Inmixión especialmente evidente en
la mística católica. Si nos remitimos al Nuevo Testamen
to, veremos allí un concepto del amor al que no estamos
acostumbrados. Lo hemos escuchado desde niños, habita
85
en nosotros al modo del lema “Las Malvinas son argenti
nas”, es insoslayable, pero difícilmente hayamos reflexio
nado acerca de él. Comencemos por el Evangelio según
San Lucas.
E l g ra n m a n d a m ien to
Se levantó un legista, y dijo para ponerle a prueba:
“Maestro ¿qué he de hacer para tener en herencia la vi
da eterna?”.
Él le dijo: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?”.
Respondió: “Amarás al señor tu Dios con todo tu cora
zón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y toda tu
mente; y a tu prójimo como a ti mismo”.
Díjole entonces: “Bien has respondido. Haz eso y vivi
rás”.
86
Viraje esencial, el mandamiento ya no es “amarás sólo
a los de tu pueblo”, sino que incluye a los del otro pueblo,
a los enemigos. Cuesta captar la magnitud de este cambio.
Quien lo subrayó, quien lo sostuvo con toda energía fue
Pablo, el artífice de los que serían los pilares de la ética y
la moral cristianas. En su Epístola a los Gálatas escribe:
87
escándalo para los judíos y una locura para los paganos.
[...] El que la Cruz de Cristo tenga tanta importancia pa
ra San Pablo es debido a que, según él, la Cruz es preci
samente el signo de esa nueva comunión con Dios que es
el cristianismo, así como la Ley era el signo de la comu
nión con Dios antes de la venida de Jesucristo (Nygren,
1969: 110).
[...] el amor divino, no sólo como una idea del amor, sino
como la más poderosa de las realidades, como un amor
que se sacrifica a sí mismo, el amor que se entrega a los
más perdidos y a los que han caído más bajo.
[...] Es el camino de la ofrenda religiosa; ante Dios, sólo
conviene al hombre una cosa: la humildad (ídem, págs.
114 y 115).
88
amor indiscriminado. Contaré a mi modo una de ellas, co
nocida como “La parábola de la vendimia”:
89
menor le pide que reparta la fortuna y le dé la parte que
le corresponde. Con ese dinero se va a otra comarca y lo
gasta en prostitutas, se convierte en libertino, hace ma
los negocios, queda en la absoluta miseria. Trabaja luego
como jornalero; come menos que los puercos, hasta que
decide retom ar a su casa y pedirle perdón al padre por lo
que hizo. Piensa rogarle, además, que lo contrate como
jornalero -p o r lo menos, los que trabajan en el campo de
su padre tienen para com er-. Cuando se acerca a la ca
sa, el padre, que lo ha visto desde lejos, se emociona y or
dena que le traigan su m ejor atuendo, que sacrifiquen un
novillo y le organiza una fiesta. Lo recibe con un abrazo
y lo reconoce nuevamente en el lugar de hijo. El hijo le
pide perdón y formula su demanda de trabajo. El padre
le responde: “Te perdono y tú eres mi hijo”.
El hermano mayor, muy irritado, le dice al padre: “Es
to no es justo; mientras que yo estuve siempre contigo,
mi hermano dilapidó la fortuna, vivió fuera de la ley y
ahora lo recibes con una fiesta”, a lo que el padre respon
de: “Tú siempre estuviste conmigo y seguirás estando
conmigo, pero tu hermano estaba muerto, ahora retorna
a la vida y por eso debo hacer una fiesta”.
Desde el punto de vista de la piedad, el gesto del pa
dre nos conmueve, pero desde la perspectiva del hijo ma
yor sentimos que algo no “cierra”, que éste tiene razón, el
hermano menor transgredió todos los preceptos y la re
cepción que le es ofrecida nos produce rechazo.
El relato de esta parábola pone en evidencia un aten
tado a la ley judaica, que explica por qué Cristo fue con
denado a la cruz. Ésa es la verdadera razón, y no la de
haberse anunciado como Mesías, cosa que nunca hizo. Se
trata de un atentado que desquicia el valor de la ley, los
pilares éticos de la sociedad, mediante intervenciones
que parecen ser una invitación a la vagancia o al pecado
- “Los últimos serán los primeros”, para no citar sino
una-.
90
¿Cristo estaba completamente equivocado, o en todo
esto hay algo nuevo, difícil de aprehender? Para discul
par semejante duda y seguir adelante con nuestra pre
gunta, digamos que en la misma tradición cristiana esta
novedad tiende a quedar velada. Son muchos los grandes
pensadores que alinean en una misma perspectiva las
reflexiones de San Pablo, Dante, Pascal. Sin embargo, en
Dante puede observarse una tendencia a conjugar el eros
platónico, mientras que en San Pablo es tajante la rei
vindicación del amor cristiano, el agape, totalmente dis
tinto del eros helénico, diferencia en la que insiste Ny-
gren, como tesis de base.
De hecho, no cabe duda de que eros y agape pertenecie
ron a mundos espirituales originariamente disyuntos. En
tre ambos se abre un abismo en principio infranqueable.
No representan los mismos valores, y por consiguiente no
pueden sustituirse uno al otro en ningún caso (ídem: 23).
Vemos que la tesis de nuestro autor es fuerte y au
menta el valor del enigma: ¿a qué lógica responde esta
nueva forma del amor?
Nygren plantea cuestiones de método y son precisa
mente estos pasajes los que nos deparan una lectura gra
ta, por la apertura de su pensamiento y la rigurosidad de
su exposición. Advierte que no se trata de hacer una fe
nomenología de las religiones ni de buscar coincidencias
descriptivas entre ellas, indicando, por ejemplo, cómo la
palabra “prójimo” - o la máxima “Amarás a tu prójimo co
mo a ti mismo”- se encuentra también en el Antiguo Tes
tamento, porque no tiene el mismo sentido en uno y otro
texto, en una y otra tradición. En efecto, la cultura y el
universo religioso en el que se inscriben son diferentes.
Por el contrario, se trata de descubrir cuáles son los fun
damentos de una y otra perspectiva.
Tomando distancia de lo que podría considerarse una
posición empirista, Nygren aclara cuáles son los funda
mentos de la intuición a la que procura responder:
91
La misión del estudio de las religiones no se limita al in
ventario de las representaciones existentes, de las acti
tudes, etcétera. Su objeto principal será, por el contra
rio, destacar lo característico y específico de las mismas.
92
ter (“amarás también a tu enemigo”) de la comunión
cristiana con Dios (ídem: 60).
93
aquí el autor se enfrenta con un problema lógico-: ¿podría
llamarse agape al amor de la criatura hacia Dios? No del
todo, responde, porque no es completamente inmotivado
nuestro amor hacia Dios, en la medida en que nosotros
queremos que Él nos ame. Por eso Pablo reserva el térmi
no “agape” para el amor de Dios hacia nosotros, en tanto
a nuestra relación de amor hacia Dios la llama “pistis”,
que en griego significa fe. Am or de Dios, fe de la criatura.
Este amor divino tiene una cualidad digna de adver
tir. En efecto, si se fundara en el mérito, supondría una
escala de valores que determinaría qué es lo que merece
ser amado y en qué medida. En cambio, coíno ilustra la
parábola del hijo pródigo, es el amor de Dios por sí mis
mo el que instituye el valor, es por el amor de Dios que la
criatura vale, no es porque ella vale que Dios la ama; se
trata de un amor “creador” de valor. Cualidad que tam
bién debió resultar indignante para la tradición judaica,
cuyo/Dios se enardece cuando la criatura se aparta de la
Ley/ y la castiga. También la elige, ya que fue Dios quien
escogió a un pueblo y i " > a otro; y así como hay una prue
ba de amor que surgió Jde Dios, cualquier inobservancia
provoca su severidad, sus rayos, sus plagas.
94
distinto de aquel al que estábamos acostumbrados, tan
distinto que hasta se perfila allí un modo de enlace con
el otro donde “hay relación sexual” -a lgo que ya anuncia
mos en un trabajo precedente-. Nosotros estamos habi
tuados a la vulgata según la cual lo Real en Lacan se de
fine en términos de “No hay relación sexual” , esto es, no
hay proporcionalidad entre el goce de uno y otro sexo. Sin
embargo, Lacan también considera que el encuentro con
el otro permite que haya relación sexual - y entiendo que
esta afirmación tiene que ver con la propuesta que ven
go desarrollando aquí-.
Prosigamos con nuestra puntuación del texto de Ny-
gren, que nos llevó a una forma del amor que no es la que
nosotros, psicoanalistas, estamos acostumbrados a pen
sar. Para ello vamos a recorrer un cuadro comparativo
que el autor nos propone entre el amor del agape y el
amor del eros. Intento desplegar una variable del amor
que nos puede servir para interrogar algo aparentemen
te m uy simple: ¿por qué necesitamos un amigo?
Una de las condiciones constitutivas de la relación de
amistad es la de excluir la obtención de un beneficio en
términos de objeto, cualquiera sea su forma. A diferencia
del amor, donde todavía se podría pensar que está e n ju e
go el objeto sexual, la amistad prescinde de él. La senten
cia según la cual “El hombre es el lobo del hombre” se
opone a estas consideraciones sobre el agape, al mismo
tiempo que recuerda que desde los comienzos de la hu
manidad fue aceptado que el ser humano no era precisa
mente un ángel. Allí está el relato de Abel y Caín para
poner en escena esa condición, ya desde los orígenes. Pa
rece más difícil de admitir, en cambio, que otro hombre le
es siempre necesario al hombre. La amistad sería una de
las formas que reviste esa necesidad.
Es posible formular la idea de otro modo: Freud, a pe
sar de su aspecto de señor burgués, era bastante subver
sivo en su pensamiento (como decía Lacan: “Me dicen lo-
95
co, pero el verdadero delirante fue Freud”). Todo su pen
samiento lo demuestra, desde el descubrimiento de la se
xualidad infantil, hasta el análisis que asigna al lapsuQ
un valor y un sentido reportables a la verdad del sujeto^
No es este el lugar de enumerar sus descubrimientos, pe
ro sí de recordar que Freud no pregunta, como alguno^
de quienes fueron sus seguidores, por qué será que tal
mujer o tal hombre buscan una relación fuera de su pa
reja. A la inversa, él plantea: ¿por qué razón tal mujer o
tal hombre aman solamente a un hombre o a una mujeril
¿En qué consiste eso que llamamos amor?
Cuando recorrimos los Evangelios y nos referimos a
las parábolas, nos encontramos allí con algo que recuer
da la ley, pero la excede, sin desatar por ello la arbitra*
riedad. Guarda con la ley una relación de sustitución que
imprime eficacias. ¿Qué implica para nosotros -lo digo
para estimularlos, para que soporten lo que supone
avanzar en esta perspectiva- ese mandamiento que re
sume toda ley, según el cual amarás no sólo a los amigoSj
a tus semejantes, sino también a los enemigos? (Dicho*
con otras palabras: un amor dirigido al otro absoluta^
mente otro.) En nuestra terminología: se trata de amar
al “otro” radicalmente “otro”, que guarda la opacidad de
sus designios; si al semejante puedo suponerle una in
tención, hay en el otro una opacidad que no alcanzo. Eso
es precisamente lo que afirma la frase de Lacan: “El pró
jim o es la inminencia intolerable del goce”.
Nygren explica: “Cuando se revelan el amor y la bon
dad espontáneos, el orden del derecho queda anticuado^*
(Nygren, 1969: 83). Evoca entonces la parábola del hijo
pródigo, que “atestigua el amor espontáneo e inmotivado
de Dios”. Y por si alguien quisiera poner en duda esta
cualidad del amor divino que la parábola subraya, apare
ce en segundo plano “el hijo mayor, como representante
del orden de derecho” (ibídem).
Nygren destaca como rasgos característicos del agape
96
cristiano, del amor divino, su carácter ilimitado y su in-
condicionalidad -q u e podemos considerar, en este con
texto, como sinónimo de inm otivado-. Esa fiesta que el
padre le hace al hijo pródigo no tiene razón de ser si qui
siera fundarse en los méritos de aquél. “Quien ha recibi
do gratuitamente el amor de Dios, está llamado a com
partirlo gratuitamente con su prójimo” (ídem: 84).
En cuanto al eros que estamos interrogando y cuestio
nando como única forma de amor, es el que permite que
el deseo avance desde la demanda incondicional del Otro
a la condición absoluta del objeto del deseo. El objeto cau
sa del deseo tiene sus condiciones, que implican lo singu
lar o, como plantea Hegel, la conjunción de la ley univer
sal con lo particular. En el deseo retorna la especificidad
de lo que en el ser humano como viviente está perdido, la
univocidad del objeto de la satisfacción para el instinto.
Términos simples: cuando un niño formula su demanda
de amor bajo el modo de “Mamá, traeme un té”, sabemos
que no se trata de un té,que éste no es más que la excu
sa para la presencia de la madre, prueba de su amor. En
cambio, en la dimensión del deseo, el objeto causa del de
seo reintroduce la singularidad de sus atributos.
El amor del eros se funda en la justicia; reconoce que
es conveniente para el ser humano avanzar de lo peor a
lo mejor; propone una escala de valores, según la cual
“debes dar cada vez un pasito más que te acerque a la
bondad extrema, a la belleza extrema”. Muy diferente
del mandamiento cristiano, que supone amar a la peor
de las prostitutas, al peor de los bandidos -algo incom
prensible desde la otra perspectiva-.
Para nosotros, todo esto quiere decir que aquello a lo
que apuntamos en ese encuentro con el prójimo, allí don
de nos resulta necesario, no es definible en términos de
bienes, no se trata de objetos sino de algo más radical. En
efecto, ¿qué comparación puede establecerse entre la
acumulación de bienes y la salvación de mi existencia?
97
Pero, a diferencia de la ética cristiana, entendemos que
no se trata de justificar esa existencia en otro mundo, si
no en nuestra vida cotidiana. Por eso es que a veces,
cuando encontramos un teólogo - o alguien capaz de una
aguda reflexión religiosa-, nos resulta mucho más fácil
conversar con él que con un yuppie, aunque sea irreme-*
diable la distancia que nos separe cuando nos despida^
mos. Esto es así porque el religioso advierte la diferencia
entre el cúmulo de los objetos de deseo y lo que atañe al
fundamento de su existencia.
