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° MANDAMIENTO)
La enemistad destruye la vida
85. Sentimientos de alegría y de cariño compartido hacen experimentar a los
preadolescentes el bien de la relación armoniosa con los otros. Esto lo viven
particularmente en los grupos de amigos. Sin embargo, esa armonía se rompe en
muchos momentos: aparecen los enfados, las riñas y peleas, las envidias, las
malquerencias, la situación se vuelve tensa, agobiante, insoportable. ¿Cómo salir de
ella? ¿Cómo superar esa ruptura? ¿Cómo recuperar aquella amistad? Logro difícil,
pero la experiencia de la reconciliación ("volver a ser amigos") supone un gozo que da
a la relación y a la vida un nuevo significado más rico y profundo en el nivel de la
comunicación interpersonal. La enemistad con los otros destruye la vida en uno mismo
y en los demás; cuando es la vida —y la vida en plenitud— lo que da la felicidad.
Optar por la vida
86. La vida es algo que no nos cansamos de admirar. Ya la vida de una planta es una
maravilla, cuánto más la de un animal, que por sus sentidos se acerca más al hombre.
Cuanto más alto está un animal en la escala zoológica, tanto más preludia la realidad
suprema de la creación: ¡La vida humana! El hombre evita instintivamente todo lo que
daña a la vida: frío, calor, humedad... Se ha encontrado remedio para muchas
enfermedades. Intentamos prolongar la vida lo más posible. El cuidado de la vida,
propia y ajena, está grabado profundamente en nosotros. No obstante, podemos hacer
de la vida objeto de libre elección o de repudio. Y bajo el pretexto de defender la vida
podemos llegar a destruirla: aborto, droga, eutanasia, manipulación, violencias,
terrorismo, venganza, homicidio, suicidio... Todo esto corresponde a fuerzas impulsivas
de destrucción y de muerte que luchan en el interior del hombre contra el deseó
instintivo de vida. ¿Le es posible al hombre superar esta tensión y optar decidida e
incondicionalmente por la vida?
Dios ha optado por la vida
87. La simpatía de Dios está al lado de la vida. Dios ha optado por la vida. Por encima
de todo quiere que el hombre viva. Toda vida viene de Dios, pero la vida del hombre
viene de El en forma muy especial: para hacerlo alma viva "sopló Dios en su nariz un
aliento de vida" (Gn 2, 7; Sb 15, 11). Dios toma bajo su protección la vida del hombre y
prohibe el homicidio (Gn 9, 5-6), aunque sea el de Caín (Gn 4, 11-15).
Caín: Envidia, odio, homicidio. Proceso permanente
88. Caín es un caso-tipo, que se repite a lo largo de la historia humana, y muestra un
proceso permanente que lleva al hombre a la destrucción de la vida: lleno de envidia,
tiende a la supresión del otro y al homicidio. El esquema envidia-odio-homicidio se
aplica siempre en el mismo sentida. La agresión y el crimen es el triste final del proceso
envidia-odio.
"No matarás": quinto mandamiento
89. Dios nos ha dado un mandamiento que indica el respeto profundo que se debe a la
vida de cada ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios: "No matarás" (Dt 5,
17). Dios ha brindado a la humanidad la creación. Pero a nadie ha constituido dueño dé
la vida humana, ni de la propia ni de la ajena. El homicidio, el suicidio, el aborto, la
eutanasia... son crímenes contra la vida. La vida humana procede de Dios, es de Dios,
la protege Dios.
Pecados contra la vida humana
90. "Cuanto atenta contra la vida, homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto,
eutanasia y el mismo suicidio deliberado; cuanto viola la integridad de la persona
humana, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos
sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como
son las condiciones infrahumanas de la vida, las detenciones arbitrarias, las
deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las
condiciones laborales degradantes que reducen al obrero al rango de mero instrumento
de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona: todas estas
prácticas y otras parecidas son infamantes, degradan la civilización humana,
deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor
debido al Creador" (GS 27). Entre los pecados más graves contra la vida humana en el
mundo de hoy hay que señalar el terrorismo y los secuestros. Las víctimas del
terrorismo y los secuestros son siempre inocentes. No hay ninguna causa política o
social que justifique estos procedimientos.
La legítima defensa, la guerra y la pena de muerte
91. Hay situaciones en las que de antiguo se tiene por lícito quitar la vida a un hombre:
las de legítima defensa. Si yo trato de quitar la vida a otro injustamente, éste puede
quitarme la vida a mí si no dispone de otro medio para defender su propia vida.
En relación con el quinto mandamiento se presentan dos casos en los que al cristiano
se le plantean especiales dificultades de conciencia. Uno es el caso de la guerra; otro,
el de la pena de muerte.
La guerra debe ser sustituida
92. En la antigüedad la guerra era considerada como un fenómeno natural. Fue San
Agustín en el siglo IV el primero que se planteó el problema de la guerra como una
cuestión de conciencia. A lo largo de los siglos, los teólogos no han cesado de
reflexionar sobre el problema moral de la licitud de la guerra. Siempre se ha admitido la
licitud de la guerra como defensa contra un agresor injusto. Pero a medida que ha
aumentado el poder destructor de las armas modernas resulta más difícil cualquier
guerra. El Papa Pío XII propone ya una enseñanza, seguida después por sus
sucesores y por el Concilio Vaticano II, según la cual la guerra no es el instrumento
adecuado para resolver los conflictos. La guerra, como instrumento de solución de los
problemas internacionales o nacionales, debe desaparecer. Hay que recurrir a la
negociación, a los pactos, y sobre todo a una educación de las conciencias en el deber
moral de trabajar positivamente por la paz.
