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392 Enero 2014 N.o o392 / 8 euros


N.

La buena energía se abre camino.


Primero fuimos líderes mundiales en energía eólica,
ahora lo somos también en el desarrollo de tecnologías marinas.

H
HUMANISMO Y ANTIHUMANISMO
MANUEL ARRANZ
ESPECIES HUMANAS:
LA NATURALEZA EVOLUTIVA DEL HOMBRE
ANTONIO ROSAS GONZÁLEZ
EL MUNDO DE LAS MENINAS.
EL TESTAMENTO DE UN GENIO
JUAN JOSÉ LÓPEZ-IBOR
FILOSOFÍA Y GIMNASIA,
Enero 2014

TAREAS DEL FILÓSOFO DEL DEPORTE


ANTONIO SÁNCHEZ PATO

Viñeta: Mateo Maté


Enero 2013 N.º 39

Fundada en 1923
por
José Ortega y Gasset
Director:
José Varela Ortega
Secretario de Redacción:
Fernando R. Lafuente
Consejo de Redacción:
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Fernando Vallespín

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ISSN: 0034-8635
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SUMARIO
Humanismo y antihumanismo. Razones y sinrazones de un
falso dilema. Manuel Arranz 5
Especies humanas: la naturaleza evolutiva del hombre. Antonio
Rosas González 19
El mundo de Las Menimas. El testamento de un genio. Juan
José López-Ibor Aliño 29
Filosofía y gimnasia. Tareas del filósofo del deporte. Antonio
Sánchez Pato 45
El misterio Majorana. Se cumplen 75 años de uno de los grandes
enigmas del siglo XX. Carlos Alfieri 63
Nos vemos en «Rick’s». Un análisis de Casablanca. Daniel F.
Álvarez Espinosa 79
Sembrando de cadáveres el camino hacia la felicidad universal.
Mario Szichman 109

Q ENTREVISTA
Antonio Escohotado: «Lenin, Trotsky y Mao (también Fidel
y el Che) fueron señoritos mantenidos por sus familias».
Ernesto Castro Córdoba 117

Q NOTA
El efecto complementario de la ID en la productividad empre-
sarial. Andrés Barge-Gil y Alberto López 133

Q CREACIÓN LITERARIA
Microlitos. Paul Celan 136

Q LIBROS
Historia mínima de España. Julio Crespo MacLennan 143
La Guerra Civil española en Filipinas. Eduardo González
Calleja 147
Los escritos de Gaos sobre Ortega. Carlos Gómez 151

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QENTREVISTA

Antonio Escohotado:
«Lenin, Trotsky y Mao (también Fidel
y el Che) fueron señoritos mantenidos
por sus familias»
Ernesto Castro Córdoba

C orren buenos tiempos para la divulgación historiográfica. Desde que


tuvo lugar la Historikerstreit en la Alemania de los años ochenta,
los debates sobre las principales ideologías del periodo moderno se han su-
cedido con pasmosa rapidez. Solo en el contexto europeo, siguiendo el ritmo
incansable de las efemérides nacionales, las publicaciones revisionistas
sobre la Revolución Francesa de los noventa pasaron el testigo a las polé-
micas –muchas veces sin cuartel– sobre los orígenes del Estado español con
motivo del bicentenario de 1808, mientras todavía seguían debatiendo sobre
los vencedores (¿burguesía o terratenientes?) de la Revolución Gloriosa en
Gran Bretaña y un novelista alemán renovaba la memoria histórica sobre
la destrucción de Dresde. En este sentido, 2014 presenta una oportunidad
ineludible para repasar en paralelo el arranque de la Primera Guerra Mun-
dial y el final de la Guerra de Sucesión Española, fechas míticas para algu-
nas importantes tendencias del panorama ideológico vigente: la mentalidad
europeísta y el nacionalismo en Cataluña. Mientras tanto, las librerías
españolas continúan siendo desbordadas por una ingente producción biblio-

