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EL PROJIMO

Enlaces y desenlaces del goce


Isidoro Vegh
Paidós Psicología Profunda
W"
E L P R Ó J IM O
biblioteca de PSICOLOGÍA PROFUNDA
(Ultimos títulos publicados)
185. J.E. Milmaniene - El goce y la 211. N. Bleichmar y C. Leiberman de
ley Bleichmar - El psicoanálisis
186. R. Rodulfo (comp.) - Trastornos después de Freud
harcisistas no psicóticos 212. M. Rodulfo y N. González
187. E. Grassano y otros - El escena­ (comps.) - La problemática del
rio del sueño síntoma
190.0 . Kernberg - Relaciones amoro­ 213. J. Puget (comp.) - Psicoanálisis
sas de pareja
191. F. Ulloa - Novela clínica psicoa- 214. J. McDougall - Las mil y una ca­
nalítica ras de Eros
192. M. Burin y E. Dio Bleichmar 215. M. Burin e I. Meler - Género y
(comps.) - Género, psicoanálisis, familia
subjetividad 216. H. Chbani y Pérez-Sánchez, M. -
193. H. Fiorini - El psiquismo crea­ Lo cotidiano y el inconsciente
dor 217.1. Vegh - Hacia una clínica de lo
194. J. Benjamín - Los lazos de amor real
195. D. Maldavsky - Linajes abúlicos 218. J. E. Milmaniene - Extrañas pa­
196. G. Baravalle - Manías, dudas y rejas
rituales 219. P. Verhaeghe - ¿Existe la mujer?
197. J.-D. Nasio - Cómo trabaja un 220. R. Rodulfo - Dibujos fuera del
psicoanalista papel
198. R. Zukerfeld - Acto bulímico, 221. G. Lancelle (comp.) - El self en
cuerpo y tercera tópica la teoría y en la práctica
199. V. Korman - El oficio de analista 222. M. Casas de Pereda - En el ca­
200. J.-D. Nasio -Losgritos del cuerpo mino de la simbolización
201. J.E. Milmaniene - El holocausto 223. P. Guyomard - El deseo de ética
202. J. Puget (comp.) - La pareja. En­ 224. B. Burgoyne y M. Sullivan - Los
cuentros, desencuentros, reen­ diálogos sobre Klein-Lacan
cuentros 225. L. Hornstein - Narcisismo
204. E. Galende - De un horizonte in­ 226. M. Burin e I. Meler - Varones
cierto. Psicoanálisis y salud 227. F. Dolto - Lo femenino
mental 228. J. García Badaracco - Psicoaná­
205. A. Bauleo - Psicoanálisis y gru- lisis multifamiliar
palidad 229. J. Moizeszowicz y M. Moizeszo-
206. D.W. Winnicott - Escritos de pe­ wicz - Psicofarmacología y terri­
diatría y psicoanálisis torio freudiano
207.1. Berenstein y J. Puget - Lo vin­ 230. E. Braier (comp.) - Gemelos
cular 231.1. Berenstein (comp) - Clínica
208. D.W. Winnicott - Acerca de los familiar psicoanalítica
niños 232.1. Vegh - El prójimo. Enlaces y
209. J. Benjamín - Sujetos iguales, desenlaces del goce
objetos de amor 233. J.-D. Nasio - Los más famosos
210. E. Dio Bleichmar - La sexuali­ casos de psicosis
dad femenina: de la niña a la 234.1. Berenstein - El sujeto y el otro.
mujer De la ausencia a la presencia
Isidoro Vegh

EL PRÓJIMO

Enlaces y desenlaces
del goce

PAIDÓS
Buenos Aires
Barcelona
México
Motivo de cubierta: Leopoldo Presas, En el balcón de París, óleo.

Agradecemos a la Galería Zurbarán y al artista


la autorización para la reproducción de la obra.

Cubierta de Gustavo Macri

I a edición, 2001

La reproducción total o parcial de este libro, en cualquier


forma que sea, idéntica o modificada, escrita a máquina,
por el sistema “multigraph“, mimeógrafo, impreso por fo­
tocopia, foto duplicación, etc., no autorizada por los edito­
res, viola derechos reservados. Cualquier utilización debe
ser previamente solicitada.

© 2001 de todas las ediciones


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Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723


Impreso en la Argentina. Printed in Argentina

Impreso en Gráfica MPS


Santiago del Estero 338, Lanús, en julio de 2001

ISBN 950-12-4232-3
ÍNDICE

Agradecimientos ................................................................. 9
P rólogo.................................................................................. 11
1. La vida en com ún.......................................................... 13
2. La opacidad del otro .................................................... 31
3. Del espacio a la c it a ...................................................... 47
4. La invocación del otro .................................................. 55
5. Por el amor de Dios ...................................................... 81
6. Enlaces y des-enlaces del amor, el goce y el deseo.... 113
Medea, nuestra terrible extranjera,
por Carlos Horacio Bembibre....................................... 114
7. El amor de las entrañas..................................................133
8. El goce y sus destinos......................................................153
9. De la transferencia al prójim o....................................... 171
Bibliografía............................................................................. 185

7
AGRADECIMIENTOS

Las páginas que siguen tienen su antecedente en los


dos seminarios dictados en la Escuela Freudiana de
Buenos Aires entre agosto y diciembre de 1997 y 1998,
titulados “El prójimo” e “Invocaciones”. Agradezco a
todos aquellos que me estimularon con su presencia y su
atenta escucha, sus preguntas y sus comentarios.
Mi reconocimiento a Carlos Horacio Bembibre por sus
reflexiones sobre la tragedia griega como un camino de
acercamiento al misterio de la condición de una mujer.
También agradezco a Nilda Prados por su reiterada
colaboración en el pasaje de la palabra hablada a la
letra, y a Melina Pipkin por su ordenada paciencia en las
correcciones inevitables y siempre insuficientes.
Mi reconocimiento a Marita Gottheil por su renovada
confianza en la publicación de este texto.
Por último, mi agradecimiento a Santiago Kovadloff,
con quien anudamos en bares y cafés de Buenos Aires lo
que estas páginas exponen del valor entrañable y no
menos enigmático de la amistad.

I sidoro V egh
Buenos Aires, mayo de 2001

9
PRÓLOGO

Es por su invocación que el otro adviene a la condición


de prójimo. Que su lugar no sea indiferente al sujeto, es
el anuncio velado que por primera vez se extendió en
nuestra cultura en la máxima conocida: “Amarás al pró­
jim o como a ti mismo”.
¡Qué más oscuro, ignoto e indecible que esa esencia
que nos habita!
¡Qué más distante de las cubiertas del Yo que se mues­
tran en la escena del mundo!
De ese “ti mismo”, enigma que nos anima, el prójimo
es la oportunidad de su alcance, que estas letras inten­
tarán acercar bajo las diversas modalidades en que se
presenta:

en la vida en común, con sus espinas y sus abrazos;


cuando un hombre encara a otro en apuestas sin
garante;
cuando el espacio se quiebra en valores disímiles de
goce según la inmersión de quienes lo habitan;
en la invocación desplegada en la trama social, en la
práctica del análisis o en la teoría y la lógica que
intenta su escritura;
en el subrayado de un amor que no se iguala al Eros
de la falta, que funda en lo Real su vigencia;

11
- en lo real del amor que enlaza y des-enlaza lo imagi­
nario y la palabra para el mejor o peor resultado;
- revela el horror de la tragedia cuando la afirmación
del ser promueve la muerte;
- en la dirección de la cura, cuando decide su fin en la
canalización del goce recuperado y reconoce en el
cuerpo del prójimo la vía de privilegio;
- en la transferencia analítica, que no completa sus
giros sin las vueltas suficientes, que dicen bien su
revolución en las ofertas de goce que giran en la
misma órbita realizando el mal augurio de un destino
o abriendo nuevos surcos para el amor y la creación.

Si algo logran estas letras en la invocación al lector,


que me acepte como prójimo será el m ejor premio a mi
apuesta.

I sid o ro V egh
Buenos Aires, mayo de 2001

12
1. LA VIDA EN COMÚN

“Amarás al prójimo como a ti mismo”, dice la máxima


que tanto molestara a Freud (1930-1929: 106-107). ¿Cómo
habré de amar al prójimo -q u e no siempre me quiere bien,
muchas veces me quiere para mi mal, me goza, me ultra­
ja, me u sa - del mismo modo que a mí? ¿Cómo habré de
amarlo sin discriminar entre esos prójimos que me son
cercanos y aquellos que encuentro en la indiferencia mu­
tua? Con mis palabras parafraseo su enardecida protesta.
Pero el “ti mismo”, ¿no anuncia un enigma a develar
que no lo iguala al Yo? Si la sentencia perdura a través
de los siglos, tal vez ella guarde una respuesta que nos
concierne. Tal vez nos permita transitar algunas encru­
cijadas de nuestra disciplina, el psicoanálisis. Y desde
allí, tam bién alcanzar alguna respuesta sobre los lazos
que sostienen la trama social.
Para indagarla -e s hoy mi camino para avanzar en los
enigmas de la transferencia- me propongo desplegar de
inicio una de las tres vertientes de este otro que llama­
mos “prójim o”. Se trata de la vertiente imaginaria que
viste su presencia.
A partir de la formulación del nudo borromeo1 -la equi-

1. Escritura correspondiente a la teoría de nudos de las matemá­


ticas de nuestros días.

13
valencia entre lo Simbólico, lo Real y lo Imaginario-, hay
un aspecto que no hay que dejar pasar a la ligera: el valor
de lo imaginario que es preciso considerar en su valor ins-
tituyente, al punto que el desencadenamiento de las psico­
sis se sitúa en su falta. No es un tema menor; estamos en
la dimensión imaginaria de la relación del sujeto con el
prójimo, definible en términos de reconocimiento.
Trabajando este tema, encontré un autor cuyas refle­
xiones me resultaron especialmente pertinentes. Se trata
de Tzvetan Todorov y de su obra La vida en común (Todo-
rov, 1995).2 Este autor considera que podríamos definir al
ser humano desde tres perspectivas: “es algo en el orden
del ser, es un viviente, pero no es reducible ni a su condi­
ción de ser, ni a la de viviente, ya que al estar habitado por
el lenguaje pasamos a distinguir una relación diferencia-
ble de cualquier otro viviente en la relación con el otro”.
Esto es lo que llamamos, más allá del vivir, ek-sistir (fue-
ra-de-lugar), esa ek-sistencia del sujeto representado por
la palabra, pero exterior a ella.
El reconocimiento, nos dice Todorov, no es homogéneo,
sino que reviste diversas formas. La primera diferencia­
ción, la más importante, es la que se impone entre el re­
conocimiento de existencia y el de confirmación. Con ma­
tiz irónico, los personajes de la farándula suelen situar
así el reconocimiento de existencia: “No me importa que
hablen bien o mal de mí; lo que me importa es que ha­
blen”. Su correlato lo encontramos en el decir popular “Lo
que mata es la indiferencia”, como forma de desconoci­
miento mayor. Así, pelear con el otro es un modo de man­
tener una relación con él. El reconocimiento de confirma­

2. Ya me he referido al tema en el seminario “Hablar del incons­


ciente”, dictado en la Escuela Freudiana de Buenos Aires, 1980 (iné­
dito).

14
ción -a l que nos referiremos luego— presupone el de exis­
tencia, puesto que tanto el valor positivo como negativo
que se le asigne confirma la existencia de aquello valora­
do. De ahí la radicalidad del reconocimiento de existencia.
En ciertos cuadros neuróticos domina, en un sector de
la red que atañe al Otro primordial, un desfallecimiento
del deseo en relación con el hijo -p o r ejemplo, nació el be­
bé y murió el abuelo materno, con el duelo consiguiente-.
Se trata de un momento dramático en el que el Otro des­
fallece, y con él, el reconocimiento fundante, imprescin­
dible. El ser humano no sobrevive si no hay otro que lo
reconozca en su existencia.
Recuerdo un caso muy dramático: un chiquito de ocho
años, el menor de la fratría, murió en un accidente. La
madre, que adoraba a este hijo, entró en un duelo pato­
lógico, con un absoluto desinterés por la vida. Su marido
estaba desesperado, ya que además de perder al hijo,
veía a su mujer al borde del suicidio. Un día, el hijo m a­
yor los reunió a ambos y les dijo: “¿Qué me están hacien­
do? Yo existo...”.
De modo que cuando se encuentren con algún m alva­
do que alardea con las banderas del mal de su prescin-
dencia del amor, pregunten qué otro malvado como él le
resulta imprescindible. Hay por lo menos uno, del cual
precisa su amor; cuando ese uno falta, el sujeto cae. Es
también la historia de Van Gogh: a medida que se le fue
cerrando el mundo, su único sostén pasó a ser su herma­
no Theo; sólo él colgaba sus cuadros. Cuando Theo le
anuncia que se va, Vincent se suicida.

El reconocimiento de confirmación o de valor puede


adoptar dos formas:

• de conformidad: concierne a quien le gusta ser uno-


entre-otros, disolverse en el conjunto. Por ejemplo,
quiero ser hincha de un determinado club de fútbol y

15
no me interesa diferenciarme de los otros que allí se
sitúan;
• de distinción: designa a quien se diferencia del conjun­
to y quiere ser reconocido como diferente; lo encontra­
mos en la figura de los malcriados, los hijos preferidos.

En cuanto a las estrategias de reconocimiento', una de


ellas es la demanda directa. Por ejemplo, puedo pensar
que soy un excelente escritor; si no he logrado vender
ningún libro, me digo, es porque la época que me ha to­
cado en suerte no está preparada para recibir semejante
creación. Bajo el modo ilusorio, mi demanda de reconoci­
miento se proyecta al futuro. A veces esta demanda se
funda en una verdad; de hecho, la obra de Van Gogh se
cotiza hoy entre las más caras de la historia del arte y,
más allá de los precios, se trata sin duda de una produc­
ción que merece el reconocimiento. Pero me estoy refi­
riendo aquí a su figura recíproca e inversa, que insiste en
el futuro del reconocimiento y que, en la medida en que
desde lo Real no se confirma, viene a desplazarse hacia
un futuro ficcional.
Otro reconocimiento puede ser vehiculizado por una
demanda, válida o no, tal como lo vemos especialmente
en el tratamiento de niños; por ejemplo, en un chico muy
travieso, cuya violencia es una demanda de reconoci­
miento. En el plano social, podemos, por ejemplo, situar­
lo en la carpa plantada frente al Congreso,3 como una
forma apaciguada de violencia -u n a irrupción en un es­
pacio público-, en relación con un reconocimiento que no
es otorgado.

3. Desde 1999 y durante más de un año, los docentes argentinos


realizaron una demanda gremial, a través de un ayuno en una carpa
blanca instalada frente al Congreso de la Nación. Su reclamo de
aumento de salarios era también un anhelo de reconocimiento al
valor de su trabajo.

16
Otras estrategias pueden conducir a renunciar a él,
con la clínica que comporta -e l aislamiento, la depre­
sión-.
A nosotros, psicoanalistas, este planteo no nos resulta
suficiente, porque el sujeto se escribe con una topología
que no tiene ni adentro ni afuera. Desde esa topología, se
trata de ver cómo ese otro que me habita, me reconoce o
no, me distingue o no, me confirma o no.
Cabe incluir aquí algo que iremos trabajando más
adelante, cuando mencionemos los otros registros: la
buena o la mala mirada. Puedo vestirme, si soy una da­
ma, de manera que todos los demás me digan: “ ¡Qué her­
mosa que estás!”, y responder al elogio con un “No me di­
gas eso, estoy fea, no puedo ni verme...”, es decir, “No me
puedo ver con estos ojos que hoy me habitan”.
En el texto al que venimos refiriéndonos, Todorov ha­
ce una puntuación muy ajustada de las reflexiones que
pudo encontrar en la historia del pensamiento occidental
sobre esta problemática. Creo que resultará útil, espe­
cialmente para quienes, situados en la perspectiva laca-
niana, sufrimos de un prejuicio alimentado por los pri­
meros años de la enseñanza de Lacan, marcada por la ar­
dua lucha que libró para rescatar al psicoanálisis freu-
diano de su caída en una relación imaginaria del analis­
ta con el analizante.
Todorov cita el precepto de Montaigne, ese gran pen­
sador del escepticismo moderno:

Hagamos que nuestra satisfacción dependa de nosotros,


desprendámonos de todos los lazos que nos atan al otro,
logremos vivir solos en el momento oportuno y hacerlo a
nuestra guisa [...] Abandonad, junto con las otras volup­
tuosidades, la que proviene de la aprobación del otro (To­
dorov, 1995: 18).

Aquí tenemos un ideal que ha estado vigente en la pa­


rroquia lacaniana: el ideal del sujeto que consigue pres-

17
cindir del otro. Ir al otro no significaría más que una vo­
luptuosidad de la que mejor sería desprenderse.
Otro pensador, De la Bruyère, afirma: “A veces el
hombre parece no bastarse a sí mismo”. Formulación que
nos indica ya cuál sería el trasfondo de esa preferencia:
un deseo tan singular que nada tiene que hacer con el
otro (ídem). Así, estos autores reconocen que lo real es la
sociabilidad pero el ideal es la soledad.
Todorov, por su parte, confiesa que precisa del otro,
por ejemplo, del lector. Lo necesita para que lo acompa­
ñe, por eso se esmera en formular su tesis de modo que
el lector pueda y tenga ganas de acompañarlo. Y agrega:
“Desde el Renacimiento se renuncia a asociar la natura­
leza con lo ideal” -e l ser humano, en su naturaleza, no es
buena persona-. Este giro se opera simultáneamente en
la política y en la psicología, y son los mismos autores sus
responsables. Maquiavelo y Hobbes fueron los emblemas
de este pensamiento.
Según la nueva concepción (que no constituye una no­
vedad radical),

[...] desde hace siglos la sabiduría de las Naciones ense­


ña que el hombre es un lobo para el hombre, el ser hu­
mano se ocupa de los otros sólo en apariencia y para es­
tar de acuerdo con la moral oficial: en realidad, es un ser
puramente egoísta e interesado, para quien los otros
hombres no son sino rivales u obstáculos. Si no estuvie­
ra sujeto a las poderosas prohibiciones de la sociedad y
de la moral, el hombre, ser esencialmente solitario, vivi­
ría en guerra perpetua con sus semejantes, en una per­
secución desenfrenada del poder (ibidem: 19).
En el Leviatán, Hobbes lo expone así:

La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en sus


facultades corporales y mentales que, aunque pueda en­
contrarse a veces un hombre manifiestamente más fuer­
te de cuerpo, o más rápido de mente que otro, aún así,
cuando todo se toma en cuenta en conjunto, la diferencia

18
entre hombre y hombre no es lo bastante considerable
como para que uno de ellos pueda reclamar para sí be­
neficio alguno que no pueda el otro pretender tanto co­
mo él [...] Pues la naturaleza de los hombres es tal que,
aunque puedan reconocer que muchos de los otros son
más vivos, o más elocuentes, o más instruidos, difícil­
mente creerán, sin embargo, que haya muchos más sa­
bios que ellos mismos: pues ven su propia inteligencia a
mano y la de otros hombres a distancia (Hobbes, 1979:
222-223).

Finalmente, Hobbes concluye:

De esta igualdad de capacidades, surge la igualdad en la


esperanza de alcanzar nuestros fines. Y, por lo tanto, si
dos hombres cualesquiera desean la misma cosa, que,
sin embargo, no pueden ambos gozar, devienen enemi­
gos; y en su camino hacia su fin (que es principalmente
su propia conservación, y a veces sólo su delectación), se
esfuerzan mutuamente en destruirse o subyugarse
(ídem).

Tal es la tesis que lo lleva a plantear al Estado como


organizador que permite pacificar allí donde sin él no po­
dría imperar sino la guerra.
Ante ese egoísmo que todos reconocen, ya sea como
ideal a sostener -e s el caso de M ontaigne-, o bien como
algo que corresponde acotar, se definen distintas posicio­
nes:

Habiendo comprobado que el hombre es por naturaleza


un ser solitario y egoísta, podemos internarnos en dos
direcciones opuestas: combatir la naturaleza o, por el
contrario, glorificarla (Todorov, 1995: 20).

Existe, en efecto, una tradición de autores que glorifi­


ca esa naturaleza egoísta del hombre, tradición que llega
hasta Lacan. La Rochefoucauld, primer gran represen­
tante de esta visión del hombre, escoge el combate. A pro-

19
pósito de esto, Todorov señala: “La vida en sociedad res­
tringe el apetito inmoderado de los hombres y les impo­
ne el aprendizaje de la reciprocidad”. La sociedad tendría
así la función de ponerle límite a ese apetito inmoderado
que cada uno de nosotros porta. No podemos negar que,
en ciertos pasajes, el texto freudiano plantea lo mismo: el
niño nace con una pulsión exagerada y sólo aquello que
pueda acotarla hará soportable la pulsión de muerte, vol­
cada sobre el mundo como pulsión de destrucción, o la
pulsión sexual con sus apetitos inmoderados.
Pascal, por su parte, sostiene: “La unión que hay en­
tre los hombres se funda en un engaño mutuo” (ídem).
Los hombres no vivirían mucho tiempo en sociedad si no
se engañaran unos a otros, cada uno para obtener del
otro aquello que busca.
Una teoría que nos sorprende es la de Kant, quien in­
terpreta el llanto del recién nacido como “la primera pro­
testa de tener que precisar del otro” (ídem). Kant señala
que el ser humano sufre de tres apetitos lamentables:
Ehrsucht, Herschucht, Habsucht, esto es, sed de honores,
dominación y bienes. Esos apetitos constituyen la des­
gracia del género humano, porque impulsan a cada indi­
viduo a querer imponer su voluntad al otro. Viraje en la
historia del pensamiento occidental, el deseo de gloria,
bien visto desde la Ilíada, está encarnado en Aquiles; pa­
ra Kant, en cambio, este deseo es una de las causas de la
guerra.
En cuanto a la teorización lacaniana, hay autores que
puntualizan - y en cierto modo es correcto- que efectiva­
mente, cuando no está bien anudado, ese afán de hacer­
se un nombre también implica una posición que propicia
el desencuentro con el otro.

Avancemos en otra dirección. Hasta ahora considera­


mos autores que piensan al ser humano como semejan­
te del lobo, más que del hombre. Si nos remitimos a La

20
Política de Aristóteles, nos encontramos con una fórm u­
la que, de tom arla al pie de la letra, resulta sorprenden­
te. Allí se lee: “El hombre que no tiene la capacidad de
ser miembro de una sociedad o que no experim enta en
absoluto la necesidad de ello porque se basta a sí mismo,
no form a parte de la polis y, en consecuencia, es un bru­
to o un dios”. Extraña equiparación de lo excelso y lo
despreciable.
Si nos remitimos a Jean-Jacques Rousseau, ¿cuál es la
idea más difundida de su pensamiento? Rousseau defien­
de la vigencia de un hombre naturalmente bondadoso en
el comienzo, que se pervierte en su encuentro con los
otros, en el seno de la cultura. Formulación que sólo es
en parte diferente de las que venimos revisando, y coin­
cide con ellas en el planteo según el cual hay primero un
ndividuo, en tanto la conexión con el otro se daría en
una segunda instancia.
Esta versión proviene de los textos en los que Rous­
seau tematiza la cuestión, como el llamado Discurso so­
bre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre
los hombres. Allí se pregunta:

[...] ¿por qué buscar nuestra dicha en la opinión del otro,


cuando podemos encontrarla en nosotros mismos? [...]
¿Y no es suficiente para aprender tus leyes con entrar en
uno mismo y escuchar la voz de la conciencia en el silen­
cio de las pasiones? He ahí la verdadera filosofía, sepa­
mos contentarnos con ella y, sin envidiar la gloria de
esos hombres célebres que se inmortalizan en la repúbli­
ca de las letras, cuidemos de poner entre ellos y nosotros
esta distinción gloriosa que se hacía notar entre dos
grandes pueblos: que uno sabía hablar bien y el otro
obrar bien (Rousseau, 1995: 36-37).4

4. Se refiere al triunfo de Esparta sobre Atenas, que resultó des­


truida.

21
Estas formulaciones en las que Rousseau cuestiona el
valor de la cultura -h abla incluso de quemar libros-, de­
ben ser situadas en su contexto, que es el de los albores
de la Revolución Francesa. Rousseau es uno de sus teóri­
cos y, en su condición de tal, denuncia a las clases domi­
nantes de su tiempo, al arte y la cultura valorados por
ellas.
En sus Diálogos, Rousseau propone una visión distin­
ta del ser humano e inaugura un nuevo modo de pensa­
miento de la relación del sujeto con el otro en el mundo
occidental. Así, introduce como una distinción funda­
mental la que separa el “amor por sí mismo”, amor indis­
pensable semejante a un instinto de conservación -según
Todorov-, del “amor propio”, equivalente de la vanidad, y
que determina nuestra dependencia del juicio de los
otros. Si salimos de la perspectiva historicista, cuyo pun­
to de partida es un hombre primitivo que nunca nadie
vio, y nos ajustamos al mundo en que vivimos, hay algo
inexorable en el ser humano, precisamente ese amor por
sí mismo y ese amor propio, ya se les asigne un valor po­
sitivo o negativo. Ambos amores hablan de nuestra de­
pendencia del otro, de la importancia que tiene para ca­
da uno la valoración del otro.
A medio camino entre el amor por sí y el amor propio,
Rousseau sitúa la consideración, forma amortiguada que
no llega a la vanidad y que atañe al modo en que el otro
nos valora. Dice:

[...] todo apego al otro es un signo de insuficiencia; si ca­


da uno de nosotros no tuviera necesidad de los otros, no
pensaría en unirse a ellos; sólo Dios conoce la felicidad
en la soledad.

Se perfila así algo que cada vez irá distinguiéndose


mejor: esa valoración de los otros cobra peso en el modo
en que nos ven -com o pueden intuirlo, se deslizará allí
aquello que concierne a la mirada del otro-.

22
Rousseau descubre un viraje en esta reflexión sobre el
sujeto y el otro. Todorov señala, con su habitual claridad,
el carácter de ese descubrimiento: “Las relaciones con los
otros aumentan el sí mismo en lugar de disminuirlo”.
En los primeros autores que mencioné, el planteo ya
sugería la disyunción entre el sujeto y el otro, el enfren­
tamiento entre la bondad natural y la corrupción que le
sucede, o bien entre la disposición natural y las coercio­
nes impuestas por la sociedad. Por primera vez, Rous­
seau propone un cambio en esa relación, en la medida en
que, según afirma, cuando el otro me valora, aumenta mi
propia valoración.
Es a partir de aquí que otro gran autor, cuyo pensa­
miento estuvo en el horizonte de Marx, va a proponer co­
mo eje, aun de las relaciones económicas, un concepto
que resuena claramente en la relación del sujeto con el
otro, como es el de simpatía. En efecto, el padre de la m o­
derna economía política, Adam Smith, no identifica los
bienes como la meta privilegiada de la búsqueda del
hombre. En su texto de 1759, La teoría de los sentimien­
tos morales, dice:

Que nos observen, que se ocupen de nosotros, que nos


presten atención con simpatía, satisfacción y aproba­
ción: esas son todas las ventajas a las que podemos aspi­
rar. [...] la naturaleza, al formar al hombre para la socie­
dad, le enseñó a encontrar su placer o su pena en las mi­
radas del otro, según sean favorables o desfavorables
(Todorov, 1995: 36).

Al respecto, Todorov subraya que “la necesidad de ser


mirado no es una motivación humana entre otras, es la
verdad de las otras necesidades”.
Un presidente -evitaré dar mayores precisiones-, se
paseaba en una Ferrari de color rojo. Su gusto por ese co­
lor que resalta contra el gris del asfalto y los matices
temperados de los demás autos, permite suponer que su

23
mayor anhelo no residía en el automovilismo, sino en la
captura de las miradas.
Todorov concluye con una referencia a un autor fran­
cés, Jean-Pierre Dupuy, que en su comentario de Adam
Smith afirma que “el sujeto smithiano es radicalmente
incompleto, pues no puede prescindir de la mirada de los
otros” (ídem: 37).

Prosigamos con otro pensador, más cercano a noso­


tros, como es Hegel. Son múltiples las referencias laca-
nianas a la lectura de Hegel que hiciera Kojéve, uno de
los maestros que Lacan reconoció públicaihente, además
de Clairambault. Maestro de filosofía de una generación,
Kojéve introdujo la enseñanza de Hegel en la Sorbona.
Hasta entonces, como decía un crítico, el recorrido de la
filosofía culminaba en Kant. Por su proximidad con
Marx, Hegel resultaba demasiado riesgoso. Kojéve fue el
primero que se animó e intentó la lectura de La fenome­
nología del espíritu, texto del que Lacan toma múltiples
figuras, al punto que un psicoanalista que no lo quería
demasiado, Andró Green, llegó a acusarlo de hegeliano.
¿Qué plantea Hegel sobre la naturaleza del género hu­
mano? La vulgata de su conceptualización se centra en la
dialéctica del Amo y el Esclavo, según la cual la concien­
cia no se satisface en su encuentro con los objetos a tra­
vés de la certeza sensible, la percepción o el entendi­
miento. Su propia carencia, la que se funda en la relación
con su autoconciencia y su deseo, la lleva a buscar en
otra conciencia aquello que le falta, es decir, el reconoci­
miento. La lucha a muerte entre el Amo y el Esclavo es,
en un principio, la lucha entre pares por obtenerlo.
En el encuentro de dos autoconciencias se pone e n ju e ­
go cuál de ellas reconocerá a la otra el lugar preeminen­
te. Quien esté dispuesto a morir en esa lucha, será el
amo y quien prefiera salvar su vida - y por lo cual debe­
rá suspender el com bate-, será el esclavo. El problema,

24
así planteado, no tiene salida. En efecto, “si gané la ba­
talla, eres mi esclavo y me reconoces, pero ¿qué importa
el reconocimiento de un esclavo?”. Tal es la disyuntiva
planteada por Hegel.
¿Cuál es la crítica que formula Todorov de estos desa­
rrollos que hemos visto? “Son escritos por hombres, no
por mujeres -a firm a -, y tal vez por eso acentúan la filo­
génesis en lugar de la ontogénesis”, esto es, el origen de
la humanidad y no el de cada uno, a partir del nacim ien­
to. De haber privilegiado la segunda perspectiva, se hu­
biera observado que en el primer encuentro del infans
con el otro no hay guerra sino cuidado. Ese primer en­
cuentro entre el bebé y la madre supone, por parte de és­
ta, no sólo el auxilio para satisfacer las necesidades del
bebé, sino también el amor. Todorov lo dice con simplici­
dad: “Lo primero que hace un bebé cuando toma el pecho,
además de hacerlo, es mirar a su madre y buscar su m i­
rada”. No se trata de un autor ingenuo sino, por el con­
trario, de alguien que conoce la bibliografía psicoanalíti­
ca, los textos lacanianos, y que construye su argumenta­
ción recurriendo a distintas teorías de la disciplina. No
deja de extrañarme que Lacan no aparezca mencionado
un su libro.
La perspectiva del presente trabajo busca interrogar
nuestros prejuicios. No se trata de emprender una revi-
Hión erudita. En el mundo contemporáneo, en el de nues­
tros ideales, la problemática que nos ocupa está presen­
te en autores m uy queridos, tales como Georges Bataille,
Blanchot, antes Nietzsche y Deleuze después. ¿Qué re­
torna en ellos? Según Bataille, en su texto L’Érotisme,
'‘Sade impulsaría hasta un punto jam ás antes alcanzado
la idea del aislamiento humano. Toda su concepción está
husada, siguiendo a Blanchot, en el hecho de la soledad
absoluta” (Todorov, 1995: 59). Afirmación, esta última,
que proviene del texto de Blanchot Lautréamont et Sade,
on el cual señala:

25
Sade lo ha dicho y repetido, bajo todas las formas, la na­
turaleza nos hace nacer solos. No hay ningún tipo de re­
lación de un hombre con otro [...] El hombre verdadero
sabe que está solo y lo acepta.
Ante esta afirmación, Bataille expresa:

El hombre solitario del que él [Sade] es vocero no tiene


en cuenta para nada a sus semejantes. [...] Y por esta ra­
zón deberíamos estar agradecidos con Sade: nos fue da­
da una imagen fiel del hombre ante el cual el otro deja­
ría de contar (ibídem: 60).

En nuestros días, estamos en presencia del ideal de es­


te hombre solo. Continúa Todorov: “La explicación de esta
nueva paradoja reside en que el pensamiento de Bataille
es dualista, ya que, según él, el hombre mismo es doble”.
Incluye entonces una cita de este autor, según la cual

[...] la vida humana está hecha de dos partes heterogé­


neas que no se unen jamás. Una con sentido, el cual es
concedido por los fines útiles, en consecuencia subordi­
nados; esta parte es la que aparece en la conciencia. La
otra es soberana, [...] se sustrae de todas maneras a la
conciencia (ibídem: 60-61).

Por mi parte, le agradezco a Bataille que nos ayude a


apreciar el aporte de Sade, ese aspecto de la violencia hu­
mana cuyo valor positivo reside en que no negocia con el
conformismo; hasta ahí, entiendo incluso el valor ético y
moral de la propuesta de Sade. Es el valor del mal, en­
tendido como aquello que nos habita y que no conciba con
la moral que la sociedad nos reclama o impone. El pro­
blema aparece cuando se reduce al ser humano a ese úni­
co aspecto, algo que equivale a fijarlo en el lugar de una
separación absoluta del otro.
Todorov sitúa un prejuicio según el cual el mal dice la
verdad del hombre, contrapartida de otro, aquel que lle­
vaba a formular que esa verdad era el bien. Prejuicio es-

26
pecular, entonces, el de esta verdad situada en el mal,
que determina la falsedad de todo lo demás. Así, amar a
alguien sería falso, porque en definitiva todo cuanto se
quiere es, de algún modo, hacer del otro un objeto de
exacciones. Desde esta perspectiva, el amor no sería sino
un camino para lograrlo.
Todorov señala, además, un segundo prejuicio en es­
tos autores -difundido también en nuestra parroquia-,
prejuicio que es además un error lógico. Consiste en
creer que “moral” es una mala palabra, confundiendo
moral con moralina.
La moral es la puesta en práctica de una ética - y la
ótica es, por ende, la teoría de una práctica que llamamos
m oral-. Ahora bien, se suele considerar que la ética es
buena y la moral es mala. El error lógico presente en es­
tos autores los lleva a suponer como equivalentes estas
dos fórmulas: si toda moral -e n el sentido de “moralina”-
oh social, una demanda del aparato del poder para con­
formar a sus súbditos, entonces todo lo social es moral.
Para liberam os de la moral, en consecuencia, tenemos
que liberarnos de cualquier invitación a lo social, del en­
cuentro con el otro. En este planteo se podrán reconocer
los prejuicios que nos habitan y recorren la comunidad
analítica.
Todorov puntualiza:

Si nos negamos a definir tautológicamente la soberanía


por la negación de los otros -formulación que encuentra
una base fuerte en cierta lectura nietzscheana, donde se
tiende a confundir la voluntad de poder con el ejercicio
del poder sobre los otros, dos cosas que no son idénticas,
pero suponiendo que lo fueran-, podríamos interpretar­
la como el goce del poder.

Abordaríamos así una erótica de la política, enten­


diendo por política el goce del poder. Ahora bien -p r e ­
gunta Todorov- “¿Podemos gozar del poder solos?”. Es

27
decir, ¿tiene gracia un poder que se ejerce solo? Más
aún, ¿qué es el poder?, ¿se trata sobre todo de disponer
de los bienes?
Al respecto -s i observamos el panorama político más
próximo, con lo que han robado ciertos gobernantes es
imposible que puedan comprar más bienes. El dinero que
tienen les alcanza para todo lo que puedan necesitar
ellos, sus hijos y sus nietos... Entonces, ¿cuál es la natu­
raleza de ese poder al que no quieren renunciar? Por lo
pronto, sería torpe reducirlo a la dimensión de la necesi­
dad. En un artículo publicado en un diario de prestigio
en Buenos Aires, Safouan sugería: “Se trata de poder
igualarse a los dioses” . Sin duda, pero también se trata
de este goce del poder entendido como el ejercicio de la
voluntad de goce. Los teóricos de la ciencia política lo lla­
man “decidir la agenda”. El goce residiría en determinar
por dónde discurre la vida compartida de una comuni­
dad. Pero esto - y he aquí la paradoja que está velada,
que cae bajo la barra del discurso del am o- equivale a po­
ner en acto que también ellos son sujetos divididos, por­
que están confesando que precisan de esa relación con el
otro para afirmar su poder. Así, cuando se dice “Tiene
una corte de aduladores”, se designa un plus no reduci­
ble al terreno de la necesidad. En efecto, ¿por qué les es
preciso el halago?
Para concluir este recorrido, Todorov resume breve­
mente la posición que estamos cuestionando, la que hace
del mal la verdad del hombre. Refiriéndose a quienes la
sustentan se pregunta: “¿Por qué prefieren levantar esta
bandera y no la contraria? Porque al mostrarse como
malvados se afirman solos, están listos para confesar to­
do, menos su dependencia, su necesidad de los otros”. De
modo que hay también una erótica que sostiene este pre­
juicio del hombre malo, este “Yo no preciso de nadie”. Y
sabemos que no hace falta recurrir a Sade para encon­
trarla, ya que es pan nuestro de todos los días.

28
Volvamos a ese primer encuentro con el otro. ¿Se trata
allí, según Todorov, de una demanda de reconocimiento?
¿Qué intentamos desplegar con todo esto? Decimos
que el prójimo es la presencia del otro; hemos perfilado
la relación de encuentro y desencuentro con lo imagi­
nario del otro, sostenida de un modo privilegiado por la
mirada.
Eso que hasta cierto punto Lacan presentificó en el
modelo óptico (Lacan, 1966: 674-680), del que él mismo
llega a decir que no constituye una buena manera de in­
troducir el objeto -porque no se ve ni de dónde viene ni
cómo es, y parece un artificio-, lo podemos abordar recu­
rriendo a su última formulación, el nudo borromeo de los
tres anillos:
I

a: plus de goce
JA: goce del Otro
JO: goce fálico

La ubicación que da Lacan al objeto a nos advierte


que el carozo de lo Imaginario es también un pedazo de
Ibjal, que le da consistencia. Lo Imaginario no es ya sólo
ima lámina, sino que ofrece consistencia. En la parafre-
niu, por ejemplo, contamos con la lámina, pero no con la
consistencia. El carozo de lo Imaginario es este objeto a,
on principio señalable por esa suerte de objeto que La­
cón denomina mirada, que falta en la parafrenia.
Todorov nos llevaba por un camino trabajado, mos­
trando que el ser humano no llega al mundo en una si­
tuación de lucha, como lo plantea Hegel. Semejante defi-

29
nición -a c la r a - supone concluir el mundo en términos de
adultos que se disputan un territorio, a la manera de los
caballeros feudales, es decir, pensar el mundo como con­
tienda. Pero ocurre que el ser humano -e l infans, pun­
tualiza F reud- nace en estado de desamparo, de Hilfló-
sigkeit; no puede subsistir sin el otro. Hay allí una rela­
ción de dependencia, de necesidad del cuidado aportado
por el otro que propicia la demanda de su amor y engen­
dra el objeto del deseo.
Lacan ya había cuestionado a Hegel en su comentario
sobre La fenomenología del espíritu. Refiriéndose a la
dialéctica del Amo y el Esclavo, al enfrentamiento de las
dos conciencias, planteó que la parte de verdad que allí
había, referida a la tensión agresiva imaginaria, no daba
cuenta del orden simbólico, que detiene la contienda y
propicia que la muerte real sea sustituida por un nuevo
lazo social, la esclavitud.
Si se trata de la representación o el sentimiento cuan­
do salen de la conciencia y resultan unterdrückt, esto es,
“puestos abajo”, pasan a formar parte del inconsciente
descriptivo, no dinámico, a una dimensión preconsciente.
En castellano, la operación correspondiente es la que co­
nocemos como “supresión”. Forman parte de lo Imagina­
rio.
En términos de la teoría, cuando Lacan avanza su es­
critura nodal, lo Imaginario deja de ser sólo una superfi­
cie; tiene un carozo que no se resume en ese mismo regis­
tro. Es eso que Todorov sitúa en la mirada, una de las es­
pecies del objeto a. El reconocimiento es apenas una de
sus eficacias. Las otras son la trama inconsciente, regis­
tro de lo simbólico que la inscribe y el goce que determi­
na. Su lógica de reciprocidad es que ese carozo de Real no
se instituye sin un otro que lo reconozca y afirme su exis­
tencia, su distinción.