A propósito de lo señalado, me contaba un amigo so
bre la visita que hizo a unos familiares a quienes no veía
casi desde su nacimiento, y que viven actualmente en la
judería religiosa de Nueva York. Se encontró con una tía,
que sólo por el amor de tía lo recibió, ya que para ella él
era un hereje irremediable, condenado al peor de los in
fiernos. Aprovechando la confianza, él le preguntó: “¿Por
qué te dedicas a la religión?”. Y la respuesta fue: “Entre
el deporte y la música, preferí la religión”.
98
crea la condición del amor al prójimo, al hacer de la cria
tura un ser amado.
Escribe Nygren:
Amar a los hombres por amor de Dios -tal fue hasta aho
ra el sentimiento más noble y remoto alcanzable entre
humanos-. Que el amor hacia los hombres, de no existir
algún trasfondo de santificación, es una estupidez y una
bestialidad más, que la tendencia hacia ese amor huma
nitario necesita recibir de una tendencia superior su me
dida, su calidad, su grano de sal y su toque de ámbar...
¡quien quiera que fuese la persona que comprendió y
“experimentó” esto por primera vez, por mucho que tro
pezase su lengua al tratar de expresar una cosa tan de
99
licada, sea por siempre santa y digna de veneración pa
ra nosotros, como el ser humano que hasta ahora ha vo
lado más alto y ha sufrido el más hermoso error! (ídem:
92).
100
Decir que si el hombre se ama necesariamente a sí mis
mo, no puede amar a Dios con amor desinteresado, es ol
vidar que amar a Dios con desinteresado amor es para el
hombre la verdadera manera de amarse a sí mismo. To
do el amor propio que guarde lo hace diferente de ese
amor de Dios que es Dios; todo el amor por sí mismo que
de suyo abandone, lo hace, por lo contrario, semejante a
Dios. Y por ahí se hace semejante a sí mismo (Gilson,
1981: 276).
101
nos”. Si Cristo es el sujeto, “el agape es un juicio contra
el propio yo y la vida centrada en los intereses del mis
mo” (ídem: 122-124).
Y agrega luego:
102
no es la cristiana: comienza por el encuentro de un cuerpo
bello, para seguir con la multiplicidad de los cuerpos be
llos; esto es, no excluye el amor cam al, aunque es apenas
un primer paso. El pasaje opera de un cuerpo bello a mu
chos, para acceder a la belleza como idea, que nos permi
te, a su vez, ascender a las formas superiores del espíritu
hasta el encuentro con la Idea, allí donde lo que en noso
tros pervive de la divinidad se encuentra por fin con ella.
El objetivo es la reunión final del alma y la divinidad, su
fusión. Se trata de la doble naturaleza del hombre, del ori
gen y la calidad divinos de su alma, así como de su libera
ción respecto del mundo sensible y su ascensión hacia la
patria divina de la cual es originaria, desarrollo que re
cuerda ciertas formulaciones de la mística católica.
Hagamos un cuadro comparativo entre el amor según
esta perspectiva helénica y el agape. En el eros, el hom
bre está en el centro de las relaciones que lo unen a la di
vinidad; la distancia que lo separa de ella no es infran
queable. Las naturalezas humana y divina son semejan
tes: un ser humano bien puede ser una criatura divina
fortuitamente tentada y distraída por las realidades sen
sibles que la rodean. Volver a sí mismo, desde esta pers
pectiva, es volver a Dios; tal es la orientación natural de
la satisfacción y la felicidad del hombre, no hay solución
de continuidad entre lo humano y lo divino. Por grande
que pueda imaginarse la diferencia entre uno y otro or
den, ella seguirá siendo relativa; siempre queda abierta
la posibilidad, para el ser humano, de elevarse poco a po
co hasta alcanzar un parecido cada vez más grande con
Dios, acercándose progresivamente a la divinidad.
¿Qué sucede en el agape, el amor cristiano? Responde
a una concepción teocéntrica, por cuanto todo se mueve
en ella alrededor de Dios. Existe una línea absoluta de
demarcación que separa a la criatura de su creador; la
sola idea de llegar hasta la divinidad representa una
marca de orgullo titánico, que lejos de establecer una re-
103
¡ación entre el hombre y Dios constituye, por el contrario*
el mayor sacrilegio. Sólo Dios puede lanzar un puentes
por encima del abismo; ésa es su gracia, el “amor inmoi
tivado”, cuyo beneficio no se funda en mérito de criatura
alguna, y por eso equivale a la Gracia. No hay verdadera
comunión con Dios, fuera del agape que su Voluntad le
concede al hombre.
Se imponen algunas distinciones: desde la perspectiva
platónica, eros corresponde al deseo, la aspiración al reen
cuentro con el Otro divino, en tanto el agape es entrega de
sí, amor desinteresado. Eros tiende hacia lo elevado; aga
pe vive de la vida divina y por esta razón se atreve a per
der su vida. Eros es la vía del hombre hacia Dios; agape
designa, en primer término, el amor de Dios hacia el hoim
bre. Incluso cuando el agape tiene por objeto al hombre*
revela los rasgos del amor divino. Eros implica el esfuerzo
que supone la salvación por obra del hombre; agape es so
beranamente independiente de su objeto, se dirige tanto a
justos como a pecadores, es amor no motivado. Eros equiij
vale a un amor egocéntrico, una especie de afirmación de
sí en su forma más alta, más noble, elevada y sublime!}
agape ama y crea el valor de su objeto. Cuando Dios nos
ama, en primera instancia ama a pecadores, y la valoran
ción de la que podemos ser objeto obedece a ese amor. Eros
quiere conquistar su vida, una vida divina e inmortal!
agape equivale a sacrificio. Aun cuando tenga por objeto a
Dios, eros revela los rasgos del amor humano. Agape, en
cambio, es la vía de Dios hacia el hombre.
Una vez hechas estas distinciones, sería lícito preguni
tarse qué tiene que ver esta referencia a Dios con noso
tros, que partimos del aforismo según el cual “el Otro no
existe”, extremado a veces en términos de: no hay goce
del Otro porque no hay Otro.
Hace un tiempo afirmé con ironía que todos nacemos
creyentes; la inexistencia del Otro no está al comienz(|
sino que es el producto de una operación que denominé
104
“exhaustación del Otro”. Avanzar desde esta perspectiva
en la dirección de una cura es, al mismo tiempo, encon
trarse con “la imposible exhaustación de lo real”, como
afirma Lacan. Hay otro que nos comanda, que no es el
Otro, sino lo real de la pulsión. Advertirán que el recorri
do que propongo semeja el que nos enseña Lacan, cuan
do se acerca a Saussure, a Jakobson o a la topología. Re
conoce entonces que sin Saussure y los conceptos de la
lingüística -e l significante, el significado, el signo-, ja
más hubiera podido hacer nada. Pero a poco de andar nos
damos cuenta de que la teorización lacaniana se aparta
de la propuesta de Saussure. Para algunos, esto respon
de al hecho de que el elogio no era más que una táctica
-pero están equivocados-. Si Lacan puede proponer una
inversión del signo saussuriano -e l significante arriba, el
significado abajo, sin el óvalo que los encierra en una re
lación biunívoca- es gracias a la formulación de Saussu
re. Nosotros, por nuestra parte, podremos avanzar en al
go distinto del sacrificio que pide el agape cristiano pero
no vamos a renegar del valor presente en los textos del
pensador cristiano.
105
rabie del goce. Estamos inmersos en una tradición cultui
ral que nos ha transmitido con insistencia, desde que na
cimos, “Amarás al prójimo como a ti mismo”. Se trata de
un precepto que en el contexto cristiano reclama, llevadd
a su extremo, la abstención de la carne para la salvacióii
del alma. Desde nuestra perspectiva, la carne implica el
registro pulsional, y como tal, es inexorable. Por lo de
más, nuestra cuestión no es precisamente la salvación
del alma, a la cual consideramos una variante de la afir
mación yoica. Decimos “no” a la abstención de la carne
para la salvación del alma; decimos “sí” a la canalización,
del goce que justifica la existencia. Paul Valéry, citado en
la Subversión del sujeto y dialéctica del deseo, afirma;
“Estoy en el lugar desde donde se vocifera que «el univer
so es una falla en la pureza del no ser»”. Y Lacan puntua
liza; “Y esto no sin razón, pues de conservarse, ese lugar
hace languidecer al ser mismo; se llama goce y es aquel
cuya falta haría vano el universo” (Lacan, 1966: 819).
Desde nuestra perspectiva, que no busca el sentido en
un Otro que lo garantice, ¿dónde se fundaría la razón pa
ra soportar los dolores de la existencia, la impureza del
ser? Según Lacan, en la obtención de una cuota de goce.
Así, el amor al prójimo designa mi necesidad del prójimo.
Aprendemos muy temprano que el hombre es lobo del
hombre -sabem os que conviene guardar nuestros jugue
tes cuando viene el am iguito...-; pero difícil es reconocer
-dificultad que nos concierne a todos, pero desgraciada
mente aún más a algunos intelectuales de izquierda-
cuánto necesitamos al otro. Como señala muy bien Todo-
rov, refiriéndose nada menos que a Georges Bataille y a
Maurice Blanchot, “ellos pueden llegar a reconocer has
ta el extremo la maldad del ser humano, pero lo que no
pueden admitir es cuánto precisan del otro para soste
nerse en la vida, sería confesar su dependencia del otro”.
En esa misma perspectiva se alinea Montaigne, para
quien lo más recomendable es retirarse a un castillo y
106
prescindir del otro; sin duda, entendemos que se refiere
a prescindir del otro que aturde. Pero, ¿igualamos el otro
sólo a eso? El ser humano ama al prójimo porque precisa
de él para canalizar el goce que justifique la existencia,
la inminencia del goce y aún más, cuando un análisis lle
ga a los tramos finales -estoy hablando de la exhausta-
ción del Otro y la imposible exhaustación de lo real-, fun
da la demanda necesaria del otro. Hasta el rockero de
apariencia más hostil precisa por lo menos de otro como
él con quien compartir esa actitud. Añado en consecuen
cia: esa imposible exhaustación de lo real, esta necesaria
canalización del goce que justifique la existencia, que
funda la demanda necesaria del otro, tiene un antece
dente: la demanda incondicional del Otro primordial.
Abro a propósito de ella una pregunta: ¿cuando una
madre quiere un hijo, solamente quiere el falo que el pa
dre no le dio? ¿El amor se reduce a eso? Vamos a volver
sobre este punto más adelante, a propósito del tema del
amor de madre en Medea, la tragedia de Eurípides.
Estamos interrogando lugares cliché de nuestra teo
ría. Se trata, cuando hablamos del amor al prójimo, de
algo que escribimos así:
A —-— a
107
jeto sale de su fijación fantasmática al objeto de goce del
Otro. Se juega allí esta cuestión: ¿qué pasa con la pulsión
en alguien que llegó al final de su análisis? Avanzo un po
co más y pregunto: ¿cómo distribuye su goce con los otros
con quienes comparte la escena?
Anticipemos: el Otro primordial, cuando desea un hi
jo, puede desearlo como el equivalente de ese lugar que
escribimos con esta letra O (falo). ¿Pero es sólo eso?
Trabajando los tres registros del llamado paradigma
lacaniano, el de lo Imaginario, lo Simbólico y lo Real, en
contramos que define lo Imaginario por la consistencia;
lo Simbólico aparece situado en algunos momentos como
agujero, en otros como la insistencia, el significante que
retom a; en tanto es inherente a lo Real la existencia, lo
que ek-siste, aquello que está fuera de lo Imaginario y lo
Simbólico. En los últimos años, cuando redefine la es
tructura, concibe un nudo constituido por los tres regis
tros. Todo el nudo pasa a ser entonces lo Real, lo Real de
la estructura.
Recuerdo aquí un texto clásico de Freud, La negación^
(Freud, 1925: 251), que describe el juicio de atribución y
el juicio de existencia. El primero predica los atributos de
un sujeto, puede decir entonces que una madre tiene o no
tiene falo. Por la vía del segundo, el sujeto busca en lo
real el objeto que coincida con su representación. A mi
entender, es el objeto que lo constituye como existencia»
Cuando me dirijo al otro, lo invoco como prójimo, busca
en él algo que atañe a mi existencia. Entonces, “Amarás
al prójimo como a ti mismo” no quiere decir “como a tu
yo” -coincidim os en esto con el agape cristiano-, se trata
de algo inherente a mi ser.
Habíamos dicho que es por la invocación que el otro ad
viene a la condición del prójimo. Subrayamos la frase de
Lacan - “El prójimo es la inminencia intolerable del goce”-
para indicar que nada asegura el valor del encuentro. No
acordamos con la hipocresía de un acuerdo armonioso y
108
garantizado a priori, ni aceptamos la coartada del inexo
rable triunfo del mal que todo encuentro representaría.
En una ocasión escuché una exposición según la cual
el semblante, en tanto cubierta de ese pedazo de real que
es el objeto a, sería cubierta del horror. Y me preguntaba
si acaso no es también cubierta de una tentación que le
da gusto a la vida. Es decir, el carácter inexorable de esa
afirmación ¿no es un fantasma neurótico? El neurótico,
que todavía cree que hay Otro, no puede reconocer que
busca en el otro algo que le es necesario y le da gusto a
su existencia.
En cuanto al goce y sus destinos, voy a ir situando di
versos lugares donde podemos encontrarlos. Por un lado,
el goce en tanto sexual es fálico, sentencia lacaniana con
la que estamos de acuerdo. Pero ese goce no es el único:
hay un goce a-sexuado, cuyo paradigma es lo que se deno
mina en psicoanálisis la “perversión polimorfa del varón”.
Nadie diría que es un hombre mal constituido aquel que,
parado en la vereda con sus amigos, en lugar de exclamar
“¡Qué bella dama viene por allí!”, dijera, por ejemplo,
“¡Qué rebanada de salmón!”; se trata de un goce asexua
do, donde el objeto a se sitúa como tentación o anzuelo.
En el goce perverso, cuando hablamos de la perver
sión como estructura, el sujeto se ubica en la escena, por
decisión, en el lugar del objeto a. En cualquiera de las pe
lículas que ustedes conocen, en las que aparezca la figu
ra de la histérica con el maestro perverso, estructura clá
sica, la histérica aprende y el maestro siempre ofrece lo
mismo: “Yo tengo el instrumento del goce y el saber acer
ca de ese goce del que careces” ; esta oferta suele tener
bastante éxito.