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gráfica que nos recuerda con insistencia la felicidad del mundo antes de la
muerte del fatídico archiduque Francisco Fernando, llegando esta tendencia
hasta el límite mismo del paroxismo con Florian Illies y su 1913. Un año
hace cien años, una colección de anécdotas sobre aquellos efímeros instan-
tes proustianos.
A buen seguro que todos estos modismos editoriales tienen en común un
interés sincero por analizar los términos que utilizamos para polarizar la
opinión pública hablando de anteayer con expresiones acuñadas ayer mismo.
La voluntad de reforzar dicotomías históricas o acrecentar la superioridad
normativa de cierta opción política llevan muchas veces a vincular –entre
otras muchas fiestas a guardar– 1789 y 1917. Una alineación comunista
(o totalitaria, según los gustos) que tendría como contraparte ahistórica un
equipo liberal (o capitalista, si se prefiere) opuesto a través de los tiempos.
Cabe tomar como reflejo de similar estado de opinión la popularidad de
franquicias como Pocket Communism, la colección de Verso Books
destinada a remontar los orígenes del anticapitalismo hasta el mismísimo
Espartaco. Bajo estas condiciones compete a los historiadores el desmenuzar
los maniqueísmos y matizar las similitudes, según toque en cada caso. He
aquí la audacia de Los enemigos del comercio, la trilogía incompleta
de Antonio Escohotado (1941) que motiva el plantear esta entrevista, pues
nada menos busca el filósofo madrileño que hacer compatibles varias cosas
que muchos juzgan directamente incompatibles, a saber: (1) mantener
elevados niveles de investigación historiográfica; (2) formular hipótesis ge-
nerales sobre la mentalidad comunista desde Atenas hasta Hugo Chavez.
El cuestionario planteado a Escohotado, cuya obra resulta en todo
punto impresentable por extensa, prolífica y conocida, pretendía sonsacar
cuestiones vinculadas con los aciertos del recién publicado segundo volumen
(indudables sobre todo cuando plantea escindir la tradición socialista del
mesianismo belicista), pero también indicando ausencias notables en una
historia del siglo XIX (¿dónde está la Guerra de Secesión?), planteando
asimismo elementos de reconciliación entre el liberalismo del autor y el
presunto fanatismo anti-mercado de los personajes históricos estudiados. El

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ENTREVISTA CON ANTONIO ESCOHOTADO 119

resultado, sin embargo, termina siendo una entrevista sobre el propio hecho
de entrevistar, un recordatorio interesante sobre la utilidad (y los inconve-
nientes) de la Historia para el debate político vigente.
— Para empezar tengo que decir que tu libro tiene una cosa especial-
mente sorprendente para cualquiera familiarizado con la historia del antica-
pitalismo: su título. Cuando sacaste el primer volumen de Los enemigos
del comercio muchos dimos por sentado que los últimos doscientos años del
movimiento obrero merecían otro genitivo. Los enemigos del comercio
brillan por su ausencia en el siglo XIX. Tú mismo dedicas cinco capítulos
a los cooperativistas anglosajones, partidarios de la división del trabajo y
el intercambio de mercancías, otros cuatro a Marx y Engels, cuya única
objeción madura contra la competencia era que tiende a formar monopolios
«naturales, es decir, racionales». Entre mutualistas franceses, lib-lab
británicos y sindicalistas norteamericanos, los amigos del comercio ocupan
un tercio del trabajo. A tenor de su crítica del trabajo por cuenta ajena, ¿no
hubiera sido mejor título para este libro Los enemigos del salario?
— Hay varias preguntas simultáneas, que al mezclarse con
varias afirmaciones transforman el cuestionario en un excurso
múltiple. Al parecer, «la historia del anticapitalismo» no representa
un movimiento convencido de que la propiedad privada es un
robo y el comercio su instrumento, y al parecer «los enemigos del
comercio brillan por su ausencia en el siglo XIX». Ambas cosas son
tan palmariamente inciertas que quizá se me escapa algún chiste
sutil. ¿En qué siglo surgieron el comunismo blanquista, la cruzada
de Weitling, Bakunin y Nechayev, el materialismo dialéctico y el
milenio laico owenita? En cuanto a los cooperativistas británicos
¿cómo no recordar su revisión semántica del término, que pasa
a significar «actividad no competitiva»? En cuanto a Engels y
Marx ¿realmente afirmas que «su única objeción madura contra
la competencia era que tiende a formar monopolios “naturales,
es decir, racionales”»? ¿No maldijeron la división del trabajo, la
economía dineraria, el mecanismo de oferta y demanda, y «los in-

