Sunteți pe pagina 1din 18

Sol que regresa (1).

indd 2 2/10/2019 12:34:21


Sol que regresa

Sol que regresa (1).indd 3 2/10/2019 12:34:22


Sol que regresa

Adolfo Colombres

Sol que regresa (1).indd 5 2/10/2019 12:34:22


Colombres, Adolfo
Sol que regresa / Adolfo Colombres. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires :
Fundación CICCUS, 2019.
144 p. ; 23 x 16 cm.

ISBN 978-987-693-799-3

1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Novela. 3. Novelas Históricas. I. Título.


CDD A863

Primera edición mexicana: Premia Editora, 1981.


ISBN: 968-434-191-1

Obra de tapa: autor anónimo, siglo xviii, óleo sobre madera que repro-
duce la imagen del Inca Manco Capac.
Dibujos interiores: Felipe Guamán Poma de Ayala, Nueva corónica y
buen gobierno (1615).
La imagen de la p. 137 es un tapiz de Carlos Luis “Pajita” García Bes.
Diseño de tapa: Andrea Hamid
Corrección: Alejandra Teijido
Diagramación y armado: Mateo Missio
Diseño, coordinación y producción editorial: Andrea Hamid

© Ediciones CICCUS - 2019


Medrano 288 (C1179AAD)
(54 11) 4981-6318
ciccus@ciccus.org.ar
www.ciccus.org.ar

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723


Prohibida la reproducción total o parcial del contenido de este libro en
cualquier tipo de soporte o formato sin la autorización previa del editor.

Ediciones CICCUS ha sido


merecedora del reconoci-
miento Embajada de Paz,
en el marco del Proyecto-
Campaña “Despertando Con-
ciencia de Paz”, auspiciado por la Orga-
Impreso en Argentina
nización de las Naciones Unidas para la
Printed in Argentina Ciencia y la Cultura (UNESCO).

Sol que regresa (1).indd 6 2/10/2019 12:34:22


“Y el largo deshilachamiento de las
hierbas de mis infiernos colonizados.”

“Vuestro día es un perro que ladra


tras de una sombra.”

Aimé Césaire, Las armas milagrosas

Sol que regresa (1).indd 7 2/10/2019 12:34:22


1
Se recostó sobre la roca, agitado, con el corazón saltándole en el pecho.
Nunca, pensó, había visto un cielo más azul que el de esa mañana de
enero. Estaba ya trepando el famoso cerro y no terminaba de aceptar
que pudiera haber apagado tantas vidas, pese a su imponencia, que lo
hacía resaltar desde muy lejos en aquel paisaje andino. Ocho millones
de muertos, había leído. Allá abajo se retorcían las calles de Potosí, re-
verberaban las tejas al sol, se inundaban las torres de luz, añosas, abru-
madas de historias y presencias, como a punto de desmoronarse en el
tedio. Una campana colonial tocaba a duelo con insistencia, procurando
seducir con la gravedad de los viejos esplendores, mezclar los tiempos.
Su visión cayó después sobre las viviendas de los mineros, clavadas en
la greda con sus fríos techos de calamina, que denunciaban la falsedad
de un orden. Los imperturbables éxtasis de incienso entre columnas de
estuco servían acaso de contrapunto a los que se rendían al polvo de los
socavones en aquel cerro cariado por la conquista, dédalo de cinco mil
bocas para tragar a una raza. Descubrió una mujer acuclillada junto a
una piedra, en posición casi fetal, de momia. Articulaba la mandíbula
inferior como si balbuceara una plegaria difusa, anulada por ese vértigo
calcáreo. Su piel verdosa y arrugada, curtida por el viento de las alturas,
acentuaba su aspecto funerario. Tal pellejo humano de largas criznejas
en primer plano, y al fondo la ciudad, olvidada de sus culpas, inspiran-
do admiración y lástima con su decadencia, componían una fórmula de
tarjeta postal donde no faltaban matices ni perspectivas. Trató de armar