Los límites de la legítima defensa
93. El Concilio Vaticano II admite como legítima todavía hoy la guerra en defensa
contra un agresor injusto: "Mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad
internacional competente y provista; de medios eficaces, una vez agotados todos los
recursos pacíficos de diplomacia, no se podrá negar el derecho de legítima defensa a
los gobiernos" (GS 79). Pero condena como un crimen toda acción bélica que tienda
indiscriminadamente a la destrucción de ciudades y regiones enteras: "El horror y la
maldad de la guerra se acrecientan inmensamente con el incremento de las armas
científicas. Con tales armas las operaciones bélicas pueden producir destrucciones
enormes e indiscriminadas, las cuales, por tanto, sobrepasan excesivamente los límites
de la legítima defensa... Toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la
destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones junto con sus habitantes, es
un crimen contra Dios y la humanidad que hay que condenar con firmeza y sin
vacilaciones" (GS 80).
La objeción de conciencia
94. En relación con el tema de la guerra se plantea hoy el problema de los que rehúsan
el servicio militar por razones de conciencia. Sobre esta cuestión los obispos españoles
han presentado al pueblo cristiano la siguiente reflexión: "Los Obispos españoles
queremos recordar ante todo que el mandamiento evangélico del amor fraterno, de
donde ha de brotar la conversión individual y colectiva y el "d'esarme de las
conciencias", fue rubricado con el testimonio supremo de Cristo con la entrega de su
vida. Es, por otra parte, derecho de la autoridad pública mantener un eficaz dispositivo
de defensa para garantizar la necesaria protección de los ciudadanos contra
agresiones exteriores, derecho del que se deriva el de establecer, si así lo exige el bien
común, el servicio militar obligatorio.
Al mismo tiempo creemos necesario subrayar la importancia que tiene para la
realización del bien común, como realidad auténticamente humana, el que los
ciudadanos puedan obrar en el respeto y en la fidelidad a sus exigencias éticas más
profundas."
Elaboración de fórmulas legislativas integradoras y generosas
95. "La conciliación de una y otra realidad ha de ser un objetivo a lograr mediante la
elaboración de fórmulas legislativas integradoras y generosas. Estamos, en fin, seguros
de que la sociedad ha de saber valorar en su justa medida las voces que denuncian los
riesgos de una guerra que en las actuales circunstancias amenaza ser total e
indiscriminada, voces que además hacen notar la contradicción que supone el empleo
de armamentos y gastos bélicos de ingentes recursos, indispensables para atender las
necesidades más perentorias de la subsistencia y del desarrollo de los pueblos. El caso
de los objetores de conciencia que tengan estas motivaciones no puede identificarse ni
recibir el mismo tratamiento que el de los simples desertores. Consecuentes con estas
premisas y con las enseñanzas del Concilio Vaticano II nos parece razonable que las
leyes tengan en cuenta, con un sentido humano de equidad, el caso de los que se
niegan a tomar las armas por motivos de conciencia, con tal que acepten servir a la
comunidad humana de otra manera (GS 79).
La autoridad pública que así obra, a la vez que, con ponderado criterio, permite servir a
la comunidad humana en forma distinta del servicio militar, habrá de proteger a la
sociedad frente al recurso fraudulento a los imperativos de la conciencia por
motivaciones menos nobles" (XIX Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal
Española, 26 de noviembre a 1 de diciembre de 1973).
La pena de muerte
96. La pena de muerte se ha justificado a lo largo de la historia por su valor de
ejemplaridad, por lo que tiene de justo castigo por delitos especialmente graves, y
como medio de defensa necesario de la sociedad contra ciertos delincuentes. Los
argumentos tradicionales en favor de la pena de muerte dan por supuesto que ante
ciertos delitos especialmente graves la sociedad no dispone de otro medio eficaz para
salvaguardar de manera adecuada estos valores de ejemplaridad, de castigo justo, de
defensa contra los criminales. En este caso el derecho de la autoridad pública es
superior y diferente al derecho de los individuos.
Buscar otros caminos que el de la eliminación por la muerte
97. En la actualidad, muchos sociólogos, juristas y moralistas, tanto cristianos y
creyentes como no creyentes, estiman que la pena de muerte no es hoy necesaria para
salvaguardar los valores que con ella se pretende proteger. No parece que el aumento
o la disminución de la delincuencia dependa necesariamente de que exista o no exista
la pena de muerte. La conciencia, cada día más viva, de la dignidad de cada hombre
Domo fin en sí mismo lleva a muchos a rechazar la pena de muerte, concebida como
un medio. La autoridad civil, para el cumplimiento de la función, debo buscar otros
caminos distintos que el de la eliminación por la muerte, ya se haga por razones de
ejemplaridad o por otras diversas.
Urgencia evangélica de caridad y de perdón
98. Cristo no abolió expresamente la pena de muerte, ni la guerra, ni la esclavitud, ni
habló de la necesidad de cambiar las leyes de la sociedad civil. Los hombres de su
tiempo no hubieran comprendido estos planteamientos. Pero de sus enseñanzas se
desprende que el cristiano no puede inspirarse en el deseo de venganza, aun cuando
esta venganza la realizara el Estado en nombre de los individuos; ni puede el cristiano
acogerse al principio de la legítima defensa como si éste fuera la última palabra para
resolver los conflictos entre los hombres. El mensaje cristiano es, ante todo, un
mensaje de caridad y de perdón, que va más allá de toda argumentación ética: "amad a
vuestros enemigos" (Mt 5, 44).
