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El mito del individuo

de Miguel Benasayag

traducción al castellano Darío Bursztyn

Introducción
Este material es para uso de la Universidad Nacional de Quilmes, sus fines son exclusivamente didácticos.

Vivimos una época que se pretende sin mitos, sin ilusiones, y por eso mismo, sin engaños.
Y como estamos tan esclarecidos no tememos mirar a las cosas de frente, como son,
despojados de todos los sueños y esperanzas del pasado. Pero cuanto más "lúcida" se cree
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nuestra época con respecto al pasado, más boba es en realidad.


Es cierto que el presente está conformado por desilusiones, por una pérdida de marcos
referenciales, de inquietud, o zozobra. Los estados depresivos, a veces, nos “ofrecen” una
salida de aparente lucidez, la tristeza posee este dudoso beneficio secundario, nos hace
creer que “estamos de vuelta de todo” y nos obligan a sentir como única certeza ”yo existo,
ya que algo siento y lo siento con intensidad”. Dicho de otra manera el individuo es esta
figura enteramente capturada por lo que Spinoza llamaba “las afecciones pasivas”

Recibimos una creciente información sobre los peligros que nos amenazan y nos sentimos
impotentes para afrontarlos. Como una reacción al optimismo de la Modernidad, el
pesimismo de la Posmodernidad se muestra tanto o más exagerado. Nada de ilusiones, de
sueños de utopías: la roca sobre la que reposa la ruptura histórica que representa el fin del
mito del progreso y único valor creíble de esta época de crisis es el individuo. Para ponerlo
en otros términos: es cada uno de nosotros en tanto que individuos pendientes de sus
ocupaciones y preocupado por sus intereses; mi cuenta en el banco y mi estado de salud, los
dos ejes “reales” que sostienen y limitan el mundo-embudo del individuo.

Complejo, esquivo, inquietante, cada vez mas 'virtual', violento, distante...así es el


"mundo". Frente a él, el individuo, un pequeño personaje impotente y triste que lo único
que puede hacer es mirarlo desde un supuesto afuera.

Creado por la Modernidad, el individuo es este personaje pretendidamente autónomo que


ocupará el centro del universo, ese que se caracteriza por ese 'no sé qué' aristotélico y así
como el "divino Aristóteles" afirmó que la Tierra es el centro del universo, nuestra época
proclama alto y fuerte que todo el universo gira en torno a este protagonista central.

"Antes de mí la sombras, después de mí, el diluvio", esa es la frase de cabecera de este


personaje. Cada individuo se percibe realmente como una entidad radicalmente separada
del conjunto, virgen de toda pertenencia, como si los otros, las cosas, la naturaleza, los
animales, etc., fueran un mero decorado para que él pueda desarrollar su vida.
Este libro, asimismo, con la deconstrucción del mito que es el individuo, intentará poner en
foco lo que podríamos denominar el lugar ontológico que funda de alguna manera la
sociedad, la naturaleza y el hombre. Pensar en el individuo o mejor aún, más allá del
individuo para no caer en la tramposa dicotomía individuo-masa, porque justamente el
individuo es la instancia fundamental de toda masificación.

Resulta indispensable elaborar una teoría de la emancipación que supere la oposición


fuerte-débil que gobierna el funcionamiento de nuestras sociedades, una teoría de la
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situación que asuma la "fragilidad" como una dimensión fundamental de lo que hace a la
esencia misma de la vida.
Esas son las cuestiones que intentaremos abordar en este trabajo.
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1. EL INDIVIDUO, CREACION DE LA MODERNIDAD

Una época triste


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Si quisiéramos caracterizar esquemáticamente nuestra época, podríamos decir que está


atravesada por una latente preocupación, donde la conciencia de la complejidad nos sume
en la impotencia; donde el futuro que nos parecía fascinante y cargado de promesas se
muestra como un porvenir plagada de amenazas apocalípticas. El milenio que terminó se
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había iniciado bajo el signo de la promesa de la desacralización del mundo, y de un


Hombre omnipotente. El sujeto humano se auto prometió la emancipación y el dominio
como objetivos y razones de ser de su ser-en-el-mundo.

La pérdida de referentes, la desorientación que tenemos actualmente sume nuestros juicios


y consideraciones en la duda, en la incertidumbre. Hay quienes se preguntan si la noche que
anuncia este crepúsculo no es aquella de la que hablan las Escrituras como la oscuridad sin
fin.

En resumen, digamos que nuestra época está tremendamente marcada por aquello que
Spinoza llamaba las "pasiones tristes", caracterizadas por disminuir nuestra potencia de
acción, tornándonos impotentes, temerosos, esperanzados. Además, esta espera no es sólo
una palabra sino el concepto con el que podemos identificar la modernidad...una suerte de
"esperando a Godot".

El Hombre Moderno se piensa y se vive como un animal inconcluso, (es la "humanidad


todavía imperfecta") según la fórmula elegida por Bartolomé de las Casas para describir a
los indios. Imperfección e incompletud que dan sentido a la vida y a la historia de la
humanidad, totalmente orientada a completar eso que le falta. Tomado así, el progreso no
sería tanto un santo y seña sino la propia explicación de las leyes que rigen la existencia de
lo real; lo real siendo racional, y lo racional siendo real. El hombre, armado de su razón
debía dominar y apropiarse del universo. La ruptura de ese mito, por un movimiento
simétrico, hunde a nuestros coetáneos en la desesperación.
En verdad, el mito dorado del progreso en el momento melancólico de su declive se
presenta como lo describía Adorno en su Dialéctica negativa: "No hay una historia
universal que vaya de la barbarie a la Humanidad, sino una historia universal que va de la
honda a la bomba de Hidrógeno. Culmina por la amenaza total que representa para los
hombres la Humanidad organizada por el apogeo de la discontinuidad"1.

1 Adorno Theodor. Dial»ctica Negativa. Payot.Paris.1970


Pero en realidad las cosas han cambiado enormemente después de este texto de Adorno,
ya que en su época la amenaza de la bomba era la hipótesis según la cual, si algo fallaba en
el equilibrio extremadamente frágil del mundo, si algo “andaba mal”, la bomba podía ser
inevitable. En cambio, en nuestra posmodernidad debemos reconocer muy por el contrario,
que si todo sigue su curso, si ninguna falla viene a interrumpir el equilibrio de nuestro
mundo…ahí sí la destrucción será inevitable, pero no por la bomba, sino por el modo de
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producción, apropiación y destrucción “normales” de nuestras sociedades.

Más aún, la "compleja" ideología del fin de siglo XX y del inicio del Siglo XXI mantienen
este sentimiento de impotencia y desesperación en nuestros contemporáneos que va a
incrementarse en la medida en que el mundo -cada vez más una totalidad incomprensible y
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hostil- se vuelva más virtual y espectacular. Hay una globalidad desesperada frente a la cual
el individuo aparece como pura impotencia y desolación. La virtualidad y el espectáculo
nos aíslan de la realidad en que vivimos y sobre todo, las relaciones de cada uno con los
otros, con el medio ambiente, y con sí mismo, se vuelven virtuales y espectaculares.
Si la palabra "inautenticidad" que hoy por hoy suena un poco fuera de moda significa
algo, es su capacidad para describir un mundo y una vida con los cuales nos sentimos bien
distantes del "puesto de mando". La complejidad del mundo no sólo hace referencia a la
composición multidimensional de la realidad, sino que es aquello que aparece como una
trama exterior e interior al individuo y que por su increíble enredo nos vuelve incapaces de
determinar las líneas de acción que podrían permitirnos alguna decisión sobre nuestra vida
o sobre el mundo.