Hay otro goce que Lacan escribe así:
S(A)
Lá femme
109
Un goce al cual tiene opción de apuntar la mujer en el
encuentro sexual, que Lacan nombra como goce extra de
la mujer o goce suplementario. Formulación que nos per
mite salir de cierto reduccionismo anatómico al que con
ducía la tradición psicoanalítica, cuando planteaba la di
ferencia entre goce clitorideano y goce vaginal, algo ab
surdo porque en el momento del goce - y aun para el va
rón-, es el sujeto el que resulta concernido, no se trata de
un problema de anatomía. Queda claro en francés, idio
ma que para referirse al goce masculino habla de “la pe
queña muerte”: no es un problema de localización de ór
ganos. El goce extra convoca un enigma, sin duda estimu
lante para la reflexión teórica, como es el de saber en qué
consiste la lógica que lo funda. Goce de la mujer, indica
en ella lo que excede a la ley, al orden fálico. Hablar de
orden fálico y de ley, para nosotros, es equivalente.
También podemos situar una relación con el goce en
términos de santidad. Es aquella que Lacan pretende pa
ra el analista. Lo que caracteriza la posición del santo
-a seg u ra - es su posibilidad de valorar como irrisoria
cualquier oferta de los pequeños goces, los a-premios de
la pulsión.
Tenemos, por último, aquello que más nos interesa en
este punto del trabajo y que atañe al sinthóme. No se
trata de un goce, sino de su condición. Sinthóme, tal co
mo lo escribe Lacan, se opone a síntoma, viene a reme
diar algo fallado que el síntoma denuncia. El síntoma
supone una ostentación desmesurada en el orden fálico;
es una manera de admitir, en nuestra terminología, lo
que San Pablo dice muy bien en la suya: “Es la ley la que
nos hace pecadores” . El síntoma es lo que no anda bien
en lo real por efecto del registro simbólico, es un produc
to del orden, de la ley. El sinthóme, en cambio, procede
de otro registro.
Cuando Lacan afirma, en el seminario Le Sinthóme,
en el que aborda el concepto, “la femme c’est le sinthóme”,
110
está diciendo que un viviente puede ir a ocupar ese lugar,
el de un cuarto anillo que remedia una falla en la estruc
tura. Es también así como sitúa la escritura de Joyce. El
sinthóme es un remedio, como el síntoma lo era para
Freud. En el caso de Joyce, su escritura adquiere valor
de ego; viene a remediar la carencia de hecho del Nom
bre del Padre.
Que “la femme c’est le sinthóme” vale para la estructu
ra psicótica, y también para la neurótica. En el semina
rio anterior, R.S.I., había hablado de la mujer como sín
toma. Por mi parte, considero que puede serlo si se sitúa
de un cierto modo, o sinthóme si se sitúa de otro.
Según la tesis que me importa trabajar, y que voy ade
lantando aquí, esas ocasiones en que “la femme c’est le
sinthóme” constituyen un buen ejemplo de cómo el próji
mo podría sernos necesario. Esto es, el prójimo situado
como eso necesario a mi existencia, funciona del mismo
modo que la femme cuando Lacan enuncia que es el
sinthóme. El prójimo es un riesgo, nada asegura que va
ya a ese lugar, pero su ausencia es peor. En tanto sinthó
me, el prójimo puede ser la ocasión de una reparación
-n o hablo de la reparación kleiniana, que designa la res
titución del gran O tro-.
Melanie Klein concibe el final de un análisis en térm i
nos de la reparación del cuerpo materno. La tesis que
sostenemos aquí es la del prójimo que, ubicado en el lu
gar del sinthóme, puede ser agente de reparación de un
error en el nudo. Se trata de una reparación de otra ín
dole. Si el prójimo es necesario, muestra en acto un error
necesario del que sufre nuestra estructura de parlétres.
La diferencia del sinthóme con el agape cristiano resi
de en que la reparación del prójimo no establece comu
nión con el gran Otro, en la medida en que, para noso
tros, en el nudo del sujeto, el gran Otro no existe. La re
paración del prójimo reencuentra al sujeto con su nudo,
y un nudo bien enlazado reanuda la falta. Lo decimos
111
mediante un aforismo: “El remedio de la falla reencuen
tra al sujeto con la falta”.
Esto no implica de ninguna manera desconocer lo que
nos enseña la tradición cristiana. La existencia del suje
to requiere -com o la puesta en escena de la muerte en la
Cruz lo dem uestra- una muerte que la antecede, su
muerte como hijo equivalente a Dios. Su falta en ser san
ciona su existencia como sujeto.
La pregunta que no puede dejar de surgir aquí con
cierne a la sublimación, respecto de la cual quiero seña
lar algo. La sublimación y el sinthóme no son equivalen
tes: si bien tienen algo que los acerca, en la medida en
que el sinthóme im plica una forma de sublimación, no
siempre la sublimación es sinthóme. Ya hemos mencio
nado la especificidad del concepto de sinthóme en la teo
ría lacaniana: es su condición de remedio para un error
de la estructura, y éste no es el caso de todas las formas
de sublimación.
6. ENLACES Y DES-ENLACES
DEL AMOR, EL GOCE Y EL DESEO
113
Es para avanzar en esta perspectiva que incluimos a
continuación un texto de Carlos H. Bembibre acerca de
la tragedia griega, tema al que viene consagrando algu
nas reflexiones. Se trata, específicamente, de un trabajo
sobre Medea, la tragedia de Eurípides. Ha sido expuesto
en el marco del seminario “Invocaciones”, realizado en la
Escuela Freudiana de Buenos Aires (EFBA), durante el
segundo semestre de 1998.
114
gieos cuyas obras conocemos, Sófocles, Esquilo y Eurípi
des, es este último el más enigmático, el más alabado y
el más castigado. Aristóteles se refiere a él como “el más
trágico de los trágicos”; unos lo acusan de misógino, otros
de feminista, y otros -com o N ietzsche-, lo hacen respon
sable de la muerte de la tragedia. Es tan amplia la gama
de epítetos contrapuestos que se le adjudican, que resul
ta enigmático.
Por cierto, de los trágicos que nombré es el que más
obras ha consagrado a las mujeres. Yo no podría afirmar
que es misógino, pero tampoco feminista. Creo que la ver
dad de Eurípides nos la sugiere Aristófanes, el cómico. En
una de sus comedias, Las Tesmoforiantes, lo muestra co
mo protagonista que intenta espiar a las mujeres reuni
das en cultos femeninos, en cuya celebración los varones
tenían una participación y mirada restringidas. Ésa es la
verdad que se insinúa en la humorada de Aristófanes: Eu
rípides es un espía sutil, agudo, del campo femenino.
Se habla mucho acerca de que, en general, Eurípides
presenta a mujeres en plena hybris, en plena desmesura;
mujeres descontroladas -m u ch o más que al borde del
ataque de nervios-. Retomando esta hipótesis, diría que
el punto máximo de desmesura lo constituye Medea.
Lo cierto es que en esta tragedia Eurípides presenta
en plena hybris, en plena “desmesura” a una mujer des
bordada, “sacada”. Desborde que no responde a la lógica
trágica de Esquilo, según la cual alguien, asediado por
una divinidad paga una culpa antigua de su linaje en el
marco de un conflicto de índole religiosa. Tampoco es el
planteo de Sófocles, según el cual la ruina del protagonis
ta muestra el efecto que en un mortal produce traspasar
los límites que son propios de la divinidad.
Simplemente, Eurípides muestra a una mujer lanza
da por los carriles del amor a la desmesura del afán vin
dicativo; una mujer herida, perdida en la exacerbación
de su furia, sin que intervenga ningún elemento divino,
115
lo cual no deja de tener una connotación trágica, incluso
en esa misma dimensión de extravío que Lacan emplaza
ba en el campo femenino.
Ahora bien, si tuviera que dar un título a esta charla,
elegiría el de “Medea, nuestra terrible extranjera”, su
brayando estos tres términos: “nuestra” , “terrible” y “ex
tranjera”.
En efecto, Eurípides escoge del mito que le sirve para
dar cuenta de lo tremendo del acto filicida, a una mujer
extranjera. Medea es una bárbara, una xéne (femenino
de xénos, “extranjero”). Y voy a detenerme aquí, antes de
adentram os en la tragedia.
El xénos, el “extranjero”, respresentaba dentro de la
polis griega un punto fuerte de institucionalización de un
lazo social, regulado no sólo desde lo político, sino funda
mentalmente desde lo sagrado. La xenía, la “hospitali
dad”, era una de las leyes no escritas que precipitaba to
do un movimiento social cimentado en lo sagrado. Era
ley sagrada dar hospitalidad al extranjero. Violar esa ley,
sostenida por Zeus Xénios, patrono del extranjero, tenía
consecuencias.
Dos mínimas referencias sobre este punto. La primera
concierne al rapto de Helena por París, que desencadena
la guerra de Troya; la acción bélica se origina en ese rap
to, en la medida en que un extranjero viola las normas de
la xenía. La segunda nos recuerda el oráculo que advier
te a Layo que se abstenga de tener descendencia: se tra
ta de una sanción por un error trágico, por una hamartía
cometida por aquel que, según Platón, fue “el primero
que introdujo el eros por los machos”. En efecto, Layo¡
alojado en la casa de Pélope, seduce y rapta a Crisipo, el
hijo menor, rompiendo las normas de la xenía. Su acción
trágica no reside en la pasión homosexual de Layo, sino
en la violación a esa norma sagrada. Esa culpa es la que
el oráculo sanciona y será pagada con la destrucción de
toda la familia de los labdácidas. Así, Edipo, al mejor es
116
tilo kierkegaardiano, hereda los pecados del padre. A la
violación de una ley no escrita, le sucede otra de la mis
ma índole. Recién en la tercera generación, Antígona po
drá dar un giro a esta mancha familiar heredada.
Pero lo que más nos interesa del xénos, del “extranje
ro”, es que encam a una de las figuras del otro. Reciente
mente, tuve oportunidad de trabajar un texto de Jean-
Pierre Vernant titulado La muerte en los ojos. Figuras del
Otro en la Grecia antigua. Vernant retoma allí una línea
de trabajo relacionada con el estatuto, función y alcance
del otro, del prójimo y del semejante en la Grecia clásica.
Este autor trabaja tres potencias divinas del más allá,
como son Medusa, Artemis y Dioniso, en función de un
hilo común, su relación con la alteridad en tanto concier
ne -n o s d ice- a la experiencia que los griegos han podido
hacer del Otro, ese Otro que Platón en sus textos llama
to héteron, no sólo como opuesto a lo “mismo”, sino como
constitutivo del registro de la mismidad.
Desde esta perspectiva, la xenía es la vía, el camino
por el cual una sociedad definida en función de la efica
cia de la palabra por sobre todas las demás herramientas
de poder, acoge, da lugar, aprehende en su seno, la otre-
dad, aquello radicalmente ajeno a sí, pero que a su vez le
permite fundar su identidad. La xenía, siguiendo a Ver
nant, es la
117
tal -e s éste que acabo de situar-, y otro vertical, que es
tablece una diferencia entre los ciudadanos de lo alto,
morada de los dioses, y los de lo bajo, campo del caos.
Estas consideraciones tienen su importancia porque
entonces, en Medea misma, en esa mujer extranjera, ya
se evidencian a doble título aspectos de otredad radical
-e n su condición de mujer y de extranjera-, una alteri-
dad que nos habita en tanto no es ajena a la constitución
de la identidad. De ahí el primer término de mi título de
hoy: “nuestra terrible extranjera” .
¿Qué extraña fascinación produce la tragedia Medea
que explica su vitalidad durante veinticinco siglos? ¿Qué
nos presenta, qué desafío propone Eurípides con esa ma
dre asesina de sus hijos?, un Eurípides que conmueve y
vulnera nuestra soberbia yoica afincada en un vínculo
casi sacralizado en toda la historia de la humanidad.
En principio, y pensado en términos de presentación,
el prólogo de la tragedia, a cargo de la nodriza de Medea,
no sólo registra los principales acontecimientos biográfi
cos de la protagonista (expedición de los Argonautas, la
historia del vellocino de oro, la huida con Jasón luego de
matar a su propio hermano, la engañosa instigación a las
hijas del tío de Jasón para matar a su padre, usurpador
del trono, etcétera), sino que además describe la actual
situación que atraviesa Medea ante el inminente casa
miento de Jasón y anticipa el ethos, el “carácter” de Me
dea, temerosa de que alguna desgracia se precipite. Esa
anticipación se concentra en tres rasgos.
En primer lugar, en el verso 38, se afirma: “Su alma
es violenta y no soportará el ultraje”, traducción de
“Bocpeía yap <j>ptív”. El sustantivo phren designa la sede
del pensamiento y del sentimiento, cuya ausencia, daño,
dislocación o desubicación, constituye uno de los pilares
del vocabulario básico para situar la locura. Sin embar
go, no es con esa acepción que aparece utilizado aquí, si
no simplemente para predicar algo acerca de él. Su phren
118
-s u “mente” sería una traducción aproxim ada- es 6a-
reía, “difícil”, “fuerte”, “violenta”, “vehemente” . Primera
pincelada con que nos es introducida Medea: una mujer
de mente violenta, pronta a estallar ante el ultraje.
La nodriza nos presenta más adelante un segundo tra
zo: “Guardáos del carácter salvaje y de la naturaleza terri
ble de su alma despiadada” (v. 102-104). Mediante la
expresión “carácter salvaje” ha sido volcado al texto espa
ñol el “ócypvov i)0oq axu^páv” euripídeo: literalmente
“agreste o salvaje carácter odioso”, “abominable”, en otros
contextos. Agrión es una palabra derivada de “ócypoc”, las
“tierras no cultivadas”, los “campos”, lo que está por fuera
de la polis, los confines, aquello que se sitúa más allá de lo ,
civilizado. Luego, “la naturaleza terrible de su alma des
piadada” -p o r “ te <t>úcn,v ppevóq aúOáóouc”- , donde encon
tramos nuevamente el sustantivo phren en genitivo: “la
naturaleza de su mente obstinada”, arrogante, orgullosa.
Una obstinación que proviene de la naturaleza de su men
te y conduce, por su rigidez, a un carácter odioso.
