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EL MUY DIFÍCIL AMOR AL ENEMIGO (5.

° MANDAMIENTO)
La enemistad destruye la vida
85. Sentimientos de alegría y de cariño compartido hacen experimentar a los
preadolescentes el bien de la relación armoniosa con los otros. Esto lo viven
particularmente en los grupos de amigos. Sin embargo, esa armonía se rompe en
muchos momentos: aparecen los enfados, las riñas y peleas, las envidias, las
malquerencias, la situación se vuelve tensa, agobiante, insoportable. ¿Cómo salir de
ella? ¿Cómo superar esa ruptura? ¿Cómo recuperar aquella amistad? Logro difícil,
pero la experiencia de la reconciliación ("volver a ser amigos") supone un gozo que da
a la relación y a la vida un nuevo significado más rico y profundo en el nivel de la
comunicación interpersonal. La enemistad con los otros destruye la vida en uno mismo
y en los demás; cuando es la vida —y la vida en plenitud— lo que da la felicidad.
Optar por la vida
86. La vida es algo que no nos cansamos de admirar. Ya la vida de una planta es una
maravilla, cuánto más la de un animal, que por sus sentidos se acerca más al hombre.
Cuanto más alto está un animal en la escala zoológica, tanto más preludia la realidad
suprema de la creación: ¡La vida humana! El hombre evita instintivamente todo lo que
daña a la vida: frío, calor, humedad... Se ha encontrado remedio para muchas
enfermedades. Intentamos prolongar la vida lo más posible. El cuidado de la vida,
propia y ajena, está grabado profundamente en nosotros. No obstante, podemos hacer
de la vida objeto de libre elección o de repudio. Y bajo el pretexto de defender la vida
podemos llegar a destruirla: aborto, droga, eutanasia, manipulación, violencias,
terrorismo, venganza, homicidio, suicidio... Todo esto corresponde a fuerzas impulsivas
de destrucción y de muerte que luchan en el interior del hombre contra el deseó
instintivo de vida. ¿Le es posible al hombre superar esta tensión y optar decidida e
incondicionalmente por la vida?
Dios ha optado por la vida
87. La simpatía de Dios está al lado de la vida. Dios ha optado por la vida. Por encima
de todo quiere que el hombre viva. Toda vida viene de Dios, pero la vida del hombre
viene de El en forma muy especial: para hacerlo alma viva "sopló Dios en su nariz un
aliento de vida" (Gn 2, 7; Sb 15, 11). Dios toma bajo su protección la vida del hombre y
prohibe el homicidio (Gn 9, 5-6), aunque sea el de Caín (Gn 4, 11-15).
Caín: Envidia, odio, homicidio. Proceso permanente
88. Caín es un caso-tipo, que se repite a lo largo de la historia humana, y muestra un
proceso permanente que lleva al hombre a la destrucción de la vida: lleno de envidia,
tiende a la supresión del otro y al homicidio. El esquema envidia-odio-homicidio se
aplica siempre en el mismo sentida. La agresión y el crimen es el triste final del proceso
envidia-odio.
"No matarás": quinto mandamiento
89. Dios nos ha dado un mandamiento que indica el respeto profundo que se debe a la
vida de cada ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios: "No matarás" (Dt 5,
17). Dios ha brindado a la humanidad la creación. Pero a nadie ha constituido dueño dé
la vida humana, ni de la propia ni de la ajena. El homicidio, el suicidio, el aborto, la
eutanasia... son crímenes contra la vida. La vida humana procede de Dios, es de Dios,
la protege Dios.
Pecados contra la vida humana
90. "Cuanto atenta contra la vida, homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto,
eutanasia y el mismo suicidio deliberado; cuanto viola la integridad de la persona
humana, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos
sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como
son las condiciones infrahumanas de la vida, las detenciones arbitrarias, las
deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las
condiciones laborales degradantes que reducen al obrero al rango de mero instrumento
de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona: todas estas
prácticas y otras parecidas son infamantes, degradan la civilización humana,
deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor
debido al Creador" (GS 27). Entre los pecados más graves contra la vida humana en el
mundo de hoy hay que señalar el terrorismo y los secuestros. Las víctimas del
terrorismo y los secuestros son siempre inocentes. No hay ninguna causa política o
social que justifique estos procedimientos.
La legítima defensa, la guerra y la pena de muerte
91. Hay situaciones en las que de antiguo se tiene por lícito quitar la vida a un hombre:
las de legítima defensa. Si yo trato de quitar la vida a otro injustamente, éste puede
quitarme la vida a mí si no dispone de otro medio para defender su propia vida.
En relación con el quinto mandamiento se presentan dos casos en los que al cristiano
se le plantean especiales dificultades de conciencia. Uno es el caso de la guerra; otro,
el de la pena de muerte.
La guerra debe ser sustituida
92. En la antigüedad la guerra era considerada como un fenómeno natural. Fue San
Agustín en el siglo IV el primero que se planteó el problema de la guerra como una
cuestión de conciencia. A lo largo de los siglos, los teólogos no han cesado de
reflexionar sobre el problema moral de la licitud de la guerra. Siempre se ha admitido la
licitud de la guerra como defensa contra un agresor injusto. Pero a medida que ha
aumentado el poder destructor de las armas modernas resulta más difícil cualquier
guerra. El Papa Pío XII propone ya una enseñanza, seguida después por sus
sucesores y por el Concilio Vaticano II, según la cual la guerra no es el instrumento
adecuado para resolver los conflictos. La guerra, como instrumento de solución de los
problemas internacionales o nacionales, debe desaparecer. Hay que recurrir a la
negociación, a los pactos, y sobre todo a una educación de las conciencias en el deber
moral de trabajar positivamente por la paz.
Los límites de la legítima defensa
93. El Concilio Vaticano II admite como legítima todavía hoy la guerra en defensa
contra un agresor injusto: "Mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad
internacional competente y provista; de medios eficaces, una vez agotados todos los
recursos pacíficos de diplomacia, no se podrá negar el derecho de legítima defensa a
los gobiernos" (GS 79). Pero condena como un crimen toda acción bélica que tienda
indiscriminadamente a la destrucción de ciudades y regiones enteras: "El horror y la
maldad de la guerra se acrecientan inmensamente con el incremento de las armas
científicas. Con tales armas las operaciones bélicas pueden producir destrucciones
enormes e indiscriminadas, las cuales, por tanto, sobrepasan excesivamente los límites
de la legítima defensa... Toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la
destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones junto con sus habitantes, es
un crimen contra Dios y la humanidad que hay que condenar con firmeza y sin
vacilaciones" (GS 80).
La objeción de conciencia
94. En relación con el tema de la guerra se plantea hoy el problema de los que rehúsan
el servicio militar por razones de conciencia. Sobre esta cuestión los obispos españoles
han presentado al pueblo cristiano la siguiente reflexión: "Los Obispos españoles
queremos recordar ante todo que el mandamiento evangélico del amor fraterno, de
donde ha de brotar la conversión individual y colectiva y el "d'esarme de las
conciencias", fue rubricado con el testimonio supremo de Cristo con la entrega de su
vida. Es, por otra parte, derecho de la autoridad pública mantener un eficaz dispositivo
de defensa para garantizar la necesaria protección de los ciudadanos contra
agresiones exteriores, derecho del que se deriva el de establecer, si así lo exige el bien
común, el servicio militar obligatorio.
Al mismo tiempo creemos necesario subrayar la importancia que tiene para la
realización del bien común, como realidad auténticamente humana, el que los
ciudadanos puedan obrar en el respeto y en la fidelidad a sus exigencias éticas más
profundas."
Elaboración de fórmulas legislativas integradoras y generosas
95. "La conciliación de una y otra realidad ha de ser un objetivo a lograr mediante la
elaboración de fórmulas legislativas integradoras y generosas. Estamos, en fin, seguros
de que la sociedad ha de saber valorar en su justa medida las voces que denuncian los
riesgos de una guerra que en las actuales circunstancias amenaza ser total e
indiscriminada, voces que además hacen notar la contradicción que supone el empleo
de armamentos y gastos bélicos de ingentes recursos, indispensables para atender las
necesidades más perentorias de la subsistencia y del desarrollo de los pueblos. El caso
de los objetores de conciencia que tengan estas motivaciones no puede identificarse ni
recibir el mismo tratamiento que el de los simples desertores. Consecuentes con estas
premisas y con las enseñanzas del Concilio Vaticano II nos parece razonable que las
leyes tengan en cuenta, con un sentido humano de equidad, el caso de los que se
niegan a tomar las armas por motivos de conciencia, con tal que acepten servir a la
comunidad humana de otra manera (GS 79).
La autoridad pública que así obra, a la vez que, con ponderado criterio, permite servir a
la comunidad humana en forma distinta del servicio militar, habrá de proteger a la
sociedad frente al recurso fraudulento a los imperativos de la conciencia por
motivaciones menos nobles" (XIX Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal
Española, 26 de noviembre a 1 de diciembre de 1973).
La pena de muerte
96. La pena de muerte se ha justificado a lo largo de la historia por su valor de
ejemplaridad, por lo que tiene de justo castigo por delitos especialmente graves, y
como medio de defensa necesario de la sociedad contra ciertos delincuentes. Los
argumentos tradicionales en favor de la pena de muerte dan por supuesto que ante
ciertos delitos especialmente graves la sociedad no dispone de otro medio eficaz para
salvaguardar de manera adecuada estos valores de ejemplaridad, de castigo justo, de
defensa contra los criminales. En este caso el derecho de la autoridad pública es
superior y diferente al derecho de los individuos.
Buscar otros caminos que el de la eliminación por la muerte
97. En la actualidad, muchos sociólogos, juristas y moralistas, tanto cristianos y
creyentes como no creyentes, estiman que la pena de muerte no es hoy necesaria para
salvaguardar los valores que con ella se pretende proteger. No parece que el aumento
o la disminución de la delincuencia dependa necesariamente de que exista o no exista
la pena de muerte. La conciencia, cada día más viva, de la dignidad de cada hombre
Domo fin en sí mismo lleva a muchos a rechazar la pena de muerte, concebida como
un medio. La autoridad civil, para el cumplimiento de la función, debo buscar otros
caminos distintos que el de la eliminación por la muerte, ya se haga por razones de
ejemplaridad o por otras diversas.
Urgencia evangélica de caridad y de perdón
98. Cristo no abolió expresamente la pena de muerte, ni la guerra, ni la esclavitud, ni
habló de la necesidad de cambiar las leyes de la sociedad civil. Los hombres de su
tiempo no hubieran comprendido estos planteamientos. Pero de sus enseñanzas se
desprende que el cristiano no puede inspirarse en el deseo de venganza, aun cuando
esta venganza la realizara el Estado en nombre de los individuos; ni puede el cristiano
acogerse al principio de la legítima defensa como si éste fuera la última palabra para
resolver los conflictos entre los hombres. El mensaje cristiano es, ante todo, un
mensaje de caridad y de perdón, que va más allá de toda argumentación ética: "amad a
vuestros enemigos" (Mt 5, 44).

Fe en Jesucristo reconciliador
99. Animados por el Espíritu, creemos, porque confiamos en la eficacia de la salvación
de Jesucristo que obra ya en nosotros y en nuestra historia, "pacificando, mediante la
sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos" (Col 1, 20), que hemos •de
poder lograr, por otros caminos, nuestras aspiraciones justas en el ámbito político-
social, con tal de que ninguno, autoridad o pueblo, pretenda poseer la exclusiva de la
justicia y trate de imponerla a cualquier precio.
Pablo VI, sin referirse expresamente a la pena de muerte, exhorta a todos a evitar todo
recurso a la violencia: "la Iglesia no puede aceptar la violencia, sobre todo la fuerza de
las armas —incontrolable cuando se desata—ni la muerte de quienquiera que sea,
como camino de liberación, porque sabe que la violencia engendra inexorablemente
nuevas formas de opresión y de esclavitud, a veces más graves que aquellas de las
que se pretende liberar" (EN 37; cfr. Tema 31).
Urgentísima una nueva sensibilidad sobre la paz: educación, opinión pública
100. El Concilio Vaticano II considera urgentísima la necesidad de "una nueva
educación de las mentes y una nueva inspiración de la opinión pública. Quienes se
entregan a la obra de la educación, sobre todo de los jóvenes, o son formadores de la
opinión pública, consideren como un gravísimo deber suyo éste de formar las mentes a
una nueva sensibilidad sobre la paz. Conviene que todos cambiemos nuestros
corazones, mirando siempre al entero universo y a los deberes que podemos cumplir
todos a una, para que el hombre se mejore" (GS 82).
Cuidarás de la vida
101. El Evangelio prescribe no sólo "no matar", sino además "cuidar de la vida". Esto
implica el cuidado de evitar todo lo que dañe la vida humana, toda herida, ora provenga
de maldad, de negligencia humana o de necedad.
Jesús anuncia la vida. Para Jesús, la vida humana es cosa preciosa, "más que el
alimento" (Mt 6, 25); salvar una vida prevalece incluso sobre el sábado (Mc 3, 4).
Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos (Mc 12, 27). El cura y devuelve la vida,
como si no pudiera tolerar la presencia de la muei`te (Jn 11, 1-44). El es la verdadera
vida, se puede decir que es la vida a secas (Mt 7, 14; 18, 8-9).
Por tanto, la droga, el alcoholismo, el, excesivo trabajo o, también, el trabajo prematuro,
la infracción de las normas de tráfico (que puede convertirse en un juego con la vida
humana, propia y ajena)... son formas concretas de no cuidar de la vida.
La atención a la salud
102. El hombre tiene el deber de cuidar de su propia vida, de su salud y de la vida y
salud de los demás hombres. Por medio de nuestros padres hemos recibido de Dios
nuestra vida. De ella somos responsables ante Dios. Nadie puede lícitamente causar
daño grave a su propio cuerpo o al de los demás. Todos estamos obligados a ayudar al
que padece algún defecto corporal o al que está en peligro de perder su propia vida.
Una muestra de sensibilidad cristiana es no hacer burla de los defectos físicos del
prójimo. Todos tenemos la obligación moral de cumplir las normas que han sido
establecidas para la seguridad de las personas, para prevenir accidentes de trabajo,
accidentes de carretera, etc. Se debe cumplir las garantías exigidas por la autoridad
pública sobre productos alimenticios, medicinas, etcétera. El Estado tiene la obligación
de procurar que existan en la sociedad los servicios médicos necesarios; que a nadie
falte la atención médica en caso de enfermedad o accidente.
Procurar el bien de los demás hombres
103. A todos los miembros de la comunidad humana les incumbe el deber de procurar
con su trabajo profesional, con las diversas actividades técnicas, económicas,
artísticas, científicas, etc., el bien de los demás hombres. "Una cosa hay cierta para los
creyentes: la actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos
realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de
vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios... los hombres y
mujeres que mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de
forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, oon razón pueden pensar
que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y
contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia"
(GS 34; cfr. GS 67).
"Amad a vuestros enemigos"
104. Jesús nos lleva más allá de la letra del quinto mandamiento: "Habéis oído que se
dijo a los antiguos: no matarás, y el que mate será procesado. Pero yo os digo: todo el
que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano
imbécil, tendrá que comparecer ante el sanedrín, y si lo llama renegado, merece la
condena del fuego. Por tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te
acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra tí, deja allí tu ofrenda ante
el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu
ofrenda" (Mt 5, 21-24).
La línea de conducta cristiana, incluso con los que nos hacen daño, es el amor: "Habéis
oído que se dijo: Amarás a tu .prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os
digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de
vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda
la lluvia a justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis?
¿No hacen lo mismo también los publicanos?" (Mt 5, 43-46).
Este mandamiento destaca entre las exigencias más nuevas de Jesús. El mismo tuvo
enemigos, le dieron muerte y El, en la cruz, les perdonó (Lc 23, 34). Así debe hacerlo el
discípulo, a imitación de su maestro (1 P 2, 23). El amor al enemigo es signo distintivo
del cristiano.
Actitud reconciliadora
105. El cristiano, como Jesucristo, debe perdonar. San Pablo, siguiendo las
enseñanzas y ejemplos de Jesús, nos dice: "Bendecid a los que os persiguen;
bendecid, sí, no maldigáis. Con los que ríen, estad alegres; con los que lloran, llorad.
Tened igualdad de trato unos con otros: no tengáis grandes pretensiones, sino poneos
al nivel de la gente humilde. No mostréis suficiencia. No devolváis a nadie mal por mal.
Procurad la buena reputación entre la gente; en cuanto sea posible y por lo que a
vosotros toca, estad en paz con todo el mundo. Amigos, no os toméis la venganza,
dejad lugar al castigo, porque dice el Señor en la Escritura: Mía es la venganza, yo
daré lo merecido. En vez de eso, si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene
sed, dale de beber: así le sacarás los colores a la cara. No te dejes vencer por el mal,
vence el mal a fuerza de bien" (Rm 12, 14-21).
El hombre que ama a su enemigo aspira a convertirlo en amigo. En esta actitud Dios
mismo le precedió: "Cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la
muerte de su Hijo" (Rm 5, 10). La norma suprema del cristiano en sus relaciones con
los demás es la caridad: "El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni
se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se
alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin
límites, espera sin límites, aguanta sin límites" (1 Co 13, 4-7).
Vencer el muro de la enemistad con el poder de Jesús
106. La enemistad es un signo del reinado de Satán, el enemigo por excelencia (Gn 3,
15). Enemigo de los hombres y enemigo de Dios, siembra en la tierra la cizaña por lo
cual estamos todos expuestos a sus ataques (Mt 13, 39). Pero Jesús dio a los suyos
poder sobre todo poder que venga del enemigo (Lc 10, 19). Este poder les viene del
combate en que Jesús triunfó por su misma derrota, habiéndose ofrecido a los golpes
de Satán a través de sus enemigos y habiendo vencido a la muerte con la muerte. Así
derribó el muro de la enemistad que cruzaba por la humanidad (Ef 2, 14-16).
La Cruz, lugar de reconciliación
107. En tanto llega el día en que Cristo, para poner a todos sus enemigos bajo sus
pies, destruya para siempre a la muerte, que es el último enemigo (1 Co 15, 25-26), el
cristiano combate con Jesús contra el viejo enemigo del género humano (Ef 6, 11-17).
En torno a él, algunos se conducen como enemigos de la Cruz de Cristo (F1p 3, 18),
pero él sabe .que la Cruz lo lleva al triunfo. Esta cruz es el lugar fuera del cual no hay
reconciliación con Dios ni entre los hombres.