Fe en Jesucristo reconciliador
99. Animados por el Espíritu, creemos, porque confiamos en la eficacia de la salvación
de Jesucristo que obra ya en nosotros y en nuestra historia, "pacificando, mediante la
sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos" (Col 1, 20), que hemos •de
poder lograr, por otros caminos, nuestras aspiraciones justas en el ámbito político-
social, con tal de que ninguno, autoridad o pueblo, pretenda poseer la exclusiva de la
justicia y trate de imponerla a cualquier precio.
Pablo VI, sin referirse expresamente a la pena de muerte, exhorta a todos a evitar todo
recurso a la violencia: "la Iglesia no puede aceptar la violencia, sobre todo la fuerza de
las armas —incontrolable cuando se desata—ni la muerte de quienquiera que sea,
como camino de liberación, porque sabe que la violencia engendra inexorablemente
nuevas formas de opresión y de esclavitud, a veces más graves que aquellas de las
que se pretende liberar" (EN 37; cfr. Tema 31).
Urgentísima una nueva sensibilidad sobre la paz: educación, opinión pública
100. El Concilio Vaticano II considera urgentísima la necesidad de "una nueva
educación de las mentes y una nueva inspiración de la opinión pública. Quienes se
entregan a la obra de la educación, sobre todo de los jóvenes, o son formadores de la
opinión pública, consideren como un gravísimo deber suyo éste de formar las mentes a
una nueva sensibilidad sobre la paz. Conviene que todos cambiemos nuestros
corazones, mirando siempre al entero universo y a los deberes que podemos cumplir
todos a una, para que el hombre se mejore" (GS 82).
Cuidarás de la vida
101. El Evangelio prescribe no sólo "no matar", sino además "cuidar de la vida". Esto
implica el cuidado de evitar todo lo que dañe la vida humana, toda herida, ora provenga
de maldad, de negligencia humana o de necedad.
Jesús anuncia la vida. Para Jesús, la vida humana es cosa preciosa, "más que el
alimento" (Mt 6, 25); salvar una vida prevalece incluso sobre el sábado (Mc 3, 4).
Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos (Mc 12, 27). El cura y devuelve la vida,
como si no pudiera tolerar la presencia de la muei`te (Jn 11, 1-44). El es la verdadera
vida, se puede decir que es la vida a secas (Mt 7, 14; 18, 8-9).
Por tanto, la droga, el alcoholismo, el, excesivo trabajo o, también, el trabajo prematuro,
la infracción de las normas de tráfico (que puede convertirse en un juego con la vida
humana, propia y ajena)... son formas concretas de no cuidar de la vida.
La atención a la salud
102. El hombre tiene el deber de cuidar de su propia vida, de su salud y de la vida y
salud de los demás hombres. Por medio de nuestros padres hemos recibido de Dios
nuestra vida. De ella somos responsables ante Dios. Nadie puede lícitamente causar
daño grave a su propio cuerpo o al de los demás. Todos estamos obligados a ayudar al
que padece algún defecto corporal o al que está en peligro de perder su propia vida.
Una muestra de sensibilidad cristiana es no hacer burla de los defectos físicos del
prójimo. Todos tenemos la obligación moral de cumplir las normas que han sido
establecidas para la seguridad de las personas, para prevenir accidentes de trabajo,
accidentes de carretera, etc. Se debe cumplir las garantías exigidas por la autoridad
pública sobre productos alimenticios, medicinas, etcétera. El Estado tiene la obligación
de procurar que existan en la sociedad los servicios médicos necesarios; que a nadie
falte la atención médica en caso de enfermedad o accidente.
Procurar el bien de los demás hombres
103. A todos los miembros de la comunidad humana les incumbe el deber de procurar
con su trabajo profesional, con las diversas actividades técnicas, económicas,
artísticas, científicas, etc., el bien de los demás hombres. "Una cosa hay cierta para los
creyentes: la actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos
realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de
vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios... los hombres y
mujeres que mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de
forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, oon razón pueden pensar
que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y
contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia"
(GS 34; cfr. GS 67).
"Amad a vuestros enemigos"
104. Jesús nos lleva más allá de la letra del quinto mandamiento: "Habéis oído que se
dijo a los antiguos: no matarás, y el que mate será procesado. Pero yo os digo: todo el
que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano
imbécil, tendrá que comparecer ante el sanedrín, y si lo llama renegado, merece la
condena del fuego. Por tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te
acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra tí, deja allí tu ofrenda ante
el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu
ofrenda" (Mt 5, 21-24).
La línea de conducta cristiana, incluso con los que nos hacen daño, es el amor: "Habéis
oído que se dijo: Amarás a tu .prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os
digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de
vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda
la lluvia a justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis?
¿No hacen lo mismo también los publicanos?" (Mt 5, 43-46).
Este mandamiento destaca entre las exigencias más nuevas de Jesús. El mismo tuvo
enemigos, le dieron muerte y El, en la cruz, les perdonó (Lc 23, 34). Así debe hacerlo el
discípulo, a imitación de su maestro (1 P 2, 23). El amor al enemigo es signo distintivo
del cristiano.
Actitud reconciliadora
105. El cristiano, como Jesucristo, debe perdonar. San Pablo, siguiendo las
enseñanzas y ejemplos de Jesús, nos dice: "Bendecid a los que os persiguen;
bendecid, sí, no maldigáis. Con los que ríen, estad alegres; con los que lloran, llorad.