Pero el rasgo clave no sólo del ethos de Medea, sino de
lo que a mi gusto explica esa fascinación que produce, se
plasma con toda su fuerza en los primeros versos puestos
en boca de la nodriza y que luego se efectivizan en la fie
reza del crimen de la protagonista. Es la nodriza quien lo
anticipa con un predicativo fundamental en lo que hace
a su carácter: “...pues ella es de tem er” (v. 45), traducción
verbalizada de un adjetivo clave en el campo trágico: dei-
né, femenino de deinós, utilizado generalmente para sig
nificar algo que inspira pavor, terror, algo temible, que
genera espanto y al mismo tiempo asombro - y en ciertos
contextos, deslum bram iento-. Lo deinón designa, en
cualquiera de estas vertientes, algo extraño; algo fuera
de lugar, inesperado; sorpresivo, ya sea que produzca pa
vor o admiración. No en vano, cuando Heidegger traduce
el primer estásimo de Antígona, donde el coro invoca las
cosas deiná como inherentes al ser humano (“Muchas
119
son las cosas deiná, pero ninguna es más deinós que el
hombre”), lo formula en términos de “Unheimlich”. Algo
del orden de lo asombroso y de lo pavoroso se invoca en
el carácter de Medea, algo que espanta y que paradójica
mente deslumbra. No resulta fácil su transposición de
una lengua a otra; provisoriamente, aceptémoslo vertido
al castellano en el adjetivo “terrible”; precisamente, en el
contexto coloquial del momento, está presente allí el ma
tiz valorativo próximo de la admiración: “X es terrible en
el deporte”, es decir, no sólo inspira temor, sino que su
destreza misma es fuente de admiración, sorprende a la
vez que resulta inquietante.
Tres pinceladas, entonces, que esbozan el carácter de
Medea y conciernen a nuestro tema: la violencia, la sal
vaje obstinación odiosa como marca de lo no civilizado y
el pavor/asombro. Allí se resume esa alteridad que asom
bra y provoca pavor, porque es radicalmente otra y a la
vez nos habita.
Más allá de este carácter de Medea anunciado en el
prólogo y constatado a lo largo de la tragedia, quiero in
sistir en dos rasgos insoslayables: se trata, por añadidu
ra, de una extranjera y de una hechicera. Una extranje
ra que deambula en territorio extraño, con leyes propias,
Una hechicera portadora de un saber tangencial al cam
po de la palabra, que resulta intimidatorio para los ciu
dadanos -léase los varones-, moldeados por la función
misma de la palabra.
En efecto, la Medea de Eurípides, por amor a Jasón»
abandonó su tierra después de ayudarlo a robar el vello
cino de oro con sus artes mágicas y de matar a su propiq
hermano. Fugitiva, se radicó en Corinto -extranjera en
tierra extraña-. En el verso 237 y siguientes, dice la pro
tagonista:
120
aprendido en casa, para saber cuál es el mejor modo de
comportarse con su compañero de lecho.
121
Medea reflexionaba ante el coro de mujeres:
122
no. Es Medea quien, arrastrada por el amor a Jasón, con
sus filtros y artes mágicas proporciona los logros de la
empresa a la que aquél estaba abocado, aunque esto im
plicara traicionar a su patria y matar a su hermano pa
ra luego emprender la fuga con Jasón. Es una mujer da
dora de recursos, es quien lo forjó en su hazaña, quien hi
zo de él un héroe y le proporcionó el bien-estar; trabaja
dora, artífice y procuradora de su bien. Esa Medea pródi
ga, esa mujer dadora de bienes, mediante los recursos de
su arte hechicero hizo un héroe de un aventurero, lo cual
no deja de insinuar cierto matiz de plasmación de su
obra: en efecto, ese hombre devenido héroe es, en cierta
medida, su criatura... Y todo el proceso revela un amor
sospechoso en su altruismo, en tanto el bien pretendido
en el otro se sostiene a condición de que siga siendo a
imagen del propio.
123
la imagen del bien que el otro devuelve no corresponde a
la forjada, la mismidad de la veladura narcisista del
amor se desgarra. Primer reencuentro con eso que se tor
na extraño, malignamente extraño, peijudicialm ente ex
traño: lo hostil. Estatuto de la radical otredad donde se
ancla. Allí vira ese amor pasional al odio más lacerante.
Ciertamente, una lectura inicial de la furia de Medea
lleva a acentuar y destacar el papel de aquello que, en
principio, podríamos llamar odio. Sin embargo, aun en la
clara vertiente imaginaria según la cual se despliega en
la pieza, pueden recortarse dos tiempos que deslindan la
juntura inicial de agresividad y odio, en tanto en un pri
mer momento ambos apuntan a la imagen especular. En
tre uno y otro tiempo, una operación que no tuvo lugar,
una operación fallida, lanza el movimiento puro del odio
en el que sucumbe.
Aun sin adentram os lo suficiente en esta convergen
cia inicial entre agresividad y odio, bien vale la pena sos
tener el peso de las preguntas: ¿es el odio lo que impulsa
al acto? ¿Es el odio lo que lleva a querer el mal del otro?
Un primer movimiento se inicia cuando Jasón, su
“bien-amado”, fuerte sostén de la dimensión narcisista
del amor, aun en posición de semejante permanece otro
ante ella, fuera de ella. Medea quiere el bien de Jasón, lo
realiza y no obstante falla. Él quiere otra cosa. Des-amor
que cuestiona no sólo el saber de ella sobre el bien y su
potencia realizatoria, sino hasta su buena voluntad, su
propio ser. Estallido de la agresividad desmesurada, re
velación de la estructura paranoica del yo. Intento de
perderlo, perdiéndose. Oscilación sin salida entre matar
lo o matarse. No en vano en esta oscilación se detenía
Medea, en el inicio de la tragedia, sin llegar a los desig
nios de su plan vengativo.
La ausencia operatoria que no deja de generar enig
mas se plantea en relación con Glauce, la nueva esposa
de Jasón. Que Medea se embarque en la agresividad o en
124
el odio es algo discutible; la ausencia de celos, en cambio,
no. Es cierto que tanto Glauce como su padre, el rey,
mueren a consecuencia de la magia de Medea, pero esas
muertes apuntan a cercenar aquello de lo que Jasón se
jactaba.
En efecto, no hay elementos que permitan reconocer a
través de Glauce, una posición tercera en esa relación
dual entre el yo y el otro. Ese desdibujamiento de la otra
mujer que podría encauzar el sostén deseante, a partir
de la rúbrica del objeto de deseo por la vía de los celos,
cancela la posibilidad de la pregunta por la singularidad
del enigma de una mujer y precipita bruscamente a ha
cer clase, a convertirse en predicadora de las mujeres, en
la emblematización reivindicatoría de la mujer:
125
apunta a sus hijos; en todo caso, sus hijos resultan cerca
dos y arrastrados por su odio. Ella los ama, pero queda
claro que no es toda madre y en tanto no se hace existir
como pura madre, se presenta como la mujer que, toma
da por la pasión del amor, muestra sin velos su privación;
punto de escozor, cuando no de lo deinón, esa mixtura de
terror asombroso, en aquellos que pretenden asirse a ese
ideal femenino de la mujer como custodia de los tesoros
y como productora de ciudadanos - y sobre todo con ojos,
boca y oídos cerrados-.
Ahora bien, lo realmente patético que muestra Eurí
pides con su personaje, es que la acción en la que culmi
na el paroxismo de su venganza de ninguna manera po
dría ser pensada en términos de locura. No, al menos, se
gún la concepción de locura que tenían los griegos, origi
nada en una exterioridad padecida, exterioridad intrusi
va de lo divino en lo humano. Bajo ningún punto de vis
ta podría asimilarse Medea a esa condición. El texto no
recurre, para presentarla, a ninguno de los términos clá
sicos que designan a la locura y al loco, ni mucho menos
su padecer es efecto de una acción obnubilada, cometida
por intrusión de la divinidad, y de la cual Medea, aun sin
culpabilizarse, se hará responsable. Ella conoce bien la
magnitud, el alcance y los efectos de su acción, hasta los
anticipa. No es una criatura sometida por lo divino y
conducida al extravío. Aun siendo descendiente de una
divinidad, su acción no está inspirada por ningún ele
mento divino. Tal vez ésa sea su arista más humana; tal
vez ésa sea justam ente la vía para pensar lo trágico des
de otra vertiente, diferente de la clásica catástrofe, de la
ruina de la criatura humana arrastrada por la divini
dad. Lo cierto es que con este personaje y con esta moda
lidad de acción, Eurípides lanza a su auditorio algo del
orden de lo intolerable. Insisto, sería más tolerable si
fuera presentada como loca, pero no es esto lo que el au
tor nos propone.
126
En todo caso, lo más cercano a la locura debe ser situa
do en el sustrato mismo donde su acción filicida se apoya,
y que constituye a la vez su punto cumbre: la pasión amo
rosa, pasión que irrumpe como exterioridad y de la que se
padece. El punto de intersección entre locura y pasión, lo
que ambas tienen en común, radica en lo invasor, externo
y casi autónomo que una y otra suponen; aquello que no
pertenece a la persona, sino que existe por sí mismo. En
efecto, si fuera una cuestión de locura, su acto perdería la
fuerza que tiene ante los ojos de Jasón; sería atribuible a
la obnubilación, pero no a la venganza sobre la descen
dencia, precisamente aquello que Jasón privilegia.
Si Medea consuma su agresividad con la muerte de
Creonte y de Glauce, con la de sus hijos vehiculiza el
odio; no orientado a ellos sino a Jasón, que en tanto i(a)
soporta la dialéctica narcisista de identificación/agresivi-
dad, pero también da apoyatura, a título de imagen, al
punto de partida del odio que inicia su diferenciación con
lo agresivo, toda vez que a través de la imagen se dirige
a un más allá de lo imaginario.
Ya casi en el final de la tragedia, cuando Jasón le re
clama los cuerpos de sus hijos para realizar los apresta-
mientos fúnebres y ella se los niega, se produce este diá
logo (v. 1395 y siguientes):
127
deseo de morir hacia el de administrar el castigo que Ja-
són supuestamente merece: matarlo junto con su nueva
esposa y su nuevo suegro... castigo que finalmente se
convierte en el de dejarlo vivo pero sin hijos, con un do
lor que crece día a día.
No bastó entonces con arrebatarle a su nueva esposa y
el acceso al poder de Corinto que le permitiría ese nuevo
casamiento; ahora se trata de la muerte de sus hijos, y el
castigo tampoco termina allí. Es todo eso, y un poco más.
No sólo se los arrebata; junto con ellos arrebata también
la dimensión del proyecto, la dimensión del hijo como pro
mesa; de ahí la alusión a lo tremendo del dolor en la ve
jez. Y sin embargo, en ese “poco más” de la venganza, que
ni siquiera puede saborear, ella, a su vez, se pierde.
Desde la perspectiva de Jasón, muertos sus hijos,
muerto el amor de Jasón hacia Medea, muerta su nueva
esposa, ningún otro posible hijo podrá llamarlo “padre”.
Él, que se vanagloriaba de su “destino famoso”, que cen
traba todo su proyecto en “no carecer de nada”, en dar a
sus hijos educación y un lugar de privilegio en la polis, en
perpetuar ese destino en su descendencia, es arrancada
de cuajo, arrasado en su subjetividad, más allá del dolor,
Medea no le otorga ni siquiera la posibilidad de cumplí«
mentar los ritos fúnebres, marca de la dignificación del
sujeto en tiempos de duelo.
Si la agresividad apuntó a la imagen, el odio -tom án
dola como soporte y a partir de lo no especularizable-^
tendió a eliminar toda traza de inscripción simbólica,
atacó el orden simbólico en pleno, en tanto y en cuanto a
partir de esa segunda muerte que le asesta, más devas
tadora que la muerte misma, el propio Jasón queda ta
chado, reducido a lo que no es: ni padre, ni marido, ni as
pirante al trono, ni siquiera deudo. Jasón cae abrupta
mente a lo in-mundo.
Hijos: sustitutos de una falta estructural, y punto de
arribo de la solución freudiana del Edipo femenino. ¿Pe-
128
ro acaso ese sustituto fálico subsume su ser? Entonces,
no es por la vía de la maternidad que alguien puede de
clararse mujer, en tanto su misma declaración connota
un posicionamiento subjetivo con relación al falo en tér
minos de no tenerlo. En efecto, hacerse existir como m a
dre es presentarse como La mujer, en tanto que tiene.
Allí apunta M edea y tal vez en eso resida su inflexión
catastrófica. Se desprende de lo que tiene, prescinde de
esa falicización que, si bien no da cuenta de su declara
ción sexuada, al menos podría anclarla en algún punto
frente a lo ilimitado de su odio pasional, lo ilimitado de
eso que los griegos pensaban como agreste, fuera de la
cultura; odio que, desmesurado entonces, llega al paro
xismo de ese “poco más” que asesta a Jasón, aunque en
ese “poco más” se extravíe, aunque ese “poco más” la lan
ce a errar fugitiva, salvaje, “sacada” de la polis y lo civi-
lizatorio, amarga y perpetuamente padeciente de la pri
vación de sus hijos.
Lo deinón -lo terrible- y Medea se estrechan. El ries
go es quedarse sólo con la arista deslumbrante de lo dei
nón y pretender sostener allí una posición de admiración
ante ese desprendimiento de lo fálico, que supuestamen
te apuntaría al estatuto de la verdadera m ujer -com o
sostienen algunos analistas-, lo cual no sólo se torna an
titrágico, sino que vira rápidamente hacia una exalta
ción romántica de la femineidad y a la construcción de
una suerte de ideal riesgoso, dado que desdibuja el sutil
límite entre femineidad y locura.
Esas deliberaciones desgarradoras en las que Medea
se ve sumida, esa profunda escisión entre avanzar con su
venganza o aferrarse a sus hijos, esa misma partición
plasmada con crudeza en el texto, es lo que en ella da
cuenta de lo trágico, de ese “cierto extravío”. Es la parti
ción estructural femenina que no se resuelve cancelando
uno de los polos; es precisamente esa tensión irreductible
entre el tener y el vacío lo que posibilita un tránsito, un
129
oscilante pasaje entre una y otra arista... tal vez hacia el
encuentro con un goce femenino, pero a condición de no
prescindir del goce fálico que pone límite a la exacerba
ción enloquecida que la empuja a su ruina.
Una estrofa del coro reflexiona sobre la exorbitancia
pasional de la protagonista:
130
estrechan, además se funden, encegueciendo al especta
dor con esa amalgama de terror y asombro en el punto
más espinoso y tremendo.
El bucle trágico se ha cerrado. El presagio de la nodri
za se patentizó. Ella temía por la acción que pudiera lle
gar a tram ar su señora herida. Se angustiaba e inquieta
ba por lo imprevisible de su acción e incluso concebía en
el terreno de lo posible su propia muerte, el asesinato de
Jasón... o algo aún peor.
Es en ese “algo aún peor”, no predecible pero registra-
ble, donde se materializa lo deinón de Medea, la dimen
sión de lo imprevisible que la habita, no sólo para la no
driza y Jasón, sino también para Medea misma. Lo im
previsible de su maquinación, en la que se tramita el
odio; imprevisible en tanto no es calculable, en tanto se
desprende de toda medida.
