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A DE ANGÉLICA: GANG BANG DESESPERADO, BUKKAKE ESPIRITUAL

LA LETRA ESCARLATA
COMPAÑÍA ATRA BILIS
Texto original: Angélica Liddell, inspirado en la obra de Nathaniel Hawthorne
Intérpretes: Tiago Costa, Eduardo Molina, Nuno Nolasco,Tiago Mansilha, Vinicius
Massucato, Joele Anastasi, Antonio L. Pedraza, Daniel Matos, Borja Lopez, Antonio
Pauletta, Angelica Liddell, Sindo Puche.

Como todos los años, Angélica Lidell aparece fugazmente por Madrid. Aunque el que le
acoja sea un teatro de gran capacidad, como es la Sala Roja de los Teatros del Canal, y
aunque los espectáculos que produce ahora harían imposible, como ocurría en otros
tiempos, poder verla en cartel en Madrid de forma más prolongada, está claro que hay
un público para sus espectáculos, un público que la espera con tiempo y que llena el
teatro. Por otra parte, tampoco será por compromiso de citas. Si entramos en la
página de Angélica Lidell veremos que pese al renombre de muchos de los teatros en
que trabaja, pese a su carácter internacional, sinceramente podemos contar con los
dedos de las manos el número de bolos que consigue nuestra creadora. ¿Qué pasa con
Angélica Lidell? ¿Dónde está su secreto? ¿Logra pervivir así o su forma de trabajo
puede acabar viéndose resentida por ello? ¿Por qué no permanece una semana, diez
días completos en Madrid? Sinceramente, me gustaría saberlo.
Mientras tanto, tenemos como es habitual en ella un montaje en que es fundamental
la centralidad en su figura. Una figura que es cuerpo y discurso, distorsión, exhibición,
aullido y denuncia. Una denuncia que extrañamente se dirige hacia su espectador, de
forma directa. Nos encontramos con un airado “insultos haca el público”. Se visión
sobre The Scarlett Letter no es menos, un espectáculo en que ella anunciándolo carga
las pilas contra el puritanismo de esta feminismo post-tercera ola del metoo, que está
llevándonos a erificar nuevas inquisiciones, nuevos Salems.
Dos escenas yuxtapuestas abren el espectáculo. Por una parte, la de un niño en un
patín hoverboard que se ve atraído por el busto caído y ruinoso de Sócrates y gira
alrededor suyo. Al otro lado del escenario, dos idílicos Adan y Eva, salidos del díptico
de Durero, abrazan la tumba callada de Hawthorne, que como sabemos es la tumba
que reúne finalmente a los amantes condenados en esta novela, La letra escarlata, y
es al mismo tiempo la lápida que cierra la palabra que ya ha sido emitida, la del autor
que ya ha callado y del cual sólo queda el testimonio, mudo y al mismo tiempo
clamoroso, de su literatura, eso que ya no se frecuenta…
Se superponen en este montaje de Angélica Lidell además varios otros textos o niveles.
Por una parte, el que supone como dijimos hacer una versión, o un a propósito, de la
inconmensurable novela de Nathaniel Hawthorne, The Scarlett Letter, con todas las
asociaciones que hay entre la novela y la obra, que no son casuales ni azarosas. El
Señor Negro, el demonio, está representado por un joven negro que parece comandar
al grupo de una decena de hombres desnudos, que despojados de los capirotes de
nazareno, de las enseñas del puritanismo, buscan su lado oscuro en el bosque, y no
dejan de ser los árboles que Hester ve desde su cabaña, apartada de la entonces
pequeña y maledicente población de Boston. El amante encubierto de
Hester/Angélica, el influyente y beatífico pastor Arthur Dimmesdale, es el hombre
vestido de una liviana sotana carmesí, y cuyo rostro está tapado completamente
cubierto por un velo (qué cruce entre Tarsem Singh y Borges, con toques de
Almodóvar). No faltan referencias a Pearl, la hija de Hester consecuencia de su pecado,
y a su carácter ambivalente, esa niña en la que parecen romperse las reglas y no
cumple la modosidad de la infancia, llamada niña duende o hada, y ejerciendo un
inquietante dominio sobre los adultos. Una niña que su madre, bordadora con manos
de plata, al mismo tiempo que borda sobre su ropa sobria una exuberante A, tal como
fue condenada por un tribunal sin ley a ello, hace a su hija y le hija con ellos vestidos
exuberantes y caprichosos que seducen a todos y marcan la réplica de esa A de
filigrana, la prueba de ese delito que en la novela nunca se cita, excepto por la inicial
que Hester lleva siempre sobre su pecho en tela y Arthur, marcada por el mismo, en el
secreto de su cobardía, rasgada a cuchillo en su piel. Pearl es personificada en cierto
momento por el tondo de la Virgen de Rafael que baja del telar. Un segundo tondo
muestra que el niño del tondo tiene la piel satánicamente recubierto de grandes
pústulas.
La novela de Hawthorne es además citada literalmente. De forma literal, como cita, en
las proyecciones. De forma metafórica, en escena, se reconstruye el momento en que,
siete años tras el suplicio de Hester, Arthur sube él mismo al cadalso (en la novela,
haciéndose acompañar por madre e hija, lo que no atrevió a hacer en el momento de
la codena de Hester) y proyectado en la pantalla se cita el texto, que narra cómo
