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Políticas, instituciones y actores en educación

G. Frigerio, M. Poggi y M. Giannoni (comp.)

Ediciones Novedades Educativas. 2000

7 - Subjetividad y escuela

Silvia Schlemenson

Para referirme al cruce de caminos que se efectiviza en el interior de la institución


escolar, centraré mi intervención en las transformaciones subjetivas posibles que
se producen en el niño con el ingreso a dicha institución.

Cuando un niño ingresa a la escuela se encuentra y construye una realidad


distinta a la familiar. Halla en su interior, una variedad de reglas y códigos de
coparticipación igualitaria que lo fuerzan a la sustitución de lo exclusivo conocido
por lo compartido ignorado.

Esta es una imposición social a la que se ven sometidos todos los niños en edad
escolar, pues la inscripción en la escuela no es voluntaria en ningún país del
mundo, sino obligatoria en todos.

Las instituciones escolares contemplan excepcionalmente el esfuerzo psíquico


que representa, para cada uno de los niños, esta experiencia inicial de
atravesamiento subjetivo que actualiza, ritualiza e impone el ingreso al campo
social.

Al ingresar a la escuela, el niño confirma la existencia de otros espacios y


dominios distintos a los familiares. Se abren para él, diversidad de formas de ser y
responder frente a los mismos estímulos, se institucionaliza un nuevo lugar de
encuentro que se establece como articulador entre la primarización familiar y la
incorporación plena a la estructura social global.

En esta institución de ensayo, de construcción de un nuevo espacio de


intercambios, el niño atraviesa una nueva oportunidad para su transformación y
reposicionamiento psíquico. El deseo de cambio lo conmueve, lo atrae, lo
atemoriza y muchas veces lo inhibe. Se producen, situaciones y encuentros
desconocidos. Se constituye un nuevo espacio de amplia significación subjetiva.

El ingreso a la institución escolar no es el primero ni el más importante de los


encuentros significativos en la constitución de la actividad psíquica del niño. El
primero y el más importante de ellos es el que se produce en el momento mismo
del nacimiento con su madre, quien graba en el psiquismo del niño uno de los
sellos de mayor significación y determinación constituyente. Desde el momento del
nacimiento, su madre se instituye como un Otro, alrededor del cual se accede al
placer y se ordena la totalidad de las experiencias significativas.

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Cuando su madre se ausenta, la fuerza de dicha relación impone la existencia y la
búsqueda de algún otro sujeto u objeto consonante con los atributos
fundamentales de su madre, que facilite la reedición de los placeres habidos.
Nadie corno ella volverá a ofrecer la tibieza y el atractivo imaginario de aquel
primer encuentro.

Por la frustración que le produce su ausencia, el niño trata de hallar, en


sustituyentes «otros», reediciones parciales que convocan las gratificaciones
vividas e imaginadas de aquella situación inicial añorada. El alejamiento de la
madre motivará el desplazamiento sobre el padre y la familia del deseo de
reedición, con ellos, de aspectos sobresalientes de los placeres habidos.

Poco después de estructurar con su padre y su familia un nuevo espacio de


encuentros constituyentes, el niño es enviado a la escuela, donde descubre la
existencia de otros niños, otras formas y otros pareceres.

La escuela se constituirá, entonces, como un nuevo espacio de. sustitución y


búsqueda de placeres perdidos. Se hallarán en su interior sujetos y objetos que lo
posibilitan y lo frustran.

Cuando un niño ingresa a la escuela, su psiquismo está aún en transformación y


este encuentro con «otros», que se concretiza con el ingreso a la escolaridad,
actúa como una oferta de proyección y multiplicación de necesidades, deseos y
pareceres. Cada uno de dichos «otros» sería entonces una suerte de
representación imaginaria de aspectos singulares puestos en re afirmación y
cuestión.

Por suerte, el completamiento del aparato psíquico no se agota en la familia. Es


más, si supusiéramos que se cierra en el interior del espacio familiar, estaríamos
en presencia de una situación de empobrecimiento y repetición que llevaría a la
involución y el estatismo.

La televisión, la radio, los diarios, la presencia de «los otros» en la escuela a la


que el niño concurre diariamente, imponen la vigencia de la existencia de otro
espacio, el societal, que en el niño queda representado por esta institución
obligatoria a la que todos los niños del mundo se integran: la escuela. Concurrir a
ella es poner a prueba aspectos básicos del proyecto familiar e incorporar las
diferencias de sus elementos fundantes. Cada uno de los niños reelabora en su
interior una nueva representación psíquica de sí mismo que, mediante la
confrontación de realidades e historias, permite poner en acción la enunciación
individual de un proyecto futuro.

La escuela es entonces un espacio inicial de integración social, de puesta a


prueba de lo conocido y de una imposición violenta de lo diferente. No es un
segundo hogar sino un primer espacio de representación e imposición social.