Pasar de la muerte a la vida amando a los hermanos


108. Jesús, a quien los discípulos reconocieron como la palabra creadora
misma, jamás destruye, nunca mata, no hiere; el cura, regenera, crea. Quien ama, ha
pasado de la muerte a la vida. Quien no ama, es enemigo de; la vida. Es un homicida y
permanece en la muerte, dice San Juan: "nosotros hemos pasado de la muerte a la
vida: lo sabemos porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en la
muerte. El que odia a su hermano es un homicida. Y sabéis que ningún homicida lleva
en sí vida eterna" (1 Jn 3, 14-15).
Un amor muy difícil para nosotros, que procede de Dios
109. El amor al enemigo, difícil para el hombre, procede de Dios. Es la obra de Dios en
nosotros, "el amar es de Dios" (1 Jn 4, 7). En efecto, ¿cómo seríamos nosotros
misericordiosos (como el Padre celestial) si no nos lo enseña el Señor, si no lo derrama
el Espíritu en nuestros corazones? (1 Ts 4, 9; Rm 5, 5; 15, 30). Y ese amor, venido, de
Dios, conduce a Dios. Mientras esperamos la venida del Señor, el amor es nuestra
actividad esencial, según la cual seremos juzgados (Mt 25, 31-46). El amor de Dios (y
del cristiano) es universal, no excluye a nadie, ni siquiera al enemigo; y es absoluto, no
tiene excepciones, rige en todo momento.
El daño a la vida espiritual del prójimo: el escándalo
110. En cierto modo se puede relacionar también con el quinto mandamiento el tema
del escándalo en el sentido de que aquel que escandaliza causa daño a la vida
espiritual del prójimo. Con la palabra escándalo se designa en la Biblia, en sentido
literal, a la piedra, lazo o trampa, etc., que se le pone al ciego o al caminante para que
tropiece (Lv 19, 14; Sal I40. 9); pero se usa sobre todo con sentido moral. Según Santo
Tomás, se da escándalo cuando alguien con palabras o hechos moralmente menos
rectos es ocasión de ruina espiritual para otro o le induce de algún modo a pecar
(Cfr. Suma Teológica II-II, q. 43 a. 1).
El influjo de la conducta del que da escándalo en el que lo padece depende de diversas
circunstancias: la ignorancia o debilidad moral de las personas a las que se
escandaliza (escándalo de los débiles), la gravedad de la acción escandalosa, el nivel
cultural y moral de la sociedad en que se vive, etc. Pecados que en una época o en un
determinado ambiente son gravemente escandalosos, en otras épocas o lugares
influyen poco en la conducta de los demás.
Es siempre especialmente grave el pecado del que directamente se propone hacer
pecar a los demás (escándalo diabólico). En cambio no hay obligación de evitar aquel
tipo de escándalo que procede exclusivamente de la malicia del que se dice
escandalizado (escándalo farisaico). Los fariseos se escandalizaban de la conducta de
Jesús y de sus discípulos.

"¡Ay del mundo por sus escándalos!"


