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MISTERIO DE DIOS

Alberto Múnera, S.J.


2019-3

TEMA 5
LA REVELACIÓN DE DIOS: DEI VERBUM
RELACIÓN ENTRE ANTIGUO Y NUEVO TESTAMENTO

EXPOSICIÓN DEL PROFESOR

Interpretación de la Sagrada Escritura: Constitución dogmática Dei Verbum

Los Obispos católicos en el Concilio Vaticano II concluido en 1965, en el documento


Constitución dogmática “Palabra de Dios” sobre la divina revelación, presentaron la
manera como en la actualidad entiende la Iglesia católica esta intervención extraordinaria
de Dios en la historia. Por eso es necesario analizar detenidamente este documento del
Concilio.

Lo primero que debemos entender sobre este documento es su título: se trata de una
constitución dogmática, una exposición doctrinal que los Obispos pretenden que sea
asumida por todos los miembros de la Iglesia Católica. La temática que propondrá el
documento es sobre un acontecimiento fundamental para la fe cristiana: la revelación
que Dios ha realizado en la historia. El proemio del texto indica que “se propone exponer
la doctrina genuina sobre la divina revelación y sobre su transmisión para que todo el
mundo, oyendo, crea el anuncio de la salvación; creyendo, espere, y esperando, ame”.
(DV 1).

Este documento aporta varias orientaciones doctrinales para la comunidad cristiana, que
afectan importantes afirmaciones de la Teología y por tanto de la comprensión que hasta
ese momento se tenía de muchos aspectos del cristianismo.

Primer aporte que afecta a la Teología y que implica cambios de comprensión: Dios
sólo se revela a sí mismo y su plan de la divinización humana

Tradicionalmente se nos había dicho que en la Biblia se recoge la revelación de Dios, lo


que Dios ha revelado a la humanidad en un largo proceso que se inició desde que surgió
el pueblo de Israel unos dieciocho siglos antes de Cristo. Se afirmaba que en los textos
bíblicos se proponían verdades que Dios había revelado directamente y que la
comunidad cristiana tenía que aceptar y asumir sin más porque Dios las había revelado
y Dios no puede errar. Se pensaba que Dios había revelado muchos asuntos que
aparecían en los textos de la Biblia. Sobre todo, se afirmaba que Dios había revelado
cómo había creado el universo, cómo había creado a los seres humanos, qué leyes les
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había establecido, cómo era el cielo, quién era el diablo, en fin, multitud de temas
aparecían como revelados por Dios.

Pero sorpresivamente los Obispos dicen que Dios en la historia sólo ha revelado dos
asuntos: quién es Él y cuál es el plan que Él mismo diseñó para la humanidad. Y esto lo
dicen en una sola frase: “Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a
conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo,
Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de
la naturaleza divina” (DV 2).

Esta frase del documento descarta que Dios haya revelado cualquier asunto distinto de
estos dos. Él únicamente se reveló a Sí mismo y reveló su plan que es el siguiente: los
seres humanos por medio de Cristo tienen acceso a Dios-Padre en el Espíritu Santo y
así pueden participar de la naturaleza divina, esto es, pueden ser divinizados.

Nada más maravilloso que esta revelación de Dios consistente en estos dos datos
fundamentales para la humanidad. Según los Obispos, Dios invisible, por puro amor se
ha comunicado con los seres humanos para invitarlos a recibir esa su comunicación y
hacerlos participar de su propia vida, de su propio ser, de su propia divinidad. De manera
que lo que Dios revela es solamente a Él mismo y a su maravilloso plan sobre nosotros.
Porque el ser humano no puede conocer la intimidad de Dios dado que Él es el misterio
absoluto e inalcanzable ni puede conocer cuáles son sus designios, si Él no nos
comunica lo uno y lo otro. Más aún, repitiendo lo que había afirmado al respecto el
Concilio Vaticano I en su Constitución Dei Filius, Dios no necesita revelar aquello que el
ser humano por su propio conocimiento puede conocer (DV 6).

Sin embargo, el Catecismo de Juan Pablo II afirma lo siguiente: 1961 Dios, nuestro
Creador y Redentor, eligió a Israel como su pueblo y le reveló su Ley, preparando así la
venida de Cristo. La Ley de Moisés contiene muchas verdades naturalmente accesibles
a la razón. Estas están declaradas y autentificadas en el marco de la Alianza de la
salvación. 1962 La Ley antigua es el primer estado de la Ley revelada. 1965 La Ley
nueva o Ley evangélica es la perfección aquí abajo de la ley divina, natural y revelada.

La tendencia actual de la Teología que quiere ser fiel al Concilio (DV 2), piensa que la
Ley de Moisés no fue revelada y que tampoco en el Nuevo Testamento Cristo reveló
leyes.

Gran parte de las afirmaciones que encontramos en descripciones recogidas en la Biblia,


especialmente en el Antiguo Testamento, no fueron reveladas por Dios. El Concilio va a
tener que decirnos cómo hay que entender los textos de la Biblia para no asumir como
revelado algo que no lo fue. Así lo hará en una parte del documento. Porque lo único que
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reveló Dios fue a Sí mismo y su plan de divinización del ser humano, asuntos que por
sus propios medios el ser humano no podría conocer.

Segundo aporte que afecta a la Teología y que implica cambios de comprensión:


Dios se reveló primeramente por hechos interpretados por las palabras

También tradicionalmente se tendía a pensar que Dios había revelado de manera directa
a los escritores de los textos de la Biblia una serie de verdades doctrinales expresadas
en frases y palabras allí presentes.

Pero además de lo que el documento dirá sobre la manera como actualmente tenemos
que interpretar los textos de la Biblia, afirma lo siguiente: “Este plan de la revelación se
realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras
realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los
hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y
esclarecen el misterio contenido en ellas” (DV 2).

Esto significa que Dios ante todo se reveló con hechos y palabras de la siguiente manera:
durante muchos siglos en la historia concreta de Israel, y luego en la historia de nuestro
Señor Jesucristo, acontecieron “hechos” que luego fueron interpretados por “palabras”
de quienes experimentaron esos acontecimientos y los interpretaron como
manifestaciones y comunicaciones de Dios. Esas personas expresaron su interpretación
de los hechos en palabras, en relatos. Esas palabras y relatos pasaron de generación
en generación hasta que fueron consignadas por escrito y así surgieron los textos de la
Sagrada Escritura.

Pero hay una gran diferencia entre esos hechos en el Antiguo Testamento y el hecho
fundamental del Nuevo Testamento. Porque este acontecimiento excepcional y único de
revelación de Dios es la persona misma de nuestro Señor Jesucristo. Él es Dios-Palabra
que históricamente se encarnó, se hizo hombre en la historia. Así al hacerse humano
nos revela en forma humana cómo es Dios en su realidad íntima y cómo acontece la
salvación del ser humano por medio de Él mismo. Por eso el documento que estamos
comentando dice: “Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana
se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de
toda la revelación” (DV 2).

Tercer aporte que afecta a la Teología y que implica cambios de comprensión: La


revelación de Dios en el Antiguo Testamento es preparatoria de la revelación plena,
absoluta y definitiva en Cristo.