Si Eurípides incomoda, es precisamente porque aún
cuando se dirige a la polis para sacudirla de ese espacio
representacional femenino que la habita, aun cuando
transforme en rugido ese grito de mujer sofocado, sus
mujeres trágicas no conforman una clase. No hay común
denominador entre ellas. Quiebre y ruptura definitiva
del génos gynaikón (“raza de mujeres”), de esa “funesta
estirpe y raza de mujeres, gran calamidad para los hom
bres” de Hesíodo, que tanto había prendido entre los
griegos.
Y no sólo entre ellos, podrán decir ustedes. Ocurre que
pensarlo y acotarlo en otro tiempo y en otro espacio, pen
sar que Medea era la que encarnaba lo héteron para los
griegos, siempre es tranquilizador. No obstante, yo pro
ponía como título “nuestra” Medea, en la medida en que
una mujer siempre concita esa dimensión de lo héteron.
Considero que Eurípides, con sus mujeres trágicas, es
tá diciendo que no hay clase posible. No hay patrón de
medida femenino. Es un grito de mujer, otro grito de mu
jer, y otro grito de mujer.
131
7. EL AM OR DE LAS ENTRAÑAS
133
De la Medea de Eurípides cabe decir lo mismo que de
los textos bíblicos: asombra su vigencia, comparada a la
rapidez con la que envejecen otras páginas, que nos pa
recieron apasionantes y en pocos años nos resultan ni
mias, plagadas de lugares comunes. Si un texto perdura
dos mil quinientos años es porque revela algo muy im
portante, algo que nos llega. En efecto, cuando uno lee
Medea descubre que no puede impedir algún estremeci
miento. A medida que el texto avanza, se asoma algo del
orden del horror. Conocemos el final, sin embargo, igual
nos conmueve; nos sorprende con un amargo sabor.
Voy a señalar, en distintos lugares de la obra, su pro
gresión. La genialidad del autor nos conduce, con suspen
so extremo, a ese punto donde la letra del texto va a reve
lar -a s í espero probarlo ante ustedes- cuál es la clave
donde se anuda aquello que Medea representa.
Como ya vimos, la nodriza anticipa desde el comienzo
el perfil de la protagonista, el deinón donde se juntan
Heimlich y Unheimlich según una referencia a Heidegger
y a su traducción. Medea era salvaje, de temer y violenta.
Luego de tal presentación uno está predispuesto a encon
trarse con algo que va a irrumpir, alguna violencia que
habrá de estallar. En una buena obra de teatro, lo que se
pone en escena encuentra su razón de ser, su motivación.
Se trata de las leyes mínimas de una buena obra: si arri
ba de un escritorio hay un cortapapeles que puede ser un
puñal, en algún momento habrá de funcionar como tal.
Algo no demasiado diferente de lo que sucede con esa otra
escena, cotidiana para nosotros, la de la práctica del aná
lisis. Cualquier analista que tenga su tiempo de experien
cia, sabe que todo lo que allí se juega es necesario para lo
que en ella discurre. Por ejemplo, la manera de vestirse
de un analizante, los colores con que se presenta, no son
detalles menores. Es bueno que el analista permanezca
atento a esos aspectos, que no prejuzgue; le tocará escu
charlos, porque forman parte del relato.
134
Al comienzo de la obra se afirma:
135
Medea no sólo sufre el “ultraje del lecho”. Jasón, quien
hasta entonces fuera su marido, a quien ella acompañó
cuando dejó su patria, por quién mató a su hermano pa
ra escapar de la persecución de su propio padre; a quien
ayudó matando a Pelias, porque era su enemigo; a quien
brindó sus artes de hechicera para el mejor logro de su
hazaña, la conquista del vellocino de oro; con quien tuvo
dos hijos; Jasón, entonces, sin decirle nada, decidió ca
sarse con la hija del rey. A este ultraje que se nombra mu
chas veces en el texto como “ultraje del lecho”, se suma
la desgracia de la que nos pone al tanto el pedagogo:
136
¡Ay, que la llama celeste atraviese mi cabeza! ¿Qué ga
nancia obtengo con seguir viviendo? ¡Ay, ay! ¡Ojalá me li
bere con la muerte, abandonando una existencia odiosa!
(v. 140-150).
137
en general, el orden doméstico!. ¡Necios! Preferiría tres
veces estar a pie firme con un escudo, que dar a luz una
sola vez (v. 240-250).
138
hemos visto que el malo sólo pierde cuando no se anima a
ser malo hasta el extremo; para ser verdaderamente malo
hay que ser malo hasta al final. Si uno lo consigue, enton
ces contará con una estatua, como los Sforza en Milán. El
problema se presenta cuando el malo titubea y busca ser
amado; para ser malo, hay que decidirse a renunciar a que
el otro nos ame -lím ite de lo aceptable para el humano-.
Creonte, entonces, acepta la petición de Medea, quien
nos revela algo de la maquinación de su venganza cuan
do se dirige al coro:
139
Eurípides nos habla de una injuria que se proyecta en
la trama social, y que concierne al lugar de la mujer, al
peligro que la mujer implica. Medea lo asume (cf. verso
889): para ella, mujer y calamidad quedan identificadas.
Como diría San Agustín, las mujeres son la encarnación
del diablo; si no hay más remedio, pongámoslas bajo los
santos sacramentos.
Afirma el texto que a las mujeres no les fue enseñado
el canto legado a los hombres, con el que hubieran podi
do exaltar el valor de su condición femenina. En un libro
de Alain Didier-Weill (1998), que lleva por título Invoca
ciones, el autor menciona que el canto en las mujeres, en
un comienzo consagrado al culto dionisíaco, fue un modo
de hacer escuchar la antigua religión materna en el es
pacio de la polis: retorno de lo que había sido expulsado,
que vuelve como canto y danza.
En cuanto a Medea, la tragedia avanza y a Jasón se le
ocurre preocuparse, ante la que fuera su mujer, por el
destino de sus hijos. Medea aprovecha para decirle algu
nas palabras, no de las más dulces, por cierto:
140
cuartizado a su hermano para que el padre se entretuvie
ra juntando los pedazos y de ese modo poder huir; había
convencido a las hijas de Peleas para que descuartizaran
al padre y luego lo pusieran en una olla con el fin de que
rejuveneciera, algo que jam ás ocurrió-, asegura que lo hi
zo por amor, creyendo en su palabra. Jasón le responde:
141
guir mi felicidad con la unión de mi linaje, pues, ¿qué ne
cesidad tienes tú de hijos? (v. 560-565).
142
ta? ¡Que el bien nunca te parezca doloroso [en realidad,
está hablando de los bienes: que nunca te parezca dolo
roso, en tanto haya bienes a cambio, que tu marido se
vaya con otra, aunque eso signifique perder tu dignidad,
tus hijos: es la sensatez del oportunismo], ni en la bue
na fortuna creas que eres desafortunada! (v. 600-605).
143
arreglaré para llegar a tu reino, pero necesito tu ju ra
mento de que me vas a defender cuando me reclamen
desde Corinto o desde el reino de Peleas; me tienes que
jurar por los dioses que no me entregarás. A cambio, te
ayudaré para que tengas hijos. Egeo le promete que la
va a recibir porque considera injusto lo que ella padece
y se marcha. M edea decide entonces avanzar con su
plan. Según la mitología (esto ya no forma parte de la
tragedia), Medea le dio un hijo a Egeo, motivo de una
nueva historia.
Medea confiesa que quiere matar a sus hijos. Retor
namos sobre la pregunta: ¿los ama o no los ama? ¿Es
una mujer que odia a sus hijos? El acto es horrible, sólo
adjudicable a alguien salvaje que desconoce la ley. ¿M e
dea es alguien totalmente ajeno a nosotros, o nos está
acercando algo nuestro que nos horroriza, sólo transmi
tido veladamente?
En el verso 790, Medea afirma:
144
¿Por qué ser enemiga de los soberanos de esta tierra y de
mi esposo, que hace lo más útil para nosotros, tomando
por esposa a una princesa y pretendiendo engendrar
hermanos para mis hijos?
Ahora te elogio y me parece que has actuado con sen
satez, proporcionándonos esta alianza, mientras que yo
he sido insensata, pues debería haber participado en tus
planes y haberte prestado ayuda en su realización, ha
ber asistido a tu boda y sentir alegría en ocuparme de tu
esposa. Pero somos lo que somos, no diré una calamidad,
sencillamente, mujeres (v. 875-880).
¡Ay, ay!, ¿por qué me miráis con vuestros ojos, hijos? ¿Por
qué sonreís como si fuese la última sonrisa? ¡Ay, ay!
¿Qué voy a hacer? Mi corazón desfallece cuando veo la
brillante mirada de mis hijos. No podría hacerlo. Adiós a
mis anteriores planes. Sacaré a mis hijos de esta tierra.
¿Por qué, por afligir a su padre con la desgracia de ellos,
debo procurarme a mí misma un mal doble? ¡No y no!
¡Adiós a mis planes!
Pero, ¿qué es lo que me pasa? ¿Es que deseo ser el haz
merreír, dejando sin castigar a mis enemigos? Tengo que
atreverme. ¡Qué cobardía la mía, entregar mi alma a
blandos proyectos! Entrad en casa, hijos. A quien la ley
divina impida asistir a mi sacrificio, que actúe como
quiera. Mi mano no vacilará. ¡Ay, ay! ¡No, corazón mío,
no realices este crimen! ¡Déjalos desdichada! ¡Ahorra el
sacrificio de tus hijos! Aunque no vivan conmigo me ser
virán de alegría.
¡No, por los vengadores subterráneos del Hades! Nunca
sucederá que yo entregue a mis hijos a los enemigos pa
ra recibir un ultraje. (Es de todo punto necesario que
mueran y, puesto que lo es, los m a ta ré y o qu e les he d a
d o el ser.)
145
[...] ¡Oh mano queridísima, boca queridísima, rasgos y
noble rostro de mis hijos! ¡Qué seáis felices pero allí!
Vuestro padre os ha privado de la felicidad de aquí. ¡Oh
dulce abrazo, oh suave piel y aliento dulcísimo de mis
hijos!
[...] Sí, conozco los crímenes que voy a realizar, pero mi
pasión es más poderosa que mis reflexiones y ella es la
mayor causante de males para los mortales. [La bastar
dilla es mía.]
146
cimientos y muchas cosas, inesperadamente, concluyen
los dioses. Lo esperado no se llevó a cabo y de lo inespe
rado un dios halló el camino. Así se ha resuelto esta tra
gedia (v. 1415).
a: plus de goce
JA: goce del Otro
JO: goce fálico
147
constituir el nudo. Si bien esto es correcto, no excluye
otras alternativas. Podría decir que lo Imaginario viene
a anudar adecuadamente lo Simbólico y lo Real. ¿Por qué
lo hice de ese modo? Por dos razones distintas: si bien es
verdad que el nudo viene a confirmar en la teoría y la en
señanza de Lacan la necesidad de los tres registros una
vez constituida la estructura, no quita que lo específico
del viviente humano sea su referencia a lo Simbólico. Po
nemos en el campo de lo Real, vida, y en el campo de lo
Simbólico, muerte.
Subrayemos aquí una frase de Medea: “Los mataré
con mi mano porque les he dado el ser”. Se trata del ser,
que en Nietzsche equivale a la vida, a su devenir (Vegh,
1998: 154). Ella ratifica: “carne de mi carne”. Cuando La-
can escribe el nudo borromeo de este modo que grafica-
mos y pone vida en el campo de lo Real, hace asociacio
nes que parecen arbitrarias: nos remite al goce de la
planta, habla del ADN... ¿Qué nos está diciendo? Fue
preciso acudir al nudo borromeo para escribir lo real de
lo Real; no lo real de lo Simbólico, donde podría alojarse
el sujeto del Inconsciente, sino lo real de lo Real -h ace un
chiste al respecto: “lo Real al cuadrado”, señala-. Y en
ese campo de lo real de lo Real, lo real del registro de lo
Real, escribe vida. ¿Por qué no podríamos escribir ahí
también lo real del cuerpo, el ser que engendra el ser?
Estoy proponiendo una tesis que implica cuestionar
una afirmación de nuestro querido padre Freud. Digo que
cuando una mujer quiere un hijo no sólo quiere el falo que
el padre no le dio; el amor de una madre no es reducible al
deseo de un falo, sino que hay algo del ser que funda el
amor; es una afirmación del ser que se quiere ser, como di
ría Heidegger; es una afirmación de la vida. Pero, como
nos enseñara Heráclito y lo subrayara Lacan, cuando la
vida se afirma sin el límite de lo Simbólico, conduce rápi
damente a la muerte. La frase conocida de Heráclito afir
ma que Bios es el arco de la vida y su obra es la muerte.
148
Se trata de la maternidad y de lo que hay de Real en el
amor de una madre. Pero nos enseña mucho más que eso:
lo que tiene de Real el fundamento del amor.
Y cabe recordar aquí la distinción que hacemos entre
Affekt y Gefhül, afecto y sentimiento. El afecto, concier
ne lo Real. El amor y el odio afectan lo Real; el senti
miento es la dimensión imaginaria del afecto.
Retomo la frase enigmática, pronunciada por el Cori
feo, según la cual el amor es bueno cuando tiene su me
dida, de otro modo se torna terrible. Se trata de lo terri
ble del amor cuando no tiene el límite de lo Simbólico. En
este amor fundado en lo Real, quiero al otro como afirma
ción de mi ser. Algo que también define al odio, aunque
no bajo todas sus formas ya que depende de su enlace.
Así, puede tratarse de un odio que se dirige al otro y aspi
ra a su extinción, en la medida que obstruye la afirma
ción de mi ser, o bien un odio que se dirige al otro para
deshacer parcialmente su consistencia, de modo que mi
existencia como sujeto resulte admisible. Es el odio del
adolescente que se dirige al lugar del ideal para encon
trar su lugar como sujeto; es el odio propiciatorio, como
dice Lacan refiriéndose a unos alumnos que no lo aman
pero lo leen, y no anulan su existencia.
En la tragedia se trata de lo Real del amor de una m a
dre, he ahí el horror que Medea nos acerca, horror de
cualquier amor cuando es sólo amor fundado en lo Real.