El individuo como forma de organización social

En el centro de este tumulto y desorden habría un elemento que pareciera conservar


suficiente "sustancia" que a modo de salvavidas aparece como una suerte de refugio donde
hacer pie y flotar en medio de la debacle del mundo prometido...es el individuo. Este
individuo creado por la Modernidad es esa entidad que se proclama transhistórica y
transituacional, y en consecuencia, inquebrantable; como un sujeto autónomo separado del
mundo conocido: objeto que él puede dominar y amaestrar.
El individuo es también ese personaje devenido en ojo observador de lo que a través de
múltiples pantallas damos en llamar "el mundo". Hay quienes entienden que la retirada
narcisista hacia un individualismo egoísta donde cada quien se ocupa de sus intereses es
consecuencia de la crisis de nuestras culturas. Pero en realidad el "individuo", lejos de
designar a personas aisladas y dispersas tras una catástrofe que destruiría los vínculos que
estructuran la sociedad, es el nombre de una organización social, de un proyecto
económico, de una filosofía, y de una Weltanschauung. El individuo no es solo un “relato”,
ni una cierta “cartografía del mundo”: es un territorio virtual, un mundo concreto esculpido
por y para esta sociedad donde justamente se afirma que “la sociedad no existe, que existen
solo individuos aislados”.
En general imaginamos al individuo como la entidad que se opone a la masa, pero en
realidad no hay una masa sin la construcción previa de una serialización, sin la
deconstrucción de un vínculo social por la producción del individuo que pretende ser el
átomo y el nombre de una sociedad ultra nominalista.

No hay, entonces, un individuo por un lado y las masas por el otro. Donde esté el
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individuo también está la masa porque, insistimos, el individuo es la instancia fundamental


de la masificación. Si bien es cierto que la cultura y el sentido común oponen individuo y
sociedad, tal como veremos, "individuo" es el nombre que tiene un modo de organización
social, de una cosmogonía y de un poder.
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Es por eso que pensamos que no se puede identificar el concepto de individuo con el de
"persona", palabra que utilizamos para designar el pliegue caracterizado por una unidad
contradictoria y que determina el ser-ahí de cada uno de nosotros en el mundo.

Para decirlo así, la persona es esta singularidad orgánica que como parte contiene el todo.

Las culturas y las civilizaciones son organismos vivos, y en consecuencia, destinados a


vivir, desarrollarse y morir. El ocaso de toda cultura es vivido como una crisis de los pilares
en que ella se ha fundado. Por otro lado, sea por causas endógenas o exógenas, o en la
articulación de ambas como ocurre mayormente, las narraciones de fin de cada civilización
siempre tuvieron para los contemporáneos de esas crisis unos ecos apocalípticos que los
llevan a preguntarse si no se trata del “fin del mundo”, el fin de la vida misma. Lo que
queremos significar es que la nostalgia al comenzar el milenio no tiene el monopolio ni de
la novedad ni de la angustia. Sin embargo, lo que hay que analizar es la singularidad de la
crisis de la cultura que nosotros vivimos, cuya particularidad no puede resumirse
tontamente en "es lo que nos toca vivir".

O sea, por una parte hay algo común a toda crisis mayor de fin de una civilización, pero a
la vez debemos comprender lo singular de esta crisis que es la nuestra.

Si toda crisis de fin de civilización se caracteriza por el colapso de los fundamentos de la


cultura que se acaba, la crisis de la modernidad será, paradójicamente, la de la cultura que
se asienta en la deconstrucción permanente de todo principio, de todo lazo y de toda
prohibición. La cultura nacida en Occidente y que inaugura lo que llamamos la Modernidad
o la Era del Hombre se construyó, paradójicamente, sobre el mismo proceso que toda
cultura teme, es decir, la desacralización, la "desterritorialización" permanente, en términos
de Deleuze.

Todo sucede como si los procesos de deconstrucción del mundo han terminado por
deconstruir al hombre mismo. En efecto, la modernidad, que en antropologia se llama
“naturalismo” (por la invención de la naturaleza) ha concebido al hombre como único
sujeto, con una intencionalidad y una interioridad, rodeado y frente a una naturaleza
totalmente “desencantada”, sometida a simples procesos mecánicos.

Esta naturaleza era conocible, dominable, formateable; el problema se presenta cuando el


hombre, avanzando en su potencia y su conocimiento comienza a “destejer” al propio
hombre y a estudiarlo de manera reduccionista, fisicalista, con las mismas leyes y formas
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que la naturaleza, sometido entonces a procesos puramente mecánicos, cuando este


“progreso” llega a la deconstruccion del cerebro el hombre mismo aparece como auto
deconstruido, marioneta sin marionetista.

La Modernidad y su hija un poco degenerada que la sucedió -la Posmodernidad-, desean


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una mezcla de escepticismo y de racionalidad a ultranza. La Tierra, la vida, el cielo, el


lenguaje, los funcionamientos sociales son todos objetos de estudio que pueden y deben
producir transparencia a través de la conciencia. De este modo, el Hombre de la
Modernidad debe ser capaz de explicar todo tabú, todo mito, todo vínculo, todo apetito y
todo deseo, poniendo luz con un mecanismo del tipo causa-efecto, de un simplismo
apabullante. El Hombre destronó los dioses y a través de la ciencia y las tecnologías creyó
construir una verdadera Torre de Babel racionalista y vengativa contra toda instancia divina
que pretendiera limitar su potencia, pero también contra todo principio biológico o físico
que por autorregulación de los diferentes fenómenos, limitara el deseo de un “sin límites”
del hombre.

El hombre de la Modernidad, más que Icaro, más que Prometeo, o sea, más allá de los
principios -sagrados o no- que se interponen entre el hombre devenido sujeto y eso que él
considera como su libertad, debe dominar totalmente el mundo y la realidad. Ser libre será
sinónimo de dominar la naturaleza, dominar sus pulsiones, dominar al otro. Más tarde en la
posmodernidad este deseo se verá llevado a un punto culmine, “todo es posible”, vencer
todo límite, vencer, por qué no, la misma muerte.

El mito de la modernidad se pretende un anti-mito, y por eso está bellamente constituido


por un discurso que describe, explica y justifica la realidad en la cual los hombres viven.

En una sociedad sagrada, el principio fundador no se explica, porque lo que funda esa
narración no tiene que ser explicado o fundamentado. Al mismo tiempo, si en el comienzo
fue el verbo como todo principio fundador, en esta narración ese principio no precisa ser
desplegado ni explicado: será como un átomo invisible a partir del cual se va a desarrollar
la estructura de la historia de la cultura. La modernidad no escapará a esta regla, y su
principio fundador constituirá este personaje tan paradojal que es el individuo, el individuo
en la sociedad, la partícula elemental en el mundo físico; tal es el “motor inmóvil” de
nuestra cultura.