Existen dos clases de revelación de Dios según la Teología católica: una manifestación
implícita que según Rahner le llega a todo ser humano a través la historia de la
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humanidad. Esta revelación ocurre en cada persona en la medida en que con su


conciencia capta el bien que debe hacer y el mal que debe rechazar, de manera que, si
con su libertad hace el bien, puede, aunque no lo sepa, participar de la vida de Dios,
divinizarse.

La revelación formal y explícita de Dios sucede, en cambio, en un período preciso de la


historia, y allí termina.

Según la teología católica, esta revelación explícita de Dios se extiende durante cerca
de dieciocho siglos que dura la historia de Israel antes de Cristo, y es la que se recoge
en los escritos del Antiguo Testamento. Pero para el cristianismo esta revelación sólo es
preparatoria de la revelación plena, total y definitiva en Cristo. Esto es lo que hace que
la revelación de Dios en ese período de historia y consignada en los textos del Antiguo
Testamento, presente muchas limitaciones, insuficiencias, ambigüedades y ciertas
formas de presentar a Dios y su plan sobre la humanidad, lo que la hace imperfecta, no
plena y no definitiva. Resulta insuficiente, incompleta, difícilmente lograda por
intermediarios, en una serie de situaciones históricas que apenas permiten a Dios dar
alguna noticia imperfecta de sí mismo y de su proyecto sobre la humanidad. Se considera
según el Concilio una preparación de lo que sería la verdadera e insuperable revelación
que acontecería en la persona del Señor Jesucristo. Sin embargo, en esa preparación
Israel descubre rasgos maravillosos de Dios. Dice el texto del Concilio: “En su tiempo
llamó a Abraham para hacerlo padre de un gran pueblo, al que luego instruyó por los
Patriarcas, por Moisés y por los Profetas para que lo reconocieran Dios único, vivo y
verdadero, Padre providente y justo juez, y para que esperaran al Salvador prometido, y
de esta forma, a través de los siglos, fue preparando el camino del Evangelio”. (DV 3).

Esta revelación acontecida en la historia del Antiguo Testamento es preparatoria como


una primera etapa del plan total y completo que Dios se había trazado de revelarse. La
segunda etapa sería propiamente la revelación plena y definitiva de sí mismo y de su
plan sobre la humanidad.

Esta afirmación del documento, que después explicitará muy detenidamente, ha


implicado un cambio muy importante para la Teología católica. Porque tradicionalmente
se le daba igual importancia al Antiguo Testamento que al Nuevo. Más aún, debido a que
la liturgia nos ofrece permanentemente textos de los dos Testamentos y el Antiguo es
muy extenso, la atención de la comunidad cristiana se centraba en la historia de Israel,
con detrimento del conocimiento de la vida y persona de nuestro Señor Jesucristo.

El cambio para la Teología católica lo más importante en la revelación de Dios es la


persona misma del Señor Jesucristo porque Él es Dios mismo revelado humanamente y
al alcance de nuestro conocimiento y nuestra acogida amorosa, en lo que consiste
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nuestra fe. Para nosotros es necesario tratar todos los temas del cristianismo desde
Cristo, desde el misterio de Dios en Él revelado, y desde la comprensión del plan de Dios
sobre la humanidad como sucede en Cristo y por Cristo según lo afirma el Nuevo
Testamento y, por supuesto, el Concilio en muchos textos.

Toda catequesis y toda propuesta de nuestro cristianismo como es la comprensión de la


creación, de la humanidad y de su destino, tendría que partir de la persona del Señor
Jesucristo como lo hace San Pablo en sus cartas, y no de los relatos de la etapa
preparatoria de la plenitud de la revelación como son los del Antiguo Testamento. Más
adelante en el documento (DV 13-16) el Concilio explicará la manera como se debe
asumir el Antiguo Testamento en el cristianismo.

El numeral 4 del documento sintetiza la afirmación fundamental del cristianismo y que se


encuentra en la Carta a los Hebreos: que Dios-Padre habló al pueblo de Israel de muchas
maneras por medio de los Profetas pero que finalmente nos habló por su Hijo (Heb 1, 1).

Y explica más detalladamente: Dios-Hijo es el Verbo o Palabra eterna de Dios que, al


encarnarse, hacerse hombre como nosotros, nos manifiesta humanamente quién y cómo
es Dios, pues quien lo ve a Él (Dios-Hijo) ve a Dios-Padre. Además, Jesucristo tiene el
encargo de Dios-Padre de alcanzarnos la salvación, esto es, la divinización, por medio
de su muerte que elimina todo pecado y por medio de su resurrección que consistió en
la glorificación de su humanidad. Esto último es lo que decimos en el Credo: que Cristo
“está sentado a la diestra de Dios-Padre”, es decir que la humanidad de Cristo glorificada
posee la misma categoría de Dios.

Ahora bien: en la Teología siempre hemos entendido que el pecado es la carencia o


ausencia de la vida divina en el ser humano. Es lo que caracteriza a toda persona por
ser simplemente humana: no-es-Dios. En ese sentido todos somos pecadores al llegar
a este mundo porque llegamos como seres que no-somos-Dios. Jesucristo, Dios
humanado muere en la cruz para eliminar todos los pecados. Ante todo, ese pecado
propio de todo ser humano, esa realidad que nos caracteriza por el solo hecho de ser
miembros de nuestra especie. Y además para que se nos perdonen juntamente todos
nuestros pecados personales o comportamientos morales malos que hayamos realizado
con nuestra libertad. Pero Jesucristo resucita, esto es, su humanidad es glorificada, su
humanidad se incorpora a la plenitud de Dios. Esto es lo que determina que nosotros,
eliminado por la muerte y resurrección de Cristo nuestro pecado común con el de todos
los seres humanos, al que llamamos pecado original, y perdonados nuestros pecados
personales, alcanza la gracia o participación en la vida de Dios, inicia su divinización
según el plan de Dios. Al poseer esta gracia en este mundo (se llama gracia por ser un
regalo gratuito de Dios) puede llegar a resucitar después de morir, esto es, a poseer lo
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mismo que la humanidad resucitada de Cristo, la plenitud de Dios por siempre en la


eternidad. (DV 4).

En Cristo, que es Dios-Hijo o Dios-Palabra, Dios se reveló de tal manera que sus
contemporáneos pudieron verlo, tocarlo, escucharlo, entenderlo, conocerlo
personalmente. Todo lo contrario de la revelación en el Antiguo Testamento en la que
Dios es invisible, distante, inaccesible, y con muchas características que la misma vida
de Jesús y la fe cristiana tuvieron que corregir, pues se lo presenta en ocasiones como
violento, castigador, vengador, jefe de los ejércitos y destructor de todos los enemigos
del pueblo de Israel.

Es muy diferente la percepción de Dios que se logra en los textos del Antiguo
Testamento, de lo que nos resulta ser Dios en Cristo. El misterio de Dios como Trinidad
y su plan de regalar su gracia a todo ser humano para que pueda participar de la vida
divina ya en este mundo y después de morir, por toda la eternidad, no son revelados en
la etapa preparatoria de la revelación que para la comunidad cristiana es el Antiguo
Testamento. Por eso el Concilio termina diciendo: “La economía cristiana, por tanto,
como alianza nueva y definitiva, nunca cesará, y no hay que esperar ya ninguna
revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo (cf. 1
Tim., 6,14; Tit., 2,13).” (DV 4).