30
2. LA OPACIDAD DEL OTRO

Voy a referirme a Emmanuel Levinas, uno de los pen­


sadores más importantes de la tradición filosófica que
reenvía a Heidegger. Recorrerlo resulta muy grato, tanto
por su estilo como por la ética que propone y la fineza de
ms elaboraciones.
Voy a subrayar algunos párrafos de uno de sus tex­
tos, para ver dónde se sitúa la problem ática de esta re­
lación con el otro a la que quiero llegar. El libro al que
remitiré mis comentarios se llam a Entre nosotros. Ensa­
yo para pensar en otro (Levinas, 1991), y, como puede
verse, ya desde el título estamos en el núcleo de nuestra
cuestión.
M anteniendo en el horizonte la referencia lacaniana a
ose “tú”, efecto del discurso, en su dimensión invocante,
Voy a abordar un breve pasaje de esta obra de Levinas
que subraya su valor.

Aislar un ser de otros, aislarse con él en el secreto equí­


voco del “entre nosotros”, no garantiza la exterioridad
radical del Absoluto. Sólo el irrecusable y severo testi­
monio que se inserta “entre nosotros” y que, mediante su
palabra, hace pública nuestra clandestinidad privada,
sólo ese exigente mediador entre un hombre y otro está
de frente, es “tú”. Esta es una tesis que nada tiene de

31
teológico, ya que Dios no podría ser Dios sin haber sido
antes este interlocutor (ídem: 36).

Según esta interpretación, la dimensión del “tú” ante­


cede a Dios. Nos está anunciando que ese tú es para no­
sotros instituyente, con lo cual abordamos ya, desde otra
perspectiva, la de un pensamiento muy elaborado, la ne-
cesariedad del otro para la institución del sujeto.
Todorov cuestionaba el hecho de que algunos pensado­
res, lo formularan o no, plantearan en el origen un indi­
viduo, bueno o malo, que sólo en un segundo momento se
acercaba al otro. Tanto las tesis de Levinas como las de
Todorov, en cambio, señalan que la referencia al “tú” tie­
ne valor de absoluto, no hay condición por la cual pueda
ser sustraída y es inherente a nuestra institución como
sujetos.
En tal sentido, sostiene Levinas: “El pensamiento co­
mienza con la posibilidad de concebir una libertad exte­
rior a la mía” (ídem: 31). ¿Qué se afirma en esta frase?
Algo no muy distinto de lo que anticipa Lacan en el tex­
to sobre la negación (la Vemeinung ), o bien el de Freud a
propósito de la denegación. Freud plantea como condi­
ción primera para la emergencia del psiquismo, la pro­
ducción de una Ausstossung fundante, una expulsión en
el punto de partida. Algo del sujeto pasa a constituirse en
una exterioridad absoluta, primaria, sin la cual no hay
Bejahung, no hay un primer trazo que pueda inscribirse.
Esto es, si no se constituye un no-yo, un no-sujeto parte
de la estructura, no hay posibilidad de una primera ins­
cripción del sujeto. La expulsión precede al primer trazo
que se inscribe. De ahí la radicalidad extrema del reco­
nocimiento de esa vigencia del otro, como condición y
parte de la estructura del sujeto.
Otro fragmento de Levinas nos permite observar en
qué perspectiva se sitúa esta noción de exterioridad, por
cierto muy distante de la creencia en una bondad univer-

32
Bal o una armonía que nos haría danzar juntos en ronda,
alegres, tomados de la mano, como las figuras representa­
das en algunos cuadros de Mattisse. Dice así: “Al referirse
ni ente en la apertura del ser, la comprensión le encuentra
una significación a partir del ser” (ídem: 21). Para quienes
no estén familiarizados con la terminología heideggeriana
del autor, el ser humano es un ente que se abre en la di­
mensión de la palabra: “En este sentido, la comprensión
no lo invoca, simplemente lo nombra. De este modo ejerce
con respecto a él una cierta violencia y una cierta nega­
ción”. Es decir, el encuentro con el otro empieza en la vio­
lencia-negación. Algunas líneas más abajo añade:

Y esta parcialidad reside en el hecho de que el ente, sin


desaparecer, se encuentra en mi poder. Esa negación par­
cial que es la violencia niega la independencia del ente:
es mío. La posesión es el modo en que un ente, sin dejar
de existir, resulta parcialmente negado. No se trata sólo
del hecho de que el ente sea instrumento útil o consumi­
ble, es decir, medio, ya que también es fin; se trata de que
es alimento y, en el goce, se ofrece, se da, es mío.

Así, en el primer encuentro con el “tú”, Levinas señala


una finalidad de goce en que está implícita la posesión del
otro y, al mismo tiempo, su negación. Sería, extremándolo,
ol planteo de Sade: gozo del otro en el conjunto de las exac­
ciones que surgen de mi voluntad de goce. Precisa Levinas:

El encuentro con otro consiste en el hecho que, no impor­


ta cuál sea la extensión de mi dominación sobre él y de
su sumisión, no lo poseo.

Nos topamos aquí con cierta lógica que no “cierra”:


queriendo poseer al otro en su totalidad y en la totalidad
do su goce, algo se me escapa.I

IEl otro] No penetra del todo en la apertura del ser en la


que me mantengo como campo de mi libertad. No viene

33
a mi encuentro desde el ser en general. Todo lo que me
llega de él a partir del ser en general, se ofrece sin duda
a mi comprensión y a mi posesión. Le comprendo a par­
tir de su historia, de su medio, de sus hábitos. Lo que es­
capa en él a la comprensión es él mismo, el ente. No pue­
do negarle parcialmente, mediante la violencia, captán­
dolo a partir del ser en general y poseyéndolo. El otro es
el único ente cuya negación solo puede anunciarse como
total: el asesinato. El otro es el único ente al que puedo
querer matar.

En ese afán de poseer al otro, encuentro a ese otro


irremediablemente bordeado por mi comprensión, aque­
llo que conozco de sus hábitos, de su historia, en ese con­
trapunto entre lo actual y la serie temporal (sus hábitos
son el despliegue de su historia). Cuando comprendo es­
to, advierto que hay una opacidad del otro, algo que es­
capa, un resto de goce, más allá del que pretendo lograr
como exacción. Sólo me queda matarlo. Pero si llevo a ca­
bo el asesinato, me quedo sin el otro y lo que él me signi­
fica.
Ya aludimos a esta desesperación del libertino, a su
fracaso en alcanzar el goce extremo, ese sujeto puro del
placer. Lo encontramos en el cuento de Kafka, “En la co­
lonia penitenciaria”, que representa el límite del horror,
cuando el torturador se queda esperando el instante en
el que su víctima, en cuya espalda graba con una máqui­
na el delito cometido, se ofrece como un sujeto puro del
placer, más allá de cualquier dolor, como sujeto de un go­
ce sin dolor. El torturador fracasa en su objetivo, porque
cuando espera relamerse con el rostro de la víctima -q u e
representa como semejante su propia posibilidad de un
goce extrem o-, el torturado tiene la mala idea de morir­
se (Kafka, 1979: 131).
Levinas señala la imposibilidad de resolver, en térmi­
nos de afirmación utilitaria o mera cuestión cultural, eso
que está en el origen de nuestra tradición judeocristiana,

34
excediéndola, formulado explícitamente como manda­
miento: “No matarás”. Procurando despejar las razones
de su vigencia señala, por una parte, este afán de goce
del otro que hay en el ser humano y, además, esta opaci­
dad por la cual el otro se escapa, arruina la voluntad de
posesión que llevaría, en su extremo, al asesinato. La
historia de la humanidad dio suficientes pruebas de ello,
incluidas las formas extremas que alcanzó en nuestro si­
glo. El problema, decíamos, es que en el momento de ma­
tar al otro, lo pierdo, y con su ser pierdo a la vez la opa­
cidad que me revela y me hace falta.
Le vinas avanza en su elaboración y sitúa un lugar pri­
vilegiado en ese encuentro con el otro:

Puedo quererlo [a mi afán de matar al otro], Y a pesar de


ello, este poder es todo lo contrario del poder. El triunfo
de este poder es una derrota como poder. En el mismo
momento en el que se realiza mi poder de matar, el otro
se me ha escapado. Sin duda, puedo perseguir un fin al
matar, puedo matar del mismo modo que cazar, talar ár­
boles o abatir animales; pero en ese caso, capto al otro en
la apertura del ser en general, como un elemento del
mundo en el que me encuentro, le percibo en el horizon­
te. No le he mirado a la cara, no me he encontrado con
bu rostro [el rostro es un concepto en la teoría de Levi-
nas]. La tentación de la negación total, que mide lo infi­
nito de esta tentativa y su imposibilidad, es la presencia
del rostro. Estar en relación con otro cara a cara es no
poder matar. Y esta es también la situación del discurso
(Levinas, 1991: 21).

Levinas insiste sobre algo que se suele decir, que está


on el lenguaje y que pone en ju ego el rostro. En castella­
no, lo encontramos en expresiones tales como “encarar al
ol i o”, “lo encaré” -esto es, me dirigí a su cara-; “se lo en­
contré” -m e dirigí a su rostro-. Por otra parte es impen-
'iii l)le, por ejemplo, una foto de medio cuerpo que tome so­
lo de la cintura para abajo: el medio cuerpo exige la in-

35
clusión del rostro. Nos dirigimos al otro, presuponemos
que el otro incluye todo su cuerpo, sin embargo ese “todo”
no es homogéneo y cuando le hablamos o lo invocamos,
apuntamos a su rostro.
¿Qué es el rostro? Levinas lo define de este modo:

El ente en cuanto tal (y no como encarnación del ser


universal) no puede hallarse más que en una relación
en la que se le invoca. El ente es el hombre, y sólo en
cuanto prójimo es el hombre accesible, sólo en cuanto
rostro (ídem: 20).

Así, el rostro implica esa dimensión de la desnudez,


donde el otro se me ofrece en su condición de tal y me im ­
pide matarlo.
Por mi parte, debo admitir mis diferencias con Levi­
nas, a pesar de que he ido valorando su pensamiento a
medida que lo he ido leyendo y asimilando sus enseñan­
zas. Por cierto, podemos considerar como un hecho la di­
ficultad de matar a alguien mirándolo a la cara. Es en
este sentido que Borges establece una distinción entre
escribir acerca de un duelo a revólver y un duelo a puña­
les, que acerca el rostro del otro. Algo bien diferente, a su
vez, de lo que implica matar al otro con un tanque que se
encuentra a veinte kilómetros de distancia -com o suele
ocurrir en la actualidad-, ocasión en la que se ignora
quién cae ni se ve la sangre que derrama.
Pero ni aun el duelo a puñales me hace creer que se
trate allí de la inmediatez de un saber acerca del otro, de
su condición, a la que llegaría por su desnudez. Diría, en
todo caso, que de un modo irremediable esa desnudez me
enfrenta a la opacidad que guarda lo que el otro me sus­
trae. Dicho de otro modo: cuando miro al otro a los ojos,
irremediablemente en el fantasma quiero alcanzar su
profundidad. Pero sus ojos, si lo miro de cerca, apenas
me devuelven, como un espejo, mi propia imagen. No en­
cuentro su transparencia, sino su opacidad. Gracias a

36
•tila, se sustrae cuando lo busco como puro objeto de go-
i « . ella es la que me detiene en el acto de matarlo.
¿Por qué la opacidad del otro me detiene? Levinas res­
ponde:

Esta inversión humana del en-sí y del para-sí, del cada


cual para sí mismo en un yo ético, en la prioridad del pa­
ra otro, esta sustitución del para-sí de la obstinación on-
tológica por un yo que, en tal caso, es sin duda único, pe­
ro único por su elección de una responsabilidad respecto
de otro hombre, irrecusable e intransferible; esta inver-
ión radical se produce en lo que llamamos “encuentro
con el rostro del otro”.

De modo que si no persisto en una afirmación ontoló-


rica de mi yo, en lo que llamaríamos un narcisismo ex-
11 ( rao, sino que me sitúo en lo que Levinas señala como
nuil dimensión que también es ética para el otro, es en
Iunción de ese “encuentro con el rostro del otro”. Y conti­
nua;

Tras la compostura que se da -o que soporta- en su apa­


recer, me invoca y me ordena desde el fondo de su des­
nudez indefensa, de su miseria y de su mortalidad
(ídem: 250).

Levinas opera aquí un avance. Esa opacidad que en-


i neutro en el rostro del otro me detiene, porque a la vez
mi' interroga: “Me puedes matar... ¿No te dice nada de tu
propia condición mortal?”. Pregunta cuyo mensaje es, lle-
v »do a su extremo: “Estoy indefenso, a tu merced; puedes
miilurme, pero no ignoras que soy tu semejante, y que al
ili itruirme pierdes la misma opacidad que te habita”.
Ld apuesta del autor va asumiendo un perfil cada vez
iiiiih definido. Empieza por hablar de una voluntad ase-
Imi que, como tal, nos propone el goce llevado al extre­
mo, el propio y el del otro. Levinas postula que en ese en-
i neutro con el rostro del otro, el rostro deja de ser un pu-

37
ro lugar de la presencia y conjugado con la audición y la
palabra, puede que empiece a hablar. Si lo hace, quizá
me llegue desde el otro algo de mi propio mensaje. Es
más, si habla de su desamparo - s i me dice: “Estoy inde­
fenso, podés matarme”- , me recuerda mi propia indefen­
sión. De ahí que las propuestas masivas de asesinato re­
quieran imprescindiblemente el desconocimiento del otro
como semejante. Hay que pensarlo en términos de raza
inferior, degenerada, porque al menor atisbo de que ese
otro pueda devolverme mi propio mensaje, el acto asesi­
no se detiene.
Además de la audición, señala Levinas, cuenta la pa­
labra. Y aquí nos encontramos con una formulación de
Lacan. En su versión extrema, remite a un punto clave:
el de la palabra que enlaza o desenlaza el goce.
¿Cuáles son las formas del otro cuando se me presen­
ta como prójimo, esto es, como “inminencia intolerable
del goce”? En primera instancia, pueden ser la pareja, el
amigo, el compañero de trabajo, el vecino o el transeún­
te ocasional, siempre y cuando aparezca esa dimensión
invocadora; en términos de Levinas, si lo encaro y me en­
cara.
Siguiendo lo que nos enseñó Lacan - “avancemos con
prudencia”- , voy a escribirlo en una fórmula mínima. Si
bien tenemos derecho a manejarnos con nudos y mate­
rnas, debemos ser cuidadosos. Más aún, entiendo que la
vitalidad de nuestra disciplina depende del acceso a pa­
radigmas que extiendan o se sitúen más allá del lacania-
no, sin dejar de lado en nuestras formulaciones la pru­
dencia.
La fórmula sería la siguiente:

otro prójimo

e
e = espacio'

38
Si esta x inscribe al “otro” con minúscula, tiene que pro-
(lucirse una operatoria para que en esta y venga a situar-
■<( como “prójimo”. Cualquiera de nuestros “otros” la exige.
Ella es la que introduce esa inminencia intolerable del go­
ce ¿El goce de quién? Aquel que el otro puede ejercer res-
poeto de mí, y el que yo puedo ejercer en ese prójimo.
Vuelvo a la propuesta: el otro (con minúscula), el de la
Invocación, el que elevo a la dignidad de prójimo, por
t li mpio, cuando consigo que preste oídos a mi chiste, sos-
Ilene la función del Otro con mayúscula como lugar don-
il» se juega al ajedrez. Es el otro que se muestra en la al-
II ridad, que sostiene su presencia con la cubierta im agi­
naria que necesito para que anude un goce cuyo índice
puede ser la risa o el llanto. Un goce que incita otro en el
mnisor, devolviéndole la verdad que lo habita; por el he­
cho de hacerle el don de su escucha, es una forma mo­
mentánea de lo que llamamos amor: en ese instante pun­
tual, afirma su existencia.
Procuraremos explorar distintas invocaciones que es­
tán en nuestra cotidianeidad, cómo están en ella o, más
t *netamente, cómo estamos nosotros inmersos cuando
lan vivimos aunque no las pensemos. En nuestra condi­
ción de analistas, se trata de un recorrido que podría
lyudarnos en la dirección de la cura, para situar el m o­
do legún el cual esta invocación del prójimo es inheren-
ti a nuestra estructura, imprescindible para llevar a
mujor fin la dialéctica de un análisis. Una de las formas
d«l prójimo, que tanto Levinas como Lacan mencionan,
me interesa especialmente porque nos concierne desde
<uta perspectiva; ella se sitúa en torno al concepto de
mmtidad.
bovinas lo formula así:

| ,. |el en-sí del ser que insiste-en-ser es rebasado por la


gratuidad de un fuera-de-sí-para-otro en el sacrificio o
nn la posibilidad del sacrificio, en la perspectiva de la
■mntidad (Levinas, 1991: 10).

39
En la terminología filosófica heideggeriana, significa
que alguien se ubica en la perspectiva de la santidad
cuando, en vez de afirmarse como ser-en-sí o para-sí, se
sitúa como ser-para-el-otro. Levinas señala que hay allí
algo que remite al sacrificio. Tendríamos que preguntar­
nos de qué sacrificio se trata, porque dicho de este modo
podríamos pensar que el camino que los psicoanalistas
proponemos es el de Cristo.
Quizá pudiéramos encontrar una veta que nos confor­
me -aunque no sea exactamente la que propone Levi­
nas-, si recurrimos al concepto de “santidad” tal como
aparece en Lacan. Su planteo juega y se muestra en la
homofonía en francés entre “saint-homme” y “sinthóme”,
por cierto nada casual -sinthóme, lugar de rem edio-, no
se obtiene de cualquier modo, algo anuda de la santidad.
En la entrevista cuyo texto llevó por título “Televi­
sión”, explica Lacan:

[...] durante su vida, un santo no impone el respeto que


le vale a veces su aureola. [...] Un santo, para hacerme
comprender, no hace caridad. Él es quien se pone, en to­
do caso, en el lugar del desecho.1
Es para realizar esto que la estructura impone lo si­
guiente, a saber: permitir que el sujeto, el sujeto del In­
consciente, sea tomado como causa de su deseo. Es en la
abyección de esta causa, en efecto, que el sujeto tiene
chances de lograr situarse, al menos en la estructura.
Para el santo esto no es divertido, pero yo imagino que
para algunas orejas, en esta televisión, esto recorta bien
ciertas extrañezas de los hechos de los santos. Que de
allí resulte un efecto de goce, quién no tiene sentido con
el goce... Sólo el santo permanece seco, negado a él (La-
can, 1973: 28)

1. Aquí Lacan introduce otro neologismo en francés, condensando


“déchet” y “charité”: “il décharite”.

40
Según esta perspectiva, podríamos entender el sacri­
ficio en términos del goce al que el santo renuncia. Re­
cuerdo un aforismo que se sitúa en esta línea y que mu­
chas veces subrayamos: “El analista es aquel que sus­
pende su goce para no ceder en su deseo”. Y Lacan conti­
núa: “Es lo mismo que sacude a muchos en el hecho, sa­
cude a aquellos que se acercan y no se engañan, que el
tanto es el desecho del goce”.
Hay una dimensión de la otredad convocada como pró-
Iiino que, en su límite, se ofrece bajo el perfil que en Le-
vinas se llama “santidad” y en Lacan “santo”, forma ex­
trema de lo que sería esperable de un analista.
En la perspectiva que estoy proponiendo, cuando el
■inalista se ofrece como semblante de a, conduce al suje­
to a la invocación del otro que opere como remedio en el
mismo lugar de la falla; el analista se ofrece como causa
di un movimiento que lanza al analizante al remedio de
iiti falla. De ahí el plus cuyo efecto es el de transformar el
i‘«pació en el lugar de la cita. Eso es lo que llamamos el
encuentro con el prójimo.
Por otra parte, podemos preguntarnos si el sinthóme
i parece sólo en la estructura psicótica o también está
p lósente en las neurosis. Sabemos que al plantear este
imicepto, Lacan extrema la cuestión; así, cuando habla
di Joyce, afirma que sufría una Verwerfung de hecho del
Nombre del Padre -e n la línea de su propia enseñanza,
Indicaba allí una estructura psicótica, aunque clínica-
monte no se hubiera desencadenado como tal-. Todo lo
fililí podría hacernos pensar que el sinthóme es algo que
■loue a reparar un error en la estructura psicótica. Sin
i'iubargo, Lacan habla también de sinthóme cuando se
I I otn de neurosis.
I’or mi parte, entiendo que el sinthóme es un concep­
to planteado correlativamente al de père-version. Cuan­
do avanza en su teoría, Lacan advierte que el lugar de
■no que da en llamar el Nombre del Padre no se reduce

41
sólo a la eficacia del corte, sino que, en la medida en que
se sostiene del padre real, introduce también las fallas
que se arrastran desde el padre, esto es, los lugares don­
de su goce no es acotable. Así formulada, la pére-version
juega con los dos valores de ese concepto: uno que pivo­
tea en el padre -h a y algo que desde el hijo se dirige al pa­
dre, y es necesario y propiciatorio- y otro que se refiere
al goce por el cual el hijo se sitúa en una posición maso-
quista en relación con su padre. Si tomamos “Pegan a un
niño” (Freud, 1919) como paradigma -e s decir, no como
algo accidental, sino estructural-, podríamos decir que el
golpe del padre es instituyente para el hijo, deja sus mar­
cas, las mejores y las peores.
Mi lectura supone que también en la estructura neu­
rótica hay una falla inexorable, distinta de la que se en­
cuentra en las psicosis. Esto, a su vez, me hace pensar
que en el neurótico, desde un comienzo, está situada la
posibilidad del sinthóme, anillo que remedia la falla. En
términos topológicos, en una estructura neurótica el sin-
thóme permite abrochar un nudo de cuatro redondeles ba­
jo una forma borromea, algo que no llega a producirse en
las psicosis. Si bien Joyce está anudado, puede ser Uno,
es sólo en función de la estructura del nudo que lo rem e­
dia. La clínica de las psicosis nos muestra que cuando un
sujeto cae en el derrumbe psicótico deja de ser Uno -n o
reconoce su cara, su m ano-. Joyce puede decir que él es
Uno porque su escritura como sinthóme - y yo incluiría,
además, a Norah, su m ujer- le permite anudar, aunque
no bajo una forma borromea. Esto implica que en cierto
momento pueden irrumpir los fenómenos de la psicosis.
No se trata sólo de la mujer que sostiene al psicótico,
cosa que más de una vez ocurre; también hay hombres
que sostienen a una mujer psicótica; es el caso, por ejem­
plo, de una paranoia erotómana.
No tomo, en suma, exclusivamente las psicosis como
referencia. Considero también las neurosis, y mi pro-

42
piKista, en cuanto al prójimo, no se limita tampoco a la
pareja en su condición de tal sino que va más allá de esa
relación. El mozo del bar que me ofrece café, en efecto,
puede funcionar como prójimo en la medida en que lo in­
voque como tal. También puede ocurrir que me sirva ca­
le y sea sólo el otro, ese otro a cuyo lado paso sin enterar­
me Pero si lo convoco, al modo de “tú eres quien me se-
riiirás”, entonces puede funcionar como sinthóme.
Cuando decimos “invocar al otro”, nos referimos al
otro real, ese que acude con sus tres registros, y al que
10 avocamos al lugar de nuestra falla, desde nuestra fa­
llo, para que responda como remedio y reparación. Preci-
■:t mente allí reside la diferencia: no lo convoco desde mi
I tita, sino desde mi falla. En cuanto al empleo que hago
dol término “reparación”, una manera de acotarlo será
i oiisignar algunas pautas fundamentales de mi manera
tlt trabajar.
En primer lugar, procuro situarme en el campo de la
•lontificidad y el psicoanálisis, lo cual supone ya redefi-
nlr el concepto popperiano de cientificidad. Entiendo que
no cabe regalárselo, en la medida en que ni sus propios
inguidores están de acuerdo en afirmar que una hipóte-
<i!ii queda invalidada como tal cuando un hecho la contra­
dice La refutación requiere una multiplicidad de hechos.
Aid, cuando Newton propuso su fórmula de la atracción
universal de los grandes cuerpos celestes, al comienzo no
pudo comprobarla, de modo que de haberse manejado
di hIr la perspectiva popperiana, todo se habría derrum-
liitdn Urgía avanzar con los instrumentos que pudieran
11 más allá de la refracción de la atmósfera; había que co-
II ngir la hipótesis según la cual los cuerpos celestes eran
oidoras perfectas, ya que tienen deformaciones.
El psicoanálisis merece un lugar en el campo de la
i tontificidad, lo cual implica mi desacuerdo con los psi-
■oimalistas que descreen de la ciencia. Si hay disenso con
lio, en todo caso, no se trata de la ciencia, sino de sus

43
aplicaciones. Considero un error batallar contra la cien­
cia, puesto que es una forma que encontró el ser humano
para avanzar hacia su encuentro con lo real. Situado, en­
tonces, en la perspectiva científica, acepto la recomenda­
ción que hiciera Canguilheim, según la cual trabajar un
concepto es ponerlo a prueba, confrontarlo, contradecir­
lo, acoplarlo con otros.
En relación con el concepto de “reparación”, este tipo
de abordaje me llevó a formularme la pregunta: ¿qué es
más apropiado para nombrar el lugar donde se intenta­
rá corregir un error? Podría llamarlo “remedio”, pero es
un término que reviste una connotación médica demasia­
do importante. “Reparación”, en cambio, me recuerda a
los kleinianos, y entre Melanie Klein y la medicina, pre­
fiero permanecer en el campo del psicoanálisis, en com­
pañía de esta gran psicoanalista.
Establecería, sí, una diferencia entre el uso que ella
hace del término y el que yo propongo. Según la concep-
tualización kleiniana, la reparación remite al encuentro
con la totalidad del cuerpo materno; el fin de análisis
kleiniano se funda en la sublimación, entendida como re­
paración de ese cuerpo. Por mi parte, la sitúo en térmi­
nos de una reparación del nudo que permite el encuentro
con la falta y descompleta al Otro. Este es el modo en que
intento trabajarla.
Prefiero hablar, en suma, de la reparación de una fa­
lla inexorable.

Retomo ahora el aforismo que tanto indignaba a


Freud, “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, y digo:
ciertamente lo amarás, pero no por caridad, pues es par­
te de ti mismo cuando repara tu nudo. Es por la vía del
otro que la alternancia posible avanza hacia lo imposible,
hacia lo real del error. Lo hace cuando logra efectuar esa
reparación, cuando escribe la letra ausente. Podemos re­
ferirnos aquí a la propuesta por Lacan: E, sigma, con la

44
que nombra al sinthóme. Nosotros avanzamos hacia la
función del otro cuando se hace prójimo. Así, no se trata
lólo de la escritura de Joyce, sino también de Norah,
(juien realiza el aforismo “La femme c’est le sinthóme”.
Lo expresa más sabiamente una breve cita del Talmud
(Levinas, 1991: 118):

Rav Hiya bar Abba cae enfermo y Rav Yohanan le hace


una visita. Le pregunta:
-¿Te convienen tus sufrimientos?
-Ni ellos, ni las recompensas que me prometen.
-Dame tu mano -dice entonces el visitante al enfermo,
haciéndolo levantar de su lecho.
Pero sucede que el propio Rav Yohanan cae enfermo y re­
cibe la visita de Rav Hanina. La misma pregunta le es
formulada entonces:
- ¿Te convienen tus sufrimientos ?
Y la misma respuesta aparece:
- Ni ellos, ni las recompensas que me prometen.
- Dame tu mano -dice Rav Janina, y levanta a Rav Yo­
hanan de su lecho.
Pregunta: ¿No podía Rav Yohanan levantarse solo?
Respuesta: El prisionero no puede liberarse solo de su
encierro.

Si aceptamos este recorrido, “Amarás a tu prójimo co­


mo a ti mismo” podría glosarse del siguiente modo:
' Amarás a tu prójimo como a ti mismo, por lo que no es.
Le darás tu amor, la ofrenda, de lo que no tienes”. Del go­
ce intolerable del cual partimos, el sujeto y el prójimo en­
hebran “el goce que condesciende al deseo”. Por la vía del
>oce que se pierde, el goce del prójimo podría encontrar­
le con el deseo.

45
3. DEL ESPACIO A LA CITA

Al abordar la cuestión del prójimo decidí situarme en la


perspectiva de la prudencia. Hace ya tiempo que me pro­
pongo avanzar en este terreno en el que el psicoanálisis
t'ut-íi en deuda, como es el de la lógica de las estructuras co-
loütivas. Y si bien resulta tentador hacerlo llegando rápi-
(Ilímente a fórmulas conclusivas, sabemos que no es un lo-
(:io sostenible el que ellas garantizan. Vamos entonces
ilr ipacio. Retomemos esta relación del ib y el Tú.
Ya operamos un movimiento significativo cuando cues-
Iloriamos la idea de un deseo que el sujeto constituiría en
un absoluto desasimiento del otro, y propusimos, en cam­
bio. como condición de su emergencia, precisamente esta
i «Ilición con el otro. Importa no dejar ignorada la dimen­
sión que excede al “i b ” y al “Tú”. La voy a situar de modo
n otado, en términos del espacio donde se produce esa
li insformación que supone el encuentro y que implica al
orden simbólico - y con él, a la estructura colectiva-. La
nombro en términos de espacio, porque cuento trabajarla
ion la escritura nodal, considerándola como el lugar en el
que «e produce la inmersión del nudo.
Esta modalidad de indagación y exposición implica
i inzar a la manera en que lo hacen los físicos con un des-
i ubrimiento reciente. Consideremos, por ejemplo, la “cons-

47
tante h” de Planck; tomándola como punto de partida, los
científicos encuentran que todas las fórmulas dan una di­
ferencia, pero no saben por qué. ¿Acaso dejan de investi­
gar por eso? No, porque quizá descubrir esa “constante h”
llevará su tiempo; de modo que la anotan como tal para te­
nerla en cuenta y avanzan en lo que estaban trabajando.
En esto que designo como espacio, lugar de la inmersión
de la fórmula que voy a proponer, se sitúa la lógica amplia­
da de lo colectivo, no trabajada aún, que tiene por ahora el
valor de esa “constante h ” de Planck.

Decíamos que el prójimo “es la presencia del otro co­


mo inminencia intolerable del goce, cuando el espacio
real se ofrece a la inmersión del nudo (del otro)”. Convie­
ne no olvidar que pensamos al otro como un nudo consti­
tuido por los tres registros.
Un cuadro de Picasso, “Las señoritas de Avignón”, que
introduce un cambio en el arte de este siglo, ilustra lo que
acabamos de exponer. Las señoritas, prostitutas de un
burdel, aparecen instaladas en un espacio quebrado. No se
trata sólo de lo que le pasa a esas figuras femeninas, sino
además del modo específico según el cual viene a ser tra­
tado el fondo de la tela, el espacio en que se muestran. Hay
una dialéctica entre el nudo y el espacio en el que hace su
inmersión - y que a partir de ese momento, deja de ser ho­
m ogéneo-. Otra formulación, más definitoria aún, sería:
una vez introducido el goce en el espacio, éste se quiebra
en diferencias de valor. Y cuando digo “valor”, recordemos
que Lacan sitúa al objeto a como “plus-de-goce”, en clara
alusión al concepto marxista de plusvalía.

Vamos a revisar otro lugar no habitual en la parro­


quia lacaniana, que nos perm itirá tener presente esta

48
«'Acacia del espacio. El punto de partida será algo que,
por ahora, propicia un abordaje de tipo fenom énico -s u
autor diría “fenom enológico”- ; su virtud reside, justa-
monte, en poner en ju eg o en su m ínim a expresión la efi­
cacia de ese espacio donde se producen la inm ersión del
•ivcuentro y el desencuentro con el otro.
Accedí a su formulación - y espero que también lo ha-
i■.»n ustedes- de la mano de un autor reconocido, Gastón
Huchelard. Trabajaré con referencias y observaciones ex-
Imidas de su texto Poética del espacio (Bachelard, 1965),
que ya es un clásico.
Desde el título, Bachelard anuncia que, a su entender,
miostra relación con el espacio no es natural, no se redu­
ce al orden de la necesidad. Por eso es el texto poético el
que está en mejores condiciones de relatar ese encuentro
del ser con el espacio que transita o habita, tal como se
le ofrece bajo múltiples formas.
Voy a revisar algunos pasajes, para precisar cuál es su
perspectiva. Bachelard cita a Philippe Diolé, autor de El
Hio.i bello desierto del mundo, quien narra, según las re-
Iuh de la ficción, sus experiencias personales, referidas
en osta obra al desierto, de modo similar a como lo hicie-
i i precedentemente en otro libro consagrado a las peri­
pecias vividas en la profundidad del mar (ídem: 260).
Bachelard se pregunta: “Pero entonces, ¿por qué Dio­
l í . ose psicólogo, ese ontólogo de la vida humana subma-
i Irwi, se va al Desierto? ¿Por qué dialéctica cruel quiere
pn inr del agua ilimitada a las arenas infinitas?”. Pregun-
I m ti las que Diolé responde como poeta. Sabe que toda
niiava cosmicidad transforma nuestro ser exterior, y que
un nuevo cosmos, cualquiera sea, se abre cuando uno de
luí lazos de la sensibilidad ya establecida se libera.
Esta referencia a enlaces y desenlaces, lazos que se
i m tnn, se renuevan y se anudan de otro modo, la encon-
II amos en las primeras páginas del libro de Diolé, donde
i onfiesa que ha querido “terminar en el desierto la ope-

49
ración mágica que, en el agua profunda, permite al buzo
desatar los lazos ordinarios del tiempo y del espacio y ha­
cer coincidir la vida con un oscuro poema interior” (ídem:
12). Para concluir sostiene: “Descender en el agua o errar
en el desierto, es cambiar de espacio”. En ese cambio, que
supone abandonar el ámbito de las sensibilidades usua­
les, entra en comunicación con un espacio psíquicamen­
te innovador. Afirma Diolé: “Ni en el desierto, ni en el
fondo del mar se puede sostener un alma pequeña, aplo­
mada e indivisible”. Se trata de un cambio, que ya no es
la resultante de una simple operación del espíritu, como
sería la conciencia del relativismo de las geometrías. “No
se cambia de lugar, se cambia de naturaleza”, precisa el
autor (ídem: 261-262).
Diolé está aludiendo a una dialéctica entre este en­
cuentro del sujeto con el otro y su inmersión en el espa­
cio. Según quiénes establezcan esa inmersión, se defini­
rá la estructura del espacio, pero a su vez, según cuál sea
el espacio donde se produzca la inmersión, cambiará la
naturaleza de quien la sufre. Dicho de otro modo, los
neuróticos raramente cambiamos nuestros recorridos, ni
siquiera para ir de casa al trabajo. Cuando nos anima­
mos, no llegamos a impedir - y por eso nos cuidamos bien
de hacerlo- que algo nos ocurra.
Les propongo un ejercicio, que pueden hacer acompa­
ñados. Procuren inventarse “una” ciudad de Buenos Ai­
res; vayan con alguien que tenga para ustedes valor de
prójimo -s u pareja, un am igo- a algún lugar hasta aho­
ra nunca visitado; tal vez descubran que los aguarda en
el laberinto de sus calles el gusto de una sorpresa.

Retomemos el texto de Bachelard donde se ocupa de


uno de los espacios considerados: la choza. Señala allí:
“La choza en la página de Bachelin, aparece sin duda co­
mo la raíz pivote de la función de habitar” -¿alguna vez
pensaron por qué a los adolescentes, incluyendo ese que

50
alguna vez fuimos, les gusta tanto dormir en carpa?-.
Explica Bachelard a propósito de ese espacio:

Es la planta humana más simple, la que no necesita ra­


mificaciones para poder subsistir. Es tan simple que no
pertenece ya a los recuerdos, a veces demasiado llenos
de imágenes. Pertenece a las leyendas. Es un centro de
leyendas. Ante una luz remota perdida en la noche,
¿quién no ha soñado en la choza, quién no ha soñado,
adentrándose aún más en las leyendas, en la cabaña del
ermitaño? (ídem: 67).

Dimensión de la choza, que concierne a la primera po­


sibilidad de habitar. Ustedes podrían sin duda objetar
que en ella no aparece explicitada la cuestión de la rela­
ción con el otro, sino que admitiría perfectamente redu-
i irse a la perspectiva de lo que le pasa a un sujeto en un
lugar. Pero ese lugar no es natural, implica una referen-
' m no sólo al otro, sino también a una estructura colecti­
va: no hay suburbio sin centro.
Prosigue Bachelard:

Indicábamos [...] que las expresiones “leer una casa”,


“leer una habitación”, tienen un sentido, puesto que ha­
bitación y casa son diagramas de psicología que guían a
los escritores y a los poetas en el análisis de la intimidad.
Vamos a leer lentamente algunas casas y algunas habi­
taciones “escritas” por grandes escritores (ídem: 74).

En esta perspectiva, se ocupa a renglón seguido de la


oposición frío/calor remitiendo a Baudelaire:

Y tenemos calor porque hace frío fuera. En la continua­


ción de ese “paraíso artificial” sumergido en el invierno,
Uaudelaire dice que el soñador pide un invierno duro. Él
pide anualmente al cielo tanta nieve, granizos y heladas
como pueda contener. Necesita un invierno canadiense,
un invierno ruso... con ello su nido será más cálido, más
dulce, más amado.

51
Como Edgar Alian Poe, gran soñador de cortinas,
Baudelaire pide también, para tapizar la morada rodea­
da por el invierno, “pesadas cortinas ondulando hasta el
piso”. Así, “tras los cortinajes sobrios parece que la nieve
es más blanca. Todo se activa cuando se acumulan las
contradicciones” (ídem: 75).
Al respecto, uno podría preguntarse quiénes prefieren
para vivir las casas antiguas. Unos cuantos me dirían
que las prefieren; otros dirán que les encantan las casas
tipo americanas. Indudablemente, hay allí una diferente
referencia al tiempo. Una casa antigua nos invita a des­
plazam os en el tiempo que otros transitaron, el espacio
de la antecedencia. En cambio, quienes prefieren el cor­
te con el pasado, eligen ese lugar que no tiene - o parece
no ten er- sus marcas.
El poeta Pierre Seghers (ídem: 97) escribe:

Una casa donde voy solo llamando


Un nombre que el silencio y los muros me devuelven
Una extraña casa que se sostiene en mi voz
Y habitada por el viento.
Yo la invento, mis manos dibujan nubes
Un barco de gran cielo encima de los bosques
Una bruma que se disipa y desaparece
Como en el juego de las imágenes.

El poeta establece una relación entre la resonancia de


su voz y la casa - “Una extraña casa que se sostiene en
mi voz”-. Así, es la resonancia de su voz en esa casa la
que la despliega de ese modo y no de otro.
Otro ejemplo, analizado por Bachelard (ídem: 105), se
refiere a las ventanas de la casa, abiertas sobre las mon­
tañas. Se trata del texto de un poeta que dice:

El cuerpo de la montaña vacila en mi ventana:


¿Cómo poder entrar si se es la montaña,
Si somos en altura, con rocas, pedrezuelas,
Un trozo de la Tierra, sediento de cielo?