El individuo es también el único que y en torno a quien analizamos e interpretamos el


mundo existente. Deviene “sustancia” verdadera, y mismo si está sometido a las leyes y a
sobredeterminaciones, es debido solamente al hecho que aparece como “no del todo
completo”.

Comprendamos bien, “el hombre”, como proyecto, como modelo, como forma de una
época histórica no es nunca “ese hombre” que existe en una situación concreta, dado que
“el hombre” de la modernidad es lo que va a advenir, lo que no es todavía.
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El Hombre es la quintaesencia de lo que no es todavía lo que “debería ser”. Y tal vez por
eso, contra viento y marea, la problemática central de Heidegger del ser como ausencia y el
ser-ahí como tendencia hacia…; eso es paradójicamente, muy moderno. El individuo, el
Hombre de la Modernidad “no es todavía” y en esa melancólica incompletud sólo vive un
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presente de frustraciones, olvidos y carencias. No se piensa como el completo dominador


del mundo: se piensa como proyecto, en espera. Si la persona está en el mundo como un
ser-ahí, el individuo como creación de la Modernidad no está ahí por defecto -
predeterminado- o por carencia. El individuo es alguien que espera su completud o
perfección, del mismo modo que hasta no hace mucho tiempo lo hacían los “países en vías
de desarrollo”. La completud, el momento de la maestría que él asimila a la libertad, está
por llegar. El Hombre, Mesías de sí mismo, se ha convertido en su propia promesa.

Es cierto que la relación de este personaje con las leyes de lo real será totalmente diferente
de la que tuvieron otras civilizaciones con las leyes que rigieron el funcionamiento del
mundo y de la naturaleza. Si para las culturas no Modernas esta relación debía ser de
cohabitación y de respecto, para el Hombre moderno estas leyes y principios apenas
existen, y lo hacen bajo la forma de un desafío que traba su poder. Controlarlas, dominarlas
será un camino por el cual el Hombre podrá alcanzar su propia completud porque, como lo
hemos visto, la libertad se identifica con la dominación.

Individuo y persona

El individuo como figura central de nuestra cultura no sólo es identificable con un cuerpo y
con la persona humana. Es el átomo serializado que determina la base de una cultura. El
individuo no es Juan, Pablo o María, no es más tu o yo: es una forma de organización y de
dominación social fundada sobre la deterritorialización permanente. Es ese personaje que
funciona como una imagen totalizante y totalizadora. Por lo tanto, no se trata de
escandalizar conque aquella ilusión se disipó como por arte de magia y que a pesar de toda
la relevancia que tenía para nuestra época, venimos a concluir que el individuo no existe…

El individuo no es más maya (“ilusión” en sánscrito y en la filosofía oriental); es


simplemente una pequeña parte, un subconjunto de un conjunto mayor; complejo y
contradictorio componente formado por circuitos autónomos que se entrecruzan, que es el
pliegue fundante de la persona.
El individuo es una pequeña parte de esa totalidad, aunque paradójicamente se auto titule
“el todo”. En cualquier caso, como veremos, es obvio que tiene un cuerpo, revestido de
pliegues en torno al cual se tejen los diversos múltiplos de los cuales cada uno está
compuesto a su vez de múltiples dimensiones, múltiplos sin síntesis.

Las cosmogonías no modernas conciben el fenómeno humano como una multiplicidad


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innumerable: múltiplos articulados con múltiplos. En lo infinito de la creación el Hombre


vive, piensa en el misterio de la creación confundido con la realidad de la finitud que le
parece como un accidente de la infinitud. El misterio es la finitud, porque todo lo que es
pensable en la creación nos remite a la infinitud y a lo eterno ilimitado. La pregunta del
hombre, unidad discreta en un universo continuo será ¿cómo puede ser que lo discreto
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emerja? ¿Cómo puede ser que estructuras dinámicas complejas y discretas se articulen entre
ellas resistiendo a (re)fundirse en la continuidad del infinito? ¿Cómo formas discretas y
autoorganizadas pueden pasar a la existencia?

Si el pequeño individuo duerme con el sueño de finitud, de cristalización, de inmovilidad,


de una identidad A=A, la persona, pliegue discreto de lo continuo es pliegue del infinito,
nostalgia de lo sin límites, forma sobre lo sin forma, palabra, sí, pero bajo la condición de
lo inefable.

La persona, contrariamente al individuo, es pensable como el no-uno, como la no-unidad.


Como veremos con la evocación de Ajax, no hay un acto o un momento que valga como
Aufhebung (síntesis)…de lo definitivamente múltiple. La persona no es sustancia y por eso
en las culturas no-modernas, la libertad no es entendida como un beneficio individual
gozado por ciertos privilegiados. Si el Hombre de la Modernidad es siempre ‘libre de…’, es
porque la libertad aparece como un atributo de la sustancia individual. En tanto, en el
pensamiento no-moderno, la libertad existe siempre como reto situacional, como potencia
de vida a liberar, y no como algo de lo que podamos gozar individualmente.

La persona como multiplicidad articulada, como pliegue discreto de lo continuo,


participa en procesos de liberación, de creación, etc. El individuo como instancia
pretendidamente separada, identificada consigo mismo, pretende ser “libre”, dominar.

El Hombre de la Modernidad, y mucho mas el post moderno, muy por el contrario, es


definitivamente ese individuo de la carencia que no aspira a otra cosa que a la pétrea
fijación; un personaje que pareciera no pretender otra cosa que acceder a la “línea de
llegada” de su ruta. El ideal del individuo es lo sedentario, y todo devenir, todo deseo, toda
pasión no es vista por él como otra cosa que la prueba desgraciada de su falta, que lo hunde
en una existencia marcada por la espera. El sedentario, o quien aspira a serlo, vive el
presente bajo la forma de una esperanza, esperanza del esclavo a los sueños revanchistas
que él denomina libertad. El Hombre no-moderno, por el contrario, puede ser identificado
con la figura del nómade, porque para éste, el devenir –el transcurrir- no es la espera; es
una presencia que es, por así decirlo, completud a cada instante.

Es necesario establecer en este punto una distinción de conceptos, dado que el presente es
para el sedentario de la Modernidad (para el individuo) un simple instante, una casi
inexistencia constituida entre un pasado cargado de sobredeterminaciones y un futuro
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cargado de promesas, de a ratos quiméricas y de a ratos escatológicas. De tanto “casi no


existir” el presente termina por no existir para nada, salvo para considerarlo como el
momento aburrido y fastidioso de la espera. El hoy, en esta cadena serial de ‘ahoras’ es ese
momento despreciable que, a fuerza de suceder, ocupa nuestra vida. De esta manera,
inexistente, el presente determina una vida que tiende a la inexistencia. Esta es la vida del
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Hombre moderno: una sobrevida unidimensional, marcada por el temor, la espera, el


fastidio, la angustia, entre otras evocaciones del porvenir, que terminan siendo una vida
ordenada para la muerte.