Para la Teología católica la revelación explícita de Dios se cierra con la muerte y


resurrección de Cristo y con la muerte de sus testigos presenciales que ocurre unos años
después. De paso, según esto, Dios no ha hecho ni hará revelaciones privadas explícitas
de sí mismo y de su plan de salvación, hasta el fin de la historia. Toda su revelación ya
sucedió en Cristo.

Cuarto aporte que afecta a la Teología y que implica cambios de comprensión: la


fe cristiana es la acogida de y adhesión de la persona a Cristo

Si la revelación explícita de Dios para la comunidad cristiana es la persona de Cristo, y


si la fe es la acogida incondicional y amorosa de Él como respuesta a esa maravillosa
comunicación o manifestación de Dios que se revela en Jesucristo Hijo de Dios
humanado, autor de nuestra creación y de nuestra salvación, destino de nuestra
existencia, entonces la fe ya no puede entenderse como una aceptación de verdades
abstractas o doctrinales incomprensibles que debemos asumir porque Dios las ha
revelado. La fe en consecuencia debe suceder como una experiencia vital, vivencial de
cada uno de nosotros al asumir a la persona adorable de nuestro Señor Jesucristo y
como una adhesión incondicional a Él en un amor indisoluble: “Cuando Dios revela hay
que prestarle ‘la obediencia de la fe’, por la que el hombre se confía libre y totalmente a
Dios prestando ‘a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad’, y
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asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él”. (DV5). Aquí está utilizando el
texto una forma anterior al Concilio de entender la fe como aceptación de verdades
conceptuales reveladas por Dios. En la nueva comprensión de la fe entendida como
acogida de la persona del Señor Jesús, la frase sigue teniendo vigencia por cuanto la
persona del Señor Jesús es la Verdad de Dios sobre Sí mismo, como lo dice
explícitamente el Evangelio en boca del mismo Señor Jesús: “Yo soy la Verdad”. Y por
la fe, “prestamos a Dios revelador el homenaje del entendimiento y la voluntad” significa
entonces aceptar y acoger al Señor Jesús con todo nuestro ser humano.

Por supuesto, afirma el Concilio, que esa fe como respuesta personal y existencial a la
entrega que Dios nos hace de sí mismo en Jesucristo, supone que la gracia de Dios y la
acción del Espíritu Santo, el Amor infinito de Dios, nos permiten producir, mantener y
acrecentar nuestra respuesta como entrega amorosa también de parte nuestra a Cristo
y por Cristo al Padre.

Dice el Concilio: “Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que proviene y
ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte
a Dios, abre los ojos de la mente y da ‘a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad’.
Y para que la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo
perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones”. (DV 5).

Quinto aporte que afecta a la Teología y que implica cambios de comprensión:


Dios sólo revela lo que no es accesible al conocimiento natural humano como son
Él mismo y su plan de la divinización humana

Según la doctrina tradicional del cristianismo, toda persona puede llegar a conocer a Dios
al contemplar las maravillas que descubre en el cosmos y en el mismo ser humano. Esto
lo llama conocimiento “natural” de Dios.

Pero lo que concierne a la intimidad de Dios, es decir, su misma realidad interior y sus
designios sobre el cosmos y la humanidad, lo que llamamos el plan de salvación en
Cristo que consiste en que los seres humanos podamos participar de la naturaleza de
Dios imperfectamente ya en este mundo y después de la muerte en plenitud y por toda
la eternidad, son asuntos que, si Dios no nos los hubiera revelado por medio del mismo
Cristo, nunca el ser humano hubiera podido tener conocimiento de ello. Por eso, a este
conocimiento adquirido por la revelación explícita de Dios, el Concilio lo llama “sobre-
natural”, para distinguirlo del conocimiento “natural” por el cual cualquier ser humano
puede conocer a Dios.

Más aún: nada de lo que el ser humano puede conocer de Dios por medio de su
conocimiento “natural”, requiere revelación. Aunque, como ya se dijo, el Catecismo de
Juan Pablo II insiste en que Dios “reveló” una Ley en el Antiguo Testamento, y “revela”
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una Ley también en el Nuevo Testamento. Lo cual parece ser que no coincide con lo que
afirmó el Concilio Vaticano I y reafirma el Vaticano II en sus textos. Porque la Ley y las
leyes consignadas en el Antiguo Testamento claramente son accesibles al ser humano
por el simple conocimiento “natural”. Y lo mismo las leyes que aparecen en el Nuevo
Testamento, incluso la ley del amor propuesta por el Señor Jesús.

Dice el Concilio Vaticano I: “Mediante la revelación divina quiso Dios manifestarse a Sí


mismo y los eternos decretos de su voluntad acerca de la salvación de los hombres,
‘para comunicarles los bienes divinos, que superan totalmente la comprensión de la
inteligencia humana’” (Dei Filius, Vaticano I).

Y reafirma esto el Concilio Vaticano II: “Confiesa el Santo Concilio ‘que Dios, principio y
fin de todas las cosas, puede ser conocido con seguridad por la luz natural de la razón
humana, partiendo de las criaturas’ (Dei Filius, Vaticano I); pero enseña que hay que
atribuir a Su revelación ‘el que todo lo divino que por su naturaleza no sea inaccesible a
la razón humana lo pueden conocer todos fácilmente, con certeza y sin error alguno,
incluso en la condición presente del género humano’”. (DV 6).

Es evidente que lo referente a la intimidad de Dios como Trinidad, y lo referente a su plan


divino de divinizar a los seres humanos por la encarnación de Dios-Hijo en Jesucristo,
por su muerte y resurrección, lo que constituye el objeto de la revelación según lo
expresó el texto en el numeral 2, es inaccesible a la razón humana y era lo que en
realidad requería una revelación explícita de parte de Dios.

Sexto aporte que afecta a la Teología y que implica cambios de comprensión: Qué
es la Tradición de la Iglesia y cómo ella no es fuente de revelación independiente
de la Sagrada Escritura

La Tradición es un elemento fundamental en la Iglesia, pero normalmente los fieles


católicos no oyen o no han oído hablar de ella. El Concilio brevemente explica que se
trata de la predicación de los Apóstoles y en general de la Iglesia primitiva, que se
transmitiría desde ese momento en adelante.

La palabra “tradición” proviene del Latín “tradere” que significa entregar. Así se entiende
por Tradición lo que por parte de los seguidores y testigos presenciales del Señor
Jesucristo se fue transmitiendo o entregando a quienes se iban convirtiendo al
cristianismo e iban conformando la Iglesia. Precisamente el primer “producto” de la
Tradición fue lo que quedó consignado en los textos del Nuevo Testamento. Pero por
supuesto hubo otros elementos que, como parte de la Tradición, se conservaron
verbalmente o se transmitieron de una comunidad a otra a través de los tiempos (DV 8).
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Se llama época apostólica el período en que vivieron los Apóstoles y discípulos testigos
presenciales del Señor Jesús, quienes fueron los primeros en vivir la fe cristiana y con
su predicación y enseñanzas la fueron suscitando en quienes se iban convirtiendo. Pero
lógicamente estas personas fueron muriendo durante el siglo I. Varios fieles cristianos
que los conocieron y recibieron la Tradición directamente por medio de ellos,
comenzaron a formar como quien dice una segunda oleada de fieles entre quienes
sobresalieron eminentes personajes durante el siglo II. A estos se les dio el nombre de
Padres Apostólicos, cuyos escritos también se conservan hasta nuestros días y son
fuente maravillosa de conocimiento de enseñanzas y doctrinas cristianas.