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Cuando el niño concurre a la escuela, las cosas son distintas que en su casa. Las
cosas cambian. Sin embargo, las formas de ser, los placeres y deseos
tempranamente acuñados permanecen. El espacio familiar continúa durante toda
la vida como el referente identificatorio a partir del cual las modificaciones se
producen.

Una oyente de un programa para docentes decía, al hacer referencia a los límites
que los niños le imponían a su trabajo: «es una lástima que los chicos lleguen a la
escuela ya marcados», como si la marca fuera el límite de lo inmodificable.

Hoy, en mi exposición, intentaré recuperar el lugar de la marca como el cimiento


de la riqueza el atractivo de la diferencia que se juega por primera vez en el
interior de un espacio donde, por suerte, cada uno de los que participan concurre
con su propia marca.

Si todos fueran iguales, si en la escuela no existieran «los otros», los parecidos


pero distintos, la educación podría quedar en manos de las computadoras que, por
suerte, son sólo instrumentos de información que no logran generar el atractivo y
el dinamismo que produce el semejante, el compañero, cuando se encuentra con
un igual en el interior del espacio escolar compartido. Este nuevo espacio de
atravesamiento y constitución subjetiva que representa para el niño lo atractivo, lo
novedoso, lo distinto, se construye corno tal, por la presencia y la existencia de
otros niños, de sus semejantes.

Si se hiciera un relevamiento acerca de cuál es el momento de la escuela que a


los niños más les gusta, la gran mayoría de ellos opinarán que es el recreo. Habría
que preguntarse qué es lo que los niños encuentran en el recreo que los atrae, y
con quiénes juegan. Ni más ni menos que con los otros niños.
Surge entonces, en este tercer espacio en la constitución del psiquismo, la
existencia de nuevos personajes de alta significación e incidencia psíquica: sus
compañeros, quienes, iguales pero diferentes, atraen por lo oculto, por lo distinto,
por lo semejante. Son sujetos y objetos potenciales de investimiento y rechazo.

El reconocimiento del lugar y la vigencia que adquiere el encuentro con «los otros»
es tal vez el eje que posibilita el acceso al aprendizaje significativo, al aprendizaje
atravesado por la subjetividad y no incluido a la enciclopédica incorporación de
conocimientos que las computadoras prometen. Se trataría entonces de
enriquecer y dinamizar los objetivos curriculares con la construcción de espacios
subjetivamente significativos en los que la relación con el semejante se estructure
como una preocupación pedagógica.

Interesarse por el lugar del semejante es activar la relación entre los niños,
estimular la participación, potenciar la diferencia, atender a la forma en que se
construyen y se constituyen los conocimientos entre los sujetos ya la modalidad
particular de aprender de cada uno de los miembros en relación con cada uno de
los otros.

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Este nuevo espacio en constitución que incide y atraviesa la subjetividad, no lo
representa la institución en su conjunto sino el pequeño grupo al que el niño
pertenece, el del grado al que concurre.

¿Por qué considero que el pequeño grupo del grado es lugar de completamiento,
transformación y constitución de la subjetividad? Porque es en el grado en el que
se juega y presentifica para el niño la existencia de otros códigos y pareceres
semejantes y al mismo tiempo diferentes a los familiarmente conocidos.
Simultáneamente novedosos y atractivos. En este pequeño grupo es donde se
juegan gran parte de las pasiones de la infancia. El grado al que concurre
representa para el niño un espacio de alta significación subjetiva. Se estructura en
su interior un nuevo espacio posicional. Se constituye el triángulo de la
intersubjetividad.

Dicho triángulo representa el espacio virtual constituido por los actores de la


institución que inciden significativamente en el niño. Ellos son: el maestro y los
compañeros del grado. En el interior del mismo y por el posicionamiento de cada
uno de sus miembros, se concretizan las transformaciones psíquicas
singularizables. En el vértice opuesto a la base se encuentra el niño, quien queda
sujetado por la dinámica de las relaciones escolares a una base sostenida por dos
vértices ordenados: uno, el del maestro y el otro, el de los compañeros del grado,
quienes resultan ser, entonces, uno de los vértices de referencia con relación al
cual el niño se discrimina. La extranjeridad del Otro atrae lo oculto y llama a la
reedición de escenas y experiencias infantiles.

El conjunto de aquellos «otros» elegidos como semejantes, iguales pero distintos,


atrae, llama y repulsa.

Si bien el niño busca en «los otros» la referencia de ajenidad que lo completa y lo


posiciona, esta referencia sólo se cristaliza y se vuelve significativa cuando está
triangulada e intermediada, en este espacio en transición, por un adulto que la
legitima. El maestro representa, en el interior del grupo escolar, un nuevo vértice
posicional a través del cual el niño se constituye como sujeto, pues es quien
ofrece el código de alteridad necesario para que la diferencia entre el sujeto y «los
otros» resulte constituyente y significativa y no aleatoria sádicamente competitiva
o banalmente enunciada.

¿Quién es el maestro para el niño y por qué atraviesa y sujeta aspectos básicos
de la subjetividad del mismo?

