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MISTERIO DE DIOS
TEMA 5
LA REVELACIÓN DE DIOS: DEI VERBUM
RELACIÓN ENTRE ANTIGUO Y NUEVO TESTAMENTO
Lo primero que debemos entender sobre este documento es su título: se trata de una
constitución dogmática, una exposición doctrinal que los Obispos pretenden que sea
asumida por todos los miembros de la Iglesia Católica. La temática que propondrá el
documento es sobre un acontecimiento fundamental para la fe cristiana: la revelación
que Dios ha realizado en la historia. El proemio del texto indica que “se propone exponer
la doctrina genuina sobre la divina revelación y sobre su transmisión para que todo el
mundo, oyendo, crea el anuncio de la salvación; creyendo, espere, y esperando, ame”.
(DV 1).
Este documento aporta varias orientaciones doctrinales para la comunidad cristiana, que
afectan importantes afirmaciones de la Teología y por tanto de la comprensión que hasta
ese momento se tenía de muchos aspectos del cristianismo.
Primer aporte que afecta a la Teología y que implica cambios de comprensión: Dios
sólo se revela a sí mismo y su plan de la divinización humana
había establecido, cómo era el cielo, quién era el diablo, en fin, multitud de temas
aparecían como revelados por Dios.
Pero sorpresivamente los Obispos dicen que Dios en la historia sólo ha revelado dos
asuntos: quién es Él y cuál es el plan que Él mismo diseñó para la humanidad. Y esto lo
dicen en una sola frase: “Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a
conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo,
Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de
la naturaleza divina” (DV 2).
Esta frase del documento descarta que Dios haya revelado cualquier asunto distinto de
estos dos. Él únicamente se reveló a Sí mismo y reveló su plan que es el siguiente: los
seres humanos por medio de Cristo tienen acceso a Dios-Padre en el Espíritu Santo y
así pueden participar de la naturaleza divina, esto es, pueden ser divinizados.
Nada más maravilloso que esta revelación de Dios consistente en estos dos datos
fundamentales para la humanidad. Según los Obispos, Dios invisible, por puro amor se
ha comunicado con los seres humanos para invitarlos a recibir esa su comunicación y
hacerlos participar de su propia vida, de su propio ser, de su propia divinidad. De manera
que lo que Dios revela es solamente a Él mismo y a su maravilloso plan sobre nosotros.
Porque el ser humano no puede conocer la intimidad de Dios dado que Él es el misterio
absoluto e inalcanzable ni puede conocer cuáles son sus designios, si Él no nos
comunica lo uno y lo otro. Más aún, repitiendo lo que había afirmado al respecto el
Concilio Vaticano I en su Constitución Dei Filius, Dios no necesita revelar aquello que el
ser humano por su propio conocimiento puede conocer (DV 6).
Sin embargo, el Catecismo de Juan Pablo II afirma lo siguiente: 1961 Dios, nuestro
Creador y Redentor, eligió a Israel como su pueblo y le reveló su Ley, preparando así la
venida de Cristo. La Ley de Moisés contiene muchas verdades naturalmente accesibles
a la razón. Estas están declaradas y autentificadas en el marco de la Alianza de la
salvación. 1962 La Ley antigua es el primer estado de la Ley revelada. 1965 La Ley
nueva o Ley evangélica es la perfección aquí abajo de la ley divina, natural y revelada.
La tendencia actual de la Teología que quiere ser fiel al Concilio (DV 2), piensa que la
Ley de Moisés no fue revelada y que tampoco en el Nuevo Testamento Cristo reveló
leyes.
reveló Dios fue a Sí mismo y su plan de divinización del ser humano, asuntos que por
sus propios medios el ser humano no podría conocer.
También tradicionalmente se tendía a pensar que Dios había revelado de manera directa
a los escritores de los textos de la Biblia una serie de verdades doctrinales expresadas
en frases y palabras allí presentes.
Pero además de lo que el documento dirá sobre la manera como actualmente tenemos
que interpretar los textos de la Biblia, afirma lo siguiente: “Este plan de la revelación se
realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras
realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los
hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y
esclarecen el misterio contenido en ellas” (DV 2).