entonces una A flamígera apareció en el cielo. La conversación entre Hester y el
reverendo a la orilla del río se representa íntegramente, aunque Hester asume con
Angélica una posición demoniaca que en la novela, en la cuál la protagonista femenina
no asume puritanismos, no tiene. Cosa de la evolución histórica, en que Hawthorne,
luchando aún con muchos prejuicios, pudo disponer la limpidez de un personaje
amoral y que en su silencio sabía muy bien lo que quería, mientras que quizá el
Hester/Angélica necesita lo inmoral para ser.
Así, mientras Hester es en la novela el silencio que con su perseverancia y paciencia,
aguantando todos los desaires, logra una posición en el Boston puritano, en esta obra
Angélica brama, grita, regurgita, gorgotea, chilla, poseída por sí misma, por su
presencia, por su ira perpetua. Entramos en el texto de Angélica como ser central de
un ritual sacrificial absolutamente gratuito al que se entrega en sus espectáculos. Un
buen momento de cruce entre las dos es en el que los hombres le arrancan la espalda
de su vestido y aparece la oculta carne viva de la autoflagelación (aunque en la novela
es Arthur el que se dedica a esta ocupación). Hester/Angélica es la herida abierta y
oculta, que el espectáculo revela.
Ella circula entre los hombres-árboles, dispone una ceremonia entregada a sí misma,
hasta que van cayendo telones a lo largo de todo el escenario a su paso, hasta que al
final cae un último gran telón con el angel del Amor victorioso de Caravaggio. Pero algo
que es relativamente arte, como dijo Benjamin, despojado de la naturaleza mágica de
lo aúrico, de la impregnación del lugar del artista, del que ante ese cuadro, donde
ahora estamos nosotros, el artista una vez estuvo allí. Simplemente, una reproducción,
una imitación, una copia (nunca mejor dicho) desangelada, a cuyo pie se sostiene
Angélica como defensa precaria de un arte que ya ha muerto.
Angélica se sumerge en lo peor en ese acto de entrega en el escenario, incluyendo a la
representación metaforica y esencializada de un bukkake en escena, pero como
dijimos, aparte de inmolación, ella es discurso, similar al que el condenado lanza a los
que asisten a su suplicio, en el momento de la verdad, en el clímax de la tortura. Y es el
momento del monólogo de Angélica, de esa carga tan fuerte a favor de la misoginia, de
esa entrega a los hombres que ella declara desear, de esa humillación frente a lo que
el hombre supone para ella. Un discurso caustico, pero también una defensa de lo
varonil y de lo singular en la mujer frente a una sociedad en la que la acusación de la
masa certifica el delito y el hombre solo es siempre culpable. La crudeza y brutalidad
de este monólogo creó en el público la risa, cuando todo lo que se decía era tan real,
ya desde lo literal, ya desde lo metafórico. Es la misma respuesta con que los
espectadores de la ejecuciones acallaban la queja del que ardía en el cadalso, la risa
insultante que Hester tanto temió y ansió en la novela, para refugiarse en su
vergüenza. Pero en Angélica no hay vergüenza, sino proclamación. Y su silencio ante
las risas es preocupante. Falta la respuesta que en otros montajes sí supo dar a la risa
que discute el discurso.
En una escena reaparecen Adán y Eva, en un coche, en el bosque, replicando la escena
original, rodeados por los hombres árboles y con el Hombre de Negro denudo, ya
claramente Satán, sobre el coche. Angélica les liberará. Pero no podrá impedir la caída,
la expulsión, que en esta ocasión la autora toma literalmente de Masaccio.
El arte, jugando con lo que está presente y lo que está ausente, es una de las
obsesiones de Angélica. La ausencia del aura, que lo mecánico impide, o la misma
representación, en que el objeto artístico es sustituido por la exhibición, la
autoflagelación, el escarnio, el acabar siendo condenada a ser Angélica para así afirmar
el precioso momento del presente.
Angélica es víctima inmolada a Angélica y a su público. El final es otro gran telón, al
foro, que nos trae a Artaud en el La Passion de Jeanne d'Arc de Dreyer. Artaud cuando
aún era bello, cuando la enajenación le inspiraba pero no le poseía. Bajo esta otra
reproducción de un fotograma, de lo que es un acto de reiteración mecánica, una
película, en la que se logra atrapar eso que no se vuelve a repetir en la fijación
instantánea del celuloide. Y a sus pies, el actor que fue Arthur Dimmesdale recibe de
manos del niño la revelación de una cruz, de un sacrificio eterno, mientras Angélica,
renegadora de un nuevo puritanismo, afirmando la fuerza de una cultura viril, que fue
de la mujer pero de la cuál éstas ya reniegan, es ya EVA, palabra eterna asumida.
Y mientras tanto, al otro lado del proscenio, el público, que ha ido a ver la última
gamberrada de Angélica (y así lo siente), aplaude mansamente, satisfecho por el circo,
y esperando la próxima irreverencia de la artista de tres funciones. Nada ha cambiado
en ellos.
RAÚL HERNÁNDEZ GARRIDO