52
La casa nos recuerda una de las tres dimensiones de
lo humano mencionadas por Todorov, tripartición clásica
en el pensamiento occidental. Desde esa perspectiva, son
tres las grandes referencias del ser humano: la especifi­
cidad que lo constituye como tal -la palabra-; su condi­
ción de viviente y, por último, aquella que intuimos a ve­
ces con Freud, cuando remite a la pulsión de muerte y al
retorno a la piedra, esto es, la que concierne a nuestra
pertenencia al orden cósmico. Ciertas casas nos invitan
más que otras a reconocernos en esta dimensión, que
emerge también cuando, habitantes de la ciudad, tene­
mos la necesidad de ir al campo. En la imponencia de
una montaña o en el vuelo de un pájaro atisbamos nues­
tra inmersión en el orden cósmico. Sentimos entonces
■ierto alivio: acentuada la pertenencia a este orden, se
nilativiza la urgencia de las demandas del otro.
Incluyo un último ejemplo, el que Bachelard llama
rincón de los recuerdos”. Si cada uno de ustedes repasa-
i a en su memoria, encontraría aquel lugar que en la ca­
fta de la infancia lo invitaba especialmente a jugar, o bien
i ■f sitio preferido, ya en la edad adulta, que bien puede
mi i el elegido para el encuentro con el otro. Así, la casa
no resulta homogénea: nos topamos nuevamente con el
i ipacio quebrado.
Otra de las oposiciones que hace jugar Bachelard se
itua entre el bosque y el campo; el bosque vuelve pre-
tmite un tiempo anterior, en el que la vida nos antecede.
En cuanto a lo pequeño y lo grande, Bachelard nos re­
in i lo al poeta Noël Bureau (ídem: 220):

: ¡t acostaba tras la brizna de hierba


para agrandar el cielo.

En estos versos, es la intemperie la que nos abre a la


Inmensidad del cielo.
Recuerdo también una frase de Monseñor D’Andrea,
mi ocasión de una pregunta que alguien le formulara:

53
-¿Usted observó, Monseñor, en su visita a Jerusalén,
qué sucia es esa ciudad?
-No -respondió D’Andrea-, porque cuando paseo por
Jerusalén siempre me siento invitado a mirar para arri­
ba.

Claro está, se trataba de Jerusalén, y quien hablaba


era un sacerdote.
¿Cómo podríamos plantear nosotros la dimensión de
la casa? Para pensarla recurro a nuestro poeta más céle­
bre, Borges, y a una de sus enseñanzas:

La casa que habitamos suele tener espacios divididos: el


lugar de la palabra; el del sueño, que es también del se­
xo y el amor; el lugar de la comunión y el de los rituales.

Conviene tener en cuenta que si hablo de “comunión”,


no estoy proponiendo ninguna ilusión de un goce compar-
tible; el goce de cada uno sigue siendo tal. La comunión
nos habla de un goce coincidente. En el fantasma que lo
anima, retorna el trazo singular.

54
4. LA INVOCACIÓN DEL OTRO

Recuerdo nuestra propuesta: “El prójimo adviene


mando invoco al otro”. Es en la medida en que hay invo­
cación que el otro adviene a la dimensión de prójimo.
, Eso es bueno o malo? En realidad, nada lo asegura, pue­
de llevar a lo m ejor o a lo peor. En principio, la definición
de Lacan no es tranquilizadora: “El prójimo es la inmi-
nuncía intolerable del goce” (Lacan, 1969).
Precisamente por eso, tanto más importante resulta
que nuestra escucha como analistas permanezca sensi­
ble a los distintos modos según los cuales el parlétre se
lu«ce sujeto de la invocación. Cuando digo “sujeto de la
Invocación” hago jugar el genitivo objetivo y el subjetivo.
Me im porta subrayar la condición necesaria, para cada
uno de nosotros, de la diversidad y especificidad de las
Invocaciones. Me animo a apostar, con un amigo de Kaf-
Ka, que no hay quien pueda sostenerse sin esos hilos que
non anudan y nos sostienen por encima del abismo. To-
ilim y cada uno de nosotros tenemos un amigo o una ami-
(j!ji ni que nos es preciso invocar o por quien hacernos in-
' ocnr - y no como algo subsidiario-. Apuesta y afirmacio-
nt-M situables en la línea de una cierta ironía de Lacan,
i iilindo en los últimos seminarios cuestiona el complejo
il» Edipo, algo que no equivale a prescindir de su lógica,

55
pues “sin ella el psicoanálisis no tendría ningún senti­
do”. Lo que cuestiona es su reducción dramática bajo la
forma del cuento del chiquito o la chiquita con el papá y
la mamá. Esa lógica se despliega en el encuentro con el
otro, son múltiples sus personajes, e implica la posibili­
dad o im posibilidad de darle cauce al goce, dentro o fue­
ra del lazo social.

Vamos a emprender ahora un breve recorrido, valién­


donos del diccionario, por el significado del término “in­
vocación”.
En el diccionario etimológico de Bloch y Wartburg
que tanto le gustaba a Lacan, sólo se lo menciona en re­
lación con el verbo “invocar” (“invoquer” , en francés). Re­
cién se registra “invocación” en el siglo XII; está tomado
del latín “invocare / invocado”, y su uso está situado en
el 1200.
En el Petit Robert se registra “invocación”: acción de
invocar. También incluye la referencia al latín “invoca-
tio”. Define invocación como el resultado de la acción de
invocar y menciona en primer lugar la invocación a la
divinidad y a los santos. Acerca del término “invocar”
precisa y enumera: del latín invocare. Llamar en ayuda
o rezos. También se la usa como sinónimo de conjurar o
rezar. Invocar a Dios, a las musas. Invocar una imagen
de santo en una hora de peligro, invocar auxilio, la cle­
mencia de un rey, pedir ayuda. Invocar una ley, el testi­
monio de un amigo. Se puede invocar a alguien como
una autoridad superior: por ejemplo, “Freud dijo...”. In­
vocar un precedente. Argumentos invocados en el apoyo
de una tesis.
Las referencias a la invocación en Lacan, la mayoría
de las veces, aparecen reportadas al gran Otro - y acá
también estoy proponiendo un deslizam iento-. Entre
ellas encontramos la cita de una frase de Camus: una mi­
sa solemne ubicada bajo la invocación de Saint Roch, ba-

56
jo su patronazgo o su protección. La invocación a las m u­
sas es otro ejemplo.
Sin embargo, la acepción que yo prefiero es una más
cercana a nosotros; la encontramos en el Espasa-Calpe
de la lengua castellana. Dice allí: “Invocar: llamar uno a
otro en su favor y auxilio”. Esta es la definición que elijo.

¿Cómo podemos situar el abordaje de esta invocación


que anticipamos como conductora, como eje del recorrido
que nos proponemos hacer? Se me ocurrió comenzar por
un lugar muy freudiano, algo que nos sucede todos los
días si las cosas andan bien: la invocación a la risa del
otro. En general, salvo en raras circunstancias, reímos
con otros. Lo puedo decir al revés, enfatizándolo para
ucercarnos a nuestra temática: precisamos del otro para
iv irnos. Tanto es así que en ciertos programas masivos,
(!(■ dudoso nivel cultural, ofrecen risas grabadas para
que, si alguno de nosotros llegara a estar solo frente al
Iolevisor, se sienta tranquilo en el despliegue de su risa,
vn que hay otros que lo acompañan en su entusiasmo.
Voy a ocuparme, entonces, de la risa. Será sencillo, pa-
in cualquiera de ustedes que haya transitado el texto
111 'idiano, advertir adonde iremos a parar rápidamente.
I“'iro no voy a empezar por Freud, sino por una referen-
i In que lo precede y que Lacan también menciona con
licita extensión en su seminario Las formaciones del in-
i insciente. Se trata de un texto clásico de Henri Bergson
que lleva por título La risa (Bergson, 1991).
Algunas breves puntuaciones al respecto. Bergson se
pregunta desde el comienzo qué significa la risa. Prime-
i i ■uestión: la risa, como la religión, como tantas otras
pi ilcticas -p o r ejemplo, la moda o aun el fútbol-, es ex-
■liiMvamente humana. El único viviente que ríe es el hu-
innno; a veces podemos, en un ejercicio de proyección,
■ouniderar que el perrito ríe, pero no es así. Mueve la co­
tí poro no ríe.

57
Se pregunta Bergson qué hay en el fondo de lo risible,
qué puede haber de común entre la mueca de un payaso,
el retruécano de un vodevil y la primorosa escena de una
comedia (ídem: 11). Así, por el camino de la risa, Bergson
llega al terreno de lo cómico, que sería desde su perspec­
tiva la causa de aquélla. Lacan toma esta referencia pa­
ra criticarla, y no sin fundamento. En efecto, a quién no
le ha pasado, en alguna ocasión, reír en medio de una cri­
sis de angustia, en un momento de desesperación, o, co­
mo decía George Bataille, a veces con la risa aparente del
idiota, en situaciones que nos dejan sin palabras. La risa
puede ser la última respuesta ante la ausencia de cual­
quier respuesta.
Se trata, claro está, de casos extremos. Podríamos ser
más tolerantes con Bergson y admitir que, en general, la
risa se relaciona con el amplio campo de lo cómico, emi­
nentemente humano. Jamás se vio a una rana riéndose
porque otra tropezó, sólo el ser humano es capaz de tan
nobles sentimientos. Nos ha ocurrido que ante el tropiezo
de alguien, sin ningún ánimo de maldad, se nos hace im ­
posible contener la risa, aun cuando la vergüenza suceda
de inmediato a ese gesto. Como veremos, ni lo irresistible
de la risa ni la vergüenza que nos provoca son casuales.
Es de Bergson que Lacan toma una frase que va a re­
lacionar con las subdivisiones de lo cómico. Para noso­
tros, analistas, son por lo menos tres las subespecies que
lo integran: lo cómico propiamente dicho, el humor y el
chiste. Bergson afirma: “Para poder valorar y vivir y go­
zar de un chiste hay que ser de la parroquia”. Algo debe
ser compartido para que el chiste o aun lo cómico logre
su efecto. Ya se vislumbra por qué decido avanzar por es­
te lado. También lo dice Freud: “En contraposición al
sueño, el chiste es el más social de los productos de nues­
tro inconsciente” . En el otro extremo, el sueño podría ser
considerado como el más asocial, en la medida en que, ca­
si sin excepción, discurre en la intimidad de cada sujeto

58
y allí donde discurre agota su existencia-.1 Por el con­
trario, un chiste sólo termina de realizarse con la risa del
otro que lo escucha.
En su interrogación acerca de lo cómico, Bergson pre­
fiere no especular sino, más bien, avanzar mediante
•ejemplos - y en esto se parece un poco a Freud-. Es im ­
portante ver cuál es el que sitúa primero:

Un hombre que va corriendo por la calle, tropieza y cae;


los transeúntes ríen [...] Se ríen porque se ha sentado en
el suelo contra su voluntad [...] lo que hay de involunta­
rio en ese cambio es su torpeza (ídem: 16).

Bergson interpreta este ejemplo aduciendo que se tra­


ía de una torpeza debido a falta de agilidad, distracción,
obstinación del cuerpo, o a un efecto de rigidez o veloci­
dad adquirida; he ahí por qué ha caído el hombre y por
1111 *"■se ríen los transeúntes.
Nuestro malvado maestro, por su parte, no deja de
hurlarse un poquito de Bergson, porque el ejemplo está
bien situado en el campo de lo cómico; encontramos allí
Hit prototipo: el clown, el payaso que cae. Pero Lacan pre-
r.unta: ¿ésa es una explicación de lo cómico? Nosotros,
que intentamos ser un poco más amables, admitimos que
ulgi) está diciendo Bergson, aunque resulte insuficiente y
limita ridículo como explicación.
Uergson es un gran pensador; nos presenta este ejem­
plo n título de prototipo que podría proyectarse a las dis-
I uitas contingencias derivadas de la vida social, del en-
i iiantro con el otro. Sería el caso, por ejemplo, de alguien
i uyu conducta tuviera una rigidez por la cual, en su con­
dición de médico, funcionara como tal en ocasiones don-

I, Más feliz sería decir que el mensaje cifrado de su sueño solo lle-
n ni soñante por la interpretación del otro.

59
de no fuera convocado como profesional. Podría tratarse
de un psicoanalista que va a una fiesta; se reúnen todos
los amigos a charlar y mientras todos conversan anima­
damente él dice: “M mm...”. ¿Qué es esa rigidez? ¿Qué nos
está diciendo?
Asimismo, Bergson cita los vicios, considerándolos
otro buen ejemplo para provocar la risa:

Pero el vicio que nos convierte en personajes cómicos es


aquel que nos viene de fuera como un marco ya hecho al
que hemos de ajustarnos, aquel que nos impone su rigi­
dez en lugar de amoldarse a nuestra flexibilidad. No so­
mos nosotros quienes le complicamos, sino él, por el con­
trario, quien nos reduce (ídem: 20).

Se trata de algo donde quedamos aprisionados y que


produce la risa cuando es puesto al descubierto. ¿Qué po­
drá ser eso que cause risa al quedar al descubierto?
Estos desarrollos le sirven a Lacan para señalar que
lo cómico de la comedia se produce porque pone en evi­
dencia la fijación a un objeto metonímico. Nosotros diría­
mos, la fijación a un goce. El avaro de Molière constitu­
ye un ejemplo. El sujeto queda fijado en la valoración de
sí mismo por la relación con un objeto -habría que agre­
gar, de goce-. Se trata de una rigidez que concierne a la
posición del sujeto, no a la rigidez de su cuerpo. La caída
del cuerpo es el contrapunto de una posición erecta. Algo
que no compromete sólo al cuerpo, en la medida en que
reenvía a una posición del sujeto ante el otro.
Bergson sostiene: “Las actitudes, gestos y movimientos
del cuerpo humano son visibles en la exacta medida en
que este cuerpo nos hace pensar en un simple mecanis­
mo”. Charles Chaplin representa, en Tiempos Modernos, a
un obrero de una cadena de montaje en una fábrica de au­
tos, quien repite mecánicamente un movimiento: ¿qué es
lo cómico ahí? Bergson diría que el efecto cómico resulta
de aislar un movimiento que tendría que formar parte de

60
un conjunto, aislamiento por el cual aparece como mecáni­
co allí donde debería poseer la flexibilidad de la vida.
Nosotros creemos que en esos casos, en el de Chaplin
(ix profeso, se hace caer un velo y queda en evidencia
cierta posición que, incluida en su contexto, pasaría como
una forma del lazo social. En el caso del operario es me­
nos evidente; se vuelve más notorio cuando se trata de
una prestancia que la sociedad consagra, por ejemplo, un
|uez que tuviera el mismo aire doctoral en su propia ca­
ta, con sus íntimos, que en el tribunal; esa solemnidad
rápidamente resultaría irrisoria. Bergson agrega: “Los
gustos de un orador que de por sí no son ridículos, inspi­
ran risa por su repetición”. Se trata de una experiencia
bastante común: nos vamos acercando a una reunión de
■unigos, de gente que queremos; vemos que están bailan­
do, pero no escuchamos la música; por un instante nos
nmilta el espíritu de bondad que nos caracteriza y obser-
s amos con atención la escena. Lo que vemos nos resulta
tidículo. Por supuesto que preferimos no vernos en igual­
dad de circunstancias; en ese caso, si estamos de buen
humor podríamos reírnos de nosotros mismos, de nues-
I I o ridículo movimiento.
De todo esto, Bergson concluye: será cómico todo inci­
dente que atraiga nuestra atención sobre la parte física
de una persona, cuando nos ocupábamos de su aspecto
moral. Conclusión que nos parece no estar a la altura de
la que sí valoramos en este autor, como es el haber dado
dignidad de objeto a un tema aparentemente menor -e n
medio de la risa no se firman contratos ni escrituras-. El
propio Bergson se da cuenta de la insuficiencia de la res­
puesta formulada, cuando hacia el final del texto habla
di la vanidad como una de las formas en que puede ha-
I I I ir presente lo ridículo.
Arriesguemos una alternativa: lo cómico de la caída del
■hwn, del que tropieza - o lo cómico de la comedia-, se vin-
i ida a la caída de la prestancia fálica. Caída que, siguien-

61
do a Freud, produce un alivio, no sólo porque nos libera de
la imposición de la prestancia del otro, sino también del
esfuerzo de sostener la nuestra, en la medida en que el
otro representa la dimensión del semejante. Recordemos
cuánto nos gusta llegar a casa y ponem os en pantuflas, es­
to es, desasimos simbólicamente mediante ese gesto de la
cubierta fálica que la escena del lazo social nos demanda.
Otro planteo que podemos rescatar de Bergson, aun­
que resulte cuestionable cuando lo unlversaliza, es el de
la posibilidad de reconocer el valor social de la risa, in­
cluso el de la comedia, en tanto sirve para exponer ante
cada uno de nosotros lo que puede tener de ridículo que­
dar fijado a esa prestancia o a la especificidad de la fijai
ción a un goce. Cuando se corre el velo y emerge la osten-l
tación fálica, surge la vergüenza, a veces como vergüeña
za ajena, la vergüenza por aquello que registro en el
campo del otro.
Hasta ahora consideramos lo cómico propiamente dicho
según la clasificación freudiana, si bien no es la subespe*|
cié que más nos interesa. Lo cómico supone una relación!
dual, vigente entre quien registra lo risible y el objeto de
lo risible. Su especificidad se inscribe en el registro imagi-i
nario, aun cuando esté enlazado a lo simbólico y lo real4
implique un goce y el lazo social sea su escenario.
El humor es otra formación de lo cómico en sentido
amplio. La menciono, aunque tampoco me propongo dete­
nerme en ella. Hacia el final del texto El chiste y su rela%
ción con el inconsciente, Freud la califica de “sublime” en­
tre las formas que se incluyen en el abanico de lo cómico»
Cita allí un ejemplo extremo de buen humor. Se trata del
condenado a muerte llevado al cadalso, quien cuando va
camino del lugar de su ejecución comenta: “Pensar que
hoy es lunes, linda manera de empezar la semana”.
¿Por qué considera Freud que el humor es lo más sublL
me que habita al sujeto? Porque el humor constituye un
modo de respuesta frente al designio de eso que con núes-

62
tros maternas situamos en términos de Otro, encamado en
ni destino, Dios, la sentencia de los hombres, los múltiples
’iccidentes de la vida. Ante lo Real que lo golpea, el sujeto
llorada el momento en el que quedaría siderado por su
Irrupción, diciendo: ni aun en este momento admito desco­
nocerme como sujeto. En su versión nacional, es Sarmien­
to escribiendo en la cordillera de los Andes: “Las ideas no
mí' matan”, esto es, aunque me persigan, me exilien, viva
i'ii la pobreza, fuera del círculo de mis amigos, igual pue­
do sostener el trazo que me representa.
Hemos despachado muy rápido, injustamente, el hu­
mor y lo cómico, porque prefiero tratar específicamente
il chiste, una producción que requiere absolutamente no
Molo alguien que lo cuente o lo haga (sabemos que uno y
..... >no tienen por qué coincidir: quien lo cuenta puede no
haberlo inventado, de hecho la mayoría de las veces no se
■mbe quién lo inventó, el chiste simplemente circula), si­
no además alguien a quien tienda (orientación del chiste
i|iu apunta al equivalente de la segunda persona de lo
i omico; es alguien sobre quien recae la burla, o la seduc-
i «i >11, si el chiste implica un levantamiento de los velos en
i t iación con el sexo) y una tercera persona, que vamos a
dcmominarla en alemán “dritten P e r s o n aquella a quien
no le cuenta el chiste, la que lo sanciona en el momento
■iii que ríe, acto imprescindible para que el chiste se efec-
hlo. para que exista como tal.
Ya estamos de lleno en nuestro tema. Si les digo que
longo un chiste inmejorable para contarles, me sitúo en
imn invocación, invoco la escucha de ustedes. Demanda
dli igida al otro, invocación al otro, lo elevo por un instan-
h 1n la dimensión del prójimo para que sancione eso que
10 jolo no puedo. Es inviable que uno se cuente un chis-
ir n sí mismo; podemos llegar a hacerlo pero imaginando
■I nncuentro con otros; en general, no se nos ocurre con-
I linios chistes a nosotros mismos, precisamos que el otro
i miiienta nuestra invocación.

63
¿Qué es un chiste? ¿Alguna vez se preguntaron por
qué los chistes circulan tan rápido por la ciudad? A quie­
nes nos gusta contar chistes sabemos que tenemos que
apuram os, porque de lo contrario el otro nos va a contar
el chiste que ya sabemos. Si el chiste circula tan rápido
por la polis es porque hay necesidad de contarlo y de es­
cucharlo. Sin embargo, no hay obligación en cuanto a lo
primero y sólo ciertas reglas de cortesía imponen lo se­
gundo. Podríamos preguntarnos también entonces: ¿es
necesario el chiste? ¿Podríamos vivir sin él?
Durante mucho tiem po hubo personajes que me re­
sultaban antipáticos; me preguntaba por qué razón ni
M oisés, ni Cristo, ni Mahoma habían contado un chiste.
Se me ocurrió una respuesta: quizá porque no tenían
amigos a quienes contárselos. Para que haya chistes,
tiene que haber prójimo, y si bien Cristo decía “Amarás
a tu prójimo como a ti m ism o”, él no se ponía precisa­
mente en ese lugar.
En cuanto a Freud, la tesis según la cual el chiste es
un producto del Inconsciente, está anunciada desde el
título de su libro. Freud se pregunta qué es lo que deter­
mina que un chiste sea un chiste. Para responder, utili­
za el método de la reducción: ¿qué pasa si cuento el m is­
mo chiste con otras palabras?, ¿sobrevive o no como chis­
te? Hay ejemplos que todos conocemos, solo considero
los más difundidos para que podamos avanzar juntos en
la reflexión acerca de su estructura. Uno de ellos es el de
famillonario , que Freud toma de Heine (Freud, 1905:
134). El poeta coloca en boca de su personaje, Hirsch
Hyacinth, un vendedor de lotería que además trabaja de
pedicuro, el relato de lo que le ocurriera en ocasión de vi­
sitar al barón Rothschild, símbolo del millonario en la
parroquia judía. La frase conocida -la reproduzco como
la cita L acan - es: “Tan cierto como que Dios debe velar
por mi bien, Salomón Rothschild me trató por completo
famillonariamente”.

64
¿Por qué, en este contexto, la frase no nos produce risa?
Puede que el chiste sea malo, pero, además, no nos reímos
porque estamos pensando la estructura del chiste y para
que la risa se produzca es preciso, dice Freud, distraer la
reflexión consciente. Con lo cual indica algo que nos resul­
ta horroroso, como todo lo que procede del Inconsciente, y
que invita a pensar nuestra estructura. Horroroso porque
una vez más nos damos cuenta de algo que no sabemos:
cuando nos reímos gracias a un chiste, no sabemos de qué
nos reímos. Otro tanto ocurre en el otro extremo: cuando
lloramos por una pérdida, tampoco sabemos qué es lo que
perdimos con ella. El horror del Inconsciente nos sitúa an­
te una radical posición de no saber. Requiere un amplio es­
fuerzo descubrir de qué reímos cuando un chiste nos pro­
voca risa; algo en nosotros lo advierte casi instantánea­
mente, de ahí el efecto inmediato del buen chiste.
¿Cuál es, entonces, la gracia de famillonariol Está im­
plícita en él, señala Freud, una burla al millonario Roths-
child “que me trató tan completamente de un modo fami­
liar como le es posible a un millonario”. Si bien así dicho
no nos hace reír, ese término que emerge, famillonario, es
el sustituto metafórico de algo que queda reprimido; es un
típico chiste tendencioso; para Freud es un chiste hostil.
Provoca risa porque vela esa tendencia que, de otro modo,
podría producir una objeción en el oyente.
Tenemos entonces la primera persona que cuenta el
chiste, Hirsch Hyacinth, el narrador; la segunda persona
que es objeto de lo risible, Salomón Rothschild, y la ter­
cera persona a la cual se dirige el chiste, el oyente - o no­
sotros, en tanto lectores del chiste-. Freud no deja de se­
ñalar que Heinrich Heine es el autor de esta historia
puesta en boca de Hirsch Hyacinth, cuyos nombres y
apellidos también empiezan con “H”, y denuncia, en ese
trazo que se repite, cuánto le concierne el relato. Datos
de la biografía del poeta permiten saber que también él,
en su juventud, se dirigió a un tío rico de la familia para

65
pedirle la mano de su hija y fue despedido por no contar
con el dinero ni la alcurnia que ese pariente reclamaba
para el yerno, incidente que no dejó de aportar su cuota
de desprecio y humillación. Su venganza aparece a tra­
vés del personaje, en quien Heine proyecta, a modo de
respuesta, su propia tendencia hostil. Tal la interpreta^
ción que Freud avanza y que Lacan retoma. Ustedes co­
nocen el esquema (Lacan, 1957-1958).

Una línea curva que parte de A hasta la I del ideal, es


la línea de la tendencia. Otra línea que va de 5 a 8’ es la
cadena del significante. Se cruzan en dos puntos: uno es
el lugar del código, allí ponemos la A del gran Otro, y otrft
el del mensaje, indicado con la letra y. La línea de la teñí
dencia señala aquello que en el parlétre podría comenzad
como instinto, pero que va a convertirse en pulsión por el
encuentro con el campo del Otro; no culminará en la sa«
tisfacción de la necesidad, sino en la creación de un rasi
go, base del Ideal. El trazado de la cadena significant^
que se extiende desde antes del sujeto y va más allá de
él, indica que es transindividual desde su inicio y que haí
ce cortocircuito con otros dos puntos, situables en un tra*
yecto que va a contrapelo del anterior; en este m om ent!
de su enseñanza, Lacan los llamará P y P’, situando en p
el ‘T o ” del discurso, del enunciado, y en P’ lo que design|
por entonces objeto metonímico.

66
¿Cuál es el valor de trabajar este grafo cuando tene­
mos los otros más desarrollados? Más de una vez mani­
festé que me gusta y me resulta útil indagar los lugares
de gestación de los conceptos, porque me permite apre­
hender con mayor rapidez cuál es la problemática a la
que se intentó responder. La simplicidad de las dos lí­
neas que se cortan, permite apreciar que para Lacan el
problema central reside en que el ser humano es un vi­
viente en su encuentro con la palabra. Tal es el motivo
que induce su especificidad entre los vivientes, la razón
ultima por la cual sólo el humano ríe, sólo para el hum a­
no se abre la vastedad del campo de lo cómico, del humor
y aun del chiste.
Lacan dirá que, según este grafo, el chiste comienza
nn el lugar que corresponde, esto es, el del Otro, el del có­
digo. Así, volviendo al ejemplo, comienza con una ironía,
donde se pone en evidencia que el Otro no cumple su fun-
i ión. ¿Quién lo afirma? Un pobre y desgraciado vendedor
de lotería en tiempos de miseria. Dice: “Tan cierto como
«pie Dios debe velar por mi bien, Salomón Rothschild me
trató muy famillonariamente”; luego de la ironía por los
cuidados de Dios, el significante metafórico sustituye
itquello que no emerge; en su lugar, aparece un neologis­
mo. una condensación, un juego de palabras entre “fami-
litir” y “millonario”. En el trayecto de ese circuito que su­
pone la producción del chiste, hay un cortocircuito en P’,
mi el objeto metonímico que el sujeto desprecia, pero don­
de también se aliena -n o olvidemos que Heine fue a pe­
dir la mano de la hija del millonario y se vio rechazado-.
M illonario que, por otra parte, nos está indicando cuál es
>I objeto de fijación a un goce que guía su estructura. Un
millonario que se infiltra en la frase y oculta lo que ver­
daderamente le duele al sujeto. Dice Lacan que, rebotan­
do en el Inconsciente, entre el lugar del código y el del
monsaje, está la palabra reprimida: “familiar”. Es lo fa­
miliar lo que a Heinrich Heine le duele, el lugar de don­

67
de fue excluido, es decir, no fue reconocido como valioso
para formar parte de la intimidad de esa familia.
Podemos preguntarnos si se trata sólo de un chiste
hostil, producto de la envidia al millonario, o si hay en él
algo más. Situémonos en la dimensión de Heine. Imagi­
némoslo yendo a esas veladas del tío rico, como lo descri­
be una señora que lo conoció en su juventud, un pobre jo ­
ven dedicado a esa cosa extraña, la poesía. Un Heine que
pretendía, en nombre del amor, que le fuera dada como
mujer la hija de este tío; avanza en su demanda y es re­
chazado. Se trata de algo que toca a la existencia del su­
jeto, en la medida en que ésta no es idéntica a su vida ni
a su muerte biológicas, sino que depende del reconoció
miento, en este caso, de ser digno de ese enlace, conside­
rando ese término mismo, “enlace”, según todas las con­
notaciones que adquiere en nuestra sociedad.
Se trata de un enlace donde él no es aceptado. Adver­
timos la importancia que puede tener para Heine que no­
sotros riamos con este chiste. ¿A qué nos está invocando
cuando nos dice: “Les quiero contar un chiste”? El chiste
permite invocar al otro y lograr su aceptación, allí donde
existe el riesgo de que su posición crítica, o tal vez la ni­
miedad de sus intereses, lo aparten de nuestra demanda*
Advertimos la magnitud de lo que se juega en esa invoca
cación que presume de inocente o incidental. A pesar de
esto, seguiremos contando chistes, protegidos por el velen
del olvido, pero si nos detenemos a reflexionar, el chista
nos muestra una realidad eminentemente humana.
Tomemos otro chiste de Heinrich Heine que también
concierne al dinero. En éste se pone enjuego, dice Freud^
una técnica distinta: la del desplazamiento. Se trata del
chiste del Becerro de Oro (Freud, 1905: 47).
Durante una velada que transcurre en un salón pari|
sino a fines del siglo XIX, Heine está con un señor y obi
serva cómo la multitud se acomoda alrededor de un mit
llonario. El caballero le dice a Heinrich Heine: “Mire us-l

68
üíd cómo el siglo XIX adora al Becerro de Oro”. Heine le
responde: “Me parece que tiene unos años m ás”.
Entendemos que se trata de un desplazamiento por­
que en la propuesta del caballero lo que aparece subra­
yado, la acentuación psíquica -com o la denomina F reud-
i la idolatría del dinero, equivalente del Becerro de Oro,
i su vez sustituto de Dios. En cambio, Heine utiliza la
metonimia que está en juego en toda idolatría, ese reba-
Jnmiento de lo simbólico a lo imaginario, para acentuar
i n “becerro” la condición de buey joven. Ironiza no sólo
non la edad del caballero, sino además con la adoración
d la que es objeto alguien perfectamente imbécil, como
podría serlo un buey. Heine opera así el desplazamiento
(hiede la idolatría del dinero a la estupidez. También allí
podemos ver fácilmente que no resulta inocente la res­
puesta con la que el chiste culmina, en la medida en que
l)n V en ella un amargo reproche a esa sociedad que los
t'M'luye a ambos.
Otro chiste conocido es el de Lemberg (ibídem: 108).
Iios judíos se encuentran en una estación de tren, uno le
pregunta al otro: “¿Dónde vas?”. El primero le responde:
A Cracovia”. El otro replica: “¿Para qué me dices que vas
■( Cracovia? ¿Para que yo piense que vas a Lemberg si en
i nulidad vas a Cracovia?”.
En primera instancia, este chiste es la exposición de
I ( mala fe. Está claro que al que duda de la respuesta se
li podría replicar, como hacen los chicos: “El que lo dice
lo < Pero por otro lado, está mostrando, por la vía del
humor, algo que todos los humanos padecemos. Por nues-
II o relación con el significante - y la característica de un
Ignificante es la de poder sustituir a otro- tenemos po-
Ibllidad de des-encontrarnos con la verdad. Es impensa-
l«l< (pie alguien le demande a una rana que diga la ver-
iIikI. Sólo el humano, por su relación con el lenguaje, tie-
iii chances de decir lo que no es, de usar un significante
'i) lugar de otro, alejándose del encuentro con la verdad.

69
Este chiste tan banal involucra la amargura que registraj
la esencia de nuestra condición. Basta pensar cuántas
veces nos ha preguntado la persona que amamos o le he­
mos preguntado a ella: “¿Me querés?”. ¿Por qué persiste-
la pregunta? Porque la verdad podría ser distinta de lo
que afirma la respuesta, nada la asegura.
Les voy a contar ahora un chiste que circula en el ám­
bito lacaniano, representativo de nuestro tiempo.

Entra un joven rockero a la farmacia, un poco tímido.


Dice:
-Señor, ¿podría usted, por favor, venderme profilácticos?
-Vamos, muchacho -lo invita el farmacéutico-, podés
decir forro.
-Bueno, forro, ¿podría venderme unos profilácticos?

Si les ha gustado, ¿de qué se rieron? Lo más simple es


atribuir el efecto a la doble acepción de la palabra “forro”,
que puede ser un sustituto más o menos coloquial de
“profiláctico” o un modo que los jóvenes tienen de interi
pelarse. Ésa constituiría la base del chiste en lo que ha-i
ce a su formulación explícita, las palabras que lo sostie-s
nen. Pero aquí el chiste también dice algo que toca a
nuestra condición. El joven entra pudoroso y pide algo en
relación con aquello que en nuestra sociedad exige ser
formulado con sus velos; el farmacéutico, buscando un
acercamiento, lo invoca desde un registro de proximidad
que intenta desconocer las barreras que en lo real sepa­
ran a unos de otros, a la manera de esos padres que di­
cen: “Yo soy amigo de mis hijos”. Pero la diferencia se
m arca en el lenguaje - y los adolescentes quieren que se
m arque-. Este chiste presentifica así lo que para alguno^
puede ser una suerte y para otros un dolor: hay una dis­
tancia inexorable, que pertenece a lo real y se marca en
el discurso, entre los tiempos de uno y otro.
En este breve recorrido por aspectos ya conocidos^
quiero acentuar específicamente aquello que concierne a

70
In tercera persona, a esta condición imprescindible del
chiste que es la risa del otro. En términos de Freud, los
procesos psíquicos de quien cuenta el chiste y de quien lo
oscucha no son iguales; la comunión que los acerca es la
inhibición que uno y otro padecen; en ambos hay algo que
ostá bajo la barra de la represión, algo que por razones
de estructura no debe decirse. Pero mientras quien cuen­
ta el chiste produce un gasto para levantar esa barrera
Freud lo formula así-, un gasto que sustituye el esfuer­
zo insumido hasta entonces en la represión, en quien lo
(iscucha ese gasto resulta ahorrado. Queda así energía li­
bre en el oyente, que se descarga en la risa.
Esta forma de pensar la cuestión nos parece insufi­
ciente. Nosotros decimos que si la dritten Person acepta
escuchar el chiste, es porque sabe de antemano que ten­
drá una ganancia de placer y encontrará un goce. Hay,
ildemás, algo que el chiste dice, un mensaje al que la
dritten Person da cabida.
La risa de la tercera persona sanciona el chiste si
iicepta la demanda; lo reconoce como tal cuando devuel­
ve a quien lo relata su propio mensaje, ofreciéndole, des­
di su propio goce, la posibilidad de un plus-de-goce: si el
chiste que contamos provoca risa, podemos reencontrar­
nos nosotros con la risa.
El relato del chiste invoca en el tercero una escucha;
invocación” a la que el tercero asiente como ante una de­
manda de escucha. Entonces, escucha una demanda que
lo excede. En el ejemplo más clásico de “famillonario”, tal
demanda se podría parafrasear así: “Reconozca usted mi
derecho a impugnar esta actitud de mi tío el millonario,
reconozca usted mi derecho a hacer un alegato por mi po-
■lición”. El tercero sanciona el chiste con su risa y descu­
bre la razón de su aceptación: el goce que la risa revela.
No lo hace por altruismo -conviene no olvidar al prójimo
como inminencia intolerable del goce-; su sanción logra
formas tolerables del goce. Y cabe recordar aquí el valor

71
que puede tener en una sesión canalizar el goce a través
de un chiste.
Desde la perspectiva energética freudiana, la dritten,
Person remeda al otro del amor, remedio que opera allí
donde el Inconsciente y su deseo fracasan. Lacan lo dice
así, en uno de sus últimos seminarios: “L’insuccés de l’Un*
bewusste c’est l’amour”, en un juego de palabras que se
puede leer también de otro modo, pero que bajo esta forma
quiere decir: “El fracaso del Inconsciente es el amor”. El
amor viene a remediar aquello que el inconsciente, en tan*
to lugar del deseo, nunca alcanza como completud. Por eso
subrayé en el chiste de Heine el término “completamente’!
cualidad esperable de un millonario -pero condición impo|.
sible en el parlétre-, Precisamente por eso el otro, la drith1
ten Person, tiene una función de anudamiento.
El Otro con mayúscula, el único al que Lacan se refiel
re en el momento en que trabaja sobre el chiste, ese Otr<J
al que el chiste se dirige, le sirve además para desplega^
su crítica de la intersubjetividad. En este contexto, reí
cuerda un chiste que le había contado su amigo, el poet|
Raymond Queneau, cuyo protagonista es un joven que¡j
iba a dar un examen de historia. Pregunta el profesor:

-¿Qué me puede decir usted de la batalla de Marengo?


-¡Ah! -responde el alumno-, muertos, muertos, heri­
dos ¡horror! ¡horror!
-Bueno -continúa el profesor-, ¿pero no puede decir­
me algo más de esa batalla?
-Sí, un caballo relincha y levanta las patas delanteras.
-¿Y qué me puede decir de la batalla de Fontenoy?
-¡Ah! ¡horror! ¡horror! Muertos, cuerpos despedazados,
gritos, lágrimas.
-Pero dígame algo más específico.
-Un caballo que relincha levanta las patas delanteras.
-Dígame entonces qué puede contarme de la batalla
de Trafalgar.
-¡Oh! Un cementerio, muertos por todos lados, lágri­
mas, dolor.

72
-Bueno, pero dígame algo más específico.
-U n caballo...
-No, era una batalla naval.
-Ah, bueno, entonces atrás caballito.

Lacan señala así la parte de ajedrez, aquello que reba­


ba la dimensión imaginaria de la intersubjetividad en lo
que hace al encuentro con el gran Otro.
A su manera, otro tanto sostiene Freud cuando afirma
que “toda psicología individual es social”. Sería difícil pa-
ru nosotros concluir, a partir de trabajos como El porve­
nir de una ilusión, Psicología de las masas y análisis del
yo o El Malestar en la Cultura, que Freud se consagra a
un análisis sociológico. Pero las estructuras colectivas o
lu cultura como tal no están ausentes en su horizonte
Conceptual. Es en esta misma perspectiva que entiendo
lu frase citada. Lacan, como sabemos, la extremó dicien­
do. “Toda psicología social es individual”.
En mi intento de revisar las premisas de estas dos for­
mulaciones, tiendo a decirlo de este modo: ambas apun­
tan a recordam os que el otro no es exterior a la estructu­
ra del sujeto, sino que forma parte de ella y aún más -ta l
la tesis con la que iré avanzando-, es condición para que
la estructura sea una.
El aforismo lacaniano “Y a de l’Un” indicaba, en un
primer momento, “hay un significante entre otros”. Ese
IJno” le servía a Lacan, en esa etapa de su teorización,
para acentuar el contrapunto entre lo simbólico y lo im a­
ginario, diferenciándolo del “Uno unificante”, del uno del
narcisismo. En los últimos años, en cambio, “Y a de l’Un”
irm ite a aquello que la teología cristiana pone en eviden­
cia, a través de la concepción de ese “tres” que es “uno”.
Entiendo que “Hay del uno” pasa a indicar que sólo po­
damos ser uno a título de estructura, gracias a una serie
d< instancias -p o r lo menos tre s- que se encuentran en­
lazadas de un modo y no de otro.