Esto significa que Dios ante todo se reveló con hechos y palabras de la siguiente manera:
durante muchos siglos en la historia concreta de Israel, y luego en la historia de nuestro
Señor Jesucristo, acontecieron “hechos” que luego fueron interpretados por “palabras”
de quienes experimentaron esos acontecimientos y los interpretaron como
manifestaciones y comunicaciones de Dios. Esas personas expresaron su interpretación
de los hechos en palabras, en relatos. Esas palabras y relatos pasaron de generación
en generación hasta que fueron consignadas por escrito y así surgieron los textos de la
Sagrada Escritura.
Pero hay una gran diferencia entre esos hechos en el Antiguo Testamento y el hecho
fundamental del Nuevo Testamento. Porque este acontecimiento excepcional y único de
revelación de Dios es la persona misma de nuestro Señor Jesucristo. Él es Dios-Palabra
que históricamente se encarnó, se hizo hombre en la historia. Así al hacerse humano
nos revela en forma humana cómo es Dios en su realidad íntima y cómo acontece la
salvación del ser humano por medio de Él mismo. Por eso el documento que estamos
comentando dice: “Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana
se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de
toda la revelación” (DV 2).
Existen dos clases de revelación de Dios según la Teología católica: una manifestación
implícita que según Rahner le llega a todo ser humano a través la historia de la
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Según la teología católica, esta revelación explícita de Dios se extiende durante cerca
de dieciocho siglos que dura la historia de Israel antes de Cristo, y es la que se recoge
en los escritos del Antiguo Testamento. Pero para el cristianismo esta revelación sólo es
preparatoria de la revelación plena, total y definitiva en Cristo. Esto es lo que hace que
la revelación de Dios en ese período de historia y consignada en los textos del Antiguo
Testamento, presente muchas limitaciones, insuficiencias, ambigüedades y ciertas
formas de presentar a Dios y su plan sobre la humanidad, lo que la hace imperfecta, no
plena y no definitiva. Resulta insuficiente, incompleta, difícilmente lograda por
intermediarios, en una serie de situaciones históricas que apenas permiten a Dios dar
alguna noticia imperfecta de sí mismo y de su proyecto sobre la humanidad. Se considera
según el Concilio una preparación de lo que sería la verdadera e insuperable revelación
que acontecería en la persona del Señor Jesucristo. Sin embargo, en esa preparación
Israel descubre rasgos maravillosos de Dios. Dice el texto del Concilio: “En su tiempo
llamó a Abraham para hacerlo padre de un gran pueblo, al que luego instruyó por los
Patriarcas, por Moisés y por los Profetas para que lo reconocieran Dios único, vivo y
verdadero, Padre providente y justo juez, y para que esperaran al Salvador prometido, y
de esta forma, a través de los siglos, fue preparando el camino del Evangelio”. (DV 3).
nuestra fe. Para nosotros es necesario tratar todos los temas del cristianismo desde
Cristo, desde el misterio de Dios en Él revelado, y desde la comprensión del plan de Dios
sobre la humanidad como sucede en Cristo y por Cristo según lo afirma el Nuevo
Testamento y, por supuesto, el Concilio en muchos textos.
En Cristo, que es Dios-Hijo o Dios-Palabra, Dios se reveló de tal manera que sus
contemporáneos pudieron verlo, tocarlo, escucharlo, entenderlo, conocerlo
personalmente. Todo lo contrario de la revelación en el Antiguo Testamento en la que
Dios es invisible, distante, inaccesible, y con muchas características que la misma vida
de Jesús y la fe cristiana tuvieron que corregir, pues se lo presenta en ocasiones como
violento, castigador, vengador, jefe de los ejércitos y destructor de todos los enemigos
del pueblo de Israel.
