Sunteți pe pagina 1din 10

1

El concepto de genealogía femenina


Luisa Muraro, trad. Mina Brescia y Mariana Barberá Durón, revisada por Érika Soto
Moreno: http://www. creatividadfeminista.org/articulos/genealogia_1.htm

[...] El concepto de genealogía femenina toma forma en Luce Irigaray en el curso de


sus análisis de los mitos y de las tragedias griegas, en los cuales ella ve reflejado el
nacimiento del patriarcado y el final violento de una sociedad gobernada por
divinidades femeninas. La seguiré en sus análisis, aunque esto no debe hacerles creer
que, como consecuencia, dejaremos el presente: a mí no me interesan los mitos
antiguos, sino el presente y, en el presente, el pensamiento de Luce Irigaray. La sigo
como puedo seguir a Simone Weil en su lectura de La Ilíada. Las sigo donde van,
porque me interesan las respuestas que ellas pueden darme.
Las preguntas parten del presente, las respuestas o las no respuestas tornan al
presente. El enigma está inscrito en el aquí y ahora. La cuestión de la genealogía para
una mujer parte del lugar (o no-lugar o lugar inhabitable) de su relación con la mujer
que ha sido y es su madre. No parte entonces de la exterioridad, aunque luego
podamos formularla desde ahí. Nace y parte de algo que me conforma, que me
adhiere.
El dicho mater semper certa que recorre la sociedad, refleja una experiencia
masculina. Los hombres no se imaginan el esfuerzo de fe que, a veces, una mujer
debe hacer para decirse: ésta es mi madre, porque la evidencia sociofisiológica, por
muy grande que sea, a veces no basta para compensar la devastación de su relación
con la madre. No en vano, en el pensamiento de Irigaray, la figura de la genealogía
femenina hace su primera aparición como algo que es negado. Aparece, en efecto, en
la conferencia de Montreal de 1980, con las figuras mitológicas de Atenea y de Electra
de las tragedias de Esquilo que forman la Orestíada (Agamenón, Las Coéforas y Las
Euménides). Atenea es la diosa que se proclama nacida sólo del padre y obedece
únicamente a su ley, despreciando a la madre. Electra, hija de Clitemnestra, ayuda a
su hermano Orestes a matar a la madre para vengar al padre Agamenón.
Irigaray lee en la Orestíada la instauración violenta de la sociedad patriarcal.
Las investigaciones en curso no hacen más que confirmar su interpretación (sin contar
el imperfecto pero siempre importante El matriarcado de Bachofen). Por ejemplo,
ustedes saben que una de las razones por las cuales Clitemnestra mata a Agamenón
es por haber sacrificado a la hija de ambos, Ifigenia, a los dioses. Ahora bien,
atendiendo a la raíz del nombre Ifigenia, aquella que genera con fuerza, se podría ver
en este personaje una figura de la diosa madre y, como tal, esposa de Agamenón.
Ifigenia sería la primera esposa de Agamenón, quien la mata para apropiarse
del poder de la fecundación. Clitemnestra es la segunda esposa, que a su vez lo mata
para vengar a la primera.
En la Orestíada tenemos una “ficción fingida” que pretende esconder más que
mostrar, y que enseña a olvidar. Mientras Clitemnestra es la mujer que no olvida el
origen, la genealogía divina femenina, Electra es ya la mujer que ha olvidado, que está
fuera de cualquier genealogía y colabora con el hombre en el asesinato de la madre.
Electra somos nosotras.
La conferencia de Montreal fue dedicada al tema de la relación entre las
mujeres y la locura. En ella dijo Irigaray: “Apolo y Atenea intervienen para salvar a
Orestes de la locura del matricidio –después de haber matado a la madre, es
perseguido por Las Furias, que simbolizan la insuperable locura de su acto (2). Pero
no salvan a Electra. La mujer queda en un cuerpo a cuerpo patológico con la madre,
relación que es para ella fuente de sufrimiento y a menudo de locura. Y todo esto es
muy actual”.
En la segunda parte de la conferencia, ella se dirige al público, que es
predominantemente femenino, con toda una serie de preceptos (la principal práctica
política de Irigaray es, en efecto, dirigirse a una audiencia femenina) y dice en cierto
2

