Sunteți pe pagina 1din 6

L a b ú s q u e d a d e D i o s, pp.

50-56
s49y16
LAS VIRTUDES VIRILES
Fuerza
Realizar lo que parece imposible. Perseverar cuando todo se ve perdido. ‘Saltar’
cuando se trata de la justicia.
Decir lo que hay que decir, sabiendo que eso nos va a alejar amigos o
bienhechores. Saber estar solo. Guardar inflexiblemente su línea. No sacrificar nunca la
doctrina.
Hay que tener enorme obstinación, y no menos adaptabilidad. Hacer una obra
grande con medios pequeños, con piedras desiguales, con piedras vivas, redondas,
duras, blandas; con los hombres que están cerca de mí; con los genios, que cada día
hacen problemas a propósito de todo; los hombres de rutina, que quisieran que todo
fuera sobre rieles; los activos, que cada día quieren una obra más; los cansados, que
encuentran que se hace demasiado; los salvajes, a quienes no interesa el trabajo en
equipo.
Estamos en plena guerra. No se trata de perder el tiempo. Hay que ir más a prisa
que los otros. Hay que vencer.
La Cruz de Cristo en nuestra piel
De la Cruz hemos hecho un motivo de decoración, y no es inútil. Sólo mirarla nos
ayuda a pensar en Cristo. Pero no basta colocarla en el muro, hay que anclarla en la piel.
Cristo no quiere quedarnos exterior, quiere transformarnos en Él, el hombre de dolores
(Is 53,3). La semejanza a Cristo no se adquiere sin inmensos sufrimientos: todo ha de ser
renovado en nosotros por el dolor, hasta que no podamos más bajo el dolor (recuerde
Santa Teresita [de Lisieux]: incomprensiones; las dudas de fe; su tisis; su afonía, en que
realmente ya no podía más y decía: No me arrepiento de haberme fiado al Amor).
Un día sin dolor debería parecer un día vacío, un día triste. Cuando hay menos
dolor podemos preguntarnos qué pasa, pero no hay que maravillarse, porque tal vez
mañana será un poco más pesado.
Si nosotros no lo rehusamos, Dios se arregla para hacernos soportar cada día más,
un poco más de incomprensión, un poco más de dificultades, un poco más de soledad,
un poco más de dolor.
En la vida no hay dificultades. Sólo hay circunstancias. Dios lo conduce todo, y
todo lo conduce bien. No hay más que abandonarse, y servir a cada instante en la
medida de lo posible.
¿Conflictos? Son inevitables. Son necesarios. Ya se resolverán. Por nada perder la
paz (lo de Santa Teresa).
Los grandes dolores
Un gran dolor, cuando se trabaja en común, es el abandono progresivo de muchos,
que abandonan el equipo y abandonan el plan de Dios.
Un gran dolor es darse cuenta de la lentitud con que penetra el Mensaje, del
rechazo que le oponen los hombres, de ver cómo prefieren las tinieblas a la luz (cf. Jn
3,19).
Un gran dolor, el mayor tal vez, es darse cuenta que la Iglesia tiene en sí todo
cuanto puede establecer el mundo en la paz, y encontrar dormidos a la mayor parte de
los mejores cristianos, y tantos sacerdotes que no han comprendido el Mensaje.
Un gran dolor es encontrar la oposición de los grupos paralelos o llamados a
completarse, con quienes habría que marchar, en perfecta armonía, en la batalla.
Un inmenso dolor es encontrar tanta verdad, tanta generosidad, tanta habilidad,
en aquellos que pretenden liberar al hombre, pero que, ignorando a Cristo, no hacen
sino encadenarlo.
Un gran dolor es sentirse impotente ante un gran dolor.
Un gran dolor es el amor que fracasa y que no encuentra eco alguno en aquellos a
quienes se dirige.
Un gran dolor, en otros momentos, es la soledad. Se puede estar rodeado y
sentirse solo. Lleva uno en su interior, sus planes, sus angustias, sus certezas. Los que lo
rodean, sin maldad alguna, ni siquiera se interesan por lo que para él es vital.
Y hay un dolor, ese sí que es grande, cuando Dios mismo parece haberse
marchado (¡Santa Teresita!).