Sol que regresa (1).indd 9 2/10/2019 12:34:22


en ese espacio abrupto un ejército imaginario de ocho millones de in-
dios, todos avanzando con picos y barretas hacia las bocaminas, muche-
dumbre apesadumbrada. Miles yacerían sepultados en ese coloso, pero
la mayor parte habría ido a morir a sus chozas de adobes, como palomas
envenenadas con arsénico, sin importunar al amo con sus huesos. Venía
bajando un hombre de andar corvado. Reparó en sus ojotas raídas, en
sus múltiples callosidades. Un gesto firme, como de bronce, enmarcado
por un chulo policromo. Vio que traía amarrado a la espalda un cha-
rango. “Otro campesino que cae por trabajo”, se dijo. “Posiblemente no
consiguió. Tendrá que esperar que alguien reviente para ocupar su lugar
en las tripas de este gigante agotado. De nada le valdrá el charango el día
que entre; terminará vendiéndolo a los turistas yanquis, que pagan bien
por estas cosas”. Esa mañana había sido testigo de cómo uno de ellos
retorcía billetes ante los ojos embobados de un quechua, hasta quedarse
con su chuspa y su poncho.
Cerro Rico, le pusieron. Pero la plata se fue hace mucho, abarrotan-
do galeones, a las arcas de los banqueros de España. Con ella se equi-
paron regimientos para extender la conquista de estas tierras y sofocar
sus rebeliones. Y luego el estaño de buena ley. Ya apenas quedaban vetas
de escaso rendimiento, que fatigaban a las obsoletas maquinarias del
ingenio.
Tal fue la divagación de Santiago Álvarez desde una roca del Sumaj
Orqo, mientras se acariciaba la barba. Un instante después, ya descansa-
do, retomaba la senda ascendente.

—Puede cambiarse en ese baño —le indicó el guía con pulcra afabili-
dad, tras alcanzarle un saco de minero y botas de goma.
Santiago observó en derredor. Una pareja de suizos, ambos albinos
y menudos, y un alemán entrado en años, pero alto y corpulento, que
acababan de mencionar su nacionalidad en un castellano defectuoso,
discurrían con un ingeniero de la empresa en torno a un escritorio. Ya
listos, aguardaban el momento de partir. Su atención recayó en una mu-
jer joven, parada junto a la ventana, que enarcaba las cejas en un aire
introvertido. No tardó empero en advertir que la espiaba, y torció sus
gruesos labios en una sonrisa que hubiera pasado por sardónica si no
viniera contrarrestada por la vivacidad de sus ojos, más audaces que
misteriosos.
—Ya sé, sos argentino —se regocijó—. Andan por todos lados; cómo
escapar.
—Por el tono, veo que sos de Buenos Aires.
—Sí, de cabo a rabo.

10

Sol que regresa (1).indd 10 2/10/2019 12:34:22


Esta vez su risa fue más suelta, verdaderamente festiva. Santiago se
había dejado sorprender por su desenvoltura, por su carácter jovial y
avasallador. Pero ahora ella recuperaba su gesto ensimismado y lángui-
do, y se distraía de nuevo. Parecía resultarle fácil pasar de un estado
emocional a otro. Para evadirse del vacío creado por su retracción, entró
al baño y cerró la puerta. Salió unos minutos después; el guía lo esperaba
con el guardatojo.
—Vamos, pues. Ya están afuera los otros.
Abandonaron la oficina. Sintió la tibieza del sol, así como el frío acu-
mulado por el saco de caucho. El alemán tomó algunas instantáneas del
grupo, con la bocamina al fondo. El guía retiró de un puesto baterías y
linternas, y las repartió. Se ajustaron las primeras a los cinturones, y
calzaron las segundas en los cascos. Oyó otro click de la cámara del ale-
mán, y luego la trepidación creciente de una vagoneta que se acercaba a
la salida, apenas denunciada por una luz pálida. Demoró un tiempo en
aparecer con su cargazón de rocas color café, donde esporádicamente
resaltaba el brillo negro de la casiterita, y un carretero detrás. El acceso
quedó despejado y el guía echó a andar, sumergiéndose en ese mundo de
tinieblas. La agradable temperatura exterior fue sustituida en segundos
por un viento helado y húmedo. Pronto llegaría el barro; se escuchó el
chasquido sordo de las botas del guía.
—Cuidado al caminar —dijo este. Y agregó, en el mismo tono:
—Vayan preguntándome lo que quieran saber.
—Take care —advirtió más adelante el alemán, señalando una afilada
saliente.
La suiza mostraba a su marido un ácido espeso que goteaba sobre un
riel, carcomiéndolo.
—Qué poder corrosivo —comentó Santiago a la mujer con quien con-
versara anteriormente.
Ella se inclinó para mirar, y luego siguió andando. La boca de entrada
era ya un punto blanco en la distancia.
—Es el paso forzado del turista que quiere sentirse menos turista, con
ínfulas de Lord Jim —añadió Santiago, buscándola—. El lugar común de
salir de lo común por una vía también común.
—Estoy por estudios, así que no tengo ese complejo —repuso ella.
—Yo no puedo con la conciencia de ser un cochino turista despreocu-
pado y ocioso, más o menos bien tratado por la vida.
—No te creo. En serio, ¿qué te trae?
—Uf, tantas cosas. El exceso de cadáveres y la poca sangre. El formol
y el fenol. El escapismo, tan invocado. La tos de perro de la ciudad y un
temor congénito a los obeliscos. Los negociados patrióticos de los próce-

11

Sol que regresa (1).indd 11 2/10/2019 12:34:22


res de hoy, concertados al son del Himno y a la sombra de la enseña sa-
crosanta y febosa. Y también la curiosidad. La densidad. La intensidad.
La putrefacción. O dicho en habla vernácula, estaba podrido y me tomé
el raje.
—Recién me conocés y ya sueltas todo tu entripado. Deja algo para
después.
—Es lo mismo. Cada cual con su tango preferido, y es mejor cantarlo
de entrada.
Ella soltó de nuevo una risa, como cediendo a su verborragia, y dijo:
—Me llamo María del Carmen.
Pero ahora era él quien parecía haberse ausentado de pronto. Lo oyó
farfullar algo.