momento: “debemos también encontrar, reencontrar, inventar palabras que expresen


la relación más arcaica y más actual con el cuerpo de la madre, que traduzcan el lazo
entre su cuerpo y el nuestro, y el de nuestras hijas”. Dibuja así una genealogía: las
madres, nosotras y nuestras hijas. Los tres verbos: encontrar, reencontrar, inventar,
tienen un significado diferente, pero aparecen agrupados para provocar un efecto
preciso de sentido. En Irigaray son frecuentes las constelaciones semánticas de este
tipo. En este caso, apunta a iluminar nuestra relación con el remoto pasado que se
refleja en los mitos y demanda también, para no perderse, la invención presente junto
a la investigación.
Como pueden ver, la genealogía femenina aquí es presentada como algo
existente, pero únicamente en cuanto a su naturalidad. En efecto, está fuera de dudas,
aunque resulte casi impensable, que yo soy hija de una mujer que a su vez es hija de
una mujer y así sucesivamente. Agrega Irigaray: “Esta genealogía muy a menudo no
es vista, sino olvidada, y a veces renegada a causa (y aquí aparece otro concepto
fundamental) de nuestro exilio en la familia del padre-marido”. A la evocación de la
genealogía femenina en su naturalidad, Irigaray aproxima, con otro concepto, la idea
de una genealogía femenina según la palabra, que corre también el riesgo de ser
renegada: “No olvidemos tampoco que tenemos ya una historia que algunas mujeres
han marcado (la palabra francesa es marquée: marcada, sellada), aunque ello haya
resultado culturalmente difícil, historia que muy a menudo no conocemos”.
Esta referencia a las mujeres que nos han precedido en nuestra investigación
simbólica –referencia no frecuente en Irigaray– es necesaria para la idea de una
posible genealogía femenina, en tanto que constituye el complemento de la
genealogía de sangre.
La primera práctica genealógica en el feminismo ha sido propiamente la de dar
a conocer a aquellas mujeres que nos han precedido. Esta tarea, que en un principio
parecía obedecer totalmente a una necesidad de conocimiento de sí, acabará
revelándose como la búsqueda de un precedente de fuerza, idea que encontramos
expuesta en el Sottosopra verde (1983). Era necesario volver a los orígenes siguiendo
una genealogía femenina, así como encontrar la fuente de la propia fuerza original. De
la propia originalidad. La conferencia de Montreal termina con una figura que traduce
la nueva idea de una genealogía femenina, que es posible, que es real y que mientras
no se inscriba en lo simbólico, dice, se arriesga continuamente a ser renegada y
desconocida. La figura que usa Irigaray me parece artificiosa, pero tal vez era
inevitable. De cualquier modo manifiesta la tensión, el esfuerzo que supone dar
expresión a una naturalidad (la relación de sangre entre madre e hija) y a una realidad
(las mujeres que antes de nosotras han marcado la historia) de las que las mujeres
habían sido privadas. En esta línea, afirma Irigaray que una mujer celebrando la
eucaristía con su madre podría liberarse de todo el odio o ingratitud hacia su
genealogía materna, y ser santificada en su identidad y en su genealogía femenina.
La figura de dos mujeres, madre e hija, que celebran conjuntamente la
eucaristía, es simétrica a otra figura que Irigaray tenía entonces en la mente a causa
de una paciente suya y que aparece en una conferencia casi contemporánea: “La
croyance même” (3).
Este texto se abre con la figura de una pareja de hombres, padre e hijo en
sentido espiritual, dos curas concelebrando la eucaristía. La figura que cierra la
conferencia de Montreal es, entonces, correspondiente a una situación del mundo
masculino que había impresionado profundamente a una paciente de Irigaray. Sin
embargo, no la encontraremos nunca más en estos términos. Hay que decir que la
figura de dos mujeres, madre e hija, que juntas cumplen una operación religiosa, alude
a una pareja mitológica que cobrará creciente importancia en el pensamiento de
Irigaray hasta volverse la pareja emblemática de la genealogía femenina: Deméter y
Core (o Perséfone o Proserpina).
Pero también en su representación en positivo la genealogía femenina aparece
como un lugar invadido por su negativo: odio e ingratitud, según las palabras exactas
3

de Irigaray. El enigma presente es este odio y esta ingratitud, que no se reducen a un