Tened igualdad de trato unos con otros: no tengáis grandes pretensiones, sino poneos
al nivel de la gente humilde. No mostréis suficiencia. No devolváis a nadie mal por mal.
Procurad la buena reputación entre la gente; en cuanto sea posible y por lo que a
vosotros toca, estad en paz con todo el mundo. Amigos, no os toméis la venganza,
dejad lugar al castigo, porque dice el Señor en la Escritura: Mía es la venganza, yo
daré lo merecido. En vez de eso, si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene
sed, dale de beber: así le sacarás los colores a la cara. No te dejes vencer por el mal,
vence el mal a fuerza de bien" (Rm 12, 14-21).
El hombre que ama a su enemigo aspira a convertirlo en amigo. En esta actitud Dios
mismo le precedió: "Cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la
muerte de su Hijo" (Rm 5, 10). La norma suprema del cristiano en sus relaciones con
los demás es la caridad: "El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni
se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se
alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin
límites, espera sin límites, aguanta sin límites" (1 Co 13, 4-7).
Vencer el muro de la enemistad con el poder de Jesús
106. La enemistad es un signo del reinado de Satán, el enemigo por excelencia (Gn 3,
15). Enemigo de los hombres y enemigo de Dios, siembra en la tierra la cizaña por lo
cual estamos todos expuestos a sus ataques (Mt 13, 39). Pero Jesús dio a los suyos
poder sobre todo poder que venga del enemigo (Lc 10, 19). Este poder les viene del
combate en que Jesús triunfó por su misma derrota, habiéndose ofrecido a los golpes
de Satán a través de sus enemigos y habiendo vencido a la muerte con la muerte. Así
derribó el muro de la enemistad que cruzaba por la humanidad (Ef 2, 14-16).
La Cruz, lugar de reconciliación
107. En tanto llega el día en que Cristo, para poner a todos sus enemigos bajo sus
pies, destruya para siempre a la muerte, que es el último enemigo (1 Co 15, 25-26), el
cristiano combate con Jesús contra el viejo enemigo del género humano (Ef 6, 11-17).
En torno a él, algunos se conducen como enemigos de la Cruz de Cristo (F1p 3, 18),
pero él sabe .que la Cruz lo lleva al triunfo. Esta cruz es el lugar fuera del cual no hay
reconciliación con Dios ni entre los hombres.
Lectura:
La vida: Don de Dios
¿Realmente sabemos respetar y defender la vida? ¿Conocemos qué significa el “no
matarás” del quinto mandamiento?
Además, la vida no sólo es un bien, sino que además es un don, un regalo. Ese don
nos ha sido dado (a través de nuestros padres) por Dios: sólo Dios es dueño de la vida.
Cada alma es individual y personalmente creada por Dios y sólo Dios tiene derecho a
decidir cuándo la infunde a un cuerpo y cuándo su tiempo de estancia en la tierra ha
terminado.
Que la vida humana pertenece a Dios es tan evidente que la gravedad del homicidio -
quitar injustamente la vida a otro- es aceptada universalmente por la sola ley de la
razón entre los hombres de buena voluntad. La gravedad del pecado de suicidio -
quitarse la vida de modo voluntario- es igualmente evidente.
Aunque la vida sea un bien tan grande, no es un bien absoluto. Por gravísimas
razones, es lícito matar a otro, quitarle justamente su vida. Por ejemplo, si un agresor
injusto amenaza mi vida o la de un tercero, y matarlo es el único modo de detenerlo, no
peco si lo hago. De hecho, es permisible matar también cuando el criminal amenaza
con tomar o destruir bienes de gran valor y no hay otra forma de pararlo. De ahí se
sigue que los policías no atentan contra este mandamiento cuando, no pudiendo
disuadir al delincuente de otra manera, lo privan de la existencia.
Está claro que el principio de defensa propia sólo se aplica cuando se es víctima de
una agresión injusta. Nunca es lícito quitar la vida a un inocente para salvar la propia.
Si estoy perdido con otro en el desierto y sólo hay agua para una persona, no puedo
matarlo para conseguir así llegar hasta el oasis. Tampoco puede matarse directamente
al niño en gestación para salvar la vida de su madre. El niño aún no nacido no es
agresor injusto de la madre, y tiene derecho a vivir todo el tiempo que Dios le conceda.
Destruir directa y deliberadamente su vida es un pecado de suma gravedad; es un
asesinato y tiene, además, la malicia añadida del envío a la eternidad de un alma sin
oportunidad de bautismo. Éste es otro de los pecados que la Iglesia trata de contener
imponiendo la excomunión a todos los que sin su ayuda no se hubiera cometido el
delito: no sólo a la madre, también a los médicos o enfermeras que lo realicen, a quien
convenza a la madre o le facilite el dinero para ese fin.
Una extensión del principio de defensa personal se aplica a las naciones. Por ello, el
soldado que combate por su país en una guerra justa no peca si mata. Una guerra es
justa: a) si es una guerra defensiva, es decir, si la nación ve sus derechos o su territorio
injustamente violados; b) si se recurre a ella en último extremo, una vez agotados todos
los demás medios de dirimir la disputa; c) si se lleva a cabo según los dictados de la ley
natural y la leyes internacionales, y d) si se suspende tan pronto como la nación
agresora ofrece la satisfacción debida.