Me llamo María del Carmen. Así suelen empezar las historias.


Hasta que un día se tienden en tu cama, ansiosas, insaciables. Más,
querido, más. Y una noche, hartas de las mismas fórmulas y de tu
cara de payaso, te dicen adiós, te veo después, sin que llegue nunca
ese después. O hacen la valija, como en el cine, y salen martillando
sus tacos por los corredores. Tenés olor a fenol, viejo. Estás muerto.
Y en esas noches, sea invierno o verano, suele bramar el viento sur
contra los vidrios, alborotando a los pobres gorriones de los árboles
callejeros. Te acepto, estoy muerto. Siempre lo habré estado, desde
que no recuerdo una edad diferente. ¿Acaso el sol de La Rioja? Si mis
padres no me hubieran sacado de allá hoy sería otra cosa. Podría
hallarme en este momento asomado a una ventana, mirando pasar
el carro del panadero sobre el empedrado caliente. Irse a los nueve
años, y no regresar. Pero hay quien tuvo una edad dorada, y exhuma
flores secas de los libros compartidos, oyendo restallar persianas en
el manso viento de antes. Viejo, hedés a fenol, te digo. Quitate la ropa.
Quiero eso que tenés entre las piernas, grande y deforme: la vida.
Gozando como cerdos y sin apagar la luz, para que no vengan a joder
los sueños, las sublimaciones. Érase que era una enfermera cansada
de higienizar moribundos, de controlar el color de la orina y el paso
del suero, gota a gota, que se enamoró de un médico del hospital. Esa
cursilería en rosa no iba con vos, macho sombrío y formidable, de
luengas barbas de conquistador anacrónico. Pensé otro argumento,
otro pasado sin clima kitsch, más propio de una exigente minoría eró-

12

Sol que regresa (1).indd 12 2/10/2019 12:34:22


tica. Sangre que te pierdes sin registros, cada vez con menos glóbulos
rojos. Los cuerpos que nadie reclama en la morgue, y que son troza-
dos como ranas. Los estudiantes les trepanan el cráneo, les abren el
vientre en busca del apéndice vermicular, se reparten con avidez sus
órganos. El sexo luce todavía un orgullo ridículo, negro y abotagado,
como si simplemente reposara a la espera de un acto vivificante. Y
estos vástagos de Hipócrates se lavan después las manos con alcohol
y salen a tocar miembros tibios por las plazas meticulosas, controla-
das por maestros en el arte de reglamentar la naturaleza. Hablarán
de los hechos del día, del próximo examen, de alguna película que hay
que ver, pensando, bajo la admonición de un desubicado benteveo,
qué harán para caer en la cama sin que eso parezca demasiado fácil,
demasiado intencional. Sacate la ropa. Da lo mismo. Uno va desnudo
por un mundo sin sol.

—Ahí tienen un santuario —les mostró el guía—. Siempre hallarán


alguno adentro, especialmente de la Virgen del Socavón. Lo que no hay
son Cristos. El minero es muy supersticioso. Suele fabricar con arcilla
una imagen del Tío, que es el mismo diablo, el Supay, y la pone en un
sitio medio escondido. Cada vez que pasa por allí se para a saludarlo, a
acullicar delante de él. Le prende velas al revés, le hace fumar un ciga-
rrillo, le ofrece chicha. El Tío viene a ser el dueño y señor de las minas y
los minerales. Dicen que ayuda a encontrar vetas y que, si se enoja, hace
desaparecer las más ricas y provoca accidentes. Es sacrilegio arrodillarse
ante su imagen.
—Sabes, no le gusta que entren mujeres aquí —comentó María del
Carmen a Santiago.
—En Oruro son del tamaño de un hombre. El cuerpo de roca. Miran
con metales brillantes y muerden con vidrios. Les ponen botas, chaleco
y un religioso sexo en erección. Curioso este Tío.
—Con el Exú de los brasileños pasa algo semejante. Se sincretizó al
diablo con la fertilidad.
Ahora el guía retomaba la palabra:
—Los mineros hablan también del Chancho Verde. Según cuentan,
vive junto a las vetas más puras. Cuando se va cavando cerca, por des-
cubrirlas, ya gruñe. Y cuando dan con la veta salta, sale corriendo con
los ojos centelleantes, las cerdas erizadas, espantando con sus gritos y
dejando un fuerte olor a azufre. El pobre que lo ha visto y ha respirado
su aire, seguro que se muere al poco tiempo.