Así la Tradición se fue extendiendo en los primeros siglos del cristianismo, y los más
importantes personajes, muchos de ellos Obispos escribieron obras de carácter teológico
orientadas a defender, mantener y promover la fe cristiana en su pureza como había sido
desde el principio. Estos personajes son los Padres de la Iglesia que florecieron en los
primeros cinco siglos de cristianismo, muchos de ellos mártires y santos, por lo que se
designan como los Santos Padres y forman un precioso conjunto de escritos que
llamamos la Patrística. A la enseñanza de los contenidos de estos escritos lo llamamos
la Patrología.

Pero básicamente la Tradición se conservaba en las comunidades cristianas


legítimamente establecidas y dirigidas por sus Obispos. En esa Tradición, expuesta con
mucha sabiduría por los Padres, fue creciendo la comprensión y correcta interpretación
de la Tradición primitiva. Entre otras cosas, gracias a esta Tradición se estableció en la
Iglesia lo que se llama el Canon de la Sagrada Escritura, esto es, cuáles escritos antiguos
se aceptaron como integrantes del Nuevo Testamento, pues hubo otros escritos
importantes e interesantes que la Tradición viva de la Iglesia no aceptó como parte del
mismo. Claramente fue el caso de la Didajé o Doctrina de los Apóstoles, texto muy
antiguo que circuló en las comunidades cristianas con mucha veneración pero que no
quedó incluido en el Canon de libros del Nuevo Testamento. Gracias a esta Tradición se
descartaron también lo que se llaman libros Apócrifos, muy atractivos para la imaginación
de los fieles cristianos pero que no representaban lo fundamental y doctrinalmente
legítimo de la fe cristiana. También la Tradición seleccionó los libros del Canon del
Antiguo Testamento (DV 8).

Esta Tradición viva que proviene de los Apóstoles, se ha mantenido, se mantiene y se


seguirá manteniendo y progresando a través de los siglos con la asistencia del Espíritu
Santo, y permitirá una siempre mayor y mejor comprensión de los recibido en el pasado:
“progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo: puesto que va creciendo en
la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas, ya por la contemplación y el
estudio de los creyentes, que las meditan en su corazón y, ya por la percepción íntima
que experimentan de las cosas espirituales, ya por el anuncio de aquellos que con la
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sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad. Es decir, la Iglesia, en


el decurso de los siglos, tiende constantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta
que en ella se cumplan las palabras de Dios”. (DV 8).

Según lo explicado, tanto los textos de la Sagrada Escritura como la Tradición de la


Iglesia, provienen de los Apóstoles. La Sagrada Escritura consignó por escrito lo recibido,
mientras que la Tradición se fue transmitiendo de generación en generación, habiendo
sido los Obispos, que se entienden como sucesores de los Apóstoles en cuanto fueron
inicialmente escogidos por ellos para presidir las comunidades, los que se encargaron
de que se conservaran en ellas las doctrinas y enseñanzas recibidas.

Esto determina que “la Iglesia no deriva solamente de la Sagrada Escritura su certeza
acerca de todas las verdades reveladas. Por eso se han de recibir y venerar ambas con
un mismo espíritu de piedad”. (DV9).

Antes del Concilio se pretendía en ámbitos de la Iglesia Católica, que las fuentes de la
Revelación divina, es decir, de donde provenían las enseñanzas y doctrinas divinas eran
sí la Sagrada Escritura, por una parte, y por otra la Tradición, pero como instancias
independientes. Así se pretendía que para determinar una doctrina dogmática bastaba
con acudir a la Tradición. Desde Lutero, sin embargo, se insistía con mucha fuerza en el
Protestantismo, que la única fuente era la Sagrada Escritura.

El Concilio decidió clarificar el asunto y mantener el valor de la Sagrada Escritura y de la


Tradición, pero no como fuentes independientes de la Revelación sino como una única
fuente con dos vertientes: “La Sagrada Tradición, pues, y la Sagrada Escritura
constituyen un solo depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia”.

Por otra parte, precisamente porque desde Lutero el Protestantismo sólo acudía a la
Sagrada Escritura y la interpretación de la misma era libre, a gusto de cada cristiano, el
Concilio insistió en la afirmación católica de que la interpretación de la Sagrada Escritura
y de la Tradición como único depósito de la palabra de Dios, corresponde a los Obispos
en su función de enseñar, lo que se llama el Magisterio de la Iglesia. Por supuesto,
teniendo en cuenta que dicho Magisterio, “evidentemente, no está sobre la palabra de
Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, por mandato
divino y con la asistencia del Espíritu Santo la oye con piedad, la guarda con exactitud y
la expone con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como
verdad revelada por Dios que se ha de creer” DV 10).

Claro está que el Concilio está mirando en este punto la Revelación de Dios en términos
de doctrinas o verdades reveladas, aunque ya en el comienzo de esta Constitución
Dogmática Dei Verbum dejó claro que el objeto de la Revelación es sólo Dios mismo y
su plan de divinización del ser humano en y por Cristo con el Espíritu Santo (DV 2 y 6).
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Pero como de esta realidad básica la Iglesia ha explicitado diversos elementos


doctrinales que de allí se deducen, a ellos se refiere como “verdades reveladas” o
provenientes de la Revelación de Dios. No como si Dios directamente hubiera revelado
a algunas personas una serie de doctrinas o afirmaciones para creer, como lo explicará
detenidamente el texto más adelante. Y porque además la fe no consiste en aceptar
doctrinas o verdades porque Dios las ha revelado, como se acostumbraba a decir en la
Iglesia, pues la fe es ante todo una experiencia religiosa de profunda y sincera aceptación
del Señor Jesucristo juntamente con todo lo que Él nos manifestó sobre la intimidad del
Dios Trinitario y sobre su plan de divinización del ser humano.

Séptimo aporte que afecta a la Teología y que implica cambios de comprensión:


La Sagrada Escritura tiene que ser interpretada con la utilización de la exégesis

Estamos acostumbrados a leer textos de la Biblia y a entenderlos como se nos ocurre.