Es muy diferente la percepción de Dios que se logra en los textos del Antiguo
Testamento, de lo que nos resulta ser Dios en Cristo. El misterio de Dios como Trinidad
y su plan de regalar su gracia a todo ser humano para que pueda participar de la vida
divina ya en este mundo y después de morir, por toda la eternidad, no son revelados en
la etapa preparatoria de la revelación que para la comunidad cristiana es el Antiguo
Testamento. Por eso el Concilio termina diciendo: “La economía cristiana, por tanto,
como alianza nueva y definitiva, nunca cesará, y no hay que esperar ya ninguna
revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo (cf. 1
Tim., 6,14; Tit., 2,13).” (DV 4).
asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él”. (DV5). Aquí está utilizando el
texto una forma anterior al Concilio de entender la fe como aceptación de verdades
conceptuales reveladas por Dios. En la nueva comprensión de la fe entendida como
acogida de la persona del Señor Jesús, la frase sigue teniendo vigencia por cuanto la
persona del Señor Jesús es la Verdad de Dios sobre Sí mismo, como lo dice
explícitamente el Evangelio en boca del mismo Señor Jesús: “Yo soy la Verdad”. Y por
la fe, “prestamos a Dios revelador el homenaje del entendimiento y la voluntad” significa
entonces aceptar y acoger al Señor Jesús con todo nuestro ser humano.
Por supuesto, afirma el Concilio, que esa fe como respuesta personal y existencial a la
entrega que Dios nos hace de sí mismo en Jesucristo, supone que la gracia de Dios y la
acción del Espíritu Santo, el Amor infinito de Dios, nos permiten producir, mantener y
acrecentar nuestra respuesta como entrega amorosa también de parte nuestra a Cristo
y por Cristo al Padre.
Dice el Concilio: “Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que proviene y
ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte
a Dios, abre los ojos de la mente y da ‘a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad’.
Y para que la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo
perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones”. (DV 5).
Según la doctrina tradicional del cristianismo, toda persona puede llegar a conocer a Dios
al contemplar las maravillas que descubre en el cosmos y en el mismo ser humano. Esto
lo llama conocimiento “natural” de Dios.
Pero lo que concierne a la intimidad de Dios, es decir, su misma realidad interior y sus
designios sobre el cosmos y la humanidad, lo que llamamos el plan de salvación en
Cristo que consiste en que los seres humanos podamos participar de la naturaleza de
Dios imperfectamente ya en este mundo y después de la muerte en plenitud y por toda
la eternidad, son asuntos que, si Dios no nos los hubiera revelado por medio del mismo
Cristo, nunca el ser humano hubiera podido tener conocimiento de ello. Por eso, a este
conocimiento adquirido por la revelación explícita de Dios, el Concilio lo llama “sobre-
natural”, para distinguirlo del conocimiento “natural” por el cual cualquier ser humano
puede conocer a Dios.
Más aún: nada de lo que el ser humano puede conocer de Dios por medio de su
conocimiento “natural”, requiere revelación. Aunque, como ya se dijo, el Catecismo de
Juan Pablo II insiste en que Dios “reveló” una Ley en el Antiguo Testamento, y “revela”
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una Ley también en el Nuevo Testamento. Lo cual parece ser que no coincide con lo que
afirmó el Concilio Vaticano I y reafirma el Vaticano II en sus textos. Porque la Ley y las
leyes consignadas en el Antiguo Testamento claramente son accesibles al ser humano
por el simple conocimiento “natural”. Y lo mismo las leyes que aparecen en el Nuevo
Testamento, incluso la ley del amor propuesta por el Señor Jesús.
Y reafirma esto el Concilio Vaticano II: “Confiesa el Santo Concilio ‘que Dios, principio y
fin de todas las cosas, puede ser conocido con seguridad por la luz natural de la razón
humana, partiendo de las criaturas’ (Dei Filius, Vaticano I); pero enseña que hay que
atribuir a Su revelación ‘el que todo lo divino que por su naturaleza no sea inaccesible a
la razón humana lo pueden conocer todos fácilmente, con certeza y sin error alguno,
incluso en la condición presente del género humano’”. (DV 6).
Sexto aporte que afecta a la Teología y que implica cambios de comprensión: Qué
es la Tradición de la Iglesia y cómo ella no es fuente de revelación independiente
de la Sagrada Escritura
La palabra “tradición” proviene del Latín “tradere” que significa entregar. Así se entiende
por Tradición lo que por parte de los seguidores y testigos presenciales del Señor
Jesucristo se fue transmitiendo o entregando a quienes se iban convirtiendo al
cristianismo e iban conformando la Iglesia. Precisamente el primer “producto” de la
Tradición fue lo que quedó consignado en los textos del Nuevo Testamento. Pero por
supuesto hubo otros elementos que, como parte de la Tradición, se conservaron
verbalmente o se transmitieron de una comunidad a otra a través de los tiempos (DV 8).