El maestro es el representante y referente de la existencia de un orden y de un


código ético, de un modelo posible de orientación curricular y social.

Para que el intercambio entre los niños se transforme en subjetivamente


productivo, se necesita, por la precariedad de la estructura psíquica de cada uno
de ellos, de la intervención de un sujeto, adulto, que actúe como regulador de las
diferencias y factor incidente en el rescate de las individualidades. Por su

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condición misma de maestro, éste es representante del capital cultural y
reconocido en su lugar de interdictor, de juez: conoce lo que desea enseñar,
domina los contenidos cuniculares, pero, por sobre todas las cosas, coordina y
aproxima los encuentros entre sus alumnos de intercambio de saberes, pareceres
y deseos. Legitima la diferencia, da lugar al enriquecimiento psíquico, el que se
promueve en la medida en que el adulto logra colocarse en el lugar de referente
de alteridad: él no es igual a sus alumnos, es representante del capital cultural,
tiene como función la recuperación de saberes.

El maestro reconoce y asume su lugar de ordenador del intercambio entre los


niños. Sabe que de él se espera «la palabra», que diga y legitime cómo las cosas
deberían ser o suceder. De hecho, casi la totalidad del quehacer docente
comienza con un pedido de silencio en el que se espera que la Única voz que se
escuche sea la de la autoridad. Muchas veces, cuando un docente dice «silencio
por favor», no sabe qué decir después, con lo cual no vale la pena escucharlo. La
función docente se potencia toda vez que, al convocar al silencio, se desplieguen
palabras de interés y orden en las producciones y el intercambio entre los niños.
Se espera de él, como de cualquier jurista, la recuperación de la equidad y la
ética, lo que no siempre sucede.

Muchos maestros, como muchos juristas, tal como se ha confirmado en el juicio


público de María Soledad, se colocan tendenciosamente al lado de algún niño
elegido como ideal, lo que impide cualquier intento de intercambio y
reconocimiento social previsible. Los intercambios se vuelven lineales, se
empobrecen y generan resentimientos que obstaculizan la circulación del deseo
de conocimiento.

Para que la palabra del maestro actúe como activador del intercambio de
subjetividades es necesario que antes de hablar, intervenir y ordenar, escuche
equitativamente y en forma diferencial a cada uno de los niños a su cargo. Los
niños esperan siempre las palabras de sus maestros, pero son pocas las
oportunidades en las que el maestro interpreta aquello que los niños esperan.
Para poder decir aquello que los niños esperan, el docente tendría que
incrementar su capacidad de escucha. El silencio promueve la imposición de una
palabra única vacía, ligada a la muerte. «La escucha» en cambio, favorece el
posicionamiento del niño, oferta la diversidad de lo posible.

La palabra es el eje a través del cual circula la expresión de las necesidades de


cada uno de los niños, que constituyen a través de ella, y con esfuerzo, un espacio
enunciativo distinto para el reconocimiento de sus necesidades y la expresión de
sus deseos. El que no habla y no se expresa, no sabe si sabe, y de él tampoco se
puede reconocer quién es, ni qué sabe.

Dejar hablar, escuchar a todos y a cada uno, parece fácil, pero es tal vez una de
las tareas más agotadoras en el desempeño de la función docente. Dicho esfuerzo
implica un compromiso pedagógico y didáctico del maestro, ya que sólo a través
de la escucha logrará reconocer y diferenciar las necesidades y expectativas de

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sus alumnos, lo que le permitirá alcanzar significativamente sus propuestas de
desarrollo curricular.

La posibilidad del reconocimiento de las diferencias que ofrece el despliegue de la


capacidad posicional enunciativa que se produce en cada uno de los niños en el
interior del espacio escolar se estructura como el eje de especularizaciones que
atrae el interés por las novedades y activa las transformaciones psíquicas
potenciales.

La escuela se ofrece entonces como una segunda oportunidad para alcanzar una
enunciación autónoma de parte de cada uno de los niños del grado, que produce
en ellos modificaciones de amplia incidencia subjetiva y genera un espacio
potencial de transformaciones individuales. La recuperación y potenciación de la
subjetividad en el interior de la institución escolar no se consigue por la
constitución de un espíritu de grupo, como muchos podrían considerar, sino por el
reconocimiento y delineamiento del lugar del otro como semejante, como diferente
y producto de la interrelación entre el niño, el adulto y los compañeros del grado.

Condiciones escolares adversas suelen despreciar esta oportunidad constituyente


y normatizan la enseñanza con exigencias, imposiciones o con una
tecnologización excesiva que anula la necesidad del niño de encontrar en la
escuela el espacio para la confrontación y el enriquecimiento psíquico potencial
que se construye con relación al semejante. En un mundo donde avanza la
desubjetivación, la globalización y la uniformidad, tratar desde la escuela de
profundizar las diferencias, respetar y realzar las individualidades, es un intento
más por construir una ética y una equidad inexistente.

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