Esto tiene por explicación entre otras causas, que desde el siglo XVI Lutero insistió en la
libre interpretación de la Biblia por parte de sus seguidores, en contra de lo que la Iglesia
proponía, que la Biblia requería interpretación por parte de la autoridad eclesiástica. La
Iglesia Católica mantuvo su posición incluso llegando a prohibir a sus fieles la lectura de
algunos textos del Antiguo Testamento, para evitar interpretaciones erróneas, y siempre
exigió que las traducciones de los textos bíblicos tuvieran notas explicativas. A
comienzos del siglo XX la autoridad eclesiástica se opuso al trabajo científico de
escrituristas protestantes con sede en la Universidad de Tubinga, que fueron descifrando
cómo se había escrito la Biblia, acudiendo a una comprensión de los textos en su
composición literaria, su ubicación en una época bastante precisa, su relación con
acontecimientos históricos de fuera de Israel, los géneros literarios presentes en los
diversos libros de la Biblia, etc. Este trabajo científico se denominó “exégesis” y se
convirtió en una ciencia para la lectura crítica y contextualizada de la Biblia.

Pero a pesar de la oposición de la autoridad eclesiástica, los escrituristas católicos fueron


asumiendo lentamente la exégesis en la primera mitad del siglo XX. El Concilio Vaticano
II terminó por no solamente aceptarla como método para los fieles católicos, sino que
decidió exigir la exégesis como la manera correcta de interpretar la Biblia, eso sí
manteniendo que la última palabra sobre las interpretaciones logradas por la exégesis,
la daría el Magisterio de la Iglesia.

Uno de los primeros descubrimientos de los exégetas fue que los textos del libro del
Génesis incluían dos versiones diferentes de la creación y además contaban con
adiciones posteriores. Lo descubrieron porque en el original Hebreo, la primera versión
menciona a Dios con el nombre de Elohim. Es una palabra en plural que propiamente
traduce “dioses” (el singular es El). Supusieron correctamente los exégetas que era una
versión muy antigua cuando Israel todavía no utilizaba el nombre de Yahvéh. Este
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nombre aparece en la segunda versión. Israel conoció el nombre de Yahvéh a través de


los acontecimientos narrados en el Éxodo, cuando Dios habla a Moisés en la zarza
ardiente que no se consumía. Así los exégetas descubrieron lo que llamaron la fuente E
(por Elohim) y la fuente Y (por Yahvéh). Descubrirían además adiciones introducidas por
los sacerdotes del templo de Jerusalén en tiempos posteriores a David y la llamaron la
fuente P (por la palabra Priester en Alemán, sacerdote). Continuando los estudios
detectaron entonces algo que en la actualidad es claro para todo el que lee los diversos
libros de la Biblia: que inicialmente en tiempos antiguos, cuando incluso no existía el
alefato (alfabeto hebreo) y por tanto nada se escribía, los más antiguos relatos eran
aprendidos de memoria y transmitidos de generación en generación, esto es, transmisión
oral por carencia de escritura. Solo muy posteriormente esos relatos fueron puestos por
escrito por alguien que los compiló y formó una unidad, un libro como es el Génesis e
incluso con el tiempo los textos recibieron modificaciones.

Aplicada esta metodología a los diversos libros de la Biblia, se hizo necesario detectar a
qué tradición correspondía, con lo cual se podía fijar el tiempo de la elaboración final del
libro.

En la composición de los Evangelios se logró bastante precisión en detectar cuál de ellos


fue el primero, el de Marcos, basado en dos tradiciones, una que se llama la fuente Q
(del Alemán Quelle que precisamente significa fuente) y la otra que llamaron el
Protomarcos, ambas de origen arameo, también inicialmente relatos de tradición oral y
posteriormente escritos, compilados finalmente por un autor y atribuidos a Marcos. Esta
compilación debió ocurrir hacia el año 70, unos cuarenta años después de la muerte del
Señor Jesús.

En cuanto a las Cartas de San Pablo también se logró detectar cuáles fueron escritas
personalmente por él en una fecha bastante exacta, y cuáles fueron elaboradas por
miembros de las comunidades formadas por él, asumiendo sus enseñanzas y
pensamiento y atribuidas a él.

Todo esto llevó al Concilio en la Constitución Dei Verbum a decir que no cualquier
persona sin conocimientos de exégesis está en condiciones de interpretar la Biblia. Y
reconoce que si bien en la Biblia tenemos a Dios que habla a los seres humanos, lo hizo
por medio de personajes concretos que la escribieron a la manera humana. Y que por
eso el que interpreta los textos para comprender lo que Dios quiere comunicaros, debe
investigar lo que los autores de cada libro pretendían expresar, que en último término al
escribir estaban haciendo conocer a los lectores lo que Dios quería comunicar con las
palabras escritas.
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Otro elemento claro que resultó de las investigaciones de los exégetas fue la diferencia
entre géneros literarios. Todos sabemos que no es lo mismo una descripción histórica
que una novela, una poesía, un mito, una colección de frases sabias, una epopeya, una
elegía, un drama, un cuento, una exhortación, y en la Biblia un género muy importante
como es el género profético, la manera como se expresaban los Profetas del Antiguo
Testamento. Así el Concilio exige que conozcamos el tipo de texto que se está
presentando en cada libro de la Biblia o en algunas de sus partes.

Y como los textos antiguos sucedieron en épocas tan diversas hay que conocer los
géneros literarios usados en la época en que fueron escritos, como es el caso de las
narraciones históricas que no se escribían como en la actualidad, sino que en gran parte
eran composiciones literarias como se puede comprobar en los grandes historiadores de
la Grecia antigua. Allí aparecen por ejemplo números inverosímiles de soldados reunidos
en un lugar y a los que se dirige un líder con larguísimos discursos que evidentemente
no fueron textualmente pronunciados.

Y como también los textos se fueron escribiendo en situaciones muy diversas de la


historia, es necesario saber cómo era la cultura del momento para poder entender
correctamente cómo se hablaba en esa época concreta, cómo se hablaba, cómo se
pensaba. Sólo después de tener en cuenta todos esos elementos y muchos más propios
de la hermenéutica o método interpretativo, se logra conocer el sentido de lo que los
autores querían expresar en cada texto.

Y todavía hay más: el Concilio sabe que la Revelación divina consignada en la Sagrada
Escritura es todo un proceso que forma una unidad manifestativa de Dios; así, el
intérprete tiene que ubicar cada texto en ese conjunto y también tener en cuenta lo que
se llama la “analogía de la fe”, la cual consiste en reconocer que hay una proporción
entre los elementos doctrinales que la Iglesia ha recogido desde el principio como
expresiones de nuestra fe (por ejemplo lo que confesamos en el Credo), elementos que
no todos tienen la misma importancia y peso, pero teniendo en cuenta que todos son
importantes y forman parte de la fe cristiana.

Como se puede ver, hacer exégesis no es nada fácil: requiere muchos conocimientos,
muchos instrumentos de análisis y de investigación, mucho sentido teológico cristiano,
el acceso a muchas ciencias y un trabajo intenso y permanente.

Claro está que los fieles no son los que hacen exégesis, sino que son los especialistas
dedicados a estos estudios en la Iglesia. Y el resultado de su estudio se pone a
disposición de la autoridad de la Iglesia, que acoge lo que estos beneméritos exégetas
estudian, y lo va transmitiendo a la comunidad eclesial para que los textos que se van
considerando sean entendidos de manera correcta.
14

Pero esto de inmediato nos hace ver que para entender los textos de la Biblia como lo
determinó el Concilio, tenemos que atenernos a los resultados de los estudios de los
exégetas que consignan sus resultados ante todo en las notas introductorias a esos
textos y en las notas a pie de página de cada uno de los textos de las Biblias católicas
aprobadas por la autoridad eclesiástica, además de hacerlo en muchos libros y revistas
especializadas por si se quiere ahondar más detenidamente en algún texto concreto de
la Sagrada Escritura.

