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En defensa de la felicidad

Matthieu Ricard
Fragmento: capítulo 22, pp. 287-291
Editorial Urano

La ética, ¿ciencia de la felicidad?

No es posible vivir feliz si no se lleva una vida bella,


justa y virtuosa, ni llevar una vida bella, justa
y virtuosa sin ser feliz.
—Epicuro

Los diccionarios definen la ética como <<ciencia de la moral, arte de dirigir la


conducta>> (Robert) o como <<la ciencia que considera objetos inmediatos los
juicios de valor sobre los actos calificados de buenos o malos>> (Lalande). Ahí
radica toda la cuestión. ¿Cuáles son los criterios que permiten calificar un acto de
bueno o de malo? Para el budismo, un acto es esencialmente malo si engendra
nuestro sufrimiento o el de los demás, y bueno se enfrenta nuestro bienestar
verdadero o el de los demás. En relación con los demás, la motivación —altruista en
malévola— es lo que caracteriza una acto. Porque hacer sufrir a los demás es
también provocar nuestro propio sufrimiento, de manera inmediata o a más largo
plazo, mientras que aportar felicidad a los demás, a fin de cuentas, la mejor forma
de garantizar la nuestra. A través del mecanismo de las leyes de causa y efecto, lo
que el budismo llama el karma —las leyes que rigen las consecuencias de nuestros
actos—, la ética se encuentra, pues, íntimamente vinculada a la felicidad y el
sufrimiento. Es la problemática que planten Luca y Francesco Cavalli-Sforza: <<la
ética nació como ciencia de la felicidad. Para ser feliz, ¿es preferible ocuparse de
los demás o pensar exclusivamente en uno mismo?>>
Las religiones monoteístas se basan en los mandamientos divinos, algunos
filósofos, en conceptos —el Bien, el Mar, la Responsabilidad o el Deber— que
consideran absolutos y universales. Otros adoptan un punto de vista utilitarista que
podemos resumir así: el mayor bien de la mayoría. En cuanto a los comités de ética
contemporáneos, utilizan lo mejor que puedan la razón y los conocimientos
científicos disponibles a fin de resolver los diferentes dilemas suscitados por los
avances de la investigación, en genética, por ejemplo.
Así pues, según el budismo, la finalidad de la ética es liberarse del sufrimiento, del
samsara, y adquirir la capacidad de ayudar a los demás a liberarse también de él.
Para ello, es conveniente regular nuestra conducta para conciliar equitativamente
nuestro propio deseo de bienestar con el de los demás, partiendo del principio de
que nuestros actos deben contribuir simultáneamente a nuestra felicidad y a la de
todos los seres vivos y evitar causarles daño. En consecuencia, debemos renunciar
a todo placer egoísta —al que no podríamos dar el nombre de felicidad—, que sólo
podemos obtener en detrimento de los demás. En cambio, es conveniente realizar
un acto que contribuya a la felicidad, aunque en el momento lo percibamos como
desagradable. Es indudable que, al final, contribuir a nuestra felicidad verdadera, es
decir, a la satisfacción de haber actuado de acuerdo con nuestra naturaleza
profunda.
De entrada constatamos que, según esta perspectiva, una ética deshumanizada,
levantada sobre fundamentos abstractos, no tiene mucha utilidad. Para que la ética
siga siendo humana, debe reflejar la aspiración más profunda de todo ser vivo —
tanto del hombre como del animal—, a saber: alcanzar el bienestar y evitar el
sufrimiento. Este deseo es independiente de cualquier filosofía y de cualquier
cultura: es el denominador común de todos los seres sensibles. Según el filósofo
Han de Wit: <<Ese deseo humano, universal, no se basa en opiniones o ideas, ni en
el juicio moral que decretar que es bueno sentirlo [...]. Para el budismo la existencia
de tal deseo no hace falta demostrarla, depende de la experiencia, vive en nosotros.
Es la fuerza apacible que poseen todos los seres vivos. No sólo los seres humanos,
si no también los animales, al margen de la moral>>.
No se trata de definir aquí el Bien y el Mal en un sentido absoluto, sino de tomar
conciencia de la felicidad y del sufrimiento que producimos, tanto de hecho como de
palabra y de pensamiento. Hay dos factores determinantes: la motivación y el
resultado de estos actos. Nos hallamos lejos de controlar la evolución de los
acontecimientos exteriores, pero, cualesquiera que sean las circunstancias, siempre
podemos tener una motivación altruista.
La forma que adopta una acción no es sino una fachada. Si nos atuviéramos
únicamente a la apariencia de los actos, sería imposible distinguir, por ejemplo,