A la inversa, el presente del nómade es un presente que desborda eso que la conciencia
puede percibir(o mas bien construir) como el instante presente. Es lo que caracteriza la
situación en la cual nosotros, en tanto múltiples, participamos. Este presente se construye
por el pasado como elemento estructurante del presente, por el futuro -como virtualidades y
potencialidades- que no existe más que en el presente, y por eso que podríamos llamar ‘el
presente del presente’, es decir, por esa parcela del presente que ocupa el lugar de la
representación y la articulación de las tres dimensiones permanentes de la temporalidad.
Como escribe San Agustín “Hay tres tiempos, el presente de las cosas pasadas, el presente
de las cosas presentes y el presente de las cosas futuras”2

Entre el hombre nómade y el hombre sedentario lo que ha cambiado de la figura del


individuo es lo que junto con Deleuze y Leibniz podemos llamar “un punto de vista”.
Porque un punto de vista no es eso que depende de un sujeto. En la figura nómade, no
individualista, cuando hablamos de sujeto, de singularidad, sabemos que son incluidos en
un punto de vista dado. Pero para el individuo de la Modernidad y su sucesor, el
posmoderno, el punto de vista depende del sujeto, época de un enorme
subjetivismo…justamente sin sujeto.

Sucede que la Modernidad es identificable con ese largo proceso complejo de una puesta
en perspectiva del mundo por la concepción de un sujeto estancado, que lo mira desde una
cierta superioridad. Y esto remite a la problemática kantiana: ¿cómo puede el interior
conocer cualquier cosa de esa otra totalidad que es el mundo exterior? Ese mundo exterior,
en su momento, de dudoso se convertirá en lejano hasta la virtualidad. El sujeto devenido
en individuo se creerá con el derecho de preguntarse si, poniendo de lado su percepción
subjetiva del mundo, existe algo del orden de la exterioridad (algo “en-sí”).

2 San Agustín. Confesiones. Garnier-Flammarion. París, 1976


Paradojalmente los individuos posmodernos, entrampados en su “ser flexibles” su pura
exterioridad, están archi-sedentarizados en su ser “para algo”, ser útiles, etc. Pero al mismo
tiempo, la ilusión, el relato, es que estos pequeños individuos posmodernos serían puro
nomadismo, con sus celulares, su múltiple tecnología informática… están (creen ellos) en
todas partes y en ninguna; esto se basa en la confusión entre la deterritorialización propia
de la vida virtualizada, y el nomadismo que implica, por el contrario, singularidades en
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trayectoria. Como lo escribe Spinoza,”se creen libres por el solo hecho de ignorar sus
cadenas”.
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El devenir virtual de lo real

Nuestra cultura piensa a los fenómenos humanos fundados sobre el cruce -más o menos
catastrófico- de una unidad, el individuo, verdadero átomo humano, y frente a él el mundo.
El individuo, como dentro de una caricatura cartesiana, duda de todo menos de sí. El
mundo frente al que se planta se torna cada vez más virtual, lejano y crecientemente
complejo. Solo que aún incomprensible y dudoso, ese mundo ahí es lo que lo amenaza
constantemente.

De ahí la sensación de impotencia y temor porque, frente a las amenazas concretas siente
la vanidad, la inutilidad de todo acto que se dirige a un conjunto que él mismo considera
como virtual. Si tras el individuo y dentro de un esquema caricatural podemos situar las
amenazas ecológicas, económicas, epidemiológicas, etc., delante de él aparece “el mundo”,
esa pantalla con imágenes virtuales a la cual, en el mejor de los casos, él puede influenciar
por intermedio de los botones de un juego electrónico que manipula.

No pasará demasiado hasta caer en la cuenta de la impotencia en la que se encuentra dada


la desconexión total entre el mundo-pantalla sobre el que tiene permiso para “actuar” y el
real, amenazante, sobre el cual no tiene chance alguna. De esta forma sólo puede disfrutar
de los sueños (¿o pesadillas?) del poder: frente al espectáculo abrumador del “mundo”( de
lo que él conoce o le presentan como “un mundo”) no podrá menos que asumir la
impotencia total -como veremos, menor- y soñar con un poder omnipotente, como el de los
dictadores tipo Pol Pot en Cambodia u otros totalitarios, que le prometa acomodar el mundo
a su gusto.

Los pequeños individuos, encerrados en sus prisiones virtuales (pero con efectos bien
reales) se encuentran a menudo tentados de afirmar que “aquí hace falta un hombre
fuerte…” amor y deseo de totalitarismo en su total deseperanza e impotencia.

En esta construcción cotidiana de un devenir virtual de la realidad, el “mundo” como


unidad, como globalidad, no existe: es uno de los elementos dentro de la multiplicidad. Del
mismo modo que el otro polo de este sistema, el individuo tampoco “existe” en el sentido
de totalidad autónoma sino como una parte de un conjunto dado como particularidad que se
autoproclama totalizante. En consecuencia el individuo es ese personaje de una arrogancia
inflexible que actúa como si fuera el centro del universo. Todas las teorías relativistas, cree
el sin conocerlas, están ahí para mostrar que el único que cuenta es él, para adherir
finalmente a esa caricatura que es el relativismo cultural que lleva al subjetivismo
individualista. No cesamos de halagar el narcisismo de nuestros contemporáneos; todo
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pensamiento queda reducido al nivel de la opinión. Más aún: sólo la vivencia personal
tendría el lugar de la verdad. La maniobra es interesante si llegamos a convencernos de que
“cada uno tiene su verdad”, nada podrá quitarle a la verdad su carácter absoluto, a cada uno
su “absoluto” entonces. En ese mundo, cada uno se vive como un primer actor obligado a
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convivir con un tropel de segundones, aunque cada uno de ellos -por supuesto- está
convencido de lo mismo y de tener la verdad.

Por otra parte, si bien es fácil afirmar que todo el mundo es sensible a la miseria del
mundo, es totalmente comprobable que en cada uno de nosotros el día a día termina por
‘volver por sus fueros’. Es sorprendente que la gente se comportan de la misma manera
frente a los graves problemas ecológicos, que afectan su propia supervivencia. El hombre y
la mujer de la Modernidad mantienen esta mueca sonriente en la boca, esta mirada
paternalista y comprensiva en torno a esos “graves problemas” que son los primeros a ser
considerados como muy importantes. Pero…también está lo cotidiano, el día a día, eso que
ellos llaman asombrosamente “la realidad”, es decir el principio de realidad…

Es extraño constatar que luego de oír en la radio, por ejemplo, la noticia de una nueva
catástrofe ecológica irreversible, o de una nueva amenaza concreta, una multa en el
parabrisas de nuestro coche, un muela que duele, una amante poco amable, son
ampliamente suficientes para eclipsar definitivamente estas noticias que provienen de un
“lejano mundo”.

Tenemos entonces que el Hombre moderno llama realidad a los gestos cotidianos a través
de los cuales, justamente, hace abstracción de todo eso que hace a la realidad de la vida de
cada uno de nosotros, o sea, de la vida misma. Es el triunfo de la sociedad-espectáculo que
podríamos definir como sociedad virtual, que no es otra cosa que el triunfo de la inversión
que hizo que las personas llamen ‘realidad’ a un agenciamiento de abstracciones virtuales
que no tienen nada que ver con lo real de su propia vida. Simétricamente, califican de
‘abstracto’ todo aquello que tiene que ver con el devenir y la realidad más concreta.