hecho psicológico. Mejor dicho: de la experiencia psicológica, que se limita a la
experiencia única de cada mujer en una sociedad que niega a la diferencia sexual su
significado, nosotras debemos resurgir a la realidad desconocida y al sentido
verdadero de la experiencia femenina. Hay odio e ingratitud también en el hecho de
que una mujer no se arriesgue a seguir el camino de otra mujer. Las mujeres tienen
una enorme dificultad para hacerse herederas de otra mujer: plagiarias, explotadoras,
algunas veces imitadoras, sí; pero herederas, beneficiarias, seguidoras, no.
Tal vez ustedes no imaginan cómo esta dificultad para heredar de otra mujer es
un gran problema también para las estudiosas en relación con un pensamiento
femenino. Quizás es el problema más grande que tenemos nosotras las
investigadoras. No es, repito, una cuestión psicológica. La apropiación, sin plagio y sin
resentimiento, de la riqueza del pensamiento de una mujer a otra mujer, es algo que
se necesita crear mental y fisiológicamente. Yo misma sólo he sido capaz
recientemente de hacerme con la riqueza del pensamiento de Irigaray –yo que,
incluso, hace tiempo que tengo una gran familiaridad con ella a causa del trabajo de
traducción– y se lo debo en gran medida a la comunidad filosófica Diotima, de la que
formo parte. Me propongo regresar más ampliamente al rol que las comunidades
homosexuales femeninas pueden tener en la reparación de la relación madre-hija: una
función positiva, tal vez indispensable.
Hay odio e ingratitud también en el hecho de que, a la vista de la riqueza de
una semejante o de otra mujer, o de un grupo de mujeres, no sabiendo cómo hacerla
nuestra, no sabiendo qué hacer con el sentimiento inicial de admiración, nos
quedamos como avasalladas y nos encontramos en la necesidad de lanzar ataques
para salvarnos de dicho avasallamiento. Una parte de las polémicas que agitan en el
presente al movimiento de las mujeres está determinada, no por las tomas de posición
contrastadas, sino por la sensación de sofocamiento que algunas mujeres o algunos
grupos de mujeres experimentan frente a otras mujeres u otros grupos de mujeres
cuya presencia es “demasiado fuerte”. Es la desesperación de no poder nunca
introducirse en una relación vital con la madre.
Irigaray regresa al tema de la genealogía femenina en 1982, en el ciclo de
clases impartidas en la Universidad de Rotterdam y posteriormente (en 1984),
publicadas con el título Éthique de la différence sexuelle.
Es importante precisar que ética, en Irigaray, tiene un significado cercano a lo
ético (Sittlichkeit) de Hegel, aunque existen correcciones que ella aporta al concepto
hegeliano, especialmente en lo que respecta al paso de lo inmediato a lo mediato.
No se trata de cualquier modo de moralidad, sino de derecho, de ethos, de
costumbres, de leyes escritas y no escritas. Se acerca, en este sentido, a aquello que
otras, por ejemplo las autoras de Non credere di avere dei diritti, llaman orden
simbólico-social.
El tema de la genealogía femenina, que en los textos precedentes estaba como
enclavado en el enigma del odio y de la ingratitud, aquí comienza a articularse de una
manera que puede parecer un poco forzada, pero que pertenece al orden de la teoría.
[...]
En Éthique de la différence sexuelle la genealogía femenina es ya una visión
teórica, una clave para leer la realidad dada y nuestra experiencia. Es cierto que, si se
habla de una falta, las genealogías femeninas son, en efecto, una cosa que falta, pero
no en el sentido ideal. Su ausencia es el efecto de una destrucción legible, tanto en los
mitos antiguos como en nuestras experiencias presentes. La instauración de las
genealogías femeninas se presenta, entonces, como una necesidad de orden
simbólico-social. Explico esta necesidad, abreviando y anticipando el sendero de
Irigaray: la instauración de genealogías femeninas sirve para marcar simbólicamente y
socialmente el género femenino. En nuestra cultura, al contrario de lo que se expresa
lingüísticamente, el género femenino hasta ahora ha sido un dato natural no marcado
(marca, marcado, como saben, es un término de la lingüística. Lo no marcado es lo no
4

excluyente, lo extensivo). El género masculino quiere ser la marca de la naturaleza y


del género femenino. El género femenino, en relación con lo no marcado, yace en la
indiferencia y funciona como materia, sustancia, si bien en la lengua ocurre lo
contrario.
Lo no diferenciado femenino quiere decir, entre otras cosas, la confusión del
cuerpo de la mujer con el cuerpo materno. El hombre confunde a la mujer con la
madre y las mujeres mismas hacen esta confusión. La relación madre-hija se vuelve,
así, inconsciente. Entre las mujeres –dice Irigaray en Éthique de la différence
sexuelle– nos hace falta un orden ético en la doble dimensión de las relaciones
verticales, de hija a madre, de madre a hija, y de las relaciones horizontales, de
comunidad o hermandad. La verticalidad, según Irigaray, siempre ha sido extraída del
“hacerse mujer”, tanto que cada verticalidad es confundida por las mujeres con lo
fálico.
En efecto, la genealogía femenina en las sociedades patriarcales es suprimida,
debe ser suprimida para exaltar la genealogía masculina, la relación Padre e Hijo,
escritas con letras mayúsculas, con una clara referencia a la religión cristiana.
Para Irigaray, Grecia y el cristianismo coinciden en ser órdenes simbólicos
fundados sobre las genealogías masculinas con exclusión de las femeninas. Esta es la
definición misma de sociedad patriarcal a la que llega Irigaray y que podríamos sin
más considerar como su esencia: es patriarcal aquella sociedad que da vida a
genealogías masculinas con exclusión de las femeninas.
La inexistencia de genealogías femeninas hace que el mundo de las mujeres
sea como succionado por el mundo de los hombres. Este tema merecería un
tratamiento propio; aclara, entre otras cosas, la constitución del mundo masculino. Es
sabido que Irigaray ha dedicado mucha atención a la constitución del mundo
masculino a partir de Speculum, en donde ella repasa toda una serie de discursos
científicos y filosóficos de hombres.
Resumo muy brevemente su análisis: los hombres han asimilado lo materno-
femenino para darse sustancia, lo han asimilado en el doble sentido del término,
incorporándoselo como alimento y haciéndolo símil.
En Éthique... esta visión se expresa sintéticamente diciendo: si las mujeres
están ausentes en el intercambio simbólico, se debe al hecho de que lo femenino sirve
de mediación en la parte interna del símbolo. Especialmente la relación madre-hija,
siempre según Irigaray, sería escondida en el símbolo. Lo femenino es lo asimilado
acerca de las mujeres por parte de los hombres.
[...]
En Éthique de la différence sexuelle, Antígona es la figura emblemática del
aprisionamiento de la mujer en un orden simbólico que le es ajeno y de la parálisis en
la cual se encuentra, como consecuencia, el mundo de las mujeres. Antígona es la
figura que, a partir de Speculum, Irigaray retoma frecuentemente con variaciones que
van sujetas a una atenta consideración, porque reflejan todo el movimiento del
pensamiento. (Les recuerdo, a manera de información, que Antígona da el nombre a
una tragedia de Sófocles, que es hija de Edipo y Yocasta, hermana de Eteocles y
Polínices, que asistió al padre desesperado y ciego, y que después de su muerte,
como sus hermanos murieron en la contienda por el trono de Tebas, enterró al
cadáver de Polínices en contra del tirano de Tebas, Creonte, que había ordenado
dejarlo sin sepultura. Por esta razón Antígona fue condenada a ser encerrada de por
vida en una gruta, donde después se quitaría la vida ahorcándose.) En Irigaray, lo
primero que hay que decir es que Antígona no se configura nunca como heroína,
como aparece en muchos comentarios masculinos. Antígona es para Irigaray un
personaje ambiguo en el sentido literario: discorde y susceptible de varias
interpretaciones. Más bien precisa de una interpretación que la haga salir del
aprisionamiento del simbolismo masculino.
En Speculum y precisamente en el capítulo que se titula “...la eterna ironía de
la comunidad...”, Antígona es representada como movida por la ley de la sangre y, al
5