111. En su predicación, Jesús llama la atención sobre la gravedad del escándalo de
aquellos que apartan a los demás de la fe: "Al que escandalice a uno de esos
pequeños que creen en mí, más le convendría que le colgasen al cuello una rueda de
molino y lo sepultaran en el fondo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Porque
es irremediable que sucedan escándalos, pero ¡ay del hombre por quien viene el
escándalo!" (Mt 18, 6-7). En los tiempos de la tribulación escatológica se multiplicarán
los escándalos, la seducción, la persecución, etc. (Mc 13, 5-13). Hasta el fin del mundo
habrá escándalo; pero los que dan escándalo serán castigados con penas terribles
(Cfr. Mt 13, 41; Lc 17, 1).
Evitar el escándalo de los débiles
112. San Pablo exhorta a los cristianos a evitar el escándalo de los débiles. Los
cristianos podían comer legítimamente lo sacrificada a los ídolos, siempre que no
hubiera en ello ninguna intención de participar en el culto idolátrico, pero debían
abstenerse de ello si su conducta podía inducir a pecado a los cristianos poco
instruidos o más débiles en la fe, que fácilmente podrían imitarles pero con conciencia
de pecar. No tener en cuenta la debilidad del prójimo, su falta de formación, etc., es un
pecado contra el hermano por el cual Cristo dio su vida (1 Co 8, 1-13; Rm 14, 13; cfr. 2
Co 11, 29).
Luchar contra los escándalos de nuestro tiempo
113. Los Santos Padres, los Papas y Obispos han hablado muchas veces del pecado
de escándalo. El Concilio Vaticano II ha denunciado como pecado de escándalo las
desigualdades económicas y sociales (GS 29), la distancia entre la fe y la conducta en
la vida de muchos cristianos (GS 43), los gastos invertidos en la carrera de
armamentos mientras existen tantos pueblos que sufren pobreza y miseria (GS 81), la
separación entre las distintas Iglesias que profesan la misma fe en Cristo (UR 1). El
Papa Pablo VI, como los Papas anteriores, han denunciado el escándalo de la
pornografía, los espectáculos inmorales, la literatura que corrompe la fe o las
costumbres, las diversiones pecaminosas, etc. Quien comete pecados de escándalo
tiene el deber de hacer lo que está de su parte por reparar el mal que hizo con su
conducta.
NO MATARAS
Estas dos palabras («no matarás») son la reproducción textual de lo que los dos
Decálogos veterotestamentarios dicen sobre el tema. Y lo mismo ocurrirá con los tres
mandamientos siguientes (/Ex/20/13-16; /Dt/05/17-20).
Las tres fórmulas más concisas del Decálogo son: «No matarás. No cometerás
adulterio. No robarás» (Ex 20, 13-15). Y toda la investigación realizada sobre el tema
indica que son los elementos más antiguos de todos los contenidos en el Decálogo. Es
conveniente, pues, ver la relación recíproca de estos tres mandamientos desde su
intención fundamental (y bajo una perspectiva antropológica). A. Auer -basándose en el
trabajo del psicoterapeuta Schultz-Henke- observa que todos ellos, cada uno a su
manera, salvaguardan un bien fundamental de la comunidad humana contra la
disolución o el desenfreno, tan consustanciales al hombre. Estos tres mandamientos
tratan de impedir, respectivamente, la destrucción de la vida por parte de las
«tendencias agresivas», la destrucción del matrimonio por parte de los deseos
desordenados o las «tendencias libidinosas», y la destrucción de la propiedad por parte
de la codicia o las «tendencias rapaces». E indica Auer la íntima relación existente
entre estas tres tendencias destructoras y los tres «consejos-evangélicos». Contra el
peligro siempre agudo de que el hombre destruya también a su prójimo como
consecuencia del desorden producido por estas tres tendencias, se alzan a modo de
signo -y signo de caridad para muchos- los votos de obediencia (contra la destrucción
por medio de la arbitrariedad), celibato y pobreza.
El quinto mandamiento es tal vez, de todo el Decálogo, el que goza hoy de mayor y
más generalizado reconocimiento político y social. Y lo cierto es que es esgrimido
frente a una extraordinaria diversidad de situaciones y problemas, tales como la tortura
y la pena de muerte; la guerra y la objeción de conciencia frente al servicio militar; el
suicidio y la eutanasia; la energía nuclear y la destrucción del medio ambiente; el
peligro letal de las drogas, el alcohol y la nicotina; el aborto; el conflicto norte-sur; la
sociedad basada en el rendimiento y la competitividad... y un largo etcétera.
Resulta en verdad extraño el que haya a veces quienes, por una parte, se declaran
vehementemente en contra de la guerra, el rearme y la pena de muerte y, por otra
parte, aboguen y se manifiesten en favor de la interrupción del embarazo y la muerte
libremente elegida. Acusan de inconsecuentes a los enemigos del aborto y de la
llamada «eutanasia» porque, en lugar de defender la conservación de la vida en el
centro mismo del existir humano, la defienden únicamente en los límites. Pero el mismo
reproche de inconsecuencia puede hacerse en el sentido opuesto. Los distintos
ámbitos conflictivos en los que está en juego la vida humana no pueden separarse
unos de otros, y menos aún ponerlos en mutua oposición.
Por supuesto que, en un principio, el quinto mandamiento no contemplaba todos los
aspectos que hemos mencionado. Una gran parte de sus actuales aplicaciones sacan
al mandamiento, por así decirlo, de su contexto original. Por eso es sumamente
importante distinguir entre sentido original, profundización histórica y concreción actual,
a fin de que el espíritu del mandamiento no se pierda en excesivas generalidades y se
vuelva ineficaz.
a) El sentido original
El mandamiento apunta, en primer lugar, contra la posibilidad de tomarse la justicia por
propia mano. A nadie le está permitido verter sangre humana por su propia cuenta para
hacer prevalecer presuntos derechos. El mandamiento se opone, pues, a que se
asesine en secreto a los hombres y se les entierre después. Precisamente este hecho,
que muchas veces sólo puede ser descubierto con grandes dificultades por la justicia,
debe ser calificado con toda energía como pecado. Y el mandamiento subraya: Quien
asesina de este modo, atenta contra la dignidad -defendida por Dios- del prójimo, que
es fiel imagen del propio Dios. Dicho de otro modo: Al pueblo, como sociedad de
derecho, se le urge con este mandamiento a procurar la existencia de un ordenamiento
justo, a fin de que quede garantizada la protección jurídica de la vida humana y se
sancione su violación con la mayor severidad posible: «Quien vertiere sangre de
hombre verá por otro hombre su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo él al
hombre» (Gn 9, 6). Hoy día cuesta mucho entender que la infracción de este
mandamiento deba castigarse con un nuevo derramamiento de sangre. Pero ahí
precisamente se manifiesta la enorme seriedad original de este mandamiento.
En la prohibición del asesinato se hace particularmente evidente, al mismo tiempo, la
diferencia entre el hombre y el animal. La tendencia tan connatural al hombre, a
solucionar por sí mismo las cosas de manera instintiva debe verse compensada por la
libertad moral y -cuando ésta no fuere suficiente- por la coacción legal. Naturalmente,
han cambiado de manera considerable -ya en la propia Biblia- los modos concretos de
ejercerse dicha coacción legal.
VENGANZA/ ISRAEL: Por de pronto, en Israel estaba plenamente tolerada la
venganza. En el caso de un asesinato, por ejemplo, los parientes de la víctima estaban
autorizados a hacer expiar el crimen (cfr. Num 27, 10s.; Jue 8, 18-21; 2 Sam 14, 7-11).
Pero, para que la venganza no fuera inmoderada, se limitó mediante el principio -que
posteriormente habría de ser muchas veces mal entendido- del «ojo por ojo y diente
por diente» (Ex 21, 24; cfr. en el Nuevo Testamento Mt 5, 38-42) ...¡y nada más! Así
pues, la expresión bíblica, que hoy se cita alegremente como símbolo de una
incontrolada sed de venganza, lo que en verdad pretende ser es una auténtica defensa
contra la escalada de actos de venganza.
b) Ulteriores desplazamientos de enfoque
Con el tiempo, sin embargo, la venganza se restringió en Israel. A medida que se iba
desarrollando un ordenamiento legal, la venganza se iba subordinando al control por
parte de la autoridad (cfr. Ex 21, 18-25; Dt 19, 15-21). Se permitía al culpable acogerse
a sagrado («refugiarse en el altar»: cfr. Ex 21, 14) o pedir refugio en las «ciudades de
asilo» (Num 35, 25). Posteriormente se observa una evolución en la prescripción (Dt
24, 16) de que la venganza únicamente debe recaer sobre el culpable, no sobre los
miembros de su familia. Y más tarde aún se dice: «No te vengarás ni guardarás rencor
contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo, Yahvé» (Lev
19, 18). «Mía es la venganza» (Dt 32, 35; cfr. Rom 12, 19; Hebr 10, 30).
Con todo, el principio estipulado desde un comienzo puede formularse del siguiente
modo: «Dado que Yahvé es el Creador de toda vida, toda vida tiene derecho a ser
protegida por la colectividad». Lo que con el tiempo se va perfeccionando es la
concreción de este principio. Y así las prescripciones legales protegen cada vez más
cuidadosamente la vida. Para los profetas, el «matar» -además de su significado
original- puede también referirse al hecho de explotar económicamente a una persona
de manera desmedida o de oprimirla social y legalmente y reducir sus posibilidades
vitales. Los profetas califican constantemente tal actitud con el riguroso y acusador
término de «homicidio» (Os 4, 2; Is 1, 15.17 et al.). Extraordinariamente drástico se
muestra el profeta Miqueas a este respecto llegando a incluir entre los caníbales a los
ricos que explotan a los pobres: «Cuando la carne de mi pueblo hayan devorado,
hayan arrancado la piel de encima de ellos y quebrado sus huesos, cuando los
despedacen como carne en la caldera, como vianda dentro de una olla... » (/Mi/03/03;
cfr. todo el capítulo).
En el Nuevo Testamento, por último, se profundiza aún más el quinto mandamiento.
Subraya Jesús que la manifestación externa de la enemistad muchas veces no es sino
la última explosión de un odio largamente contenido: «Habéis oído que se dijo a los
antepasados: 'No matarás'; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo:
Todo aquel que se encolerice contra su hermano será reo ante el tribunal» (Mt 5, 21s.).
La profundización del mandamiento seguirá efectuándose en la tradición escrita, como
lo muestran numerosas manifestaciones de los Padres de la Iglesia. Y el propio Lutero
prosigue esta línea cuando dice: «Si dejas que se marche desnudo alguien a quien
podrías haber vestido eres tú quien le dejas morir de frío»; si no das de comer al
hambriento, le estás matando. Sin embargo, tampoco en este terreno ha conseguido
imponerse fácilmente el mensaje bíblico de liberación, pues una y otra vez ha sido
enmascarado y desfigurado.
c) Para una concreción actual
Los muchos y difíciles interrogantes y problemas que se plantean hoy en torno al tema
de la «defensa de la vida» evidencian con toda claridad las limitaciones de la
pedagogía de la religión, la cual no puede por sí sola efectuar la necesaria elaboración
argumentativa ni solucionar los problemas concretos, dado que hay que contar con otra
serie de innumerables conocimientos procedentes de las ciencias humanas, de la
filosofía del derecho, etc., para llegar a unas soluciones convincentes y esmeradas en
los numerosos y difíciles casos-límite. Esta tarea sigue estando encomendada a la
teología moral, la cual, por su parte, concede una especial importancia, sin embargo, a
la enseñanza de la religión.
La pedagogía de la religión puede ofrecer, ante todo, «parénesis», es decir, un
recuerdo de lo que ya ha sido percibido y reconocido como justo y auténtico. Esto no
debería en absoluto menospreciarse como si careciera de importancia. Porque, para la
humanización de la sociedad, debería ser muy significativo el hecho de que al menos
esté suficientemente clara la orientación que hay que dar a la defensa de la vida
humana, según la voluntad de Dios. De este modo, el recuerdo del sentido original de
la prohibición de matar puede alentar a tomar una enérgica postura en contra de las
graves violaciones de los derechos humanos que tienen lugar tanto en Occidente (el
caso, por ejemplo, de diversos Estados sudamericanos) como en muchos de los países
del Este y en otras partes. En 1979, monseñor Adriano Hipólito, obispo de Noya
Iguaçú, cerca de Río Janeiro, refería que en el plazo de medio año el llamado
«Escuadrón de la Muerte» había secuestrado en el minúsculo territorio de su diócesis a
más de 300 personas, a las que después había asesinado vilmente, mutilado y arrojado
en cualquier vertedero. El obispo consideraba su deber, a pesar del riesgo que ello
suponía para su vida, protestar enérgicamente contra esta práctica. Y protestas
parecidas por parte de la Iglesia no se producen únicamente en los países
latinoamericanos. No poco se habría conseguido ya si nuestra sociedad fuera
claramente consciente de que también se puede matar a las personas privándolas de
sus posibilidades de subsistencia. Y al respecto hemos de hacer algunas indicaciones:
Los obstáculos a las posibilidades de subsistencia de los demás
HAMBRE/MDT-05:Tal vez el problema básico de nuestra actual sociedad mundial
pueda formularse del siguiente modo: ¿Está nuestra economía mundial seria y
efectivamente interesada en promover las posibilidades de subsistencia de todos los
hombres?; o, por el contrario, ¿no se regirá, en realidad, por el egoísmo de los países
ricos, que viven a costa de los países pobres, reduciendo sistemáticamente las
posibilidades de subsistencia de éstos con su particular modo de planificar la economía
mundial? Si sucede esto último, entonces -y desde la perspectiva profética- nosotros
somos asesinos. Esta dura palabra, desafortunadamente, no puede ser dulcificada.
Sería incluso de desear que nuestra Iglesia, allí donde sea necesario, recuperara el
vigor del lenguaje profético (pues lo cierto es que, en su mayor parte, la Iglesia parece
excesivamente domesticada, lo cual no es precisamente alentador ni estimulante).
ASESINAR/ QUÉ-ES: En último término, asesinar es todo aquello que signifique
menoscabar las condiciones existenciales de otra persona, aun cuando esto no se
haga de mala fe, sino inconscientemente; pero es que en este terreno la negligencia no
es excusable. Nuestro consumo de carne, por ejemplo, aumenta constantemente. Pero
necesitamos importar grandes cantidades de piensos para alimentar al ganado. La
organización para la ayuda a la infancia, «Terre des hommes», muestra cuán
negligentemente actuamos, en este sentido, con respecto a la vida de los demás:
-«Del Perú, donde la mayoría de los habitantes padecen una grave carencia proteínica,
la República Federal Alemana importó en 1977 piensos (sin contar los cereales) por
valor de 43 millones de marcos; y además, 2,8 millones de marcos en pesca y
conservas de pescado».
-«De la India, donde la desnutrición y el hambre son un mal crónico, la República
Federal importó en el mismo año piensos (sin contar los cereales) por valor de 53
millones de marcos».
-«Más de 400.000 niños mueren cada año en el Brasil por causa, directa o
indirectamente, del hambre. Especialmente elevada es la mortalidad infantil en el
Nordeste del país, donde inmensos campos de caña de azúcar están esquilmando las
tierras más fértiles; de ese azúcar, y con la ayuda alemana, se obtiene el metanol, con
el que, a pesar de la crisis petrolífera, pueden correr y correr los Volkswagen fabricados
en Brasil... Sin embargo, 400.000 niños carecen de lo más imprescindible, y la mayoría
de ellos mueren antes de haber aprendido a andar».
A. Auer declara: «No podemos seguir tolerando que mil millones de personas padezcan
de desnutrición; que entre el 20 y el 25 por 100 de los niños mueran antes de cumplir
los cinco años. No podemos conformarnos con el hecho de que entre nosotros haya
una cama de hospital por cada 100 habitantes, mientras en Etiopía la proporción es de
1:30.000; o que entre nosotros haya un médico por cada 500 personas, mientras en
Etiopía son 62.000 el número de personas por médico. Hemos de reconocer, en el
espíritu del quinto mandamiento, que la humanidad es un todo y que a esa humanidad
en su totalidad le pertenecen los bienes de este mundo... Desperdiciamos tanta grasa
que nos vemos obligados a instalar unos especiales dispositivos desengrasantes en los
sistemas de desagüe, siendo así que, mediante una racionalización de su uso, no sólo
podríamos resolver el problema de la desnutrición en el Tercer Mundo sino que
además redundaría en beneficio de nuestra propia salud». Sin embargo, para ser del
todo justos, hemos de añadir lo siguiente:
1. No sólo se da la contraposición entre sociedades industriales ricas y países pobres
en vías de desarrollo; casi todos los países subdesarrollados son, al mismo tiempo,
internamente explotados por una minoría prepotente. Y aunque esto no pueda en
absoluto servirnos de excusa, sí hay que tenerlo en cuenta a la hora de considerar
detenidamente el asunto.
2. Con el duro calificativo de «asesino» se corre el peligro de originar sentimientos de
culpabilidad si al mismo tiempo no se ofrecen vías de solución. Lo cual puede producir
un efecto frustrante y paralizador en muchas personas perfectamente intencionadas.
3. La mortífera reducción de las posibilidades de subsistencia de los demás no se da
únicamente en el terreno de las relaciones entre el Primero y el Tercer Mundo, sino que
también en nuestra propia sociedad -que reacciona proporcionada y cuidadosamente a
las diversas formas de necesidad, mediante una amplia política social- existe una
espantosa y despiadada lucha competitiva, que comienza ya en la escuela y que da
lugar a la existencia de grupos marginados, de los cuales se ocupó detalladamente el
sínodo interdiocesano de la República Federal Alemana en su declaración «La Iglesia
en la moderna sociedad eficacista». La expresión «grupos marginados» se refiere a la
enorme cantidad de personas que, a pesar de pertenecer a ellos, apenas son
conscientes de la verdadera situación: cuanto más perfeccionista, exigente y agotador
sea nuestro sistema social, tanto mayor será el número de personas que, incapaces de
soportar esa tensión, se vean arrojadas a los «márgenes». Muchos de estos grupos -a
diferencia, tal vez, de los trabajadores y sus sindicatos- no disponen de capacidad
alguna de presión ni pueden amenazar con disminuir el rendimiento, por lo que es muy
poco lo que pueden conseguir.
Pero los obstáculos a las posibilidades de subsistencia de los demás no se refieren
únicamente a los miembros de los «grupos marginados», sino que además se alzan allí
donde alguien, de manera inconsiderada, obtiene su felicidad, su riqueza o su éxito a
costa de otra persona.
El quinto mandamiento no sólo prohíbe asesinar literalmente, sino también las «formas
encubiertas de asesinato», entre las que podrían citarse la destrucción de la buena
fama de un semejante o una forma excesivamente hiriente de criticarle que le haga
desconfiar de sí mismo. Nuestro propio lenguaje cotidiano desvela, en esas «frases
asesinas» que algunos suelen emplear alegremente en el trato mutuo, la acción
destructora de esta nuestra sociedad de la eficacia: «Voy a acabar con él...»; «para mí,
ese tipo está acabado...».
Por eso resulta significativo, desde el punto de vista pedagógico-moral, este tema que
acabamos de mencionar, porque lo que en absoluto puede pretenderse es una vida
libre de conflictos. Una vida auténtica exige inevitablemente estar dispuesto y ser capaz
de afrontar el conflicto. Sin embargo, es importante, por ejemplo, ejercitarse en
practicar la crítica de manera que el otro pueda aceptarla. Es importante procurar que
las relaciones se desenvuelvan en un clima humano. Para ello habría que dar también
un consejo a los jóvenes: cuando preveas que vas a entrar en una fuerte discusión,
reza intensamente por tu adversario antes de la discusión y, si es posible, también
durante la misma, porque de ese modo serán mayores las posibilidades de que desees
lo mejor para el otro de todo corazón. Y podrás decir tanto más abiertamente lo que
consideres objetivamente importante.
No se trata, pues, de evitar totalmente los conflictos porque eso sería algo imposible.
Se trata de humanizarlos, de cultivar la capacidad de afrontarlos. Para lo cual hay que
ser también capaz de exteriorizar sinceramente las críticas. Sinceridad que la Biblia
considera sumamente esencial no sólo hacia fuera, es decir, en el sentido de tener el
valor de confesar la fe (cfr.Hech 4, 13.29; 28, 31; Ef 6, 19), sino también «hacia
dentro», es decir, de cara a los propios correligionarios (cfr. Gal 2, llss.; Rom 15, 15).
Esto es algo que puede admirarse, por ejemplo, en monseñor Helder Cámara, el cual
sabe unir perfectamente la dura crítica con la más acendrada amabilidad. Lo que mayor
valor requiere es la crítica a un amigo. Por eso, con razón se ha descrito el valor cívico
como el «valor frente al amigo»; pero ¡qué raro es, desdichadamente, este valor...!
En coherencia con el quinto mandamiento, no basta, pues, con denunciar públicamente
las situaciones de precariedad. Más importante aún es insistir positivamente en la
responsabilidad de todos por la conservación y el fomento de la vida, incluida la
responsabilidad por la conservación del medio ambiente, para que no se prive a las
generaciones venideras de sus posibilidades de subsistencia.
El problema de la superpoblación
La situación externa de nuestro mundo actual se caracteriza por muchas carencias:
carencia de materias primas, carencia de alimentos para todos, carencia de energía,
etc. De lo único que no hay carencia es de seres humanos, lo cual puede conducir a un
fatídico menosprecio de la vida humana. En el Tercer Reich había «demasiados»
judíos; actualmente hay «demasiadas» personas en el hemisferio Sur. Las naciones
ricas intentan, por todos los medios posibles, poner freno a la explosión demográfica; y
lo hacen no sólo mediante campañas en favor del control de la natalidad, sino también
mediante la esterilización forzosa (a veces tan refinada que las personas afectadas ni
siquiera se enteran, como ha sucedido, por ejemplo, en la India). Semejantes intentos
de contener la explosión demográfica, aparte de que no son más que el tratamiento de
unos síntomas, constituyen un inequívoco atropello de la dignidad humana. Desde el
punto de vista de los pueblos del Tercer Mundo, el problema se plantea de un modo
totalmente distinto de como lo hacemos nosotros, por lo que las campañas de
limitación de nacimientos resultan poco efectivas. Y la razón determinante de este
hecho consistiría en que las capas de población extremadamente pobres necesitan
muchos hijos. Y esto se explica, ante todo, por tres motivos:
1. A excepción de los hijos vivos, no tienen los padres adonde acudir en caso de
enfermedad o al llegarles la vejez.
2. Sólo teniendo muchos hijos pueden esperar que al menos sobreviva alguno.
3. Un gran número de hijos significa mano de obra barata, porque ya desde los ocho
años pueden ayudar, mientras que los costos adicionales para su mantenimiento son
mínimos.
Se trata simplemente -considerado desde la mentalidad de los estratos más pobres de
ia población- de una cuestión de supervivencia. Por eso el tema de la superpoblación
compete al quinto mandamiento y no al sexto. Porque, en la medida en que se
satisfagan las necesidades del Tercer Mundo y en la medida en que las personas de
edad de ese Tercer Mundo no tengan ya que temer al futuro, en esa misma medida el
problema se normalizará por sí solo. En el fondo, este es, consiguientemente, nuestro
problema. Suele reprocharse a la Iglesia Católica el que en toda esta problemática
manifieste una postura totalmente irreflexiva, consistente concretamente en sujetarse
de manera demasiado rígida a la doctrina del derecho natural. Incluso se llega a afirmar
que actúa, a nivel mundial, de un modo criminal. Indudablemente, puede ser cierto que
en este terreno se den actitudes inflexibles; pero la postura oficial de la Iglesia Católica
ante este problema no es en modo alguno, al menos exclusivamente, un asunto de
estupidez o de «ergotismo», y mucho menos es parte de una ideología. En cualquier
caso, la esterilización forzosa no es una solución acorde con la dignidad humana. En
realidad, se trata aquí de un problema de justicia social. Por eso, no existe para
nosotros motivo alguno para rebelarnos contra la explosión demográfica en el Tercer
Mundo. Y esto es tanto más cierto cuanto que los habitantes de las naciones
industrializadas, aunque sean muy inferiores en número a los de los países en vías de
desarrollo, consumen muchos más alimentos (en términos de poder calórico), más
materias primas y más energía que todos los habitantes del Tercer Mundo juntos.
La proscripción de la guerra
Este tema es especialmente instructivo desde el punto de vista de la pedagogía moral.
Lochman observa que en el Antiguo Testamento, y a la sombra del Decálogo, la actitud
era al principio un tanto belicosa. Pero ya en los profetas se manifiesta un creciente
malestar con respecto a la guerra, de modo que cada vez va concediéndose mayor
relieve al «Shalom», tanto a nivel personal como social. La visión de una situación en la
que se haya suprimido fundamentalmente la guerra desempeña un relevante papel en
los textos proféticos del Antiguo Testamento (cfr., por ej., Is 2, 4; 9, 6; 32, 17s.).
En su anuncio del Reino de Dios, Jesús defiende y hace realidad con su proceder el
principio de la renuncia al uso de la fuerza. Sólo a partir de aquí se entiende la osadía
que supone su anuncio de la soberanía de Dios, un «anti-programa» con respecto a
otras formas de concebir la soberanía. En lugar de las distintas formas de oprimir y
combatir a los demás, Jesús insiste en la reconciliación con el enemigo y en el esfuerzo
en favor de la paz: «Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán
llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9; cfr. 5, 24).
GUERRA/BI:La historia de la ética cristiana está plagada de esfuerzos por hacer
realidad efectiva el pensamiento pacifista de la Biblia. La misma doctrina de la «guerra
justa», tantas veces prohibida y que hoy resulta absolutamente incomprensible para
muchas personas, puede verse desde esta perspectiva. Es cierto que, en la práctica,
ha sido esgrimida una y otra vez, con enorme cinismo, para legitimar luchas
sumamente dudosas, basadas en la política de la fuerza, y a las cuales se apelaba
para enviar a la muerte a miles de personas. Por desgracia, la Iglesia se ha dejado
seducir constantemente para avalar con su autoridad estos hechos. Se ha llegado
incluso, en tiempos tan recientes como los de la Primera Guerra Mundial, a efectuar
una verdadera «transfiguración» teológica de la guerra. Pero la doctrina de la «guerra
justa» ha de ser también entendida en el marco de la preocupación por humanizar en lo
posible el inquietante fenómeno de la guerra, poner freno a sus más graves abusos y
preservar un cierto grado de humanidad. Franziskus Stratmann, el gran inspirador del
movimiento católico por la paz después de la Primera Guerra Mundial, resumió la
referida doctrina -tratando de conciliar a un tiempo a San Agustín, Santo Tomás de
Aquino, Francisco de Vitoria y Francisco Suárez- en diez puntos que habría que cumplir
para que se pudiera hablar de «guerra justa».
A la vista de la situación actual, habría que reexaminar a fondo la doctrina tradicional
acerca de la guerra justa. La tradición pacifista cristiana adquiere cada día mayor peso
real. Entretanto, los organismos oficiales de la Iglesia expresan cada vez con mayor
claridad su postura abiertamente contraria a la guerra. Desde esta perspectiva, el
quinto mandamiento puede ser un estímulo para un constante compromiso en favor de
la paz. Pero el esclarecimiento de las cuestiones que se agolpan en este sentido sigue
exigiendo de nuestra parte una gran dosis de energías y de imaginación.