El mito del individuo autónomo

Si nos aproximamos un poco más a este personaje que es el individuo, vamos a constatar
que esta deterritorialización, esta no pertenencia radical sobre la cual se funda va mucho
más allá de lo que parecería de entrada. El individuo de la posmodernidad se percibe como
no perteneciendo más a un pueblo, a una nación o a una cultura, y apenas a una familia o a
una relación afectiva cualquiera. Pero lo que es más notable en esta suerte de ensueño-
pesadilla de libertad y de dominación es que el individuo va a considerar su propio cuerpo
como un accidente que él analiza como una pertenencia medio embarazosa con la cual, bajo
ningún punto de vista, se identifica. Un individuo puede estar o no contento con su cuerpo,
con su familia, con su nación o con su cultura, pero el punto es que se percibe como un
sujeto radicalmente separado de todas las pertenencias posibles. Este individuo, este
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personaje, puede declarar sin ningún empacho que él no ha tenido la posibilidad de nacer
en tal o cual período histórico, o de haber nacido hombre o mujer, negro o blanco, etc.,
porque considera que todo eso es fruto de la casualidad, y aspirando a conseguir los
instrumentos que le darán el poder de dominar todas esas “contingencias”.
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La matriz de la sociedad del individuo es la sociedad de la separación, de los sujetos


“potencialmente desencarnados” que se sitúan frente al mundo y a la realidad. Desde
antaño, los filósofos del Siglo XVIII como Hobbes, Rousseau, Voltaire o Bentham
discutieron y reflexionaron a partir de eso que parecía ser la evidencia misma: la existencia
de los individuos, intentando comprender cómo esos átomos primarios podían asociarse y
vivir en sociedad. ¿Eran buenos en su origen y la sociedad los convirtió en malvados? O lo
contrario, ¿su estado natural los conducía a un estado de guerra permanente y era la
sociedad la que iba a salvaguardar la paz? La gran pregunta era cómo hacer para conocer de
la forma más precisa a este individuo antes de la entrada en relación con los vínculos
sociales. Pero esto que, en todos los casos, no proponía ninguna pregunta, que nunca fue
impugnado y que constituía el postulado base de toda reflexión era justamente la
convicción que los individuos preexistían antes del lazo social.

De su parte, el psicoanalisis se produce como “ciencia del hombre”, sin que jamás se
reflexione sobre la emergencia epocal, o sea el carácter no universal de la figura del
individuo. En el mejor (¿peor?) de los casos todo ocurre como con el padre de la sociología
Emile Durkheim, quien constata que efectivamente la producción de una sociedad de
individuos (que se pretenden) serilizados y autónomos, es el fruto de una evolución
positiva.

En nuestros días, este tema reaparece con una fuerza renovada y hasta desesperada.
Porque ¿cómo hacer para que esos “átomos” pretendidamente autónomos y frente a los
graves problemas de nuestra época, tomen en cuenta el futuro de la humanidad en vez de
eso que pareciera ser su objetivo natural -ellos mismos- con un máximo de poder, bienestar
y confort, con el único fin del regocijo personal? Los teóricos de la comunicación, los
ideólogos de la sociedad del espectáculo siguen pensando los individuos bajo la figura que
planteó Hobbes; “Es necesario que regresemos hacia el primer Estado de Naturaleza y que
consideremos los hombres como si fueran a nacer ahora, y como si estuvieran por salir de
golpe de la tierra, como las calabazas3”. Y esto es lo que no podemos admitir; ¿como hacer
para que una sociedad de “calabazas” se comporte como parte de un todo orgánico que no
empieza ni termina en cada uno de los individuos que, en parte, la componen?

El individuo es el fruto de un trabajo de deconstrucción y deterritorialización que ha


llevado siglos y que ha destruido eso que justamente funda los fenómenos humanos. El
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individuo, bien lejos de las simples calabazas, es un personaje que se pretende sin fe y sin
ley, y que considera como su principal búsqueda su propia felicidad y su propio interés.
Como escribió Marx en El Capital, el individuo es el átomo y el pivot de un sistema social
y económico, y por eso no podemos seguir haciéndonos una pregunta naif tal como ¿qué
hacer para salvar a los individuos del poder del dinero?, o, ¿cómo salvar al individuo de las
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catástrofes provocadas por el neoliberalismo?, porque es el pilar de ese sistema. Dicho de


otro modo la cuestión no es cómo liberar al individuo del poder sino más bien cómo
liberarnos del poder del individuo.

Nuestra sociedad acepta como un hecho irrebatible eso que Hobbes presentaba como “el
egoísmo primordial del individuo” y considera como secundario por no decir imaginario, la
posibilidad de transformar el amor de sí, o una parte de ese amor en un amor o un respeto al
prójimo, o mas bien la posibilidad de experimentar y conocer nuestro ser-en-elmundo como
ser de participación y no finalidad en sí. Es cierto que para Freud este amor de sí era
sospechoso, incluso si esta sospecha no lo hacía dudar del carácter primordial y esencial del
individuo. Freud explicaba que amar al otro como a sí mismo es contar con un formidable
desconocido porque, al final, no sabemos nada de cómo cada uno “se ama a sí mismo”, o si
se detesta. Nosotros estamos en el otro extremo ideológico en torno al individuo, enfoque
según el cual éste sería originariamente “malo” -incluso en su estado de calabaza- y la
sociedad debe en consecuencia limitar los impulsos nefastos. Para Jeremy Bentham lo que
hace actuar al individuo es la búsqueda del interés y de la felicidad. Contrariamente a
Freud, el utilitarismo considera de una forma naif que cada hombre sabe dónde se
encuentra su interés: sociedad utilitarista, sociedad transparente, panóptico donde todo se
explica o donde todo lo que aparece es bueno y todo lo que es bueno aparece.

Las nuevas y potentes tendencias del hombre post moderno hacia la eliminación de toda
instancia privada, la vida personal dada como espectáculo, el deseo de presentarse al
“mundo” bajo la forma de una mercancía interesante, confirman estas orientaciones que son
profundas y complejas. -Mírenme…por favor mírenme, porque es con su mirada que yo
puedo amarme, ámenme con su mirada de lo que doy a ver….

Este principio del amor propio es el que conduciría al hombre a la búsqueda de su


interés, del confort o del nunca bien ponderado poder; para evitar o por lo menos postergar

3 Hobbes, Thomas. Le Citoyen ou Les Fondements de la politique. Flammarion, coll. ‘Garnier-


Flammarion’. Paris, 1982
eso que parece el peor de los males que pueden sucederle al individuo, su propia muerte, su
desaparición en tanto que individuo.