A veces, al hombre apostólico todo le parece perdido. No hay más que fracasos en
perspectiva. Por todos lados, muros. No se ve una salida.
Los colaboradores flaquean; la salud se debilita. Se encuentra privado de su
fuerza, de su confianza, de su optimismo, de su testimonio interior. El déficit crece. No
entran recursos. Pero, sobre todo, tú mismo no tienes ánimo, te sientes cansado, como
sin resorte...
Después de todo, ¿no te equivocaste al tomar este camino? ¿Por qué haber
pretendido abarcar tanto, y cosas tan difíciles? ¿¿No quiere todo esto decir que has de
echar marcha atrás??
Y aun quizás tratas de echar marcha atrás, pero estás en el tren que echaste a
caminar y éste avanza. Aunque quieras frenar, sigue corriendo. Sería necesario que
saltaras del carro, que desaparecieras, que abandonaras a los otros. Pero ¡no tienes el
derecho de abandonarlos en el combate, después de haberlos lanzado en él! Ellos tienen
conciencia clara que te necesitan. Rehusar el esfuerzo ¿no sería traicionar? Todo está
perdido. “¡No, todo va bien!”, dice una voz interior.
“Demagogo”, será la palabra que oirás con frecuencia. El que se ocupa de los
oprimidos es un demagogo; el que lucha por la justicia, el que afirma el derecho de
quienes son incapaces de hacerse respetar es un demagogo. En este sentido, felizmente,
el Evangelio todo es demagogia.
Otros, consejeros prudentes, te dirán: ¡¡Anda más despacio, abarca menos!! Pero es
el objeto el que impone la rapidez de la marcha. Para quien contempla desde afuera,
como espectador indiferente, nada es más fácil que tomar una actitud tranquila. Pero
para el que está en la batalla, es distinto; él ve fuerzas ligadas, circunstancias que hay
que aprovechar y eso le impone un ritmo.
Alegrarse en los fracasos
Esto parece paradoja o locura. Necesita explicación. Hay falsos místicos,
extravagantes, para quienes esta fórmula es peligrosa. Son capaces de una alegría
enfermiza en el fracaso, bajo pretexto de abnegación, de unión dolorosa a Cristo, con
gran detrimento de la objetividad de su acción y de la obligación que todos tenemos de
usar de la prudencia.
El fracaso no debe jamás aparecernos como un fin, y la sucesión indefinida de
fracasos como una solución de la vida cristiana. El cristiano debe, más que nadie,
conducirse por la razón, y el uso sano de la razón conduce normalmente al éxito.
Alegrarse a priori de sus fracasos, sin reflexionar el deber que tenemos de cumplir
nuestra misión, de escoger objetivos alcanzables, de adaptar los medios al fin, eso es
juego de chiquillos o debilidad de espíritu (cf. Thellier, Luchar contra el mal, en Dans
l’épreuve).
Quien se descuida en su acción, consolándose con su unión a Cristo doloroso,
necesita detenerse y cambiar de rumbo. A veces se encuentra gente orgullosa que se
encapricha en este camino; a veces por orgullo, a veces por un complejo de inferioridad
buscará una compensación a su incapacidad en el fracaso. No, no es a éstos a los que
decimos que tienen que alegrarse en sus fracasos.
Pero sí a tantos apóstoles que han tomado por Dios, con entusiasmo, el trabajo
apostólico, y que llega un momento en que se encuentran ante dificultades insuperables
que les hacen pensar en la inutilidad de sus esfuerzos, y están a punto de
descorazonarse. No, ¡que aprendan a sacar provecho de sus fracasos!
El fracaso, para el hombre de acción, es su gran educador. La mayor parte de
nuestros fracasos vienen por nuestra propia culpa. El objetivo estaba mal definido o mal
escogido, o bien usaba medios ineptos... ¡¡o en condiciones en que por falta de realismo
no supo prever el fracaso!!
La mayor parte de los hombres, sin embargo, somos inclinados a excusar nuestros
fracasos. Estos han ocurrido por casualidad, o por la falta de los otros que se han
opuesto, o de circunstancias imprevisibles, de colaboradores flojos o incomprensivos...