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tercambios individuales» en general? En cuanto a la conveniencia


de otro título, ¿no es omitir las 700 páginas recién publicadas?
Y si se llamase los enemigos del salario ¿qué cambiaría? Hay al
menos un centenar de páginas dedicadas a alternativas del salario,
desde la Nueva Armonía de Owen a distintas propuestas de las
dos Internacionales, y lo único manifiesto en la preferencia por el
economato y sus vales es que no coincide con la preferencia del
movimiento obrero en ningún país. Me sorprende, por último, que
sanciones implícitamente la identidad del salario con el techo, ropa
y pan del esclavo, una de las más delirantes tesis de Marx. Los
bolcheviques seguirán recurriendo a salarios, aunque lo bastante
míseros como para matar de hambre a un 21% de la población
durante los primeros siete años de su égida.
— Y mirando hacia el futuro, ¿por qué no bautizar a los comunis-
tas redentores que nos esperan en la última entrega de esta trilogía Los
enemigos del Imperio? A juzgar por sus actos, la Tercera y la Cuarta
Internacional (sin mencionar la Quinta que pensaba convocar Hugo
Chavez) apoyaron ante todo movimientos de independencia nacional-po-
pular que terminaron beneficiando el comercio internacional a largo plazo
una vez finiquitadas las deficitarias posesiones de ultramar europeas.
Dicho de otra forma, ¿no será el imperialismo novecentista el equivalente
de la esclavitud en la Antiguedad: un freno a la empresa privada en lugar
de un incentivo, un derecho de expolio opuesto por completo a las relaciones
contractuales voluntarias, dicho brevemente, un enemigo del comercio?
No has soltado prenda hasta la fecha sobre el Tercer Mundo, tu historia
moral de la propiedad no dedica una sola página de las 1.200 publicadas a
Latinoamérica, por ejemplo. ¿Acaso reservas para la traca final la artille-
ría pesada sobre estas regiones? Si la respuesta es sí, ¿podrías adelantar
alguna conclusión sobre los orígenes del subdesarrollo tercermundista o es
aún pronto para ello?
— Compruebo que el excurso propio sigue creciendo a expen-
sas del objeto a analizar. «¿No será el imperialismo novecentista

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ENTREVISTA CON ANTONIO ESCOHOTADO 121

el equivalente de la esclavitud en la Antigüedad?». Sugiero que el


entrevistador formule dicha tesis como el entrevistado formula las
suyas, evitando el dogmatismo por el procedimiento de dejar que
los actores se auto-expliquen. El tomo II examina el imperialismo
de los fabianos –que es eugenesia racial–, y presta atención a su
principal crítico informado, que fue J. A. Hobson. Muestra tam-
bién cómo Luxemburg y Lenin se acogieron a su caudaloso estudio
como si demostrara la exactitud del pronóstico marxista, cuando
más bien iba a ser el apoyo inmediato del keynesianismo. Discí-
pulo de Cobden, Hobson es tan inmisericorde con la perspectiva
de Marx como Durkheim, Weber, Schumpeter, Aron, Galbraith,
Popper o cualquier otro investigador no fanatizado.
En cuanto a «¿podrías adelantar alguna conclusión sobre los
orígenes del subdesarrollo tercermundista?», me pregunto por qué
seguir omitiendo el detalle de lo ya investigado. ¿No hay materia
suficiente en los resortes del desarrollo que se exponen al examinar
la irrupción del dinero de confianza, la propiedad intelectual, la
génesis de los sindicatos, el derecho laboral e industrial, la fabrica-
ción a gran escala, los orígenes concretos de la jornada reducida,
los debates internos de la Internacional primera y segunda? ¿Qué
ganamos especulando sobre la de Chávez, cuando por lo demás
este segundo volumen detecta en su abrazo con Ahmadineyad el
comienzo de una colaboración todavía más estrecha entre mar-
xistas e integristas, enemigos del comercio y enemigos del libre
examen?
— En el primer volumen, mientras analizabas la caída del Imperio
Romano, avanzaste una hipótesis bastante polémica: que el tráfico de escla-
vos y las relaciones de servidumbre contravienen por principio el desarrollo
económico. En el segundo volumen tuviste una oportunidad inmejorable de
comprobar la validez de este enunciado, la economía yanqui sureña, pero
hete aquí que los negros desaparecen del índice analítico y Lincoln solo
figura de segundas. ¿A qué razones responde este olvido de la Guerra de