En esa madre que está gimiendo, quiero que escuchen
lo Real de su amor, puesto en escena mediante ese grito
que se hace canto. Lacan dice textualmente: “Si quieren
escuchar lo Real, escuchen a una mujer cantando”. Los
remito a la segunda aria del Stabat Mater de Pergolesi:
la Virgen, la madre de Cristo, llora dolorida al pie de la
cruz; es una madre que llora. Dice así: "... y en su alma
gimiente, contristada, desfalleciente, una espada se hun
día”. Escuchemos allí el grito de esa carne atravesada
por la espada del dolor. Es lo que nos llega cuando una
149
madre pierde a su hijo; el grito describe su desgarro in
consolable. Se trata de un duelo que se puede elaborar
hasta cierto límite, pues una parte, de por vida, queda
como algo de la carne que se perdió.
¿Cómo se gesta la trama de Medea? Plantea el horror
poniéndonos en presencia de una madre que mata a sus
hijos, cuando la cultura, casi sin excepción, enaltece el
amor materno. Valoración legítima, sin duda, si conside
ramos cuánto sacrificio, cuánto tiempo de su vida y qué
don de su deseo debe operar en una madre para que su
hijo pueda crecer, criarse. Sin embargo, aquí se muestra
cómo ese amor - y avanzamos así en la formulación de
nuestra tesis-, desanudado del orden fálico, emerge con
lo que tiene de horror. Ya no se trata del peligro que re
presenta el extranjero, sino de lo más íntimo, transfor
mado en peligroso cuando se desanuda del orden simbó
lico, del orden fálico. Por eso les decía que hay una afir
mación de Lacan, en el seminario R.S.I., necesaria para
entender por qué Medea es arrastrada a esta posición.
La encontramos en la clase del 21 de enero de 1975:
150
Se trata de un padre que, para situarse en su correc
ta función, en la versión que le corresponde, propicia la
relación de la madre con su hijo, al depositar en su mu
jer la causa de su deseo.
Quiero destacar algo que me parece que el nudo borro-
meo muestra suficientemente: en el lugar donde se recu
bren los tres agujeros, Lacan escribe “a”, coloca entre
Imaginario y Real, goce del Otro (JA), y entre Simbólico
y Real, goce Fálico (JO). Es fácil deducir que el destino de
este a no va a ser el mismo si está enlazado con el goce
del Otro o si lo está con el goce fálico. Si lo trasladamos
al amor de una madre, podemos decir que para ella el va
lor de su hijo será diferente, según pueda enlazarlo o no
al orden fálico, donde la función del marido puede ser
esencial. Cuando no lo logra, el hijo se reduce a ser car
ne de su carne: el ser, como explica Medea, engendrado
por su ser.
Este amor Real de una madre no encuentra su moti
vación en los atributos del niño; no encuentra su funda
mento en el sustituto fálico que éste podría representar.
Es el ser que quiere la afirmación como ser, es la exten
sión de su ser. Ella otorga, por su amor, valor a esos pe
queños objetos a que contribuye a engendrar. Se ubica co
mo Otro primordial, fuente primaria de un amor inmoti
vado, un amor que no se funda en el deseo, y que puede
pasar a ser un amor anudado al deseo sólo cuando inclu
ye el orden fálico.
Consideramos que este amor real está en el origen del
encuentro con el prójimo.
151
8. EL GOCE Y SUS DESTINOS
153
Freud reconocía en el Eros, el amor que se funda en la
falta.
Esta máxima a la que nos referimos, extensión inad
misible del orden de la ley, sostiene que los últimos se
rán los primeros, que amarás a amigos y enemigos, co
mo enseñan las parábolas. Así, en la de la vendimia,
quienes se acoplaban al trabajo a última hora recibían
igual pago que aquellos que habían comenzado al ama
necer; en la del hijo pródigo, quien retorna al hogar des
pués de despilfarrar la fortuna heredada es recibido por
su padre con una fiesta y provoca la justa irritación del
hermano. Es un amor cristiano que choca con nuestra
idea de justicia.
Siguiendo a Anders Nygren, se trata de un amor in
motivado cuyo fundamento, por lo menos en la teología
cristiana, es el amor inmotivado de Dios. El agape se fun
da en el amor inmotivado de Dios, diferencia extrema
con el amor platónico, donde el sujeto puede, gracias a
una ascesis progresiva, acercarse al Otro. En esta pers
pectiva no hay posibilidad de acercarse a Dios por vía del
mérito; es la Gracia Divina la que condesciende o no a
brindarnos Su amor.
Cuando una religión se sostiene, como es el caso del
cristianismo, durante dos milenios, cabe suponer que ha
tocado algo fuerte de la estructura subjetiva. Nuestra
pregunta, aquella de donde partimos con entusiasmo,
apuntaba a descubrir qué guarda esta máxima central
del cristianismo, encam ada por Jesucristo, y qué nove
dad supuso para la civilización. Si conmueve la estructu
ra en una u otra medida, tendríamos allí la ocasión de
acercarnos a algo impensado que nos habita.
Fuimos a Medea e hicimos resaltar, como también en
el Stabat Mater, un aspecto que atañe a la condición del
Otro. Ustedes dirán: pero entonces no se trata de Dios...
Luego veremos por qué podemos hacer ese pasaje.
Recorrimos aquello que en los maternas lacanianos se
154
escribe con la A mayúscula y que puede ser el Otro pri
mordial, la madre. Vimos que en Medea aparece repeti
do en el colmo del horror, cuando dice “Como yo les di el
ser, yo misma he de matarlos”, refiriéndose a sus hijos.
Sabemos que, en última instancia, aquello que de es
ta tragedia despierta nuestro horror y nos conmueve des
pués de tantos siglos, es que muestra a una madre m a
tando a sus hijos. Medea no dice que los odia, como afir
ma la nodriza; llora, clama por el dolor que sufrirá el res
to de su vida por haberlos matado, los llama “hijos ama
dísimos”, pero asegura también: “Como yo les di el ser, he
de matarlos con mi mano”.
¿Qué encontrábamos como eje de esta frase? Subraya
mos en tal sentido -com o lo hizo Carlos Bembibre en su
texto- la posibilidad de registrar allí algo de eso que se
nombra mujer -después veremos que convendría hablar
de una mujer, como nos enseñó Lacan-, que no se inscri
be en el que llamamos orden fálico.
Sostenemos la tesis de que en el amor de una madre,
no podemos solamente reconocer la dimensión de la falta
que la lleva a desear un hijo.
¿De qué modo explicamos el salto del amor inmotiva
do de Dios a esta referencia a Medea, o al dolor de la Vir
gen descrito en el Stabat Mater como una espada que se
hunde en las entrañas, de modo tal de situar en la mis
ma referencia a lo real, tanto ese dolor como el amor de
Medea?
Cuando hablamos de lo real, no se trata sólo de lo real
del goce, sino también de lo real de los afectos. Dijimos
que los afectos afectan lo Real, del mismo modo que el do
lor. Sin embargo, no homologamos tan simplemente do
lor y goce: hay un dolor que puede convertirse en goce y
un dolor que es enteramente dolor.
¿Qué nos llevó a plantear esta homologación del lugar
donde se gesta el amor inmotivado, ya sea el de Dios, el
de Medea o el de la Virgen en tanto madres?
155
Cito del seminario de Lacan, Le Sinthóme, un breve
párrafo de la clase del 16 de marzo de 1976:
Se trata del Otro del Otro que el ser humano anhela co
mo garante de un amor. Como ejemplo, tenemos el mensa
je tan frecuente en los taxis: “Sonríe Dios te ama”. Noso
tros, los analistas, hacemos un leve desplazamiento cuan
do ponemos la foto de Freud y decimos “Sonríe, Freud te
ama”... Ese lugar del Otro que podemos llamar Dios, es
también el lugar de “la femme”, que no existe -dice La-
can-; en tanto “la” como artículo que indicaría la univer
salidad, es inexistente; las mujeres no hacen conjunto y
una mujer tampoco es un conjunto, hay algo en cada mu
jer que escapa al orden fálico, a la eficacia de la palabra.
Encontramos en esta referencia una forma de justifi
car por qué recurrimos a Medea, nos preguntábamos
dónde se gesta el amor inmotivado.
Lo voy a desarrollar desde otra perspectiva, para lue
go volver a esta relación de la madre con el hijo y al amor
al prójimo. Entiendo que se trata de la discusión que
mantuvo Lacan en los últimos años con los postnietzs-
cheanos, entre los cuales los más célebres son Michel
Foucault y Gilíes Deleuze. Sus interlocutores privilegia
dos dejan de ser entonces otros psicoanalistas, como en
la época de sus seminarios La angustia o La identifica
ción, cuando su gran contrincante era Daniel Lagache
156
-u n psicoanalista de gran valor, sin duda-, o aún antes,
cuando discutía con Kris, Hartmann, Melanie Klein o
Balint, desde la perspectiva del psicoanálisis inglés o
americano. La polémica que pasa a ocupar un primer
plano toma como eje el pensamiento de ese gran filósofo
que fue Nietzsche, cuyo gran mérito, tal como yo lo en
tiendo, reside en su revalorización del encuentro con lo
Real, velado por siglos de idealismo e idealizaciones.
Nietzsche es el pensador que a fines del siglo X IX rea
liza una crítica extrema de la civilización judeocristiana,
del monoteísmo. En un texto postumo, La voluntad de
poderío (Der Wille zur Machí), dice:
157
miento del ser humano en la falta, sino en la afirmación
de la vida: “es lo que es sin contradicciones”. ¿Qué busca
la vida?; extenderse como tal.
Lacan responde que en el ser humano no encontramos
el correlato de nada semejante. Lo escribe así:
158
nuestra civilización, propone recuperar nuestra relación
con lo real y con lo real de nuestro cuerpo, inherente a lo
que llama Naturaleza, y que también llamará Vida.
Según nuestra lectura, cuando Medea dice “Son carne
de mi carne”, nos está revelando que su amor de madre,
por un lado, se gesta en la falta, como en cualquier mu
jer que es no-toda en relación con el falo. Siguiendo a
Freud, el falo la muestra en falta; la suple buscando al
hijo como equivalente de lo que el padre no le dio. Freud
clásico. Pero, por otro lado, cuando Medea dice “Son car
ne de mi carne” y “Los mataré porque yo misma los he
engendrado”, nos confiesa que para una madre, un hijo
no es reducible a ese falo imaginario que viene a rem e
diar la falta; que para una mujer, un hijo es también la
afirmación de ella como viviente, dimensión real del
amor.
¿Se trata de una dimensión en juego solamente entre
una madre y un hijo? De ningún modo; se ofrece en cual
quier relación de amor y lo sienten en el cuerpo ustedes,
yo: cuando se produce un quiebre en ella, uno siente que
se derrumba, que el cuerpo pesa. El afecto afecta lo Real,
entendido acá como real de nuestro cuerpo.
El amor de la falta, el que se funda en la falta, es el
amor del Eros. El amor de la vida se homologa al agape,
es inmotivado, desconoce la ley. Viene del Otro que gene
ra valor: en tanto una madre ama a su hijo como afirma
ción de su ser, ese hijo adquiere valor. El origen del amor
al prójimo es ese amor primero del Otro; es un movimien
to hacia el otro en una afirmación de la existencia, que su
cede a la instituyente afirmación de mi vida, de mi ser.
¿Qué estoy diciendo con todo esto? ¿Voy a renegar de
la referencia freudiana a la castración? De ningún modo,
tan sólo indico que ella no puede ni debe hacernos igno
rar que también lo real nos constituye en su eficacia.
Por ejemplo, en estos días en que cierto equipo de fút
bol -a l que no voy a nombrar para no irritar a los que
159
alientan al equipo contrario-, anda m uy bien situado en
la tabla de posiciones, ir a la cancha permite registrar
muy bien algo siempre presente cuando de estadios de
fútbol se trata: ¿cuál es el momento culminante para el
espectador? El del gol. La gente grita al mismo tiempo,
la voz se hace una. Además del goce de ganarle al equipo
contrario, simple rivalidad, ese momento también impli
ca un orden simbólico, pues se gana según reglas, hay
también una afirmación del ser: de pronto, la finitud de
mi cuerpo se extiende a la multitud -saltam os todos ju n
tos, nos volvemos una sola voz, un solo cuerpo-. Cual
quiera que lo haya vivido sabe que implica una dimen
sión de elación narcisística de extremo goce.
Cabe leer de muchos modos el mandamiento judeo-
cristiano “No matarás”. Una lectura sería: si el otro como
prójimo es una afirmación de mi ser, su muerte es un po
co la mía. Ahora bien ¿quién es mi prójimo? Allí se sitúa
un límite, en la medida en que puedo eliminar sin proble
mas a quien no reconozca como tal, característica de
cualquier fundamentalismo o racismo.
En versiones menores, esta afirmación del ser, de la vi
da, podemos encontrarla ya sea en tiempos inmemoriales
o en los nuestros. Por ejemplo: ¿qué es eso que puede cau
sar el pasaje de lo que se llama un clan, el clan Kennedy,
por citar uno conocido, a una mafia? ¿Qué es una mafia?
Tiene la estructura de una familia; no se rige por el puro
egoísmo; el padrino cuida de sus hijos, su mujer, los sobri
nos, su nuera, los nietos, no es por ende un desalmado. El
mañoso puede mostrar un amor extremo a los que son de
su carne, pero esa afirmación desconoce la ley social, no
acepta el orden simbólico del conjunto de la sociedad. No
basta la ametralladora para que el padrino sea reconocido
como tal; tiene que cumplir con la legalidad mínima del
conjunto, que le reclama la afirmación de los lazos de san
gre pero desconoce la ley del lazo social. Es una forma me
nor en que se hace presente este real de lo Real.
160
Dijimos que lo Real para nosotros es el nudo. No
acompañamos a Nietzsche cuando sostiene que se trata
de desmantelar todos los valores y quedarnos solamente
con la afirmación de la vida. Alguna vez escribimos que
cuando la vida está lanzada a su propio movimiento, con
duce demasiado rápido a la muerte (Vegh, 1998:141). Te
sis de Freud, en Más allá del principio del placer, según
la cual la oposición entre pulsiones de vida y pulsiones de
muerte no es más que una distinción en el modo en que
consuman su recorrido: las pulsiones de vida retardan el
encuentro con el final de su camino, para cumplir con los
lineamientos de la especie; las pulsiones de muerte avan
zan como en un cortocircuito, que las lleva lo más rápido
posible al cumplimiento de su fin. No se trata de retor
nar a una filosofía vitalista, a una visión de la vida desa
nudada; tampoco debemos perder de vista que está en
juego, también, lo real de lo real.
Alguien podría objetarme: “Esto que usted dice no se
sostiene, ¿dónde hay un ser humano que no sea un par-
létre, un ser atravesado por la palabra? Le diría que tie
ne razón. Se impone entonces un mínimo recorrido por la
estructura. Y dijimos que la estructura es el nudo, tal co
mo lo escribe Lacan hacia el final de su enseñanza, el de
los tres registros que representan, convenientemente
anudados, el parlétre.