Lectura:
La vida: Don de Dios
¿Realmente sabemos respetar y defender la vida? ¿Conocemos qué significa el “no
matarás” del quinto mandamiento?

Johnathan Swift, el conocido autor de “Los viajes de Gulliver”, se ponía de luto y


ayunaba el día de su cumpleaños. Haber nacido le parecía una auténtica desgracia.
Pero como millones y millones de personas celebran su cumpleaños, no parece que
hayamos de darle la razón el señor Swift. Haber nacido es una cosa buena y positiva;
aún más, la vida no sólo es un bien, sino que es el bien más alto en el orden natural. El
sentimiento contrario es pasajero, debido quizá a la enfermedad física o mental, o a las
injusticias que los demás nos han causado.

Además, la vida no sólo es un bien, sino que además es un don, un regalo. Ese don
nos ha sido dado (a través de nuestros padres) por Dios: sólo Dios es dueño de la vida.
Cada alma es individual y personalmente creada por Dios y sólo Dios tiene derecho a
decidir cuándo la infunde a un cuerpo y cuándo su tiempo de estancia en la tierra ha
terminado.

Que la vida humana pertenece a Dios es tan evidente que la gravedad del homicidio -
quitar injustamente la vida a otro- es aceptada universalmente por la sola ley de la
razón entre los hombres de buena voluntad. La gravedad del pecado de suicidio -
quitarse la vida de modo voluntario- es igualmente evidente.

Aunque la vida sea un bien tan grande, no es un bien absoluto. Por gravísimas
razones, es lícito matar a otro, quitarle justamente su vida. Por ejemplo, si un agresor
injusto amenaza mi vida o la de un tercero, y matarlo es el único modo de detenerlo, no
peco si lo hago. De hecho, es permisible matar también cuando el criminal amenaza
con tomar o destruir bienes de gran valor y no hay otra forma de pararlo. De ahí se
sigue que los policías no atentan contra este mandamiento cuando, no pudiendo
disuadir al delincuente de otra manera, lo privan de la existencia.
Está claro que el principio de defensa propia sólo se aplica cuando se es víctima de
una agresión injusta. Nunca es lícito quitar la vida a un inocente para salvar la propia.
Si estoy perdido con otro en el desierto y sólo hay agua para una persona, no puedo
matarlo para conseguir así llegar hasta el oasis. Tampoco puede matarse directamente
al niño en gestación para salvar la vida de su madre. El niño aún no nacido no es
agresor injusto de la madre, y tiene derecho a vivir todo el tiempo que Dios le conceda.
Destruir directa y deliberadamente su vida es un pecado de suma gravedad; es un
asesinato y tiene, además, la malicia añadida del envío a la eternidad de un alma sin
oportunidad de bautismo. Éste es otro de los pecados que la Iglesia trata de contener
imponiendo la excomunión a todos los que sin su ayuda no se hubiera cometido el
delito: no sólo a la madre, también a los médicos o enfermeras que lo realicen, a quien
convenza a la madre o le facilite el dinero para ese fin.

Una extensión del principio de defensa personal se aplica a las naciones. Por ello, el
soldado que combate por su país en una guerra justa no peca si mata. Una guerra es
justa: a) si es una guerra defensiva, es decir, si la nación ve sus derechos o su territorio
injustamente violados; b) si se recurre a ella en último extremo, una vez agotados todos
los demás medios de dirimir la disputa; c) si se lleva a cabo según los dictados de la ley
natural y la leyes internacionales, y d) si se suspende tan pronto como la nación
agresora ofrece la satisfacción debida.

En la práctica resulta a veces muy difícil para el ciudadano medio decidir si la guerra en
que su nación se embarca es justa o no. El ciudadano común suele no conocer todos
los intríngulis de una situación internacional. De ahí que muchas veces deba esperar el
juicio de la autoridad competente (los obispos o el Papa), para saber cómo actuar. No
ha de olvidar, en todo caso, que incluso en una guerra justa se puede pecar por el uso
injusto de los medios bélicos, como en caso de emplear armas biológicas que causen
estragos al margen de objetivos de valor militar.

Ya que la vida no es nuestra, hemos de poner todos los medios razonables para
preservar tanto la propia como la del prójimo. Es a todas luces evidente que pecamos
si causamos deliberado daño físico a otros; y el pecado se hace mortal si el daño fuera
grave. Por ello, las disputas en que se llega a las manos -a no ser que se trate de una
agresión injusta-, son una falta contra el quinto mandamiento de la ley de Dios.

Lo que directa o indirectamente se relacione con la vida cae en el ámbito del quinto
mandamiento. Podemos ir deduciendo de ello muchas consecuencias prácticas. Por
ejemplo, es evidente que quien conduce un vehículo de modo imprudente, comete
pecado grave, pues expone su vida y la de otros a un riesgo innecesario. Esto también
se aplica al conductor que se encuentra atarantado por el alcohol. El conductor ebrio es
criminal además de borracho. Ambos son pecados contra el quinto mandamiento, pues
beber en exceso, igual que comer excesivamente, contraviene este precepto porque
perjudica la salud, y porque la destemplanza causa fácilmente otros efectos nocivos. El
pecado de embriaguez se hace mortal cuando de tal modo afecta al bebedor que ya no
sabe lo que hace. Pero beber sin llegar a ese extremo también puede ser un pecado
mortal por sus consecuencias malas: perjudicar la salud, revelar secretos o descuidar
los deberes profesionales o familiares. Quien habitualmente toma bebidas alcohólicas
en exceso y se considera libre de pecado porque conservó la noción de lo que hizo,
normalmente se engaña a sí mismo; raras veces las bebidas alcohólicas no producen
daño grave en el prójimo o en uno mismo.

El drogadicto peca gravemente contra este precepto de la ley de Dios. Ingiere la droga
con el fin de recibir sensaciones o experiencias sin otro objeto que la satisfacción
personal. Implica un arbitrario y arriesgado peligro, que priva al individuo de la función
rectora de la razón y le produce perjuicios fisiológicos y psicológicos casi siempre
graves e irreversibles. Es, sin ninguna justificación, un atentado contra la vida.

Al ser responsables ante Dios por la vida que nos ha dado, tenemos obligación de
cuidar la salud dentro de límites razonables. Exponernos a peligros deliberados o
innecesarios (como el alpinismo sin precauciones debidas), descuidar la atención
médica (cuando sospechamos tener una enfermedad seria), descuidar el necesario
descanso (no dormir o no comer lo debido), es faltar a nuestros deberes como
administradores de algo que es de Dios.