73
La tesis que intento despejar, porque considero imporj
tante que un analista sea sensible a ella en la direccióifl
de la cura, es que el otro es condición para que haya unoj
para que uno sea uno para que haya “una” estructura, la
estructura de “un sujeto”.
Hay allí un deslizamiento por el cual el sujeto ya no es
tan sólo, como al comienzo, el sujeto del significante. En la
teoría lacaniana el sujeto del significante va dejando lugaíj
sucesivamente, al sujeto del fantasma, diferente del suje|
to acéfalo de la pulsión, a su vez distinto - y aquí avanzai
mos un paso m ás-, del sujeto de la estructura, de una es-
tructura que para Lacan, en los últimos años, es el nudo.
En nuestro recorrido por El chiste y su relación con el
Inconsciente, quisimos destacar esencialmente eso quq
Freud, con su lucidez habitual, subrayó como condición
de la existencia de un chiste, esto es, que no se sanción!
como tal sin la intervención de un otro, de su risa.
Vimos en ese chiste del famillonario, puesto por Heini
rich Heine en boca de un pobre vendedor de loterí^
Hirsch Hyacinthe, que gracias al relato del chiste se abra
paso un reclamo, probablemente rechazado de habersi
presentado de otro modo. Allí tenemos un ejemplo prin­
ceps, como tantas veces Freud nos lo propone, para cap'j|
tar el valor de eso que parece nimio y constituye para no-*
sotros, psicoanalistas, nuestro centro de interés, esos dei
sechos de la cultura, ese resto tan poco serio donde se
juega la existencia del sujeto.
Subrayado el valor de esa tercera persona, se vuelví
palmario el hecho de que el sujeto que cuenta el chiste no
pueda lograr ese efecto de reivindicación subjetiva si no ea
gracias a la aceptación del tercero, que en ese instante fon
ma parte de su estructura. ¿Qué nos interesa de esto?
Anticipándome al modo según el cual me proponga
desplegar la cuestión, retomo aquí una frase de Lacaft
que alguna vez subrayamos: “En nuestra experiencia del
análisis, el analista forma parte del concepto del Incondl

74
i

fliente, porque a él se dirige”. Para decirlo con otras pala­


bras, en la transferencia nosotros constituimos, en ese
acontecimiento llamado cura, parte inherente a la es­
tructura del sujeto.
En términos más amplios, se trata de la participación
del otro. Estoy proponiendo al otro con minúscula, no al
} ran Otro, del que Lacan habla como instancia fundante.
No se trata, entonces, del Otro primordial, en tanto sos-
ion del narcisismo instituyente, ni del Otro Real, Simbó­
lico, Imaginario, ni del Padre en función de los Nombres
del Padre: lo real del Otro Real, lo simbólico del Otro
real, lo imaginario del Otro real, como lo dice en L’Insu...
No es de ese Otro del que se trata aquí, sino del otro con
minúscula, sólo que no lo situamos, como es habitual en
In enseñanza de Lacan, en términos de semejante, redu­
cido a la dimensión imaginaria, sino que lo consideramos
constituido también por los tres registros.
En la serie de los aforismos que he propuesto, avanzo
nhora éste: “Es por su invocación que el otro adviene a la
condición de prójimo; que advenga a ella no asegura su
bondad, puede ser también la ruina”. ¿Por qué? Nos lo in­
dica esa frase del seminario de Lacan, “De un Otro al
i n t”, según la cual “el prójimo es la inminencia intolera­
ble del goce”. Ella se mantiene en el trasfondo de este
ilotismo que concierne a la condición del prójimo.
Ahora bien, ¿se trata de la invocación del sujeto o del
otro? Y cuando decimos “inminencia intolerable del go-
1 1 ", ¿de quién?, ¿del sujeto o del otro? Como en la mejor
poesía, nos encontramos con aserciones que admiten ser
leídas en su anverso y reverso.
Pasemos ahora a otro ejemplo que forma parte de
nuestra vida cotidiana, pero que, habitados como esta-
inoH por eso que Lacan llamó tan dulcemente “debilidad
mental” -nuestra sujeción im aginaria- sabemos y al
mismo tiempo ignoramos, reprimiendo esta persistencia
ilnl otro en la institución de nuestra estructura. Me reñe-

75
ro al olvido. ¿Quién no ha vivido muchas veces la circunsa
tancia de compartir con otros una escena donde alguien,
olvida una palabra o le pregunta a quien está a su lado
el nombre de cierta calle, y el otro se ve arrastrado, se
contagia del olvido?
Voy a leer un ejemplo que cuenta Freud, quien no de­
jó de percibir este fenómeno:

En una pequeña reunión de universitarios, donde se en­


contraban también dos muchachas estudiantes de filoso­
fía, se hablaba de los innumerables problemas que el ori­
gen del cristianismo plantea a la historia de la cultura y
a la ciencia de la religión. Una de aquellas jóvenes, que
participaba en la plática, se acordó de haber leído no ha­
cía mucho, en una novela inglesa, un atractivo cuadro de
las múltiples corrientes religiosas que se agitaban en
aquel tiempo. Agregó que en la novela se pintaba toda la
vida de Cristo, desde su nacimiento hasta su muerte, pe­
ro no quiso ocurrírsele el nombre de esa creación litera­
ria (su recuerdo visual de la cubierta del libro y de la ti­
pografía del título era hipernítido [cf. pág. 20, n.7]). Tres
de los jóvenes presentes afirmaron conocer, asimismo, la
novela y señalaron que, cosa rara, tampoco a ellos les
acudía el nombre
[...] Sólo la joven se sometió al análisis para esclarecer
ese olvido de nombre. El título del libro era B e n H u r (de
Lewis Wallace). Sus ocurrencias substitutivas fueron:
E c ce h om o, H o m o su m , Q u o va d is?. Ella misma com­
prendió que había olvidado el nombre “porque contiene
una expresión que ni yo ni ninguna otra muchacha em­
plearíamos de buen grado, sobre todo en una reunión de
jóvenes” (“.H u r e ”, en alemán “puta”). Merced al intere­
santísimo análisis, esta explicación se profundizó toda­
vía más. Es que, rozado aquel nexo, la traducción de “ho­
mo”, “hombre”, cobra un significado mal reputado.

Y Freud concluye:

La joven trata la palabra como si declarando ella aquel


sospechoso título ante unos hombres jóvenes hubiera de
confesar los deseos que ha rechazado como penosos y de-

76
sacordes con su personalidad. En síntesis: inconsciente­
mente equipara la declaración de “Ben Hur” a una pro­
puesta sexual, y, de acuerdo con ello, su olvido correspon­
de a la defensa frente a una tentación inconsciente. Tene­
mos razones para suponer que parecidos procesos incons­
cientes condicionaron el olvido de los jóvenes. El Incons­
ciente de ellos aprehendió el olvido de la muchacha en su
significado real y efectivo [...] interpretándolo, por así de­
cir. [..] El olvido de los nombres figura un miramiento por
aquella conducta de rechazo. [...] Es como si su interlocu-
tora, con su repentina falta de memoria, les hubiera da­
do una nítida señal, y ellos, inconscientemente, la hubie­
ran comprendido bien (Freud, 1901: 46-47).

Podemos vislumbrar aquí, fenoménicamente, en el ol­


vido de un nombre propio, de qué modo el otro participa
en la estructura, de qué manera la represión que opera
en uno, desencadena la represión en el otro; y cabe repa­
rar en qué términos lo señala Freud: “Estos muchachos
advirtieron que para esta muchacha, en ese momento,
era preciso que ese nombre no emergiera”.

Ya señalé que para nosotros tiene importancia esta re­


ferencia al prójimo en la conducción de la cura. Recuerdo
una breve cita del seminario Aun de Lacan. Dice a co­
mienzos del apartado 1:

Esto que para ustedes hoy yo escribiré con agrado de


odioamoramiento [l’hainam oration\ es el relieve que ha
sa bido introducir el p sicoan álisis para situar ahí la zona
de su experiencia (Lacan, 1975: 84). [El destacado es mío].

De modo que, para Lacan, la zona de la experiencia del


análisis se sitúa en el campo de l’hainamoration. Propues­
ta sorprendente, pero lo es aún más el hecho de que desde
nosotros, los que nos reconocemos deudores de su ense­
ñanza, no haya surgido una pregunta tan simple como és­
ta: si Lacan acentúa, por lo menos en un comienzo, la re­
ferencia al deseo; si además sugirió durante tanto tiempo

77
que dejáramos de lado los afectos -e l odio, el amor, todo lo
que el posfreudismo fatigó hasta el exceso-; si en los últi­
mos tiempos subraya la referencia a los goces, ¿cómo pue­
de ser que el psicoanálisis sitúe en el eje de su experiencia
ese neologismo, Vhainamoration? Parece una contradic­
ción en el centro de la teoría, cuyo articulador principal
tendría que ser o bien la dialéctica del deseo, o bien algo
que tuviera que ver con la distribución de los goces.
Llegados a este punto, les propongo un esquema que,
como cualquier otro, va a ser insuficiente -lo reconozco-,
para hacer a grandes rasgos una historia del psicoanáli­
sis, a través de sus pensadores más importantes.

• Freud, creador de la disciplina, plantea un psicoanáli­


sis centrado en el deseo, tal como lo dice a partir del
análisis de los sueños: un sueño es una realización de
deseo.
• Melanie Klein, otra de las grandes psicoanalistas (tal
como lo reconoce el mismo Lacan, con su modestia ha­
bitual: “Hubo tres grandes psicoanalistas en la histo­
ria del psicoanálisis: Freud, Melanie Klein y yo”), si­
túa el eje de la disciplina en las peripecias del amor y
el odio y los circuitos pulsionales.
• En Lacan corresponde considerar distintas etapas.
Cuando su propuesta es la de un retorno a Freud, la
bandera que levanta es la de la subversión del sujeto
y la dialéctica del deseo. Pero cuando avanza, a partir
de Encoré, con la distinción de los goces, va a acentuar
el registro de lo Real - y nosotros podríamos decir, lo
real del goce-. Paradójicamente, en ese mismo m o­
mento introduce una enorme modificación en la trans­
ferencia, proponiendo Vhainamoration como su eje.

Creo que este ordenamiento de los conceptos no es ca­


sual. Entiendo que la propuesta de Lacan, en los últimos
años, apunta a la relación que el sujeto mantiene con los

78
goces; pero en la medida misma en que el análisis consi­
gue introducir modificaciones, gracias a una abstención
del ejercicio del goce, se abre la perspectiva de los afec­
tos. Lo que se manifiesta como abstinencia en la eficacia
de los goces, se incentiva en el campo de los afectos. Más
aún, no sólo corresponde situar el goce en lo real, sino
también a los afectos.
Hace unos años trabajamos este tema, cuando diferen­
ciamos “Affekt” de “ Gefülh” - “afecto” y “sentimiento”- , pro­
pusimos entonces el “sentimiento” como la dimensión ima­
ginaria del “afecto”, en tanto éste afecta lo real.
Para nosotros, como hoy podemos pensarlo -e s una de
las tantas maneras de decirlo- el campo de nuestra expe­
riencia es el del deseo enlazado al amor y al goce. Y este
concepto lacaniano de l’hainamoration nos habla del valor
del amor y el odio para el buen enlace. De un modo más
contundente: sin amor bien enlazado, no hay corte con el
goce parasitario. En francés, siguiendo también subraya­
dos de Lacan, diría que la buena épissure (el buen empal­
me) es condición para lograr la coupure (el corte).
Luego de lo expuesto, me anima la esperanza -L acan
aseguraba que la esperanza era el mejor camino al suici­
dio...- de haber conseguido entusiasmarlos con lo que les
voy a proponer. Tengo presente que los que estamos en
esta parroquia sufrimos de prejuicios al revés. Ustedes
pensarán: ¿con qué se vendrá que trae tantos reparos?
No podemos hacernos los distraídos -p o r lo menos no
es ésa mi opción- ante conceptos como el de “prójimo”,
para nada inocente. El propio Lacan eligió en vida, como
tapa para su seminario Aun, la estatua de Santa Teresa
de Bernini, figura prominente en la mística cristiana,
más específicamente, en la católica.
Hay un texto de Catherine Millot en el cual se refiere
a los goces místicos (Millot, 1986: 59). En Santa Teresa,
se pueden registrar dos formas; hay otras, como la de An­
gelus Silesius, perversa, o la de Meister Eckhart, a si-

79
tuar en la perspectiva de una mística de la negación. En
Santa Teresa, según Catherine Millot - y me parece que
es sostenible como hipótesis-, esas dos formas son, por
una parte, el goce fálico y, por otra, un goce “extra”, pro­
pio de la mujer. Desde el goce fálico el alma persigue a su
amado y nunca logra alcanzarlo; encontramos allí esa in­
finitud, esa insatisfacción que es un tiempo de “Las mo­
radas”. En cuanto al otro goce, el que figura en la imagen
que Lacan elige como portada del Seminario 20, indican­
do por esa vía un avance en su trabajo teórico, se trata
de un goce suplementario, que excede la dimensión de lo
fálico.
El recorrido que estamos haciendo no se identifica con
una alternativa entre uno y otro, sino que implica algo
más. ¿Dónde puedo registrar ese otro goce? La respuesta
va a ser, al mismo tiempo, un enigma. Lacanianos rigu­
rosos suelen decir “La mujer es el síntoma”, y otros, no
menos estudiosos, “La mujer es el sinthóme”. Unos y
otros se refieren a distintos lugares en la teoría, donde
aparecen esas afirmaciones. Los primeros se remitirán al
seminario R.S.I., en tanto los segundos citarán Le Sint-
hóme. En este último caso, tenemos dos posibilidades, ya
sea que abordemos la cuestión exclusivamente desde una
perspectiva fúlica o bien que consideremos en ella algún
otro aspecto. Y es en relación con esto último, que no se
reduce al goce extra de la mujer, aunque se le aproxima,
que tenemos la intención de avanzar.

80
5. POR EL AM OR DE DIOS

Cuando Lacan recurre a términos tales como “el Nom ­


bre del Padre” o habla de “prójimo”, no está haciendo
apelaciones disparatadas o dispersas; sabe bien -tanto
más cuanto que tenía un hermano obispo- que somos su­
jetos de una tradición judeocristiana marcada por aquel
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Con total perti­
nencia, según es su costumbre, en el seminario sobre la
ética llega a decir que en ese mandamiento, en esa sola
frase, se resumen la moral y la ética cristianas. Encon­
tramos en él la palabra “prójimo” . Lacan la retoma y no
precisamente de un modo tranquilizador. Difícilmente
algún teólogo cristiano aceptaría sin más esta afirmación
que sitúa al prójimo como “ ...la inminencia intolerable
del goce”.
Por nuestra parte, podemos plantear una primera
pregunta: ¿por qué la teología cristiana - y no olviden que
nomos sujetos de esta cultura- ha erigido esa frase como
«1 eje de su ética y su moral? Y agregaríamos otra: ¿será
posible encontrar allí una respuesta al enigma que La-
can nos propone con su definición del prójimo, “inminen­
cia intolerable del goce”?
Una tercera cuestión tiene que ver conmigo -ustedes
conocen ya mi perversión, mi gusto por el suspenso-. Po-

81
drían preguntarse: “Este señor, ¿por qué viene y nos pro­
pone esto de la invocación del otro para hacerlo advenir
a la condición de prójimo?”. En este caso seré yo quien
tendrá que dar una respuesta.
Sabemos que ese mandato, “Amarás a tu prójimo co­
mo a ti mismo”, tenía la virtud de enardecer a nuestro
padre simbólico, Sigmund Freud, quien lo consideraba
contranatura, insostenible para el ser humano: cómo voy
a amar al prójimo según lo propone el cristianismo,
cuando ese prójimo no se caracteriza por ser bueno; muy
por el contrario, me da pisotones, codazos, me incomoda.
Es una fórmula que no parece regulada según los crite­
rios de la justicia.
Por otra parte, si la cuestión del prójimo tiene su his­
toria en el psicoanálisis, sus antecedentes se remontan
más allá del cristianismo. Ya en el Antiguo Testamento
encontramos sentencias al respecto.

• En el Levítico, algunas sentencias aluden al amor al


prójimo:
“No hurtaréis; no mentiréis ni os defraudaréis unos a
otros.”
“No oprimirás a tu prójimo, ni lo despojarás.”
“No odies en tu corazón a tu hermano, pero corrige a tu
prójimo, para que no te cargues con pecado por su causa.”
“No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos
de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo.”

• En los Proverbios encontramos:


“No digas a tu prójimo: «Vete y vuelve, mañana te da­
ré», si tienes algo en tu poder.”

Uno podría preguntarse: ¿Qué novedad aporta, enton­


ces, la ética cristiana? ¿Dónde reside la diferencia? ¿Ya
estaba todo dicho en el Antiguo Testamento? La apari­
ción del cristianismo, ¿sería sólo, como en el caso de los

82
lacanianos respecto del psicoanálisis, la emergencia de
una nueva escuela, o realmente implica una revolución
en la historia de nuestra cultura? Si la alternativa fuera
ésta, ella nos concierne muy de cerca como sujetos -algo
que podemos intuir por el tiempo de su duración, nada
menos que dos mil años-.
¿Qué sería lo específico del cristianismo?
Para abordar esta cuestión, contamos con un libro que
se titula, en sueco, Eros Og Agape. El título es casi trans­
parente para los lectores de lengua hispana, Eros y Agape ;
su autor, de una lucidez increíble, es Anders Nygren. El
texto fue publicado en Lund, Suecia, en 1930. La traduc­
ción al castellano está fechada en Barcelona, 1969, y reco­
miendo con fervor su lectura, porque resulta estimulante
la honestidad con que Nygren elabora y formula cada pre­
gunta. Es uno de esos autores cuya amistad hubiese apre­
ciado, más allá del grado de coincidencia con sus ideas -e n
este caso, se trata de un hombre religioso, piadoso y, en lo
que me concierne, no es la perspectiva que comparto.
Este libro sugiere, desde el título, que vamos a inte­
rrogar algo crucial para nosotros, psicoanalistas ubica­
dos en la perspectiva lacaniana, como es el contrapunto,
sin negociación posible, entre dos formas de amor: aquel
sobre el que discurriera Lacan en su seminario sobre la
transferencia, cuyo referente esencial es el “eros” plató­
nico, y el amor cristiano, el “agape”.
Más de una vez subrayé que era discernible en el tex­
to freudiano algo que di en llamar su socratismo, situado
básicamente en el espíritu de la tesis que Diotima, la sa­
cerdotisa, le enseñara a Sócrates acerca del amor. Plan­
teada en una anfibología donde amor y deseo por momen­
tos coinciden, no se distinguen, importa la lógica en la
que dicha tesis se sostiene: el sujeto desea aquello de lo
que carece. Queda situado así el valor propiciatorio de la
falta. Sólo en función de lo que me falta, me instituyo co­
mo sujeto del deseo.

83
Calificar de platónica una forma de amor no implica
negarle su dimensión carnal; el amor platónico no recla­
ma la exclusión absoluta de la carne en todo su recorri­
do, sino exclusivamente en el final, y ésta es la diferen­
cia más importante respecto del amor cristiano.
La falta que está en ju ego en el eros, desde la perspec­
tiva psicoanalítica y sin entrar por el momento en la an­
fibología entre amor y deseo, no es autogestante. La fal­
ta se inaugura porque hay una ley que prohíbe un goce.
El amor al prójimo -e n la perspectiva cristiana, no así en
la ju d a ica - tiene la estructura del agape.
En la tradición judeocristiana, cada año se consagra
una semana a la festividad del Svcoth (“Las Cabañas”,
en castellano). Durante esas fiestas se construyen unas
casitas muy pequeñas, que suelen ser muy gratas para
los niños, adornadas por madres o abuelas con serpenti­
nas o con guirnaldas, y cuyo techo tiene que estar leve­
mente cerrado y poseer suficientes aberturas para que se
vean las estrellas. Es una manera de hacerle presente al
creyente que por más bienes que tenga en la tierra, siem­
pre estará desprotegido ante el poder de Dios. Esas fies­
tas incluyen también una ceremonia durante la cual se
establece que hay cuatro tipos de judíos: aquellos que ha­
cen las obras buenas y leen la ley -e n hebreo se dice que
cumplen los Mitzvoth y leen la Toráh—; aquellos que ha­
cen obras buenas, cumplen los Mitzvoth, pero no leen la
Toráh; aquellos que leen la Toráh, pero no hacen obras
buenas, y por último, los judíos que ni hacen obras bue­
nas ni leen la Toráh. Ese rito afirma que todos son judíos,
pero postula un límite: se trata sólo de judíos.
En cambio, el mandato cristiano dice “Amarás al prói
jim o como a ti mismo”, y eso incluye a justos e injusto^
a tus amigos y a tus enemigos... ¡Al pueblo enemigo! Es
enorme la magnitud de esta propuesta. Recuerden que a
Freud lo enardecía porque, como ya hemos subrayado, la
consideraba absolutamente contranatura.

84
Interrogar esa otra forma de amor que es el agape, im­
plica hacem os cargo de una pregunta: ¿nos concierne en
algo?, ¿podría modificar en algo nuestra perspectiva del
sujeto y hasta nuestra focalización de los recorridos conve­
nientes en una cura? Vayamos al texto de Nygren y a las
citas del Nuevo Testamento en las cuales se basa. Nuestro
autor advierte que no va a exponer desde una perspectiva
filosófica, sino religiosa. Allí donde el filósofo apela a la de­
mostración, él se situará en el campo de la revelación.
Desde mi lectura, esto implica no discutir el valor de lo
que está en el Evangelio, sino avanzar en su interpreta­
ción. Comparemos esta propuesta con un trabajo de índo­
le totalmente distinta, como es La teoría pura del Derecho
de Kelsen. Cuando este autor establece su tesis mayor al
respecto, afirma que el valor de la ley, de no arraigarse en
una decisión divina o bien en una decisión natural - “...
porque es acorde a la naturaleza del hombre”- , se acuer­
da como valor cultural, valor decidido por decreto. La úni­
ca posibilidad de establecer si una ley es buena o es mala
supone considerar su grado de acuerdo con la “magna ley”
-por ejemplo, la constitución en nuestro p a ís- o el conjun­
to de leyes que una comunidad acepta como referente ma­
yor para ser regida. No se discute el valor último de la ley,
sino el acuerdo de las leyes con la “primera ley” que surge
de una decisión tomada a partir de un pacto.
Queda claro entonces que Nygren sólo alude al pacto
con Dios, acepta la palabra divina, ese gran Otro Divino
que inspiró a los apóstoles; lo único que se propone hacer
es interpretarla.
Según su tesis mayor, la historia del cristianismo no
es lineal; muchas veces se ha obturado por la inmixión
del eros platónico en ese concepto nuevo del amor que es
el agape cristiano. Inmixión especialmente evidente en
la mística católica. Si nos remitimos al Nuevo Testamen­
to, veremos allí un concepto del amor al que no estamos
acostumbrados. Lo hemos escuchado desde niños, habita

85
en nosotros al modo del lema “Las Malvinas son argenti­
nas”, es insoslayable, pero difícilmente hayamos reflexio­
nado acerca de él. Comencemos por el Evangelio según
San Lucas.

E l g ra n m a n d a m ien to
Se levantó un legista, y dijo para ponerle a prueba:
“Maestro ¿qué he de hacer para tener en herencia la vi­
da eterna?”.
Él le dijo: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?”.
Respondió: “Amarás al señor tu Dios con todo tu cora­
zón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y toda tu
mente; y a tu prójimo como a ti mismo”.
Díjole entonces: “Bien has respondido. Haz eso y vivi­
rás”.

Hay aquí dos afirmaciones de peso, según las cuales la


ley aparece enunciada en dos mandamientos: “amarás a
Dios” y “amarás al prójimo como a ti mismo”.
Una consideración de importancia al respecto consis­
te en subrayar que “amarás al prójimo como a ti mismo”
no quiere decir “amarás al prójimo como a tu Yo” . “Ti
mismo” no se iguala al “Yo”, no se trata de autovaloración
yoica. Planteo entonces una nueva pregunta: ¿qué es es­
te ti mismo? ¿qué es esta mismidad que no igualamos a
la instancia yoica? Como una vez me dijo un joven inteli­
gente: de las religiones, si uno las interroga, se puede
aprender mucho...
En el Evangelio según San Mateo leemos:

Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a


tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos
[comienza aquí la diferencia con la tradición judía; re­
cuerdo al respecto esta frase: “No te vengarás ni guarda­
rás rencor contra los hijos de tu pueblo”] y rogad por los
que os persigan para que seáis hijos de vuestro Padre
Celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y
llover sobre justos e injustos.

86
Viraje esencial, el mandamiento ya no es “amarás sólo
a los de tu pueblo”, sino que incluye a los del otro pueblo,
a los enemigos. Cuesta captar la magnitud de este cambio.
Quien lo subrayó, quien lo sostuvo con toda energía fue
Pablo, el artífice de los que serían los pilares de la ética y
la moral cristianas. En su Epístola a los Gálatas escribe:

Pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo precep­


to: amarás a tu prójimo como a ti mismo.

Esta manera de extremar el mandamiento no podía


sino indignar a los judíos piadosos de entonces, como lo
fueron también Jesucristo y Pablo, fariseos formados se­
gún los preceptos de la tradición judía. Era inevitable tal
reacción, puesto que la ética judaica se funda en la ley, en
tanto San Pablo proclama que no tiene importancia ser
circunciso o no, de modo que la relación con la ley no que­
da definida allí. Más aún, si es la ley la que nos hace pe­
cadores, su formulación sucinta, “Amarás al prójimo co­
mo a ti m ismo”, deviene propuesta revulsiva. Para los fa­
riseos, judíos piadosos, constituía un atentado a los pila­
res mismos de la sociedad ver a Jesucristo sentado con
pecadores, con ladrones, con prostitutas.
Algo parecido, aunque desde otra perspectiva, le ocurrió
a Sócrates; sus conciudadanos le dijeron: “Tienes que to­
mar la cicuta porque tú alteras los valores de nuestra ju ­
ventud al interrogar nuestras tradiciones”; ésa fue la acu­
sación principal, tal como se lee en la Apología de Sócrates.

Propongo el ejercicio de restituir a estas frases, que


tienen fuerza propia, al contexto donde se gestó este mo­
do de lazo social. Tal vez podamos intuir algo de lo que
allí pasaba. Dice Nygren, citando a San Pablo:

Los judíos exigen milagros, y los griegos buscan la sabi­


duría. Pero nosotros anunciamos a Cristo en la Cruz: un

87
escándalo para los judíos y una locura para los paganos.
[...] El que la Cruz de Cristo tenga tanta importancia pa­
ra San Pablo es debido a que, según él, la Cruz es preci­
samente el signo de esa nueva comunión con Dios que es
el cristianismo, así como la Ley era el signo de la comu­
nión con Dios antes de la venida de Jesucristo (Nygren,
1969: 110).

No se trata tan sólo de lo que Cristo representa en tér­


minos de amor al prójimo, sino específicamente de la
Cruz: es el Cristo de la pasión, del sacrificio. Para San
Pablo, el agape, el amor cristiano, y “la trilogía de la
Cruz”, son una sola cosa. Es fácil entenderlo: ese “ama a
tu prójimo como a ti mismo”, hasta darle la propia vida,
da cuenta de un amor inmotivado.
Dice San Pablo en la Epístola a los Romanos (Rom 5,
6- 10):

Vemos que Cristo murió por nosotros, los descreídos,


cuando todavía éramos débiles. En verdad, nadie morirá
por amor de un justo; apenas si alguien se sacrifica por
amor del bien. Pero Dios nos ha demostrado su ágape
haciendo que Cristo muriese por nosotros cuando no éra­
mos sino unos pecadores... (ídem: 111).

Así, el mandato mayor del cristianismo extrema la


fórmula de un amor inmotivado: Dios envía a su hijo, que
también es Dios, a morir por quienes no lo merecen:

[...] el amor divino, no sólo como una idea del amor, sino
como la más poderosa de las realidades, como un amor
que se sacrifica a sí mismo, el amor que se entrega a los
más perdidos y a los que han caído más bajo.
[...] Es el camino de la ofrenda religiosa; ante Dios, sólo
conviene al hombre una cosa: la humildad (ídem, págs.
114 y 115).

Un considerable número de parábolas da cuenta de la


indignación que despertaba el mandamiento único de un

88
amor indiscriminado. Contaré a mi modo una de ellas, co­
nocida como “La parábola de la vendimia”:

El dueño de una vendimia, un hombre muy rico y bonda­


doso, contrata algunos jornaleros por la mañana para
que vayan a trabajar sus campos. Al mediodía observa a
otros hombres descansando en sus campos y les pregun­
ta: “¿Qué les pasa?”. Ellos le responden que no hubo na­
die que los contratara. El hombre les dice: “Yo los contra­
to, vayan ustedes al campo”. Se acerca más tarde a su
campo y ve que hay otros hombres todavía y les pregun­
ta: “¿Qué les pasa?”. Los hombres le responden del mis­
mo modo: “Nadie nos contrató”. (No hacían demasiado
esfuerzo para lograrlo.) El hombre les dice: “Si quieren
trabajar, yo los contrato”. Esta situación se repite con
otros grupos, hasta una hora antes de la caída del sol,
momento en que termina el día de trabajo.
Al final de la jomada, cuando llegan los jornaleros a co­
brar, el dueño de la vendimia dice: “Los últimos serán
los primeros; que pasen ellos a cobrar”, y les paga un di­
ñar, que era la moneda de aquel tiempo. Luego pasan los
que estaban antes, y les paga también un diñar; así,
hasta que llegan los primeros con quienes había conve­
nido que por ese trabajo les pagaría un diñar. Irritados,
protestan: “¡Cómo puede ser que a nosotros, que traba­
jamos todo el día, nos pagues lo mismo que a estos otros
que han trabajado apenas unas horas o tan sólo una ho­
ra!”. El hombre rico les responde: ‘Yo con ustedes cum­
plo; tengo derecho a hacer con lo mío lo que quiero y lo
que quiero es pagarles a todos del mismo modo”.

Si nos identificamos con el jornalero que trabajó des­


de la mañana, nos resulta absolutamente injusto que re­
ciba igual paga que los otros. Y es efectivamente injusto,
porque responde a esta máxima del amor cristiano que
no se regula según la justicia. Excede la dimensión de la
justicia y nos produce rechazo.
Otra parábola, más conocida, es la del “hijo pródigo”.
Cuenta la historia de un padre que tiene dos hijos. El

89
menor le pide que reparta la fortuna y le dé la parte que
le corresponde. Con ese dinero se va a otra comarca y lo
gasta en prostitutas, se convierte en libertino, hace ma­
los negocios, queda en la absoluta miseria. Trabaja luego
como jornalero; come menos que los puercos, hasta que
decide retom ar a su casa y pedirle perdón al padre por lo
que hizo. Piensa rogarle, además, que lo contrate como
jornalero -p o r lo menos, los que trabajan en el campo de
su padre tienen para com er-. Cuando se acerca a la ca­
sa, el padre, que lo ha visto desde lejos, se emociona y or­
dena que le traigan su m ejor atuendo, que sacrifiquen un
novillo y le organiza una fiesta. Lo recibe con un abrazo
y lo reconoce nuevamente en el lugar de hijo. El hijo le
pide perdón y formula su demanda de trabajo. El padre
le responde: “Te perdono y tú eres mi hijo”.
El hermano mayor, muy irritado, le dice al padre: “Es­
to no es justo; mientras que yo estuve siempre contigo,
mi hermano dilapidó la fortuna, vivió fuera de la ley y
ahora lo recibes con una fiesta”, a lo que el padre respon­
de: “Tú siempre estuviste conmigo y seguirás estando
conmigo, pero tu hermano estaba muerto, ahora retorna
a la vida y por eso debo hacer una fiesta”.
Desde el punto de vista de la piedad, el gesto del pa­
dre nos conmueve, pero desde la perspectiva del hijo ma­
yor sentimos que algo no “cierra”, que éste tiene razón, el
hermano menor transgredió todos los preceptos y la re­
cepción que le es ofrecida nos produce rechazo.
El relato de esta parábola pone en evidencia un aten­
tado a la ley judaica, que explica por qué Cristo fue con­
denado a la cruz. Ésa es la verdadera razón, y no la de
haberse anunciado como Mesías, cosa que nunca hizo. Se
trata de un atentado que desquicia el valor de la ley, los
pilares éticos de la sociedad, mediante intervenciones
que parecen ser una invitación a la vagancia o al pecado
- “Los últimos serán los primeros”, para no citar sino
una-.

90
¿Cristo estaba completamente equivocado, o en todo
esto hay algo nuevo, difícil de aprehender? Para discul­
par semejante duda y seguir adelante con nuestra pre­
gunta, digamos que en la misma tradición cristiana esta
novedad tiende a quedar velada. Son muchos los grandes
pensadores que alinean en una misma perspectiva las
reflexiones de San Pablo, Dante, Pascal. Sin embargo, en
Dante puede observarse una tendencia a conjugar el eros
platónico, mientras que en San Pablo es tajante la rei­
vindicación del amor cristiano, el agape, totalmente dis­
tinto del eros helénico, diferencia en la que insiste Ny-
gren, como tesis de base.
De hecho, no cabe duda de que eros y agape pertenecie­
ron a mundos espirituales originariamente disyuntos. En­
tre ambos se abre un abismo en principio infranqueable.
No representan los mismos valores, y por consiguiente no
pueden sustituirse uno al otro en ningún caso (ídem: 23).
Vemos que la tesis de nuestro autor es fuerte y au­
menta el valor del enigma: ¿a qué lógica responde esta
nueva forma del amor?
Nygren plantea cuestiones de método y son precisa­
mente estos pasajes los que nos deparan una lectura gra­
ta, por la apertura de su pensamiento y la rigurosidad de
su exposición. Advierte que no se trata de hacer una fe­
nomenología de las religiones ni de buscar coincidencias
descriptivas entre ellas, indicando, por ejemplo, cómo la
palabra “prójimo” - o la máxima “Amarás a tu prójimo co­
mo a ti mismo”- se encuentra también en el Antiguo Tes­
tamento, porque no tiene el mismo sentido en uno y otro
texto, en una y otra tradición. En efecto, la cultura y el
universo religioso en el que se inscriben son diferentes.
Por el contrario, se trata de descubrir cuáles son los fun­
damentos de una y otra perspectiva.
Tomando distancia de lo que podría considerarse una
posición empirista, Nygren aclara cuáles son los funda­
mentos de la intuición a la que procura responder:

91
La misión del estudio de las religiones no se limita al in­
ventario de las representaciones existentes, de las acti­
tudes, etcétera. Su objeto principal será, por el contra­
rio, destacar lo característico y específico de las mismas.

A partir de los datos de la religión hace una lectura a


la letra de los textos, intentando determinar cuál es el
efecto de sentido localizable. Concluye así que la novedad
aportada por el cristianismo es la de igualar la ley a esos
dos mandamientos, resumidos en una sola frase.
Continúa el autor:

Si se quiere afirmar que el mandamiento del amor es es­


pecíficamente cristiano -lo cual es indudablemente cier­
to-, las causas no habrán de buscarse en el mandamien­
to como tal, sino en el sentido totalmente distinto que le
confirió el cristianismo, puesto que el amor exigido por
aquél significa algo muy distinto que en el caso del ju­
daismo (ídem: 56).

Esto es lo que representa la cruz, símbolo principal de


la nueva doctrina, precisamente porque esos brazos
abiertos indican la universalidad del mandamiento, que
incluye al propio pueblo y al enemigo. Según Nygren, el
amor cristiano implica la universalidad del amor, anula
todos los límites y lo abarca todo.
Afirm ación que tiene consecuencias de peso sobre la
propuesta anterior. En efecto, esta universalidad no só­
lo reclama un aumento cuantitativo del amor, sino que
modifica su calidad, en la medida en que amar aun a los
pecadores, a los enemigos, a quienes están fuera de la
ley, resitúa el valor de la ley. La conjunción de los dos
mandamientos en una sola frase, conduce a Nygren a
anticipar una fórmula que en un primer momento pare­
ce dogmática:

La idea de “ágape” (de amor cristiano, bajo el modo de


“amarás a tu prójimo como a ti mismo”) recibe su carác-

92
ter (“amarás también a tu enemigo”) de la comunión
cristiana con Dios (ídem: 60).

Su condición nos invita a pensar cómo se presenta el


Dios cristiano. Y apunta la cualidad destacable:

La comunión con Dios, a la cual aspira el cristiano, no es


como en la tradición judaica una comunión de derecho,
es una comunión de amor (ídem: 62).

Cristo lo enfatiza: “No he venido para llamar a los ju s­


tos sino a los pecadores”. Nygren señala que Cristo viene
a cumplir una misión que le fuera encomendada y es en
esa medida que la máxima adquiere su cualidad especí­
fica, sosteniéndose en Cristo, pero en el Cristo de la
Cruz. Nos encontramos en este punto con una cuestión
esencial, como es la muerte del hijo.
Me permitiré una disgresión no del todo inoportuna: re­
cuerdo nuestra coincidencia con lo que podríamos designar
el “espíritu freudiano”. En efecto, cuando Freud se pregun­
ta acerca del perfil que podría asumir una universidad que
enseñara psicoanálisis, dice que una de las materias im­
prescindibles tendría que ser Historia de las Religiones.
Textualmente, Nygren afirma:

Dios busca al pecador y quiere acogerle en su comunión.


La comunión con Dios no es una comunión de derecho,
sino una comunión de amor (ídem: 63).

El origen fundante del agape, del amor cristiano, no re­


vela los méritos del hombre sino una cualidad de Dios:
“Dios ama indiscriminadamente”. Habría que decir, con
mayor precisión, “Dios ama inmotivadamente”. Tenemos
así, por un lado, el amor humano, motivado, y por otro el
amor divino, único espontáneo, que no exige nada, ni si­
quiera los actos justos de la criatura, puesto que también
ama a los injustos y a los pecadores. Pero entonces - y

93
aquí el autor se enfrenta con un problema lógico-: ¿podría
llamarse agape al amor de la criatura hacia Dios? No del
todo, responde, porque no es completamente inmotivado
nuestro amor hacia Dios, en la medida en que nosotros
queremos que Él nos ame. Por eso Pablo reserva el térmi­
no “agape” para el amor de Dios hacia nosotros, en tanto
a nuestra relación de amor hacia Dios la llama “pistis”,
que en griego significa fe. Am or de Dios, fe de la criatura.
Este amor divino tiene una cualidad digna de adver­
tir. En efecto, si se fundara en el mérito, supondría una
escala de valores que determinaría qué es lo que merece
ser amado y en qué medida. En cambio, coíno ilustra la
parábola del hijo pródigo, es el amor de Dios por sí mis­
mo el que instituye el valor, es por el amor de Dios que la
criatura vale, no es porque ella vale que Dios la ama; se
trata de un amor “creador” de valor. Cualidad que tam­
bién debió resultar indignante para la tradición judaica,
cuyo/Dios se enardece cuando la criatura se aparta de la
Ley/ y la castiga. También la elige, ya que fue Dios quien
escogió a un pueblo y i " > a otro; y así como hay una prue­
ba de amor que surgió Jde Dios, cualquier inobservancia
provoca su severidad, sus rayos, sus plagas.

