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psicotrópicas y medicinales
La textura, el color y la flor del peyote son recuerdos vivos que tengo desde mi infancia.
Tatei Atsinari Nuestra Madre es como atole crudo por José Benítez Sánchez 1980, estambre de lana sobre
cera de abeja y madera, 1.22 x 1.22 metros. Colección de Juan e Yvonne Negrín.
Recuerdo con intensidad cómo, una vez pelado, el verde opaco del peyote se convertía en
un verde esmeralda despampanante.
Mis padre se habían conocido en la Bahía de San Francisco, California en 1968, ambos
atraídos por las posibilidades culturales, laborales y políticas que ofrecía esta región
rebelde durante una era tan singular como fue la década de 1960. Mi padre, Juan
Negrín (1945-2015), nació en la Ciudad de México, hijo de una estadounidense y un
español exiliado; condición que le permitió explorar un mundo más allá de las
fronteras nacionales. Mi madre, Yvonne Negrín, nació en Nueva York, hija de otras
diásporas, principalmente azoreana vía Brasil e irlandesa vía Ohio. En la Bahía de San
Francisco empezó esta historia en el que la etnobotánica se entrelaza.
En mi hogar y entre nuestros amigos cercanos, el peyote era una planta que se respetada
con cariño. El peyote no se fetichizaba y tampoco era un tema preponderante. Pero era
un elemento presente.
¿Y tú, has probado el peyote? ¿Tus papás te daban cuando eras chiquita? ¿Asistías a las
fiestas de los huicholes de pequeña, ¿te daban peyote?
Los intereses que unían a los estudiosos de estas plantas no era un simple afán por la
psicodelia, como tantos han caracterizado, sino una exploración de los conocimientos
científicos del Occidente y desde las saberes Aborígenes. Algunos buscaban influir las
leyes que han colapsado plantas como el peyote con enervantes sintéticos que se
producen en masa, mientras otros buscaban crear mayor conocimiento científico
sobre el uso terapéutico de estas sustancias. Claro, siempre existía un segmento que se
“colaba” a estas reuniones catalizados por un egocentrismo que giraba en torno a sus
“viajes psicodélicos.” Estos últimos resultaban más cómicos, pero han permanecido
como la imagen popular de la psicodelia no aterrizada.
El peyote no era la única planta. Estaba el kieri, también conocido como el árbol del
viento, familia del toloache (género datura y solandra).
La obra, El nacimiento del kieri, del artista wixárika nayarita, Guadalupe González Ríos,
colgaba en las escaleras de nuestro hogar. Esta era una planta que temer y los
susurros sobre su poder me hacían huir del gran cuadro de 1.22 x 1.22 metros. Hasta
temía decir el nombre de la planta. Esto se sustentó cuando varios mara’akate
(chamanes) concordaron que la epilepsia de mi padre se vinculaba a su falta de
cumplimiento con el kieri. Planta que visitó, mas no consumió, por petición de
Guadalupe quien consideraba al kieri como su patrón. Si uno no cumplía, el kieri tenía
la capacidad de convertirse en una mujer seductora y conducirte hacia una serie de
acontecimientos desafortunados.
Nacimiento del kieri por Guadalupe González Ríos, 1973, estambre de lana sobre cera de abeja y
madera, 1.22 x 1.22 metros. Colección de Juan e Yvonne Negrín.