Un principio básico sobre este precepto es que la vida de todo el cuerpo es más
importante que la de cualquiera de sus partes. En consecuencia, es lícito extirpar un
órgano para conservar la vida. La amputación de un brazo gangrenado o de una matriz
cancerosa está justificada moralmente. Sin embargo, mutilar el cuerpo
innecesariamente es pecado, y pecado mortal si la mutilación es seria en sí o en sus
efectos. Aquella persona que voluntariamente se somete a una intervención quirúrgica
con el único fin de quedar estéril, incurre en un pecado mortal, igual que el cirujano que
la realiza, sean cuales fueren las circunstancias del caso concreto. También se incluye
dentro de este precepto la “eutanasia” (matar a un enfermo incurable para acabar con
sus sufrimientos). La eutanasia es pecado grave, aunque el mismo paciente la pida. Si
una enfermedad incurable es parte de la providencia de Dios para mí, ni yo ni nadie
tiene derecho a impugnarla. La vida es de Dios, y sólo Él determina cuando llega a su
fin.
La defensa de la vida humana en el Decálogo
Introducción
El quinto mandamiento estudia el tema decisivo -y por ello siempre actual- de la
moralidad de la vida humana. Es preciso valorar el hecho mismo de la existencia: lo
verdaderamente determinante en el hombre y en la mujer es ser, o sea, vivir. Lo
opuesto es la negatividad más absoluta: la nada. Quien toca la existencia "es", "vive";
por el contrario, otra infinidad de seres posibles están en el indecible "no-ser",
simplemente, no existen: están en la nihilidad oscura y tenebrosa.
El estudio del quinto mandamiento no se limita al enunciado negativo "no matar", sino
que en este precepto divino se integran los numerosos temas relacionados con la
"bioética". Esta nueva parcela de la Teología Moral trata de interpretar, desde la óptica
moral, una serie de situaciones nuevas nacidas de los avances de la Medicina, de la
Genética y de la Biología. La Teología Moral valora positivamente todos los logros
científicos que mejoran el origen, el cuidado y el acabamiento de la vida humana. Pero,
al mismo tiempo, prevé contra el abuso de algunos métodos y hallazgos que no sólo no
respetan su inmensa dignidad, sino que pueden dañarla.
Con el fin de estudiar sistemáticamente este conjunto de temas, se seguirá el orden
cronológico que sigue la existencia del hombre y de la mujer desde su aparición hasta
su muerte, o sea, nacer, vivir y morir. En concreto, a lo largo de dos capítulos
trataremos los problemas éticos correspondientes a esas tres etapas de la biografía
personal:
1º. Las cuestiones morales que se suscitan en la generación de una nueva vida hasta
su nacimiento (esterilización, intervención sobre la procreación, respeto de los
embriones humanos, diagnóstico prenatal, aborto).
2º. Los problemas éticos que se originan para conservar la vida ya nacida (legítima
defensa, homicidio, suicidio, investigación científica, trasplante de órganos, respeto a la
integridad corporal, cuidado de la salud, drogadicción, terrorismo, la guerra).
3º. El estudio de los temas morales que se originan en el estadio final de la vida, antes
de consumarse en la muerte (sufrimiento, enfermedad, eutanasia, respeto a los
muertos).
Testimonio bíblico sobre el valor de la vida
La razón última que justifica el quinto mandamiento es la defensa del valor
inconmensurable de la vida humana. Pues bien, más que cualquier antropología
filosófica, es la Revelación la que destaca la significación, el alcance, la calidad y la
trascendencia de la vida. En efecto, la Biblia se inicia con la narración del origen del
mundo y del hombre: Dios llama a la existencia a todas las criaturas y en ese relato se
destaca el comienzo de los seres vivos, especialmente del hombre y de la mujer, como
corona y reyes de la entera creación. Jesús afirmará, como tesis fundamental de la
revelación, que el Dios cristiano "no es el Dios de muertos, sino de vivos" (Mc 12,27).
A partir de este dato inicial, la Revelación destaca en todo momento ese valor
trascendente de la vida humana. Por eso, ante la muerte violenta de Abel, Dios lanza al
asesino Caín esta dolorosa pregunta: "¿Qué has hecho?". Y el Señor clausuró su
discurso con esta condena radical de la muerte: "La voz de la sangre de tu hermano
clama hacia mí desde la tierra. Ahora, maldito seas, márchate de esta tierra que ha
abierto su boca para recibir la sangre que has derramado de tu hermano" (Gn 4,10-11).
Esa significación valiosa de la vida y de la condena de la muerte violenta quedan
consignadas gráficamente en el dato de que en el Paraíso sólo se hace mención de
dos árboles: uno es el "árbol de la vida" (Gn 2,9), el otro es el árbol del "bien y de mal",
del cual el hombre no debe comer, pues si come de él morirá (Gn 2,17).
Pero, según la Revelación, Dios no ha creado al hombre para la muerte, sino para la
vida (Sap 2,22-23); de ahí que se alegre con la vida y "no se recrea en la destrucción
de los vivientes, pues todo lo creó para que subsistiera" (Sap 1,11). Dios asegura: "no
me complazco en la muerte de nadie" (Ez 18,32). Al contrario, el ideal divino es que el
hombre goce de una larga vida. Por eso, se elogia la longevidad de Abraham, que
murió "lleno de años" (Gn 25,8) y Dios premia a los buenos con una vida larga (Dt 4,40;
Ecl 11,8-11). En consecuencia, quien desee vivir debe acudir a Yavéh, el cual "es la
fuente de la vida! (Prov 14,27).
Pero es en el Nuevo Testamento en donde sobresale aún más la valoración de la vida.
Jesús es "el Verbo de la vida" (1 Jn 1,1); Él posee la vida desde la eternidad (Jn 1,4);
dispone de la vida (Jn 5,26) y vino, precisamente, para dar una vida abundante (Jn
10,10). Él mismo es "la vida" (Jn 14,6). Él puede comunicar una vida que "salta hasta la
vida eterna" (Jn 4,14). Y el Señor Jesús hace esta solemne promesa: "El que crea en
mí no morirá para siempre" (Jn 11,25). En resumen, el tema de la vida es un recurso
habitual del Nuevo Testamento. De ahí la abundancia de milagros en la vida histórica
de Jesús dando la salud a muchos enfermos y aún devolviéndola a algunos muertos.
A la vista de estos datos, se entiende que el quinto precepto del Decálogo se enuncie
con este grave y tajante imperativo: "No matarás" (Ex 20,13). Y Dios amenaza que
quien mata a un hombre, será llamado asesino, y por ello merecerá la muerte: "Pediré
cuentas de vuestra sangre y de vuestras vidas... si uno derrama sangre de hombre,
otro hombre derramará su sangre; porque a imagen de Dios fue hecho el hombre" (Gn
9,5-6).
De acuerdo con estas enseñanzas bíblicas, el Magisterio de la Iglesia enseña que toda
vida humana es digna y sagrada: "La vida humana es sagrada, porque desde su inicio
es fruto de la acción de Dios y permanece siempre en una especial relación con el
Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde el comienzo hasta su
término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de
modo directo a un ser humano inocente" [1].
Según el pensar cristiano, en el origen y en el ser mismo de la vida humana se rastrea
y se encuentra siempre a Dios. En consecuencia, la luz que brota de este postulado
muestra la grandiosidad de la doctrina moral cristiana sobre el valor de la vida. Por el
contrario, otras corrientes de pensamiento laicas y más aún las laicistas -sobre todo si
son negadoras de Dios-, parten no del valor de la vida humana en sí misma, sino de la
vida adjetivada como productiva, útil, placentera... Por eso, aunque aparentemente
defiendan la vida, sin embargo sólo protegen la "vida sana" y "útil" y en su perspectiva
la vida débil queda indefensa. En rigor, pese a sus protestas, son meros "biologistas",
pero no humanistas.
El respeto a la integridad corporal: la esterilización
Dada la importancia de la vida, es lógico que la bioética cristiana empiece con la
defensa de la capacidad procreadora del hombre y de la mujer. Y de ahí, la condena de
la esterilización.
Esterilizar es la intervención en algunos de los órganos de reproducción con el fin de
privar al hombre o a la mujer de la facultad procreativa.
La esterilización puede ser directa o indirecta; física y química; temporal y perpetua.
Esterilización indirecta
Es la que se sigue, tanto en el hombre como en la mujer, de una intervención quirúrgica
o de terapias químicas que es preciso llevar a cabo porque peligra su salud. Para la
licitud se requiere que concurran estas tres condiciones:

que el órgano produzca un daño serio o sea una amenaza para el organismo;
que dicho daño no se pueda evitar más que mediante la extirpación o anulación de
dicho órgano;
que la mutilación compense el bien que se espera alcanzar.

La razón de la licitud es el "principio de totalidad"; es decir, es lícito eliminar un


miembro en favor de la salud de todo el cuerpo. A este principio recurre Pío XII, y
concluye: "Esta extirpación no ocasiona objeción alguna bajo el punto de vista moral"
[2].
Esterilización directa
La esterilización directa es la tiene como objetivo eliminar un órgano productivo con el
fin de evitar la generación de una nueva vida. Puede llevarse a cabo de diversos
modos. La más común en el varón se realiza mediante la vasectomía o simple sección
o interrupción del conducto deferente que imposibilita la emisión de esperma fértil. La
esterilidad directa femenina se hace mediante el ligamento de las trompas de Falopio
que impide el encuentro entre el espermatozoide y el óvulo.
La vasectomía es una intervención de microcirugía, pues se lleva a cabo en
ambulatorios, con anestesia local. El ligamento de trompas es también una simple
operación quirúrgica. Ello explica que cada día sea más frecuente entre quienes evitan
tener hijos. Pero la esterilización, además de representar una verdadera mutilación,
priva al hombre y a la mujer de su capacidad procreadora. De aquí la condena por
parte del Magisterio. Así se expresaba Pío XII:
"Sería mucho más que una simple falta de prontitud para el servicio de la vida si el
atentado del hombre no fuera sólo contra un acto singular, sino que atacase al
organismo mismo, con el fin de privarlo, por medio de la esterilización, de la facultad de
procrear una nueva vida. También aquí tenéis para vuestra conducta interna y externa
una clara norma en las enseñanzas de la Iglesia. La esterilización directa -esto es, la
que tiende, como medio o como fin, a hacer imposible la procreación -es una grave
violación de la ley moral y, por lo tanto, ilícita" [3].
Algunos moralistas se separan de esta enseñanza magisterial, pues juzgan que,
cuando fallan otros medios para vivir la "paternidad responsable", los esposos podrían
recurrir a la esterilización como último recurso. Pues bien, la Congregación para la
Doctrina de la Fe emitió un documento en que rechaza esta teoría y condena todo tipo
de esterilización directa:
"Cualquier esterilización que por sí misma o por su naturaleza y condiciones propias,
tiene por objeto inmediato que la facultad generativa quede incapacitada para la
procreación, se debe retener como esterilización directa (...). Por lo tanto queda
absolutamente prohibida, independientemente de la recta intención subjetiva de los
agentes para proveer la salud o para prevenir un mal físico o psíquico que se prevé o
se teme derivará en embarazo. Ciertamente está más gravemente prohibida la
esterilización de la misma facultad que la de un acto, ya que la primera conlleva un
estado de esterilidad, casi siempre irreversible. Y la autoridad pública no puede invocar,
de ninguna manera, su necesidad para el bien común, porque sería lesivo para la
dignidad e inviolabilidad de la persona humana. Igualmente, no se puede invocar en
este caso el principio de totalidad, por el que se justifican las intervenciones sobre los
órganos para un mayor bien de la persona; de hecho, la esterilidad por sí misma no se
dirige al bien integral rectamente entendido de la persona (...), sino que daña su bien
ético, que es supremo, al privar deliberadamente de un elemento esencial la prevista y
libremente elegida actividad sexual" [4].

Intervenciones sobre la fecundación o procreación humana


El origen de la vida humana va unido a la fecundidad del amor esponsalicio. El inicio de
una nueva vida es un misterio en el que, junto a los esposos, Dios interviene con la
creación individual del alma. Este misterioso concurso del amor humano y del querer
divino ensalza el comienzo de la vida de cualquier hombre. Ahora bien, tal grandioso
origen empieza a desdibujarse desde el momento en que esa acción creadora se
convierte en un artificio productor de vida, pues la vida se crea, no se fabrica; es una
persona, no un artilugio.
Esta afirmación no es una mera consideración poética, sino que, además de responder
a la enseñanza de la revelación cristiana, está de acuerdo con la tradición de todos los
pueblos y con la reflexión filosófica sobre las singularidad del ser humano. Por ello, son
muy fundadas las razones que demuestran que es en el ámbito del matrimonio donde
debe asentarse el origen de una nueva vida: "La tradición de la Iglesia y la reflexión
antropológica reconocen en el matrimonio y en su unidad indisoluble el único lugar
digno de una procreación verdaderamente responsable" (DV II, 1).
La Instrucción DV reconoce y encomia los avances realizados en esta materia, pero
para su empleo, adelanta este criterio moral: se ha de tener en cuenta el valor de la
vida humana y la originalidad con que esa vida es transmitida en el matrimonio.
Procreación o fecundación artificial (FIV-FIVET) [5]
La "procreación artificial" propiamente dicha es la que se lleva a cabo separando el
acto conyugal y la fecundación. El juicio moral que condena este tipo de inseminación
se rige por este principio ético: "Cuando la intervención técnica sustituye al acto
conyugal, es moralmente ilícita" (DV II, 6). La terminología no es unánime en todos los
autores. Aquí seguimos la que enuncia la Instrucción Donum vitae, que distingue entre
FIVET e inseminación artificial [6]. Cabe distinguir dos métodos de realizarla:

a) Fecundación o procreación artificial homóloga: La Instrucción entiende que se trata


de una técnica dirigida a lograr la concepción humana a partir de los gametos de dos
esposos unidos en matrimonio. Puede realizarse de dos métodos diversos:
- FIVET homóloga: es la técnica encaminada al logro de una concepción humana
mediante la unión in vitro (en el laboratorio) de gametos de los esposos unidos en
matrimonio.
- Inseminación artificial homóloga: es la técnica dirigida al logro de una concepción
humana mediante la transferencia a las vías genitales de una mujer casada del semen
previamente tomado del marido.

b) Fecundación o procreación artificial heteróloga: es la técnica ordenada a obtener


artificialmente una concepción humana, a partir de gametos procedentes de al menos
un donador diverso de los esposos unidos en matrimonio. Estas técnicas pueden ser
de dos tipos:
- FIVET heteróloga: es la técnica encaminada a lograr una concepción humana a través
de la unión in vitro de gametos extraídos de al menos un donador diverso de los
esposos unidos en matrimonio.
- Inseminación artificial heteróloga: es la técnica dirigida a obtener una concepción
humana mediante la transferencia a las vías genitales de la mujer del semen
previamente recogido de un donador diverso del marido.
La razón por la que la moral rechaza este tipo de fecundación asistida es porque
desnaturaliza el acto conyugal, que encierra dos realidades, íntimamente relacionadas
entre si: la significación unitiva y la procreadora. Ahora bien, según la más sana
antropología, en la cual se apoya la mortal católica, no es lícito, éticamente, separar
ambas dimensiones:
"La inseminación artificial sustitutiva del acto conyugal se rechaza en razón de la
disociación voluntariamente causada entre los dos significados del acto conyugal (...),
le falta la relación sexual requerida por el orden moral, que realiza el sentido íntegro de
la mutua donación y de la procreación humana, en un contexto de amor verdadero"(DV
II, 6).
"La FIVET homóloga se realiza fuera del cuerpo de los cónyuges por medio de gestos
de terceras personas, cuya competencia y actividad técnica determina el éxito de la
intervención; confía la vida y la identidad del embrión al poder de los médicos y de los
biólogos, e instaura un dominio de la técnica sobre el origen y sobre el destino de la
persona humana. Una tal relación de dominio es en sí contraria a la dignidad y a la
igualdad que debe ser común a padres e hijos (...). Por estas razones, el así llamado
"caso simple", esto es, un procedimiento de FIVET homóloga libre de toda relación con
la praxis abortiva de la destrucción de los embriones y con la masturbación, sigue
siendo una técnica moralmente ilícita, porque priva a la procreación humana de la
dignidad que le es propia y connatural" (DV II, 5).

Este mismo juicio moral se recoge en el Catecismo de la Iglesia Católica: "Practicadas