A medida que introduzca algunas puntuaciones, vere­


mos más claramente adonde nos conduce y qué implica
para nosotros este desarrollo. No quiero dejar de subrayar
desde ahora, para sostener el entusiasmo de quienes
acompañan este recorrido, algo nuevo que se perfila e in­
siste en los últimos seminarios de Lacan en lo que concier­
ne al Edipo. Algunos de sus discípulos creen que eso signi­
fica tirar por la borda el complejo de Edipo, pero estimo
que no es así. Se trata, en todo caso, de llevar adelante un
cuidadoso trabajo de lectura: la dramática del Edipo no
nos alcanza, pero nos es imprescindible su lógica.
Hay ciertas afirmaciones de Lacan en esa etapa de su
teorización que, a mi entender, esbozan un planteo muy

94
distinto de aquel al que estábamos acostumbrados, tan
distinto que hasta se perfila allí un modo de enlace con
el otro donde “hay relación sexual” -a lgo que ya anuncia­
mos en un trabajo precedente-. Nosotros estamos habi­
tuados a la vulgata según la cual lo Real en Lacan se de­
fine en términos de “No hay relación sexual” , esto es, no
hay proporcionalidad entre el goce de uno y otro sexo. Sin
embargo, Lacan también considera que el encuentro con
el otro permite que haya relación sexual - y entiendo que
esta afirmación tiene que ver con la propuesta que ven­
go desarrollando aquí-.
Prosigamos con nuestra puntuación del texto de Ny-
gren, que nos llevó a una forma del amor que no es la que
nosotros, psicoanalistas, estamos acostumbrados a pen­
sar. Para ello vamos a recorrer un cuadro comparativo
que el autor nos propone entre el amor del agape y el
amor del eros. Intento desplegar una variable del amor
que nos puede servir para interrogar algo aparentemen­
te m uy simple: ¿por qué necesitamos un amigo?
Una de las condiciones constitutivas de la relación de
amistad es la de excluir la obtención de un beneficio en
términos de objeto, cualquiera sea su forma. A diferencia
del amor, donde todavía se podría pensar que está e n ju e ­
go el objeto sexual, la amistad prescinde de él. La senten­
cia según la cual “El hombre es el lobo del hombre” se
opone a estas consideraciones sobre el agape, al mismo
tiempo que recuerda que desde los comienzos de la hu­
manidad fue aceptado que el ser humano no era precisa­
mente un ángel. Allí está el relato de Abel y Caín para
poner en escena esa condición, ya desde los orígenes. Pa­
rece más difícil de admitir, en cambio, que otro hombre le
es siempre necesario al hombre. La amistad sería una de
las formas que reviste esa necesidad.
Es posible formular la idea de otro modo: Freud, a pe­
sar de su aspecto de señor burgués, era bastante subver­
sivo en su pensamiento (como decía Lacan: “Me dicen lo-

95
co, pero el verdadero delirante fue Freud”). Todo su pen­
samiento lo demuestra, desde el descubrimiento de la se­
xualidad infantil, hasta el análisis que asigna al lapsuQ
un valor y un sentido reportables a la verdad del sujeto^
No es este el lugar de enumerar sus descubrimientos, pe­
ro sí de recordar que Freud no pregunta, como alguno^
de quienes fueron sus seguidores, por qué será que tal
mujer o tal hombre buscan una relación fuera de su pa­
reja. A la inversa, él plantea: ¿por qué razón tal mujer o
tal hombre aman solamente a un hombre o a una mujeril
¿En qué consiste eso que llamamos amor?
Cuando recorrimos los Evangelios y nos referimos a
las parábolas, nos encontramos allí con algo que recuer­
da la ley, pero la excede, sin desatar por ello la arbitra*
riedad. Guarda con la ley una relación de sustitución que
imprime eficacias. ¿Qué implica para nosotros -lo digo
para estimularlos, para que soporten lo que supone
avanzar en esta perspectiva- ese mandamiento que re­
sume toda ley, según el cual amarás no sólo a los amigoSj
a tus semejantes, sino también a los enemigos? (Dicho*
con otras palabras: un amor dirigido al otro absoluta^
mente otro.) En nuestra terminología: se trata de amar
al “otro” radicalmente “otro”, que guarda la opacidad de
sus designios; si al semejante puedo suponerle una in­
tención, hay en el otro una opacidad que no alcanzo. Eso
es precisamente lo que afirma la frase de Lacan: “El pró­
jim o es la inminencia intolerable del goce”.
Nygren explica: “Cuando se revelan el amor y la bon­
dad espontáneos, el orden del derecho queda anticuado^*
(Nygren, 1969: 83). Evoca entonces la parábola del hijo
pródigo, que “atestigua el amor espontáneo e inmotivado
de Dios”. Y por si alguien quisiera poner en duda esta
cualidad del amor divino que la parábola subraya, apare­
ce en segundo plano “el hijo mayor, como representante
del orden de derecho” (ibídem).
Nygren destaca como rasgos característicos del agape

96
cristiano, del amor divino, su carácter ilimitado y su in-
condicionalidad -q u e podemos considerar, en este con­
texto, como sinónimo de inm otivado-. Esa fiesta que el
padre le hace al hijo pródigo no tiene razón de ser si qui­
siera fundarse en los méritos de aquél. “Quien ha recibi­
do gratuitamente el amor de Dios, está llamado a com ­
partirlo gratuitamente con su prójimo” (ídem: 84).
En cuanto al eros que estamos interrogando y cuestio­
nando como única forma de amor, es el que permite que
el deseo avance desde la demanda incondicional del Otro
a la condición absoluta del objeto del deseo. El objeto cau­
sa del deseo tiene sus condiciones, que implican lo singu­
lar o, como plantea Hegel, la conjunción de la ley univer­
sal con lo particular. En el deseo retorna la especificidad
de lo que en el ser humano como viviente está perdido, la
univocidad del objeto de la satisfacción para el instinto.
Términos simples: cuando un niño formula su demanda
de amor bajo el modo de “Mamá, traeme un té”, sabemos
que no se trata de un té,que éste no es más que la excu­
sa para la presencia de la madre, prueba de su amor. En
cambio, en la dimensión del deseo, el objeto causa del de­
seo reintroduce la singularidad de sus atributos.
El amor del eros se funda en la justicia; reconoce que
es conveniente para el ser humano avanzar de lo peor a
lo mejor; propone una escala de valores, según la cual
“debes dar cada vez un pasito más que te acerque a la
bondad extrema, a la belleza extrema”. Muy diferente
del mandamiento cristiano, que supone amar a la peor
de las prostitutas, al peor de los bandidos -algo incom­
prensible desde la otra perspectiva-.
Para nosotros, todo esto quiere decir que aquello a lo
que apuntamos en ese encuentro con el prójimo, allí don­
de nos resulta necesario, no es definible en términos de
bienes, no se trata de objetos sino de algo más radical. En
efecto, ¿qué comparación puede establecerse entre la
acumulación de bienes y la salvación de mi existencia?

97
Pero, a diferencia de la ética cristiana, entendemos que
no se trata de justificar esa existencia en otro mundo, si­
no en nuestra vida cotidiana. Por eso es que a veces,
cuando encontramos un teólogo - o alguien capaz de una
aguda reflexión religiosa-, nos resulta mucho más fácil
conversar con él que con un yuppie, aunque sea irreme-*
diable la distancia que nos separe cuando nos despida^
mos. Esto es así porque el religioso advierte la diferencia
entre el cúmulo de los objetos de deseo y lo que atañe al
fundamento de su existencia.
A propósito de lo señalado, me contaba un amigo so­
bre la visita que hizo a unos familiares a quienes no veía
casi desde su nacimiento, y que viven actualmente en la
judería religiosa de Nueva York. Se encontró con una tía,
que sólo por el amor de tía lo recibió, ya que para ella él
era un hereje irremediable, condenado al peor de los in­
fiernos. Aprovechando la confianza, él le preguntó: “¿Por
qué te dedicas a la religión?”. Y la respuesta fue: “Entre
el deporte y la música, preferí la religión”.

Volvamos a la lógica del agape cristiano. Hay en ella


dos mandatos que van juntos: uno, el del amor de Dios,
con una cualidad que lo diferencia del amor platónicos
que apunta a Dios. Digo amor de Dios exprofeso, ya que
no se sabe si ese amor “de Dios” empieza en la criatura o
en el Creador. El agape cristiano se diferencia en este as­
pecto tanto del eros platónico como de las vertientes ca­
tólicas que se inscriben en la tradición griega, por ejem*
pío, la de Santa Teresa de las Moradas, o bien la de los
primeros cristianos. En efecto, se trata de un amor inmo­
tivado del gran Otro al que llamamos Dios, dirigido al su­
jeto. El eros, en cambio, supone un sujeto que busca a
Dios.
La perspectiva del eros es egocéntrica; la del agape,
teocéntrica: tiene su origen en Dios, es don de Dios, es su
amor inmotivado. No hay criatura que lo merezca; Él

98
crea la condición del amor al prójimo, al hacer de la cria­
tura un ser amado.
Escribe Nygren:

El carácter incondicional del amor recibido hace tam­


bién incondicional la obligación de la entrega [...] El
amor a Dios no es amor concupiscentiae ni amor am icitise
-para emplear la habitual distinción escolástica-, no es
“amor-deseo” ni “amor-amistad”, pues tanto el uno como
el otro se orientan al hombre mismo (ídem: 85).

Nosotros diríamos que en este amor cristiano del ága­


pe, algo del encuentro con el prójimo excede el encuentro
con el objeto.
Algunos resuelven esta cuestión mediante una coarta­
da, una salida colateral: si el ser humano es detestable,
¿cómo puede ser que Dios imparta un mandato tan ab­
surdo? Y concluyen: en verdad, lo que está ordenando es
amar aquello que el prójimo tiene de divino, esos restos
del Creador que nos habitan. Sin embargo, Nygren refu­
ta esta interpretación e insiste en que se trata del amor
al prójimo, tal como se presenta en su situación y natu­
raleza, y no a la supuesta imagen ideal que en él se en­
cam aría, no a Dios en el prójimo. Este amor no apunta
ni al ideal ni al objeto.
Asimismo, Nygren no teme encontrarse con nuestro
amigo Nietzsche, a quien cita en el hilo de sus reflexiones:

Amar a los hombres por amor de Dios -tal fue hasta aho­
ra el sentimiento más noble y remoto alcanzable entre
humanos-. Que el amor hacia los hombres, de no existir
algún trasfondo de santificación, es una estupidez y una
bestialidad más, que la tendencia hacia ese amor huma­
nitario necesita recibir de una tendencia superior su me­
dida, su calidad, su grano de sal y su toque de ámbar...
¡quien quiera que fuese la persona que comprendió y
“experimentó” esto por primera vez, por mucho que tro­
pezase su lengua al tratar de expresar una cosa tan de­

99
licada, sea por siempre santa y digna de veneración pa­
ra nosotros, como el ser humano que hasta ahora ha vo­
lado más alto y ha sufrido el más hermoso error! (ídem:
92).

Nygren subraya en este párrafo de Nietzsche, por un


lado, un gran mérito, como es el de haber indicado una
parte de la verdad, a saber, el grano de divinidad supues­
to en el amor al prójimo. Y por otro su gran error, que re­
side allí mismo. En efecto, no es ese grano de divinidad
el fundamento del amor al prójimo que promueve el cris­
tianismo. Nygren considera haber ido más lejos que
Nietzsche cuando afirma que “para Jesús, en cambio, es
cosa establecida que el amor de Dios es inmotivado y es­
pontáneo. Y por eso da por sentado que el amor al próji­
mo también ha de serlo” (ídem: 92-93). No es el grano de
divinidad presente en él lo que suscita nuestro amor.
Nygren se pregunta qué hacer con el amor a sí mismo,
¿forma parte de este mandato? Hay algunos autores que
lo incluyen, tomando a la letra su enunciado. No es el pa­
recer de nuestro autor, para quien

El amor a sí mismo es el estado natural del hombre y al


mismo tiempo la causa de la perversión de su voluntad.
Cada cual sabe cómo, por naturaleza, se ama a sí mismo.
De la misma forma, dice el mandamiento del amor, de­
bes amar a tu prójimo. Dando al amor esa nueva direc­
ción, apartándolo del propio yo y orientándolo hacia el
prójimo, se supera al mismo tiempo la perversión natu­
ral de la voluntad (ídem: 94).

Así, amar al prójimo no es un retorno, ni una prolon­


gación del amor al Yo; requiere, por el contrario, apartar­
se de la perspectiva narcisista. La suspensión del amor
al Yo es otra de las condiciones del amor cristiano. San
Bernardo, citado por un autor que agradaba a Lacan,
Etienne Gilson, en su texto El espíritu de la filosofía me­
dieval, lo resuelve de este modo:

100
Decir que si el hombre se ama necesariamente a sí mis­
mo, no puede amar a Dios con amor desinteresado, es ol­
vidar que amar a Dios con desinteresado amor es para el
hombre la verdadera manera de amarse a sí mismo. To­
do el amor propio que guarde lo hace diferente de ese
amor de Dios que es Dios; todo el amor por sí mismo que
de suyo abandone, lo hace, por lo contrario, semejante a
Dios. Y por ahí se hace semejante a sí mismo (Gilson,
1981: 276).

En su pureza, esta lógica nos dice que sólo abando­


nando el amor de sí, el sujeto puede encontrarse consigo
mismo.
Concluye Nygren: “el amor al prójimo, por su misma
naturaleza, es ya fundamentalmente amor al enemigo”,
es decir, a lo radicalmente otro. Nuestro autor se pregun­
ta entonces si acaso se puede llamar agape tanto el amor
de Dios a la criatura como el de la criatura a Dios. Y pro­
pone la siguiente distinción entre uno y otro:

Si agape es el amor tan absolutamente espontáneo y to­


talmente inmotivado que pone de manifiesto la Cruz de
Jesús, entonces el concepto de agape ya no puede aplicar­
se a la relación del hombre con Dios. En su relación con
Dios, el hombre nunca es espontáneo, puesto que no
constituye una entidad autónoma. Su entrega a Dios
nunca es más que una respuesta. Por grande que aquella
sea, sólo es un reflejo de su amor motivado por él, y por
consiguiente no es ni espontáneo ni creador; le faltan to­
dos los signos característicos del agape. La entrega del
hombre a Dios, por esto, ha de recibir otro nombre, no es
el de agape, sino el de p istis [fe] (Nygren, 1969: 119).

De modo que el hombre responde con la fe al amor de


Dios. Una y otro no son idénticos, en la medida en que só­
lo el amor divino es inmotivado. Desde esta perspectiva,
la fórmula del amor al prójimo sería: “Ahora ya no vivo,
sino que Cristo vive en m í”. En virtud de esta comunión,
“Cristo es el verdadero sujeto en la vida de los cristia-

101
nos”. Si Cristo es el sujeto, “el agape es un juicio contra
el propio yo y la vida centrada en los intereses del mis­
mo” (ídem: 122-124).

Abordaremos ahora la comparación de la visión Cristi­


na ya expuesta con El Banquete, en la medida en que es­
tá presente allí un planteo cercano a nuestros recorridos
habituales, situado por Freud en términos de eros. Re­
cordemos que en la tradición griega, eros se funda en un
mito, el de Zagreo, que es también el de Dioniso. Tiene
sus antecedentes en el orñsmo, punto de partida del de­
sarrollo de Platón en El Banquete.
Nygren lo presenta así:

[...] el mito de Zagreo ocupa un lugar central en los mis­


terios órficos. Según este mito, Zeus había decidido
transmitir todo su poder sobre la tierra a Zagreo [Dioni­
so] su hijo. Pero cuando éste todavía era niño, los Tita­
nes consiguieron apoderarse de él, le dieron muerte y lo
devoraron. Zeus los golpeó con su rayo y los destruyó y
con sus cenizas formó a los hombres. Este mito, al refe­
rir la muerte de Zagreo a manos de los Titanes, podría
pasar, en nuestra opinión, como explicación del rito cen­
tral de las orgías dionisíacas, que consistía en la repre­
sentación de un dios encamado en un animal destroza­
do y devorado (ídem: 156).

Y agrega luego:

El hombre está formado [según este mito] de las cenizas


de los Titanes, y es por consiguiente malvado y ateo; pero
existía en esas cenizas un elemento divino que los Titanes
se habían apropiado; luego, hay también un elemento di­
vino en la naturaleza humana” (ídem: 157).

¿Cuál es el objetivo del eros platónico? Diotima, la sa­


cerdotisa que le enseña a Sócrates aquello que él nos brin­
dará luego a través del diálogo, propone una ascesis que

102
no es la cristiana: comienza por el encuentro de un cuerpo
bello, para seguir con la multiplicidad de los cuerpos be­
llos; esto es, no excluye el amor cam al, aunque es apenas
un primer paso. El pasaje opera de un cuerpo bello a mu­
chos, para acceder a la belleza como idea, que nos permi­
te, a su vez, ascender a las formas superiores del espíritu
hasta el encuentro con la Idea, allí donde lo que en noso­
tros pervive de la divinidad se encuentra por fin con ella.
El objetivo es la reunión final del alma y la divinidad, su
fusión. Se trata de la doble naturaleza del hombre, del ori­
gen y la calidad divinos de su alma, así como de su libera­
ción respecto del mundo sensible y su ascensión hacia la
patria divina de la cual es originaria, desarrollo que re­
cuerda ciertas formulaciones de la mística católica.
Hagamos un cuadro comparativo entre el amor según
esta perspectiva helénica y el agape. En el eros, el hom ­
bre está en el centro de las relaciones que lo unen a la di­
vinidad; la distancia que lo separa de ella no es infran­
queable. Las naturalezas humana y divina son semejan­
tes: un ser humano bien puede ser una criatura divina
fortuitamente tentada y distraída por las realidades sen­
sibles que la rodean. Volver a sí mismo, desde esta pers­
pectiva, es volver a Dios; tal es la orientación natural de
la satisfacción y la felicidad del hombre, no hay solución
de continuidad entre lo humano y lo divino. Por grande
que pueda imaginarse la diferencia entre uno y otro or­
den, ella seguirá siendo relativa; siempre queda abierta
la posibilidad, para el ser humano, de elevarse poco a po­
co hasta alcanzar un parecido cada vez más grande con
Dios, acercándose progresivamente a la divinidad.
¿Qué sucede en el agape, el amor cristiano? Responde
a una concepción teocéntrica, por cuanto todo se mueve
en ella alrededor de Dios. Existe una línea absoluta de
demarcación que separa a la criatura de su creador; la
sola idea de llegar hasta la divinidad representa una
marca de orgullo titánico, que lejos de establecer una re-

103
¡ación entre el hombre y Dios constituye, por el contrario*
el mayor sacrilegio. Sólo Dios puede lanzar un puentes
por encima del abismo; ésa es su gracia, el “amor inmoi
tivado”, cuyo beneficio no se funda en mérito de criatura
alguna, y por eso equivale a la Gracia. No hay verdadera
comunión con Dios, fuera del agape que su Voluntad le
concede al hombre.
Se imponen algunas distinciones: desde la perspectiva
platónica, eros corresponde al deseo, la aspiración al reen­
cuentro con el Otro divino, en tanto el agape es entrega de
sí, amor desinteresado. Eros tiende hacia lo elevado; aga­
pe vive de la vida divina y por esta razón se atreve a per­
der su vida. Eros es la vía del hombre hacia Dios; agape
designa, en primer término, el amor de Dios hacia el hoim
bre. Incluso cuando el agape tiene por objeto al hombre*
revela los rasgos del amor divino. Eros implica el esfuerzo
que supone la salvación por obra del hombre; agape es so­
beranamente independiente de su objeto, se dirige tanto a
justos como a pecadores, es amor no motivado. Eros equiij
vale a un amor egocéntrico, una especie de afirmación de
sí en su forma más alta, más noble, elevada y sublime!}
agape ama y crea el valor de su objeto. Cuando Dios nos
ama, en primera instancia ama a pecadores, y la valoran
ción de la que podemos ser objeto obedece a ese amor. Eros
quiere conquistar su vida, una vida divina e inmortal!
agape equivale a sacrificio. Aun cuando tenga por objeto a
Dios, eros revela los rasgos del amor humano. Agape, en
cambio, es la vía de Dios hacia el hombre.
Una vez hechas estas distinciones, sería lícito preguni
tarse qué tiene que ver esta referencia a Dios con noso­
tros, que partimos del aforismo según el cual “el Otro no
existe”, extremado a veces en términos de: no hay goce
del Otro porque no hay Otro.
Hace un tiempo afirmé con ironía que todos nacemos
creyentes; la inexistencia del Otro no está al comienz(|
sino que es el producto de una operación que denominé

104
“exhaustación del Otro”. Avanzar desde esta perspectiva
en la dirección de una cura es, al mismo tiempo, encon­
trarse con “la imposible exhaustación de lo real”, como
afirma Lacan. Hay otro que nos comanda, que no es el
Otro, sino lo real de la pulsión. Advertirán que el recorri­
do que propongo semeja el que nos enseña Lacan, cuan­
do se acerca a Saussure, a Jakobson o a la topología. Re­
conoce entonces que sin Saussure y los conceptos de la
lingüística -e l significante, el significado, el signo-, ja ­
más hubiera podido hacer nada. Pero a poco de andar nos
damos cuenta de que la teorización lacaniana se aparta
de la propuesta de Saussure. Para algunos, esto respon­
de al hecho de que el elogio no era más que una táctica
-pero están equivocados-. Si Lacan puede proponer una
inversión del signo saussuriano -e l significante arriba, el
significado abajo, sin el óvalo que los encierra en una re­
lación biunívoca- es gracias a la formulación de Saussu­
re. Nosotros, por nuestra parte, podremos avanzar en al­
go distinto del sacrificio que pide el agape cristiano pero
no vamos a renegar del valor presente en los textos del
pensador cristiano.

Primera cuestión: para nosotros también serán válidas


las dos sentencias del mandamiento cristiano. El enun­
ciado “Amarás a Dios” tomará la forma de “No desconoce­
rás ese real que te comanda”, ya que éste es de imposible
exhaustación y no admite vacaciones, aunque el neuróti­
co suele creer que sí. En una época, por allí pasaba la pu­
blicidad de una compañía de aviación: “Ahorre su dinero
en análisis, haga un viaje”. Sin embargo, puede ocurrir
que uno esté en la playa descansando, creyendo por un
tiempo que se trata de la felicidad, pero a la noche duer­
me, no puede controlar sus sueños, la pesadilla retoma.
Volveré luego sobre esta cuestión; me voy a ocupar
ahora de la segunda parte de la sentencia, la que involu­
cra al prójimo, al otro invocado como inminencia intole-

105
rabie del goce. Estamos inmersos en una tradición cultui
ral que nos ha transmitido con insistencia, desde que na­
cimos, “Amarás al prójimo como a ti mismo”. Se trata de
un precepto que en el contexto cristiano reclama, llevadd
a su extremo, la abstención de la carne para la salvacióii
del alma. Desde nuestra perspectiva, la carne implica el
registro pulsional, y como tal, es inexorable. Por lo de­
más, nuestra cuestión no es precisamente la salvación
del alma, a la cual consideramos una variante de la afir­
mación yoica. Decimos “no” a la abstención de la carne
para la salvación del alma; decimos “sí” a la canalización,
del goce que justifica la existencia. Paul Valéry, citado en
la Subversión del sujeto y dialéctica del deseo, afirma;
“Estoy en el lugar desde donde se vocifera que «el univer­
so es una falla en la pureza del no ser»”. Y Lacan puntua­
liza; “Y esto no sin razón, pues de conservarse, ese lugar
hace languidecer al ser mismo; se llama goce y es aquel
cuya falta haría vano el universo” (Lacan, 1966: 819).
Desde nuestra perspectiva, que no busca el sentido en
un Otro que lo garantice, ¿dónde se fundaría la razón pa­
ra soportar los dolores de la existencia, la impureza del
ser? Según Lacan, en la obtención de una cuota de goce.
Así, el amor al prójimo designa mi necesidad del prójimo.
Aprendemos muy temprano que el hombre es lobo del
hombre -sabem os que conviene guardar nuestros jugue­
tes cuando viene el am iguito...-; pero difícil es reconocer
-dificultad que nos concierne a todos, pero desgraciada­
mente aún más a algunos intelectuales de izquierda-
cuánto necesitamos al otro. Como señala muy bien Todo-
rov, refiriéndose nada menos que a Georges Bataille y a
Maurice Blanchot, “ellos pueden llegar a reconocer has­
ta el extremo la maldad del ser humano, pero lo que no
pueden admitir es cuánto precisan del otro para soste­
nerse en la vida, sería confesar su dependencia del otro”.
En esa misma perspectiva se alinea Montaigne, para
quien lo más recomendable es retirarse a un castillo y

106
prescindir del otro; sin duda, entendemos que se refiere
a prescindir del otro que aturde. Pero, ¿igualamos el otro
sólo a eso? El ser humano ama al prójimo porque precisa
de él para canalizar el goce que justifique la existencia,
la inminencia del goce y aún más, cuando un análisis lle­
ga a los tramos finales -estoy hablando de la exhausta-
ción del Otro y la imposible exhaustación de lo real-, fun­
da la demanda necesaria del otro. Hasta el rockero de
apariencia más hostil precisa por lo menos de otro como
él con quien compartir esa actitud. Añado en consecuen­
cia: esa imposible exhaustación de lo real, esta necesaria
canalización del goce que justifique la existencia, que
funda la demanda necesaria del otro, tiene un antece­
dente: la demanda incondicional del Otro primordial.
Abro a propósito de ella una pregunta: ¿cuando una
madre quiere un hijo, solamente quiere el falo que el pa­
dre no le dio? ¿El amor se reduce a eso? Vamos a volver
sobre este punto más adelante, a propósito del tema del
amor de madre en Medea, la tragedia de Eurípides.
Estamos interrogando lugares cliché de nuestra teo­
ría. Se trata, cuando hablamos del amor al prójimo, de
algo que escribimos así:

A —-— a

Cabe decir que un análisis consiste en el pasaje que


va de un Otro al otro -e s e otro con m inúscula que es el
objeto a- . No obstante, a mi entender, ese otro no se re­
duce a la dimensión del objeto a, ya que aprehender su
eficacia —en primera instancia, la de un paquete de go­
ce, para terminar siendo la de un va cío-, supone descu­
brir la inexistencia del Otro, y la necesaria invocación
del otro.
Cuando leo de modo diferente ese avance que va del
Otro al otro, estoy hablando del trayecto por el cual el su-

107
jeto sale de su fijación fantasmática al objeto de goce del
Otro. Se juega allí esta cuestión: ¿qué pasa con la pulsión
en alguien que llegó al final de su análisis? Avanzo un po­
co más y pregunto: ¿cómo distribuye su goce con los otros
con quienes comparte la escena?
Anticipemos: el Otro primordial, cuando desea un hi­
jo, puede desearlo como el equivalente de ese lugar que
escribimos con esta letra O (falo). ¿Pero es sólo eso?
Trabajando los tres registros del llamado paradigma
lacaniano, el de lo Imaginario, lo Simbólico y lo Real, en­
contramos que define lo Imaginario por la consistencia;
lo Simbólico aparece situado en algunos momentos como
agujero, en otros como la insistencia, el significante que
retom a; en tanto es inherente a lo Real la existencia, lo
que ek-siste, aquello que está fuera de lo Imaginario y lo
Simbólico. En los últimos años, cuando redefine la es­
tructura, concibe un nudo constituido por los tres regis­
tros. Todo el nudo pasa a ser entonces lo Real, lo Real de
la estructura.
Recuerdo aquí un texto clásico de Freud, La negación^
(Freud, 1925: 251), que describe el juicio de atribución y
el juicio de existencia. El primero predica los atributos de
un sujeto, puede decir entonces que una madre tiene o no
tiene falo. Por la vía del segundo, el sujeto busca en lo
real el objeto que coincida con su representación. A mi
entender, es el objeto que lo constituye como existencia»
Cuando me dirijo al otro, lo invoco como prójimo, busca
en él algo que atañe a mi existencia. Entonces, “Amarás
al prójimo como a ti mismo” no quiere decir “como a tu
yo” -coincidim os en esto con el agape cristiano-, se trata
de algo inherente a mi ser.
Habíamos dicho que es por la invocación que el otro ad­
viene a la condición del prójimo. Subrayamos la frase de
Lacan - “El prójimo es la inminencia intolerable del goce”-
para indicar que nada asegura el valor del encuentro. No
acordamos con la hipocresía de un acuerdo armonioso y

108
garantizado a priori, ni aceptamos la coartada del inexo­
rable triunfo del mal que todo encuentro representaría.
En una ocasión escuché una exposición según la cual
el semblante, en tanto cubierta de ese pedazo de real que
es el objeto a, sería cubierta del horror. Y me preguntaba
si acaso no es también cubierta de una tentación que le
da gusto a la vida. Es decir, el carácter inexorable de esa
afirmación ¿no es un fantasma neurótico? El neurótico,
que todavía cree que hay Otro, no puede reconocer que
busca en el otro algo que le es necesario y le da gusto a
su existencia.
En cuanto al goce y sus destinos, voy a ir situando di­
versos lugares donde podemos encontrarlos. Por un lado,
el goce en tanto sexual es fálico, sentencia lacaniana con
la que estamos de acuerdo. Pero ese goce no es el único:
hay un goce a-sexuado, cuyo paradigma es lo que se deno­
mina en psicoanálisis la “perversión polimorfa del varón”.
Nadie diría que es un hombre mal constituido aquel que,
parado en la vereda con sus amigos, en lugar de exclamar
“¡Qué bella dama viene por allí!”, dijera, por ejemplo,
“¡Qué rebanada de salmón!”; se trata de un goce asexua­
do, donde el objeto a se sitúa como tentación o anzuelo.
En el goce perverso, cuando hablamos de la perver­
sión como estructura, el sujeto se ubica en la escena, por
decisión, en el lugar del objeto a. En cualquiera de las pe­
lículas que ustedes conocen, en las que aparezca la figu­
ra de la histérica con el maestro perverso, estructura clá­
sica, la histérica aprende y el maestro siempre ofrece lo
mismo: “Yo tengo el instrumento del goce y el saber acer­
ca de ese goce del que careces” ; esta oferta suele tener
bastante éxito.
Hay otro goce que Lacan escribe así:

S(A)

Lá femme

109
Un goce al cual tiene opción de apuntar la mujer en el
encuentro sexual, que Lacan nombra como goce extra de
la mujer o goce suplementario. Formulación que nos per­
mite salir de cierto reduccionismo anatómico al que con­
ducía la tradición psicoanalítica, cuando planteaba la di­
ferencia entre goce clitorideano y goce vaginal, algo ab­
surdo porque en el momento del goce - y aun para el va­
rón-, es el sujeto el que resulta concernido, no se trata de
un problema de anatomía. Queda claro en francés, idio­
ma que para referirse al goce masculino habla de “la pe­
queña muerte”: no es un problema de localización de ór­
ganos. El goce extra convoca un enigma, sin duda estimu­
lante para la reflexión teórica, como es el de saber en qué
consiste la lógica que lo funda. Goce de la mujer, indica
en ella lo que excede a la ley, al orden fálico. Hablar de
orden fálico y de ley, para nosotros, es equivalente.
También podemos situar una relación con el goce en
términos de santidad. Es aquella que Lacan pretende pa­
ra el analista. Lo que caracteriza la posición del santo
-a seg u ra - es su posibilidad de valorar como irrisoria
cualquier oferta de los pequeños goces, los a-premios de
la pulsión.
Tenemos, por último, aquello que más nos interesa en
este punto del trabajo y que atañe al sinthóme. No se
trata de un goce, sino de su condición. Sinthóme, tal co­
mo lo escribe Lacan, se opone a síntoma, viene a reme­
diar algo fallado que el síntoma denuncia. El síntoma
supone una ostentación desmesurada en el orden fálico;
es una manera de admitir, en nuestra terminología, lo
que San Pablo dice muy bien en la suya: “Es la ley la que
nos hace pecadores” . El síntoma es lo que no anda bien
en lo real por efecto del registro simbólico, es un produc­
to del orden, de la ley. El sinthóme, en cambio, procede
de otro registro.
Cuando Lacan afirma, en el seminario Le Sinthóme,
en el que aborda el concepto, “la femme c’est le sinthóme”,

110
está diciendo que un viviente puede ir a ocupar ese lugar,
el de un cuarto anillo que remedia una falla en la estruc­
tura. Es también así como sitúa la escritura de Joyce. El
sinthóme es un remedio, como el síntoma lo era para
Freud. En el caso de Joyce, su escritura adquiere valor
de ego; viene a remediar la carencia de hecho del Nom­
bre del Padre.
Que “la femme c’est le sinthóme” vale para la estructu­
ra psicótica, y también para la neurótica. En el semina­
rio anterior, R.S.I., había hablado de la mujer como sín­
toma. Por mi parte, considero que puede serlo si se sitúa
de un cierto modo, o sinthóme si se sitúa de otro.
Según la tesis que me importa trabajar, y que voy ade­
lantando aquí, esas ocasiones en que “la femme c’est le
sinthóme” constituyen un buen ejemplo de cómo el próji­
mo podría sernos necesario. Esto es, el prójimo situado
como eso necesario a mi existencia, funciona del mismo
modo que la femme cuando Lacan enuncia que es el
sinthóme. El prójimo es un riesgo, nada asegura que va­
ya a ese lugar, pero su ausencia es peor. En tanto sinthó­
me, el prójimo puede ser la ocasión de una reparación
-n o hablo de la reparación kleiniana, que designa la res­
titución del gran O tro-.
Melanie Klein concibe el final de un análisis en térm i­
nos de la reparación del cuerpo materno. La tesis que
sostenemos aquí es la del prójimo que, ubicado en el lu­
gar del sinthóme, puede ser agente de reparación de un
error en el nudo. Se trata de una reparación de otra ín­
dole. Si el prójimo es necesario, muestra en acto un error
necesario del que sufre nuestra estructura de parlétres.
La diferencia del sinthóme con el agape cristiano resi­
de en que la reparación del prójimo no establece comu­
nión con el gran Otro, en la medida en que, para noso­
tros, en el nudo del sujeto, el gran Otro no existe. La re­
paración del prójimo reencuentra al sujeto con su nudo,
y un nudo bien enlazado reanuda la falta. Lo decimos

111
mediante un aforismo: “El remedio de la falla reencuen­
tra al sujeto con la falta”.
Esto no implica de ninguna manera desconocer lo que
nos enseña la tradición cristiana. La existencia del suje­
to requiere -com o la puesta en escena de la muerte en la
Cruz lo dem uestra- una muerte que la antecede, su
muerte como hijo equivalente a Dios. Su falta en ser san­
ciona su existencia como sujeto.
La pregunta que no puede dejar de surgir aquí con­
cierne a la sublimación, respecto de la cual quiero seña­
lar algo. La sublimación y el sinthóme no son equivalen­
tes: si bien tienen algo que los acerca, en la medida en
que el sinthóme im plica una forma de sublimación, no
siempre la sublimación es sinthóme. Ya hemos mencio­
nado la especificidad del concepto de sinthóme en la teo­
ría lacaniana: es su condición de remedio para un error
de la estructura, y éste no es el caso de todas las formas
de sublimación.
6. ENLACES Y DES-ENLACES
DEL AMOR, EL GOCE Y EL DESEO

Para avanzar en nuestra tesis es preciso volver a la


distinción entre eros y agape. En el Evangelio según San
Lucas, el mandamiento “Amarás a tu prójimo como a ti
mismo” suele ir precedido de otro, “Amarás al Señor, tu
Dios, con todo tu corazón y toda tu alma”. Anders Ny-
gren, comentando en detalle la oposición que nos ocupa,
afirma que hay una relación entre ambos.
Por nuestra parte, podemos situar este amor al próji­
mo como un mandato contranatura, o bien podemos con­
siderar que el cristianismo leyó algo de la estructura del
sujeto, a lo que dio la dimensión de un mandato univer­
sal. Si lo entendemos de este modo, para nosotros, que no
nos ubicamos precisamente desde una perspectiva reli­
giosa, la pregunta que surge es dónde se situaría ese
“amar al prójimo como a ti mismo”, un “ti mismo” que,
como dijimos, no coincide con el yo, ya que sólo en la me­
dida en que hay un desprendimiento de la instancia yoi-
ca algo de esto resulta posible.
Si no igualamos el Otro a una figura divina, ¿de dón­
de surge, si es que existe, la posibilidad del agapeí ¿Cuál
sería el Otro que haría viable este amor inmotivado? Por­
que, como vimos, de eso se trata. Extremándolo, diría­
mos: un amor que tampoco se funda en la falta del Otro.

113
Es para avanzar en esta perspectiva que incluimos a
continuación un texto de Carlos H. Bembibre acerca de
la tragedia griega, tema al que viene consagrando algu­
nas reflexiones. Se trata, específicamente, de un trabajo
sobre Medea, la tragedia de Eurípides. Ha sido expuesto
en el marco del seminario “Invocaciones”, realizado en la
Escuela Freudiana de Buenos Aires (EFBA), durante el
segundo semestre de 1998.

MEDEA, NUESTRA TERRIBLE EXTRANJERA


por Carlos Horacio Bembibre

En principio, quiero agradecer públicamente la posibi­


lidad que me brinda Isidoro Vegh de tomar la palabra en
este espacio, y nada menos que en torno a Medea. Esta
invitación me resulta doblemente grata. No sólo por la
intención de transmitirles lo que pude aprender en torno
a este personaje, sino porque la misma invitación -e n
tanto respuesta a un trabajo que oportunamente le acer­
qué, después de un encuentro fortuito donde hablamos
de los griegos-, me permite ratificar que no me encuen­
tro solo en este camino de indagación.
Específicamente me voy a referir a la tragedia que es­
cribió Eurípides en el año 431 a.C., y que lleva el nombre
de su protagonista. Sabemos que Medea forma parte de un
mito, en relación con la expedición de los Argonautas co­
mandada por Jasón, quien partió rumbo a la Cólquide pa­
ra robar el vellocino de oro. No voy a analizar el mito que
concierne a Medea en toda su complejidad, poblado de va­
riantes y hasta de ambigüedades. Sólo voy a hacer un cor­
te sincrónico en la evolución del relato mítico y me voy a
detener en la versión correspondiente al período clásico
griego del siglo V a.C., cuando floreció el teatro trágico.
En principio, quiero situar a Eurípides, porque creo
que hace al ethos, al “carácter” de Medea. De los tres trá-

114
gieos cuyas obras conocemos, Sófocles, Esquilo y Eurípi­
des, es este último el más enigmático, el más alabado y
el más castigado. Aristóteles se refiere a él como “el más
trágico de los trágicos”; unos lo acusan de misógino, otros
de feminista, y otros -com o N ietzsche-, lo hacen respon­
sable de la muerte de la tragedia. Es tan amplia la gama
de epítetos contrapuestos que se le adjudican, que resul­
ta enigmático.
Por cierto, de los trágicos que nombré es el que más
obras ha consagrado a las mujeres. Yo no podría afirmar
que es misógino, pero tampoco feminista. Creo que la ver­
dad de Eurípides nos la sugiere Aristófanes, el cómico. En
una de sus comedias, Las Tesmoforiantes, lo muestra co­
mo protagonista que intenta espiar a las mujeres reuni­
das en cultos femeninos, en cuya celebración los varones
tenían una participación y mirada restringidas. Ésa es la
verdad que se insinúa en la humorada de Aristófanes: Eu­
rípides es un espía sutil, agudo, del campo femenino.
Se habla mucho acerca de que, en general, Eurípides
presenta a mujeres en plena hybris, en plena desmesura;
mujeres descontroladas -m u ch o más que al borde del
ataque de nervios-. Retomando esta hipótesis, diría que
el punto máximo de desmesura lo constituye Medea.
Lo cierto es que en esta tragedia Eurípides presenta
en plena hybris, en plena “desmesura” a una mujer des­
bordada, “sacada”. Desborde que no responde a la lógica
trágica de Esquilo, según la cual alguien, asediado por
una divinidad paga una culpa antigua de su linaje en el
marco de un conflicto de índole religiosa. Tampoco es el
planteo de Sófocles, según el cual la ruina del protagonis­
ta muestra el efecto que en un mortal produce traspasar
los límites que son propios de la divinidad.
Simplemente, Eurípides muestra a una mujer lanza­
da por los carriles del amor a la desmesura del afán vin­
dicativo; una mujer herida, perdida en la exacerbación
de su furia, sin que intervenga ningún elemento divino,

115
lo cual no deja de tener una connotación trágica, incluso
en esa misma dimensión de extravío que Lacan emplaza­
ba en el campo femenino.
Ahora bien, si tuviera que dar un título a esta charla,
elegiría el de “Medea, nuestra terrible extranjera”, su­
brayando estos tres términos: “nuestra” , “terrible” y “ex­
tranjera”.
En efecto, Eurípides escoge del mito que le sirve para
dar cuenta de lo tremendo del acto filicida, a una mujer
extranjera. Medea es una bárbara, una xéne (femenino
de xénos, “extranjero”). Y voy a detenerme aquí, antes de
adentram os en la tragedia.
El xénos, el “extranjero”, respresentaba dentro de la
polis griega un punto fuerte de institucionalización de un
lazo social, regulado no sólo desde lo político, sino funda­
mentalmente desde lo sagrado. La xenía, la “hospitali­
dad”, era una de las leyes no escritas que precipitaba to­
do un movimiento social cimentado en lo sagrado. Era
ley sagrada dar hospitalidad al extranjero. Violar esa ley,
sostenida por Zeus Xénios, patrono del extranjero, tenía
consecuencias.
Dos mínimas referencias sobre este punto. La primera
concierne al rapto de Helena por París, que desencadena
la guerra de Troya; la acción bélica se origina en ese rap­
to, en la medida en que un extranjero viola las normas de
la xenía. La segunda nos recuerda el oráculo que advier­
te a Layo que se abstenga de tener descendencia: se tra­
ta de una sanción por un error trágico, por una hamartía
cometida por aquel que, según Platón, fue “el primero
que introdujo el eros por los machos”. En efecto, Layo¡
alojado en la casa de Pélope, seduce y rapta a Crisipo, el
hijo menor, rompiendo las normas de la xenía. Su acción
trágica no reside en la pasión homosexual de Layo, sino
en la violación a esa norma sagrada. Esa culpa es la que
el oráculo sanciona y será pagada con la destrucción de
toda la familia de los labdácidas. Así, Edipo, al mejor es­

116
tilo kierkegaardiano, hereda los pecados del padre. A la
violación de una ley no escrita, le sucede otra de la mis­
ma índole. Recién en la tercera generación, Antígona po­
drá dar un giro a esta mancha familiar heredada.
Pero lo que más nos interesa del xénos, del “extranje­
ro”, es que encam a una de las figuras del otro. Reciente­
mente, tuve oportunidad de trabajar un texto de Jean-
Pierre Vernant titulado La muerte en los ojos. Figuras del
Otro en la Grecia antigua. Vernant retoma allí una línea
de trabajo relacionada con el estatuto, función y alcance
del otro, del prójimo y del semejante en la Grecia clásica.
Este autor trabaja tres potencias divinas del más allá,
como son Medusa, Artemis y Dioniso, en función de un
hilo común, su relación con la alteridad en tanto concier­
ne -n o s d ice- a la experiencia que los griegos han podido
hacer del Otro, ese Otro que Platón en sus textos llama
to héteron, no sólo como opuesto a lo “mismo”, sino como
constitutivo del registro de la mismidad.
Desde esta perspectiva, la xenía es la vía, el camino
por el cual una sociedad definida en función de la efica­
cia de la palabra por sobre todas las demás herramientas
de poder, acoge, da lugar, aprehende en su seno, la otre-
dad, aquello radicalmente ajeno a sí, pero que a su vez le
permite fundar su identidad. La xenía, siguiendo a Ver­
nant, es la

[...] capacidad que implica la cultura de integrar a ella lo


que le es extranjero, de asimilar al otro sin por ello tor­
narse salvaje. IjCl otro como componente del mismo, como
condición de la identidad de sí.