13

Sol que regresa (1).indd 13 2/10/2019 12:34:22


Sí, los mineros mueren. Pero no es el Chancho Verde, señor, es el pol-
vo de sílice. Les resquebraja la piel, les endurece y seca los pulmones.
Echan sangre por la boca. El Tío no es el dueño de las minas. Los que
más se enriquecen con ellas suelen estar lejos; detestan el frío y la altu-
ra, le temen al soroche, a la miseria, a los que vienen de trabajar con el
agua hasta las rodillas. Parece que todo esto comienza a preocuparme.
Bendita sensibilidad, de dónde sales ahora. Un falo enorme. Mientras
se pudren por dentro en estas galerías adoran eso, al dios de la sombra
y de la siembra; sueños de semen y saliva: cinco sustantivos con ese.
Afuera los aguardan mujeres preñadas, chicos llorosos y desnutridos.
La carne que consumirá el futuro. La patria en marcha, General. Todo
bien. Los mineros trabajando como deben; por un buen tiempo no fre-
garán con huelgas ni huevadas. Que se mueran, no importa. Son medio
indios, y esa mano de obra no escasea. ¿Ha observado, General? Se
multiplican como perros. Sacate la ropa, apestás. Gualberto Villarroel,
colgado de un farol por aventurar que la servidumbre personal ya no
estaba a tono con el siglo, que las cosas debían cambiar un poco. Eso
que tenés entre las piernas, quiero ver. Sí, querida, al instante. Vení que
te inundo… A falta de senderos con arrayanes...

—Temen también al espíritu de los que murieron aquí adentro —pro-


siguió el guía—. Los muertos no se van del todo, dicen.
María del Carmen resbaló en el barro, y para no caerse se aferró al
brazo de Santiago. Mas no pudo evitar golpearse contra el filo de una
roca. Ahogó un débil quejido y se quedó afirmada contra la pared, como
reponiéndose. Otra vez crecía una trepidación, y el guía indicó que se
hicieran a un lado. Santiago se puso junto a un madero que apuntalaba
la galería. Pasaron cinco vagonetas sobrecargadas de mineral, ensorde-
ciendo. Sintió que le caía polvo sobre el saco, y pensó en la posibilidad
de un derrumbe que los dejara sepultados en ese infierno. Las vagonetas
desaparecieron pronto en una curva, pero el ruido persistió un rato más.
Cuando se restableció el silencio, le preguntó a María del Carmen:
— ¿Te duele?
—Ya no.
—Hay que andar con cuidado.
—Sí.
—Y ojo, que cada gota que oís sonar es un alma en pena.
—Si me toca, zás. Poseída por un quechua —chanceó ella.

14

Sol que regresa (1).indd 14 2/10/2019 12:34:23


—Es la copajira —mostró el guía, iluminando un fluido amarillento y
maloliente que rezumaba de una grieta—. Quema la ropa de los mineros.

Las cartas marcadas, sucias, y las tazas de café. Discos desparrama-


dos sobre la alfombra desteñida, y como es invierno, el ruido y el calor
de la estufa a gas. Los pies de Gloria cual animalitos felices junto al fue-
go, desentumeciéndose; zapatos al azar. Extrae el grueso volumen de
Genética de la biblioteca y comienza a hojearlo, fijando especialmente la
atención en los dibujos. La anatomía del membrum virile. Gran match
en las Trompas de Falopio. Primero, segundo y tercer mes del embara-
zo. Increíble; sabia naturaleza. Las uñas sin esmalte, y en dos dedos el
tinte amarillento de la nicotina. Fumas demasiado, Gloria. Pobres de tus
pulmones. Sí, ya sé; soy candidata al cáncer. Todo en esta ciudad apunta
al cáncer. Tenés razón. Qué te parece si vamos a respirar al Valle de la
Luna. Pronto tomaré las vacaciones. Toneladas de huesos de reptiles gi-
gantes, las extrañas creaciones pétreas de la erosión en medio del desier-
to. Pará el chorro que yo no puedo salir, pibe. Soy una esclava. Ricardo
le cierra el libro. Puerca curiosa, dejá un campito al misterio. Vamos,
otra truqueada. ¿Te parece? Les demostramos que somos campeones
consagrados. Dale, Juan, otrito. Antes pondré ese disco del Creedence,
Mientras pueda ver la luz. ¿Y vos, Santiago? ¿Volando de nuevo? Bajá,
astronauta, que jugás con Gloria. Reparto yo. Vos no, que sos yeta. Dame
el mazo. Domingo a las seis de la tarde. Debe estar nublado. La gente
haciendo colas en los cines de Corrientes y Lavalle, o dibujando caras en
una servilleta de papel. Vamos al Valle de la Luna.