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Secesión? ¿Acaso el movimiento abolicionista no constituye el epítome de las


esperanzas fanáticas, guerracivilistas y contrarias a la propiedad privada
(sobre otros humanos) que este libro pretende desmontar en términos histó-
ricos? ¿Las plantaciones esclavistas desincentivaron quizás a los pequeños
emprendedores norteamericanos, como parecen implicar tus premisas analí-
ticas, o todo lo contrario?
— Que la sociedad esclavista sea ruinosa per se –uno de los
temas más estudiados en ambos volúmenes– solo puede parecer
«una hipótesis bastante polémica» omitiendo que era ya una evi-
dencia para Montesquieu, y algo después para Smith, a mediados
del siglo XVIII. Me sorprende leer que «olvido» la Guerra de Se-
cesión, como si fuese un episodio nuclear o siquiera significativo
en una historia de la conciencia comunista. Un nuevo excurso
afirma ahora: «¿Acaso el movimiento abolicionista no constituye
el epítome de las esperanzas fanáticas, guerracivilistas y contrarias
a la propiedad privada (sobre otros humanos) que este libro pre-
tende desmontar en términos históricos?». Pero partimos aquí de
un doble equívoco. No pretendo «desmontar» nada, sino tan solo
reconstruir una historia plagada de lagunas, sesgos y malentendi-
dos. Con gusto intento aclarar qué quise decir aquí y allá, aunque
no puedo hacer lo mismo con los excursos sin invertir la entrevista,
porque –salvo error– dichas afirmaciones carecen de relevancia
alguna para lo analizado en ambos volúmenes, y penden de frases
sueltas.
Por lo demás, la cuestión supuestamente omitida se examina
con bastante detalle en las páginas 451-452, donde comprobamos
que toda la prensa comunista inglesa toma partido por el Sur,
entendiendo que Lincoln «forma parte de la misma cruzada capi-
talista, oculta ahora bajo una fraseología hipócrita». También re-
mito a la monografía de Lichtheim como texto de apoyo sobre esa
curiosa actitud de la «vieja guardia» británica, que sencillamente
no soporta la decadencia del proteccionismo.

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— Las mejores partes del libro (mis preferidas) tienen lugar allí donde
tomas partido por cierto bando inesperado. Por ejemplo cuando defiendes
a Saint-Simon ante la mala lectura realizada por Isaiah Berlin, quien
quisiera colgarle el sanbenito de comunista expropiador, cuando a tu juicio
estamos más bien ante un modelo de liberal socialmente comprometido, por
decirlo brevemente, apoyado sobre una historia realista (próxima a Hegel)
del desarrollo histórico. O cuando dices que desde un punto de vista liberal
el Tratado teológico-político «es como la piedra miliar de las bóvedas
antiguas [...] solo ella puede absorber las tensiones de cada arco».
Que alguien avise a los althusserianos: estaban equivocados, el proscrito
de Amsterdam no colabora para Le Monde Diplomatique. Dicho esto,
¿podrías resumir para el lego por qué gente tipo Keynes o Hayek tienen
más en común que en contra? ¿En qué consiste ese socialismo individualista
(verdadero oxímoron para muchos oídos) que Durkheim podría, dado el
caso, llegar a suscribir? ¿No me digas que los manuales del colegio (y de la
escuela austriaca) yerran cuando definen el socialismo como el elemento de
transición hacia el comunismo?
— Claro que afirmo tal cosa. Los manuales españoles de
colegio, y los universitarios, son la quintaesencia del sesgo y la
ignorancia sobre los orígenes del socialismo. Como el volumen
entra tan a fondo en la cuestión, me limito a recordar que el so-
cialismo se adapta al medio (como un termostato), mientras el
comunismo permanece invariable (como un reloj). Hay menciones
a un socialismo mesiánico o «real», pero se trata de comunismo. El
socialismo no puede estar reñido con el sufragio universal secreto
–como acontece, por cierto, en todas las democracias populares–
sin caer en la incoherencia de tomar al «trabajador» y al «pueblo»
como un débil mental, incapaz de autogobernarse. De ahí el co-
mentario de Bernstein, alma mater del SPD: «Si el socialismo no
es un liberalismo comprometido con la democracia solo será una doctrina
mesiánica salvaje, alimentada por fanáticos del recomenzar desde cero y el
“tanto peor tanto mejor”».