entre una mentira destinada a procurar un beneficio y otra proferida para perjudicar.
Si un asesino te pregunta dónde se esconde la persona a la que está persiguiendo,
evidentemente no es el momento de decir la verdad. Lo mismo ocurre con la
violencia. Si una madre empuja brutalmente a su hijo hacía el otro lado de la calle
para impedir que un coche lo atropelle, su acto sólo es violento en apariencia, pues
le ha evitado morir. En cambio, si alguien te aborda con una amplia sonrisa y te
colma de cumplidos con la única finalidad de timarte, su conducta sólo es no
violenta en apariencia, ya que en realidad está actuando con mala intención.
La cuestión fundamental, por supuesto, sigue siendo: ¿con qué criterios hay que
determinar lo que es felicidad para los demás y lo que es sufrimiento? ¿Vamos a
darle una botella a un borracho porque a él le proporciona <<felicidad>>, o a privarle
de ella para que no acorte su vida? Aquí es donde, además de la motivación
altruista, entra en juego la sabiduría. Lo esencial de este libro consiste en diferenciar
la felicidad verdadera del placer y de las otras falsificaciones de la plenitud. La
sabiduría es precisamente lo que permite distinguir los pensamientos y los actos
que contribuyen a alcanzar la felicidad auténtica de los que la destruyen. Ahora
bien, la sabiduría depende de la experiencia, no de dogmas. Es ella la que, unida a
una motivación altruista, permite juzgar, caso por caso, si una decisión oportuna.
Todo ello no excluye en absoluto la presencia de normas de conducta y de leyes.
Éstas son indispensables como expresión de la sabiduría acumulada en el pasado y
están justificadas, pues determinados actos son casi siempre perjudiciales: robar,
matar, mentir. Pero son simplemente líneas directrices. La sabiduría altruista es lo
que permite reconocer la excepción necesaria. El robo es reprensible en general,
puesto que suele estar motivado por la avidez y priva injustamente a alguien de sus
bienes, causándole daño. Sin embargo, cuando en época de hambruna, por
compasión, se roba comida a un rico avaro cuyos graneros están llenos a rebosar
para dársela a los que se mueren de hambre delante de su puerta, el robo deja de
ser reprensible y pasa ser deseable. La ley permanece intacta, pero la sabiduría
compasiva ha permitido la excepción, la cual, según un conocido proverbio, más
que destruir la regla, la confirma. Lo único que se ha transgredido —y que se debe
transgredir— es una concepción rígida, cobarde, indiferente y cínica de una regla
descarnada que se desentiende del sufrimiento envolviéndose en la dignidad de una
justicia inhumana. Por consiguiente, cuando el sufrimiento engendrado por el hecho
de no actuar es mayor que el causado por la acción, ésta debe ser ejecutada. Si no,
olvidaríamos la razón de ser incluso de la regla, que es proteger a los seres del
sufrimiento.
En la vida cotidiana, examinar la motivación casi siempre permite reconocer el valor
ético de una toma de postura. En Estados Unidos, por ejemplo, la industria
pornográfica reivindica a gritos la libertad de expresión a fin de evitar que le
impongan cualquier clase de restricción de acceso a los sitios de Internet, que
debido a ello están totalmente abiertos para los niños. Aunque los medios
empleados, como la defensa de las leyes sobre la libertad y la creación artística, en
apariencia son nobles, la motivación que subyace —ganar dinero— y el resultado —
el enriquecimiento de los productores y la desestabilización psicológica de los
niños— no pueden ser razonablemente considerados altruistas. Dudo de que uno
solo de estos mercaderes de pornografía piense, en su fuero interno, que beneficia
a los niños que acceden a sus sitios de Internet.
Para cumplir su contrato, el altruismo debe, por lo tanto, liberarse de la ceguera e
iluminarse de una sabiduría libre de odio, de avidez y de parcialidad. La ética, al
igual que la felicidad, es incompatible con las emociones destructivas y debe ser
enriquecida por el amor, la compasión y las demás cualidades que reflejan la
naturaleza profunda de nuestra mente. Uno de los significados de la palabra virtud
es <<coraje>>, <<valentía>>. En este caso, se trata de la valentía y el coraje en la
lucha contra las emociones destructivas engendradas por el egocentrismo y de la
necesidad de desembarazarse del sentimiento de la importancia de uno mismo, de
la ilusión del ego.
[...]

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