mismo tiempo, por el deseo de la madre; es decir, por un simbolismo en parte ahora
mudo, ahora subyugado por el orden patriarcal: “Antígona no se somete a la ley de la
ciudad, de su soberano, del hombre de la familia, Creonte” (Creonte es hermano de
Yocasta). “Y escoge morir virgen, antes que sacrificar los lazos de sangre
abandonando a Polinices, hijo de su madre, a los perros y a los buitres (...). Por esto la
hermana se estrangula, para salvar por lo menos al hijo de su madre. Se quitará la
respiración –la palabra, la voz, el aire, la sangre, la vida– para que vivan eternamente
el hermano y el deseo de su madre. No será nunca mujer. Ni tampoco tan viril como
podría parecer desde un punto de vista fálico. De hecho, la ternura y la piedad son las
que la llevaron a tal punto. Prisionera sólo de un deseo en el cual el camino ya no está
abierto”.
En Éthique de la différence sexuelle Antígona es presentada como la mujer
paralizada en su devenir, impedida de toda acción ética, figura emblemática de un
mundo femenino privado de una propia ética. “Antígona necesita también sustraerse a
la prisión, al imperio de una ley, para moverse en sí misma y en el universo como en
una casa viviente. Es importante que le sea restituida su parte de vida, sangre, aire,
agua, fuego y no que sea sólo sometida a rendir culto a algo que está muerto:
individuos o leyes”. Viene enseguida el paso ya citado, en la doble dimensión
horizontal y vertical, necesario para estructurar las relaciones entre mujeres.
En aquellos mismos años y más precisamente en septiembre de 1983, en una
revista publicada por la Libreria delle donne, de Milán, apareció una crítica con el título
“Antígona no es nuestra hermana” (“Antigone non è nostra sorella”), polemizando con
el libro de Grete Weil, Mia sorella Antigone.
Grete Weil, judía alemana, huyó a Holanda con su marido, que terminaría sus
días en un campo de concentración; ella logró salvarse gracias a su trabajo en el
Consejo judío que, con el propósito de salvar más vidas, colaboraba con los invasores
alemanes en la deportación de judíos. Este duro compromiso ha herido de muerte a la
autora que piensa en Antígona como lo que ella misma hubiera querido ser y no fue,
“combatiente sin compromiso... aquella que arriesga la vida y la pierde”.
Comenta Via Dogana (5) (que, como ustedes tal vez saben, estaba formada
por textos anónimos): “Antígona no es hermana de ninguna mujer real, es una
invención del mundo masculino, inmersa en la dialéctica entre ley y moralidad... Una
mujer de carne y hueso no tiene lugar en este juego y, si entra en él, puede quedar
arrollada por la enormidad de las cosas que acontecen y por no tener criterios para
razonar”. La interpretación que de Antígona hace Irigaray nos muestra cómo aquella
desdichada mujer, que presume patéticamente de ser una Antígona, en realidad lo es,
pero en un sentido que, sin embargo, se le escapa completamente.
[...]
La interpretación que hace Via Dogana de Antígona, como habrán entendido,
no admite ambigüedad. Irigaray se aproxima a esta posición en una conferencia sobre
“Género femenino” en Rotterdam (en 1985). En dicha conferencia, disuelve la
ambigüedad y afirma: “Antígona tiene ya el rostro del universo masculino”. El género
femenino está ya perdido en la figura de Antígona, “figura resistente”, como la llama
Irigaray. Figura resistente de mujer, resistente a la voluntad del tirano, pero por
fidelidad a los dioses masculinos y a la guerra entre hombres. ¿Tal vez por fidelidad
materna?, se pregunta Irigaray (haciéndose un llamado implícito a su interpretación de
Antígona en Speculum). De cualquier manera, Antígona es ya la representación del
“otro” del “mismo”: el mismo es el hombre que se asimila al todo pasando por alto la
diferencia sexual, diferencia que el hombre mismo secundariamente restablece como
una “alteridad” de comodidad.
En fin, Antígona es ya la mujer tal y como el hombre se la representa a sí
mismo, como se la ha moldeado. Es también el caso de Juana de Arco, por poner un
ejemplo histórico, ejemplo de aquella función suplente que algunas mujeres asumen-
reciben en las sociedades patriarcales. Las mujeres suplentes van a meterse –a
menudo por iniciativa propia y operando transgresiones que parecen (pero no son)
6

