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En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi
intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una
ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de
dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa
(la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los
puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi
una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi
interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del
planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace
treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal,
vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness
a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi
un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un
ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra
de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se
mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un
poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin
nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin,
vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de
una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de
Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un
invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la
tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas
obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado
monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo,
vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el
Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph
la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto
ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha
mirado: el inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima.
-Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman -dijo una voz aborrecida y
jovial-. Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio
formidable, che Borges!
JULIO CORTÁZAR
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene
estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió
poner al fuego la pavita del mate. Fui hasta el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta
de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el
comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla
sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo
tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas
hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de
golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además
corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le
dije a Irene:
—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
—¿Estás seguro?
Asentí.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una
pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una
efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo
instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito
blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy
pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito.
Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el
conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel,
moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra
la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi
casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el
trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un
trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar
por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
Rayuela
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba
poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el
cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas
hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición
de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y
medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta
atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por
encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto
incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el
inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de
alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una
vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para
sacarlos del error.
— Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha
tumbado la lluvia.