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La incorporación de las mujeres al mercado laboral constituye un proceso lento y

progresivo que se ha producido a lo largo de los años, lo que ha generado


modificaciones importantes en la propia realidad económica del mundo. A la hora de
abordar y definir de manera específica qué condiciones han regido su incorporación y
cómo se ha producido, supone un reto poder aislar y definir las particularidades del
mercado laboral con una visión de género. Por otro lado, el contexto normativo Europeo
y los avances legislativos, han sido uno de los mayores estandartes para sentar las bases
para la consecución real de la igualdad en el mercado laboral, una realidad cada vez más
avanzada, pero lejos de lo que todavía supone la igualdad efectiva.

Pese al lugar prioritario que ha ocupado la igualdad de oportunidades y los discursos


que han favorecido y apoyado políticas de empleo igualitarias, siguen presentes
conceptos relacionados con la desigualdad de género en el ámbito del empleo, tales
como: la segregación ocupacional horizontal y vertical, la discriminación salarial, el
paro, la doble presencia, absentismo laboral, el acoso sexual, la contratación temporal a
tiempo parcial.

Hacer un análisis del mercado de trabajo femenino implica, por un lado, describir las
diferencias entre los hombres y las mujeres, evidentes al revisar las cifras que ofrecen
las estadísticas oficiales y, por otro, establecer qué factores promueven y mantienen una
desigualdad en el contexto laboral, analizando aquellos elementos estructurales que
impiden el avance real hacia la no discriminación por razones de sexo.

Al hacer referencia al análisis del mercado laboral femenino, este exclusivamente se


centra en las características actuales del mismo, dejando fuera las cuestiones relativas a
la economía sumergida (donde la presencia femenina es histórica y abundante) y al
trabajo no remunerado (característico de la esfera de la reproducción de la fuerza de
trabajo) cuyas actividades cuentan con una presencia femenina mayoritaria y sin la
consideración social y económica del trabajo.

Este aspecto supone una limitación importante a la hora de abordar un análisis completo
e integral, en el que se hace necesario establecer el punto de partida del estudio en el
acceso al mercado laboral reglamentado y reconocido, relegado históricamente a la
hegemonía masculina, y donde la no participación de ese espacio suponía el no
reconocimiento de actividad productiva, generando una importante diferencia entre
quién produce y no produce en la sociedad. Así, se construye una división de esferas
organizadas en función de los sexos y sin relación entre ellas: la reproductiva y la
productiva. De esta manera, la economía pone especial atención en el ámbito productivo
(espacio masculino) donde se desarrolla el trabajo remunerado, invisibilizando el
espacio reproductivo y negando la importancia que tiene para el ámbito de la
producción de mercado (Carrasco, 2009).

Más allá de los aspectos productivos y no productivos del ámbito laboral, algunos
autores analizan el trabajo como eje central para la integración social a partir del que se
genera un sentido de existencia y se vehicula tanto la participación social como el
progreso material (Prieto, 2000).
Sería necesario relacionar esta idea con el término de “exclusión social”, concepto que
nace a mediados de los años setenta del siglo XX en el contexto de la cultura francesa
para focalizar una problemática cada vez más acuciante en las nuevas sociedades
tecnológicas (Tezanos, 2001). Surge como necesidad de contar con una idea dentro de
las ciencias sociales con la que designar una situación multifactorial y multidimensional
que va más allá de la pobreza (Hernández, 2008). Se refiere a un proceso social que
conduce a los individuos o grupos sociales a su alejamiento respecto al centro de la
sociedad (Giner et al., 2004), de tal forma, que en la medida en que los individuos y
grupos se alejan de ese centro, de la zona de “integrados”, se establecen en el espacio
social de la exclusión (Laparra y Pérez, 2008).

Este proceso social de pérdida de integración incluye dificultades y barreras en aspectos


tan amplios como la participación económica (empleo, carencia de ingresos, privación
de ciertos bienes y servicios básicos), la participación social (aislamiento, conflictividad
familiar y social), la participación del bienestar público (no acceso o acceso muy
limitado a una vivienda digna, a la sanidad o a la educación) y la participación política
(Laparra y Pérez, 2008).

A partir de los años 60 y 70, el movimiento feminista comienza a realizar diferentes


críticas a esta forma de entender la economía, tan reduccionista, aportando una visión
más amplia con el objetivo de poner de manifiesto la contribución de las mujeres al
sistema económico, desde el trabajo que realizan en el ámbito privado. Desde este
momento se comienzan a visibilizar colectivos de mujeres que han participado
históricamente en el mercado productivo, pero sin reconocimiento, por un lado. Y por el
otro, que gracias al trabajo en el ámbito de la reproducción y la crianza, el sistema
considerado como productivo se había podido sustentar. Desde aquí se estableció la idea
de una economía, no sólo de mercado, sino también de trabajo doméstico (Pérez, 2006).