actos de libertad, pues en éstos son subrogadas– adonde las manda el padre y
adonde los hombres no tienen las ganas o el coraje de meterse. O simplemente tienen
otra cosa que hacer. Y así, las jóvenes se imaginan ser únicas e indispensables,
cuando, por el contrario, son sólo suplentes.
Quiero, sin embargo, contarles una anécdota de Juana de Arco, registrada en
las actas de su proceso. Ustedes saben que ella vestía prendas masculinas y que
durante el proceso el tribunal insiste en que se las cambie y acepte vestirse como
mujer (era otra civilización, se podía torturar pero no se forzaba a nadie en el comer y
el vestirse o cosas por el estilo). En cierto momento ella dice: sí, me vestiré de mujer si
me mandan de vuelta con mi madre. Petición que se repite: mándenme de vuelta con
mi madre. En aquel punto, no sabemos por qué vías, Juana de Arco experimentó el
exilio en las genealogías masculinas y pidió el retorno a la genealogía femenina.
¿Qué sucede para que en la conferencia sobre “Género femenino” en 1985,
Irigaray disuelva la ambigüedad y vea a Antígona con los rasgos, aunque femeninos,
del universo masculino? Este cambio se explica considerando un concepto teórico de
Irigaray: el concepto de pertenencia al género femenino.
Esta pertenencia es una pieza faltante en los signos que Antígona deja. El
concepto de pertenencia al género femenino aparece en los años 1983-1984 y
representa un orden general del pensamiento de Irigaray, cuyo momento cumbre llega
con el tema de las genealogías femeninas.
Como decía antes, las genealogías femeninas son el marco simbólico y social
de nuestra pertenencia al género femenino que, de no ser por ellas, pasaría a la
categoría de “dato natural” sin sentido.
Abro un paréntesis. Elisabetta Donini en Donne di Scienza (1988) y en otras
ocasiones, contrapone la identidad de género a la diferencia sexual, con argumentos
que me parecen discutibles, pero no es éste el punto, sino la contraposición. No tiene
razón de ser; género y sexo son conceptos que no coinciden pero sí se enlazan; y a
propósito de esto, quiero subrayar la importancia de una nota reciente de Irigaray, que
pertenece a Sexes et parentés: el término “género” sirve para significar, ya sea la
diferencia del sexo, ya sea el género gramatical; sin embargo, en una cultura que
suprime la diferencia sexual queda solamente el significado gramatical. Nosotras, que
nos remitimos a una cultura con todos sus sistemas representativos, entre los cuales
está la lengua, y la cuestionamos a partir de los cuerpos sexuados como lugares de
subjetividad diferentes, no debemos nunca excluir el uso de la palabra “sexo” como
sinónimo de “género”.
Vuelvo a Antígona. Para Irigaray, estando por lo menos en la postura
expresada en 1985, sin por esto excluir desarrollos futuros, Antígona es la mujer que
busca su existencia rebelándose al tirano, que cree tener una identidad de mera
rebelión hacia el hombre, pero sin una ley propia.
En 1984, en Venecia, Irigaray dijo: “No obedecer al otro exige plantearse una
meta, una o más leyes. No es suficiente con destruir al patrón para escapar a la
esclavitud. Sólo lo divino nos ofrece, nos impone la libertad”.
Antígona es una mujer sin Dios. Esto quiere decir: sin perspectiva del infinito,
sin libertad en cuanto a su condición de ser mujer, su pertenencia al género femenino
ya no se significa en ella. Hay una frase en la conferencia de 1985 que podría darnos
la clave para comprender el cambio de interpretación de la figura de Antígona. Dice
así: “cuando el género femenino se reivindica, sucede con demasiada frecuencia que
se sitúa en una pretensión igualitaria en cuanto a los derechos y se arriesga a
desembocar, en la mujer, en la destrucción de su propio género” (6).
El tema de las genealogías femeninas y del género femenino de la conferencia
de Tirrenia de 1986 se encuentra ahora en el centro del discurso filosófico y político de
Irigaray. La conferencia de Tirrenia fue precedida por la de Nápoles, con el título de
“L'universale come mediazione” ya presentada en Zurich y luego en Boloña con un
título que yo encuentro más claro: “Sulla necessità di diritti sessuati”. Se trata del texto
más relevante para la temática que nos interesa y tal vez el más importante en la
7