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— Otro momento igualmente intenso sucede cuando arremetes contra


el llamado liberalismo maximalista, estilo Mises y Rothbard, quienes juz-
gan que la crisis de fin de siècle (1873-1896) y la existencia misma de
ciclos económicos se debe «a las acrobacias sin red permitidas por el papel
moneda», acuñado por los bancos centrales sin el respaldo de un ahorro efec-
tivo. Según muchos, esta sería incluso la causa última de la crisis actual.
Tú posición respecto del endeudamiento estaría digamos que entre dos aguas,
la idea austriaca de que el multiplicador keynesiano es «un desideratum
vestido de aparato matemático», y el «entender que a veces los
Gobiernos deben gastar lo no ahorrado para evitar males mayo-
res». La frase más ambigua y repetida del libro quizás sea «prosperidad
y crisis se solicitan recíprocamente», ¿en qué sentido? Aunque Hegel
pensara que la Historia no enseña nada, pues los vivos viven el presente
desde una perspectiva mayormente ahistórica, dime, ¿qué enseñanzas arroja
Los enemigos del comercio para la situación vigente de la economía en
la Unión Europea?
— No se me alcanza por qué atribuir a Hegel que «la historia
no enseña nada», cuando toda su obra insiste en lo contrario. En
cuanto a las enseñanzas de mi investigación, espero que ayuden
a recortar la ignorancia sideral donde vivía yo antes de empezar
a estudiar fenómenos como la evolución del mercado financiero,
el papel del empresario, la dinámica del sindicalismo y sobre todo
el contraste entre medios, fines y resultados políticos. Me habría
metido a investigar esa materia aunque tuviese la seguridad de
no publicarla nunca en vida, porque necesitaba esa autoaclara-
ción como un sediento beber, para morir más tranquilo. A la luz
de los cuestionarios que evoca por ahora la publicación del libro
compruebo que el afán de averiguar datos desconocidos pesa in-
comparablemente menos que el deseo de confirmar algo resuelto
antes de estudiarlo, en unos casos porque el entrevistador es pro y
en otros porque es anti (libertad, mercado, riqueza, mérito, incerti-
dumbre, etc.). Sin embargo, ni una línea en Los enemigos del comercio

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ENTREVISTA CON ANTONIO ESCOHOTADO 125

repite algo ya sabido, pues nace de la sorpresa correspondiente a


no haber estado en lo cierto por lo que respecta a tal o cual evento
o matiz. Como superar la ignorancia gracias al mero estudio es mi
fuente primordial de satisfacción, resulta asombroso –y en parte
desazonador– que pasar del desiderátum a la verificación importe
tan poco. Cuatro de las cinco últimas entrevistas (todas ellas
concedidas esta semana) demuestran hasta qué punto insinuar o
reafirmar asertos propios se sobrepone a reconocer algo ignorado,
o ponerlo en cuestión con fuentes alternativas. Eso hace que lo
fundamental de mi esfuerzo –mirar ecuánimemente el ayer– acabe
en propuesta de hablar sobre cualquier otra cosa.
— Una pregunta adicional sobre fórmulas políticas que podríamos
exportar a nuestro tiempo. La idea de estipular impuestos elevados sobre las
herencias, sangrar y distribuir aquella propiedad que depende de la cuna y de
la sucesión en lugar del mérito (nadie merece nacer en una familia rica o po-
bre) aparece muchas veces en el siglo XIX. Tipos sociales tan distantes como
afines a cierto espíritu igualitario y meritocrático, tal que un aristócrata
libertario (Bakunin), un noble liberal (Saint-Simon) y un empresario fi-
lantrópico (Carnegie: «quien muere rico muere deshonrado»), formu-
laron propuestas semejantes. No estás convencido, sin embargo, acerca de las
virtudes de la medida, pues «abolir el derecho sucesorio convirtiría a
todos en dependientes de un todopoderoso ministro de Hacienda»,
además de desincentivar el emprendizaje. Pero no tiene por qué ser así. La
temible dependencia puede variar según los mecanismos de distribución de
las oportunidades que acompañan a la riqueza, ya sea indirectamente (in-
versión en servicios públicos) o directamente (Renta Básica Universal). En
cuanto a los incentivos, huelga decir que el capitalismo meritocrático solo
desmotiva a quien quiera hacer del esfuerzo personal y las ventajas compa-
rativas una suerte de rancio abolengo, dando en sucesión a los hijos de los
hijos una tierra que –por definición– será para quien la trabaje o de nadie.
Por eso caen tan mal los nuevos ricos de postín, porque hacen como los políti-
cos en silencio, suspiran melancólicos porque son ministros o accionistas en