—¿Podemos ir a la Sección Keller? —preguntó María del Carmen.


—Hacia ahí nos dirigimos –contestó el guía.
— ¿Se podrá bajar?
—Creo que sí, mientras el ascensor esté disponible.
Unas vagonetas vacías cerraban el tránsito, y tuvieron que retroceder
y entrar por una galería secundaria, muy estrecha y apuntalada. Allí vie-
ron los primeros “buzones”, aberturas por las que se arrojaba el mineral
arrancado en los niveles superiores, y por las que solían también trepar
los cateadores de vetas, con sus máquinas y algunos kilos de dinamita en
la cintura, escurriéndose hacia el corazón del metal.
—En este lugar ya no se trabaja—aclaró el guía—. Habrá que clausu-
rar el acceso, pues capaz que un día se derrumba. Siempre se trata de
evitar los accidentes… A la pucha el barro… Notarán que aquí el aire es
más raro; no hay ventilación. Fíjense en las luces: ese polvillo que flota
es el sílice. Saldremos a la galería ancha de recién. Síganme.

15

Sol que regresa (1).indd 15 2/10/2019 12:34:23


—Enterrados de por vida por unos miserables pesos —dijo María del
Carmen—. Hay que insistir para que nos lleve al Nivel Once de la Keller.
Allí hacen unos cuarenta grados de calor, y como están perforando, se-
guro que no se podrá respirar del polvo. La gente trabaja casi desnuda.
Luego se adelantó hasta ponerse a la par del guía. Santiago oyó que le
hablaba en voz baja, como induciéndolo a algo. Los suizos se le acerca-
ron también, tratando de captar el diálogo. El alemán estudiaba una roca
de color extraño, acariciándola con asombro.

Ya es de noche, dice Gloria. Mañana el despertador de nuevo a las seis


y media, y salir a los piques. Qué opio. Juan vuelve de la cocina con una
botella de vino común. Tenés que atender mejor a tus amigos, Santi. La
última que te queda, pero la sacrificamos igual. No vamos a oír tus teo-
rías sobre el arte rupestre con el garguero vacío. Antropólogo diletante.
Noche, una sirena de manisero suena en la calle, erizando. Algunas bo-
cinas que ya no cuentan en el balance por su habitualidad. Gloria sigue
descalza, y siempre cerca de la estufa. Le gusta la alfombra y el calor,
como a una gata. Se ha puesto los anteojos para leer una revista. Una na-
riz respingada, breve, flanqueada por vidrios de escaso aumento. Con el
tiempo los irá cambiando; las cosas serán más difusas. Mientras pueda
ver la luz. El vino gorgotea, cayendo en vasos azules. Le saqué un rollo
entero de fotos a una mina en bolas, dice Ricardo. Me costó convencer-
la. Lo mandé ya a revelar. Desnudos estéticos, claro, no pornográficos.
Para el otro domingo les prometo copias. Bueno, Santi; adelante con tu
lección. Somos todo oídos. El silencio se impone de pronto, como una
fractura. Gloria tose con fuerza, llevándose la mano a la boca. Vibran sus
pechos por la contracción del diafragma. Parecen sueltos bajos la blusa.

El socavón se había ido estrechando, y cada vez mostraba un mayor


aspecto de abandono. De él arrancaban otras galerías, configurando un
verdadero laberinto. Ya el guía parecía dudar. El vulgar y reglamentado
paseo por la mina de Pailaviri cobraba visos de aventura.
—Viaje al centro de la tierra —dijo María del Carmen, recordando la
novela de Julio Verne.
—¿Qué tal vas? —le preguntó Santiago, celebrando que estuviera de
nuevo a su lado.
—Bien. Ya lo convencí. Hará lo posible para que bajemos por la Keller.
Santiago meditó en esta mujer de su misma ciudad que le deparaba
el azar. A la luz de las linternas se podía ver su pelo castaño oscuro, que
desbordaba el guardatojo y caía sobre el cuello del saco. Su andar un
tanto desgarbado, casi arrítmico, pero integrado a su personalidad. Ese

16

Sol que regresa (1).indd 16 2/10/2019 12:34:23


encuentro no había logrado ponerlo en tensión, pese a lo extraño de la
coyuntura y al trato directo, sin rodeos, que venían dándose. Se deman-
dó si también esto le resultaba indiferente. Distraído como iba, pegó con
la cabeza contra una roca, pero el casco amortiguó el golpe. Empezaba
a cansarse de ese aire viciado, de la humedad penetrante. Ella volvió a
adelantarse, cimbrando ágilmente la cintura. Nada artificial notó en su
paso. Sus gestos eran desenvueltos, desmedidos, mas no agresivos. Es-
capaba a esa concepción de la mujer como planta que crece y aguarda.
—Magnífico —escuchó decir a la suiza, remarcando las sílabas. Y lo miró
luego, como recabándole un comentario sobre algo a lo que era ajeno.
Santiago no quebró su mutismo. Un sudor frío le empapaba la frente.
—Allá al fondo está el acceso a la Sección Keller —anunció el guía.
Todos debieron sentirse aliviados.