En la práctica resulta a veces muy difícil para el ciudadano medio decidir si la guerra en
que su nación se embarca es justa o no. El ciudadano común suele no conocer todos
los intríngulis de una situación internacional. De ahí que muchas veces deba esperar el
juicio de la autoridad competente (los obispos o el Papa), para saber cómo actuar. No
ha de olvidar, en todo caso, que incluso en una guerra justa se puede pecar por el uso
injusto de los medios bélicos, como en caso de emplear armas biológicas que causen
estragos al margen de objetivos de valor militar.
Ya que la vida no es nuestra, hemos de poner todos los medios razonables para
preservar tanto la propia como la del prójimo. Es a todas luces evidente que pecamos
si causamos deliberado daño físico a otros; y el pecado se hace mortal si el daño fuera
grave. Por ello, las disputas en que se llega a las manos -a no ser que se trate de una
agresión injusta-, son una falta contra el quinto mandamiento de la ley de Dios.
Lo que directa o indirectamente se relacione con la vida cae en el ámbito del quinto
mandamiento. Podemos ir deduciendo de ello muchas consecuencias prácticas. Por
ejemplo, es evidente que quien conduce un vehículo de modo imprudente, comete
pecado grave, pues expone su vida y la de otros a un riesgo innecesario. Esto también
se aplica al conductor que se encuentra atarantado por el alcohol. El conductor ebrio es
criminal además de borracho. Ambos son pecados contra el quinto mandamiento, pues
beber en exceso, igual que comer excesivamente, contraviene este precepto porque
perjudica la salud, y porque la destemplanza causa fácilmente otros efectos nocivos. El
pecado de embriaguez se hace mortal cuando de tal modo afecta al bebedor que ya no
sabe lo que hace. Pero beber sin llegar a ese extremo también puede ser un pecado
mortal por sus consecuencias malas: perjudicar la salud, revelar secretos o descuidar
los deberes profesionales o familiares. Quien habitualmente toma bebidas alcohólicas
en exceso y se considera libre de pecado porque conservó la noción de lo que hizo,
normalmente se engaña a sí mismo; raras veces las bebidas alcohólicas no producen
daño grave en el prójimo o en uno mismo.
El drogadicto peca gravemente contra este precepto de la ley de Dios. Ingiere la droga
con el fin de recibir sensaciones o experiencias sin otro objeto que la satisfacción
personal. Implica un arbitrario y arriesgado peligro, que priva al individuo de la función
rectora de la razón y le produce perjuicios fisiológicos y psicológicos casi siempre
graves e irreversibles. Es, sin ninguna justificación, un atentado contra la vida.
Al ser responsables ante Dios por la vida que nos ha dado, tenemos obligación de
cuidar la salud dentro de límites razonables. Exponernos a peligros deliberados o
innecesarios (como el alpinismo sin precauciones debidas), descuidar la atención
médica (cuando sospechamos tener una enfermedad seria), descuidar el necesario
descanso (no dormir o no comer lo debido), es faltar a nuestros deberes como
administradores de algo que es de Dios.
Un principio básico sobre este precepto es que la vida de todo el cuerpo es más
importante que la de cualquiera de sus partes. En consecuencia, es lícito extirpar un
órgano para conservar la vida. La amputación de un brazo gangrenado o de una matriz
cancerosa está justificada moralmente. Sin embargo, mutilar el cuerpo
innecesariamente es pecado, y pecado mortal si la mutilación es seria en sí o en sus
efectos. Aquella persona que voluntariamente se somete a una intervención quirúrgica
con el único fin de quedar estéril, incurre en un pecado mortal, igual que el cirujano que
la realiza, sean cuales fueren las circunstancias del caso concreto. También se incluye
dentro de este precepto la “eutanasia” (matar a un enfermo incurable para acabar con
sus sufrimientos). La eutanasia es pecado grave, aunque el mismo paciente la pida. Si
una enfermedad incurable es parte de la providencia de Dios para mí, ni yo ni nadie
tiene derecho a impugnarla. La vida es de Dios, y sólo Él determina cuando llega a su
fin.
La defensa de la vida humana en el Decálogo
Introducción
El quinto mandamiento estudia el tema decisivo -y por ello siempre actual- de la
moralidad de la vida humana. Es preciso valorar el hecho mismo de la existencia: lo
verdaderamente determinante en el hombre y en la mujer es ser, o sea, vivir. Lo
opuesto es la negatividad más absoluta: la nada. Quien toca la existencia "es", "vive";
por el contrario, otra infinidad de seres posibles están en el indecible "no-ser",
simplemente, no existen: están en la nihilidad oscura y tenebrosa.
El estudio del quinto mandamiento no se limita al enunciado negativo "no matar", sino
que en este precepto divino se integran los numerosos temas relacionados con la
"bioética". Esta nueva parcela de la Teología Moral trata de interpretar, desde la óptica
moral, una serie de situaciones nuevas nacidas de los avances de la Medicina, de la
Genética y de la Biología. La Teología Moral valora positivamente todos los logros
científicos que mejoran el origen, el cuidado y el acabamiento de la vida humana. Pero,
al mismo tiempo, prevé contra el abuso de algunos métodos y hallazgos que no sólo no
respetan su inmensa dignidad, sino que pueden dañarla.
Con el fin de estudiar sistemáticamente este conjunto de temas, se seguirá el orden
cronológico que sigue la existencia del hombre y de la mujer desde su aparición hasta
su muerte, o sea, nacer, vivir y morir. En concreto, a lo largo de dos capítulos
trataremos los problemas éticos correspondientes a esas tres etapas de la biografía
personal:
1º. Las cuestiones morales que se suscitan en la generación de una nueva vida hasta
su nacimiento (esterilización, intervención sobre la procreación, respeto de los
embriones humanos, diagnóstico prenatal, aborto).