Escribirlos del modo en que lo hace, anudados, no ex
cluye que cada registro sea distinto del otro: lo real no es
ni lo imaginario ni lo simbólico; lo imaginario no es lo
simbólico ni lo real, y lo simbólico no es lo real ni lo ima
ginario. Lacan nos dice que esto se pierde en las psicosis.
Estamos de acuerdo, pero también podemos, una vez he
cha esa distinción y a los fines de un recorrido al que los
voy a invitar ahora, escribir en la neurosis la continui
dad de los registros, sabiendo que son distintos. Lo voy a
hacer con el trébol, que permite aprehender la estructu
ra de lo real, lo simbólico y lo imaginario en continuidad.
161
Tenemos un nudo trébol, en este caso con una particu
laridad: para ser un nudo que se sostenga, un nudo tré
bol que no resulte trivial, los cruces tendrían que respe
tar la alternancia arriba-abajo. Pues bien, en el lugar 1,
se produce algo que Lacan llamará lapsus y que yo voy a
llamar error. Llamarlo lapsus tiene un cierto valor: es al
go que podría haberse producido o no. Llamarlo error, en
cambio, me permite señalar que es un lapsus necesario.
Hay algo en nuestra estructura que es necesariamente
fallido, aún en la neurosis.
¿Cuál es la diferencia entre los lugares 1, 2 y 3? (cf. fi
gura 1). El 1 es el lugar del error, en tanto el 2 y el 3 no
lo son. Si tomo la figura 1, levanto un pliegue y deshago
el trébol, ¿cómo se remedia el error? Por ejemplo, ubican
do un anillo en el lugar del error (figura 2).
162
O bien en los otros cruces.
R = rojo
V = verde
163
nifica qe también admite su inscripción bajo la fórmula
del fantasma: S 0 a, porque el ocho no es más que el des
pliegue del ocho interior del que habla Lacan, borde de
una banda de Moébius, que representa al sujeto; y el ani
llo es el borde de un disco que representa al objeto a.2
Si ustedes aceptan que esto es una banda de Moébius,
tenemos:
= s
164
Esto otro, que podría ser el borde de un disco, es el m o
do según el cual escribimos al objeto:
Estructura A Estructura B
Ti
R = rojo
V = verde
165
Cuando presenté esta hipótesis en Barcelona, hubo un
psicoanalista lacaniano de renombre que comentó ama
blemente: “Se volvió loco”. Ocurre que nuestra vulgata
nos tiene acostumbrados a ubicar lo Real del psicoanáli
sis en la sentencia “No hay relación sexual” -a lgo que no
está mal, desde cierto anclaje teórico-. Ahora estamos
avanzando, estamos proponiendo algo más. Para que me
pueda liberar del mote de loco -n o es que lo desprecie, no
está mal ser un poco loco, incluso es preferible a estar en
cerrado en cierta sensatez in ú til- voy a citar una frase de
Lacan; la encontramos en la clase del 17 de febrero de
1976 del seminario Le Sinthóme:
166
falla de la estructura, y el ejemplo que elige Lacan es el
de Joyce. Allí donde la estructura carece de lo que sería
la función paterna y donde hay una falla en el nudo, La-
can sugiere que a ese lugar puede ir una mujer. Lo que
yo propongo es que a ese lugar puede ir también el otro
cuando es invocado a la condición del prójimo.
¿Esto significa que en ese caso hay relación sexual? Lo
voy a ejemplificar con algo de lo que todos ustedes segu
ramente han hecho la experiencia y que no es otra cosa
que una de las formas del encuentro con el prójimo -d ig
nidad a la que puede ser elevado, por ejemplo, el taxista
que los condujo al trabajo o al consultorio del analista-;
todo depende de la invocación, no hay garantía. Recuer
den que el prójimo es la inminencia intolerable del goce.
Ustedes pueden ubicar al prójimo en el lugar del objeto
sacrificial, puede ser que el otro los ubique a ustedes allí
o bien, en el m ejor de los casos, puede ser que uno de los
dos se ubique como sinthóme en el lugar del error.
Una experiencia que seguramente todos ustedes han
hecho es la de la amistad. A quién no le ocurre que tie
ne un amigo o una amiga, con quien se ve quizá tan só
lo una o dos veces por año, pero con cuya presencia cuen
ta, aun cuando no lo recuerde conscientemente; el reen
cuentro con ese amigo no provoca un “ ¡Cuánto tiempo
hace que no nos vem os!”, sino la continuidad de un lazo:
siguen conversando como si se hubieran visto el día an
terior. Es el amigo que anuda en el lugar del sinthóme.
Y aunque no se vean por un tiempo, el nudo se sostiene.
“Hay relación sexual” quiere decir que tiene esa eficacia
pacificante, distinta de la insatisfacción propia del or
den fálico.
Podríamos intentar un ejercicio, como el de hacer
nuestra propia escritura del día D de algún señor Bloom
de Buenos Aires, como es, por supuesto, cada uno de no
sotros; imaginar nuestra vida o la de alguien desde la
mañana hasta la noche, los múltiples lugares donde se
167
produce esa invocación que anuda, que no es aleatoria y
que puede resultar importante en los escenarios más in
sospechados. Por ejemplo, hay mujeres para quienes ese
lugar del nudo es sostenido por la empleada doméstica,
pero puede ser el mozo de un bar, podrían ser ustedes pa
ra mí en algún momento.
Dijimos que el sinthóme, en tanto lo planteamos en es
ta referencia al prójimo, deja al sujeto bien anudado en
el reencuentro consigo mismo. Recordemos una vez más
la máxima cristiana: “Amarás a tu prójimo como a ti m is
mo” -e n su lugar, nosotros proponemos: “ ...como al caro
zo condición de tu falta”- . Hay ciertas equivalencias que
a veces Lacan deja deslizar y que se suelen escuchar en
los círculos lacanianos, como por ejemplo aquella según
la cual “el sinthóme es el nombre del padre”. Pero no es
así. El sinthóme es lo que viene a suplir una falla en el
nombre del padre. Otro error sitúa al sinthóme en térm i
nos de objeto a. Pero el sinthóme no es el a, sino un ani
llo que viene a remediar una falla del nudo que trae co
mo consecuencia la ausencia del a como falta -y, en la
medida en que permite un buen anudamiento, reencuen
tra al sujeto con su falta-.
Por eso hemos valorado, desde el comienzo del texto,
esta invocación del otro, en la medida en que logra que
éste vaya al lugar adecuado. Nada lo garantiza, ni del la
do del prójimo ni del nuestro, de ahí las reacciones fóbi-
cas al encuentro con el otro, o la angustia que puede dar
un cierto sabor al primer encuentro con alguien. Se hace
presente la remisión de esta relación al goce, recubierta
después para que el encuentro funcione. Incluso en lo
que hace al hombre y a la mujer, el prójimo en el lugar
adecuado ofrece la posibilidad de remediar la falla para
que el sujeto se reencuentre con su falta. Es lo que des
cubrió el cristianismo, cuando extendió la máxima a la
que venimos refiriéndonos, hasta incluir en ese amor al
enemigo.
168
En “De la filosofía”,2 Cicerón le recuerda en una carta
a su hijo que “hostis”, “enemigo” en el latín de la época,
significaba “extranjero” en el latín primitivo. Polisemia
que, según sabemos, es cosa de todos los días. Efectiva
mente, en la medida en que no puedo cubrir con el im a
ginario de un sentido compartido al extranjero, lo cual
me aportaría el confort de la tranquilidad -e n porteño di
ríamos: “Sé cómo juega”, sé por dónde distribuye su go
ce-, me resulta siempre amenazante, entre otras cosas,
porque me hace presente la opacidad que me habita. Pe
ro por eso mismo también el extranjero es necesario pa
ra la buena marcha de la polis.
Cuando el cristianismo nos propone esa máxima que
puede ser tomada como un mandato superyoico, no está
haciendo otra cosa que revelar una necesidad de nuestra
estructura: precisamos del prójimo, de la extranjeridad
del otro para nuestro nudo, para remediar nuestra falla.
Desde esta perspectiva, tal vez tendríamos que pensar
si no hay una diferencia entre lo que Lacan llama la
agresividad propia del altruismo y cierta propuesta que
en la perspectiva cristiana se denomina caridad. Se pue
de hacer caridad como gesto de beneficencia o según el
modo de la Madre Teresa. En lo que a ella respecta, re
cuerdo un reportaje que le hicieron en los Estados Uni
dos; aparece una militante de los derechos sociales y le
dice: “Quiero trabajar”; la Madre Teresa la para en seco
y le responde: “Sí, pero primero tenga claro esto: usted no
viene por los pobres leprosos, viene por usted” . Ahí hay
una diferencia. En la misma línea, se cuenta el famoso
chiste que le hizo un mendigo a Unamuno, quien cuando
salía de la Universidad con sus aires de profesor, le daba
unas monedas. Un día, Unamuno estaba entretenido ha
blando con una persona a quien apreciaba, sin advertir
169
la presencia del mendigo, por lo cual no le dio su habitual
limosna. El mendigo le dijo entonces: “Ya va a ver, la pró
xima vez no se la acepto”.
En relación con esa primera idea, según la cual
Nietzsche planteaba la equivalencia del ser, el devenir y
la vida, nosotros no vamos por cierto a retom ar a una po
sición vitalista, que reduzca el ser del parlétre a esa di
mensión. Diremos, sí, que cuando el prójimo anuda bien
nuestro nudo nos ayuda a constituim os, a reencontrar
nos con la dimensión de nuestro ser. Me refiero a que, co
mo no renunciamos a reconocer, con Lacan, que lo Real
de nuestra estructura es el nudo, decimos que la vida
anudada a la palabra -n o sólo la v id a - nos reencuentra
con nuestro ser de dos modos distintos:
170
9. DE LA TRANSFERENCIA AL PRÓJIMO
171
Persiste la cuestión de cuál es la articulación, el pasa
je que hay, entre lo que hemos desplegado en relación con
Medea, con lo real del amor de una madre, lo que en la
teología cristiana del agape tiene que ver con el amor in
motivado del Otro, y el amor al prójimo.
Según Lacan, los dioses pertenecen al orden de lo
Real. Nosotros propusimos una equivalencia entre el
Dios de la teología cristiana, como lugar de donde parte
un amor que se funda en lo Real, y el amor de una ma
dre, cuando ese amor, más allá de la dimensión imagina
ria o simbólica, se funda en lo Real. Subrayamos ahí la
única frase que se repite tres veces en la tragedia: como
son carne de mi carne, yo misma he de matarlos, afirma
ción de Medea respecto de sus hijos.
¿Qué relación tiene esto con lo que planteamos sobre
el prójimo? Se trata del pasaje del amor del Otro al amor
al prójimo.
En la teología cristiana, el amor del agape parte del
amor inmotivado de Dios; es lo contrario de lo que noso
tros conocemos como el amor platónico y del Eros tal co
mo lo plantea Freud, figura mitológica según la cual el
amor parte de la criatura e intenta el acercamiento al
creador, al Otro divino. El amor del agape circula al re
vés, es la Gracia Divina la que gesta el movimiento ini
cial del amor. Por el amor de Dios, la criatura que por su
finitud y su pecado no lo merece, adquiere valor. La teo
logía cristiana parte de ahí, por eso son dos mandatos los
que van juntos: “Amarás a Dios” y “Amarás al prójimo
como a ti mismo”, porque el reconocimiento de esta pri
mera parte -s i soy un ser que valgo es por la gracia divi
na que me am a-, impone su consecuencia: la única razón
de la existencia para quien se inscribe en esta perspecti
va es identificarse con el legado de Dios, específicamente
de Cristo, que sostiene la pasión de la Cruz. Deshago mi
esencia yoica, por eso no se trata de la tensión agresiva
con el semejante, para permitir que florezca en mí la po-
172
sición que asume Cristo. Según la teología cristiana de la
Santísima Trinidad, el Dios padre, el Hijo y el Espíritu
Santo son tres y son uno; el mismo Dios representa la
forma extrema del amor divino: la encarnación en el hijo
que acepta su sacrificio como un don que nos otorga, que
sólo merecemos porque él nos dice “a partir de mi amor,
son merecedores”. De inscribim os en esa perspectiva, en
la ética que ella comporta, la propuesta para cada uno de
nosotros es dejar que Cristo nos habite - y con El, su sa
crificio-. Ésta es, en resumidas cuentas, la relación entre
el amor inmotivado del Otro divino y el “amarás a tu pró
jim o como a ti mismo” desde la perspectiva cristiana, en
el amor del agape.
El amor al prójimo incluye una extensión que no figu
ra en el Antiguo Testamento, en tanto excede el orden de
la ley según la tradición judaica fundada en el mérito, en
la distinción entre las buenas y las malas acciones. Las
parábolas que comentamos muestran que se trata de un
amor que debe generosamente brindarse al otro sin to
mar en cuenta el balance de sus méritos, un amor que no
se funda en la justicia.
De ningún modo esta propuesta implica la anulación
de la ley. En el cristianismo se mantiene el decálogo, los
Diez Mandamientos, pero este principio resume, sustitu
ye, lo que hasta entonces era la ley. No es una propuesta
equiparable a la de ciertas sectas heréticas milenaristas
que sueñan con el tiempo en que caduque la ley, en que
el incesto esté permitido. La máxima pasa a ser el punto
culminante de la ley en el cristianismo y redefine el va
lor de otros lugares de la ley, que como observa Pablo, de
vienen secundarios. Así, por ejemplo, no es necesaria la
circuncisión para ser una persona piadosa inscripta en
los mandamientos de Dios.
Para pensar esta cuestión, no vamos a partir del Otro
divino; más allá de las convicciones de cada uno, estamos
considerando la perspectiva del sujeto, tal como nos la
173
proponen la teoría y la práctica del psicoanálisis. Parti
mos de Medea, pero también tomamos el ejemplo que ru
bricaba el canto de Pergolesi, el Stabat Mater, la Virgen
como emblema de una madre dolorida que llora a su hijo
muerto. Desde el amor inmotivado del Otro primordial,
introdujimos algo que pretende para sí un estatuto de
novedad: el amor de una madre que no se reduce a los
atributos imaginarios de su hijo -s i es más rubio o más
gordito que el de la vecina, cuándo empezó a hablar o a
caminar, etcétera-, aunque esto no quiere decir que ese
imaginario sea un aspecto excluido por completo. Una
madre tiene derecho a eso. Pero decimos que el amor que
se funda en lo real del Otro no corresponde a esos atribu
tos, como tampoco al amor que, en la perspectiva freudia-
na, parte de la falta y da origen al deseo de un hijo como
sustituto del pene que el padre no le dio. Pornografías
que descubrió en la cultura nuestro padre Freud, tampo
co se trata de eso, lo cual no quiere decir que desconoce
mos el valor del planteo freudiano; lo aceptamos, pero es
tamos afirmando que hay, en el amor de una madre, al
go que se funda en lo real. Y es en virtud de ese algo que
vive la pérdida de un hijo como una mutilación, como si
le arrancaran carne de su carne. Es un amor que se fun
da en lo real de la vida.