Ahora bien, en tanto la polis estaba sustentada por la


eficacia de la palabra y la palabra misma era cosa de va­
rones adultos -lo s ciudadanos, que se tom an modelo y
eje de identidad-, quedan como figuras del Otro (lo héte­
ron) mujeres, niños, esclavos, extranjeros. En este senti­
do, Vernant distingue dos ejes de alteridad, uno horizon­

117
tal -e s éste que acabo de situar-, y otro vertical, que es­
tablece una diferencia entre los ciudadanos de lo alto,
morada de los dioses, y los de lo bajo, campo del caos.
Estas consideraciones tienen su importancia porque
entonces, en Medea misma, en esa mujer extranjera, ya
se evidencian a doble título aspectos de otredad radical
-e n su condición de mujer y de extranjera-, una alteri-
dad que nos habita en tanto no es ajena a la constitución
de la identidad. De ahí el primer término de mi título de
hoy: “nuestra terrible extranjera” .
¿Qué extraña fascinación produce la tragedia Medea
que explica su vitalidad durante veinticinco siglos? ¿Qué
nos presenta, qué desafío propone Eurípides con esa ma­
dre asesina de sus hijos?, un Eurípides que conmueve y
vulnera nuestra soberbia yoica afincada en un vínculo
casi sacralizado en toda la historia de la humanidad.
En principio, y pensado en términos de presentación,
el prólogo de la tragedia, a cargo de la nodriza de Medea,
no sólo registra los principales acontecimientos biográfi­
cos de la protagonista (expedición de los Argonautas, la
historia del vellocino de oro, la huida con Jasón luego de
matar a su propio hermano, la engañosa instigación a las
hijas del tío de Jasón para matar a su padre, usurpador
del trono, etcétera), sino que además describe la actual
situación que atraviesa Medea ante el inminente casa­
miento de Jasón y anticipa el ethos, el “carácter” de Me­
dea, temerosa de que alguna desgracia se precipite. Esa
anticipación se concentra en tres rasgos.
En primer lugar, en el verso 38, se afirma: “Su alma
es violenta y no soportará el ultraje”, traducción de
“Bocpeía yap <j>ptív”. El sustantivo phren designa la sede
del pensamiento y del sentimiento, cuya ausencia, daño,
dislocación o desubicación, constituye uno de los pilares
del vocabulario básico para situar la locura. Sin embar­
go, no es con esa acepción que aparece utilizado aquí, si­
no simplemente para predicar algo acerca de él. Su phren

118
-s u “mente” sería una traducción aproxim ada- es 6a-
reía, “difícil”, “fuerte”, “violenta”, “vehemente” . Primera
pincelada con que nos es introducida Medea: una mujer
de mente violenta, pronta a estallar ante el ultraje.
La nodriza nos presenta más adelante un segundo tra­
zo: “Guardáos del carácter salvaje y de la naturaleza terri­
ble de su alma despiadada” (v. 102-104). Mediante la
expresión “carácter salvaje” ha sido volcado al texto espa­
ñol el “ócypvov i)0oq axu^páv” euripídeo: literalmente
“agreste o salvaje carácter odioso”, “abominable”, en otros
contextos. Agrión es una palabra derivada de “ócypoc”, las
“tierras no cultivadas”, los “campos”, lo que está por fuera
de la polis, los confines, aquello que se sitúa más allá de lo ,
civilizado. Luego, “la naturaleza terrible de su alma des­
piadada” -p o r “ te <t>úcn,v ppevóq aúOáóouc”- , donde encon­
tramos nuevamente el sustantivo phren en genitivo: “la
naturaleza de su mente obstinada”, arrogante, orgullosa.
Una obstinación que proviene de la naturaleza de su men­
te y conduce, por su rigidez, a un carácter odioso.
Pero el rasgo clave no sólo del ethos de Medea, sino de
lo que a mi gusto explica esa fascinación que produce, se
plasma con toda su fuerza en los primeros versos puestos
en boca de la nodriza y que luego se efectivizan en la fie­
reza del crimen de la protagonista. Es la nodriza quien lo
anticipa con un predicativo fundamental en lo que hace
a su carácter: “...pues ella es de tem er” (v. 45), traducción
verbalizada de un adjetivo clave en el campo trágico: dei-
né, femenino de deinós, utilizado generalmente para sig­
nificar algo que inspira pavor, terror, algo temible, que
genera espanto y al mismo tiempo asombro - y en ciertos
contextos, deslum bram iento-. Lo deinón designa, en
cualquiera de estas vertientes, algo extraño; algo fuera
de lugar, inesperado; sorpresivo, ya sea que produzca pa­
vor o admiración. No en vano, cuando Heidegger traduce
el primer estásimo de Antígona, donde el coro invoca las
cosas deiná como inherentes al ser humano (“Muchas

119
son las cosas deiná, pero ninguna es más deinós que el
hombre”), lo formula en términos de “Unheimlich”. Algo
del orden de lo asombroso y de lo pavoroso se invoca en
el carácter de Medea, algo que espanta y que paradójica­
mente deslumbra. No resulta fácil su transposición de
una lengua a otra; provisoriamente, aceptémoslo vertido
al castellano en el adjetivo “terrible”; precisamente, en el
contexto coloquial del momento, está presente allí el ma­
tiz valorativo próximo de la admiración: “X es terrible en
el deporte”, es decir, no sólo inspira temor, sino que su
destreza misma es fuente de admiración, sorprende a la
vez que resulta inquietante.
Tres pinceladas, entonces, que esbozan el carácter de
Medea y conciernen a nuestro tema: la violencia, la sal­
vaje obstinación odiosa como marca de lo no civilizado y
el pavor/asombro. Allí se resume esa alteridad que asom­
bra y provoca pavor, porque es radicalmente otra y a la
vez nos habita.
Más allá de este carácter de Medea anunciado en el
prólogo y constatado a lo largo de la tragedia, quiero in­
sistir en dos rasgos insoslayables: se trata, por añadidu­
ra, de una extranjera y de una hechicera. Una extranje­
ra que deambula en territorio extraño, con leyes propias,
Una hechicera portadora de un saber tangencial al cam­
po de la palabra, que resulta intimidatorio para los ciu­
dadanos -léase los varones-, moldeados por la función
misma de la palabra.
En efecto, la Medea de Eurípides, por amor a Jasón»
abandonó su tierra después de ayudarlo a robar el vello­
cino de oro con sus artes mágicas y de matar a su propiq
hermano. Fugitiva, se radicó en Corinto -extranjera en
tierra extraña-. En el verso 237 y siguientes, dice la pro­
tagonista:

Y cuando una se encuentra en medio de costumbres y le­


yes nuevas, hay que ser adivina, aunque no lo haya

120
aprendido en casa, para saber cuál es el mejor modo de
comportarse con su compañero de lecho.

La agreste, la extraña y la bruja... La extranjera y la


hechicera... Cierta errancia en lo simbólico y cierto contac­
to con lo real, bien podrían situar el deambular femenino.
Medea, la extranjera, la injertada en la polis fundada
por la palabra, la bárbara, es el personaje que elige Eu­
rípides para poner en juego lo inquietante de una mujer
-cuando no lo hostil encam ado por la otredad que conci­
ta el extranjero-, manteniendo una mínima distancia
con el auditorio, pero la suficiente como para mostrar en
lo lejano el punto más cercano en lo que concierne a la re­
presentación femenina. Una lejanía e incivilización que
permiten aceptar, en un primer momento sin mayores
sobresaltos, la desmesura femenina con la que intenta
golpear, sacudir y aturdir al auditorio, reinsertando así
en la polis, con un grito, lo que fue un susurro femenino
silenciado en el campo social.
Hasta aquí, las observaciones dieron cuenta del con­
texto, el piso donde se apoya la singularidad de la acción
filicida de esta mujer que conserva una cierta atopía,
una cierta insituabilidad en el campo de la polis. Bruja,
extranjera, salvaje. Atopía de su ethos, no menor a la ato­
pía de su pasión vengativa.
Es en esta mujer extranjera, hechicera y salvaje don­
de crece y estalla el amor. Medea es fundamentalmente
pasión, allí donde amor y odio no por recubrirse se con­
funden. Más aún, ¿qué clase de amor enlaza a esta m u­
jer con Jasón? ¿Qué estatuto tiene su odio? ¿Qué precipi­
ta el giro de uno a otro en la dimensión común de lo pa­
sional? El texto sitúa muy claramente el casamiento de
Jasón con la hija del rey de Corinto como su detonante,
pero no aclara aún nada acerca de la especificidad de ese
odio que se desencadena a partir de allí, ni de ese amor
que hasta entonces imperaba.

121
Medea reflexionaba ante el coro de mujeres:

Una mujer suele estar llena de temor y es cobarde para


contemplar la lucha y el hierro, pero cuando ve lesiona­
dos los derechos de su lecho, no hay otra mente más ase­
sina (v. 258 y siguientes).

“Lesión en los derechos del lecho”: cuando una legali­


dad se quiebra, se lesiona, estalla la furia asesina. La
ruptura de una legalidad por parte de Jasón resulta en­
tonces rápidamente sancionada, no sólo por Medea, sino
por la nodriza, el coro y el pedagogo. Es este último quien
lanza un verso curiosamente omitido en algunas traduc­
ciones, que luego se volvió clásico en su valor proverbial,
antecedente de la máxima cristiana que cinco siglos más
tarde se forjó como contrapunto. Cuando el pedagogo en­
tra en escena e interroga sobre el estado de abatimiento
de la nodriza, al escuchar de su boca la calificación de la
conducta de Jasón en términos de “malvada”, le replica:

Acabas de comprender que todo el mundo se ama más a


sí mismo que a su prójimo (v. 86).

Encontramos aquí la contracara de la moral cristiana


forjada en el concepto del amor al prójimo que tanto escan­
dalizara a Freud, formulación a cielo abierto de la maldad
fundamental que habita al prójimo, pero que también ope­
ra en ese “sí mismo”. Goce maligno, nocivo, del prójimo an­
te el que se afianza y solidifica la vertiente narcisista del
amor que vela, escamotea ese núcleo de goce igualmente
nocivo que habita al sujeto. ¿Acaso esa sentencia, aplicada
a Jasón, no podría hacerse extensiva y dar cuenta también
de la venganza de ella? Si el desencadenante de ese odio
en que el amor estalla es el nuevo casamiento de Jasón,
¿cuál era el piso amoroso en el que se apoyaba?
A lo largo del texto, una y otra vez, se alude al encuen­
tro de Medea con Jasón y al mitema del robo del velloci-

122
no. Es Medea quien, arrastrada por el amor a Jasón, con
sus filtros y artes mágicas proporciona los logros de la
empresa a la que aquél estaba abocado, aunque esto im ­
plicara traicionar a su patria y matar a su hermano pa­
ra luego emprender la fuga con Jasón. Es una mujer da­
dora de recursos, es quien lo forjó en su hazaña, quien hi­
zo de él un héroe y le proporcionó el bien-estar; trabaja­
dora, artífice y procuradora de su bien. Esa Medea pródi­
ga, esa mujer dadora de bienes, mediante los recursos de
su arte hechicero hizo un héroe de un aventurero, lo cual
no deja de insinuar cierto matiz de plasmación de su
obra: en efecto, ese hombre devenido héroe es, en cierta
medida, su criatura... Y todo el proceso revela un amor
sospechoso en su altruismo, en tanto el bien pretendido
en el otro se sostiene a condición de que siga siendo a
imagen del propio.

Más allá del despecho y el resentimiento provocados


por el casamiento de Jasón con la princesa, el amargo re­
proche que Medea le formula es haber pagado mal lo que
ella hizo por él; los términos de “pago” y “compensación”
vuelven con frecuencia en sus recriminaciones. Lo intole­
rable es la caducidad de los juram entos de amor formu­
lados, la traición de la palabra empeñada y, sobre todo,
haber decidido casarse sin someter esa decisión a la con­
fidencia y la consulta ante ella:

Hubiera sido necesario, si realmente no fueras un mal­


vado, que hubieras contraído este matrimonio después
de haberme persuadido, pero no a escondidas de los tu­
yos (v. 586 y siguientes).

Juramentos que se traicionan, palabras que no per­


suaden, pactos simbólicos que se quiebran, llevan al
amor a desamarrarse del lógos, y lo condenan a dirimir­
se en la vertiente imaginaria. Allí, precisamente, cuando

123
la imagen del bien que el otro devuelve no corresponde a
la forjada, la mismidad de la veladura narcisista del
amor se desgarra. Primer reencuentro con eso que se tor­
na extraño, malignamente extraño, peijudicialm ente ex­
traño: lo hostil. Estatuto de la radical otredad donde se
ancla. Allí vira ese amor pasional al odio más lacerante.
Ciertamente, una lectura inicial de la furia de Medea
lleva a acentuar y destacar el papel de aquello que, en
principio, podríamos llamar odio. Sin embargo, aun en la
clara vertiente imaginaria según la cual se despliega en
la pieza, pueden recortarse dos tiempos que deslindan la
juntura inicial de agresividad y odio, en tanto en un pri­
mer momento ambos apuntan a la imagen especular. En­
tre uno y otro tiempo, una operación que no tuvo lugar,
una operación fallida, lanza el movimiento puro del odio
en el que sucumbe.
Aun sin adentram os lo suficiente en esta convergen­
cia inicial entre agresividad y odio, bien vale la pena sos­
tener el peso de las preguntas: ¿es el odio lo que impulsa
al acto? ¿Es el odio lo que lleva a querer el mal del otro?
Un primer movimiento se inicia cuando Jasón, su
“bien-amado”, fuerte sostén de la dimensión narcisista
del amor, aun en posición de semejante permanece otro
ante ella, fuera de ella. Medea quiere el bien de Jasón, lo
realiza y no obstante falla. Él quiere otra cosa. Des-amor
que cuestiona no sólo el saber de ella sobre el bien y su
potencia realizatoria, sino hasta su buena voluntad, su
propio ser. Estallido de la agresividad desmesurada, re­
velación de la estructura paranoica del yo. Intento de
perderlo, perdiéndose. Oscilación sin salida entre matar­
lo o matarse. No en vano en esta oscilación se detenía
Medea, en el inicio de la tragedia, sin llegar a los desig­
nios de su plan vengativo.
La ausencia operatoria que no deja de generar enig­
mas se plantea en relación con Glauce, la nueva esposa
de Jasón. Que Medea se embarque en la agresividad o en

124
el odio es algo discutible; la ausencia de celos, en cambio,
no. Es cierto que tanto Glauce como su padre, el rey,
mueren a consecuencia de la magia de Medea, pero esas
muertes apuntan a cercenar aquello de lo que Jasón se
jactaba.
En efecto, no hay elementos que permitan reconocer a
través de Glauce, una posición tercera en esa relación
dual entre el yo y el otro. Ese desdibujamiento de la otra
mujer que podría encauzar el sostén deseante, a partir
de la rúbrica del objeto de deseo por la vía de los celos,
cancela la posibilidad de la pregunta por la singularidad
del enigma de una mujer y precipita bruscamente a ha­
cer clase, a convertirse en predicadora de las mujeres, en
la emblematización reivindicatoría de la mujer:

De todo lo que tiene vida y pensamiento, nosotras, las


mujeres, somos el ser más desgraciado (v. 230-231).

Las mujeres somos por naturaleza incapaces de hacer el


bien, pero las más hábiles artífices de todas las desgra­
cias (v. 408-409).

¿Pero acaso para mostrar a una mujer extraviada en


la pasión amorosa desbordante, que no vacila en recurrir
a la hechicería y a la venganza hacia el amado no alcan­
zaba con Fedra? ¿Qué añade Eurípides con Medea ? Lo te­
rrible de Medea no reside sólo en la pasión amorosa de
una mujer llevada al límite de la venganza. Además, M e­
dea es una madre. Punto de máxima tensión entre dos
aristas que, en la resolución catastrófica, la tragedia pre­
senta como partición irreductible e insoluble.
Si nombraba como “atópico”, “fuera de lugar”, “insi-
tuable” el ethos de Medea y también su venganza, ¿qué
estatuto darle a su filicidio? ¿Cómo pensarlo?
¿Acaso la maternidad no opera para ella? ¿Es una ma­
dre que no está a la altura de su función? Nada de eso.
Aunque diga de sí misma “odiosa madre”, su odio no

125
apunta a sus hijos; en todo caso, sus hijos resultan cerca­
dos y arrastrados por su odio. Ella los ama, pero queda
claro que no es toda madre y en tanto no se hace existir
como pura madre, se presenta como la mujer que, toma­
da por la pasión del amor, muestra sin velos su privación;
punto de escozor, cuando no de lo deinón, esa mixtura de
terror asombroso, en aquellos que pretenden asirse a ese
ideal femenino de la mujer como custodia de los tesoros
y como productora de ciudadanos - y sobre todo con ojos,
boca y oídos cerrados-.
Ahora bien, lo realmente patético que muestra Eurí­
pides con su personaje, es que la acción en la que culmi­
na el paroxismo de su venganza de ninguna manera po­
dría ser pensada en términos de locura. No, al menos, se­
gún la concepción de locura que tenían los griegos, origi­
nada en una exterioridad padecida, exterioridad intrusi­
va de lo divino en lo humano. Bajo ningún punto de vis­
ta podría asimilarse Medea a esa condición. El texto no
recurre, para presentarla, a ninguno de los términos clá­
sicos que designan a la locura y al loco, ni mucho menos
su padecer es efecto de una acción obnubilada, cometida
por intrusión de la divinidad, y de la cual Medea, aun sin
culpabilizarse, se hará responsable. Ella conoce bien la
magnitud, el alcance y los efectos de su acción, hasta los
anticipa. No es una criatura sometida por lo divino y
conducida al extravío. Aun siendo descendiente de una
divinidad, su acción no está inspirada por ningún ele­
mento divino. Tal vez ésa sea su arista más humana; tal
vez ésa sea justam ente la vía para pensar lo trágico des­
de otra vertiente, diferente de la clásica catástrofe, de la
ruina de la criatura humana arrastrada por la divini­
dad. Lo cierto es que con este personaje y con esta moda­
lidad de acción, Eurípides lanza a su auditorio algo del
orden de lo intolerable. Insisto, sería más tolerable si
fuera presentada como loca, pero no es esto lo que el au­
tor nos propone.

126
En todo caso, lo más cercano a la locura debe ser situa­
do en el sustrato mismo donde su acción filicida se apoya,
y que constituye a la vez su punto cumbre: la pasión amo­
rosa, pasión que irrumpe como exterioridad y de la que se
padece. El punto de intersección entre locura y pasión, lo
que ambas tienen en común, radica en lo invasor, externo
y casi autónomo que una y otra suponen; aquello que no
pertenece a la persona, sino que existe por sí mismo. En
efecto, si fuera una cuestión de locura, su acto perdería la
fuerza que tiene ante los ojos de Jasón; sería atribuible a
la obnubilación, pero no a la venganza sobre la descen­
dencia, precisamente aquello que Jasón privilegia.
Si Medea consuma su agresividad con la muerte de
Creonte y de Glauce, con la de sus hijos vehiculiza el
odio; no orientado a ellos sino a Jasón, que en tanto i(a)
soporta la dialéctica narcisista de identificación/agresivi-
dad, pero también da apoyatura, a título de imagen, al
punto de partida del odio que inicia su diferenciación con
lo agresivo, toda vez que a través de la imagen se dirige
a un más allá de lo imaginario.
Ya casi en el final de la tragedia, cuando Jasón le re­
clama los cuerpos de sus hijos para realizar los apresta-
mientos fúnebres y ella se los niega, se produce este diá­
logo (v. 1395 y siguientes):

Jasón: Entro, privado de mis dos hijos.


Medea: Aún no es nada tu llanto; aguarda a la vejez.
Jasón: ¡Oh, hijos queridísimos!
Medea: Para su madre, para ti no.
Jasón: ¿Y por ello los mataste?
Medea: Para causarte dolor.

¿Qué dolor persigue Medea en Jasón? ¿Cuál es el pa­


go que reclama ante el dolor padecido por el abandono de
él? ¿A qué apunta su venganza? En el texto, se exhibe un
progresivo plan en el que su furia vengativa da curso al
despecho amoroso. Un pasaje se opera, el que va desde el

127
deseo de morir hacia el de administrar el castigo que Ja-
són supuestamente merece: matarlo junto con su nueva
esposa y su nuevo suegro... castigo que finalmente se
convierte en el de dejarlo vivo pero sin hijos, con un do­
lor que crece día a día.
No bastó entonces con arrebatarle a su nueva esposa y
el acceso al poder de Corinto que le permitiría ese nuevo
casamiento; ahora se trata de la muerte de sus hijos, y el
castigo tampoco termina allí. Es todo eso, y un poco más.
No sólo se los arrebata; junto con ellos arrebata también
la dimensión del proyecto, la dimensión del hijo como pro­
mesa; de ahí la alusión a lo tremendo del dolor en la ve­
jez. Y sin embargo, en ese “poco más” de la venganza, que
ni siquiera puede saborear, ella, a su vez, se pierde.
Desde la perspectiva de Jasón, muertos sus hijos,
muerto el amor de Jasón hacia Medea, muerta su nueva
esposa, ningún otro posible hijo podrá llamarlo “padre”.
Él, que se vanagloriaba de su “destino famoso”, que cen­
traba todo su proyecto en “no carecer de nada”, en dar a
sus hijos educación y un lugar de privilegio en la polis, en
perpetuar ese destino en su descendencia, es arrancada
de cuajo, arrasado en su subjetividad, más allá del dolor,
Medea no le otorga ni siquiera la posibilidad de cumplí«
mentar los ritos fúnebres, marca de la dignificación del
sujeto en tiempos de duelo.
Si la agresividad apuntó a la imagen, el odio -tom án­
dola como soporte y a partir de lo no especularizable-^
tendió a eliminar toda traza de inscripción simbólica,
atacó el orden simbólico en pleno, en tanto y en cuanto a
partir de esa segunda muerte que le asesta, más devas­
tadora que la muerte misma, el propio Jasón queda ta­
chado, reducido a lo que no es: ni padre, ni marido, ni as­
pirante al trono, ni siquiera deudo. Jasón cae abrupta­
mente a lo in-mundo.
Hijos: sustitutos de una falta estructural, y punto de
arribo de la solución freudiana del Edipo femenino. ¿Pe-

128
ro acaso ese sustituto fálico subsume su ser? Entonces,
no es por la vía de la maternidad que alguien puede de­
clararse mujer, en tanto su misma declaración connota
un posicionamiento subjetivo con relación al falo en tér­
minos de no tenerlo. En efecto, hacerse existir como m a­
dre es presentarse como La mujer, en tanto que tiene.
Allí apunta M edea y tal vez en eso resida su inflexión
catastrófica. Se desprende de lo que tiene, prescinde de
esa falicización que, si bien no da cuenta de su declara­
ción sexuada, al menos podría anclarla en algún punto
frente a lo ilimitado de su odio pasional, lo ilimitado de
eso que los griegos pensaban como agreste, fuera de la
cultura; odio que, desmesurado entonces, llega al paro­
xismo de ese “poco más” que asesta a Jasón, aunque en
ese “poco más” se extravíe, aunque ese “poco más” la lan­
ce a errar fugitiva, salvaje, “sacada” de la polis y lo civi-
lizatorio, amarga y perpetuamente padeciente de la pri­
vación de sus hijos.
Lo deinón -lo terrible- y Medea se estrechan. El ries­
go es quedarse sólo con la arista deslumbrante de lo dei­
nón y pretender sostener allí una posición de admiración
ante ese desprendimiento de lo fálico, que supuestamen­
te apuntaría al estatuto de la verdadera m ujer -com o
sostienen algunos analistas-, lo cual no sólo se torna an­
titrágico, sino que vira rápidamente hacia una exalta­
ción romántica de la femineidad y a la construcción de
una suerte de ideal riesgoso, dado que desdibuja el sutil
límite entre femineidad y locura.
Esas deliberaciones desgarradoras en las que Medea
se ve sumida, esa profunda escisión entre avanzar con su
venganza o aferrarse a sus hijos, esa misma partición
plasmada con crudeza en el texto, es lo que en ella da
cuenta de lo trágico, de ese “cierto extravío”. Es la parti­
ción estructural femenina que no se resuelve cancelando
uno de los polos; es precisamente esa tensión irreductible
entre el tener y el vacío lo que posibilita un tránsito, un

129
oscilante pasaje entre una y otra arista... tal vez hacia el
encuentro con un goce femenino, pero a condición de no
prescindir del goce fálico que pone límite a la exacerba­
ción enloquecida que la empuja a su ruina.
Una estrofa del coro reflexiona sobre la exorbitancia
pasional de la protagonista:

Los amores demasiado violentos no conceden a los hom­


bres ni buena fama ni virtud. Pero si Afrodita se presen­
ta con medida, ninguna otra divinidad es tan agradable
(v. 627-632).

Amores violentos, reprobados por el coro. Los amores


de una mujer desmedida, los amores desmesurados. Gri­
to de mujer que desconcierta, cuando no intimida. En
efecto, tal como lo plantea el coro, se trata de Afrodita, pe­
ro con medida... medida fálica, único límite que puede
acotar ese desborde femenino para que aun sirviéndose
de ella, ese otro campo más allá del lógos pueda tom arse
propicio para su grito; tal vez con cierto extravío, pero no
necesariamente implicando sucumbir a su prescindencia,

En última instancia, creo que es válido rescatar una


frase de esa mujer mal-dita. Específicamente los versos
889-890, donde Medea se muestra en su plenitud:

Pero somos lo que somos; no diré una calamidad, sino


sencillamente mujeres.

Atopía de Medea. Insituabilidad. Intento desesperado


de hacer clase, de remitir lo inconmensurable de su pa­
sión amorosa, de ese amor singular, al contexto más ge­
neralizado de un supuesto patrón de medida femenino en
el que sostenerse. Exorbitancia pasional que la arroja a
los carriles de una vorágine irrefrenable, en la que pier­
de y se pierde.
Medea y las múltiples facetas de lo deinón no sólo se

130
estrechan, además se funden, encegueciendo al especta­
dor con esa amalgama de terror y asombro en el punto
más espinoso y tremendo.
El bucle trágico se ha cerrado. El presagio de la nodri­
za se patentizó. Ella temía por la acción que pudiera lle­
gar a tram ar su señora herida. Se angustiaba e inquieta­
ba por lo imprevisible de su acción e incluso concebía en
el terreno de lo posible su propia muerte, el asesinato de
Jasón... o algo aún peor.
Es en ese “algo aún peor”, no predecible pero registra-
ble, donde se materializa lo deinón de Medea, la dimen­
sión de lo imprevisible que la habita, no sólo para la no­
driza y Jasón, sino también para Medea misma. Lo im ­
previsible de su maquinación, en la que se tramita el
odio; imprevisible en tanto no es calculable, en tanto se
desprende de toda medida.
Si Eurípides incomoda, es precisamente porque aún
cuando se dirige a la polis para sacudirla de ese espacio
representacional femenino que la habita, aun cuando
transforme en rugido ese grito de mujer sofocado, sus
mujeres trágicas no conforman una clase. No hay común
denominador entre ellas. Quiebre y ruptura definitiva
del génos gynaikón (“raza de mujeres”), de esa “funesta
estirpe y raza de mujeres, gran calamidad para los hom­
bres” de Hesíodo, que tanto había prendido entre los
griegos.
Y no sólo entre ellos, podrán decir ustedes. Ocurre que
pensarlo y acotarlo en otro tiempo y en otro espacio, pen­
sar que Medea era la que encarnaba lo héteron para los
griegos, siempre es tranquilizador. No obstante, yo pro­
ponía como título “nuestra” Medea, en la medida en que
una mujer siempre concita esa dimensión de lo héteron.
Considero que Eurípides, con sus mujeres trágicas, es­
tá diciendo que no hay clase posible. No hay patrón de
medida femenino. Es un grito de mujer, otro grito de mu­
jer, y otro grito de mujer.

131
7. EL AM OR DE LAS ENTRAÑAS

Nos hemos referido a relatos -y a se trate de la Biblia,


la tragedia griega o el Nuevo Testam ento- que tienen
más de dos mil años. Esa duración en el tiempo nos indi­
ca que algo de nuestro ser está implicado allí, algo de lo
Real que nos habita.
Acudimos a Medea porque podía ayudam os a com­
prender aquello de nuestra estructura que el agape a la
vez oculta y muestra: un amor que no se funda en la fal­
ta. Hay algo en el encuentro con el prójimo que tiene que
ver con ese amor del agape, no reducible a lo que conoce­
mos como la dialéctica del deseo y la falta.
Vamos a retomar el texto de Carlos Bembibre, esa Me­
dea “nuestra”, “terrible” (“terrific”, a la manera de los ame­
ricanos, o “terrible”, como dicen los adolescentes, en el do­
ble sentido de lo que nos espanta pero también nos atrae)
y “extranjera”, pero cuya extranjeridad nos convoca.
Gracias al recorrido esbozado hasta aquí, resultará
más fácil para avanzar sobre la letra del texto atender a
la progresión que muestra la clave que Medea represen­
ta. Resumiendo la conclusión a la que llegamos, diré que
Medea reintroduce en el orden de la polis el grito des-en­
lazado de una mujer. Ésta es la tesis, dicha con mis pa­
labras, de la tragedia comentada.

133
De la Medea de Eurípides cabe decir lo mismo que de
los textos bíblicos: asombra su vigencia, comparada a la
rapidez con la que envejecen otras páginas, que nos pa­
recieron apasionantes y en pocos años nos resultan ni­
mias, plagadas de lugares comunes. Si un texto perdura
dos mil quinientos años es porque revela algo muy im ­
portante, algo que nos llega. En efecto, cuando uno lee
Medea descubre que no puede impedir algún estremeci­
miento. A medida que el texto avanza, se asoma algo del
orden del horror. Conocemos el final, sin embargo, igual
nos conmueve; nos sorprende con un amargo sabor.
Voy a señalar, en distintos lugares de la obra, su pro­
gresión. La genialidad del autor nos conduce, con suspen­
so extremo, a ese punto donde la letra del texto va a reve­
lar -a s í espero probarlo ante ustedes- cuál es la clave
donde se anuda aquello que Medea representa.
Como ya vimos, la nodriza anticipa desde el comienzo
el perfil de la protagonista, el deinón donde se juntan
Heimlich y Unheimlich según una referencia a Heidegger
y a su traducción. Medea era salvaje, de temer y violenta.
Luego de tal presentación uno está predispuesto a encon­
trarse con algo que va a irrumpir, alguna violencia que
habrá de estallar. En una buena obra de teatro, lo que se
pone en escena encuentra su razón de ser, su motivación.
Se trata de las leyes mínimas de una buena obra: si arri­
ba de un escritorio hay un cortapapeles que puede ser un
puñal, en algún momento habrá de funcionar como tal.
Algo no demasiado diferente de lo que sucede con esa otra
escena, cotidiana para nosotros, la de la práctica del aná­
lisis. Cualquier analista que tenga su tiempo de experien­
cia, sabe que todo lo que allí se juega es necesario para lo
que en ella discurre. Por ejemplo, la manera de vestirse
de un analizante, los colores con que se presenta, no son
detalles menores. Es bueno que el analista permanezca
atento a esos aspectos, que no prejuzgue; le tocará escu­
charlos, porque forman parte del relato.

134
Al comienzo de la obra se afirma:

Y Medea, la desdichada, objeto de ultraje, llama a gritos


a los juramentos, invoca a la diestra dada, la mayor
prueba de fidelidad y pone a los dioses por testigos del
pago que recibe de Jasón (v. 20-25).

Se trata de un personaje que tiene sin duda rasgos


temperamentales, pero que además enfrenta un aconte­
cimiento. No se trata sólo de la eficacia de su tem pera­
mento, explicable por la genética o la biología de nues­
tros días. Hay algo que irrumpe en lo actual, y no es cual­
quier cosa, es un ultraje. Hay un sujeto que ha sido víc­
tima de un ultraje.
¿En qué consiste este ultraje? Esencialmente, es defi­
nido como el “ultraje del lecho”, lo cual no es tan sencillo
de entender. La obra, a medida que avance, nos va a in­
dicar que ese ultraje del lecho admite una serie de con­
notaciones que lo especifican.
La nodriza dice desde el comienzo: “La infortunada
aprende bajo su desgracia el valor de no estar lejos de la
tierra patria” -M edea era extranjera en Corinto, venía
de la Cólquide-, y continúa: “Ella odia a sus hijos y no se
alegra de verlos, y temo que vaya a tramar algo inespe­
rado” (ídem). ¿Ella odia a sus hijos? Por mi parte, no es­
toy tan seguro. Tengamos presente que es una tragedia
bien armada y en su calidad de tal, como diría un amigo
que es autor de teatro, Ricardo Hana, implica que cada
uno de los personajes se muestre con sus contradiccio­
nes. Lo opuesto de una buena tragedia son las viejas pe­
lículas de cowboys donde el malo es malo y el bueno es
bueno desde el comienzo haste el final. En cambio, en
una buena obra de teatro cada personaje experimenta no
sólo el conflicto con el otro, sino además consigo mismo.
Solemos decirlo en broma: ¿por qué razón es tan difícil
que dos seres humanos se pongan de acuerdo? Porque no
hay nadie que esté de acuerdo siquiera consigo mismo.

135
Medea no sólo sufre el “ultraje del lecho”. Jasón, quien
hasta entonces fuera su marido, a quien ella acompañó
cuando dejó su patria, por quién mató a su hermano pa­
ra escapar de la persecución de su propio padre; a quien
ayudó matando a Pelias, porque era su enemigo; a quien
brindó sus artes de hechicera para el mejor logro de su
hazaña, la conquista del vellocino de oro; con quien tuvo
dos hijos; Jasón, entonces, sin decirle nada, decidió ca­
sarse con la hija del rey. A este ultraje que se nombra mu­
chas veces en el texto como “ultraje del lecho”, se suma
la desgracia de la que nos pone al tanto el pedagogo:

Creonte, soberano de esta tierra, iba a expulsar de este


suelo a estos niños con su madre (v. 70-75).

El ultraje va in crescendo. Y agrega el pedagogo:

Acabas de comprender que todo el mundo se ama más a


sí mismo que a su prójimo (unos con razón y otros por in­
terés), si te fijas en que su padre no los ama a causa de
su lecho (v. 85-90).

¿Jasón no ama a sus hijos? Es dudoso. No nos quede­


mos tan rápido con las afirmaciones psicologistas de la
nodriza y el pedagogo; veremos que en realidad no se
trata de eso, lo que sucede es algo peor.
Medea avanza en su desgracia y sus gritos:

(Desde dentro.) ¡Ay, sufro, desdichada, sufro infortunios


que merecen grandes lamentos! ¡Ay, hijos malditos de
una odiosa madre, así perezcáis con vuestro padre y to­
da la casa se destruya! (v. 110-115).

La de Medea es una maldición y al mismo tiempo una


automaldición, porque ella misma se ubica en el lugar de
un ser odioso. Algo que nos indica que esta mujer está su­
friendo un dolor extremo. Y lo declara textualmente:

136
¡Ay, que la llama celeste atraviese mi cabeza! ¿Qué ga­
nancia obtengo con seguir viviendo? ¡Ay, ay! ¡Ojalá me li­
bere con la muerte, abandonando una existencia odiosa!
(v. 140-150).

Subrayo esta última frase: “¡Ojalá me libere con la


muerte, abandonando una existencia odiosa!”. No es que
ella quiera morir, ella quiere abandonar una existencia
odiosa; no es lo mismo la vida que la existencia. Si tene­
mos oportunidad de hablar con alguien que imaginó o lle­
vó adelante un intento de suicidio, muy probablemente le
oiremos decir: “Yo no quise morir, pero quiero salir de es­
ta existencia, no soporto existir así”. Hay una diferencia
sustancial entre la relación con la vida y la muerte, por
un lado, y con la existencia por el otro.
Medea nos aclara por qué esa existencia le resulta in­
tolerable, después del verso 225:

Tbdo ha acabado para mí y, habiendo perdido la alegría


de vivir, deseo la muerte, amigas [le habla al coro com­
puesto por las mujeres corintias], pues el que lo era todo
para mí, no lo sabéis bien, mi esposo, ha resultado ser el
más malvado de los hombres (v. 225-230).

Si la tuviera a Medea acostada en el diván, podría pre­


guntarle: ¿por qué su marido era todo para usted? Ella nos
corregiría, probablemente con un gesto de desprecio, y nos
respondería como lo hace en el texto. No se trata de nin­
guna tendencia a un amor posesivo. Jasón era todo porque

Un hombre, cuando le resulta molesto vivir con los su­


yos, sale fuera de casa y calma el disgusto de su corazón
[yendo a ver algún amigo o compañero de edad]. Noso­
tras, en cambio, tenemos necesariamente que mirar a
un solo ser. Dicen que vivimos en la casa una vida exen­
ta de peligros, mientras ellos luchan con la lanza [se re­
fiere al lugar de la mujer, quien era “invitada” a aceptar
que la felicidad, para ella, eran su marido y sus hijos y,

137
en general, el orden doméstico!. ¡Necios! Preferiría tres
veces estar a pie firme con un escudo, que dar a luz una
sola vez (v. 240-250).

Posición fálica de Medea que no habla sólo de la dificul­


tad para enfrentar la envidia del pene, como afirma una
sentencia clásica freudiana, sino que muestra también el
lugar donde a esta mujer se le propone que consuma su go­
ce: “Todo tu goce debe encauzarse mirando a quien ames y
dedicándote a tus hijos”. Una garantía, por cierto, de re­
sultado catastrófico si precisamente ése a quien se invitó
para ser todo en su vida, se sustrae. ¿Advertimos la mag­
nitud de la trampa a la que esta mujer es llevada? Arries­
ga todo por estar con este hombre, acepta las reglas que la
sociedad le impone, y de pronto se encuentra con que
aquel a quien ella consagró su vida se sustrae sin aviso.
El crescendo en el ultraje prosigue: viene a hablarle
nada menos que Creonte, rey de Corinto y parte implica­
da, porque es el padre de la nueva esposa de Jasón:

A ti, la de mirada sombría y enfurecida contra tu espo­


so, Medea, te ordeno que salgas desterrada de esta tie­
rra, en compañía de tus dos hijos y que no te demores.
Ya que yo soy el árbitro de esta orden, no regresaré a ca­
sa antes de haberte expulsado fuera de los límites de es­
ta tierra (v. 270-275).

Reparemos en el modo brutal en que esta mujer va


siendo acorralada. Medea le pide que la deje permanecer
un solo día; busca fundar sus demandas para que Creon­
te las acepte:

[...] pensar de qué modo me encaminaré al destierro y


encontrar recursos para mis niños, ya que su padre no
se digna ocuparse de sus hijos (v. 340-345).