El cigarrillo entre sus dedos, como dormido, armando perezosas espi-


rales. Sobre la mesita estaba la botella de vino, ya vacía. Juan y Ricardo
acababan de irse. El tocadiscos se había apagado automáticamente hacia
el final, sin que nadie se molestara en ponerlo de nuevo en marcha. Sólo
quedaba Gloria, aún sentada sobre la alfombra, entre los naipes esparci-
dos, como esperando la sentencia del Minotauro en las grutas de un do-
mingo de invierno. Santiago pensó en el hospital, el día siguiente. Algún
internado se habría muerto en su ausencia; otros estarían ya ocupando
sus camas. Turnos para morir. Cada vez se le hacía más difícil recordar
las caras de los enfermos, conformarse a la idea de que se trataban de
seres humanos con historias por detrás. A muchos los traían en estado
comatoso, prácticamente para que les extendieran un certificado de de-
función. Accidentes. Infartos. Insuficiencias funcionales. Un avanzado
proceso infeccioso. Los que se suicidan con barbitúricos y vegetan una
semana con los centros nerviosos anulados. En suma, todos esos cadá-
veres amarillos que se deslizaban sobre camillas por los pasillos viejos y
escupidos del hospital, con olor a grasa, ácido fénico y tiempo. Y siempre
los cantos apresurados de los gorriones en las palmeras de los jardines
aledaños, y los vehículos que circulaban por afuera, parejas entrando
en el hotel del frente, por un par de horas, como si nada: la vida conti-
nuaba. La noche que llamamos día. Hoy estás triste, aventuró Gloria.
¿Te parece? No sé qué es estar triste. Se me ocurre que en la tristeza
hay algo de decepción, cierta cosa inesperada. A mí todo me da igual.
Los heraldos negros, diría Vallejo. Hubiera deseado que fuese diferente.
Muchas veces he ganado, pero perdí las partidas más decisivas. Vamos,
deja esas quejas a un lado. Te falta un trecho para los cuarenta y ya ha-
ciendo este papel deplorable. ¿Tuviste noticias de Ana? El miércoles la vi

17

Sol que regresa (1).indd 17 2/10/2019 12:34:23


por Corrientes, en la puerta del Teatro San Martín, prendida a un tipo,
por supuesto. El asunto te tiene amargado. No es el asunto, piba. Me
paso el día entre cuerpos malolientes, sucios de humores, que se van
así del mundo sin ojos que los lloren, sin solemnidad alguna. Ando solo
de noche y miro por todas partes la rutina de las promesas, las conoci-
das sublimaciones, los pequeños engaños que en definitiva no son tales.
Uno se pierde en la multitud y pretende todavía manejar un lenguaje
singular, diferente. Ana se las arreglará siempre para salir a flote de los
naufragios. Es mía la culpa de que me largara, pero hablar de culpa no
revierte los hechos, no trae soluciones. Me alegro que ella pueda seguir
la ronda. El trágico, el cornudo de vocación, soy yo. Me resigno. Como
decía Quevedo, si una mujer vale, comunicarla con el prójimo es caridad.
Estoy lleno de herrumbre, y ya le embromaba la existencia. Después vino
el silencio, hondo y hueco. Gloria se puso de pie. Fue al cuarto y regresó
con su tapado y su cartera. Me tengo que ir, viejito. Lamento dejarte
así. Vos te la buscás, también. So long, baby. Y se halló de pronto solo
entre esas paredes, entre los objetos desparramados a lo largo de la tar-
de. Recogió los naipes y un cenicero de bronce, repleto de colillas. Qué
persigues por las calles, por las siestas tediosas del domingo. ¿Acaso al
amor? Si cada vez que lo abordaste con furia terminaste destruyéndolo,
quedándote todavía más abandonado.