Es por eso que el amor propio va siempre acompañado del temor. La sociedad del
individuo está estructurada y marcada por el temor. La desacralización del mundo, lejos de
vacunar al Hombre contra el miedo a lo sobrenatural ha sumergido a los individuos en un
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temor permanente debido al estado de carencia y de espera. Si el individuo es, bajo la forma
del “yo”, quien sueña con el poder, espera esta quimera con el miedo permanente a la
pérdida; individuo de la carencia, de la espera…Nuestras sociedades no se estructuran
sobre los principios positivos de la cultura sino sobre los principios negativos del miedo a
la pérdida, sea del empleo, de la salud, de los bienes, de la vida…
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El individuo se considera como “socio libre” de la sociedad y del mundo. Por eso el
hombre de la modernidad y aún más el posmoderno ama la idea del contrato social que lo
liga “libremente” al resto de la sociedad por un pacto de no-agresión de forma de conjurar
el peligro de muerte que viene de los otros y lo amenaza permanentemente. Por eso mismo
Hobbes admite claramente que toda sociedad reposa sobre el miedo. El Hombre del “yo” es
un hombre que se pretende sin limitaciones pero a la vez sin cualidades. Como el personaje
de Musil, el hombre sin cualidades es el hombre calculador. ¿Por qué los animales no
pueden como los hombres hacer pactos de no agresión que les permitan aumentar su poder
mutuo? Según Hobbes porque el individuo es un personaje “calculador” y tiene la
capacidad de poder prevenir las ventajas del contrato así como de sacrificar, llegado el
caso, un bien inmediato en nombre de un bien superior que vislumbra más adelante.

Este supuesto “hombre del calculo”, es la ilusion deterritorializante de un hombre sin


tropismos, sin afinidades electivas, sin “pulsión de muerte”, hombre de pura superficie que
“in existe” a sí mismo y al mundo.

La libertad absoluta aparece entonces para cada hombre como ese estado ideal donde el
individuo podrá evolucionar sin impedimentos de ninguna naturaleza, sin escasez ni
amenazas. La libertad en nuestra sociedad se percibe como una cuestión individual, y por
eso es que se encuentra frente a una aporía cada vez que intenta pensar los problemas de
orden situacional, cada vez que intenta pensar el vínculo social.

Pensar en términos situacionales

Para poder pensar en términos situacionales precisamos comenzar por volver unos pasos
atrás para poder encontrar en la figura omnipresente del individuo los lazos ontológicos que
tejen en una misma trama la sociedad, la naturaleza y el Hombre. Pues no se trata de
preguntarnos en nombre de qué interés egoísta podríamos llegar a convencer al individuo
de no destruir la vida sobre el planeta, sino por sobre todo de retomar el principio
situacional que funda de una forma común el fenómeno humano y el resto de lo existente.
Es necesario pues, articular libertad y destino, lo que no significa para nada ceder a la
fatalidad. El Hombre ‘sin cualidades’, el individuo, cree por ejemplo que lo puede todo con
la tierra, con el aire y con la naturaleza: el mundo es utilizable. Pero cuando despierta de
esta quimera de dominación recuerda que el Hombre no es un sujeto separado de la
realidad, y que lo que constituye la múltiple realidad no es un agregado de bienes
utilizables…pero esta constatación toma la forma de una pura tristeza, de una pura
desilusión.
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El mundo parece entonces resistirse, el mal, lo negativo, que debía desaparecer en el


“tiempo de la promesa”, vuelve entonces bajo una miríada de formas siniestras y no
conocibles.
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Esta constatación, lejos de implicar como le gustaría a algunos fascistas y


fundamentalistas de todo pelaje una renuncia a la libertad y a la racionalidad, implica, muy
por el contrario, repensar la libertad como indiferente a la identificación libertad-
dominación, y a la vez la construcción de una racionalidad más compleja, menos
totalizante, capaz de co-habitar con lo no conocido, que no es ignorancia.

De este modo, la solidaridad entre los hombres, el respeto a la naturaleza no serían


pensadas como un contrato opcional adoptado bajo la amenaza de muerte, del temor, sino al
contrario como el respeto de la vida reconciliando al hombre consigo mismo atravesando la
barbarie neoliberal. Dicho de otra forma, debemos pensar al Hombre más allá de esta figura
histérica y gesticulante que es el individuo. La muerte -como amenaza mayor para el
Hombre-, que fue concebida por ciertas corrientes románticas como el punto ontológico
más auténtico del individuo, no debe pensarse como esa figura de ‘rey’ descripta con
genialidad por Ionesco en El rey se muere quien considera como un tremendo escándalo, un
absurdo que el mundo pueda continuar existiendo sin él, sujeto central del universo.

No es que el individuo de la posmodernidad no pueda intentar una empresa semejante, una


vida individual sin límites, mismo a riesgo de la sociedad, de la especie…de la vida misma.
Por el contrario en su amor excesivo por sí mismo no ahorra imaginación para inventar
diferentes medios capaces de hacer perdurar su yo más allá de la muerte. Es complicado y
simple al mismo tiempo: si bien le es imposible evitar la muerte, su yo individual que no se
identifica con su cuerpo ni con su familia ni con su pueblo, puede imaginarse perdurando y
encarnando más allá de “su propio cuerpo”, solo que siempre en tanto que “yo”.

Tales son las pesadillas contemporáneas de “el hombre aumentado”, de la vida e


inteligencia artificial. ¿Cómo seguir viviendo como un “yo” pero sin la molestia del cuerpo,
en un disco duro, en un robot, en un clon? El individuo rechaza el hecho de ser
simplemente el tramo actual, el eslabón efímero y actual por el cual se transmite la vida;
sólo la sincronía de su existencia parece ser importante, cortando con toda diacronía de
pertenencia.
Por eso, paradójicamente, en ciertas situaciones los individuos pueden enfrentar la muerte
para no ver desaparecer eso que consideran ser su yo. La prolongación imaginaria de su
“yo”. Un individuo puede sacrificarse por su comercio, por sus hijos, por un partido,
siempre y cuando le parezcan en su delirio egoísta como posibles lugares donde
“reencarnar su yo”. Lejos de lo que podría ser interpretado como actos de ofrenda, de
riesgo por los territorios de pertenencia, es en la medida exacta que el individuo encuentre
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que hay una buena relación costo- beneficio para su “yo”, (su pequeña empresa personal),
que la “ofrenda” será hecha, pero esta vez como una inversión en la bolsa de valores.

La posmodernidad, por otro lado, inventó una pseudo-teoría de la metempsicosis donde la


transmigración revisitada se coloca al servicio de este principio fundador del Universo, el
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individuo. Si en las culturas clásicas aquello que vuelve eternamente bajo la figura de lo
mismo no es otra cosa que el devenir, en la metempsicosis revisada por el individuo lo que
no desaparece jamás es precisamente el individuo. En los relatos y mitos del eterno retorno,
la metempsicosis consiste sobre todo en la transmisión múltiple y desarticulada de
tropismos, tendencias, afinidades electivas, que hacen que en ese derrotero permanente la
energía de vida se recicle y se transforme, y vuelva. En las pseudo místicas de los
posmodernos, es el “yo” de Pepito que vuelve; será así, Pepito hombre, Pepito cucaracha,
Pepito pescado…pero siempre el yo, esperando que finalmente, no nos liberemos de un
karma que nos dejará listos para la eternidad, sino el transplante de esta “riqueza infinita
que soy YO”, a un disco duro y a un cuerpo robótico aumentado.