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Se llama época apostólica el período en que vivieron los Apóstoles y discípulos testigos
presenciales del Señor Jesús, quienes fueron los primeros en vivir la fe cristiana y con
su predicación y enseñanzas la fueron suscitando en quienes se iban convirtiendo. Pero
lógicamente estas personas fueron muriendo durante el siglo I. Varios fieles cristianos
que los conocieron y recibieron la Tradición directamente por medio de ellos,
comenzaron a formar como quien dice una segunda oleada de fieles entre quienes
sobresalieron eminentes personajes durante el siglo II. A estos se les dio el nombre de
Padres Apostólicos, cuyos escritos también se conservan hasta nuestros días y son
fuente maravillosa de conocimiento de enseñanzas y doctrinas cristianas.
Así la Tradición se fue extendiendo en los primeros siglos del cristianismo, y los más
importantes personajes, muchos de ellos Obispos escribieron obras de carácter teológico
orientadas a defender, mantener y promover la fe cristiana en su pureza como había sido
desde el principio. Estos personajes son los Padres de la Iglesia que florecieron en los
primeros cinco siglos de cristianismo, muchos de ellos mártires y santos, por lo que se
designan como los Santos Padres y forman un precioso conjunto de escritos que
llamamos la Patrística. A la enseñanza de los contenidos de estos escritos lo llamamos
la Patrología.
Esto determina que “la Iglesia no deriva solamente de la Sagrada Escritura su certeza
acerca de todas las verdades reveladas. Por eso se han de recibir y venerar ambas con
un mismo espíritu de piedad”. (DV9).
Antes del Concilio se pretendía en ámbitos de la Iglesia Católica, que las fuentes de la
Revelación divina, es decir, de donde provenían las enseñanzas y doctrinas divinas eran
sí la Sagrada Escritura, por una parte, y por otra la Tradición, pero como instancias
independientes. Así se pretendía que para determinar una doctrina dogmática bastaba
con acudir a la Tradición. Desde Lutero, sin embargo, se insistía con mucha fuerza en el
Protestantismo, que la única fuente era la Sagrada Escritura.
Por otra parte, precisamente porque desde Lutero el Protestantismo sólo acudía a la
Sagrada Escritura y la interpretación de la misma era libre, a gusto de cada cristiano, el
Concilio insistió en la afirmación católica de que la interpretación de la Sagrada Escritura
y de la Tradición como único depósito de la palabra de Dios, corresponde a los Obispos
en su función de enseñar, lo que se llama el Magisterio de la Iglesia. Por supuesto,
teniendo en cuenta que dicho Magisterio, “evidentemente, no está sobre la palabra de
Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, por mandato
divino y con la asistencia del Espíritu Santo la oye con piedad, la guarda con exactitud y
la expone con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como
verdad revelada por Dios que se ha de creer” DV 10).
Claro está que el Concilio está mirando en este punto la Revelación de Dios en términos
de doctrinas o verdades reveladas, aunque ya en el comienzo de esta Constitución
Dogmática Dei Verbum dejó claro que el objeto de la Revelación es sólo Dios mismo y
su plan de divinización del ser humano en y por Cristo con el Espíritu Santo (DV 2 y 6).
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Uno de los primeros descubrimientos de los exégetas fue que los textos del libro del
Génesis incluían dos versiones diferentes de la creación y además contaban con
adiciones posteriores. Lo descubrieron porque en el original Hebreo, la primera versión
menciona a Dios con el nombre de Elohim. Es una palabra en plural que propiamente
traduce “dioses” (el singular es El). Supusieron correctamente los exégetas que era una
versión muy antigua cuando Israel todavía no utilizaba el nombre de Yahvéh. Este
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Aplicada esta metodología a los diversos libros de la Biblia, se hizo necesario detectar a
qué tradición correspondía, con lo cual se podía fijar el tiempo de la elaboración final del
libro.
En cuanto a las Cartas de San Pablo también se logró detectar cuáles fueron escritas
personalmente por él en una fecha bastante exacta, y cuáles fueron elaboradas por
miembros de las comunidades formadas por él, asumiendo sus enseñanzas y
pensamiento y atribuidas a él.