Pero el testarudo en ningún caso piensa que tal vez sus enemigos tenían razón; que los
acontecimientos imprevistos habrían podido ser previstos, que los colaboradores
debieron ser mejor escogidos, o mejor formados, o más entrenados en la acción.
La mejor táctica en la acción es tomar para sí toda la responsabilidad del fracaso.
Él podrá, reflexionando, descubrir las verdaderas razones. Un hombre prudente no se
embarca en una acción sino cuando hay motivos serios; cuando está en la línea de su
vocación providencial; bajo el control de la dirección [espiritual] y ayudado por las
luces íntimas de la plegaria. Si se aventura a veces, él lo sabe, pero tiene bastantes
razones para tentar la aventura, y el fracaso medio previsto no lo sorprenderá ni lo
espantará.
Durante años y años el apóstol que comienza no será prudente sino a medias.
Debe hacer sus clases en plena vida. Cada fracaso le será una lección amada. Al
examinar fríamente la acción emprendida, al criticarla sin vanidad, se dará cuenta de su
falta de preparación, de sus prisas desarregladas, de sus motivos pasionales. Antes de
obrar habría debido saber más exactamente dónde quería ir, y por qué camino, qué
obstáculos iba a encontrar. Pero partió hacia delante con la cabeza abajo, o con los ojos
en el Cielo. Nada tiene pues de extraño que se golpeara contra un muro, o se cayera a
un barranco.
El humilde, en cambio, saca partido de sus fracasos. El alma de buena voluntad,
humilde y objetiva, se hace fuerte por el juego de esta crítica honrada de la acción. El
orgulloso se empeñará a comenzar por el mismo camino, pero el humilde rectificará sus
encuestas, sus fines, sus métodos: aprenderá a construir. Después de todo, con
frecuencia en los fracasos no queda nada del fracaso, y el éxito permanece. Cada fracaso
es un vacío: una piedra puede tapar el hueco. Los éxitos son piedras con las cuales se
construye un muro, un templo.
¡Cuántos hay que no quieren construir sino catedrales! Dios quiera que los
primeros fracasos les hagan comprender que en un pueblecito, basta una capilla, y que
es inútil forzar su talento. Cada uno no debe emprender sino obras proporcionadas a su
capacidad, y obras útiles. Bendito sea el fracaso que nos enseñó nuestro sitio verdadero.
Después de este examen leal tenemos derecho de considerar las circunstancias
independientes de nuestra voluntad, o las malas voluntades que se han mezclado a
nuestra acción. Este será el momento de volvernos a Cristo para alegrarnos de
parecernos a Él.
Los fracasos conducen al apóstol hacia Cristo. Todos ellos son un eco del fracaso
grande de la Cruz, cuando fariseos, saduceos y los poderes establecidos triunfaron
visiblemente sobre Jesús. ¿No fue Él acaso vestido de blanco y de púrpura, coronado de
espinas y crucificado desnudo, con el título ridículo de Rey de los Judíos? Los suyos lo
habían traicionado o huido. Era el hundimiento de su obra, y en ese mismo momento
Jesús comenzaba su triunfo. Aceptando la muerte, Jesús la dominaba. Al dejarse elevar
sobre la Cruz, elevaba la humanidad hasta el Padre, realizaba su vocación y cumplía su
oficio de Salvador. En esa línea van también nuestros fracasos...
Los fracasos de que no somos responsables son el eco de la crucifixión de Cristo en
nosotros. Nos hacen semejantes, en nuestra alma espiritual y en nuestra sensibilidad, a
Cristo. Los otros fracasos, los que hemos merecido por imprevisión, por precipitación,
por mediocridad o por orgullo, lejos de abatirnos deben estimularnos. Y como Cristo
fue objetivo, fuerte, perseverante, magnánimo, así también nosotros. Esta reflexión,
prudencia, fuerza que nos faltaba, nos la enseñarán nuestros fracasos que nos harán así
más semejantes a Cristo.
Feliz falta, decía Agustín. Felices fracasos, diremos nosotros, que nos conducen a
nuestro Maestro.