Allí, como corresponde a una buena tragedia, Creonte


vacila, finalmente accede a que se quede un día más. Ya

138
hemos visto que el malo sólo pierde cuando no se anima a
ser malo hasta el extremo; para ser verdaderamente malo
hay que ser malo hasta al final. Si uno lo consigue, enton­
ces contará con una estatua, como los Sforza en Milán. El
problema se presenta cuando el malo titubea y busca ser
amado; para ser malo, hay que decidirse a renunciar a que
el otro nos ame -lím ite de lo aceptable para el humano-.
Creonte, entonces, acepta la petición de Medea, quien
nos revela algo de la maquinación de su venganza cuan­
do se dirige al coro:

¿Crees que yo habría adulado a este hombre, si no fuera


por provecho personal o maquinación? (v. 365-370).

Habla en nombre de Hécate, una de las diosas del in­


fierno, pero el infierno griego no es el judeo-cristiano, no
es el infierno de San Juan, no tiene la connotación del
castigo del mal. Jura por Hécate: “ninguno de ellos se rei­
rá de causar dolor a mi corazón” (v. 395-400).
Este es un punto clave, recurrente en Medea: le resul­
ta insoportable que se rían del dolor que le causan a su co­
razón. El lugar de la burla le resulta intolerable, ella no va
a aceptar sin más, como lo haría un hazmerreír, semejan­
te ultraje. En el coro hay una estrofa que permite conjetu­
rar algo de la posición que podríamos atribuirle a Eurípi­
des, aunque como buen autor, enuncia frases contradicto­
rias. Como señalaba Bembibre, hay una discusión acerca
de si Eurípides alega en favor de la mujer, en su contra o
si ésta le resulta indiferente.
Así, el coro dice:
Las corrientes de los ríos sagrados remontan a sus fuen­
tes y la justicia y todo está alterado. Entre los hombres
imperan las decisiones engañosas y la fe en los dioses ya
no es firme. Pero lo que se dice sobre la condición de la
mujer cambiará hasta conseguir buena fama, y el presti­
gio está a punto de alcanzar al linaje femenino; una fama
injuriosa no pesará ya sobre las mujeres (v. 409-420).

139
Eurípides nos habla de una injuria que se proyecta en
la trama social, y que concierne al lugar de la mujer, al
peligro que la mujer implica. Medea lo asume (cf. verso
889): para ella, mujer y calamidad quedan identificadas.
Como diría San Agustín, las mujeres son la encarnación
del diablo; si no hay más remedio, pongámoslas bajo los
santos sacramentos.
Afirma el texto que a las mujeres no les fue enseñado
el canto legado a los hombres, con el que hubieran podi­
do exaltar el valor de su condición femenina. En un libro
de Alain Didier-Weill (1998), que lleva por título Invoca­
ciones, el autor menciona que el canto en las mujeres, en
un comienzo consagrado al culto dionisíaco, fue un modo
de hacer escuchar la antigua religión materna en el es­
pacio de la polis: retorno de lo que había sido expulsado,
que vuelve como canto y danza.
En cuanto a Medea, la tragedia avanza y a Jasón se le
ocurre preocuparse, ante la que fuera su mujer, por el
destino de sus hijos. Medea aprovecha para decirle algu­
nas palabras, no de las más dulces, por cierto:

[...] y has tomado un nuevo lecho a pesar de tener hijos.


Si no los hubieras tenido, se te habría perdonado enamo­
rarte de ese lecho (v. 485-490).

Es una frase enigmática. Podríamos entenderla como


un prejuicio moral, en tanto un hombre que tiene hijos
debería ser más responsable. Pero les propongo otra in­
terpretación. En R.S.I., Lacan nos enseña que lo que lla­
mamos “perversión” , en su función propiciatoria, es la
versión al padre, cuando éste se ubica bien, liga, enlaza
adecuadamente a la madre con sus hijos. Se afirma allí,
entonces, algo más que un prejuicio social.
Escuchemos la respuesta de Jasón, para apreciar el de­
sencadenamiento de la obra. Cuando ella le recuerda lo
que hizo por él -M edea tampoco era inocente, había des-

140
cuartizado a su hermano para que el padre se entretuvie­
ra juntando los pedazos y de ese modo poder huir; había
convencido a las hijas de Peleas para que descuartizaran
al padre y luego lo pusieran en una olla con el fin de que
rejuveneciera, algo que jam ás ocurrió-, asegura que lo hi­
zo por amor, creyendo en su palabra. Jasón le responde:

En lo que a mí se refiere, puesto que exaltas en demasía


tus favores, considero que Cipris [Afrodita] fue, en la
travesía, mi única salvadora entre los dioses y los hom­
bres. Tu espíritu es sutil, qué duda cabe, pero te es odio­
so declarar que Eros te obligó, con sus dardos inevita­
bles, a salvar mi persona (v. 525-535).

No es conveniente decirle eso a una mujer, y menos si


está enojada. No creo que exista una compañía de segu­
ros que acepte una póliza para un hombre que dice estas
cosas; es peor que jugar con fuego. La respuesta de Jasón
significa algo así como: “Lo que hiciste estuvo bien, pero
vamos a hablar desde la verdad, estabas enamorada de
mí”. Ubiquémonos en el lugar de Medea: “Yo a este tipo
quiero arrancarle los ojos, cortarle la lengua, despeda­
zarlo”. La tragedia suele extremar los rasgos, lindando
con la caricatura.
Se justifica luego Jasón:

[...] lo hice con la intención de llevar una vida feliz y sin


carecer de nada, sabiendo que al pobre todos le huyen,
incluso sus amigos (v. 555-565).

Admite, de este modo, que se casa con la hija del rey


de Corinto no por amor, sino para acceder a una vida có­
moda, porque la condición del pobre carece de gracia.
Continúa:

[...] y, además, para poder dar a mis hijos una educación


digna de mi casa y, al procurar hermanos a los hijos na­
cidos de ti, colocarlos en situación de igualdad y conse­

141
guir mi felicidad con la unión de mi linaje, pues, ¿qué ne­
cesidad tienes tú de hijos? (v. 560-565).

A continuación, le propone a Medea que se vaya con


los hijos tranquila, porque él se va a encargar, teniendo
otros hijos, de hacer reconocer a los primeros cuando
sean mayores, por tener hermanos que pertenecen a la
casa real. Cabe resumirlo así: “Lo hago por tu bien, Me­
dea, por aquello que más querés, tus hijos” . Añade, para
que ella lo ame aún más:

Los hombres deberían engendrar hijos de alguna otra


manera y no tendría que existir la raza femenina: así no
habría mal alguno para los hombres (v. 570-575).

La progresión de la tragedia es asombrosa: no se puede


creer lo que este hombre le está diciendo a la que fuera su
mujer. Ella tiene la gentileza de decirle cómo hubiera po­
dido encarar alguna alternativa, llegar a algún acuerdo:

Hubiera sido necesario, si realmente no fueras un malva­


do, que hubieras contraído este matrimonio después de
haberme persuadido, pero no a escondidas de los tuyos (v.
585-590).

Es decir, Medea tal vez lo hubiera aceptado con la


mediación del discurso, pero Jasón provocó una brutal
intervención en lo Real -instauró el trauma extrem o-.
La frase de Medea la sitúa en su dignidad:

No deseo una vida feliz pero dolorosa, ni una prosperi­


dad que desgarre mi corazón (v. 595-600).

Sostiene, de este modo, su deseo y su amor frente a


quien la deja de lado, junto con sus hijos, en función de
los bienes. Jasón le responde:

¿Sabes cómo cambiar tu súplica y mostrarte más sensa-

142
ta? ¡Que el bien nunca te parezca doloroso [en realidad,
está hablando de los bienes: que nunca te parezca dolo­
roso, en tanto haya bienes a cambio, que tu marido se
vaya con otra, aunque eso signifique perder tu dignidad,
tus hijos: es la sensatez del oportunismo], ni en la bue­
na fortuna creas que eres desafortunada! (v. 600-605).

Las damas del coro, que intuyen que esto no puede


terminar bien, comentan:

Los amores demasiado violentos no conceden a los hom­


bres ni buena fama ni virtud. Pero si Afrodita se presen­
ta con medida, ninguna otra divinidad es tan agradable.
¡Nunca, soberana, lances sobre mí, desde tu áureo arco,
el dardo inevitable ungido con el deseo! (v. 625-636).

Hay algo sublime en el amor, pero también hay algo


de lo Unheimlich, del horror. El texto lo plantea en tér­
minos de medida; para nosotros -lo anticipam os- es una
cuestión de enlace: según con qué se conjugue ese amor,
será un amor sublime o un amor que lleve a la muerte.
Medea comienza a maquinar su venganza, piensa en
matar a sus hijos: dónde podría ser recibida después de
semejante acto. Nos encontramos aquí con algo que m u­
chas veces se le critica a Eurípides, como son las irrup­
ciones en el discurso, en la trama, que parecen contin­
gentes, meras digresiones: Egeo, rey de Atenas, intervie­
ne como personaje innecesario, pero se incluye en la te­
mática que propone la tragedia. Medea y Egeo se cono­
cían, se saludan; él le cuenta por qué se encuentra en
esas tierras: “Buscando el medio de obtener simiente de
hijos” (v. 665-670). Medea le pregunta: “¡Por los dioses!
¿Has vivido sin hijos hasta hoy?” . Egeo le responde que
no puede tenerlos. Mediante una frase enigmática, el
oráculo le dice a Egeo que tenga cuidado, “Que no desa­
te el pie que sale del odre...”. Medea le cuenta lo que le
ha pasado con Jasón, Egeo no quiere comprometerse de­
masiado. Medea le dice: No me protejas ahora, me las

143
arreglaré para llegar a tu reino, pero necesito tu ju ra­
mento de que me vas a defender cuando me reclamen
desde Corinto o desde el reino de Peleas; me tienes que
jurar por los dioses que no me entregarás. A cambio, te
ayudaré para que tengas hijos. Egeo le promete que la
va a recibir porque considera injusto lo que ella padece
y se marcha. M edea decide entonces avanzar con su
plan. Según la mitología (esto ya no forma parte de la
tragedia), Medea le dio un hijo a Egeo, motivo de una
nueva historia.
Medea confiesa que quiere matar a sus hijos. Retor­
namos sobre la pregunta: ¿los ama o no los ama? ¿Es
una mujer que odia a sus hijos? El acto es horrible, sólo
adjudicable a alguien salvaje que desconoce la ley. ¿M e­
dea es alguien totalmente ajeno a nosotros, o nos está
acercando algo nuestro que nos horroriza, sólo transmi­
tido veladamente?
En el verso 790, Medea afirma:

Ahora sin embargo cambio mis palabras y rompo en so­


llozos ante la acción que he de llevar a cabo a continua­
ción, pues pienso matar a mis hijos, nadie me los podrá
arrebatar y, después de haber hundido toda la casa de
Jasón, me iré de esta tierra huyendo del crimen de mis
amadísimos hijos y soportando la carga de una acción
tan impía. No puedo soportar, amigas, ser el hazmerreír
de mis enemigos.

Contrariamente a lo que afirmaba la nodriza, Medea


no está contenta por matar a sus hijos - y no parece estar
m intiendo-. El verso termina enunciando la razón de sus
actos: “No soporto ser el hazmerreír de mis enemigos”. Y
agrega algo que había sido subrayado ya como una forma
del odio: “Así quedará desgarrado con más fuerza mi es­
poso” (v. 815-820). Se trata de atacar a Jasón de un mo­
do que lo desgarre al extremo.
Medea hace llamar a Jasón y le pregunta con ironía:

144
¿Por qué ser enemiga de los soberanos de esta tierra y de
mi esposo, que hace lo más útil para nosotros, tomando
por esposa a una princesa y pretendiendo engendrar
hermanos para mis hijos?
Ahora te elogio y me parece que has actuado con sen­
satez, proporcionándonos esta alianza, mientras que yo
he sido insensata, pues debería haber participado en tus
planes y haberte prestado ayuda en su realización, ha­
ber asistido a tu boda y sentir alegría en ocuparme de tu
esposa. Pero somos lo que somos, no diré una calamidad,
sencillamente, mujeres (v. 875-880).

Voy a subrayar una frase que se repite dos veces de


modo idéntico e incluso una tercera, análoga a las prece­
dentes; la frase nos indica qué se está vertebrando, cuál
es la razón de lo que está por suceder. Desde el verso
1040 hasta el 1080, dice Medea a sus hijos:

¡Ay, ay!, ¿por qué me miráis con vuestros ojos, hijos? ¿Por
qué sonreís como si fuese la última sonrisa? ¡Ay, ay!
¿Qué voy a hacer? Mi corazón desfallece cuando veo la
brillante mirada de mis hijos. No podría hacerlo. Adiós a
mis anteriores planes. Sacaré a mis hijos de esta tierra.
¿Por qué, por afligir a su padre con la desgracia de ellos,
debo procurarme a mí misma un mal doble? ¡No y no!
¡Adiós a mis planes!
Pero, ¿qué es lo que me pasa? ¿Es que deseo ser el haz­
merreír, dejando sin castigar a mis enemigos? Tengo que
atreverme. ¡Qué cobardía la mía, entregar mi alma a
blandos proyectos! Entrad en casa, hijos. A quien la ley
divina impida asistir a mi sacrificio, que actúe como
quiera. Mi mano no vacilará. ¡Ay, ay! ¡No, corazón mío,
no realices este crimen! ¡Déjalos desdichada! ¡Ahorra el
sacrificio de tus hijos! Aunque no vivan conmigo me ser­
virán de alegría.
¡No, por los vengadores subterráneos del Hades! Nunca
sucederá que yo entregue a mis hijos a los enemigos pa­
ra recibir un ultraje. (Es de todo punto necesario que
mueran y, puesto que lo es, los m a ta ré y o qu e les he d a ­
d o el ser.)

145
[...] ¡Oh mano queridísima, boca queridísima, rasgos y
noble rostro de mis hijos! ¡Qué seáis felices pero allí!
Vuestro padre os ha privado de la felicidad de aquí. ¡Oh
dulce abrazo, oh suave piel y aliento dulcísimo de mis
hijos!
[...] Sí, conozco los crímenes que voy a realizar, pero mi
pasión es más poderosa que mis reflexiones y ella es la
mayor causante de males para los mortales. [La bastar­
dilla es mía.]

La frase subrayada reaparece en los versos 1240-


1250, cuando da la razón de su crimen:

Es de todo punto necesario que mueran y, puesto que es


preciso, los m a ta ré y o que los he en gen d ra do [...] Porque
aunque los mate, ten en cu enta que eran carne d e tu ca r­
n e; seré una mujer desdichada. [La bastardilla es mía.]

Las dos primeras frases y esta última insisten en el


hecho de que sus hijos fueron engendrados por ella; así
explica por qué los habrá de matar con su propia mano.
La escena de la muerte es terrible, se escucha decir a
uno de los niños: “¡Ay de mí! ¿Qué hacer? ¿Adonde huir
de las manos de mi madre?”, y al otro que responde: “No
lo sé, hermano queridísimo. Estamos perdidos”.
Sobre el final se produce el encuentro de Medea con
Jasón, en cuyo transcurso ella le expresa su anhelo de
hacerlo sufrir hasta el extremo. Él, que alardeaba de
poseer un linaje, de su inscripción en una casa real y de
hijos que iban a continuar su familia, sufrirá sin descen­
dencia. Por haber perdido a su esposa y a sus hijos, lo
aguarda el futuro de una vejez triste y solitaria.
Ya sobre el desenlace, para nuestra gran sorpresa,
Medea es ayudada por los dioses: Zeus le entrega un ca­
rro alado para llevar los cuerpos muertos de sus hijos. El
comentario final dice:

Zeus en el Olimpo es el dispensador de muchos aconte-

146
cimientos y muchas cosas, inesperadamente, concluyen
los dioses. Lo esperado no se llevó a cabo y de lo inespe­
rado un dios halló el camino. Así se ha resuelto esta tra­
gedia (v. 1415).

Se comprende ahora por qué Eurípides no ganaba los


concursos... Esta tragedia deja un sabor amargo, es terri­
ble, brutal. ¿Y por qué? ¿Qué es lo que nos propone este
relato?

Primero, para tranquilizam os, volvamos sobre algo


conocido: el nudo borromeo en su forma clásica de tres
anillos puestos en el plano:

a: plus de goce
JA: goce del Otro
JO: goce fálico

Se trata de una escritura topológica, son cuerdas en el


espacio tridimensional, pero nosotros vamos a hacer lo
que se llama la mise-à-plat, la puesta en el plano. La es­
cribimos según la fórmula conocida con el tercer anillo
que los anuda, por arriba del de arriba, por abajo del de
abajo.
Tenemos así un nudo borromeo de tres anillos. Si­
guiendo la escritura a la que recurre Lacan en la Troisiè­
me, situamos Real, Imaginario y Simbólico; no es casual
que lo haya hecho en ese orden: estoy diciendo que lo
Simbólico viene a anudar lo Imaginario y lo Real para

147
constituir el nudo. Si bien esto es correcto, no excluye
otras alternativas. Podría decir que lo Imaginario viene
a anudar adecuadamente lo Simbólico y lo Real. ¿Por qué
lo hice de ese modo? Por dos razones distintas: si bien es
verdad que el nudo viene a confirmar en la teoría y la en­
señanza de Lacan la necesidad de los tres registros una
vez constituida la estructura, no quita que lo específico
del viviente humano sea su referencia a lo Simbólico. Po­
nemos en el campo de lo Real, vida, y en el campo de lo
Simbólico, muerte.
Subrayemos aquí una frase de Medea: “Los mataré
con mi mano porque les he dado el ser”. Se trata del ser,
que en Nietzsche equivale a la vida, a su devenir (Vegh,
1998: 154). Ella ratifica: “carne de mi carne”. Cuando La-
can escribe el nudo borromeo de este modo que grafica-
mos y pone vida en el campo de lo Real, hace asociacio­
nes que parecen arbitrarias: nos remite al goce de la
planta, habla del ADN... ¿Qué nos está diciendo? Fue
preciso acudir al nudo borromeo para escribir lo real de
lo Real; no lo real de lo Simbólico, donde podría alojarse
el sujeto del Inconsciente, sino lo real de lo Real -h ace un
chiste al respecto: “lo Real al cuadrado”, señala-. Y en
ese campo de lo real de lo Real, lo real del registro de lo
Real, escribe vida. ¿Por qué no podríamos escribir ahí
también lo real del cuerpo, el ser que engendra el ser?
Estoy proponiendo una tesis que implica cuestionar
una afirmación de nuestro querido padre Freud. Digo que
cuando una mujer quiere un hijo no sólo quiere el falo que
el padre no le dio; el amor de una madre no es reducible al
deseo de un falo, sino que hay algo del ser que funda el
amor; es una afirmación del ser que se quiere ser, como di­
ría Heidegger; es una afirmación de la vida. Pero, como
nos enseñara Heráclito y lo subrayara Lacan, cuando la
vida se afirma sin el límite de lo Simbólico, conduce rápi­
damente a la muerte. La frase conocida de Heráclito afir­
ma que Bios es el arco de la vida y su obra es la muerte.

148
Se trata de la maternidad y de lo que hay de Real en el
amor de una madre. Pero nos enseña mucho más que eso:
lo que tiene de Real el fundamento del amor.
Y cabe recordar aquí la distinción que hacemos entre
Affekt y Gefhül, afecto y sentimiento. El afecto, concier­
ne lo Real. El amor y el odio afectan lo Real; el senti­
miento es la dimensión imaginaria del afecto.
Retomo la frase enigmática, pronunciada por el Cori­
feo, según la cual el amor es bueno cuando tiene su me­
dida, de otro modo se torna terrible. Se trata de lo terri­
ble del amor cuando no tiene el límite de lo Simbólico. En
este amor fundado en lo Real, quiero al otro como afirma­
ción de mi ser. Algo que también define al odio, aunque
no bajo todas sus formas ya que depende de su enlace.
Así, puede tratarse de un odio que se dirige al otro y aspi­
ra a su extinción, en la medida que obstruye la afirma­
ción de mi ser, o bien un odio que se dirige al otro para
deshacer parcialmente su consistencia, de modo que mi
existencia como sujeto resulte admisible. Es el odio del
adolescente que se dirige al lugar del ideal para encon­
trar su lugar como sujeto; es el odio propiciatorio, como
dice Lacan refiriéndose a unos alumnos que no lo aman
pero lo leen, y no anulan su existencia.
En la tragedia se trata de lo Real del amor de una m a­
dre, he ahí el horror que Medea nos acerca, horror de
cualquier amor cuando es sólo amor fundado en lo Real.
En esa madre que está gimiendo, quiero que escuchen
lo Real de su amor, puesto en escena mediante ese grito
que se hace canto. Lacan dice textualmente: “Si quieren
escuchar lo Real, escuchen a una mujer cantando”. Los
remito a la segunda aria del Stabat Mater de Pergolesi:
la Virgen, la madre de Cristo, llora dolorida al pie de la
cruz; es una madre que llora. Dice así: "... y en su alma
gimiente, contristada, desfalleciente, una espada se hun­
día”. Escuchemos allí el grito de esa carne atravesada
por la espada del dolor. Es lo que nos llega cuando una

149
madre pierde a su hijo; el grito describe su desgarro in­
consolable. Se trata de un duelo que se puede elaborar
hasta cierto límite, pues una parte, de por vida, queda
como algo de la carne que se perdió.
¿Cómo se gesta la trama de Medea? Plantea el horror
poniéndonos en presencia de una madre que mata a sus
hijos, cuando la cultura, casi sin excepción, enaltece el
amor materno. Valoración legítima, sin duda, si conside­
ramos cuánto sacrificio, cuánto tiempo de su vida y qué
don de su deseo debe operar en una madre para que su
hijo pueda crecer, criarse. Sin embargo, aquí se muestra
cómo ese amor - y avanzamos así en la formulación de
nuestra tesis-, desanudado del orden fálico, emerge con
lo que tiene de horror. Ya no se trata del peligro que re­
presenta el extranjero, sino de lo más íntimo, transfor­
mado en peligroso cuando se desanuda del orden simbó­
lico, del orden fálico. Por eso les decía que hay una afir­
mación de Lacan, en el seminario R.S.I., necesaria para
entender por qué Medea es arrastrada a esta posición.
La encontramos en la clase del 21 de enero de 1975:

Pero lo que una mujer a-coje de eso no tiene nada que


ver con la cuestión. Aquello de lo que se ocupa es de otros
objetos a, que son los hijos, ante quienes el padre sin em­
bargo interviene -excepcionalmente en el buen caso-
para mantener en la represión, en el justo me-dios, la
versión que le es propia de su p è r e -v e r sio n , sola garantía
de su función de padre, la cual es la función de síntoma
tal como la he escrito.
Es suficiente que él sea un modelo de la función. He aquí
lo que debe ser el padre, en tanto él no puede ser más
que excepción.
No puede ser modelo de la función sino al realizar el ti­
po de ésta. Poco importa que tenga síntomas si agrega el
de la p è r e -v e r sio n paterna, es decir, que la causa sea una
mujer, que sea adquirida para hacerle hijos, y que a es­
tos, lo quiera o no, brinde cuidado paterno.

150
Se trata de un padre que, para situarse en su correc­
ta función, en la versión que le corresponde, propicia la
relación de la madre con su hijo, al depositar en su mu­
jer la causa de su deseo.
Quiero destacar algo que me parece que el nudo borro-
meo muestra suficientemente: en el lugar donde se recu­
bren los tres agujeros, Lacan escribe “a”, coloca entre
Imaginario y Real, goce del Otro (JA), y entre Simbólico
y Real, goce Fálico (JO). Es fácil deducir que el destino de
este a no va a ser el mismo si está enlazado con el goce
del Otro o si lo está con el goce fálico. Si lo trasladamos
al amor de una madre, podemos decir que para ella el va­
lor de su hijo será diferente, según pueda enlazarlo o no
al orden fálico, donde la función del marido puede ser
esencial. Cuando no lo logra, el hijo se reduce a ser car­
ne de su carne: el ser, como explica Medea, engendrado
por su ser.
Este amor Real de una madre no encuentra su moti­
vación en los atributos del niño; no encuentra su funda­
mento en el sustituto fálico que éste podría representar.
Es el ser que quiere la afirmación como ser, es la exten­
sión de su ser. Ella otorga, por su amor, valor a esos pe­
queños objetos a que contribuye a engendrar. Se ubica co­
mo Otro primordial, fuente primaria de un amor inmoti­
vado, un amor que no se funda en el deseo, y que puede
pasar a ser un amor anudado al deseo sólo cuando inclu­
ye el orden fálico.
Consideramos que este amor real está en el origen del
encuentro con el prójimo.

151
8. EL GOCE Y SUS DESTINOS

Nos acercamos a las conclusiones de este texto. El im­


pacto del clamor de una madre desgarrada ante la pérdi­
da de su hijo, como nos lo hace llegar el Stabat Mater de
Pergolesi, nos ayuda a sostener y explicitar las tesis que
queremos proponer.
Situaría como eje de este desarrollo la frase según la
cual “es por su invocación que el otro adviene a la condi­
ción de prójimo”, donde ese “su” tiene la precisa ambigüe­
dad que le permite girar para ambos lados: ser invocado
o ser quien promueve la invocación.
Esta cuestión del prójimo nos condujo a revisar el va­
lor de la máxima cristiana que, como decía Pablo, era su­
ficiente para sustituir la ley, o para que, ya más cercano
a nosotros, Lacan dijera: “Toda ética cristiana se resume
en esa máxima: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»”.
M áxima que si tiene algo de revulsivo, si lo tuvo incluso
en vida de Cristo, fue porque propuso algo que excedía el
valor que esta misma frase podía tener en el Antiguo Tes­
tamento.
El amor cristiano se ofrece como un amor que no pue­
de resolverse, como no sea gracias a un deslizamiento
fallido en la perspectiva a la que nosotros, como psicoa­
nalistas, estamos más habituados: la del amor que

153
Freud reconocía en el Eros, el amor que se funda en la
falta.
Esta máxima a la que nos referimos, extensión inad­
misible del orden de la ley, sostiene que los últimos se­
rán los primeros, que amarás a amigos y enemigos, co­
mo enseñan las parábolas. Así, en la de la vendimia,
quienes se acoplaban al trabajo a última hora recibían
igual pago que aquellos que habían comenzado al ama­
necer; en la del hijo pródigo, quien retorna al hogar des­
pués de despilfarrar la fortuna heredada es recibido por
su padre con una fiesta y provoca la justa irritación del
hermano. Es un amor cristiano que choca con nuestra
idea de justicia.
Siguiendo a Anders Nygren, se trata de un amor in­
motivado cuyo fundamento, por lo menos en la teología
cristiana, es el amor inmotivado de Dios. El agape se fun­
da en el amor inmotivado de Dios, diferencia extrema
con el amor platónico, donde el sujeto puede, gracias a
una ascesis progresiva, acercarse al Otro. En esta pers­
pectiva no hay posibilidad de acercarse a Dios por vía del
mérito; es la Gracia Divina la que condesciende o no a
brindarnos Su amor.
Cuando una religión se sostiene, como es el caso del
cristianismo, durante dos milenios, cabe suponer que ha
tocado algo fuerte de la estructura subjetiva. Nuestra
pregunta, aquella de donde partimos con entusiasmo,
apuntaba a descubrir qué guarda esta máxima central
del cristianismo, encam ada por Jesucristo, y qué nove­
dad supuso para la civilización. Si conmueve la estructu­
ra en una u otra medida, tendríamos allí la ocasión de
acercarnos a algo impensado que nos habita.
Fuimos a Medea e hicimos resaltar, como también en
el Stabat Mater, un aspecto que atañe a la condición del
Otro. Ustedes dirán: pero entonces no se trata de Dios...
Luego veremos por qué podemos hacer ese pasaje.
Recorrimos aquello que en los maternas lacanianos se

154
escribe con la A mayúscula y que puede ser el Otro pri­
mordial, la madre. Vimos que en Medea aparece repeti­
do en el colmo del horror, cuando dice “Como yo les di el
ser, yo misma he de matarlos”, refiriéndose a sus hijos.
Sabemos que, en última instancia, aquello que de es­
ta tragedia despierta nuestro horror y nos conmueve des­
pués de tantos siglos, es que muestra a una madre m a­
tando a sus hijos. Medea no dice que los odia, como afir­
ma la nodriza; llora, clama por el dolor que sufrirá el res­
to de su vida por haberlos matado, los llama “hijos ama­
dísimos”, pero asegura también: “Como yo les di el ser, he
de matarlos con mi mano”.
¿Qué encontrábamos como eje de esta frase? Subraya­
mos en tal sentido -com o lo hizo Carlos Bembibre en su
texto- la posibilidad de registrar allí algo de eso que se
nombra mujer -después veremos que convendría hablar
de una mujer, como nos enseñó Lacan-, que no se inscri­
be en el que llamamos orden fálico.
Sostenemos la tesis de que en el amor de una madre,
no podemos solamente reconocer la dimensión de la falta
que la lleva a desear un hijo.
¿De qué modo explicamos el salto del amor inmotiva­
do de Dios a esta referencia a Medea, o al dolor de la Vir­
gen descrito en el Stabat Mater como una espada que se
hunde en las entrañas, de modo tal de situar en la mis­
ma referencia a lo real, tanto ese dolor como el amor de
Medea?
Cuando hablamos de lo real, no se trata sólo de lo real
del goce, sino también de lo real de los afectos. Dijimos
que los afectos afectan lo Real, del mismo modo que el do­
lor. Sin embargo, no homologamos tan simplemente do­
lor y goce: hay un dolor que puede convertirse en goce y
un dolor que es enteramente dolor.
¿Qué nos llevó a plantear esta homologación del lugar
donde se gesta el amor inmotivado, ya sea el de Dios, el
de Medea o el de la Virgen en tanto madres?

155
Cito del seminario de Lacan, Le Sinthóme, un breve
párrafo de la clase del 16 de marzo de 1976:

Pero hay otra barra que consiste en barrar, a saber ella


es como esta barra - 3 x yo lamento no haberlo he­
cho de la misma forma en otra parte, es así como habría
sido más ejemplar, ella dice que no hay Otro que respon­
dería como p a rten a ire estando aquí toda la necesidad de
la especie humana de que haya Otro del Otro. No hay
Otro del Otro, no hay madre primordial y padre primor­
dial, es esto que se llama generalmente Dios, pero del
cual el análisis devela que es simplemente “La Femme”
(Lacan, 1996: 11).

Se trata del Otro del Otro que el ser humano anhela co­
mo garante de un amor. Como ejemplo, tenemos el mensa­
je tan frecuente en los taxis: “Sonríe Dios te ama”. Noso­
tros, los analistas, hacemos un leve desplazamiento cuan­
do ponemos la foto de Freud y decimos “Sonríe, Freud te
ama”... Ese lugar del Otro que podemos llamar Dios, es
también el lugar de “la femme”, que no existe -dice La-
can-; en tanto “la” como artículo que indicaría la univer­
salidad, es inexistente; las mujeres no hacen conjunto y
una mujer tampoco es un conjunto, hay algo en cada mu­
jer que escapa al orden fálico, a la eficacia de la palabra.
Encontramos en esta referencia una forma de justifi­
car por qué recurrimos a Medea, nos preguntábamos
dónde se gesta el amor inmotivado.
Lo voy a desarrollar desde otra perspectiva, para lue­
go volver a esta relación de la madre con el hijo y al amor
al prójimo. Entiendo que se trata de la discusión que
mantuvo Lacan en los últimos años con los postnietzs-
cheanos, entre los cuales los más célebres son Michel
Foucault y Gilíes Deleuze. Sus interlocutores privilegia­
dos dejan de ser entonces otros psicoanalistas, como en
la época de sus seminarios La angustia o La identifica­
ción, cuando su gran contrincante era Daniel Lagache

156
-u n psicoanalista de gran valor, sin duda-, o aún antes,
cuando discutía con Kris, Hartmann, Melanie Klein o
Balint, desde la perspectiva del psicoanálisis inglés o
americano. La polémica que pasa a ocupar un primer
plano toma como eje el pensamiento de ese gran filósofo
que fue Nietzsche, cuyo gran mérito, tal como yo lo en­
tiendo, reside en su revalorización del encuentro con lo
Real, velado por siglos de idealismo e idealizaciones.
Nietzsche es el pensador que a fines del siglo X IX rea­
liza una crítica extrema de la civilización judeocristiana,
del monoteísmo. En un texto postumo, La voluntad de
poderío (Der Wille zur Machí), dice:

Que se devuelva al hombre el valor de sus instintos na­


turales.
Que se impida su propia subestimación (no del hombre
como individuo sino del hombre como Naturaleza).
Que se extraigan de las cosas las contradicciones, des­
pués de comprender que somos nosotros los que las he­
mos introducido en ellas.
Que se suprima completamente la idiosincrasia social de
la existencia (culpa, castigo, justicia, honradez, libertad,
amor, etcétera).
Progreso hacia la naturalidad: en todos los problemas
políticos, también en las relaciones de los partidos, in­
cluso en los partidos mercantiles o de obreros y patro­
nos, se trata de cuestiones de poder: “qué se puede” y, so­
lo después, “qué se debe” (Nietzsche, 1981, /124).

Según nuestra terminología, la propuesta de Nietzs­


che implica levantar la opresión que han ejercido a lo lar­
go de los siglos, en la historia de la humanidad, los valo­
res de la ética y la moral judeocristianas, para reencon­
trar el valor de lo real de nuestro cuerpo. Esa es la Natu­
raleza que Nietzsche reivindica, y que retomarán Fou-
cault y Deleuze, en un cuestionamiento que nos afecta
porque apunta a una tesis esencial del psicoanálisis. Pa­
ra estos pensadores, no hay por qué sustentar el m ovi­

157
miento del ser humano en la falta, sino en la afirmación
de la vida: “es lo que es sin contradicciones”. ¿Qué busca
la vida?; extenderse como tal.
Lacan responde que en el ser humano no encontramos
el correlato de nada semejante. Lo escribe así:

Lo real del ser humano es el nudo. Y le da un lugar a


la propuesta de Nietzsche: pone en el espacio que corres­
ponde a lo real de lo Real, Vida. Al comienzo de su ense­
ñanza, Lacan denominaba “real” a una fisiología que ex­
cluía del campo del psicoanálisis; ahora lo reintroduce.
¿Qué dice por su parte Heidegger de la propuesta
nietzschiana? Comenta los aforismos del texto menciona­
do: “El devenir es para Nietzsche la voluntad de poder, la
voluntad de poder es por tanto la voluntad de la vida”
(Heidegger, 1995: 110). No es la voluntad de ser podero­
so, sino la de tener recursos para ser. “Voluntad de po­
der” es una expresión que fue mal interpretada, o pues­
ta tendenciosamente al servicio de las lecturas de orien­
tación nazi, entendida como la voluntad de imponerse a
otro. Pero no se trata de eso, sino de la voluntad de afir­
marse como vida en devenir; por eso explícita Heidegger:
voluntad de poder, devenir, vida y ser, en su sentido más
amplio, significan lo mismo en el lenguaje de Nietzsche.
Cuando éste critica los valores de la cultura que sostiene

158
nuestra civilización, propone recuperar nuestra relación
con lo real y con lo real de nuestro cuerpo, inherente a lo
que llama Naturaleza, y que también llamará Vida.
Según nuestra lectura, cuando Medea dice “Son carne
de mi carne”, nos está revelando que su amor de madre,
por un lado, se gesta en la falta, como en cualquier mu­
jer que es no-toda en relación con el falo. Siguiendo a
Freud, el falo la muestra en falta; la suple buscando al
hijo como equivalente de lo que el padre no le dio. Freud
clásico. Pero, por otro lado, cuando Medea dice “Son car­
ne de mi carne” y “Los mataré porque yo misma los he
engendrado”, nos confiesa que para una madre, un hijo
no es reducible a ese falo imaginario que viene a rem e­
diar la falta; que para una mujer, un hijo es también la
afirmación de ella como viviente, dimensión real del
amor.
¿Se trata de una dimensión en juego solamente entre
una madre y un hijo? De ningún modo; se ofrece en cual­
quier relación de amor y lo sienten en el cuerpo ustedes,
yo: cuando se produce un quiebre en ella, uno siente que
se derrumba, que el cuerpo pesa. El afecto afecta lo Real,
entendido acá como real de nuestro cuerpo.
El amor de la falta, el que se funda en la falta, es el
amor del Eros. El amor de la vida se homologa al agape,
es inmotivado, desconoce la ley. Viene del Otro que gene­
ra valor: en tanto una madre ama a su hijo como afirma­
ción de su ser, ese hijo adquiere valor. El origen del amor
al prójimo es ese amor primero del Otro; es un movimien­
to hacia el otro en una afirmación de la existencia, que su­
cede a la instituyente afirmación de mi vida, de mi ser.
¿Qué estoy diciendo con todo esto? ¿Voy a renegar de
la referencia freudiana a la castración? De ningún modo,
tan sólo indico que ella no puede ni debe hacernos igno­
rar que también lo real nos constituye en su eficacia.
Por ejemplo, en estos días en que cierto equipo de fút­
bol -a l que no voy a nombrar para no irritar a los que

159
alientan al equipo contrario-, anda m uy bien situado en
la tabla de posiciones, ir a la cancha permite registrar
muy bien algo siempre presente cuando de estadios de
fútbol se trata: ¿cuál es el momento culminante para el
espectador? El del gol. La gente grita al mismo tiempo,
la voz se hace una. Además del goce de ganarle al equipo
contrario, simple rivalidad, ese momento también impli­
ca un orden simbólico, pues se gana según reglas, hay
también una afirmación del ser: de pronto, la finitud de
mi cuerpo se extiende a la multitud -saltam os todos ju n ­
tos, nos volvemos una sola voz, un solo cuerpo-. Cual­
quiera que lo haya vivido sabe que implica una dimen­
sión de elación narcisística de extremo goce.
Cabe leer de muchos modos el mandamiento judeo-
cristiano “No matarás”. Una lectura sería: si el otro como
prójimo es una afirmación de mi ser, su muerte es un po­
co la mía. Ahora bien ¿quién es mi prójimo? Allí se sitúa
un límite, en la medida en que puedo eliminar sin proble­
mas a quien no reconozca como tal, característica de
cualquier fundamentalismo o racismo.
En versiones menores, esta afirmación del ser, de la vi­
da, podemos encontrarla ya sea en tiempos inmemoriales
o en los nuestros. Por ejemplo: ¿qué es eso que puede cau­
sar el pasaje de lo que se llama un clan, el clan Kennedy,
por citar uno conocido, a una mafia? ¿Qué es una mafia?
Tiene la estructura de una familia; no se rige por el puro
egoísmo; el padrino cuida de sus hijos, su mujer, los sobri­
nos, su nuera, los nietos, no es por ende un desalmado. El
mañoso puede mostrar un amor extremo a los que son de
su carne, pero esa afirmación desconoce la ley social, no
acepta el orden simbólico del conjunto de la sociedad. No
basta la ametralladora para que el padrino sea reconocido
como tal; tiene que cumplir con la legalidad mínima del
conjunto, que le reclama la afirmación de los lazos de san­
gre pero desconoce la ley del lazo social. Es una forma me­
nor en que se hace presente este real de lo Real.