En el nudo borromeo Lacan coloca -segú n la forma
clásica en que lo presenta- en el campo de lo Real “vida”
(véase página 158); se trata de algo que al comienzo La-
can acentuó: cuando hablamos del ser humano, conside
ramos un viviente.
Por supuesto, se trata de un viviente anudado a la pa
labra. Estoy tratando de subrayar que aunque ese real
de la vida está anudado a lo imaginario y a lo simbólico,
ese real ek-siste, Lacan lo llama real de la vida, y como
cree Nietzsche, lo único que quiere es ser, devenir, exten
der su afirmación como ser.
Lacan se burla del “ser para la muerte” que formula-
174
ra Heidegger; de lo que se trata es, simplemente, de la vi
da que quiere ser. Ahí estaríamos más de acuerdo con Sa-
de, cuando pretende, por la vía del crimen, introducir un
corte en la insistencia de la vida que persiste.
Recuerdo el impacto que me produjo el texto de Gar
cía Márquez, Cien años de Soledad, cuando leí por pri
mera vez el pasaje en que describe con su estilo barroco,
homólogo al barroco de la selva caribeña, cómo invadían
las plantas, las hormigas, la casa abandonada; estaba
presente en esa escena lo imparable de la vida.
Hasta aquí estoy hablando de ese Otro, en este caso el
Otro primordial, la madre y la afirmación de lo Real del
amor de una madre.
Por otro lado - y se perfila entonces nuestra diferencia
con el cristianism o-, nosotros no pretendemos que el su
jeto avance en su análisis hacia el reconocimiento del
Otro como Otro, sino más exactamente, hacia el descu
brimiento de la inexistencia del Otro como completud; el
de la madre en tanto ella no es solo un viviente, sino que
está marcada por su relación con la palabra.
Planteamos que un avance en la cura implica lo que lla
mamos la “exhaustación del Otro”, algo que no está desde
el comienzo, sino que es una operación que el sujeto debe
realizar. Una operación que le permitirá advertir otro lu
gar que marca su destino, que ya no será el Otro, al modo
del Otro divino, sino lo que llamamos, siguiendo a Lacan,
“la imposible exhaustación de lo real”, el reclamo ineludi
ble de la pulsión. Una y otra son concomitantes. Un avan
ce en la dirección de la cura permite al sujeto, por una par
te, descubrir que el Otro primordial está marcado por
otras instancias que lo limitan y por su relación con el len
guaje que lo descompleta. Y por otra, descubrirá también
la sujeción inexorable al campo de la pulsión. Aunque se
haga el distraído, su cuerpo es un cuerpo habitado por la
pulsión. Nuestra sustancia varía de sustancia viviente a
sustancia gozante, en enlace con la palabra.
175
Lacan se pregunta: ¿podríamos decir que el vegetal
goza? No hay palabra al respecto; en cambio, en el parlé-
tre, la letra nos permite puntuar al viviente que adviene
como sustancia gozante.
176
Real. Como ya lo hemos dicho alguna vez, hay una esqui-
cia entre el toque y el tacto, a la manera de lo que plan
teamos entre la mirada y la visión. Un toque que no se
reduce a la dimensión imaginaria, error que quizás con
dujo a dejarlo de lado a autores reconocidos de la histo
ria del psicoanálisis; el toque es una de las formas del ob
jeto a. En la demanda del “Abrázam e”, no se trata sólo de
tener al otro como unidad; también está presente la es
pecificidad puntual del abrazo. Lo encontramos sublima
do en el lazo social, bajo formas que a veces se quieren
justificar mediante argumentos historicistas. Por ejem
plo, algo que a la distancia puede resultar ridículo e inex
plicable: ¿por qué cuando recibimos a un paciente hace
mos el gesto de extenderle la mano, él nos extiende la su
ya y decimos que nos saludamos? Sin duda, es un gesto
que se inscribe en las reglas de cortesía de nuestra socie
dad, es un saludo, pero además es un real, hay un toque
real articulado a lo simbólico. Se justifica desde una
perspectiva historicista aduciendo que es una manera de
presentificar que no llevo la lanza en la mano; se buscan
raíces históricas para decir por qué subsiste el gesto, pe
ro ya pasó bastante tiempo desde que la gente decidió no
andar con lanzas en la mano. Es una forma sublimada
del toque, es un toque permitido -n o todos lo son-.
En el marco acotado de nuestra cultura -y a que no se
ría lo mismo para un descendiente contemporáneo de ale
m anes-, un beso en los labios queda reservado para la re
lación amorosa de pareja; en cambio, el vínculo familiar
entre alemanes lo admite: padres e hijos se besan en la bo
ca. Y a veces vemos incluso a políticos y diplomáticos de
gran renombre, dándose “piquitos” . Son marcas de la cul
tura; se trata de un goce pautado como cualquier otro.
El amor inmotivado del Otro fundado en lo real no
desconoce el que se funda en lo imaginario y en lo simbó
lico; sólo acentúo aquí que fundarlo en lo imaginario y lo
simbólico es insuficiente. Ese amor inmotivado fundado
177
en lo Real del Otro primordial se transmite en lo Real al
sujeto. Con una eficacia determ inada experimenta,
aprende el gusto del encuentro con el otro, la búsqueda
de ese otro a quien puede, desde la invocación que formu
le, invitar a que ocupe un cierto lugar.
En lo Real, el amor inmotivado del Otro fundado en lo
real, propicia la afirmación del ser en esa homologación
que Nietzsche nos propone: ser, vida, devenir. En tanto
afirmación del ser, del mismo modo en que una madre lo
hace con su hijo, a cada uno de nosotros como criatura
nos lleva a hacerlo también con el otro, bajo modos muy
diversos: desde los peores a los mejores. La búsqueda del
otro no es idéntica a la del semejante, por eso cité el pá
rrafo de la Troisième. Un ejemplo de la búsqueda del otro
para lo peor, es la invitación a hacer masa. ¿Quién no vi
vió alguna vez ese gusto, al ir a la cancha, por ejemplo?
Los que disfrutan del triunfo de Boca, pueden ir y hacer
masa gritando todos juntos “gol”, o “dale Boca”, o “lo’va-
mo’a matar”, siempre dirigiéndose a contendientes nece
sarios. ¡Qué sería de Boca sin River y de River sin Boca!
Allí, en la masa, hay una extensión de mi cuerpo, una
afirmación de mi ser que lo multiplica. Dependerá de có
mo se enlace a lo simbólico y lo imaginario para definir
hasta dónde va a llegar con lo mejor y con lo peor. En el
caso de lo peor, puede provocar en el encuentro con el
otro su exacción. O su opuesto, que también es de lo peor :
el trasvasamiento de mi ser, al punto que lo afirmo sólo
en el otro -la fórmula atenuada de esta alternativa es el
enam oram iento-. Ninguna de estas formas se reduce a lo
imaginario y lo simbólico; el sujeto advierte su efecto en
lo real del cuerpo.
Desde la perspectiva de lo mejor, ¿cómo sería esa ex
tensión del ser? Si tomamos la frase de Lacan Y a
dTUn”, “Hay del Uno”, como la redefine al final, enten
deremos que aunque estemos constituidos por tres regis
tros, somos Uno. Se trata de Un sujeto, sujeto de la es
178
tructura, y ya no sujeto del significante. Pero lo que nos
enseña también nuestra práctica es que ese “Hay del
Uno” no se logra sólo con los tres registros. Habíamos di
cho que hay una falla necesaria en la estructura que pre
cisa de la intervención del otro para ser remediada; es
allí donde podemos invocar al otro en el m ejor lugar:
cuando lo hacemos -com o en el caso del aforismo lacania-
no: “La femme c’est le sinthóme”-, en el lugar del sinthó-
me. Quiere decir que el otro pasa a formar parte de nues
tra estructura, anudando allí donde nuestra estructura
sufre el error. En ese lugar, cuando eso se produce, “hay
relación sexual”.
Esta afirmación rompe con un cliché, según el cual lo
real del psicoanálisis es: “No hay relación sexual”. Diría
que ésa es una parte de lo real. Cuando el otro, invocado
al lugar de prójimo, va al lugar de la falla y corrige el
error en ese mismo lugar, “Hay relación sexual”. A esto
alude un poema de Octavio Paz, que dice así:
179
ejerce en el sentido de acercar la demanda a la identifi
cación. (Ese sería el lado negativo, la transferencia en
tendida como lo que hace de obstáculo a la marcha de la
cura.) Es en tanto que el deseo del analista que perma
nece siendo una x, tiende en el sentido exactamente con
trario a la identificación que el franqueamiento del pla
no de la identificación es posible, por intermedio de la
separación del sujeto en la experiencia. La experiencia
del sujeto es así acercada al plano donde puede presenti-
ficarse de la realidad del Inconsciente, la pulsión. [La
bastardilla es mía.]
180
cia, entendida acá como obstáculo -p o r ejemplo, como
transferencia amorosa, y se sabe que para Lacan ésa es
“la” transferencia-, vela al sujeto el lugar que ocupa en
su fantasma, así como la pulsión que lo guía, que él vive
bajo un modo invertido y paranoico - “¿Qué quiere el Otro
de mí?”- . Gracias al deseo del analista puede salir de esa
posición paranoica y reconocer lo que funda su lugar de
fijación en el fantasma. Así se acerca el sujeto a la pul
sión y a lo que constituye el inicio de su movimiento pul-
sional, la demanda del Otro.
Cuando decimos “demanda”, en la teoría analítica, de
bemos distinguir dos dimensiones: una es la imaginaria
presencia del Otro como prueba de amor, otra es la pul-
sional -la demanda pulsional inconsciente-. Es el deseo
del analista el que permite, en los tramos finales de una
cura, que el sujeto encuentre como nunca esa pulsión que
lo habita, que advierta la imposible exhaustación de lo
real, y el origen de la pulsión fundado en la demanda del
Otro.
181
a este colega le falta análisis”, apreciación que bien po
dría ser verdad. “Le falta análisis” significaría que le fal
ta esta etapa: que el sujeto investigue cómo distribuye su
goce, una vez que sale de la fijación a una de sus formas
privilegiadas. Lo digo de otro modo: ¿qué hace con el go
ce que representan y conducen cada una de las especies
del objeto pulsional? ¿Por qué eso quedaría fuera de un
análisis? Me pregunto si no tendrá bastante que ver con
cierta repetición que uno advierte en nuestras institucio
nes de personajes casi bizarros, que no tuvieron oportu
nidad de interrogar ciertos rasgos de carácter -rasgos
que son también una fijación a un goce-. Es muy notorio
esto en la parroquia lacaniana. Alguien podría decirme
que en otras está oculto bajo el manto de conformismo
del lazo social. Es verdad, pero ¿acaso tenemos que ele
gir entre una opción y la otra?
182
El concepto de “Durcharbeiten”, de “elaboración”, ven
dría a indicar la necesariedad, para un análisis que se
arriesga a llegar a su extremo, de que el sujeto advierta
sus aventuras y desventuras con cada una de las formas
en que canaliza el goce; el modo o los distintos modos se
gún los cuales invoca a los otros a los que él reclama en
el lugar del prójimo. Habíamos dicho que no hablamos ni
siquiera con el mismo tono, mucho menos con las mismas
palabras y aun menos con el mismo grado de intimidad,
con las distintas personas que encontramos cada día.
Por ejemplo, si hay dos secretarias, ¿las invoco a las
dos en el mismo lugar? No, y sin embargo cumplen, para
esta estructura, la misma función. Observemos cómo se
diferencia el tono en que se le habla a un amigo o a otro;
no se comparte lo mismo con todos, no se igualan las in
timidades. Pero ni siquiera hace falta remitir al amigo;
podemos hablar de una empleada doméstica, del portero
de la casa en donde viven, o bien de los propios hijos y del
modo diferente de dirigirse a cada uno de ellos.
Un final de análisis tendría que permitirle al sujeto
advertir estas diferencias -y, como señala Lacan, “adver
tir” no equivale a conocer-. Advertir implica al sujeto di
vidido entre lo que sabe y el goce que pone límite a ese
saber; supone experimentar qué le pasa cuando invoca al
otro de tal o cual manera.
¿No sería una perspectiva a proponer al sujeto? Sobre
todo si aceptamos que el hecho de que pueda invocar del
m ejor modo al otro permitiría que éste se situara como
prójimo, precisamente en el lugar que más lo necesita.
La máxima cristiana “Amarás a tu prójimo como a ti
mismo” - y no como a tu y o-, podría haber revelado -p o r
primera vez en la cultura y al mismo tiempo velado por
que lo hace desde una perspectiva religiosa- algo que nos
concierne: nuestra estructura no se abrocha sin la distri
bución del goce que el otro nos propone.
183
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186
marás al prójimo como a ti mismo”, dice la máxima
que tanto molestó a Freud. Pero, ¿cómo habré de
amar al prójimo -que no siempre me quiere bien,
que tantas veces me goza, me ultraja- del mismo
modo que a mí? ¿Cómo habré de amarlo sin discriminar entre
los diversos prójimos, algunos cercanos y otros que me son
Indiferentes?
Y sin embargo, postula Isidoro Vegh, cuando una máxima se
erige como sostén de una religión que lleva ya dos milenios,
cabe suponer que ella ha tocado un punto fuerte de la
estructura subjetiva: de allí la necesidad de desentrañar su
sentido y ahondar en sus eficacias, no por veladas menos
operantes.
Con un tono coloquial y un hábil c r e s c e n d o del voltaje teórico,
el autor desembroza otro concepto no menos perturbador, en
este caso de Lacan, “el prójimo es la inminencia intolerable
del goce”. Hasta llegar a una afirmación del prójimo como
anudamiento que puede ayudar al sujeto a constituirse, a
reencontrarse con la dimensión de su propio ser y hallar el
mejor destino para sus goces.
Psicología 10232
Profunda
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