Todo esto es lo que los Obispos señalan en el numeral 12 de la Constitución Dogmática


Dei Verbum como obligatorio para los fieles católicos. Esto nos hace ver que muchas
veces la utilización de los textos bíblicos por parte de catequistas, predicadores,
directores de grupos piadosos, profesores de religión y otros personajes (incluso en
documentos oficiales de la jerarquía eclesiástica) no es acorde con lo establecido por el
Concilio. Y en ocasiones resultan graves consecuencias de esto, como atribuir a
revelación directa de Dios algunas leyes o conceptos expresados por los autores
bíblicos, correspondientes a sus épocas pero no aplicables o normativos para toda la
comunidad católica.

Octavo aporte que afecta a la Teología y que implica cambios de comprensión: La


Revelación de Dios consignada en el Antiguo Testamento es preparatoria de la
plena, total y definitiva Revelación acaecida en Cristo

La historia de la Revelación de Dios para los fieles católicos comienza con la historia del
pueblo de Israel posiblemente dieciocho siglos antes de Cristo. Abraham experimenta el
llamado de Dios para constituir un pueblo nuevo, para lo cual debe salir de su tierra, Ur
de Caldea, y establecerse en la región que actualmente ocupan Israel y Palestina.
Durante todas las vicisitudes de la aventura iniciada por Abraham hasta el momento de
la presencia histórica del Señor Jesucristo, la tradición del cristianismo asegura que en
la historia de ese pueblo Dios se fue revelando por medio de acontecimientos que fueron
asumidos por la fe del pueblo como manifestaciones de Dios. Especialmente los Profetas
durante varios siglos fueron interpretando los sucesos que acontecían a su pueblo como
formas de comunicación de Dios.

En el pacto realizado con Abraham, Dios le manifiesta sus promesas y en el pacto con
Moisés las ratifica. De esta manera fue sucediendo un permanente y creciente
conocimiento de Dios y de sus designios sobre la humanidad, que el pueblo de Israel va
acrecentando y purificando con el tiempo.

Esto aconteció, dice el Concilio por parte de Dios, “buscando y preparando solícitamente
la salvación de todo el género humano” (DV 14), con lo cual ya indica que esta revelación
divina acontecida en este período de la historia humana en el pueblo de Israel, si bien es
15

manifestación de Dios, tan solo es preparatoria de lo que acontecería en Cristo: la


revelación de la salvación de toda la humanidad.

Recordemos que el cristianismo entiende como salvación el maravilloso plan de Dios


revelado en y por Cristo: que todos los seres humanos puedan ser divinizados gracias a
la encarnación de Dios-Hijo, Jesucristo, a su muerte en la cruz, a la glorificación de su
humanidad por su resurrección, al envío del Amor infinito de Dios-Padre y Dios-Hijo que
es el Espíritu Santo. Con la incorporación a Cristo por la fe, la persona es transformada
en hija/o de Dios-Padre y se hace partícipe de la naturaleza divina ya en este mundo
imperfectamente y después de morir, en forma plena y total por toda la eternidad. Según
los Obispos, todos los que buscan a Dios sinceramente, pueden lograrla realizando
buenas obras, haciendo el bien moral que se presenta a sus conciencias: “el Salvador
quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tm 2,4). Pues quienes, ignorando sin culpa
el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero
y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida
mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna”. (LG 16).

Por ser preparación de la realización de este excepcional acontecimiento de la salvación


en Cristo, preanunciada, narrada y explicada por los autores sagrados, el Concilio
reconoce que los libros del Antiguo Testamento inspirados por Dios mismo a sus autores,
son verdadera palabra de Dios y conservan un valor perenne (DV 14).

Lo que no dice es lo que agrega el Catecismo de Juan Pablo II: “121 El Antiguo
Testamento es una parte de la sagrada Escritura de la que no se puede prescindir. Sus
libros son divinamente inspirados y conservan un valor permanente (cf. DV 14), porque
la Antigua Alianza no ha sido revocada”. Si la Antigua Alianza no hubiera sido
revocada, los cristianos tendríamos que atenernos a todo lo dispuesto en el Antiguo
Testamento, comenzando por la circuncisión y toda la Ley Mosaica. Es claro que los
Apóstoles desde el comienzo del cristianismo se apartaron del cumplimiento de la
Antigua Alianza.

Afirmar que la Alianza de Dios con el pueblo de Israel no ha sido revocada parece
inadmisible en cristianismo (por supuesto no en el Judaísmo). Porque Cristo vino a
establecer una nueva Alianza que selló con su sangre en la cruz. En cada Eucaristía
durante la consagración se repiten las palabras del mismo Cristo consignadas en los
Evangelios: “Este es el cáliz de mi sangre, sangre de la nueva Alianza, que será
derramada por Ustedes y por muchos para el perdón de los pecados”. Y como dice ya la
carta de origen paulino a los Hebreos, parte integral del Nuevo Testamento: “Ahora bien,
él ha obtenido un ministerio tanto mejor cuanto que es mediador de una alianza mejor,
fundada en promesas mejores. Pues si aquella primera hubiera sido irreprochable, no
habría lugar para una segunda. Por eso les dice en tono de reproche: Ya vienen días,
16

dice el Señor, en que yo concluiré con la casa de Israel y con la casa de Judá una nueva
alianza; (…) Al decir nueva, declaró antigua la primera; y lo antiguo y viejo está a punto
de desaparecer”. (Heb 8, 6-13).

El Concilio hace ver insistentemente que el plan de revelación y salvación por parte de
Dios, lo que en cristiano llamamos la “economía” divina, en el Antiguo Testamento
“estaba ordenada, sobre todo, para preparar, anunciar proféticamente y significar
con diversas figuras la venida de Cristo redentor universal y la del Reino Mesiánico”.
(DV 15).

Ahora bien, el hecho de que fuera preparatoria del acontecimiento de salvación único
que es el Señor Jesucristo, no quiere decir que en el período preparatorio de su venida
a este mundo no hubiera habido inmensos valores que fueron consignados en los libros
del Antiguo Testamento. En efecto, ellos “manifiestan a todos el conocimiento de Dios y
del hombre, y las formas de obrar de Dios justo y misericordioso con los hombres, según
la condición del género humano en los tiempos que precedieron a la salvación
establecida por Cristo”. (DV 15). Esto quiere decir que ese conocimiento de Dios y del
ser humano y las obras de Dios en ese tiempo, estaban acomodados a la situación de la
época anterior a la salvación que traería el Señor Jesucristo. Todo ese proceso en el
Antiguo Testamento es previo al único acontecimiento de salvación que es la persona
sacratísima del Señor Jesús, su muerte, su resurrección y el envío de su Amor infinito,
el Espíritu Santo.