El elevador descendía vertiginosamente, permitiendo fugaces visio-


nes al pasar un nivel. Era como caer en un infierno sin límites. Empezó a
frenar de improviso, y se detuvo en pocos metros.
—Estamos en el Nivel Once —comunicó el guía.
Los envolvió un vaho de calor insoportable. Vieron brillar en la
penumbra los torsos desnudos de los mineros, como velados por las
nubes de polvo que levantaba un barreno. La transpiración corría a
raudales.
—Pronto colocarán dinamita en los horados y se irán. A las doce se
hacen estallar todas las cargas. Fijando una hora se evitan accidentes.
María del Carmen se acercó a Santiago.
—No aguanto —dijo—. Lo que debe ser más abajo. Ayudame que voy
a sacarme esto.
—Tranquilizate que ya subimos de nuevo.
—No. Nos quedaremos un rato.
— ¿Creés que para los otros es programa estar aquí?
—De todas maneras —balbuceó, quitándose el saco.
El alemán tosió, llevándose luego un pañuelo a la boca para no aspi-
rar ese polvo, actitud que los otros imitaron.

18

Sol que regresa (1).indd 18 2/10/2019 12:34:23


—Más de cuarenta grados, en verdad —comentó María del Carmen—.
Como para que vivan mucho los mineros.
Algunos habían suspendido el trabajo al ver aproximarse a los visi-
tantes y saludaban con una leve inclinación de cabeza, sin soltar las he-
rramientas. Caras impenetrables, con grandes lamparones de suciedad y
señas de mundos macerados en los socavones de la miseria. Nadie hizo
preguntas, pues hubieran sonado acaso ofensivas. En ese torturado es-
pacio del estruendo, de la muerte insignificante, vomitada en sangre, no
restaba sitio para las palabras.

Sacarme también la ropa y agarrar una barreta. Que el guía se lleve


lejos a los gringos. Sudar, que se me ampollen las manos, tragar sílice
hasta caer rendido en las entrañas ya pobres de este cerro de fábula,
aprender de una vez por todas lo que quiere decir subdesarrollo, condi-
ción humana. Pues en cierta forma aquí, entre ringleros de pencas, hay
una semilla que brota. Allá, en las cuevas en que vivo, quedan pocas
chances. Arrasaste mis saldos, Ana, y ahora te paseas feliz, abrazando
otra cintura. Sí, ya sé: somos intercambiables. Fungibles, dicen los eco-
nomistas. Tan extraño esto de no desear los deseos, de flotar sobre las
cosas. ¿Qué son mis días? Mas si me fuera posible elegir no recalaría
otra vez en tus muelles. El tiempo recobrado. Todo un lujo, don Proust.
Para estos cuerpos que entierran aquí toda esperanza por unos pocos
pesos, mordisqueando llijta, qué puede ser el tiempo de los poetas, el
de los metafísicos. Pero a vos no te seducían estos mundos, Ana. Bue-
no, adiós Nivel Once, la mayoría ha decidido rajar del Averno. Ahora
ascendiendo, regresando. Pero ellos se quedan, por años y años, hasta
que no sirvan más que para morirse. Les dirán entonces: estás jodido,
viejo, ándate ya. Y desocupa pronto la casa, que la mina no es un hospi-
tal. Arréglatelas. Y otro tipo joven, con un par de ilusiones en el bolsillo,
aguardará ansioso por la ratonera, para meterse allí con una mujer-
cita, echarle un hijo, un nuevo condenado. Acostumbrado a la muerte,
creía conocer todo sobre ella, pero la que se respira en esta ciudad es
algo más que un hecho biológico; me confunde. Desde esa noche en que
llegué, cuando vi brillar unas luces tenues en la distancia. Potosí, can-
tó el guarda. ¿Tan sólo esas luces? Más habitantes que París y Roma
en el siglo XVI, tantos como Londres. La principal ciudad de América,
diez veces más poblada que Boston, capital del esplendor y el derroche,

19

Sol que regresa (1).indd 19 2/10/2019 12:34:23


los indios morían como moscas para sostenerla. Apenas si la iluminan,
dijo alguien. Y luego recorrer calles desniveladas, fantasmales por sus
silencios y penumbras, hasta arribar al punto final. Soplaba un viento
helado. Me hallé de pronto con la valija en una mano, agotándome en
una pendiente bajo los resplandores mortecinos de los escasos faroles,
rumbo a un hotel. Más terrible que la muerte, esta ruina, las campanas
que tocan como hace trescientos años.

—Cuidado, que te vas a sacar la cabeza —le advirtió María del Carmen.
Recién cobró plena conciencia de que marchaban de nuevo por un
tortuoso socavón.
—¿Dónde está la enfermería? —interrogó al guía.
—Cerquita nomás. ¿Quiere entrar?
—Sí, me gustaría. Como soy médico…
—Pues vamos allá.
Poco tiempo después, este empujaba una puerta y se hacía a un cos-
tado para que pasaran. Santiago fue el primero. Un hombre de baja es-
tatura y delantal blanco dejó una revista que había estado leyendo y vino a
darle la mano. Se fueron ubicando en pequeñas sillas colocadas contra la
pared. El recinto era estrecho y contaba con pocos elementos, por tratarse
de un puesto de urgencia. Afuera esperaba siempre una ambulancia, por
cualquier accidente o cuadro agudo. El enfermero respondía con amabi-
lidad las preguntas que le formulaban. Santiago encendió un cigarrillo;
estaba agotado. María del Carmen conducía ahora la conversación. Espi-
ró el humo hacia arriba, relajándose. Concentró la mirada en una vitrina
repleta de gasas, algodones y medicamentos.

