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AMPLITUD INTERIOR

Amadeu Inácio de Almeida Prado


Un orfebre de las palabras (Lisboa, 1975)

Amadeu Prado es un “heterónimo” (al estilo de Fernando Pessoa1) del escritor suizo Pascal Mercier en su
novela Tren nocturno a Lisboa (2004). Su hermana Adriana ha publicado este libro, una suerte de diario sin
secuencia temporal, con sus heroicos empeños por “representar con palabras -como arqueólogo del alma-
las experiencias subterráneas e invisibles, tesoros que dan a nuestra vida su forma, su color y su melodía.
Este objeto de contemplación se rehúsa a permanecer quieto, las palabras rebotan en la experiencia, y, al
fin y al cabo, en el papel quedan puras contradicciones.” Lejos de considerarlo un defecto, finalmente se
ha convencido que “reconocer esa confusión es el camino ideal para comprender esas experiencias íntimas
pero enigmáticas”. El hallazgo de ese libro es el comienzo de una experiencia transformadora para
Raimund Gregorius, amante de las palabras y protagonista de la novela. Cabe señalar que, tras el pseudónimo
Pascal Mercier, se esconde el filósofo Peter Bieri, cuya preocupación central ha sido, precisamente, la
pregunta por el tiempo. La presente traducción de una de las reflexiones que atribuye a Prado, ha sido
realizada por Frederic Smith de la versión inglesa de Barbara Harshav.

Vivimos aquí y ahora, todo aquello que ocurrió antes y en otros lugares ha pasado,
en su mayor parte olvidado y accesible como un pequeño remanente en fragmentos
desordenados de memoria que se encienden en una rapsódica contingencia y se extinguen
nuevamente. Así es como acostumbramos pensar acerca de nosotros mismos. Y esta es la
manera natural de pensar, cuando observamos a los demás: están realmente ante nosotros,
y no en cualquier otro lugar ni tiempo y ¿cómo podría pensarse su relación con el pasado
sino bajo la forma de episodios internos de memoria, cuya exclusiva realidad está en el
presente de su acaecer?

Empero, desde la perspectiva de nuestra propia interioridad la cosa es muy diferente.


No estamos limitados a nuestro presente, sino que expandidos a un pasado remoto. Ello
ocurre a través de nuestros sentimientos, especialmente aquellos más profundos, los que
determinan quiénes somos y cómo es ser nosotros. Porque esos sentimientos no conocen
tiempo alguno. No lo conocen ni lo reconocen. Sería naturalmente falso que yo dijera:
todavía soy el niño en la escalinata de entrada al colegio, el niño con la gorra en la mano,
cuyos ojos se escapaban en dirección al colegio de niñas, esperando ver a Maria João.
Naturalmente que es falso, porque más de treinta años han transcurrido desde entonces. Y,
sin embargo, también es verdadero. El corazón que late apresuradamente en las tareas
difíciles, es el mismo que latía cuando el Senhor Lanções, el profesor de matemáticas,
entraba en la sala; en la ansiedad que me genera toda autoridad, resuenan las palabras
autoritarias de mi encorvado padre; y si la mirada chispeante de una mujer me llama la
atención, me quita el aliento la manera cómo cada vez, en cada ventana de colegio, mi
mirada parecía encontrarse con la de Maria João. Estoy aún allí, en ese distante lugar en el
tiempo; nunca lo dejé, sino que vivo expandido en el pasado o fuera de él. Está presente

1
Uno de los epígrafes de la novela, que dejo en el portugués original (compartiendo el embrujo experimentado
por su protagonista), está extraído del Livro do Desassossego: Cada um de nós é varios, é muitos, é uma
prolixidade de si mesmos. Por isso aquele que despreza o ambiente não é o mesmo que dele se alegra ou
padece. Na vasta colónia do nosso ser há gente de muitas espécies, pensando e sentindo diferentemente.
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este pasado, y no simplemente bajo la forma de breves episodios de memoria intermitente.


Los mil cambios que han impulsado al tiempo –medidos por este presente intemporal de
sentimiento- son fugaces e irreales como un sueño, y engañosos como las imágenes de los
sueños: me engañan llevándome a creer que yo, un médico al que las personas acuden
con sus dolores y preocupaciones, soy poseedor de una fabulosa confianza en mí y de la
consiguiente intrepidez. Y esa ansiosa confianza que veo en la mirada de quienes buscan
ayuda, me fuerza a creerlo mientras se encuentran en mi presencia. Pero apenas se han
marchado, quisiera gritar que todavía soy el niño asustado en la entrada del colegio, que es
absolutamente irrelevante -en realidad una mentira- que estoy sentado tras el poderoso
escritorio y doy consejo, que no se dejen engañar por eso que, con una superficialidad
ridícula, llamamos el presente.

Y no sólo en el tiempo estamos expandidos. En el espacio, también, nos estiramos


mucho más allá de lo visible. Dejamos atrás algo de nosotros cuando abandonamos un
lugar, permanecemos allí, aunque nos vayamos. Y hay cosas en nosotros que sólo podemos
reencontrar si volvemos allí. Vamos a nosotros, viajamos a nosotros, cuando el monótono
ritmo de las ruedas nos lleva a un lugar donde hemos recorrido un tramo de nuestra vida,
no importa cuán breve haya sido. Cuando recorremos de nuevo el andén de una lejana
estación de ferrocarril, escuchamos las voces por el altoparlante, olemos esos olores
únicos, hemos llegado no sólo al lugar distante, sino también a la distancia de nuestra propia
interioridad, a un rincón tal vez totalmente remoto de nuestro ser que, cuando estamos
en otra parte, se halla en la oscuridad total, e invisible. De lo contrario, ¿por qué nos
entusiasmamos tanto cuando el conductor anuncia las detenciones, cuando escuchamos
el chirrido de los frenos y somos repentinamente devorados por la sombra de la estación de
ferrocarril? De otra manera, ¿por qué se produce un instante mágico, un momento de
silencioso drama, cuando el tren llega a su destino y se detiene con un sacudón final? Es
porque, desde los primeros pasos que damos en el extraño y no extraño andén, retomamos
una vida que habíamos interrumpido y dejado atrás, cuando sentimos los primeros
sacudones del tren que partía. ¿Qué podría ser más apasionante que retomar una vida
interrumpida, con todas sus promesas?

Es un error, un insensato acto de violencia, concentrarse en el aquí y el ahora, con


la convicción de estar así capturando lo esencial. Lo que importa es moverse en forma
segura y calmada, con el apropiado humor y la apropiada melancolía, a través de ese paisaje
interno, temporal y espacialmente expandido, que somos. ¿Por qué nos dan lástima aquellas
personas que no pueden viajar? Porque, imposibilitados de expandirse en forma externa,
tampoco pueden expandirse internamente, no pueden multiplicarse y quedan así privados de
la posibilidad de emprender excursiones expansivas dentro de ellos mismos y descubrir así
en quién, o en qué otro tipo de persona, podrían haberse convertido.

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