Todo esto llevó al Concilio en la Constitución Dei Verbum a decir que no cualquier
persona sin conocimientos de exégesis está en condiciones de interpretar la Biblia. Y
reconoce que si bien en la Biblia tenemos a Dios que habla a los seres humanos, lo hizo
por medio de personajes concretos que la escribieron a la manera humana. Y que por
eso el que interpreta los textos para comprender lo que Dios quiere comunicaros, debe
investigar lo que los autores de cada libro pretendían expresar, que en último término al
escribir estaban haciendo conocer a los lectores lo que Dios quería comunicar con las
palabras escritas.
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Otro elemento claro que resultó de las investigaciones de los exégetas fue la diferencia
entre géneros literarios. Todos sabemos que no es lo mismo una descripción histórica
que una novela, una poesía, un mito, una colección de frases sabias, una epopeya, una
elegía, un drama, un cuento, una exhortación, y en la Biblia un género muy importante
como es el género profético, la manera como se expresaban los Profetas del Antiguo
Testamento. Así el Concilio exige que conozcamos el tipo de texto que se está
presentando en cada libro de la Biblia o en algunas de sus partes.
Y como los textos antiguos sucedieron en épocas tan diversas hay que conocer los
géneros literarios usados en la época en que fueron escritos, como es el caso de las
narraciones históricas que no se escribían como en la actualidad, sino que en gran parte
eran composiciones literarias como se puede comprobar en los grandes historiadores de
la Grecia antigua. Allí aparecen por ejemplo números inverosímiles de soldados reunidos
en un lugar y a los que se dirige un líder con larguísimos discursos que evidentemente
no fueron textualmente pronunciados.
Y todavía hay más: el Concilio sabe que la Revelación divina consignada en la Sagrada
Escritura es todo un proceso que forma una unidad manifestativa de Dios; así, el
intérprete tiene que ubicar cada texto en ese conjunto y también tener en cuenta lo que
se llama la “analogía de la fe”, la cual consiste en reconocer que hay una proporción
entre los elementos doctrinales que la Iglesia ha recogido desde el principio como
expresiones de nuestra fe (por ejemplo lo que confesamos en el Credo), elementos que
no todos tienen la misma importancia y peso, pero teniendo en cuenta que todos son
importantes y forman parte de la fe cristiana.
Como se puede ver, hacer exégesis no es nada fácil: requiere muchos conocimientos,
muchos instrumentos de análisis y de investigación, mucho sentido teológico cristiano,
el acceso a muchas ciencias y un trabajo intenso y permanente.
Claro está que los fieles no son los que hacen exégesis, sino que son los especialistas
dedicados a estos estudios en la Iglesia. Y el resultado de su estudio se pone a
disposición de la autoridad de la Iglesia, que acoge lo que estos beneméritos exégetas
estudian, y lo va transmitiendo a la comunidad eclesial para que los textos que se van
considerando sean entendidos de manera correcta.
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Pero esto de inmediato nos hace ver que para entender los textos de la Biblia como lo
determinó el Concilio, tenemos que atenernos a los resultados de los estudios de los
exégetas que consignan sus resultados ante todo en las notas introductorias a esos
textos y en las notas a pie de página de cada uno de los textos de las Biblias católicas
aprobadas por la autoridad eclesiástica, además de hacerlo en muchos libros y revistas
especializadas por si se quiere ahondar más detenidamente en algún texto concreto de
la Sagrada Escritura.
La historia de la Revelación de Dios para los fieles católicos comienza con la historia del
pueblo de Israel posiblemente dieciocho siglos antes de Cristo. Abraham experimenta el
llamado de Dios para constituir un pueblo nuevo, para lo cual debe salir de su tierra, Ur
de Caldea, y establecerse en la región que actualmente ocupan Israel y Palestina.
Durante todas las vicisitudes de la aventura iniciada por Abraham hasta el momento de
la presencia histórica del Señor Jesucristo, la tradición del cristianismo asegura que en
la historia de ese pueblo Dios se fue revelando por medio de acontecimientos que fueron
asumidos por la fe del pueblo como manifestaciones de Dios. Especialmente los Profetas
durante varios siglos fueron interpretando los sucesos que acontecían a su pueblo como
formas de comunicación de Dios.