Esa noche tibia de primavera en que Gloria vino a pedirle un remedio.


Fueron al dormitorio, y ella se sentó sobre la cama mientras él escarba-
ba en la caja de las muestras gratis. No hallándolo, la vació en el suelo
sobre un cuero de vaca. Había abierto la ventana, el aire tenía cierto olor
a resina. Aquí encontré uno; es el único. ¿Algo más? No, pero me puedo
quedar un rato, me imagino. Está bien, nadie te echa. Se hizo un silencio
enervante. Qué se traerá esta, te dirás. Traigo lo que soy, una mujer. Pero
vos nunca me considerás una mujer. La miró entonces a los ojos, de-
cididamente, descubriendo en ellos el relumbre de una transmutación.
No te asustes que no muerdo. Este tiempo provoca, qué querés. Será
a vos, vieja. La primavera es cosa de los animales, de las plantas. Para
mí es oscura, no deja saldos. Prefiero el verano, el calor desatado. Bah,
siempre estás negándote, limitándote, pensando en tus cuernos, lo lin-

20

Sol que regresa (1).indd 20 2/10/2019 12:34:23


do que lucen. Basta de eso, mi querido. Conseguí un buen pucho, yerba
de la mejor. Y para la semana que viene me prometieron haschich. ¿Lo
fumamos a medias? Él no dijo nada, mas bajó la cabeza como asintien-
do. Gloria apagó la lámpara, y tras quitarse los zapatos se recostó en la
cama. Prendió el cigarrillo con dificultad, chupó luego el humo un par de
veces, y se lo pasó. Él lo retuvo unos segundos entre sus dedos antes de
dar una pitada. Pensó: no quería esto, mi vieja. Lo que me faltaba, para
terminar de hundirme. Ya sé, argüirás que medio pucho es una risa. Sí,
una risa, pero siento la asfixia cultural. La civilización es la civilización,
dijo ella, calculando sus lucubraciones, y poco después se quitaba la blu-
sa y la arrojaba dentro de la caja de los remedios. La claridad que llegaba
del living le permitía distinguir detalles, como los breteles del corpiño.
El humo ascendía, perezoso. Cierto, no podía mirarla como mujer. Para él
había sido sólo alguien con quien compartir el tedio. Ni siquiera lo que se
llama una amiga. Por otra parte, aún se sentía bloqueado afectivamente.
Casi le pregunta qué significaba aquello, pero hubiera sido estúpido, ya
que ahora se sacaba el corpiño y lo arrojaba también dentro de la caja.
Luego se inclinó hacia él con naturalidad para alcanzarle el cigarrillo. Y
así varias veces. Tuvo ganas de apretar esos pechos fláccidos y cansados,
ajenos quizás al estremecimiento, pero no se salió de su papel pasivo. Se
te acabaron las vacaciones, dijo Gloria. Desprendete de esa cáscara po-
drida; ya ni sabés cuando una mujer te desea. Él le devolvió el cigarrillo
y se quedó nomás sentado entre los remedios, perplejo y vencido. Ella
sorbió el humo por última vez y lo aplastó en un cenicero. Luego se puso
de pie, semidesnuda, y lo escrutó como rogándole que se incorporara.
Él se irguió entonces pesadamente y la abrazó. La sangre comenzaba a
bullirle, pero pensó que no debía. Sintió sus senos, como dos adversarios
en desgracia. Le acarició la espalda con mano suave y ambigua, y com-
prendió que eso continuaba siendo algo tristemente humano. No soy un
perrito, protestó Gloria, apartándolo. Recogió apresurada la ropa de la
caja. Mientras se vestía dejó escapar algún sollozo. Esas pocas lágrimas
bastaron para mojarlo por dentro, y estuvo a punto de arrojarse sobre
ella para hacer el amor furiosamente, única forma ya de asumir aquel
cuerpo liviano y tenso. Lo real es que permaneció quieto y callado, per-
mitiéndole irse por la noche de la ciudad, con sus frustraciones a cuestas,
con sus pequeñas muertes. Demasiado humano, sí. La civilización es la
civilización. Y en el paraíso de lo neutro, el diablo está ausente.

21

Sol que regresa (1).indd 21 2/10/2019 12:34:23

S-ar putea să vă placă și