dentro de la pareja, estas técnicas (inseminación y fecundación artificiales homólogas)
son quizá menos perjudiciales, pero no dejan de ser moralmente reprobables. Disocian
el acto sexual del acto procreador. El acto fundador de la existencia del hijo ya no es un
acto por el que dos personas se dan una a otra, sino que confía la vida y la identidad
del embrión al poder de los médicos y de los biólogos, e instaura un dominio de la
técnica sobre el origen y sobre el destino de la persona humana. Una tal relación de
dominio es en sí contraria a la dignidad e igualdad que debe ser común a padres e
hijos" (CEC 2377).
Con más razón, el Magisterio rechaza la "fecundación artificial heteróloga": "La
fecundidad artificial heteróloga es contraria a la unidad del matrimonio, a la dignidad de
los esposos, a la vocación propia de los padres y al derecho de los hijos a ser
concebidos y traídos al mundo en el matrimonio y por el matrimonio. El respeto de la
unidad del matrimonio y de la fidelidad conyugal exige que los hijos sean concebidos
en el matrimonio; el vínculo existente entre los cónyuges atribuye a los esposos, de
manera objetiva e inalienable, el derecho exclusivo de ser padre y madre solamente el
uno a través del otro. El recurso a los gametos de una tercera persona, para disponer
de esperma o del óvulo, constituye una violación del compromiso recíproco de los
esposos y una falta grave contra aquella propiedad esencial del matrimonio que es la
unidad. La fecundación heteróloga lesiona los derechos del hijo, lo priva de la relación
filial con sus orígenes paternos y puede dificultar la maduración de su identidad
personal" (DV II, 2).
No se considera "fecundación artificial" la ayuda médica bien sea para superar las
dificultades que impiden que el acto conyugal se realice plenamente, o para que se
facilite el encuentro del óvulo y el espermatozoide. En este caso, se trata de una
asistencia técnica que vence algún obstáculo para que se alcance la finalidad del acto
conyugal de los esposos. Esta asistencia médica está de acuerdo con la doctrina
moral:
"El acto médico es respetuoso de la dignidad de las personas cuando se dirige a
ayudar el acto conyugal, sea para facilitar su realización, sea para que el acto
normalmente realizado consiga su fin. Sucede a veces, por el contrario, que la
intervención médica sustituye técnicamente al acto conyugal, para obtener una
procreación que no es ni su resultado ni su fruto: en este caso el acto médico no está,
como debería, al servicio de la unión conyugal, sino que se apropia de la función
procreadora y contradice de ese modo la dignidad y los derechos inalienables de los
esposos y de quien ha de nacer" (DV II, 7).
La "fecundación artificial" propiamente dicha es, pues, la que se lleva a cabo separando
el acto conyugal y la fecundación. La norma moral que condena este tipo de
inseminación se rige por este principio ético: "Cuando la intervención técnica sustituye
al acto conyugal, es moralmente ilícita" (DV II, 6).
Además de la inmoralidad de las técnicas empleadas, la "inseminación in vitro" conlleva
-por exigencias de seguridad- la implantación de varios óvulos, lo cual facilita la
práctica de "reducción embrionaria", o sea, la eliminación de uno o más óvulos
fecundados. Asimismo, fomenta la práctica de la congelación de los óvulos sobrantes,
la denominada "maternidad sustitutiva o de alquiler", etc. Es decir, una serie de
prácticas que lesionan gravemente la dignidad de la vida humana. La Encíclica
Evangelium vitae resume así el conjunto de razones que acreditan el juicio negativo
sobre la reproducción artificial:
"Las distintas técnicas de reproducción artificial, que parecían puestas al servicio de la
vida y que son practicadas no pocas veces con esta intención, en realidad dan pie a
nuevos atentados contra la vida. Más allá del hecho de que son moralmente
inaceptables desde el momento en que separan la procreación del contexto
integralmente humano del acto conyugal, estas técnicas registran altos porcentajes de
fracaso. Éste afecta no tanto a la fecundación como al desarrollo posterior del embrión,
expuesto al riesgo de muerte por lo general en brevísimo tiempo. Además, se producen
con frecuencia embriones en número superior al necesario para su implantación en el
seno de la mujer; y estos así llamados embriones supernumerarios son posteriormente
suprimidos o utilizados para investigaciones que, bajo el pretexto del progreso científico
o médico, reducen en realidad la vida humana a simple material biológico del que se
puede disponer libremente" (EV 14).
Diagnóstico prenatal
Los avances médicos permiten detectar algunas modalidades del feto, que en
ocasiones pueden ser tratadas y mejoradas con el auxilio de la medicina. Es válido
que, si la técnica dispone de medios para mejorar y sanar al ser humano aún antes de
nacer, deben ser aplicados, con tal de que se respete la vida del no nacido y se busque
su salud. En consecuencia, por motivos terapéuticos cabe llevar a cabo investigaciones
prenatales en caso de que no suponga riesgos desproporcionados ni para el feto ni
para la madre.
Como es lógico, esas condiciones deben ser juzgadas por la recta conciencia del
médico, previo consentimiento de los padres. Los criterios éticos los explicita la
Encíclica HV. Evangelium vitae lo hace en estos términos:
"Una atención especial merece la valoración moral de las técnicas de diagnóstico
prenatal, que permiten identificar precozmente eventuales anomalías del niño por
nacer. En efecto, por la complejidad de esta valoración debe hacerse muy cuidadosa y
articuladamente. Estas técnicas son moralmente lícitas cuando están exentas de
riesgos desproporcionados para el niño o la madre y están orientadas a posibilitar una
terapia precoz o también a favorecer una serena y consciente aceptación del niño por
nacer. Pero, dado que las posibilidades de curación antes del nacimiento son hoy
todavía escasas, sucede no pocas veces que estas técnicas se ponen al servicio de
una mentalidad eugenésica, que acepta el aborto selectivo para impedir el nacimiento
de niños afectados por varios tipos de anomalías. Semejante mentalidad es
ignominiosa y totalmente reprobable, porque pretende medir el valor de una vida
humana siguiendo sólo parámetros de `normalidad' y de bienestar físico, abriendo así
el camino a la legitimación incluso del infanticidio y de la eutanasia" (EV 63; cfr. 14) [7].
La mujer que solicita un diagnóstico con la decidida intención de proceder al aborto, en
el caso de que haya malformación, comete una acción gravemente ilícita (cf. DV 34).
Pero la denominada "ingeniería genética" puede llevar a cabo algunos experimentos
que manipulen la vida del embrión y lesionen su dignidad, por lo que deben ser
rechazados. También de este tema se ha ocupado el Magisterio:
"Las técnicas de fecundación in vitro pueden hacer posibles otras formas de
manipulación biológica o genética de embriones humanos, como son: los intentos y
proyectos de fecundación entre gametos humanos y animales y la gestación de
embriones humanos en útero de animales; y la hipótesis y el proyecto de construcción
de úteros artificiales para el embrión humano. Estos procedimientos son contrarios a la
dignidad del ser humano propia del embrión y, al mismo tiempo, lesionan el derecho de
la persona a ser concebida y a nacer en el matrimonio y del matrimonio. También los
intentos y las hipótesis de obtener un ser humano sin conexión alguna con la
sexualidad mediante "fisión gemelar", clonación, partenogénesis, deben ser
considerados contrarios a la moral en cuanto que están en contraste con la dignidad
tanto de la procreación humana como de la unión conyugal" (DV I, 6).
Aborto
La dignidad de la vida da lugar a una enseñanza que en la ética goza de carácter de
principio inviolable: toda vida humana debe ser respetada. Ello exige que se proteja y
defienda también la concebida y aún no nacida. En consecuencia, la moral cristiana
defiende siempre la protección del feto antes de nacer. Lo contrario, es el "aborto".
El término aborto deriva de "ab-ortus", o sea, etimológicamente, significa "privar de
nacimiento". Pero el verbo latino "aborior" significa también "matar". Por consiguiente,
abortar significa matar a un ser de la especie humana. Consecuentemente, por
exigencias de rigor intelectual, se ha de rechazar otra terminología falsa, cargada de
eufemismo, tal como "interrupción voluntaria del embarazo", pues "interrumpir" significa
que algo, después de interrumpirse, puede ser nuevamente reanudado. Lo contrario del
aborto, que "suprime" una vida sin posibilidad alguna de "reanudarla".
El fenómeno del aborto es bien conocido y practicado en todas las épocas desde la
antigüedad. Pero, en nuestro tiempo tiene dos características nuevas: Primera: la
cantidad enorme de abortos provocados. Segunda: que la práctica del aborto esté
legitimada por las instancias jurídicas de los Estados. Ambas circunstancias gravan la
práctica del aborto hasta el punto de que no pocos hombres de nuestro tiempo juzgan
la práctica del aborto y su legalización como uno de los errores y de los horrores más
graves de nuestro tiempo.
Esta condena no puede considerarse ni exagerada ni extemporánea, dado que, desde
el inicio de la ética y de la ciencia médica ha sido condenada. Por ejemplo, en el primer
Código Ético de la Medicina, el Juramento Hipocrático (siglo V antes de Cristo), lo
condena en los siguientes términos: "Jamás daré a nadie medicamento mortal, por
mucho que me lo soliciten; ni administraré abortivo a mujer alguna".
Como es lógico, a esta condena se suma la entera tradición de la Iglesia desde su
inicio y también el magisterio de todos los tiempos. En efecto, los escritos de los
Padres abundan en testimonios de condena. Se contiene ya en el primer documento
conocido: La Didaje sentencia: "No matarás a tu hijo en el seno de la madre" [8]. Y
Tertuliano escribe: "Es un homicidio anticipado el impedir el nacimiento; poco importa
que se suprima la vida ya nacida o que se la haga desaparecer al nacer. Es un hombre
el que está en camino de serlo" [9].
Con la misma contundencia, se repiten los testimonios del magisterio a lo largo de la
historia. Baste con citar éste de Juan Pablo II, que destaca por el tono magisterial con
que se expresa:
"Con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con
todos los Obispos -que en varias ocasiones han condenado el aborto y que en la
consulta citada anteriormente sobre esta doctrina han concordado unánimemente-,
declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un
desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente.
Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es
transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y
universal" (EV 62).
El aborto es un hecho tan grave, que está prohibido y castigado como un delito en los
diversos Códigos Civiles de los Estados. La "ley del aborto" -en sí misma injusta- sólo
lo despenaliza en algunos supuestos igualmente injustos. Como es lógico, a partir de
que todo aborto mata la vida de un ser humano, la Iglesia lo condena y lo agrava con
una censura, la "excomunión latae sentenciae"; es decir, que se cae en excomunión
por el hecho mismo de procurar el aborto, si se ha producido (cf. CIC, 1398). El rigor de
esta pena se aclara por los obispos de España con estas palabras:
"La excomunión significa que un católico queda privado de recibir los sacramentos
mientras no le sea levantada la pena: no se puede confesar válidamente, no puede
acercarse a comulgar, no se puede casar por la Iglesia, etc. El excomulgado queda
también privado de desempeñar cargos en la organización de la Iglesia" [10].
La condena del aborto es ya una demanda científica, dado que los avances de la
medicina muestran que, desde la concepción, el cigoto tiene su propio código genético,
de forma que constituye un individuo distinto de su madre. Esto indica que el aborto
elimina un ser de la especie humana. Del tema nos ocupamos más ampliamente en el
Capítulo IX.
Es preciso dejar claro que el aborto no es sólo una cuestión religiosa, sino también un
problema de civilización y de cultura, tal como señala Julián Marías:
"Creo que es un grave error plantear esta cuestión (el aborto) desde una perspectiva
religiosa: se está difundiendo la actitud que considera que para los cristianos (o acaso
"para los católicos") el aborto es reprobable con lo cual se supone que para los que no
lo son puede ser aceptable y lícito. Pero la ilicitud del aborto nada tiene que ver con la
fe religiosa, ni aun con la mera creencia en Dios; se funda en meras razones
antropológicas, y en esta perspectiva hay que plantear la cuestión. Los cristianos
pueden tener un par de razones más para rechazar el aborto; pueden pensar que,
además de un crimen, es un pecado. En el mundo en que vivimos hay que dejar esto -
por importante que sea- en segundo lugar, y atenerse por lo pronto a lo que es válido
para todos, sea cualquiera su religión o irreligión. Y pienso que la aceptación social del
aborto es lo más grave moralmente que ha ocurrido, sin excepción, en el siglo XX" [11].
La doctrina cristiana parte de este elemental supuesto: Es incuestionable que la vida
humana es un don que por sí misma tiene un valor inestimable. Por ello se ha de juzgar
que también es estimable cuando va acompañada de ciertas limitaciones, como son,
por ejemplo, la vida del enfermo, del minusválido, del anciano, o la de un adulto
desesperanzado que vive en situación calamitosa... Éstas y otras circunstancias -si
bien en ocasiones son en sí dolorosas- permiten concluir que los adjetivos "nacido-no
nacido", "sano-enfermo", "normal-subnormal", "joven-anciano" no hacen más que
calificar la vida, pero en ningún caso se puede renegar de ella. Esta consideración es
aún más de ponderar cuando se cree en la vida eterna. En efecto, toda existencia
humana, aún la del mayor discapacitado, desde que ha tocado la existencia, está
destinada a vivir eternamente feliz en una vida posmortal en la presencia y en la
felicidad eterna y amorosa de Dios.
Una evidencia se manifiesta en este mandamiento: la apuesta por la vida. En efecto, la
moral cristiana defiende, sin fisura ni excepción alguna, la grandeza de la vida humana.
La dignidad del hombre y de la mujer se inicia desde el momento de la concepción: allí
donde surge la vida humana, como fruto del amor esponsalicio, se da una íntima
cooperación entre Dios y el hombre. Por ello, la vida concebida, aun antes de nacer,
merece siempre y en cualquier circunstancia el mayor respeto por parte de todos y este
bien debe ser reconocido y garantizado por un sistema jurídico justo.
Tras el nacimiento se inicia la biografía de cada persona, que se alarga en un amplio
espacio vital para culminar con la muerte. La ética de la vida (Bioética) no es una
ciencia negativa, ocupada sólo en condenar los errores, sino que favorece los avances
técnicos en ayuda de la vida del hombre y de la mujer. Como hemos visto, la Bioética
trata de protegerla desde la concepción hasta el nacimiento; pero no se limita al estadio
de nacer, sino que se prolonga a lo largo de la existencia de cada uno, sin descuidar el
momento de la enfermedad y de la muerte. De este modo, el triple estadio de la vida
del hombre y de la mujer: nacer, vivir y morir quedan garantizados por la enseñanza de
la ética cristiana.
Los temas éticos del primer estadio de la vida (nacer) quedan expuestos en el capítulo
anterior. Ahora, para seguir un orden lógico, en este capítulo tratamos los temas
morales que se incluyen en los dos últimos estadios de la existencia (vivir y morir).
Respecto al vivir, se estudian las situaciones más comunes para la conservación de la
vida. En concreto, las siguientes: el homicidio, el terrorismo, la tortura, la legítima
defensa, el trasplante de órganos, la investigación científica, alcoholismo- drogadicción,
el suicidio y la guerra.
Respecto al último estadio (morir), se estudian la atención y el cuidado en el momento
en que el individuo desfallece y muere. Con el fin de dignificar el estado final de la
existencia, se tratan los problemas éticos que plantea la enfermedad y el dolor y sobre
todo se defiende el derecho a morir con dignidad, a lo que se opone la eutanasia.
Finalmente, se estudia el trato debido a los muertos.
El homicidio
Homicidio es producir voluntariamente la muerte injusta del inocente. Causar
voluntariamente la muerte de un inocente es siempre una injusticia, por ello es el
género de muerte que prohibe, directamente, el quinto mandamiento. Si la vida es el
don personal por excelencia, es lógico que nadie pueda disponer de la vida ajena. Es
de admirar la contundencia con que la Biblia condena la muerte de un inocente, hasta
el punto que ya el Génesis advierte que "quien vierte la sangre inocente, verá su propia
sangre vertida" (Gn 9,6).
La gravedad del pecado de homicidio fue siempre recordada a los cristianos de todos
los tiempos. La primera tradición condenó este tipo de crimen, al cual, junto con la
idolatría, se le denominaba "pecado imperdonable". Incluso, cuando se admitía la pena
de muerte, se prohibía que un particular pretendiese aplicar justicia, porque tal acto
sería un homicidio. San Agustín escribió:
"El que matare al malhechor sin tener administración pública, será juzgado como
homicida; y tanto más, cuanto que no temió usurpar una potestad que Dios no le había
concedido" [1].
Y el Catecismo de la Iglesia Católica enseña: "El quinto mandamiento condena como
gravemente pecaminoso el homicidio directo y voluntario. El que mata y los que
cooperan voluntariamente con él cometen un pecado que clama venganza del cielo"
(CEC 2268).
El terrorismo
Cercano a la gravedad del homicidio se sitúa el terrorismo, máxime cuando va
acompañado de la muerte de uno o muchos inocentes. Como enseña el Catecismo de
la Iglesia Católica, "el terrorismo que amenaza, hiere y mata sin discriminación es
gravemente contrario a la justicia y a la caridad" (CEC 2297).
La Conferencia Episcopal Española define el terrorismo: "El propósito de matar y
destruir indistintamente hombres y bienes, mediante el uso sistemático del terror con
una intención ideológica totalitaria".
Además los obispos españoles hacen constar que un elemento fundamental de la
actividad terrorista es tratar de eludir el juicio moral justificándolo ideológicamente. Y
añaden que el terrorismo es intrínsecamente perverso, nunca justificable, y genera una
estructura de pecado que busca dos efectos directos y negativos: el miedo y el odio.
A estos graves delitos que causa el terrorismo -secuestros, heridos, muertes,-, hay que
añadir otra serie de males que le acompañan: inseguridad social, amenaza a la libertad
ciudadana, odio, venganza, etc. Por eso, nada hay que pueda justificar este fenómeno
que cabe calificar como delito público, pues es especialmente perturbador de la
convivencia social. Juan Pablo II lo condena con estas gravísimas acusaciones: "La
violencia es una mentira, porque va contra la verdad de nuestra fe, la verdad de
nuestra humanidad. La violencia destruye lo que pretende defender: la dignidad, la
vida, la libertad del ser humano. Este lenguaje no es ambiguo ni equívoco: la violencia
es un error, es una mentira, es un engaño, es un crimen, es indigna del hombre y
quienes tratan de justificarla carecen de sentido moral" [2].
En la condena y lucha contra el terrorismo se ha de practicar justicia y se ha de evitar la
venganza. Es claro que la maldad intrínseca del terrorismo y las graves injusticias que
puede provocar en el individuo y en la colectividad social el deseo de reprimirlo por
medios ilícitos, con lo que se corre el riesgo de dar rienda suelta al sentimiento de
venganza. Pero, si algo está claro en el Evangelio es el amor al enemigo, lo que
invalida cualquier justificación del recurso a la fuerza vengativa para luchar contra el
terrorismo. El Evangelio no deja lugar alguno para la venganza, dado que Jesús eliminó
la vieja "ley del talión" (Mt 5, 38-42).
La tortura
Tortura es el uso de la fuerza física o de la violencia moral para arrancar confesiones,
castigar a los culpables, intimidar a los que se oponen o satisfacer el odio.
El juicio moral sobre la tortura, históricamente, ha ido unido al tema sobre la licitud de la
pena de muerte. Por eso, al ritmo en que se admitía la condena a la pena capital,
también se reconocía que, en ciertas circunstancias, se justificaba la tortura. Incluso, la
moral cristiana la legitimó con el fin de obtener información o de infringir un castigo.
Por el contrario, entre los autores actuales de la moral católica se da plena unanimidad
en condenarla sin paliativos. El Catecismo de la Iglesia Católica emite este juicio, en el
que hace historia de esta doctrina y enuncia las razones de este cambio sobre la
valoración moral de la tortura: "En tiempos pasados, se recurrió de modo ordinario a
prácticas crueles por parte de autoridades legítimas para mantener la ley y el orden,
con frecuencia sin protesta de los pastores de la Iglesia, que incluso adoptaron, en sus
propios tribunales las prescripciones del derecho romano sobre la tortura. Junto a estos
hechos lamentables, la Iglesia ha enseñado siempre el deber de clemencia y
misericordia; prohibió a los clérigos derramar sangre. En tiempos recientes se ha hecho
evidente que estas prácticas crueles no eran ni necesarias para el orden público ni
conformes a los derechos legítimos de la persona humana. Al contrario, estas prácticas
conducen a las peores degradaciones. Es preciso esforzarse por su abolición, y orar
por las víctimas y sus verdugos" (CEC 2298).
El recurso a la tortura para alcanzar confesiones es considerado por la moral cristiana
como una grave ofensa hecha al hombre que la padece, como también enseña el
Catecismo: "La tortura, que usa de violencia física o moral, para arrancar confesiones,
para castigar a los culpables, intimidar a los que se oponen, satisfacer el odio, es
contraria al respeto de la persona y de la dignidad humana" (CEC 2297).
La legítima defensa
Al imperativo "no matar" del quinto mandamiento no se opone la "legítima defensa", de
la cual puede seguirse la muerte del injusto agresor.
El hombre no es dueño absoluto de su vida, sino que debe conservarla y defenderla.
De ahí que, cuando sea atacado con peligro de su propia vida, tenga la obligación de
defenderse contra el agresor. Ahora bien, en la autodefensa puede ocasionar la muerte
del que injustamente le agrede.
Para que pueda hablarse la "legitimada defensa" se requieren estas condiciones:

1ª. Que el agresor intente causar un mal muy grave, por ejemplo, la muerte, heridas o
mutilación importantes, la violación sexual, intento de secuestro, pérdida de bienes
cuantiosos de fortuna... No se considera "agresión injusta" la calumnia, aunque
comporte la pérdida de la fama.
2ª. Debe tratarse de verdadera agresión física; no son suficientes las amenazas, a no
ser que se esté seguro de que tales amenazas son el preludio de la agresión. Tampoco
vale la defensa de una agresión futura.
3ª. Que la agresión sea, en verdad, "injusta"; no lo es, si quien "agrede" es un miembro
de la policía, por ejemplo, dado que lo hace por deber y no injustamente.
4ª. Para defenderse legítimamente no se requiere que el agresor lo haga de modo
voluntario. Cabe la legítima defensa contra un loco, un borracho o un drogadicto.
5ª. La defensa es legítima si el agredido no tiene otro medio para defenderse, pero no
se justifica si, por ejemplo, puede huir.
6ª. Que la reacción defensiva sea inmediata a la agresión, pues si se hace después, ya
no es "defensa", sino que se convierte en venganza.
7ª. Finalmente, se requiere que no se exceda en causar daño al agresor, de forma que,
si puede herirle, no debe ocasionarle la muerte. Es decir, la propia defensa debe
guardar "la moderación debida". Esta última condición no es fácil de precisar, dado que
el estado de miedo y nerviosismo impide hacer un juicio ecuánime de la situación.

La muerte del injusto agresor no supone una excepción al quinto mandamiento, pues el
"no matarás" se entiende sólo causar voluntariamente la muerte de un inocente; es
decir, condena el "homicidio".
Los trasplantes
Desde hace ya bastantes años, los avances de la medicina logran la sustitución de
miembros enfermos por otros sanos. Pues bien, el deber de mantener y defender la
vida personal, permite al individuo someterse a la operación de un trasplante de
órgano.
Existen diversos tipos de trasplantes: Autotrasplante o implantación de tejido u órganos
del mismo cuerpo del paciente. Heterotrasplante o implantación de un órgano de un
cuerpo ajeno al propio. Este tipo de trasplante puede ser homólogo, o sea, de un
miembro de un hombre a otro hombre y heterólogo, es decir, de un animal al hombre.
También es preciso distinguir entre el trasplante de un órgano vital o de un órgano
secundario del cuerpo humano. Finalmente, el trasplante puede ser entre vivos o de
muerto a vivo, según que el órgano trasplantado procede de una persona aún viva o se
asuma de un cadáver.
La ética admite toda esta clase de trasplantes. Sin embargo, se rechaza el trasplante
de órganos de animales que puedan influir directamente en el organismo humano,
como pueden ser las glándulas sexuales. También puede haber reparos en trasplantes
de partes decisivas del cerebro. Para el trasplante de una persona viva se requiere que
ofrezca total garantía, máxime si se trata de trasplantar un órgano vital.
La licitud de este género de operaciones ha sido confirmada desde el momento en que
la medicina logró los primeros trasplantes. Pío XII se adelantó no sólo a admitir la
licitud, sino que los justifica a partir de este principio: "El cadáver ya no es, en sentido
propio, un sujeto de derechos..., porque se halla privado de personalidad" [3].
Perfeccionada la técnica, se multiplican los testimonios magisteriales que afirman su
licitud. Por ejemplo, La Comisión Pastoral de la Conferencia Episcopal Española
escribe: "Esto que decimos hoy, y que ya anteriormente otros obispos dispusieron, no
es ninguna novedad en el pensamiento de la Iglesia: lo expresó ya Pío XII en el
momento en que los primeros trasplantes o transfusiones se hicieron. Lo han repetido
los pontífices posteriores. Muy recientemente, Juan Pablo II ha dicho que veía en ese
gesto de la donación no sólo la ayuda a un paciente concreto, sino "un regalo al Señor
paciente, que en su pasión se ha dado en su totalidad y ha derramado su sangre para
la salvación de los hombres". Es, ciertamente, al mismo Cristo a quien toda donación
se hace, ya que Él nos aseguró que "lo que hiciéramos a uno de estos mis
pequeñuelos conmigo lo hacéis" (Mt 25,40). ¿Y quién más pequeñuelo que el
enfermo?".
Seguidamente, los obispos de España animan a los cristianos a que faciliten el
trasplante de órganos y a que vivan una cristiana solidaridad: "Cumplidas esta
condiciones, no sólo no tiene la fe nada contra tal donación, sino que la Iglesia ve en
ella una preciosa forma de imitar a Jesús, que dio la vida por los demás. Tal vez en
ninguna otra acción se alcancen tales niveles de ejercicio de fraternidad. En ella nos
acercamos al amor gratuito y eficaz que Dios siente hacia nosotros. Es un ejemplo vivo
de solidaridad. Es la prueba visible de que el cuerpo de los hombres puede morir, pero
que el amor que los sostiene no muere jamás" [4].
La investigación científica
La ciencia médica en buena medida avanza al ritmo en que se llevan a cabo las
experiencias clínicas. A este respecto, los diversos Códigos Éticos regulan estas
investigaciones con el fin de evitar algunos excesos que cabe llevar a término. Por
ejemplo, la Declaración de Tokio (1975) dicta las siguientes criterios éticos: "La
investigación biomédica en seres humanos no puede legítimamente realizarse a menos
que la importancia de su objetivo mantenga una proporción con el riesgo inherente al
individuo" (I, 4).
"Cada proyecto de investigación biomédica en seres humanos debe ser precedido por
un cuidadoso estudio de los riesgos predecibles, en comparación con los beneficios
posibles para el individuo o para otros individuos. La preocupación por el interés del
individuo debe siempre prevalecer sobre los intereses de la ciencia y de la sociedad" (I,
6).
"Los médicos deben abstenerse de realizar proyectos de investigación en seres
humanos si los riesgos inherentes son impronosticables. Deben asimismo interrumpir
cualquier experimento que señale que los riesgos son mayores que los posibles
beneficios" (I, 7).
"Cualquier investigación en seres humanos debe ser precedida por la información
adecuada a cada voluntario de los objetivos, métodos, posibles beneficios, riesgos
previsibles e incomodidades que el experimento puede implicar (...). El médico debiera
entonces obtener el consentimiento voluntario y consciente del individuo,
preferiblemente por escrito" (I, 9).
"En la investigación en seres humanos, jamás debe darse precedencia a los intereses
de la ciencia y de la sociedad antes que al bienestar del individuo" (III, 4).
Esta normativa de la Asamblea Mundial de Tokio se repite en otros Documentos
posteriores. España emitió un Real Decreto acerca de la experimentación de
medicamentos [5].
En este tema se aúnan la legalidad y la moralidad. En efecto, la Teología Moral asume
y en parte se ajusta a estos criterios éticos de los científicos y apenas tiene que añadir
a esos principios técnicos más que el fundamento moral, el cual deriva de la peculiar
concepción del hombre, como criatura hecha a imagen de Dios. Además, en ocasiones
ayuda al médico a emitir un juicio ético más seguro. Ya Pío XII lo ponía de relieve: "El
médico serio y competente verá con frecuencia con una especie de intuición
espontánea la licitud moral de la acción que se propone y obrará según su conciencia.
Pero se presentan también posibilidades de acción en que no existe esta seguridad, o
tal vez él ve o cree ver con certeza lo contrario; o bien duda y oscila entre el "sí" y el
"no". El "hombre" dentro del "médico", en lo que tiene de más serio y de más profundo,
no se contenta con examinar desde el punto de vista médico lo que puede intentar y
conseguir; quiere también ver claro en la cuestión de las posibilidades y obligaciones
morales" [6].
Pero, en la medida en que los experimentos médicos siguieron otra ruta, el magisterio
insistió en que debía atenderse no sólo a las posibilidades técnicas, sino que el
científico también ha de considerar si se adecuan a no a los principios éticos. Para
alcanzar este fin, ya Pío XII asentó tres principios que deben regular la experimentación
médica: el interés de la ciencia, el bien del paciente y el beneficio que reporta para el
bien común de la humanidad.

- El interés de la ciencia médica como justificación de la investigación. El Papa