Mi hija, mi obra, mi Pearl, ha entrado en conflicto con el estado puritano, o tal vez
nace del propio conflicto con el estado puritano. La ley de la poesía resulta censurada,
apartada, rechazada por los tribunales invisibles de la corriente de los tiempos que
condenan al ostracismo todo aquello que les parece nauseabundo. Antes era la religión.
Ahora la ideología. La ideología es lo contrario al pensamiento. En los tiempos de Hester,
la religión y la ley eran una sola cosa. Hoy se pretende que la ideología y la ley sean una
misma cosa, y se exige al arte que sea ideología, y por tanto que sea la misma cosa que
la ley. Tal vez siempre, a lo largo de los siglos, es la necesidad mezquina de destruir la
energía del espíritu, sin ser conscientes de que todo aquello que intenta acabar con el
alma tiene su efecto contrario, la alienta. La única rebelión digna es la del espíritu contra
la banalidad. Padecemos los estragos de la voluntad general roussoniana sobre el arte,
el patíbulo como «factor importante en la formación de buenos ciudadanos», tal y como
dice Hawthorne. «Sí, el arcángel Miguel me lo dijo». Juana en llamas.
Sin embargo, de la misma manera que acepto el veredicto de la comunidad ofendida
cosiendo la letra sobre mi pecho, no puedo evitar la vergü enza privada, no puedo
escapar de esa oscura, compleja y antigua sensación de pecado. Un sentimiento de
depravación, de tendencia incurable. La convicción de hacer las cosas siempre mal.
Aunque las llamas de la Inquisición rechazaran nuestro cuerpo, dentro de nosotros
existen fuerzas tenebrosas que nos abrasan con más hambre que el fuego y nos
conducen hacia el fatalismo y el terror. No consigo huir de la herida secreta. Ninguna
bruja, ninguna creyente es feliz. Es en ese punto donde el dolor infligido por la herida
íntima y el dolor infligido por la ofensa colectiva se unen. Dependen el uno del otro. La
herida depende de la ofensa, y la ofensa depende de la herida. Pero paradójicamente la
vergü enza siempre va acompañada del orgullo.
Es finalmente el ARTE el que me obliga a coser la letra escarlata y llevarla en el pecho en
ese patíbulo-escenario que es toda misa trágica. La conciencia del hombre no pertenece
al Estado, ni a la ley, ni a la opinión general, ni al activismo, ni a las proclamas, ni a la
voluntad de los pueblos. Mal que les pese a los guardianes neovictorianos, la A termina
por ser un bien y la transgresión un beneficio. A través del arte, de esa A bordada, lo
inmoral deviene ético, revierte en bien común. Así Hester, así Eva que deviene María.
Redención. ¿El vientre de una niña fecundado por una palabra? Sí, quiero. De algún
modo debe suceder lo prohibido. La bella transgresión.
Mi amor, somos las flores negras de una sociedad civilizada.
Buenas noches. Te abrazo.
Angélica*
* Composición a partir de fragmentos de cartas en torno a La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne
incluidas en Una costilla sobre la mesa (La uÑa RoTa, 2018).