producción de Irigaray de los años 80. Yo las invito a leerlo o releerlo, ayudándose
(espero) con mi clase.
He señalado en otras ocasiones los elementos actuales que asisten a Irigaray
en la elaboración del concepto de las genealogías femeninas. Esta actualidad es
comprobada por las parciales coincidencias entre su discurso y un recorrido por el
pensamiento que operaba automáticamente en aquellos mismos años. Me refiero a la
vicisitud contraseñalada en los textos: “Le madri di tutte noi” (Catalogo giallo –
catálogo amarillo), “Piú donne che uomini” (Sottosopra verde), Non credere di avere
dei diritti. No regresaré a todo el recorrido sino sólo a la primera etapa, la del Catalogo
giallo, publicado desde 1982 por la Libreria delle donne de Milán y por la Biblioteca
delle donne de Parma (de las mujeres de Milán y Parma respectivamente), que tal vez
es la etapa menos conocida, más insegura en ciertos aspectos, pero más manifiesta
en el procedimiento del pensamiento.
Mientras en Irigaray el procedimiento es intelectual, de un pensamiento
conocedor de sí mismo, el procedimiento del catálogo amarillo es de práctica política,
de un no pensamiento que se hace pensamiento a través de la modificación de la
realidad. Un proceder en parte privado de representabilidad, por lo menos ahora: a
posteriori, consiguiendo el resultado teórico, fue posible contarlo como lo estoy
haciendo en el presente. Pero entonces, cada vez que vivíamos aquella vicisitud que
duró dos años, sucedían cosas todavía no representables. El proyecto del catálogo
amarillo difiere de aquel que se había vuelto ya una tradición feminista.
En 1980 había una tradición feminista que exploraba el pasado femenino,
especialmente en lo que concierne a la literatura. El Catalogo giallo se ocupa de
literatura (las “madres” del título son escritoras, novelistas y poetisas) pero no para
demostrar que también nosotras tenemos un pasado, sino más bien para “marcar a las
escritoras del pasado con el signo de la diferencia sexual”, con la finalidad de quitarles
un pasado propiedad del universo neutro masculino (al cual muchas de ellas
pertenecían y querían pertenecer) y plegarlas a la presente necesidad femenina de lo
simbólico. Existía esta necesidad que empujaba a cambiar por completo la exigencia
dirigida a las escritoras. Basta de probarnos a nosotras mismas que también las
mujeres podemos ser grandes escritoras (y lo mismo es válido para las científicas, las
poetisas, las filósofas, etc.); ahora se trata de ver por nosotras, de pensar la realidad
con fidelidad a nuestro sexo.
El segundo momento de nuestro trabajo fueron las preferencias. Las “madres”
que entraron en el catálogo son las escritoras favoritas de unas o de otras. La
significación de las preferencias provocó rivalidad y polémica. Significar una
preferencia es desequilibrante, pero nos sirvió para significar de una forma no
genérica, sino más bien “marcada”, la pertenencia al género femenino. Preferir una
cierta escritora –leemos en el catálogo– es una manera de decir que, en la vida, una
mujer se une a una símil suya. Una manera de decir que la realización de sí es
buscada a través, por medio, de otra mujer: aquí aparece, aunque sea sólo
embrionariamente, el concepto de mediación sexuada.
Nuestro trabajo tenía, entonces, dos escenas. Estaba el grupo presente con su
proyecto y sus relaciones, dichas y no dichas. Y estaban las escritoras, metidas en los
campos de los conflictos y en las alianzas, usadas para la expresión de lo no dicho
aún. Había también una tercera escena, el pasado de cada una de nosotras que se
manifestó muy pronto, para algunas, como un lugar de rencor todavía vivo hacia la
madre y, para todas, como lugar de una incierta significación de la propia pertenencia
a la generación materna. La tercera escena revelaba la devastación de las
genealogías femeninas por obra de la sociedad patriarcal.
Lo esencial se jugaba, obviamente, en la presente escena de nuestras
relaciones. Allí podían darse la relectura del pasado y la transcripción en clave de una
posible libertad femenina. Estoy hablando de una vicisitud particular, pero la estructura
que allí actuaba con las tres escenas (del grupo presente, de su tema o motivación
adjuntos, de la antigua y devastada relación genealógica), la he visto ejercerse en
8

muchas otras situaciones del movimiento político y de la espontánea vida política de


las mujeres.
Es la estructura de una repetición que puede no acabar nunca si no hay un
presente (una práctica política) capaz de operar ciertos cambios. Para nosotras la
estructura de la repetición se quebró en el momento en que una dijo: “y sin embargo,
aquí no somos todas iguales”. Este episodio está contado en Non credere di avere dei
diritti y fue justamente subrayado por Anna Rossi Doria en su hermosa crítica
radiofónica sobre este libro. Es en ese punto donde resalta el sentido, la eficacia de
tener una adecuada práctica política: en él vemos un no pensamiento volverse
pensamiento, una realidad, primero sólo sufriendo, haciéndose pensamiento nunca
elaborado antes. Considero que aquel episodio fue para nosotras la apertura a la
práctica de la no semejanza en las relaciones entre mujeres, a las relaciones sociales
más significativas y fecundas. [...]