2º. Los problemas éticos que se originan para conservar la vida ya nacida (legítima
defensa, homicidio, suicidio, investigación científica, trasplante de órganos, respeto a la
integridad corporal, cuidado de la salud, drogadicción, terrorismo, la guerra).
3º. El estudio de los temas morales que se originan en el estadio final de la vida, antes
de consumarse en la muerte (sufrimiento, enfermedad, eutanasia, respeto a los
muertos).
Testimonio bíblico sobre el valor de la vida
La razón última que justifica el quinto mandamiento es la defensa del valor
inconmensurable de la vida humana. Pues bien, más que cualquier antropología
filosófica, es la Revelación la que destaca la significación, el alcance, la calidad y la
trascendencia de la vida. En efecto, la Biblia se inicia con la narración del origen del
mundo y del hombre: Dios llama a la existencia a todas las criaturas y en ese relato se
destaca el comienzo de los seres vivos, especialmente del hombre y de la mujer, como
corona y reyes de la entera creación. Jesús afirmará, como tesis fundamental de la
revelación, que el Dios cristiano "no es el Dios de muertos, sino de vivos" (Mc 12,27).
A partir de este dato inicial, la Revelación destaca en todo momento ese valor
trascendente de la vida humana. Por eso, ante la muerte violenta de Abel, Dios lanza al
asesino Caín esta dolorosa pregunta: "¿Qué has hecho?". Y el Señor clausuró su
discurso con esta condena radical de la muerte: "La voz de la sangre de tu hermano
clama hacia mí desde la tierra. Ahora, maldito seas, márchate de esta tierra que ha
abierto su boca para recibir la sangre que has derramado de tu hermano" (Gn 4,10-11).
Esa significación valiosa de la vida y de la condena de la muerte violenta quedan
consignadas gráficamente en el dato de que en el Paraíso sólo se hace mención de
dos árboles: uno es el "árbol de la vida" (Gn 2,9), el otro es el árbol del "bien y de mal",
del cual el hombre no debe comer, pues si come de él morirá (Gn 2,17).
Pero, según la Revelación, Dios no ha creado al hombre para la muerte, sino para la
vida (Sap 2,22-23); de ahí que se alegre con la vida y "no se recrea en la destrucción
de los vivientes, pues todo lo creó para que subsistiera" (Sap 1,11). Dios asegura: "no
me complazco en la muerte de nadie" (Ez 18,32). Al contrario, el ideal divino es que el
hombre goce de una larga vida. Por eso, se elogia la longevidad de Abraham, que
murió "lleno de años" (Gn 25,8) y Dios premia a los buenos con una vida larga (Dt 4,40;
Ecl 11,8-11). En consecuencia, quien desee vivir debe acudir a Yavéh, el cual "es la
fuente de la vida! (Prov 14,27).
Pero es en el Nuevo Testamento en donde sobresale aún más la valoración de la vida.
Jesús es "el Verbo de la vida" (1 Jn 1,1); Él posee la vida desde la eternidad (Jn 1,4);
dispone de la vida (Jn 5,26) y vino, precisamente, para dar una vida abundante (Jn
10,10). Él mismo es "la vida" (Jn 14,6). Él puede comunicar una vida que "salta hasta la
vida eterna" (Jn 4,14). Y el Señor Jesús hace esta solemne promesa: "El que crea en
mí no morirá para siempre" (Jn 11,25). En resumen, el tema de la vida es un recurso
habitual del Nuevo Testamento. De ahí la abundancia de milagros en la vida histórica
de Jesús dando la salud a muchos enfermos y aún devolviéndola a algunos muertos.
A la vista de estos datos, se entiende que el quinto precepto del Decálogo se enuncie
con este grave y tajante imperativo: "No matarás" (Ex 20,13). Y Dios amenaza que
quien mata a un hombre, será llamado asesino, y por ello merecerá la muerte: "Pediré
cuentas de vuestra sangre y de vuestras vidas... si uno derrama sangre de hombre,
otro hombre derramará su sangre; porque a imagen de Dios fue hecho el hombre" (Gn
9,5-6).
De acuerdo con estas enseñanzas bíblicas, el Magisterio de la Iglesia enseña que toda
vida humana es digna y sagrada: "La vida humana es sagrada, porque desde su inicio
es fruto de la acción de Dios y permanece siempre en una especial relación con el
Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde el comienzo hasta su
término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de
modo directo a un ser humano inocente" [1].
Según el pensar cristiano, en el origen y en el ser mismo de la vida humana se rastrea
y se encuentra siempre a Dios. En consecuencia, la luz que brota de este postulado
muestra la grandiosidad de la doctrina moral cristiana sobre el valor de la vida. Por el
contrario, otras corrientes de pensamiento laicas y más aún las laicistas -sobre todo si
son negadoras de Dios-, parten no del valor de la vida humana en sí misma, sino de la
vida adjetivada como productiva, útil, placentera... Por eso, aunque aparentemente
defiendan la vida, sin embargo sólo protegen la "vida sana" y "útil" y en su perspectiva
la vida débil queda indefensa. En rigor, pese a sus protestas, son meros "biologistas",
pero no humanistas.
El respeto a la integridad corporal: la esterilización
Dada la importancia de la vida, es lógico que la bioética cristiana empiece con la
defensa de la capacidad procreadora del hombre y de la mujer. Y de ahí, la condena de
la esterilización.