En el pacto realizado con Abraham, Dios le manifiesta sus promesas y en el pacto con
Moisés las ratifica. De esta manera fue sucediendo un permanente y creciente
conocimiento de Dios y de sus designios sobre la humanidad, que el pueblo de Israel va
acrecentando y purificando con el tiempo.
Esto aconteció, dice el Concilio por parte de Dios, “buscando y preparando solícitamente
la salvación de todo el género humano” (DV 14), con lo cual ya indica que esta revelación
divina acontecida en este período de la historia humana en el pueblo de Israel, si bien es
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Lo que no dice es lo que agrega el Catecismo de Juan Pablo II: “121 El Antiguo
Testamento es una parte de la sagrada Escritura de la que no se puede prescindir. Sus
libros son divinamente inspirados y conservan un valor permanente (cf. DV 14), porque
la Antigua Alianza no ha sido revocada”. Si la Antigua Alianza no hubiera sido
revocada, los cristianos tendríamos que atenernos a todo lo dispuesto en el Antiguo
Testamento, comenzando por la circuncisión y toda la Ley Mosaica. Es claro que los
Apóstoles desde el comienzo del cristianismo se apartaron del cumplimiento de la
Antigua Alianza.
Afirmar que la Alianza de Dios con el pueblo de Israel no ha sido revocada parece
inadmisible en cristianismo (por supuesto no en el Judaísmo). Porque Cristo vino a
establecer una nueva Alianza que selló con su sangre en la cruz. En cada Eucaristía
durante la consagración se repiten las palabras del mismo Cristo consignadas en los
Evangelios: “Este es el cáliz de mi sangre, sangre de la nueva Alianza, que será
derramada por Ustedes y por muchos para el perdón de los pecados”. Y como dice ya la
carta de origen paulino a los Hebreos, parte integral del Nuevo Testamento: “Ahora bien,
él ha obtenido un ministerio tanto mejor cuanto que es mediador de una alianza mejor,
fundada en promesas mejores. Pues si aquella primera hubiera sido irreprochable, no
habría lugar para una segunda. Por eso les dice en tono de reproche: Ya vienen días,
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dice el Señor, en que yo concluiré con la casa de Israel y con la casa de Judá una nueva
alianza; (…) Al decir nueva, declaró antigua la primera; y lo antiguo y viejo está a punto
de desaparecer”. (Heb 8, 6-13).
El Concilio hace ver insistentemente que el plan de revelación y salvación por parte de
Dios, lo que en cristiano llamamos la “economía” divina, en el Antiguo Testamento
“estaba ordenada, sobre todo, para preparar, anunciar proféticamente y significar
con diversas figuras la venida de Cristo redentor universal y la del Reino Mesiánico”.
(DV 15).
Ahora bien, el hecho de que fuera preparatoria del acontecimiento de salvación único
que es el Señor Jesucristo, no quiere decir que en el período preparatorio de su venida
a este mundo no hubiera habido inmensos valores que fueron consignados en los libros
del Antiguo Testamento. En efecto, ellos “manifiestan a todos el conocimiento de Dios y
del hombre, y las formas de obrar de Dios justo y misericordioso con los hombres, según
la condición del género humano en los tiempos que precedieron a la salvación
establecida por Cristo”. (DV 15). Esto quiere decir que ese conocimiento de Dios y del
ser humano y las obras de Dios en ese tiempo, estaban acomodados a la situación de la
época anterior a la salvación que traería el Señor Jesucristo. Todo ese proceso en el
Antiguo Testamento es previo al único acontecimiento de salvación que es la persona
sacratísima del Señor Jesús, su muerte, su resurrección y el envío de su Amor infinito,
el Espíritu Santo.
Por eso el Concilio recuerda que “Estos libros, aunque contengan también algunas
cosas imperfectas y adaptadas a sus tiempos, demuestran, sin embargo, la
verdadera pedagogía divina”. (DV 15). El Concilio es muy sabio al informarnos a los
fieles católicos que en esos libros hay cosas imperfectas, lo que impide que estos libros
se asuman sin más en el cristianismo como si tuvieran el mismo valor y normatividad que
los textos del Nuevo Testamento. Los fieles católicos debemos asumir esos libros con
devoción y aprovechar los maravillosos elementos de la pedagogía divina al pueblo
hebreo: “los cristianos han de recibir devotamente estos libros, que expresan el
sentimiento vivo de Dios, y en los que se encierran sublimes doctrinas acerca de Dios y
una sabiduría salvadora sobre la vida del hombre, y tesoros admirables de oración, y en
los que, por fin, está latente el misterio de nuestra salvación” (DV 15).