Por eso el Concilio recuerda que “Estos libros, aunque contengan también algunas
cosas imperfectas y adaptadas a sus tiempos, demuestran, sin embargo, la
verdadera pedagogía divina”. (DV 15). El Concilio es muy sabio al informarnos a los
fieles católicos que en esos libros hay cosas imperfectas, lo que impide que estos libros
se asuman sin más en el cristianismo como si tuvieran el mismo valor y normatividad que
los textos del Nuevo Testamento. Los fieles católicos debemos asumir esos libros con
devoción y aprovechar los maravillosos elementos de la pedagogía divina al pueblo
hebreo: “los cristianos han de recibir devotamente estos libros, que expresan el
sentimiento vivo de Dios, y en los que se encierran sublimes doctrinas acerca de Dios y
una sabiduría salvadora sobre la vida del hombre, y tesoros admirables de oración, y en
los que, por fin, está latente el misterio de nuestra salvación” (DV 15).

Esta última frase del Concilio va a ser la base para establecer la manera como los fieles
católicos debemos asumir el Antiguo Testamento: allí el misterio de nuestra salvación en
Cristo está oculto, latente, escondido. Sólo desde el Nuevo Testamento podemos asumir
el Antiguo, porque en el Nuevo tenemos la clave de comprensión e interpretación de esa
salvación que allá está oculta, latente, escondida.
17

Pero como al Antiguo y el Nuevo Testamento forman un conjunto, una unidad en que se
conjugan las dos etapas de la revelación de la salvación en Cristo, la del Antiguo como
preparatoria, la del Nuevo como la realización histórica de dicha salvación, los fieles
católicos debemos asumir el Antiguo Testamento en la medida en que fueron recibidos
íntegramente por la comunidad cristiana en los primeros años del cristianismo, lo que
permitió que adquirieran su sentido y significación y ayudaran a ilustrar y explicar lo que
presentan los textos del Nuevo Testamento: “los libros del Antiguo Testamento recibidos
íntegramente en la proclamación evangélica, adquieren y manifiestan su plena
significación en el Nuevo Testamento, ilustrándolo y explicándolo al mismo tiempo”.
(DV 16).

Sin embargo el Concilio va a ser supremamente claro y taxativo al declarar que el


misterio de la interioridad de Dios como Trinidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo; la
instauración del Reino de Dios en la tierra; el misterio de la encarnación de Dios-Hijo en
la historia, el Señor Jesucristo; el misterio de la salvación de los seres humanos por su
vida, muerte y resurrección; el envío del Amor infinito del Padre y el Hijo, el Espíritu
Santo; “este misterio no fue descubierto a otras generaciones, como es revelado
ahora a sus santos Apóstoles y Profetas en el Espíritu Santo, para que predicaran el
Evangelio, suscitaran la fe en Jesús, Cristo y Señor, y congregaran la Iglesia. De todo lo
cual los escritos del Nuevo Testamento son un testimonio perenne y divino”. (DV 17).

Todo esto indica la preeminencia del Nuevo Testamento sobre el Antiguo y cómo la
esencia de la comunicación reveladora de Dios y de su plan de divinización de la
humanidad, se encuentran en plenitud en la persona del Señor Jesús y en la predicación
de los Apóstoles consignada en los escritos del Nuevo Testamento, ordenado a suscitar
la fe en el Señor Jesús y a congregar la Iglesia.

Después de conocer las indicaciones tan claras del Concilio, no se entiende cómo en la
Iglesia Católica durante estos cincuenta años las cosas no cambiaron ni en la Liturgia, ni
en la Catequesis, ni en la educación religiosa que se imparte en las instituciones
educativas. Seguimos como en el período anterior al Concilio, leyendo la Sagrada
Escritura sin tener en cuenta la exégesis, repitiendo la historia y las narraciones del
Antiguo Testamento como esenciales para el cristianismo, presentando a Dios como
aparece en la revelación preparatoria de la revelación plena, definitiva y única
acontecida en Cristo, exigiendo el seguimiento de las leyes de la Antigua Alianza como
si fueran las propias del Señor Jesús y de la Iglesia, tratando de ilustrar los graves
problemas humanos de la actualidad a partir de elementos del Antiguo Testamento como
si tuvieran validez por sí mismos y no a partir de su apreciación desde lo propuesto en
la revelación consignada en el Nuevo Testamento. Es como si la Constitución Dogmática
Dei Verbum del Concilio Vaticano II no hubiera existido jamás.
18

Noveno aporte que afecta a la Teología y que implica cambios de comprensión: El


Concilio aplica lo que ha expuesto e invita a que se cumpla

Aplicando lo que expuso sobre la exégesis, el Concilio es consciente de la manera como


se escribieron los textos del Nuevo Testamento y lo primero que hace es reconocer que
los Evangelios tienen origen apostólico, esto es, que aunque no fueron escritos
directamente por ellos, sin embargo quienes los escribieron lo hicieron basados en la
predicación de los Apóstoles. Con esto se reconoce que los datos en ellos consignados,
fueron transmitidos por los Apóstoles por vía oral, por predicación, y sólo posteriormente
fueron puestos por escrito: “La Iglesia siempre ha defendido y defiende que los cuatro
Evangelios tienen origen apostólico. Pues lo que los Apóstoles predicaron por mandato
de Cristo, luego, bajo la inspiración del Espíritu Santo, ellos y los varones apostólicos
nos lo transmitieron por escrito”. (DV 18).

Como hay quienes piensan que al aplicar la exégesis se está afirmando que lo que narran
los Evangelios son inventos posteriores a la existencia histórica del Señor Jesús, el
Concilio ratifica el valor histórico de lo narrado en los Evangelios debido a que sus
fuentes son precisamente los testimonios de los Apóstoles que fueron testigos
presenciales de hechos y palabras del Señor Jesús. Esto ayuda a percibir que se
reconoce el carácter histórico de lo que se narra, aunque es obvio que las narraciones
están impregnadas de la fe de los predicadores y de quienes las compilaron, por lo que
la exégesis indicará que lo narrado tiene base histórica, pero es ante todo un testimonio
de fe de los seguidores del Señor Jesús. Histórico en este caso no significa
videograbación de lo ocurrido sino comprensión desde la fe, de la persona del Señor
Jesús y de los acontecimientos por Él vividos, presentación de hechos históricos pero
interpretados con una comprensión o inteligencia especial de esos hechos, es decir por
la fe infundida por el Espíritu Santo: “La Santa Madre Iglesia firme y constantemente ha
creído y cree que los cuatro referidos Evangelios, cuya historicidad afirma sin vacilar,
comunican fielmente lo que Jesús Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y
enseñó realmente para la salvación de ellos, hasta el día que fue levantado al cielo. Los
Apóstoles, ciertamente, después de la ascensión del Señor, predicaron a sus oyentes lo
que Él había dicho y obrado, con aquella crecida inteligencia de que ellos gozaban,
amaestrados por los acontecimientos gloriosos de Cristo y por la luz del Espíritu de
verdad”. (DV 19).

Décimo aporte que afecta a la Teología y que implica cambios de comprensión: Lo


que dispuso el Concilio para la Iglesia respecto a la Sagrada Escritura y se tiene
que cumplir
19

El Concilio señala lo siguiente: “Es necesario, por consiguiente, que toda la predicación
eclesiástica, como la misma religión cristiana, se nutra de la Sagrada Escritura, y se rija
por ella”. (DV 21).