Esterilizar es la intervención en algunos de los órganos de reproducción con el fin de
privar al hombre o a la mujer de la facultad procreativa.
La esterilización puede ser directa o indirecta; física y química; temporal y perpetua.
Esterilización indirecta
Es la que se sigue, tanto en el hombre como en la mujer, de una intervención quirúrgica
o de terapias químicas que es preciso llevar a cabo porque peligra su salud. Para la
licitud se requiere que concurran estas tres condiciones:
que el órgano produzca un daño serio o sea una amenaza para el organismo;
que dicho daño no se pueda evitar más que mediante la extirpación o anulación de
dicho órgano;
que la mutilación compense el bien que se espera alcanzar.
1ª. Que el agresor intente causar un mal muy grave, por ejemplo, la muerte, heridas o
mutilación importantes, la violación sexual, intento de secuestro, pérdida de bienes
cuantiosos de fortuna... No se considera "agresión injusta" la calumnia, aunque
comporte la pérdida de la fama.
2ª. Debe tratarse de verdadera agresión física; no son suficientes las amenazas, a no
ser que se esté seguro de que tales amenazas son el preludio de la agresión. Tampoco
vale la defensa de una agresión futura.
3ª. Que la agresión sea, en verdad, "injusta"; no lo es, si quien "agrede" es un miembro
de la policía, por ejemplo, dado que lo hace por deber y no injustamente.
4ª. Para defenderse legítimamente no se requiere que el agresor lo haga de modo
voluntario. Cabe la legítima defensa contra un loco, un borracho o un drogadicto.
5ª. La defensa es legítima si el agredido no tiene otro medio para defenderse, pero no
se justifica si, por ejemplo, puede huir.
6ª. Que la reacción defensiva sea inmediata a la agresión, pues si se hace después, ya
no es "defensa", sino que se convierte en venganza.
7ª. Finalmente, se requiere que no se exceda en causar daño al agresor, de forma que,
si puede herirle, no debe ocasionarle la muerte. Es decir, la propia defensa debe
guardar "la moderación debida". Esta última condición no es fácil de precisar, dado que
el estado de miedo y nerviosismo impide hacer un juicio ecuánime de la situación.
La muerte del injusto agresor no supone una excepción al quinto mandamiento, pues el
"no matarás" se entiende sólo causar voluntariamente la muerte de un inocente; es
decir, condena el "homicidio".
Los trasplantes
Desde hace ya bastantes años, los avances de la medicina logran la sustitución de
miembros enfermos por otros sanos. Pues bien, el deber de mantener y defender la
vida personal, permite al individuo someterse a la operación de un trasplante de
órgano.
Existen diversos tipos de trasplantes: Autotrasplante o implantación de tejido u órganos
del mismo cuerpo del paciente. Heterotrasplante o implantación de un órgano de un
cuerpo ajeno al propio. Este tipo de trasplante puede ser homólogo, o sea, de un
miembro de un hombre a otro hombre y heterólogo, es decir, de un animal al hombre.
También es preciso distinguir entre el trasplante de un órgano vital o de un órgano
secundario del cuerpo humano. Finalmente, el trasplante puede ser entre vivos o de
muerto a vivo, según que el órgano trasplantado procede de una persona aún viva o se
asuma de un cadáver.
La ética admite toda esta clase de trasplantes. Sin embargo, se rechaza el trasplante
de órganos de animales que puedan influir directamente en el organismo humano,
como pueden ser las glándulas sexuales. También puede haber reparos en trasplantes
de partes decisivas del cerebro. Para el trasplante de una persona viva se requiere que
ofrezca total garantía, máxime si se trata de trasplantar un órgano vital.
La licitud de este género de operaciones ha sido confirmada desde el momento en que
la medicina logró los primeros trasplantes. Pío XII se adelantó no sólo a admitir la
licitud, sino que los justifica a partir de este principio: "El cadáver ya no es, en sentido
propio, un sujeto de derechos..., porque se halla privado de personalidad" [3].
Perfeccionada la técnica, se multiplican los testimonios magisteriales que afirman su
licitud. Por ejemplo, La Comisión Pastoral de la Conferencia Episcopal Española
escribe: "Esto que decimos hoy, y que ya anteriormente otros obispos dispusieron, no
es ninguna novedad en el pensamiento de la Iglesia: lo expresó ya Pío XII en el
momento en que los primeros trasplantes o transfusiones se hicieron. Lo han repetido
los pontífices posteriores. Muy recientemente, Juan Pablo II ha dicho que veía en ese
gesto de la donación no sólo la ayuda a un paciente concreto, sino "un regalo al Señor
paciente, que en su pasión se ha dado en su totalidad y ha derramado su sangre para
la salvación de los hombres". Es, ciertamente, al mismo Cristo a quien toda donación
se hace, ya que Él nos aseguró que "lo que hiciéramos a uno de estos mis
pequeñuelos conmigo lo hacéis" (Mt 25,40). ¿Y quién más pequeñuelo que el
enfermo?".
Seguidamente, los obispos de España animan a los cristianos a que faciliten el
trasplante de órganos y a que vivan una cristiana solidaridad: "Cumplidas esta
condiciones, no sólo no tiene la fe nada contra tal donación, sino que la Iglesia ve en
ella una preciosa forma de imitar a Jesús, que dio la vida por los demás. Tal vez en
ninguna otra acción se alcancen tales niveles de ejercicio de fraternidad. En ella nos
acercamos al amor gratuito y eficaz que Dios siente hacia nosotros. Es un ejemplo vivo
de solidaridad. Es la prueba visible de que el cuerpo de los hombres puede morir, pero
que el amor que los sostiene no muere jamás" [4].