Schopenahuer concebía la inmortalidad humana bajo la forma de la inmortalidad de la


especie; el individuo es, a la inversa, esta criatura que aspira a su propia inmortalidad. Este
sueño tiene muchas posibilidades entre las que cada uno va a adherir según sus medios
culturales e intelectuales. Algunos apostarán a ser “autores” para que sus obras les
garanticen su inmortalidad, pero en un dispositivo donde el autor no esta más al servicio de
la obra sino la obra al servicio de esta porción de eternidad para el “yo” del autor. Otros
soñarán con una investigación médica que les otorgue una inmortalidad biológica. En
nombre de esta visión del mundo, la ideología y la cultura del individuo sacrifican a los
hombres en tanto que personas: salvar al individuo significa el sacrificio humano.

Es por estas razones que de entrada hay que abandonar la hipótesis clásica que opone
individuo y comunidad. El individuo es el nombre que tiene y produce un tipo de
comunidad, un modo de lazo social, ese que se estructura por el dinero y la ganancia, el
individuo es la base de la sociedad del biopoder donde cada uno de nosotros se vive como
una pequeña empresa personal, con un capital salud, un capital vida…un capital en el
banco, que debemos administrar de manera “útil y eficaz”. De ahí que con la mejor
voluntad del mundo intentamos proteger y recrear el lazo social entre los individuos para
salvaguardar la vida frente a los procesos de destrucción capitalista, y en este trámite no
hacemos otra cosa que reforzar la lógica que pensamos combatir porque en el
neoliberalismo avanzado, el individuo no es otra cosa que el nombre que tiene el lazo social
regulado por la ley de la ganancia y el interés. Escandalizarse por una supuesta destrucción
de los vínculos entre los individuos implica desestimar comprender un supuesto esencial:
estos lazos están siempre ordenados por la ley de la mercancía, en la cual no son más que
avatares.

Todos los proyectos clásicos de emancipación social tuvieron esta debilidad estructural
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porque intentar demostrar a los individuos que su interés pasaba por un proyecto colectivo
de algún tipo no hacía otra cosa que conservar como elemento central el nudo del
capitalismo, es decir, el dispositivo individuo-mundo. El colectivismo durante un siglo
pregonó la superación del capitalismo salvaguardando como posible aliado el átomo
fundador de la relación capitalista de producción. El error consiste en no comprender que la
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sociedad del individuo, y el experimentarse como individuos son el resultado de la captura


de lo humano, y del conjunto de lo vivo, por una serie de combinatorias técnico-
económicas que son exteriores a la vida misma.

En consecuencia, no podemos hacer un balance unidimensional de “lo que le Época del


Hombre produjo”. Tampoco podemos adherir, de ningún modo, a las posiciones
oscurantistas que reniegan de la ciencia pues el pensamiento científico -tal como veremos-
puede y debe cohabitar con su otro, “no saber” que no es simple ignorancia, sino más bien
un no-saber a partir del cual todo saber es posible. Lo inefable, la opacidad fundadora de
los fenómenos humanos y de la vida misma se desarrolla entre la nada y el no-ser, línea de
fragilidad que debemos reencontrar.

Pero si no se trata de oponer individuo y comunidad, tampoco tendrá utilidad oponer


individuo y sujeto como alguna psicología adora hacer imaginando que, con este pasaje de
la categoría de individuo a la categoría sujeto, podría aparecer alguna libertad, una no-
determinación deseante.

Sin embargo si podemos decir que los individuos son como islas en el mar, lo son en
tanto que las islas son ellas mismas pliegues del mar. Como escribe Plotin en las Ennéades:
“No hay un punto donde podamos fijar los propios límites de manera de decir: hasta aquí
soy yo4”. Lo que hace el interior más íntimo del individuo no está tejido de otra cosa que de
la más pura exterioridad. Por eso, la ideología del individuo quiere hacernos creer que cada
uno de nosotros sería una entidad autónoma con un exterior y un interior. Y a partir de ahí
se desarrolla toda una preocupación epistemológica en torno a esta doble cuestión: cómo
conocer eso que nos resulta totalmente exterior y en nombre de que podríamos
relacionarnos con alguien que sería “otro”.

Es que el yo como representación del individuo no es pensable de otra forma que como
otro en medio de otros. El fenómeno humano pensado en términos situacionales nos

4 Plotin, Ennéades. Les Belles Lettres. Paris. 1970


permite comprender que si el interior es tejido del exterior y viceversa, las cosas no nos son
inaccesibles y la lengua deja de ser una frontera infranqueable. Muy por el contrario, en una
situación hay pensamiento, hay lengua, y los hombres -multiplicidades entre
multiplicidades- participan de la lengua y del pensamiento. El yo, el individuo o, por así
decirlo, “el individuo/yo” es simplemente una ínfima parte de la multiplicidad que
caracteriza a cada ser humano.
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Cuanta más experiencia tiene el hombre de su fragilidad, de la nada y de la naturaleza


quimérica de todas las cosas, más experiencia tiene de la eternidad de su propio ser íntimo,
en tanto ser participante a la vida, no “dueño de su vida”. El fenómeno humano es una
tensión sin resolución entre la totalidad de la creación, donde podemos tener vaga
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experiencia del infinito, de la nada, etc. a través del pensamiento y la práctica, y por otro
lado la inmediatez de lo cotidiano donde, por el contrario, todo parece tener sentido. El
Hombre posmoderno vive una presión permanente entre estos dos polos: la totalidad que
habla del universo, del no-sentido y de la vanidad del hombre, donde solo en las asimetrías
situacionales puede emerger un sentido siempre efímero, y lo cotidiano que aparece como
estancado y sobrecodificado, donde todo es útil y cargado de sentido. No puede elegir ni el
todo que quita sentido a todo acto cotidiano ni la ilusión quimérica de correr detrás de cada
trampa de la vida (el poder, el confort, el dinero, la fama). Esta tirantez establece un campo,
una realidad frágil que para nosotros se denomina “situación”. Intentaremos abordar más
adelante un pensamiento de la situación de la cual podremos despejar una praxis de la
libertad y de la solidaridad. Pensar la situación es lo que nos va a permitir acercarnos a lo
que podríamos presentar como relevante de la cotidianeidad del ser.

Fragilidad y exigencia

En nuestras sociedades en crisis, un ejemplo tremendo de todo esto nos los brindan los
fenómenos que giran en torno a la epidemia de Sida. Los enfermos y quienes se ocupan de
la ‘cuestión Sida’ asumiendo la fragilidad, concebida como aquella dimensión que permite
superar la oposición fuerza-debilidad que estructura nuestras sociedades, nos dan un
mensaje de vida en un ámbito donde cabría esperar una imagen de la muerte. Mientras que,
a los demás, que se supone viven “olvidando la muerte” en verdad se están olvidando de la
vida. De lo que se trata entonces es de desarrollar una filosofía y una praxis que, hablando
de la cotidianeidad del ser, nos permita volver de la estructura social espectacular, lo que no
es otra cosa que repensar la vida.

Nuestras sociedades que cruzan los dedos frente a la imagen de la muerte, son sociedades
de la sobrevida estructuradas por el miedo, la espera y el deseo. Deseo más que paradojal
ya que es deseo de fin del deseo.