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lugar de emperadores o princesas. Por suerte, salvando la casta política, la


heráldica familiar y los títulos sucesorios parecen estar en franco retroceso.
Y así tiene que ser, ¿no?
— Nuevamente el excurso se sobrepone a la pregunta, y
nuevamente se simplifica lo que mi ensayo expone a propósito
de «desincentivar el emprendizaje», un neologismo cuyo sentido
quizá sea crear riqueza. Sigue un «pero no tiene por qué ser así»,
y el derecho sucesorio se pone en relación con «caen tan mal los
nuevos ricos de postín». La frase termina con un «así tiene que
ser, ¿no?» Salvo error u omisión, aprendemos acerca de un fenó-
meno cuando exhumamos información al respecto con paciencia
y humildad, ya que meternos en lo estudiado a título de fiscales
o jueces no suele derramar luz sobre ello, y una medida cortés
sugiere esperar a que otros nos tengan por expertos en la materia.
Me encantaría discutir lo que el libro expone sobre Saint-Simon y
el derecho de herencia, pero me lo impide el carácter asertórico del
interrogante planteado, donde la preferencia del entrevistador por
escucharse a sí mismo reduce la respuesta a sí o no.
— Dedicas un capítulo entero «Reconsiderando a Marx». ¿Y bien?
Además de tener «un genio satírico de proporciones colosales,
comparable con Aristófanes, Juvenal o Quevedo», ¿cual sería los
mayores logros intelectuales de este querido barbudo? Dado que la teoría
del valor-trabajo y en análisis de las clases sociales son el legado de unos
pensadores «burgueses» anteriores que Marx nunca pudo completar del
todo, según tu opinión porque se topó con el marginalismo a tiempo, ¿acaso
no habría que valorar la confianza que Marx tenía en la clase obrera, orga-
nizada y disciplinada, por oposición a las algaradas mesiánicas en nombre
de «los pobres de espíritu», los estudiantes con mucho tiempo ocioso, los
últimos que serán los primeros, y demás sujetos que componen el paisaje
político previo y posterior a 1848?
— Tras advertir que dedico un capítulo entero a la reconside-
ración de Marx (colofón de otros, dos centrados en la concatena-

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ción de su vida y su obra), la pregunta es un «¿y bien?», seguida


por «¿cuál serían los mayores logros intelectuales de este querido
barbudo?» Precisamente a ello se dedica el espacio comprendido
entre las páginas 369 y la 434, y me sorprende dar por sabido -y
mucho menos reconocido- que el concepto de clase social nada le
debe a Marx. Me costó bastante descubrir la obra recién hecha en-
tonces por Charles Comte, Thierry, etcétera, y sin ella no tendría-
mos punto de comparación para su análisis del tema y el marxista.
No obstante, aclaro que el principal logro teórico del «querido
barbudo» es a mi juicio una ontología colectivista, cuya estructura
remoza el reduccionismo maniqueo. Como el bien y el mal en la
cosmología de Mani, el hombre auténtico –un yo/masa llamado
también esencia genérica (Gattungswesen)– se contrapone al
hombre individualista o no-hombre, cuyo rasgo dominante es la
tendencia a decidir por separado y acaparar. Más conocida que
esta ontología es su aplicación epistemológica, pues la codicia del
no-hombre le condena según Marx a ver las cosas aisladas de su
devenir, petrificadas. Esto remitiría a Heráclito, recordándonos la
necesidad de captar todo en su movimiento, pero al concentrar la
estática en el individualista ofrece más bien una idea cosificada de
la cosificación. En vez de un engranaje entre verbos y sustantivos
–acciones y entidades– produce retahílas de epítetos vehementes,
como los 17 (que especifico en las páginas 420-421) a la hora de
definir a la mercancía.
En cuanto a «¿acaso no habría que valorar la confianza que
Marx tenía en la clase obrera, organizada y disciplinada?», no sé
qué valor atribuir a una entelequia como la «conciencia proleta-
ria», tras las abundantes aclaraciones hechas al respecto en este
volumen. Marx, Engels, Blanqui, Bakunin, Lenin, Trotsky y Mao
(también Fidel y el Che) fueron señoritos mantenidos por sus fa-
milias, que nunca se ganaron la vida trabajando por cuenta ajena
ni propia, y Marx vio morir de hambre y frío a tres hijos cuando

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128 ERNESTO CASTRO CÓRDOBA

podía traducir o dar clases en la academia de su colega Wolff.