Somos las flores negras de una sociedad civilizada, dice Hawthorne en La letra
Escarlata. Seguimos rebelándonos contra la violencia de la hipocresía moral en tiempos
de puritanismo. Hemos perdido en el arte la fuerza de la naturaleza salvaje para
siempre. Hemos ganado en pacatería, en estupidez y en embuste. La cobardía y la
mojigatería son más agresivas que nunca. Antes era la religión. Ahora la ideología.

En los tiempos de Hester la religión y la ley eran una sola cosa. Hoy se pretende que la
ideología y la ley sean una misma cosa, y se exige al arte que sea ideología, y por tanto
que sea la misma cosa que la ley. Nunca más se podrá representar al dios Pan, símbolo
magnífico de potencia masculina y apetito sexual, penetrando animales, adolescentes y
ninfas, ni podrá representarse a Eros niño, completamente desnudo, introduciendo su
dedo en la vagina de Venus, ni a un toro erecto raptando a una hermosa mujer
desvestida, tampoco podrán representarse a pigmeos sodomizando a pigmeos. La
condición puritana no soporta la causa obscena de la fecundación y la propagación,
esconde el origen genital de nuestra concepción y de nuestro nacimiento, niegan que el
hecho sublime de la vida y del amor proceda del deseo, de un sucio y violento
movimiento entre penes y vulvas, de una pasión irrefrenable e irremediablemente
violenta, y por supuesto no tolera en absoluto la raíz sexual de nuestras alegrías y de
nuestros dolores.
Con esta letra escarlata nos sumergimos en las pesadillas que nos dan forma, en la
necesidad de la culpa y en la incapacidad de fuga, como rebelión contra la salud y el
orden.
ANGÉLICA LIDELL

LA LETRA ESCARLATA
Texto original: Angélica Liddell, inspirado en la obra de Nathaniel Hawthorne
Vestuario, escenografía y dirección: Angélica Liddell
Intérpretes: Tiago Costa, Eduardo Molina, Nuno Nolasco,Tiago Mansilha, Vinicius
Massucato, Joele Anastasi, Antonio L. Pedraza, Daniel Matos, Borja Lopez, Antonio
Pauletta, Angelica Liddell, Sindo Puche.
Director de producción y difusión: Gumersindo Puche
En coproducción con Teatros del Canal (Madrid), La Colline – Théâtre National (Paris),
CDN Orléans / Centre-Val de Loire, Iaquinandi, S.L.
Con la Colaboración de Teatro Nacional D. Maria II, BoCA – Biennial of
Contemporary Arts (Lisboa / Porto)

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