Esta última frase del Concilio va a ser la base para establecer la manera como los fieles
católicos debemos asumir el Antiguo Testamento: allí el misterio de nuestra salvación en
Cristo está oculto, latente, escondido. Sólo desde el Nuevo Testamento podemos asumir
el Antiguo, porque en el Nuevo tenemos la clave de comprensión e interpretación de esa
salvación que allá está oculta, latente, escondida.
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Pero como al Antiguo y el Nuevo Testamento forman un conjunto, una unidad en que se
conjugan las dos etapas de la revelación de la salvación en Cristo, la del Antiguo como
preparatoria, la del Nuevo como la realización histórica de dicha salvación, los fieles
católicos debemos asumir el Antiguo Testamento en la medida en que fueron recibidos
íntegramente por la comunidad cristiana en los primeros años del cristianismo, lo que
permitió que adquirieran su sentido y significación y ayudaran a ilustrar y explicar lo que
presentan los textos del Nuevo Testamento: “los libros del Antiguo Testamento recibidos
íntegramente en la proclamación evangélica, adquieren y manifiestan su plena
significación en el Nuevo Testamento, ilustrándolo y explicándolo al mismo tiempo”.
(DV 16).
Todo esto indica la preeminencia del Nuevo Testamento sobre el Antiguo y cómo la
esencia de la comunicación reveladora de Dios y de su plan de divinización de la
humanidad, se encuentran en plenitud en la persona del Señor Jesús y en la predicación
de los Apóstoles consignada en los escritos del Nuevo Testamento, ordenado a suscitar
la fe en el Señor Jesús y a congregar la Iglesia.
Después de conocer las indicaciones tan claras del Concilio, no se entiende cómo en la
Iglesia Católica durante estos cincuenta años las cosas no cambiaron ni en la Liturgia, ni
en la Catequesis, ni en la educación religiosa que se imparte en las instituciones
educativas. Seguimos como en el período anterior al Concilio, leyendo la Sagrada
Escritura sin tener en cuenta la exégesis, repitiendo la historia y las narraciones del
Antiguo Testamento como esenciales para el cristianismo, presentando a Dios como
aparece en la revelación preparatoria de la revelación plena, definitiva y única
acontecida en Cristo, exigiendo el seguimiento de las leyes de la Antigua Alianza como
si fueran las propias del Señor Jesús y de la Iglesia, tratando de ilustrar los graves
problemas humanos de la actualidad a partir de elementos del Antiguo Testamento como
si tuvieran validez por sí mismos y no a partir de su apreciación desde lo propuesto en
la revelación consignada en el Nuevo Testamento. Es como si la Constitución Dogmática
Dei Verbum del Concilio Vaticano II no hubiera existido jamás.
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Como hay quienes piensan que al aplicar la exégesis se está afirmando que lo que narran
los Evangelios son inventos posteriores a la existencia histórica del Señor Jesús, el
Concilio ratifica el valor histórico de lo narrado en los Evangelios debido a que sus
fuentes son precisamente los testimonios de los Apóstoles que fueron testigos
presenciales de hechos y palabras del Señor Jesús. Esto ayuda a percibir que se
reconoce el carácter histórico de lo que se narra, aunque es obvio que las narraciones
están impregnadas de la fe de los predicadores y de quienes las compilaron, por lo que
la exégesis indicará que lo narrado tiene base histórica, pero es ante todo un testimonio
de fe de los seguidores del Señor Jesús. Histórico en este caso no significa
videograbación de lo ocurrido sino comprensión desde la fe, de la persona del Señor
Jesús y de los acontecimientos por Él vividos, presentación de hechos históricos pero
interpretados con una comprensión o inteligencia especial de esos hechos, es decir por
la fe infundida por el Espíritu Santo: “La Santa Madre Iglesia firme y constantemente ha
creído y cree que los cuatro referidos Evangelios, cuya historicidad afirma sin vacilar,
comunican fielmente lo que Jesús Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y
enseñó realmente para la salvación de ellos, hasta el día que fue levantado al cielo. Los
Apóstoles, ciertamente, después de la ascensión del Señor, predicaron a sus oyentes lo
que Él había dicho y obrado, con aquella crecida inteligencia de que ellos gozaban,
amaestrados por los acontecimientos gloriosos de Cristo y por la luz del Espíritu de
verdad”. (DV 19).