160
Dijimos que lo Real para nosotros es el nudo. No
acompañamos a Nietzsche cuando sostiene que se trata
de desmantelar todos los valores y quedarnos solamente
con la afirmación de la vida. Alguna vez escribimos que
cuando la vida está lanzada a su propio movimiento, con­
duce demasiado rápido a la muerte (Vegh, 1998:141). Te­
sis de Freud, en Más allá del principio del placer, según
la cual la oposición entre pulsiones de vida y pulsiones de
muerte no es más que una distinción en el modo en que
consuman su recorrido: las pulsiones de vida retardan el
encuentro con el final de su camino, para cumplir con los
lineamientos de la especie; las pulsiones de muerte avan­
zan como en un cortocircuito, que las lleva lo más rápido
posible al cumplimiento de su fin. No se trata de retor­
nar a una filosofía vitalista, a una visión de la vida desa­
nudada; tampoco debemos perder de vista que está en
juego, también, lo real de lo real.
Alguien podría objetarme: “Esto que usted dice no se
sostiene, ¿dónde hay un ser humano que no sea un par-
létre, un ser atravesado por la palabra? Le diría que tie­
ne razón. Se impone entonces un mínimo recorrido por la
estructura. Y dijimos que la estructura es el nudo, tal co­
mo lo escribe Lacan hacia el final de su enseñanza, el de
los tres registros que representan, convenientemente
anudados, el parlétre.
Escribirlos del modo en que lo hace, anudados, no ex­
cluye que cada registro sea distinto del otro: lo real no es
ni lo imaginario ni lo simbólico; lo imaginario no es lo
simbólico ni lo real, y lo simbólico no es lo real ni lo ima­
ginario. Lacan nos dice que esto se pierde en las psicosis.
Estamos de acuerdo, pero también podemos, una vez he­
cha esa distinción y a los fines de un recorrido al que los
voy a invitar ahora, escribir en la neurosis la continui­
dad de los registros, sabiendo que son distintos. Lo voy a
hacer con el trébol, que permite aprehender la estructu­
ra de lo real, lo simbólico y lo imaginario en continuidad.

161
Tenemos un nudo trébol, en este caso con una particu­
laridad: para ser un nudo que se sostenga, un nudo tré­
bol que no resulte trivial, los cruces tendrían que respe­
tar la alternancia arriba-abajo. Pues bien, en el lugar 1,
se produce algo que Lacan llamará lapsus y que yo voy a
llamar error. Llamarlo lapsus tiene un cierto valor: es al­
go que podría haberse producido o no. Llamarlo error, en
cambio, me permite señalar que es un lapsus necesario.
Hay algo en nuestra estructura que es necesariamente
fallido, aún en la neurosis.
¿Cuál es la diferencia entre los lugares 1, 2 y 3? (cf. fi­
gura 1). El 1 es el lugar del error, en tanto el 2 y el 3 no
lo son. Si tomo la figura 1, levanto un pliegue y deshago
el trébol, ¿cómo se remedia el error? Por ejemplo, ubican­
do un anillo en el lugar del error (figura 2).

162
O bien en los otros cruces.

Se obtienen diferentes resultados según cuál sea la


opción para reparar el nudo, de modo tal que se sostenga
con los tres registros.
Voy a indicar con dos colores diferentes en qué consis­
tiría una reparación que interviniera en 2, lugar donde
no está el error. Vamos a obtener esto:

R = rojo
V = verde

Podemos considerar que hay una equivalencia entre


una fórmula y la otra, en la medida en que las dos hacen
el cruce del mismo modo, pero cambian los colores.1 La-
can dirá que en este caso, cuando se produce una equiva­
lencia en la reparación, no hay relación sexual. Esto sig-

1. La reparación en 2 o 3 da por resultado un ocho y un anillo enla­


zados que pueden revertirse: el ocho hacerse anillo y viceversa.

163
nifica qe también admite su inscripción bajo la fórmula
del fantasma: S 0 a, porque el ocho no es más que el des­
pliegue del ocho interior del que habla Lacan, borde de
una banda de Moébius, que representa al sujeto; y el ani­
llo es el borde de un disco que representa al objeto a.2
Si ustedes aceptan que esto es una banda de Moébius,
tenemos:

Como advertirán, se trata de un ocho plegado:

Lo levanto, y es un ocho, es decir, el borde de una ban­


da de Moébius, aquella con la que escribimos, en la topo­
logía lacaniana, al sujeto.

= s

2. Tal como Lacan lo explicita en su agregado al .seminario Aun.

164
Esto otro, que podría ser el borde de un disco, es el m o­
do según el cual escribimos al objeto:

Quiere decir que cuando un hombre se dirige a una


mujer, no encuentra una mujer sino al objeto a, y otro
tanto ocurre cuando una mujer se dirige a un hombre.
Esto es, en tanto rige el orden fálico, hay equivalencia
entre los sexos y no hay relación sexual. Hay una infini­
tud del goce que lo hace incolmable. Tal el resultado si la
reparación se produce en 2 y en 3. Vamos a ver qué ocu­
rre si se interviene en el lugar del error.
Si el otro interviene en el lugar del error, obtenemos
esta estructura A que, revertida, nos conducirá a esta
otra B:

Estructura A Estructura B

Ti

R = rojo
V = verde

En los dos casos, señala Lacan, el anillo rojo queda por


fuera; en términos topológicos, aquí no hay equivalencia.
La gran sorpresa reside en que precisamente entonces,
cuando no hay equivalencia, según Lacan “hay relación
sexual”.

165
Cuando presenté esta hipótesis en Barcelona, hubo un
psicoanalista lacaniano de renombre que comentó ama­
blemente: “Se volvió loco”. Ocurre que nuestra vulgata
nos tiene acostumbrados a ubicar lo Real del psicoanáli­
sis en la sentencia “No hay relación sexual” -a lgo que no
está mal, desde cierto anclaje teórico-. Ahora estamos
avanzando, estamos proponiendo algo más. Para que me
pueda liberar del mote de loco -n o es que lo desprecie, no
está mal ser un poco loco, incluso es preferible a estar en­
cerrado en cierta sensatez in ú til- voy a citar una frase de
Lacan; la encontramos en la clase del 17 de febrero de
1976 del seminario Le Sinthóme:

Hay a la vez relación sexual y no hay relación, a condi­


ción que allí donde hay relación es en la medida en que
hay sinthóme, es decir donde, como yo lo dije, es del
sinthóme que es soportado el otro sexo. Yo me permití de­
cir que el sinthóme es precisamente el sexo al cual yo no
pertenezco, es decir una mujer. Si una mujer es un
sinthóme para todo hombre, para una mujer un hombre
no es sinthóme, no es equivalente (Lacan, 1976: 14).

En tanto hay ya sinthóme, reparación en el lugar del


error, no hay equivalencia, entonces hay relación. En
efecto, es en la medida en que no hay equivalencia que se
estructura la relación. Entonces, no todo se reduce a la
conocida proposición “no hay relación sexual” .
Vayamos despacio. ¿Esto desmantela afirmaciones an­
teriores de Lacan, según las cuales la relación, en tanto
sexual, es fálica? No, la relación en tanto sexual es fálica
y por lo tanto sufre de esa diferencia entre el placer bus­
cado y el placer encontrado, eso es así. Hay por otra par­
te un goce que Lacan, jugando, llama a-sexuado, pero
que se inscribe también en el orden fálico.
Ahora estamos planteando algo más. En el lugar del
sinthóme no sólo se puede situar una obra. Recuerden
que ese lugar es el del anillo que viene a remediar una

166
falla de la estructura, y el ejemplo que elige Lacan es el
de Joyce. Allí donde la estructura carece de lo que sería
la función paterna y donde hay una falla en el nudo, La-
can sugiere que a ese lugar puede ir una mujer. Lo que
yo propongo es que a ese lugar puede ir también el otro
cuando es invocado a la condición del prójimo.
¿Esto significa que en ese caso hay relación sexual? Lo
voy a ejemplificar con algo de lo que todos ustedes segu­
ramente han hecho la experiencia y que no es otra cosa
que una de las formas del encuentro con el prójimo -d ig ­
nidad a la que puede ser elevado, por ejemplo, el taxista
que los condujo al trabajo o al consultorio del analista-;
todo depende de la invocación, no hay garantía. Recuer­
den que el prójimo es la inminencia intolerable del goce.
Ustedes pueden ubicar al prójimo en el lugar del objeto
sacrificial, puede ser que el otro los ubique a ustedes allí
o bien, en el m ejor de los casos, puede ser que uno de los
dos se ubique como sinthóme en el lugar del error.
Una experiencia que seguramente todos ustedes han
hecho es la de la amistad. A quién no le ocurre que tie­
ne un amigo o una amiga, con quien se ve quizá tan só­
lo una o dos veces por año, pero con cuya presencia cuen­
ta, aun cuando no lo recuerde conscientemente; el reen­
cuentro con ese amigo no provoca un “ ¡Cuánto tiempo
hace que no nos vem os!”, sino la continuidad de un lazo:
siguen conversando como si se hubieran visto el día an­
terior. Es el amigo que anuda en el lugar del sinthóme.
Y aunque no se vean por un tiempo, el nudo se sostiene.
“Hay relación sexual” quiere decir que tiene esa eficacia
pacificante, distinta de la insatisfacción propia del or­
den fálico.
Podríamos intentar un ejercicio, como el de hacer
nuestra propia escritura del día D de algún señor Bloom
de Buenos Aires, como es, por supuesto, cada uno de no­
sotros; imaginar nuestra vida o la de alguien desde la
mañana hasta la noche, los múltiples lugares donde se

167
produce esa invocación que anuda, que no es aleatoria y
que puede resultar importante en los escenarios más in­
sospechados. Por ejemplo, hay mujeres para quienes ese
lugar del nudo es sostenido por la empleada doméstica,
pero puede ser el mozo de un bar, podrían ser ustedes pa­
ra mí en algún momento.
Dijimos que el sinthóme, en tanto lo planteamos en es­
ta referencia al prójimo, deja al sujeto bien anudado en
el reencuentro consigo mismo. Recordemos una vez más
la máxima cristiana: “Amarás a tu prójimo como a ti m is­
mo” -e n su lugar, nosotros proponemos: “ ...como al caro­
zo condición de tu falta”- . Hay ciertas equivalencias que
a veces Lacan deja deslizar y que se suelen escuchar en
los círculos lacanianos, como por ejemplo aquella según
la cual “el sinthóme es el nombre del padre”. Pero no es
así. El sinthóme es lo que viene a suplir una falla en el
nombre del padre. Otro error sitúa al sinthóme en térm i­
nos de objeto a. Pero el sinthóme no es el a, sino un ani­
llo que viene a remediar una falla del nudo que trae co­
mo consecuencia la ausencia del a como falta -y, en la
medida en que permite un buen anudamiento, reencuen­
tra al sujeto con su falta-.
Por eso hemos valorado, desde el comienzo del texto,
esta invocación del otro, en la medida en que logra que
éste vaya al lugar adecuado. Nada lo garantiza, ni del la­
do del prójimo ni del nuestro, de ahí las reacciones fóbi-
cas al encuentro con el otro, o la angustia que puede dar
un cierto sabor al primer encuentro con alguien. Se hace
presente la remisión de esta relación al goce, recubierta
después para que el encuentro funcione. Incluso en lo
que hace al hombre y a la mujer, el prójimo en el lugar
adecuado ofrece la posibilidad de remediar la falla para
que el sujeto se reencuentre con su falta. Es lo que des­
cubrió el cristianismo, cuando extendió la máxima a la
que venimos refiriéndonos, hasta incluir en ese amor al
enemigo.

168
En “De la filosofía”,2 Cicerón le recuerda en una carta
a su hijo que “hostis”, “enemigo” en el latín de la época,
significaba “extranjero” en el latín primitivo. Polisemia
que, según sabemos, es cosa de todos los días. Efectiva­
mente, en la medida en que no puedo cubrir con el im a­
ginario de un sentido compartido al extranjero, lo cual
me aportaría el confort de la tranquilidad -e n porteño di­
ríamos: “Sé cómo juega”, sé por dónde distribuye su go­
ce-, me resulta siempre amenazante, entre otras cosas,
porque me hace presente la opacidad que me habita. Pe­
ro por eso mismo también el extranjero es necesario pa­
ra la buena marcha de la polis.
Cuando el cristianismo nos propone esa máxima que
puede ser tomada como un mandato superyoico, no está
haciendo otra cosa que revelar una necesidad de nuestra
estructura: precisamos del prójimo, de la extranjeridad
del otro para nuestro nudo, para remediar nuestra falla.
Desde esta perspectiva, tal vez tendríamos que pensar
si no hay una diferencia entre lo que Lacan llama la
agresividad propia del altruismo y cierta propuesta que
en la perspectiva cristiana se denomina caridad. Se pue­
de hacer caridad como gesto de beneficencia o según el
modo de la Madre Teresa. En lo que a ella respecta, re­
cuerdo un reportaje que le hicieron en los Estados Uni­
dos; aparece una militante de los derechos sociales y le
dice: “Quiero trabajar”; la Madre Teresa la para en seco
y le responde: “Sí, pero primero tenga claro esto: usted no
viene por los pobres leprosos, viene por usted” . Ahí hay
una diferencia. En la misma línea, se cuenta el famoso
chiste que le hizo un mendigo a Unamuno, quien cuando
salía de la Universidad con sus aires de profesor, le daba
unas monedas. Un día, Unamuno estaba entretenido ha­
blando con una persona a quien apreciaba, sin advertir

2. Mencionado por Santiago Kovadloff (comunicación personal).

169
la presencia del mendigo, por lo cual no le dio su habitual
limosna. El mendigo le dijo entonces: “Ya va a ver, la pró­
xima vez no se la acepto”.
En relación con esa primera idea, según la cual
Nietzsche planteaba la equivalencia del ser, el devenir y
la vida, nosotros no vamos por cierto a retom ar a una po­
sición vitalista, que reduzca el ser del parlétre a esa di­
mensión. Diremos, sí, que cuando el prójimo anuda bien
nuestro nudo nos ayuda a constituim os, a reencontrar­
nos con la dimensión de nuestro ser. Me refiero a que, co­
mo no renunciamos a reconocer, con Lacan, que lo Real
de nuestra estructura es el nudo, decimos que la vida
anudada a la palabra -n o sólo la v id a - nos reencuentra
con nuestro ser de dos modos distintos:

• con la significancia del ser, nuestra condición de suje­


tos como “falta en ser”;
• con el ser de nuestro cuerpo en tanto lugar de goce.

La pregunta que me propongo trabajar a partir de


aquí es en qué medida puede incidir esto en la dirección
de la cura. Resulta muy común, entre analistas, escu­
char esta afirmación: “A éste le falta análisis...” . Quizás
tiene su razón de ser; queda por pensar, para no reducir
la cuestión a una perspectiva cuantitativa, cuál es la ló­
gica del análisis que falta.

170
9. DE LA TRANSFERENCIA AL PRÓJIMO

En un fragmento que corresponde a La Troisième, tex­


to que Lacan expuso en Roma en el año 1974 -s e llamó
así porque era la tercera vez que hablaba en esa ciudad-,
un año antes del seminario Le sinthome, cuando ya tenía
desplegado su nudo, afirma:

Que al hombre le guste tanto mirar su imagen, pues


bien, no hay más que decir: eso es así.
Pero lo más asombroso es que eso ha permitido que se
deslizara el mandamiento de Dios. Con todo, el hombre
está más cerca de sí mismo en su ser que en su imagen
en el espejo. Entonces nos preguntamos qué significa to­
da esta historia del mandamiento “Amarás al prójimo
como a ti mismo” si no se funda en ese espejismo, que a
pesar de todo es algo curioso; pero como ese espejismo es
justamente lo que lleva a odiar no a su prójimo sino a su
semejante, nos quedaríamos como en ayunas si no pen­
sáramos, no obstante, que Dios debe saber lo que dice y
que en cada uno hay algo que se ama más aún que a su
imagen (Lacan, 1980: 174).

Lo recuerdo ahora, en el final de nuestro recorrido,


porque si bien no me privo de adelantar mis tesis, trato
de ponerlas a prueba en relación con las de aquellos
maestros que valoro.

171
Persiste la cuestión de cuál es la articulación, el pasa­
je que hay, entre lo que hemos desplegado en relación con
Medea, con lo real del amor de una madre, lo que en la
teología cristiana del agape tiene que ver con el amor in­
motivado del Otro, y el amor al prójimo.
Según Lacan, los dioses pertenecen al orden de lo
Real. Nosotros propusimos una equivalencia entre el
Dios de la teología cristiana, como lugar de donde parte
un amor que se funda en lo Real, y el amor de una ma­
dre, cuando ese amor, más allá de la dimensión imagina­
ria o simbólica, se funda en lo Real. Subrayamos ahí la
única frase que se repite tres veces en la tragedia: como
son carne de mi carne, yo misma he de matarlos, afirma­
ción de Medea respecto de sus hijos.
¿Qué relación tiene esto con lo que planteamos sobre
el prójimo? Se trata del pasaje del amor del Otro al amor
al prójimo.
En la teología cristiana, el amor del agape parte del
amor inmotivado de Dios; es lo contrario de lo que noso­
tros conocemos como el amor platónico y del Eros tal co­
mo lo plantea Freud, figura mitológica según la cual el
amor parte de la criatura e intenta el acercamiento al
creador, al Otro divino. El amor del agape circula al re­
vés, es la Gracia Divina la que gesta el movimiento ini­
cial del amor. Por el amor de Dios, la criatura que por su
finitud y su pecado no lo merece, adquiere valor. La teo­
logía cristiana parte de ahí, por eso son dos mandatos los
que van juntos: “Amarás a Dios” y “Amarás al prójimo
como a ti mismo”, porque el reconocimiento de esta pri­
mera parte -s i soy un ser que valgo es por la gracia divi­
na que me am a-, impone su consecuencia: la única razón
de la existencia para quien se inscribe en esta perspecti­
va es identificarse con el legado de Dios, específicamente
de Cristo, que sostiene la pasión de la Cruz. Deshago mi
esencia yoica, por eso no se trata de la tensión agresiva
con el semejante, para permitir que florezca en mí la po-

172
sición que asume Cristo. Según la teología cristiana de la
Santísima Trinidad, el Dios padre, el Hijo y el Espíritu
Santo son tres y son uno; el mismo Dios representa la
forma extrema del amor divino: la encarnación en el hijo
que acepta su sacrificio como un don que nos otorga, que
sólo merecemos porque él nos dice “a partir de mi amor,
son merecedores”. De inscribim os en esa perspectiva, en
la ética que ella comporta, la propuesta para cada uno de
nosotros es dejar que Cristo nos habite - y con El, su sa­
crificio-. Ésta es, en resumidas cuentas, la relación entre
el amor inmotivado del Otro divino y el “amarás a tu pró­
jim o como a ti mismo” desde la perspectiva cristiana, en
el amor del agape.
El amor al prójimo incluye una extensión que no figu­
ra en el Antiguo Testamento, en tanto excede el orden de
la ley según la tradición judaica fundada en el mérito, en
la distinción entre las buenas y las malas acciones. Las
parábolas que comentamos muestran que se trata de un
amor que debe generosamente brindarse al otro sin to­
mar en cuenta el balance de sus méritos, un amor que no
se funda en la justicia.
De ningún modo esta propuesta implica la anulación
de la ley. En el cristianismo se mantiene el decálogo, los
Diez Mandamientos, pero este principio resume, sustitu­
ye, lo que hasta entonces era la ley. No es una propuesta
equiparable a la de ciertas sectas heréticas milenaristas
que sueñan con el tiempo en que caduque la ley, en que
el incesto esté permitido. La máxima pasa a ser el punto
culminante de la ley en el cristianismo y redefine el va­
lor de otros lugares de la ley, que como observa Pablo, de­
vienen secundarios. Así, por ejemplo, no es necesaria la
circuncisión para ser una persona piadosa inscripta en
los mandamientos de Dios.
Para pensar esta cuestión, no vamos a partir del Otro
divino; más allá de las convicciones de cada uno, estamos
considerando la perspectiva del sujeto, tal como nos la

173
proponen la teoría y la práctica del psicoanálisis. Parti­
mos de Medea, pero también tomamos el ejemplo que ru­
bricaba el canto de Pergolesi, el Stabat Mater, la Virgen
como emblema de una madre dolorida que llora a su hijo
muerto. Desde el amor inmotivado del Otro primordial,
introdujimos algo que pretende para sí un estatuto de
novedad: el amor de una madre que no se reduce a los
atributos imaginarios de su hijo -s i es más rubio o más
gordito que el de la vecina, cuándo empezó a hablar o a
caminar, etcétera-, aunque esto no quiere decir que ese
imaginario sea un aspecto excluido por completo. Una
madre tiene derecho a eso. Pero decimos que el amor que
se funda en lo real del Otro no corresponde a esos atribu­
tos, como tampoco al amor que, en la perspectiva freudia-
na, parte de la falta y da origen al deseo de un hijo como
sustituto del pene que el padre no le dio. Pornografías
que descubrió en la cultura nuestro padre Freud, tampo­
co se trata de eso, lo cual no quiere decir que desconoce­
mos el valor del planteo freudiano; lo aceptamos, pero es­
tamos afirmando que hay, en el amor de una madre, al­
go que se funda en lo real. Y es en virtud de ese algo que
vive la pérdida de un hijo como una mutilación, como si
le arrancaran carne de su carne. Es un amor que se fun­
da en lo real de la vida.
En el nudo borromeo Lacan coloca -segú n la forma
clásica en que lo presenta- en el campo de lo Real “vida”
(véase página 158); se trata de algo que al comienzo La-
can acentuó: cuando hablamos del ser humano, conside­
ramos un viviente.
Por supuesto, se trata de un viviente anudado a la pa­
labra. Estoy tratando de subrayar que aunque ese real
de la vida está anudado a lo imaginario y a lo simbólico,
ese real ek-siste, Lacan lo llama real de la vida, y como
cree Nietzsche, lo único que quiere es ser, devenir, exten­
der su afirmación como ser.
Lacan se burla del “ser para la muerte” que formula-

174
ra Heidegger; de lo que se trata es, simplemente, de la vi­
da que quiere ser. Ahí estaríamos más de acuerdo con Sa-
de, cuando pretende, por la vía del crimen, introducir un
corte en la insistencia de la vida que persiste.
Recuerdo el impacto que me produjo el texto de Gar­
cía Márquez, Cien años de Soledad, cuando leí por pri­
mera vez el pasaje en que describe con su estilo barroco,
homólogo al barroco de la selva caribeña, cómo invadían
las plantas, las hormigas, la casa abandonada; estaba
presente en esa escena lo imparable de la vida.
Hasta aquí estoy hablando de ese Otro, en este caso el
Otro primordial, la madre y la afirmación de lo Real del
amor de una madre.
Por otro lado - y se perfila entonces nuestra diferencia
con el cristianism o-, nosotros no pretendemos que el su­
jeto avance en su análisis hacia el reconocimiento del
Otro como Otro, sino más exactamente, hacia el descu­
brimiento de la inexistencia del Otro como completud; el
de la madre en tanto ella no es solo un viviente, sino que
está marcada por su relación con la palabra.
Planteamos que un avance en la cura implica lo que lla­
mamos la “exhaustación del Otro”, algo que no está desde
el comienzo, sino que es una operación que el sujeto debe
realizar. Una operación que le permitirá advertir otro lu­
gar que marca su destino, que ya no será el Otro, al modo
del Otro divino, sino lo que llamamos, siguiendo a Lacan,
“la imposible exhaustación de lo real”, el reclamo ineludi­
ble de la pulsión. Una y otra son concomitantes. Un avan­
ce en la dirección de la cura permite al sujeto, por una par­
te, descubrir que el Otro primordial está marcado por
otras instancias que lo limitan y por su relación con el len­
guaje que lo descompleta. Y por otra, descubrirá también
la sujeción inexorable al campo de la pulsión. Aunque se
haga el distraído, su cuerpo es un cuerpo habitado por la
pulsión. Nuestra sustancia varía de sustancia viviente a
sustancia gozante, en enlace con la palabra.

175
Lacan se pregunta: ¿podríamos decir que el vegetal
goza? No hay palabra al respecto; en cambio, en el parlé-
tre, la letra nos permite puntuar al viviente que adviene
como sustancia gozante.

Otro concepto que puede tener su valor de novedad,


concierne a la relación entre este encuentro primero con
el amor de una madre, en tanto real del amor, y el man­
dato cristiano “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”,
que según dijimos revela algo propio de nuestra estruc­
tura, nuestra necesidad de invocar al otro para que se
ubique en la dimensión del prójimo.
Am or real de una madre funda una transmisión en lo
real; no sólo hay una transmisión simbólica sino que hay
una transmisión en lo real, en la afirmación del ser en
tanto es vida. También pasa, cuando pasa, a quien es su
criatura. En el ser humano, ciertamente, nunca se trata
de una vida desanudada; se trata de una vida anudada a
lo imaginario y a lo simbólico, de ahí que esa transmisión
en lo real sólo se haga por pedazos de real.
En el libro que mencionamos de Alain Didier-Weill,
Invocaciones, el autor afirma que el canto de una madre,
ese canto que cualquier madre le hace a su bebé ni bien
nace o aún antes, anticipa en lo real de su voz, el asien­
to, el próximo lugar de la palabra, del significante, aun­
que la madre al comienzo diga algo que para el niño no
es más que una música que se desliza sin escansión. Es
un buen ejemplo de un modo primario de transmisión en
lo real. El tono de voz en que una madre se dirige a su hi­
jo desde que nace, realiza una transmisión en lo real.
Creo que hay también algo primario en la mirada, y di­
ría otro tanto del toque. Se suele decir, de modo conduc-
tista, estimulación temprana. No es un problema neuro-
lógico; es el Otro real que toca, alza, mece, hamaca, aca­
ricia, puede ser también que pellizque, y al hacerlo avan­
za formas de goce que son formas de transmisión en lo

176
Real. Como ya lo hemos dicho alguna vez, hay una esqui-
cia entre el toque y el tacto, a la manera de lo que plan­
teamos entre la mirada y la visión. Un toque que no se
reduce a la dimensión imaginaria, error que quizás con­
dujo a dejarlo de lado a autores reconocidos de la histo­
ria del psicoanálisis; el toque es una de las formas del ob­
jeto a. En la demanda del “Abrázam e”, no se trata sólo de
tener al otro como unidad; también está presente la es­
pecificidad puntual del abrazo. Lo encontramos sublima­
do en el lazo social, bajo formas que a veces se quieren
justificar mediante argumentos historicistas. Por ejem­
plo, algo que a la distancia puede resultar ridículo e inex­
plicable: ¿por qué cuando recibimos a un paciente hace­
mos el gesto de extenderle la mano, él nos extiende la su­
ya y decimos que nos saludamos? Sin duda, es un gesto
que se inscribe en las reglas de cortesía de nuestra socie­
dad, es un saludo, pero además es un real, hay un toque
real articulado a lo simbólico. Se justifica desde una
perspectiva historicista aduciendo que es una manera de
presentificar que no llevo la lanza en la mano; se buscan
raíces históricas para decir por qué subsiste el gesto, pe­
ro ya pasó bastante tiempo desde que la gente decidió no
andar con lanzas en la mano. Es una forma sublimada
del toque, es un toque permitido -n o todos lo son-.
En el marco acotado de nuestra cultura -y a que no se­
ría lo mismo para un descendiente contemporáneo de ale­
m anes-, un beso en los labios queda reservado para la re­
lación amorosa de pareja; en cambio, el vínculo familiar
entre alemanes lo admite: padres e hijos se besan en la bo­
ca. Y a veces vemos incluso a políticos y diplomáticos de
gran renombre, dándose “piquitos” . Son marcas de la cul­
tura; se trata de un goce pautado como cualquier otro.
El amor inmotivado del Otro fundado en lo real no
desconoce el que se funda en lo imaginario y en lo simbó­
lico; sólo acentúo aquí que fundarlo en lo imaginario y lo
simbólico es insuficiente. Ese amor inmotivado fundado

177
en lo Real del Otro primordial se transmite en lo Real al
sujeto. Con una eficacia determ inada experimenta,
aprende el gusto del encuentro con el otro, la búsqueda
de ese otro a quien puede, desde la invocación que formu­
le, invitar a que ocupe un cierto lugar.
En lo Real, el amor inmotivado del Otro fundado en lo
real, propicia la afirmación del ser en esa homologación
que Nietzsche nos propone: ser, vida, devenir. En tanto
afirmación del ser, del mismo modo en que una madre lo
hace con su hijo, a cada uno de nosotros como criatura
nos lleva a hacerlo también con el otro, bajo modos muy
diversos: desde los peores a los mejores. La búsqueda del
otro no es idéntica a la del semejante, por eso cité el pá­
rrafo de la Troisième. Un ejemplo de la búsqueda del otro
para lo peor, es la invitación a hacer masa. ¿Quién no vi­
vió alguna vez ese gusto, al ir a la cancha, por ejemplo?
Los que disfrutan del triunfo de Boca, pueden ir y hacer
masa gritando todos juntos “gol”, o “dale Boca”, o “lo’va-
mo’a matar”, siempre dirigiéndose a contendientes nece­
sarios. ¡Qué sería de Boca sin River y de River sin Boca!
Allí, en la masa, hay una extensión de mi cuerpo, una
afirmación de mi ser que lo multiplica. Dependerá de có­
mo se enlace a lo simbólico y lo imaginario para definir
hasta dónde va a llegar con lo mejor y con lo peor. En el
caso de lo peor, puede provocar en el encuentro con el
otro su exacción. O su opuesto, que también es de lo peor :
el trasvasamiento de mi ser, al punto que lo afirmo sólo
en el otro -la fórmula atenuada de esta alternativa es el
enam oram iento-. Ninguna de estas formas se reduce a lo
imaginario y lo simbólico; el sujeto advierte su efecto en
lo real del cuerpo.
Desde la perspectiva de lo mejor, ¿cómo sería esa ex­
tensión del ser? Si tomamos la frase de Lacan Y a
dTUn”, “Hay del Uno”, como la redefine al final, enten­
deremos que aunque estemos constituidos por tres regis­
tros, somos Uno. Se trata de Un sujeto, sujeto de la es­

178
tructura, y ya no sujeto del significante. Pero lo que nos
enseña también nuestra práctica es que ese “Hay del
Uno” no se logra sólo con los tres registros. Habíamos di­
cho que hay una falla necesaria en la estructura que pre­
cisa de la intervención del otro para ser remediada; es
allí donde podemos invocar al otro en el m ejor lugar:
cuando lo hacemos -com o en el caso del aforismo lacania-
no: “La femme c’est le sinthóme”-, en el lugar del sinthó-
me. Quiere decir que el otro pasa a formar parte de nues­
tra estructura, anudando allí donde nuestra estructura
sufre el error. En ese lugar, cuando eso se produce, “hay
relación sexual”.
Esta afirmación rompe con un cliché, según el cual lo
real del psicoanálisis es: “No hay relación sexual”. Diría
que ésa es una parte de lo real. Cuando el otro, invocado
al lugar de prójimo, va al lugar de la falla y corrige el
error en ese mismo lugar, “Hay relación sexual”. A esto
alude un poema de Octavio Paz, que dice así:

Para que pueda ser he de ser otro


salir de mí, buscarme entre los otros
los otros que no son si yo no existo
los otros que me dan plena existencia.

Llegados hasta aquí, veremos cómo esto que hemos


desplegado nos concierne en nuestra práctica como ana­
listas. Retomo la pregunta: ¿hacem os cargo de esta pro­
puesta, si es que ella se sostiene, implicaría o no una mo­
dificación en la manera de pensar la dirección de la cu­
ra? Voy a puntuar cuatro citas de Lacan para desplegar
mi propuesta en relación con ellas.

• En el seminario Los cuatro conceptos... se lee, en la


versión francesa, en la página 246:

El esquema que yo les dejo como guía de la experiencia


así como de la lectura, les indica que la transferencia se

179
ejerce en el sentido de acercar la demanda a la identifi­
cación. (Ese sería el lado negativo, la transferencia en­
tendida como lo que hace de obstáculo a la marcha de la
cura.) Es en tanto que el deseo del analista que perma­
nece siendo una x, tiende en el sentido exactamente con­
trario a la identificación que el franqueamiento del pla­
no de la identificación es posible, por intermedio de la
separación del sujeto en la experiencia. La experiencia
del sujeto es así acercada al plano donde puede presenti-
ficarse de la realidad del Inconsciente, la pulsión. [La
bastardilla es mía.]

Ya forma parte de nuestro saber que la dirección de la


cura apunta a un fin: el atravesamiento del fantasma, lo
cual implica hacer caer la identificación del sujeto con el
objeto de su fantasma -a lgo que en términos freudianos
se llama “fixierung”, fijación a un goce que parasita al su­
jeto-. Pero una vez operado ese atravesamiento, no se
trata del encuentro con la nada, error frecuente, sino
que, por primera vez, tenemos un acceso adecuado a la
pulsión. Por eso subrayé la frase “La experiencia del su­
jeto es así acercada al plano donde puede presentificarse
de la realidad del Inconsciente, la pulsión”.

• De ese mismo texto voy a tomar otro párrafo, que en


la versión francesa encontramos en la página 245:

Para darles fórmulas de guía diré: si la transferencia es


esto que de la pulsión aparta la demanda, el deseo del
analista es lo que la acerca y por esta vía él aísla el a, lo
pone a la más grande distancia del I (del Ideal) que el
analista es llamado por el sujeto a encarnar.

Esta frase, con sus dificultades, sostiene en la prime­


ra parte que la transferencia aparta a la pulsión de la de­
manda y, en la segunda, que es, en cambio, el deseo del
analista lo que la acerca. Podemos suponer que éste es
entonces un objetivo a lograr. Significa que la transferen­

180
cia, entendida acá como obstáculo -p o r ejemplo, como
transferencia amorosa, y se sabe que para Lacan ésa es
“la” transferencia-, vela al sujeto el lugar que ocupa en
su fantasma, así como la pulsión que lo guía, que él vive
bajo un modo invertido y paranoico - “¿Qué quiere el Otro
de mí?”- . Gracias al deseo del analista puede salir de esa
posición paranoica y reconocer lo que funda su lugar de
fijación en el fantasma. Así se acerca el sujeto a la pul­
sión y a lo que constituye el inicio de su movimiento pul-
sional, la demanda del Otro.
Cuando decimos “demanda”, en la teoría analítica, de­
bemos distinguir dos dimensiones: una es la imaginaria
presencia del Otro como prueba de amor, otra es la pul-
sional -la demanda pulsional inconsciente-. Es el deseo
del analista el que permite, en los tramos finales de una
cura, que el sujeto encuentre como nunca esa pulsión que
lo habita, que advierta la imposible exhaustación de lo
real, y el origen de la pulsión fundado en la demanda del
Otro.

• Otra cita de Los cuatro conceptos..., extraída de la pá­


gina 245 y 246:

Es más allá de la función del a que la curva se cierra, allí


donde ella no es jamás dicha concerniente a la salida del
análisis. A saber, después de la ubicación del sujeto en
relación al a la experiencia del fantasma fundamental
deviene la pulsión, qué deviene entonces aquel que ha
pasado por la experiencia de esta relación opaca al ori­
gen a la pulsión?

Lacan conjetura que eso sólo se descubre más allá del


análisis y yo me perm itiré discutírselo afirmando:
“Maestro, creo que ahí es donde está su error”.
Retomo algo que tenemos reiterada oportunidad de
observar: cuando se quiere criticar a un analista, una de
las formas más comunes de hacerlo es considerar que "...

181
a este colega le falta análisis”, apreciación que bien po­
dría ser verdad. “Le falta análisis” significaría que le fal­
ta esta etapa: que el sujeto investigue cómo distribuye su
goce, una vez que sale de la fijación a una de sus formas
privilegiadas. Lo digo de otro modo: ¿qué hace con el go­
ce que representan y conducen cada una de las especies
del objeto pulsional? ¿Por qué eso quedaría fuera de un
análisis? Me pregunto si no tendrá bastante que ver con
cierta repetición que uno advierte en nuestras institucio­
nes de personajes casi bizarros, que no tuvieron oportu­
nidad de interrogar ciertos rasgos de carácter -rasgos
que son también una fijación a un goce-. Es muy notorio
esto en la parroquia lacaniana. Alguien podría decirme
que en otras está oculto bajo el manto de conformismo
del lazo social. Es verdad, pero ¿acaso tenemos que ele­
gir entre una opción y la otra?

• La última cita de Los cuatro conceptos... se encuentra


también en la página 246:

¿Cómo un sujeto que atravesó el fantasma radical puede


vivir la pulsión? Es más allá del análisis y no ha sido ja­
más abordado. No ha sido hasta el presente abordable
más que a nivel del analista en tanto que le sería exigi­
do a él de haber precisamente atravesado en su totali­
dad el ciclo de la experiencia analítica.

Y, efectivamente, estoy de acuerdo con Lacan, sólo a


un analista se le podría pedir eso. Lacan agrega:

No hay más que un psicoanálisis, el psicoanálisis didác­


tico, lo que quiere decir un psicoanálisis que ha abrocha­
do este bucle hasta su término. El bucle debe ser recorri­
do varias veces; de otro modo no hay en efecto manera
alguna de rendir cuenta del término “D u rch a rb eite n ” [en
castellano se traduce por “elaboración”], de la necesidad
de la elaboración, si no es concibiendo cómo el bucle de­
be ser recorrido más de una vez.

182
El concepto de “Durcharbeiten”, de “elaboración”, ven­
dría a indicar la necesariedad, para un análisis que se
arriesga a llegar a su extremo, de que el sujeto advierta
sus aventuras y desventuras con cada una de las formas
en que canaliza el goce; el modo o los distintos modos se­
gún los cuales invoca a los otros a los que él reclama en
el lugar del prójimo. Habíamos dicho que no hablamos ni
siquiera con el mismo tono, mucho menos con las mismas
palabras y aun menos con el mismo grado de intimidad,
con las distintas personas que encontramos cada día.
Por ejemplo, si hay dos secretarias, ¿las invoco a las
dos en el mismo lugar? No, y sin embargo cumplen, para
esta estructura, la misma función. Observemos cómo se
diferencia el tono en que se le habla a un amigo o a otro;
no se comparte lo mismo con todos, no se igualan las in­
timidades. Pero ni siquiera hace falta remitir al amigo;
podemos hablar de una empleada doméstica, del portero
de la casa en donde viven, o bien de los propios hijos y del
modo diferente de dirigirse a cada uno de ellos.
Un final de análisis tendría que permitirle al sujeto
advertir estas diferencias -y, como señala Lacan, “adver­
tir” no equivale a conocer-. Advertir implica al sujeto di­
vidido entre lo que sabe y el goce que pone límite a ese
saber; supone experimentar qué le pasa cuando invoca al
otro de tal o cual manera.
¿No sería una perspectiva a proponer al sujeto? Sobre
todo si aceptamos que el hecho de que pueda invocar del
m ejor modo al otro permitiría que éste se situara como
prójimo, precisamente en el lugar que más lo necesita.
La máxima cristiana “Amarás a tu prójimo como a ti
mismo” - y no como a tu y o-, podría haber revelado -p o r
primera vez en la cultura y al mismo tiempo velado por­
que lo hace desde una perspectiva religiosa- algo que nos
concierne: nuestra estructura no se abrocha sin la distri­
bución del goce que el otro nos propone.

183
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Aires, Paidós.

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marás al prójimo como a ti mismo”, dice la máxima
que tanto molestó a Freud. Pero, ¿cómo habré de
amar al prójimo -que no siempre me quiere bien,
que tantas veces me goza, me ultraja- del mismo
modo que a mí? ¿Cómo habré de amarlo sin discriminar entre
los diversos prójimos, algunos cercanos y otros que me son
Indiferentes?
Y sin embargo, postula Isidoro Vegh, cuando una máxima se
erige como sostén de una religión que lleva ya dos milenios,
cabe suponer que ella ha tocado un punto fuerte de la
estructura subjetiva: de allí la necesidad de desentrañar su
sentido y ahondar en sus eficacias, no por veladas menos
operantes.
Con un tono coloquial y un hábil c r e s c e n d o del voltaje teórico,
el autor desembroza otro concepto no menos perturbador, en
este caso de Lacan, “el prójimo es la inminencia intolerable
del goce”. Hasta llegar a una afirmación del prójimo como
anudamiento que puede ayudar al sujeto a constituirse, a
reencontrarse con la dimensión de su propio ser y hallar el
mejor destino para sus goces.

Isidoro Vegh, psicoanalista, ha sido miembro fundador de la


Escuela Freudiana de Buenos Aires y director de la revista
C u a d e r n o s S ig m u n d Freud. Entre sus últimos libros se
cuentan E l objeto del arte (1988), La c re a c ió n del arte (1988),
L a s p s ic o s is (1993), J o y c e o la tra ve sía d el lenguaje (1993),
U n a cita c o n la p s i c o s i s (1993) y H a cia una clínica d e lo real
(1998), este último publicado por Editorial Paidós.

Paidós ISBN 950-12-4232-3

Psicología 10232

Profunda
9 789501 242524

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