Así, se trató de subrayar el sesgo de género que tiene esa concepción de trabajo, donde
no hay lugar para la mayor parte de las actividades realizadas por mujeres relacionadas
con las tareas domésticas y de cuidados, trasladando esta realidad a una distribución
asimétrica de poder entre géneros, que conlleva una desigual distribución de recursos,
derechos y deberes.

Desde esta perspectiva es necesario incorporar un nuevo planteamiento para superar


estos enfoques sesgados y diseñar estrategias que permitan analizar las realidades
laborales con un enfoque de género de cara a favorecer la igualdad de oportunidades
para las mujeres.

Las últimas décadas han sido muy importantes debido a la creciente e intensa
incorporación de las mujeres al mercado laboral, acompañado de una modificación de
las tareas históricamente asignadas que tradicionalmente han ejercido (Cebrián y
Moreno, 2008). Pese a este incremento que apunta a una evolución muy positiva, la
división de tareas establecidas para mujeres y hombres ha estado marcada por un
desigual reconocimiento social y un menor prestigio, que se ha visto traducido en mayor
precarización en las condiciones laborales y económicas, en mayor temporalización de
los contratos, en mayores tasas de contratos a tiempo parcial y en la brecha salarial. Es
decir, las diferencias salariales entre mujeres y hombres en el mercado de trabajo. A
estos factores hay que sumarle el fenómeno de la segregación ocupacional. La
horizontal, por un lado, que refleja la desigual distribución en ocupaciones del mismo
nivel, que concentra a las mujeres en determinados sectores y las excluye de sectores
considerados más masculinos. Por otro la segregación vertical, que consiste en la
distribución desigual de mujeres y varones en la jerarquía ocupacional, ocupando
puestos considerados de menor responsabilidad.

Pese a los importantes avances en la incorporación al mercado productivo por parte de


las mujeres, permanece un desequilibrio entre las nuevas tareas asumidas, sus
condiciones y las previamente asignadas.

A esta situación hay que agregarle la crisis económica y los cambios sociales y
culturales que podrían contribuir a generar un agravamiento de la desigualdad:

 El envejecimiento progresivo de la población, que genera un cambio profundo


en la pirámide poblacional, donde cada vez hay más mayores de edad que
plantean nuevas necesidades a cubrir, y menos jóvenes que puedan con su
trabajo contribuir a la cobertura de esas necesidades.
 El creciente protagonismo de las mujeres en todos los ámbitos de la vida
económica y social y su incorporación al mercado laboral, lo que supone un
incremento de las situaciones de dependencia y de disminución del apoyo social
informal, como consecuencia de la incorporación de las mujeres al trabajo fuera
del ámbito doméstico.
 La falta de asunción de estos roles de cuidado informal por parte de los
hombres.
 El incremento de las situaciones de vulnerabilidad que afecta especialmente a
determinados colectivos (personas con enfermedades mentales, personas
privadas de libertad, personas drogodependientes, etc.).
 El empleo, por un lado, el número de personas que ya están fuera del circuito de
las prestaciones de desempleo, por haber consumido el tiempo de prestación
máximo, y por otro, las personas que están recibiendo la prestación, también por
el aumento de la precariedad del empleo sobre la juventud, las mujeres y
población inmigrante, como consecuencia del desigual reparto de roles sociales
entre hombres y mujeres.
 El retraso en la edad de emancipación de la juventud y el desempeño de
tareas productivas de baja cualificación por las personas inmigrantes.

Estos y otros factores podrían contribuir a generar mayor desigualdad, si no se toman


medidas que palien estas desigualdades y se frena el hecho de que las personas que más
tienen, tengan cada vez más y las que menos disminuyan sus posibilidades.

La tasa de actividad de las mujeres continúa aumentado significativamente en contraste


con la reducción en los varones, con la excepción de las mujeres jóvenes. A pesar de la
crisis económica que viene afectando a la sociedad española, la tasa de actividad
femenina, cuyo crecimiento ha sido imparable en las últimas décadas, no se ha frenado
durante el proceso de recesión.

La crisis, que inicialmente afectó en mayor medida a sectores específicamente


masculinos, ya ha empezado a extenderse hacia otros con fuerte concentración de
empleo femenino.
Estas y otras nuevas realidades de exclusión social en el momento actual que vive el
mundo generan necesidades sociales en los individuos, grupos y comunidades, que
necesariamente en las denominadas sociedades avanzadas cuestionan los modelos de
igualdad de oportunidades, y plantean nuevos retos para una sociedad sensible,
humana y que busque la justicia y la igualdad.

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