En el estercolero de Job
Esta misma lección podemos sacar al ver los fracasos de uno de nuestros
hermanos, gran fracasado: Job.
Allí está, sin poder más, sobre su estercolero. Él ha recorrido espiritualmente el
mundo y su propia alma. El mundo lo ha traicionado y él se siente impotente,
quebrado, reducido a la nada. Él ha medido la villanía de los hombres y su propia
debilidad. Y he aquí que ofrece a todos un triste espectáculo. Sus enemigos pasan
delante de él y ríen. ¡Cómo duele su triunfo! Ellos habían visto bien. Con razón le
habían dicho: ¡Tú no eres más que apariencia, nada más que viento! El camino está libre
ante ellos. Ellos pasan delante de él; se cuchichean. Vuelven a pasar, para gozar mejor
de su triunfo... Se van. Ya no eres para ellos más que un mal recuerdo, pronto serás
sepultado, ni siquiera una sombra. Los amigos llegan a su vez, predicadores de
resignación. Dando consejos, jueces infalibles de sus ilusiones. Lo aplastan con sus
palabras sentenciosas. Job, tú eres ahora el vencido de la vida. El que ha visto
demasiado grande. A quien el fracaso condena. Uno o dos, tal vez comprenden tu
dolor. Tienen el corazón amplio y lo consuelan. Dios te los ha dejado fieles, para que no
te pudras completamente sobre tu estercolero... Y he aquí que el estercolero resplandece
como el oro. Y he aquí que vuestras lepras se desecan. Y he aquí que vuestras fuerzas
vuelven. Y estáis de nuevo plenamente en la vida. En pleno combate. Nuevos enemigos
se juntan a los de ayer. Nuevos amigos os rodean. La vida vuelve a su curso. Más dura
y más bella. En el amor y en la esperanza.
La continuidad, virtud varonil
Una vida fecunda es una vida continua, en la cual todo aparece ligado como en el
árbol. Orientaciones aparentemente nuevas, pero que están en la línea de la elección
primera. A veces, cortes dolorosos para despojarse de actividades inútiles.
Asegurar la continuidad en su vida es una de las virtudes más difíciles. Es tan
tentador ir a derecha o izquierda; detenerse ante cada flor del camino. Hay tantos
caminos sombreados, tantas pistas atrayentes, tanta alegría de que gozar, tanta
admiración que recoger, tantas miserias individuales que consolar... Todo esto a nuestro
rededor llamándonos como una invitación a vivir.
Y no hay más que un camino que podamos recorrer seriamente. Lo seguimos
desde hace tanto tiempo; hemos caído tantas veces, nos hemos levantado tan doloridos
que estamos cansados... Y además, hay toda esa gente que arrastrar, esos turbulentos
que calmar, esos aventureros que volver a traer al grupo... La ruta es estrecha y
empinada, y la vida en otros lados sería tan fácil...
Los ‘no’ indispensables
Si queremos guardar una línea de vida, hemos de aprender a decir muchos “no”:
No, a dejarse absorber por los pormenores. No, a dejarse dominar por la sensibilidad,
por el corazón. No, a perder su tiempo en futilezas o palabras. No, a dispersarse en
todos sentidos, a mariposear. No, a quien viene a verte en la hora de tu trabajo
profundo. No, a hacer el trabajo que los demás pueden hacer en lugar tuyo. No, a
dejarse corromper. No, a trabajar por dinero o por la gloria. No, al deseo de querer
responder inmediatamente a toda pregunta que se haga. No, a tratar los problemas a la
ligera. No, a traicionar sus amigos. No, a la polémica con los enemigos. No, a la
antipatía a los que te molestan.
No, sobre todo, a todo pecado, a todo lo que te aparta del camino comenzado, a
todo lo que te disminuye, te mutila.
Contemplar para perseverar
Y para guardar sus ideales, para permanecer fiel al llamamiento divino en medio
del trabajo desbordante, de visitas y cartas y confesiones... guardar la actitud
contemplativa, como San Ignacio “contemplativo en la acción”, guardar su paz en la
posesión de sí y en la luz de Dios. Marchar en forma tal que permanezcamos siempre
bajo el influjo divino.

S-ar putea să vă placă și