Me asombra también ver omitida la crítica de Bakunin a la idea
de «clase obrera organizada y disciplinada», quizá su análisis
más lúcido. Echo de menos por último el análisis sociológico del
intelectual, que Schumpeter inauguró con la idea de alguien tan
incompetente en términos profesionales como eximio «evocando
resentimiento con cuadros de esclavitud y martirio».
— No quiero dejar pasar la oportunidad de preguntarte sobre antiguas
trifulcas filosóficas, pues yo mismo soy estudiante de filosofía de formación
(mejor dicho: de vocación), y me resisto a olvidar aquella (a mi juicio)
fructífera polémica que tuviste hará trece años con Antonio Fernández-
Rañada. Fernández-Rañada pensaba entonces que Caos y Orden, el libro
donde fundamentas el liberalismo sobre argumentos científicos sacados de
la física actual, confunde planos de consideración, incurriendo en la falacia
naturalista, cuando no forzando analogías y generalizando consideraciones
microscópicas que nada tienen que ver (a primera vista) con cuestiones polí-
ticas. Visto con distancia y frialdad, ¿que sacas en claro de aquella polémica
que a tantos tuvo en vilo? Puestos a elegir, ¿qué prefieres: un muestrario
histórico que argumente las ventajas del liberalismo sobre sus competidores,
dejando a otros el trabajo de fundamentación científica, o el recurso a cien-
cias duras para hablar de las ventajas comparativas de la libertad?
— En ningún momento Caos y Orden «fundamenta el libera-
lismo sobre argumentos científicos sacados de la física actual», y
Fernández-Rañada no me imputó tanto «forzar analogías y gene-
ralizar consideraciones microscópicas» como ignorar la tabla del
nueve y ser «posmoderno». En su primer artículo no percibió que
uno de mis párrafos sobre la llamada teoría estándar parafraseaba
a Feynman, y alegando un «cómo se atreve a decir tal disparate»
demostró desconocer el QED de este último. Molesto por el desliz,
y por lo que fui objetando a cada uno de mis «groseros errores»,
volvió a la carga con un segundo artículo arropado por los de otros
tres colegas, que pasaron de considerar posmoderno el texto a lla-

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ENTREVISTA CON ANTONIO ESCOHOTADO 129

marlo «bazofia» (véase el de Peregrín Gutiérrez). Ninguno de esos


artículos pasó en su análisis de la página 91 –en un libro de 600–,
limitándose a la parte que se centra en sociología de la ciencia.
«Visto con distancia y frialdad», como permite el paso del tiempo,
considero que la primera parte de Caos y orden está entre lo menos
deficiente que haya escrito. Varios críticos ofrecieron «una colec-
ción de invectivas impropia del debate científico» (J. Izquierdo,
«Leviatán y el atractor extraño: Escohotado, Sokal y la vida edi-
torial, Empiria, III, enero de 2000, p. 111), sin perjuicio de que sus
comentarios me ayudaron a rectificar o matizar criterios, y lo agra-
decí expresamente en el artículo de respuesta a todos («Ciencia y
cientismo»). Por lo demás, nunca me gustó del libro que sugiriese
siquiera transitar del telescopio a las urnas o de las estructuras
disipativas al catálogo de derechos civiles, algo que jamás propone
pero quizá tampoco descarta tajantemente. Al revisar la séptima
edición, en 2011, suprimí el a mi juicio único párrafo ambiguo en
tal sentido, y comprobé de paso que los capítulos dedicados a inge-
niería financiera –concretamente al manejo de riesgos guiado por
el algoritmo inversor de Black y Scholes– ilustraban lo ocurrido
dos años después con el desplome de Lehmann Brothers. Por lo
demás, sigo considerando valioso divulgar la obra de Prigogine
y Mandelbrot, entre otros estudiosos de la complejidad, aunque
revolucionar la termodinámica y disponer de una geometría adap-
tada a la realidad sigue sin entrar en el programa de institutos y
universidades, y los profesores que denunciaron mi intrusismo
pueden seguir aplazando su estudio. En su día lamenté que la polé-
mica no considerase esas partes del ensayo, y por supuesto toda su
segunda mitad, de cuyos circunloquios acabó naciendo el proyecto
de repasar la historia del movimiento comunista. Espero haber
contestado con esto a la primera parte de la pregunta, que desem-
boca en la alternativa de argumentar las ventajas de la libertad con
el apoyo de la historia o con el de las ciencias duras.