Entonces, si como escribe Spinoza, un hombre libre en nada piensa menos que en la
muerte y su vida es una larga meditación sobre la alegría…, hemos perdido la libertad, la
vida y la potencia. Una meditación sobre la vida implica también una praxis de la vida,
aunque para esto hace falta deconstruir la estructura central de la cotidianeidad que nos
condena a una sobrevida disciplinada en esa abstracción y negación de lo real; hace falta
terminar con la sociedad del individuo, no como consigna o creencia ideológica, sino muy
simplemente para que ella no termine con nosotros y con la vida, en aras de sus dioses
caprichosos, la macro economía y la técnica sin regulación cultural.
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Es necesario reordenar nuestra vida a través de los principios reales más inmediatos y
fundamentales dado que, estructurada por el individuo, ¡nuestra vida nos aparece como algo
lejano y abstracto!, vivimos, aunque parezca esto contraintuitivo, “lejos de nuestras vidas”.
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En concreto, como Antígona cuando le recuerda a Creonte que los actos de nuestra vida
pueden y deben estar estructurados por otras exigencias más allá de las que ofrecen la
seguridad, el confort, la buena vida o la vanidad: darse cuenta que cada situación en la que
estamos se estructura con las exigencias que no nos exime de una dimensión no inmediata y
que es fundante y condicion de toda situación, suerte de paradojal trascendencia en la
inmanencia

Como Antígona cuando le recuerda a Creonte su rebelión contra el miedo: “-Creonte:


Conocías el bando que prohibía eso (se refiere a enterrar el cuerpo de su hermano Polinices.
NdeT); -Antígona: Lo conocía. ¿Cómo no iba a conocerlo? Público era; -Creonte: ¿Y aún
así te atreviste a desobedecer las leyes?; -Antígona: Sí, porque no era Zeus quien me las
había promulgado, ni tampoco Diké, (Justicia), la compañera de los dioses subterráneos
quien impuso esas leyes a los hombres. Tampoco creí que tu edicto haya tenido la fuerza
para que un mortal pudiera invalidar el poder de las leyes divinas, que ni hoy ni ayer fueron
escritas y que son inmutables; son eternas y nadie sabe cuándo aparecieron. Por eso no
debía yo, por temor al castigo de ningún hombre, violarlas para exponerme a sufrir el
castigo de los dioses5”.

Estamos proponiendo rechazar la tentación del relativismo posmoderno que aturdido por
la cotidianeidad y la gestión de la supervivencia considera imaginaria toda ley “promulgada
por Zeus” y nos hace al mismo tiempo rechazar todo tipo de tentación integrista que
tendería a ordenar nuestra vida siguiendo la “ley de Zeus”.

La ley de Zeus aquí y ahora, en nuestra época pasa por las invariantes de autorregulación
que determinan concretamente que no todo es posible…porque en los “no posibles” se
fundan los posibles y la potencia de actuar.

Una teoría de la situación, un pensamiento y una asunción de la fragilidad es lo que nos


permite asumir esta cotidianeidad del ser evitando la doble trampa: un cotidiano saturado, o

5 Sófocles. Antígona en Teatro Completo. Garnier-Flammarion. Paris. 1966


una vida atrapada por pseudo trascendencias mortíferas. No hay de un lado una
acumulación sin fin de partes de un múltiple que constituyan el cotidiano, reduccionismo
que nos condene a la impotencia y del otro un pensamiento del todo, holismo, de la
totalidad abstracta, que no tenga alguna repercusión en el aquí y ahora singular.

Dicho de otro modo: no estamos condenados ni al abstracto universal ni a la


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fragmentación concreta. El universal concreto es lo que nos permite pensar el todo,


siguiendo a Spinoza, como un elemento de la parte. No hay otro universal que el que anida
en cada situación.

Nuestra hipótesis es que lo que existe no existe como lo piensa un realismo naif, como eso
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que esta siempre “ahí”. Por el contrario: la existencia se da siempre bajo la condición de un
devenir, de una actividad que nosotros llamamos exigencia ,que es exigencia y tendencia de
una cierta organicidad. Damacius el gran filósofo néoplatonico, escribe en Los primeros
principios “El ser es la actividad del uno que coincide con la esencia6”

La esencia de una cosa significa aquí, ni más ni menos que una cosa sea lo que es en la
actividad de su devenir, no en la fijeza de la piedra. La persistencia en un modo de ser,
conatus, de esta esencia depende, de la actividad, de la exigencia. El fenómeno humano,
puede ser pensado (dejando de lado la figura de la carencia, de la falta) como esta forma de
vida, interface entre los niveles de autoorganización mixtos y complejos como son la
lengua, la cultura, la técnica, etc. de un lado, y del otro nuestra realidad animal, la especie
como tal, conjunto dinámico y orgánico que posee como fin su propia vida, bajo la
exigencia de protegerla y desarrollarla en cada situación.

Abordaremos en los capítulos siguientes la situación de la fragilidad y veremos, por


ejemplo, que el fenómeno humano existe bajo condición de que al menos una parte de los
seres humanos “obedezca”, “sea fiel” por llamarlo de alguna forma, a la exigencia de
solidaridad, de amor, de pensar…eso que la ideología del individuo no para de presentar
como opcional, como una simple cuestión de opinión, y que nosotros pensamos
fuertemente como una exigencia ontológica.

Concretamente: podemos decir que un cierto “comunismo” no como modelo aberrante de


sociedad sino sobre todo como exigencia permanente, es una condición vital de existencia
de la humanidad. El mundo de la opinión pretende que haya una igualdad perfecta entre
todas las opiniones posibles, simetría del nihilismo entonces. El pensamiento de lo que
hemos presentado como la cotidianeidad del ser es lo que nos permite establecer una
asimetría radical en cada situación entre una elección egoísta, enconomicista, fanática, y
aquello que más que elección lo pensamos como asunción de lo dado, de lo que nos funda:

6 Damascius. Des Premieres Principes. Verdier. Lagrasse. 1987


el compromiso con la situación, con el desarrollo de la potencia, la alegría, en y por cada
situación.

Ese compromiso no puede pensarse bajo la figura frágil de un acuerdo racional del
individuo con un programa cualquiera. El compromiso es, por el contrario, siempre
existencial, es un modo de la multiplicidad en medio de la cual está incluida, la situación.
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Ser, como quería Sartre, “protagonista y responsable del mundo” no es más -y desde hace
mucho- un tema reservado a los “grandes personajes del mundo”, tal como se nombra
habitualmente a estos oscuros personajes enamorados del poder y enemigos de la vida.

Ser responsable implica una armonía con lo que tenemos de más íntimo y que por eso
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mismo es lo más universal. Esta universalidad, tanto como esta responsabilidad, es siempre
situacional. Si el individuo parado frente a la pantalla de televisión tiene una clara
conciencia de que ante la complejidad de los problemas del mundo no puede hacer otra
cosa que adherir a un mandato o desear convertirse en mandante, el compromiso situacional
actúa siempre por “singularidad”, o sea, por una puesta entre paréntesis de este universal
abstracto que damos en llamar “mundo”.

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