Es doloroso comprobar cómo la predicación eclesiástica muchas veces se dedica a tratar


diversos asuntos sin hacer siquiera referencia a la Sagrada Escritura. Y más preocupante
es que cuando se acude a los textos, se procede sin cumplir las disposiciones que los
Obispos establecieron en la Constitución Apostólica Dei Verbum sobre la exégesis, la
prevalencia del Nuevo Testamento, lo esencial de la revelación que es Dios mismo y su
plan salvífico.

Solicita el Concilio a los exegetas y a los teólogos investigar la Sagrada Escritura con
sus instrumentos especializados y que los ministros de la palabra conozcan estos
desarrollos de comprensión que presentan la exégesis y la teología, para que su
predicación sea acorde con lo establecido. (DV 23).

Insiste el Concilio en que la teología se fundamente en la Sagrada Escritura, lo mismo


que la predicación pastoral, la catequesis, toda instrucción cristiana y la homilía litúrgica
(DV 24). Más aún, solicita que todos los clérigos, sobre todo los sacerdotes, “se sumerjan
en las Escrituras con asidua lectura y con estudio diligente, para que ninguno de ellos
resulte ‘predicador vacío y superfluo de la palabra de Dios que no la escucha en su
interior’, puesto que debe comunicar a los fieles que se le han confiado, sobre todo en la
Sagrada Liturgia, las inmensas riquezas de la palabra divina”. (DV 25).

Debería ser imperativo un continuo estudio de la Sagrada Escritura según las normas de
la Constitución Dogmática Dei Verbum por parte del clero. Este estudio se supone que
asume el resultado de la exégesis y de la teología sobre los diversos temas. Sin
embargo, es lamentablemente evidente que esto no sucede y que el aporte de gran parte
del clero en su predicación y enseñanza, lo mismo que la catequesis, sigue los esquemas
de comprensión de la Biblia anteriores al Concilio Lo grave es lo que dice el Concilio, “el
desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo" (DV 25). De manera
que la falla que puede decirse estructural en la predicación y la enseñanza por parte de
aquellos a quienes se les ha confiado, no permite acceder debidamente al conocimiento
del Señor Jesucristo.

A veces sucede que ni siquiera se acude a las introducciones y notas que con tanto
esfuerzo los exegetas y los teólogos han aportado a las traducciones de la Biblia que se
utilizan corrientemente en la comunidad cristiana, aunque el Concilio insistió en que estos
fueran los textos que se utilizaran para el servicio del anuncio de la Palabra de Dios en
todas sus formas: “Incumbe a los prelados, ‘en quienes está la doctrina apostólica,
instruir oportunamente a los fieles a ellos confiados, para que usen rectamente los libros
20

sagrados, sobre todo el Nuevo Testamento, y especialmente los Evangelios por medio
de traducciones de los sagrados textos, que estén provistas de las explicaciones
necesarias y suficientes para que los hijos de la Iglesia se familiaricen sin peligro y
provechosamente con las Sagradas Escrituras y se penetren de su espíritu’”. (DV 25).

Hasta aquí la interpretación de la Dei Verbum.

Apoyo bibliográfico: RAHNER, Karl, Curso fundamental sobre la fe

El Antiguo Testamento, breve instante preparatorio de Cristo

"Todo el tiempo bíblico desde Abraham hasta Cristo se repliega en un breve momento de
comienzo del suceso de Cristo, y tenemos el derecho y la obligación -en tanto somos
cristianos- de considerar ese tiempo, partiendo del Antiguo y del Nuevo Testamento y
mirando a la historia entera de la revelación, que es coextensiva con la historia de la
humanidad, como un último instante antes del suceso de Cristo y en unidad conjunta con
él". (p. 203).

“El milenio y medio de la auténtica historia veterotestamentaria de la alianza con Moisés y


los profetas, en medio de toda diferenciación y de todos los cambios dramáticos, es el breve
instante de la última preparación de la historia para Cristo". (P. 204).

Dos momentos: el principio y la plenitud en Cristo

“Si, por tanto, la interpretación de la historia veterotestamentaria de la salvación sólo es


posible para nosotros desde Cristo, por la simple razón de que sólo desde él nos afecta
dicha historia en su peculiaridad, en consecuencia ésta sólo puede tener realmente una
significación religiosa para nosotros como inmediata y próxima prehistoria de Cristo mismo,
sólo así puede ser nuestra propia historia de la revelación y nuestra tradición.

Y con ello en el fondo sólo hay para nosotros dos puntos fijos y una cesura de tipo realmente
decisivo y constatable en nuestra propia historia categorial de la revelación y salvación: el
principio y la plenitud de la historia de la salvación en Cristo". (p. 205).

En Cristo se da el objetivo de la humanidad: la divinización

"Si consideramos como una transición relativamente breve todo el tiempo que
acostumbramos a ver como el anterior 'acontecer descriptible históricamente', entonces se
hará comprensible también el puesto de Cristo en esta historia universal profana, y sobre
todo en la historia de las religiones, coextensiva con la historia universal profana, en
correlación con la cesura que ha durado un par de milenios. (...); y dentro de ese período
la historia de la humanidad llega simultáneamente al Dios-hombre, a la objetivación
histórica absoluta de su relación trascendental con Dios.
21

En esta objetivación, el Dios que se comunica a sí mismo y el hombre que acepta la


autocomunicación divina (en Jesucristo) se hacen irrevocablemente uno, y la historia de la
revelación y salvación de la humanidad entera llega a su fin, sin menoscabo de la pregunta
de la salvación individual. (...) pues en dicha historia, dentro del mencionado período de
cesura, está dado ya aquello hacia lo que se mueve la humanidad: la divinización de la
humanidad en el único Dios-hombre Jesucristo". (pp. 206-207).

Bases racionales y razonables de nuestra revelación

- El cristianismo se presenta como una religión surgida de una revelación categorial,


concreta, histórica de Dios, a la que consideramos "oficial".

- Es perfectamente racional y razonable suponer que Dios existe, que se puede comunicar
al ser humano en la historia, que su comunicación pueda ocurrir a través de experiencias
religiosas individuales y colectivas.

- Porque, de comunicarse, Dios debe hacerlo a través de realidades fenoménicas


intramundanas y por mediación de la palabra.

- Y la experiencia religiosa es un acontecimiento fenoménico de personas concretas, en el


que se percibe una "palabra" de Dios consistente en hacer percibir su presencia como la
de un sujeto individual extramundano que se hace presente en las personas y en los
sucesos de la historia.

- Que la revelación sea racional y razonable no significa que sea demostrable. Sólo significa
que no es absurdo proponerla y aceptarla.

- Además, dentro de la revelación que consideramos "oficial", podemos detectar algunos


indicios de que se trata de una real intervención de Dios en la historia: la magnitud de los
procesos humanos históricos generados, su duración, su fortaleza a pesar de la debilidad
humana de quienes la proponen y aceptan, la rectitud moral de ella derivada, etc.

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