En el pasado, bajo la influencia del feminismo y debido a ciertas experiencias


mías, concebí una absoluta contrariedad con relación a la familia. La veía como
enemiga en todo y por todo de la libertad femenina. Esta visión era y es compartida
por muchas –también aquí adentro, supongo–, aunque no por todas. De hecho, de vez
en cuando se suscitan entre nosotras conflictos acerca de las relaciones con el otro
sexo y la maternidad, conflictos que son siempre más o menos iguales.
Ahora veo que mi postura no era equivocada, sino limitada. Indudablemente,
hay que reconocer que la familia es un lugar en el cual los seres humanos se aman, se
ayudan y al mismo tiempo libran una guerra feroz por la división del tiempo para sí, del
espacio para sí, de la libertad, el dinero, etc., todas ellas cosas disponibles en
cantidades más o menos limitadas (a este respecto, la gran clásica que hay que leer
es Ivy Compton Burnett). Nosotras vemos que en esta situación las mujeres tienden a
dejar ir la libertad a cambio de otros bienes tales como el afecto, la seguridad, la
compañía.
Sin embargo, en nuestra crítica a la familia nosotras cometíamos el error de no
ver que el intercambio familiar resulta frustrante para la mujer porque se presenta ante
éste sin fuerza contractual: busca en el marido aquello que no ha tenido en la familia
de origen, busca en los hijos lo que no le ha dado el marido. No nos percatábamos de
que el asunto no es tanto la institución familiar en sí, sino el hecho de que las mujeres
a menudo ingresan desarmadas en el sistema de los intercambios familiares. Se
enfrentan a un intercambio en sí difícil (porque tratan asuntos que son en parte no
cuantificables y los confrontan cotidianamente minuto a minuto), estando además en
conflicto con la mujer que debería ser la fuente principal de la fuerza de una mujer: la
mujer que es su madre.
El discurso de la genealogía nos enseña, en primer lugar, que una mujer
pertenece primordialmente a la genealogía materna, está inscrita en una descendencia
femenina de sangre y de palabra, y sólo secundariamente pertenece a la familia, es
decir, al hombre que ha escogido como compañero y a los hijos que aceptó “dar” a
este hombre y a la sociedad. (Abro un paréntesis: digo “dar” porque no me explico que
los hijos se tengan esencialmente para sí. Se tienen esencialmente para otro: para
ellos mismos, hijos, y para todos, todas los y las que entrarán después en relación con
ellos, en primer lugar el padre. Mi visión no es popular entre las feministas y
podríamos discutirla). La mujer pertenece primariamente a su género, pero no
entendido de manera naturalista (en este caso se volvería “la esposa de”, “la madre
de”, tomaría el valor de primum simbólico), sino como género femenino marcado. De
esta pertenencia se pueden sustraer la fuerza y el saber necesarios para establecer
las relaciones familiares con el otro –hombre–, con el otro –hijos– sin perjuicio de su
libertad y de su salud.
La pérdida de libertad, y a veces también de salud física y mental, que las
mujeres arriesgan en la vida familiar, no es entonces un efecto directo de la familia
como tal, sino de que las mujeres entran en ella sin pertenecer a ninguna genealogía.
9