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130 ERNESTO CASTRO CÓRDOBA

Esta segunda cuestión me parece del mayor interés, así como


fiel a la problemática que me fue abriendo el curso de la vida. A
la pregunta «¿qué prefieres?» respondo que la libertad se me ha
impuesto como algo no adjetivo sino substantivo. Si por libera-
lismo entendemos defensa de la libertad como responsabilidad, ser
liberal me parece inexcusable. Hay liberales vacilantes, recelosos
del prójimo en abstracto, como si el fundamento de la libertad
no pendiese de empezar defendiendo la ajena. Hay libertarios
entontecidos por odiar la responsabilidad. Hay también tarados,
que canalizan una existencia neurótica con vistas a lograr antes o
después un summum imperium («fuerza bruta») sobre su entorno,
que quizá prosperan gracias a un quinto tipo de espíritu, ejempli-
ficado por el profeta Amós cuando maldice a «quienes disfrutan
tranquilamente». El enemigo de la libertad es también enemigo
del comercio –entre otras muchas cosas–, y hoy diría que solo ha
descubierto la amistad basada en tener algún perseguidor común.
Mañana quizá averigüe algo más concreto sobre el asunto, pero
en términos generales pienso que el sí concentra la esencia, y el no
solo nos vale de modo transitorio –básicamente para derrocar a
sucesivos campeones de la servidumbre.
— Para terminar, una pregunta metodológica. Tiendes a señalar la
falta de aparato crítico en los teóricos del materialismo histórico, empezando
por la tesis de Marx sobre Demócrito y Epicuro, pésimamente documen-
tada a tu juicio. Sin embargo, a juzgar por el índice bibliográfico de ambos
tomos, tú mismo manejas un volumen de libros algo discreto (30 páginas
de títulos no es poco, pero tampoco mucho) para tratarse de una historia
del comunismo remontada hasta los primeros pobladores. Autores clásicos
hasta decir basta monopolizan las notas a pie de página, abundan sobre
todo las citas de Gibbons, Hayek, Hume o Schumpeter, incluyes pocas (pero
doctas) discusiones entre historiadores recientes, inclinando casi siempre la
balanza en beneficio de la «historia socialmente comprometida», y muchas
veces aparece Wikipedia como fuente última de información. No obstante,

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ENTREVISTA CON ANTONIO ESCOHOTADO 131

muchos datos indican la presencia de fuentes primarias. En la Introducción


subrayaste que desde 2005 accedes a ellas gracias a Internet, y los capítulos
sobre el contexto de la Primera Internacional dan buena cuenta de cuanto
habrás usado el Marxist Internet Archive para consultar determinados
originales. Dime, por tanto, ¿cual crees que constituye el gran hallazgo de
tus consultas en el archivo? Hay muchos candidatos, yo apostaría por algu-
nas anécdotas de la revuelta cantonalista, como que Cartagena (Murcia)
pidiera el ingreso en los Estados Unidos de América, así que no seas modesto
en detallar tus mejores bazas como archivista.
— No alego que la tesis doctoral de Marx esté «pésimamente
documentada»; aclaro más bien «su breve extensión, y un aparato
crítico no menos breve» (página 375, nota 26). De esa inexactitud
pasamos a que mi índice bibliográfico es «algo discreto», pues
la investigación se remonta «a los primeros pobladores». En fin.
Afortunadamente, el excurso concluye con una pregunta sobre
cuál me parece «el gran hallazgo» derivado de las consultas, un
interrogante digno de respuesta. Quizá el más impensado fue el
tratado antropológico de Nordhoff, cuya primera versión estaba
en una letra tan mala que estuve tentado de no seguir leyendo. Me
enseñó el detalle de las sociedades comunistas fundadas en Nor-
teamérica, y fenómenos igualmente poco conocidos entre nosotros
como los dos Despertares del país, y el tipo de feria/sínodo rural
donde maduraron mormones y otras sectas, cuya evolución resulta
tan ilustrativa. Otros hitos fueron la Online Library of Liberty, donde
puedes encontrar hasta la última carta de Bentham, por ejemplo,
y el admirable Marxists Internet Archive, que acaba de permitirme
leer unos 6.300 documentos autógrafos de Lenin, y empezar así a
hablar de su psique con conocimiento de causa. Si me preguntas
por figuras singulares, el descubrimiento más insólito del tomo I
fueron Amalric de Bène y el resto de los «adeptos al libre espíritu»,
coetáneos –cómo no– de la primera Hansa, otro fenómeno del
cual apenas sabía nada. Lo equivalente para el tomo II es Francis

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132 Ernesto Castro Córdoba

Place, «el viejo calvo», que me explicó mil cosas ignoradas sobre
Inglaterra, sencillamente con sus actos y unos pocos textos.
En cuanto al aparato crítico, seguirá ampliándose sin perjuicio
de seguir limitado a obras citadas. Quizá no reparaste en lo senci-
llo que resulta transcribir bibliografías de otros, en contraste con el
rigor de limitar la cita a obras manejadas por uno mismo.

E. C. C.

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