subraya el valor de los adelantos científicos, pero señala que el simple avance de la
ciencia no es un valor absoluto, pues "la ciencia misma, igual que su investigación y su
adquisición, deben asentarse en el orden de los valores". En efecto, en la escala de la
salud el lugar supremo lo ocupa no el saber científico, sino el hombre, a quien la
ciencia médica debe servir. Esta graduación es el aval de toda axiología (nn. 5-6).
- El bien del paciente puede justificar los nuevos métodos médicos de
investigación y tratamiento. Si bien la experimentación científica ha de estar a favor
de la salud del enfermo, este principio tiene también una limitación, pues "no es por sí
mismo ni suficiente ni determinante". El Papa aduce aquí un principio de la antropología
cristiana: el hombre no es dueño absoluto de su vida, por lo que no puede disponer a
capricho de ella: "El paciente está ligado a la teleología inmanente fijada por la
Naturaleza. Él posee el derecho de "uso" limitado por la finalidad natural de las
facultades y de las fuerzas de su naturaleza humana. Porque es usufructuario y no
propietario, no tiene poder ilimitado para poner actos de carácter anatómico o
funcional" (nn. 8-10).
- El interés de la comunidad. Es decir, la aplicación de nuevas técnicas está también
subordinada al bien común de la entera sociedad. En efecto, se han de valorar los
bienes físicos y morales que se seguirán para el futuro de la humanidad.
Juan Pablo II insiste en que todas las experiencias médicas han de tener a la vista la
dignidad de la persona humana, o sea, han de valorar la consideración del hombre
como hijo de Dios [7].
El respeto de la salud. El alcoholismo y la drogadicción
El hombre y la mujer tienen la grave obligación de cuidar la salud: la vida es un don de
Dios que el hombre debe agradecer y cuidar con esmero. Este deber es doble: poner
los medios necesarios para recuperar la salud en caso de enfermedad y evitar los
excesos que le causan algún deterioro al cuerpo o a la propia psicología.
Fuera de la comunes enfermedades que afectan al organismo y al psiquismo humanos,
las causas más frecuentes que ocasionan mal a la salud son el alcoholismo y el uso de
las drogas. En efecto, estos dos abusos son hoy ocasión frecuente del quebranto de la
salud, especialmente entre los jóvenes.
Ya el Antiguo Testamento prevenía contra el abuso del alcohol. El Profeta Isaías
advertía de los riesgos del alcoholismo: "También los sacerdotes y profetas desatinan
por el licor, se ahogan en vino, divagan por causa del licor, desatinan en sus visiones,
titubean en sus decisiones. Porque todas sus mesas están cubiertas de vómito
asqueroso sin respetar sitio" (Is 28,7-8).
Además, el abuso del vino es origen de no pocos desencantos familiares y es ocasión
de la pobreza: el Eclesiástico sentenció: "Un obrero bebedor nunca se enriquecerá"
(Eccl 19,1).
El alcoholismo es un pecado grave, por cuanto daña la salud y disminuye o anula las
facultades intelectuales del hombre y de la mujer. Además, cuando se adquiere el
hábito, facilita el acceso a otras experiencias más graves, como es la drogadicción y
constituye un riesgo para la procreación. Finalmente, el individuo puede ser
responsable de los daños que provoca en el estado de embriaguez.
Más peligroso que el alcoholismo, es el uso de la droga. Consumir drogas es un
pecado especialmente grave. Además de disminuir o anular las facultades psíquicas, la
droga causa en el individuo verdaderos estragos físicos y psíquicos. También crea
fácilmente la drogodependencia, con todas las secuelas personales, familiares y
sociales que conlleva. Finalmente, la drogadicción es una de las causas que facilita
contraer la enfermedad del SIDA.
El Magisterio se ha ocupado reiteradamente de este tema. Pero a la doctrina
magisterial, se junta la atención pastoral. Con este fin, no pocas instituciones de la
Iglesia se están dedicando pastoralmente a desarrollar diversos programas para la
prevención y la recuperación de las personas afectadas por la droga. Pero, para
atemperar sus efectos, se han de sumar todas las instancias sociales, incluida la
legislación oportuna. Este es el objetivo que marca Juan Pablo II:
"La droga es un mal, y ante el mal no cabe concesiones. Las legislaciones, incluso
parciales, además de ser por lo menos discutibles en relación a lo que debe ser una
ley, no surten los efectos que se habían prefijado. Una experiencia ya común lo
confirma. Prevención, represión, rehabilitación: he aquí los puntos focales de un
programa que, concebido y llevado a cabo a la luz de la dignidad del hombre y apoyado
en unas correctas relaciones entre los pueblos, suscita la confianza y el apoyo de la
Iglesia" [8].
El suicidio
El cuidado de la salud y el respeto a la integridad corporal supone que el hombre no
tiene un dominio absoluto sobre su vida: es un inteligente administrador y un libre
poseedor de la misma, pero no puede disponer de ella a capricho. Así se expresa Dios
en el Antiguo Testamento: "Ved ahora que yo, sólo yo soy, y no existe otro dios frente a
mí. Yo doy la muerte y yo doy la vida, yo hago la herida y yo mismo la curo, y no hay
quien pueda librar de mi mano (Dt 32,39). La Biblia y la Tradición es unánime en la
condena de todo tipo de suicidio.
El acabar con la propia vida no es fruto de una opción valiente y decisiva de la persona,
al contrario, significa una debilidad y falta de voluntad, dado que el suicida no es capaz
de asumir las grandes dificultades que pueden acontecer en su existencia. Para el
creyente significa además una falta de confianza en Dios. Con frecuencia, el suicidio se
consuma cuando el individuo está sometido a profundas debilidades psicológicas que
le impiden asumir valientemente las dificultades que entraña la vida. Además, el
suicidio supone un desprecio de la propia persona y causa un grave mal a la
convivencia social.
Ante el aumento del fenómeno social del suicidio, la Santa Sede emitió un documento,
en el cual enjuicia las causas que lo provocan, ofrece los remedios para evitarlo,
argumenta sobre su no licitud y finaliza con la condena en estos términos: "La muerte
voluntaria, o sea, el suicidio, es, por consiguiente, tan inaceptable como el homicidio;
semejante acción constituye, en efecto, por parte del hombre, el rechazo de la
soberanía de Dios y de su designio de amor. Además, el suicidio es a menudo un
rechazo del amor hacia sí mismo, una negación de la natural aspiración a la vida, una
renuncia frente a los deberes de justicia y caridad hacia el prójimo, hacia las diversas
comunidades y hacia la sociedad entera, aunque a veces intervengan, como se sabe,
factores psicológicos que pueden atenuar o incluso quitar la responsabilidad" [9].
La defensa de la paz: evitar la guerra
La guerra es siempre un mal. Es un profundo fracaso en la convivencia humana.
Además, origina múltiples males a diversos y muy amplios niveles: desde los
desórdenes individuales, hasta la ruptura de las relaciones entre las diversas naciones
e incluso de las distintas culturas de la geografía mundial. Por ello, la guerra significa
casi siempre la derrota del hombre y de la humanidad.
La tradición teológica expuso detalladamente las condiciones para la licitud de la
guerra. Pero las circunstancias históricas y el masivo poder destructor de las armas
modernas ha motivado que el Concilio Vaticano II haya limitado notablemente las
condiciones de licitud, de forma que existe un consenso generalizado en negar
legitimidad moral a la guerra ofensiva. Incluso la guerra, entendida como legítima
defensa, está sometida a estas condiciones restrictivas:
"Mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y
provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo
pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa" (GS 79).
El Catecismo de la Iglesia Católica concreta la doctrina acerca de la guerra defensiva
justa en estas cuatro condiciones:
- Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea
duradero, grave y cierto.
- Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado
impracticables o ineficaces.
- Que se reúnan las condiciones serias de éxito.
- Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal
que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una
prudencia extrema en la apreciación de esta condición (CEC 2309).
Pero la superación de la guerra, en buena medida, está condicionada a una cultura de
la paz. Si el cristianismo es la religión de la paz, se impone a la moral cristiana educar a
las nuevas generaciones en los valores de la paz y desacreditar los posibles logros de
la guerra. Como enseña Juan Pablo II: "El comienzo de la guerra marca una grave
derrota del derecho internacional y de la comunicación internacional. La guerra no
puede ser un medio adecuado para resolver completamente los problemas existentes
entre las naciones. No lo ha sido nunca y no lo será jamás" [10]. Y, en otra ocasión, al
Cuerpo Diplomático, el Papa sentenció: "La guerra es la decadencia de toda la
humanidad".
La eutanasia
La vida del hombre sobre la tierra está determinada en el tiempo. El hombre y la mujer
clausuran su estadio terrestre con la muerte. Al colofón de la muerte, con frecuencia, le
acompaña la enfermedad y el dolor. El dolor representa una de las grandes aporías de
la existencia del hombre, hasta el punto que, como enseña el Concilio Vaticano II, "la
violenta protesta contra el mal es una de las causas del ateísmo moderno (GS 19).
Dado que la enfermedad y el dolor son un hecho frecuente en la vida humana, cada
persona ha de saber asumir los ritmos de salud y enfermedad que se alternan a lo
largo de su biografía. La imitación de Jesucristo y su invitación para seguirle en la cruz
es el camino que debe guiar al cristiano cuando le sorprenda la enfermedad y con ella
aparezca el dolor.
Pero es un hecho que, si en todas las épocas el dolor ha sido un enigma y una
sobrecarga, parece que nuestra época -falta de fe y con una palpable pasión por el
placer- está menos preparada para descubrir el sentido del sufrimiento. Así se apuesta
por eliminarlo cuando la existencia propia o ajena empieza a deteriorarse. De ahí, la
defensa de la "muerte dulce", tal como se entiende la eutanasia.
La Encíclica "Evangelium vitae" define así la eutanasia: "Es una acción o una omisión
que, por su naturaleza y en la intención, causa la muerte con el fin de eliminar
cualquier dolor" (EV 65). Y este documento magisterial concluye: "La eutanasia se
sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados". En consecuencia,
para que pueda hablarse de eutanasia se requiere:
tener la intención de provocar la muerte del enfermo y que se pongan los medios
adecuados para conseguirla;
aplicar los mecanismos que causen la muerte o que se omitan los medios normales y
proporcionados para obtener la salud del enfermo;
que estas medidas se tomen, precisamente, para eliminar el dolor.
Cabe distinguir la "autoeutanasia", que es la que reclama el mismo paciente, bien se la
aplique a sí mismo el sujeto o autorice a otra persona (incluido el médico) para que su
muerte se lleve a término en las condiciones por él dispuestas.
La "heteroeutanasia" es la provocada por otro, sin la autorización del sujeto.
La "autoeutanasia" provocada es siempre un mal y un pecado grave, por cuanto el
hombre se constituye en dueño absoluto de su vida, cuya pertenencia es exclusiva de
Dios. La "heteroeutanasia", además de ser un pecado grave, lesiona también
gravemente la justicia, dado que se dispone de la vida de otra persona.
Es claro que el hombre tiene derecho a vivir y a morir dignamente, por cuanto no todo
acto decisorio sobre el último momento de la existencia terrena puede considerarse
como "eutanasia". En efecto, cuando la vida está seriamente amenazada y se inicia el
estado terminal, el enfermo no está obligado a emplear medios desproporcionados,
aunque, al rehuir tales medios, puede adelantar el momento de su óbito. Tal situación,
cuando se dan las condiciones debidas, no se considera como eutanasia, sino que en
este caso entra en juego el principio ético de "morir dignamente". El derecho a morir
con dignidad se fundamenta en la propia condición de la persona. Es el rechazo de la
"distanasia", que así se denomina el intento de alargar la vida más de lo debido con
medios extraordinarios o desproporcionados. La moral católica rechaza el
"ensañamiento terapéutico" (EV 65).
Ante el riesgo de una mentalidad favorable a la eutanasia, alimentada por
argumentaciones que conmueven la sensibilidad, la Iglesia -que subraya el derecho
que tiene el hombre a una muerte digna- condena de continuo la eutanasia. Juan Pablo
II lo hizo con esta fórmula tan solemne: "De acuerdo con el Magisterio de mis
Predecesores y en comunión con los Obispos de la Iglesia Católica, confirmo que la
eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y
moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la
ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la tradición de la Iglesia y
enseñada por el Magisterio ordinario universal" (EV 65).
Esta doctrina ha de considerarse como una verdad enseñada como definitiva, que
como tal debe ser profesada por el cristiano [11].
Respeto debido a los muertos
La dignidad del hombre, tal como es reconocida por la antropología cristiana, y la
grandeza de la vida vivida, son las razones por las que el cristianismo mantiene el
respeto al cadáver. Además, el cristianismo profesa como dogma central la
resurrección de los cuerpos. Por ello, afirma que los "cuerpos de los difuntos deben ser
tratados con respeto y caridad en la fe y la esperanza de la resurrección" (CEC 2300).
De ahí la costumbre de enterrar piadosamente a los muertos, tal como se menciona ya
en el libro de Tobías (Tb 1,16-18). La Iglesia interpreta este gesto como "una obra de
misericordia corporal".
En cuanto a los nuevos usos de la incineración, el Catecismo de la Iglesia Católica
enseña: "La Iglesia permite la incineración cuando con ella no se cuestiona la fe en la
resurrección del cuerpo" (CEC 2301).

Testimonio bíblico sobre el valor de la vida


La razón última que justifica el quinto mandamiento es la defensa del valor
inconmensurable de la vida humana.
Más que cualquier antropología filosófica, es la Revelación la que destaca la
significación, el alcance, la calidad y la trascendencia de la vida. En efecto, la Biblia se
inicia con la narración del origen del mundo y del hombre: Dios llama a la existencia a
codas las criaturas y en ese relato se destaca el comienzo de los seres vivos,
especialmente del hombre y de la mujer, como corona y reyes de la entera creación.
Jesús afirmará, como tesis fundamental de la revelación, que el Dios cristiano «no es el
Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12,27).

A partir de este dato inicial, la Revelación destaca en todo momento ese valor
trascendente de la vida humana. Por eso, ante la muerte violenta de Abel, Dios lanza al
asesino Caín esta dolorosa pregunta: «Que has hecho?». Y el Señor clausuró su
discurso con esta condena radical de la muerte: «La voz de la sangre de tu hermano
clama hacia mi desde la tierra. Ahora, maldito seas, márchate e esta tierra que ha a
abierto su boca para recibir la sangre que has derramado de tu hermano». (Gn 4,10-
11).

Esa significación valiosa de la vida y de la condena de la muerte violenta quedan


consignadas gráficamente en el dato de que en el Paraíso solo se hace mención de
dos árboles: uno es el «árbol de la vida» (Gn 2,9), el otro es el: árbol del «bien y del
mal», del cual el hombre no debe comer, pues si come de él morirá (Gn 2,17).

Pero, según la Revelación, Dios no ha creado al hombre para la muerte, sino para la
vida (Sap 2,22-23); de ahí que se alegre con la vida y «no se recrea en la destrucción
de los vivientes, pues todo lo creó para que subsistiera» (Sap 1,11). Dios asegura: «no
me complazco en la muerte de nadie» (Ez 18,32). Al contrario, el ideal divino es que el
hombre goce de una larga vida. Por eso, se elogia la longevidad de Abraham, que
murió

“lleno de años” (Gn 25,8) y Dios premia a los buenos con una vida larga (Dt 4,40; Ecl
11,8-11). En consecuencia, quien desee vivir debe acudir a Yavéh, el cual «es la fuente
de la vida» (Prov 14,27).

Pero es en el Nuevo Testamento en donde sobresale aun más la valoración de la vida.


Jesús es «el Verbo de la vida» (1 In 1,1); Él posee la vida desde la eternidad Jn 1,4);
dispone de la vida (]n 5,26) y vino, precisamente, para dar una vida abundante (Jn
10,10). El mismo es “la vida” (Jn 14,6), Él puede comunicar una vida que «salta hasta
la vida eterna» (]n 4,14). Y el Señor Jesús hace esta solemne promesa: «El que crea
en mi no morir para siempre» (]n 11,25). En resumen, el tema de la vida es un recurso
habitual del Nuevo Testamento. De ahí la abundancia de milagros en la vida histórica
de Jesús dando la salud a muchos enfermos y aun devolviéndola a algunos muertos.

A la vista de estos datos, se entiende que el quinto precepto del Decálogo se enuncie
con este grave y tajante imperativo: «No matarás» (Ex 20,13). Y Dios amenaza que
quien mata a un hombre, será llamado asesino, y por ello merecerá la muerte: «Pediré
cuentas de vuestra sangre y de vuestras vidas... si uno derrama sangre de hombre,
otro hombre derramara su sangre; porque a imagen de Dios fue hecho el hombre» (Gn
9,5-6). De acuerdo con estas enseñanzas bíblicas, el Magisterio de la Iglesia enseña
que toda vida humana es digna y sagrada:

“La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción de Dios y
permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Solo Dios es
Señor de la vida desde el comienzo basta su término; nadie, en ninguna circunstancia,
puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente” (1).

Según el pensar cristiano, en el origen y en el ser mismo de la vida humana se rastrea


y se encuentra siempre a Dios. En consecuencia, la luz que brota de este postulado
muestra la grandiosidad de la doctrina moral cristiana sobre el valor de la vida. Por el
contrario, otras corrientes de pensamiento laicas y más aún las laicistas -sobre todo si
son negadoras de Dios-, parten no del valor de la vida humana en si misma, si no de la
vida adjetivada como productiva, útil, placentera... Por eso, aunque aparentemente
defiendan la vida, sin embargo solo protegen la “vida sana” y “útil” y en su perspectiva
la vida débil queda indefensa. En rigor, pese a sus protestas, son meros «biologistas»,
pero no humanistas.

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