Es decir sin la fuerza, el espacio de retraimiento que nos permite vivir hasta el fondo
una relación con el otro sin perder la cabeza.
En las sociedades de la emancipación (que esencialmente son sociedades
patriarcales) la pérdida de la libertad femenina en el interior de la familia ya fue
relevada. Sin embargo, la respuesta social, como sabemos, no fue andar en busca de
la causa, sino más bien proporcionar a las mujeres la vía para trabajar fuera de casa,
con lo cual tenemos el régimen de la susodicha doble presencia: para lograr su
independencia la mujer va tras el mercado de trabajo como los hombres; para la
realización de sí misma como mujer, se casa y tiene hijos. En fin, en la medida en que
una mujer es libre, independientemente de su “ser mujer”, es una mujer sin libertad.
Luce Irigaray afirma que dar forma a la relación madre-hija es una cuestión
ética, es decir, una cuestión de orden simbólico y social. No se trata, en otras
palabras, de una cuestión psicológica, de tener una relación buena o mala con la
propia madre, sino de inscribir esta relación en las formas de la vida social, desde el
lenguaje hasta el derecho. Así como, para que me entiendan, se ha inscrito la relación
matrimonial con el otro sexo. En Tirrenia, Irigaray propuso a los dirigentes del PCI
(Partido Comunista Italiano), mujeres y hombres, usar su poder para hacer que en
cada lugar público fueran expuestas imágenes de madre e hija. El factor visual, en
efecto, es un rasgo constitutivo de lo ético, en el sentido definido arriba, de orden
simbólico y social. Se necesita exhibir aquel segmento fundamental de las genealogías
femeninas que es la relación madre-hija (7).
En segundo lugar, el discurso de las genealogías femeninas nos enseña a dar
nueva articulación a las relaciones familiares.
De la primacía atribuida a la relación genealógica madre-hija, de hecho,
desciende la necesidad de reestructurar las relaciones familiares, dentro de la familia y
dentro del valor social de la familia. ¿En qué sentido? En el sentido de que, para una
mujer en su familia, el momento más fuerte y significativo, en el que se juega
efectivamente algo de su identidad y libertad, está constituido por la relación
genealógica con la propia madre o con la hija.
La relación entre madre e hija no es algo que la mujer pueda reducir a una
sencilla relación familiar como sucede con los otros, con el marido y con los hijos
varones. Es la relación portadora de la marca simbólica que hace significativa para
una mujer la pertenencia al género femenino.
Todo esto se coloca en un nivel simbólico, repito. Insisto por aquello de la
confusión afectiva y de las interpretaciones psicológicas. En las sociedades
patriarcales, las relaciones entre mujeres son no pensadas y, en consecuencia,
abandonadas al azar. De aquí viene la desatinada importancia que en estas relaciones
tienen los estados emotivos con respecto a cualquier otra instancia.
La genealogía femenina se da antes y va más allá de la familia que una mujer
construye; las genealogías atraviesan las familias y el signo de este atravesarse lo
constituyen las relaciones mismas entre madres e hijas.
Vayan bien o vayan mal, en cada caso nos encontramos en presencia de
relaciones que son por naturaleza diferentes de las otras relaciones familiares, no
marcadas, contingentes. De aquí un tercer punto, siempre con respecto a nuestra
reflexión sobre la familia, a la luz del concepto de genealogía femenina: la familia no
es concebible, no se puede concebir, como un mundo cerrado en sí mismo.
Si aceptamos verla atravesada por las genealogías femeninas y masculinas, la
familia se abre, para una mujer, hacia las formaciones sociales en las cuales la
relación mujer con mujer está investida de significado y funciones sociales que
exceden a las propias de la familia y en las cuales la relación genealógica femenina
recibe una especie de celebración, de engrandecimiento.
Me refiero, en concreto, a los grupos políticos constituidos sólo por mujeres y,
de forma más general, a cada relación y comunidad homosexual femenina: como
Diotima, la comunidad filosófica a la cual pertenezco.
10

En estos lugares o momentos de la vida social en los que la relación mujer con
mujer está fecundada por el saber, por la fuerza: por un mejor estar, también del lado
económico, y sobre todo en el sentido de participación prolongada de la cual pueden
beneficiarse las otras mujeres y los hombres, en tales condiciones, en estos lugares, la
relación madre-hija está traducida en el proyecto social.
La prioridad de la relación madre-hija pide, en efecto, salirse del ámbito
familiar. Lo demanda por su valor y su visibilidad. Lo demanda, además, en pos de su
reparación, porque demasiado a menudo en nuestras sociedades la relación madre-
hija ha sido devastada por la prepotencia del hombre que se ha entrometido
provocando envidias, incomprensiones, rivalidades sin sentido. En el ámbito familiar
no ha sido todavía posible dar una significación adecuada a la relación genealógica
femenina. Esta exigencia demandará siempre, pero hoy especialmente, la reparación,
la valoración y potencialidad de las comunidades homosexuales femeninas, que dan el
máximo espacio posible a la relación madre-hija en sentido simbólico.
Esto que les digo, lo tomo de mi propia experiencia en la comunidad filosófica
de la cual formo parte y, a partir de ésta, de las nuevas relaciones sociales que he
podido establecer con las estudiantes.
He visto que las estudiantes comienzan a encontrar en la relación con las
mujeres de Diotima una respuesta al enigma del odio y la ingratitud que las separaba
de su origen femenino.
No hay, pues, solución de continuidad entre la familia y el sistema de las
relaciones sociales. Y, sin embargo, una mujer puede pasar sin rupturas de las
relaciones familiares a la vida social. El puente, la continuidad, se lo ofrecen las
mujeres que no pertenecen a la familia y que prefieren para sí vivir en relación social
con una u otras mujeres sin lazos conyugales y sin maternidad.
Estas mujeres ilustran para todas la primacía de la relación genealógica
femenina y ayudan así a las demás a reestructurar el conjunto de las relaciones
familiares en un sentido favorable de cara a la libertad femenina.

Notas:
[...]
2 Algunas investigadoras sugieren que Las Furias son la representación de la antigua
sabiduría femenina, por lo que sienten sobre sí todo el peso de la muerte de
Clitemnestra (N. E.).
3 Los textos de las conferencias se encuentran en Luce Irigaray, Sessi e genealogie,
trad. al italiano de Luisa Muraro, La Tartaruga. Ed. original: Sexes et parentés, Minuit,
París, 1987.
[...]
5 Nos referimos a la edición de Via dogana que precede a la actualmente en
circulación.
6 Por los informes de los periódicos me he enterado de que, recientemente, en la
conferencia que tuvo lugar en la “Festa nazionale dell’Unità” el 19 de septiembre de
1988, Irigaray habría transformado su interpretación de la figura de Antígona, que
ahora no ve como marcada por la contradicción dentro de la ley masculina, sino más
bien como portadora coherente de los valores sociales femeninos.
7 Tal vez a alguna le interese conocer el resultado de la propuesta de Irigaray:
ninguno.

S-ar putea să vă placă și