El Concilio señala lo siguiente: “Es necesario, por consiguiente, que toda la predicación
eclesiástica, como la misma religión cristiana, se nutra de la Sagrada Escritura, y se rija
por ella”. (DV 21).
Solicita el Concilio a los exegetas y a los teólogos investigar la Sagrada Escritura con
sus instrumentos especializados y que los ministros de la palabra conozcan estos
desarrollos de comprensión que presentan la exégesis y la teología, para que su
predicación sea acorde con lo establecido. (DV 23).
Debería ser imperativo un continuo estudio de la Sagrada Escritura según las normas de
la Constitución Dogmática Dei Verbum por parte del clero. Este estudio se supone que
asume el resultado de la exégesis y de la teología sobre los diversos temas. Sin
embargo, es lamentablemente evidente que esto no sucede y que el aporte de gran parte
del clero en su predicación y enseñanza, lo mismo que la catequesis, sigue los esquemas
de comprensión de la Biblia anteriores al Concilio Lo grave es lo que dice el Concilio, “el
desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo" (DV 25). De manera
que la falla que puede decirse estructural en la predicación y la enseñanza por parte de
aquellos a quienes se les ha confiado, no permite acceder debidamente al conocimiento
del Señor Jesucristo.
A veces sucede que ni siquiera se acude a las introducciones y notas que con tanto
esfuerzo los exegetas y los teólogos han aportado a las traducciones de la Biblia que se
utilizan corrientemente en la comunidad cristiana, aunque el Concilio insistió en que estos
fueran los textos que se utilizaran para el servicio del anuncio de la Palabra de Dios en
todas sus formas: “Incumbe a los prelados, ‘en quienes está la doctrina apostólica,
instruir oportunamente a los fieles a ellos confiados, para que usen rectamente los libros
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sagrados, sobre todo el Nuevo Testamento, y especialmente los Evangelios por medio
de traducciones de los sagrados textos, que estén provistas de las explicaciones
necesarias y suficientes para que los hijos de la Iglesia se familiaricen sin peligro y
provechosamente con las Sagradas Escrituras y se penetren de su espíritu’”. (DV 25).
"Todo el tiempo bíblico desde Abraham hasta Cristo se repliega en un breve momento de
comienzo del suceso de Cristo, y tenemos el derecho y la obligación -en tanto somos
cristianos- de considerar ese tiempo, partiendo del Antiguo y del Nuevo Testamento y
mirando a la historia entera de la revelación, que es coextensiva con la historia de la
humanidad, como un último instante antes del suceso de Cristo y en unidad conjunta con
él". (p. 203).
Y con ello en el fondo sólo hay para nosotros dos puntos fijos y una cesura de tipo realmente
decisivo y constatable en nuestra propia historia categorial de la revelación y salvación: el
principio y la plenitud de la historia de la salvación en Cristo". (p. 205).
"Si consideramos como una transición relativamente breve todo el tiempo que
acostumbramos a ver como el anterior 'acontecer descriptible históricamente', entonces se
hará comprensible también el puesto de Cristo en esta historia universal profana, y sobre
todo en la historia de las religiones, coextensiva con la historia universal profana, en
correlación con la cesura que ha durado un par de milenios. (...); y dentro de ese período
la historia de la humanidad llega simultáneamente al Dios-hombre, a la objetivación
histórica absoluta de su relación trascendental con Dios.
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- Es perfectamente racional y razonable suponer que Dios existe, que se puede comunicar
al ser humano en la historia, que su comunicación pueda ocurrir a través de experiencias
religiosas individuales y colectivas.
- Que la revelación sea racional y razonable no significa que sea demostrable. Sólo significa
que no es absurdo proponerla y aceptarla.