La investigación científica
La ciencia médica en buena medida avanza al ritmo en que se llevan a cabo las
experiencias clínicas. A este respecto, los diversos Códigos Éticos regulan estas
investigaciones con el fin de evitar algunos excesos que cabe llevar a término. Por
ejemplo, la Declaración de Tokio (1975) dicta las siguientes criterios éticos: "La
investigación biomédica en seres humanos no puede legítimamente realizarse a menos
que la importancia de su objetivo mantenga una proporción con el riesgo inherente al
individuo" (I, 4).
"Cada proyecto de investigación biomédica en seres humanos debe ser precedido por
un cuidadoso estudio de los riesgos predecibles, en comparación con los beneficios
posibles para el individuo o para otros individuos. La preocupación por el interés del
individuo debe siempre prevalecer sobre los intereses de la ciencia y de la sociedad" (I,
6).
"Los médicos deben abstenerse de realizar proyectos de investigación en seres
humanos si los riesgos inherentes son impronosticables. Deben asimismo interrumpir
cualquier experimento que señale que los riesgos son mayores que los posibles
beneficios" (I, 7).
"Cualquier investigación en seres humanos debe ser precedida por la información
adecuada a cada voluntario de los objetivos, métodos, posibles beneficios, riesgos
previsibles e incomodidades que el experimento puede implicar (...). El médico debiera
entonces obtener el consentimiento voluntario y consciente del individuo,
preferiblemente por escrito" (I, 9).
"En la investigación en seres humanos, jamás debe darse precedencia a los intereses
de la ciencia y de la sociedad antes que al bienestar del individuo" (III, 4).
Esta normativa de la Asamblea Mundial de Tokio se repite en otros Documentos
posteriores. España emitió un Real Decreto acerca de la experimentación de
medicamentos [5].
En este tema se aúnan la legalidad y la moralidad. En efecto, la Teología Moral asume
y en parte se ajusta a estos criterios éticos de los científicos y apenas tiene que añadir
a esos principios técnicos más que el fundamento moral, el cual deriva de la peculiar
concepción del hombre, como criatura hecha a imagen de Dios. Además, en ocasiones
ayuda al médico a emitir un juicio ético más seguro. Ya Pío XII lo ponía de relieve: "El
médico serio y competente verá con frecuencia con una especie de intuición
espontánea la licitud moral de la acción que se propone y obrará según su conciencia.
Pero se presentan también posibilidades de acción en que no existe esta seguridad, o
tal vez él ve o cree ver con certeza lo contrario; o bien duda y oscila entre el "sí" y el
"no". El "hombre" dentro del "médico", en lo que tiene de más serio y de más profundo,
no se contenta con examinar desde el punto de vista médico lo que puede intentar y
conseguir; quiere también ver claro en la cuestión de las posibilidades y obligaciones
morales" [6].
Pero, en la medida en que los experimentos médicos siguieron otra ruta, el magisterio
insistió en que debía atenderse no sólo a las posibilidades técnicas, sino que el
científico también ha de considerar si se adecuan a no a los principios éticos. Para
alcanzar este fin, ya Pío XII asentó tres principios que deben regular la experimentación
médica: el interés de la ciencia, el bien del paciente y el beneficio que reporta para el
bien común de la humanidad.
A partir de este dato inicial, la Revelación destaca en todo momento ese valor
trascendente de la vida humana. Por eso, ante la muerte violenta de Abel, Dios lanza al
asesino Caín esta dolorosa pregunta: «Que has hecho?». Y el Señor clausuró su
discurso con esta condena radical de la muerte: «La voz de la sangre de tu hermano
clama hacia mi desde la tierra. Ahora, maldito seas, márchate e esta tierra que ha a
abierto su boca para recibir la sangre que has derramado de tu hermano». (Gn 4,10-
11).
Pero, según la Revelación, Dios no ha creado al hombre para la muerte, sino para la
vida (Sap 2,22-23); de ahí que se alegre con la vida y «no se recrea en la destrucción
de los vivientes, pues todo lo creó para que subsistiera» (Sap 1,11). Dios asegura: «no
me complazco en la muerte de nadie» (Ez 18,32). Al contrario, el ideal divino es que el
hombre goce de una larga vida. Por eso, se elogia la longevidad de Abraham, que
murió
“lleno de años” (Gn 25,8) y Dios premia a los buenos con una vida larga (Dt 4,40; Ecl
11,8-11). En consecuencia, quien desee vivir debe acudir a Yavéh, el cual «es la fuente
de la vida» (Prov 14,27).
A la vista de estos datos, se entiende que el quinto precepto del Decálogo se enuncie
con este grave y tajante imperativo: «No matarás» (Ex 20,13). Y Dios amenaza que
quien mata a un hombre, será llamado asesino, y por ello merecerá la muerte: «Pediré
cuentas de vuestra sangre y de vuestras vidas... si uno derrama sangre de hombre,
otro hombre derramara su sangre; porque a imagen de Dios fue hecho el hombre» (Gn
9,5-6). De acuerdo con estas enseñanzas bíblicas, el Magisterio de la Iglesia enseña
que toda vida humana es digna y sagrada:
“La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción de Dios y
permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Solo Dios es
Señor de la vida desde el comienzo basta su término; nadie, en ninguna circunstancia,
puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente” (1).