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LAICIDAD y LAICISMO

Ver también: Iglesia y mundo

Laicidad: Mutuo respeto entre Iglesia y Estado fundamentado en la autonomía de


cada parte
Laicismo: Hostilidad o indeferencia contra la religión.

La laicidad del Estado se fundamenta en la distinción entre los planos de lo secular y


de lo religioso. Entre el Estado y la Iglesia debe existir, según el Concilio Vaticano II,
un mutuo respeto a la autonomía de cada parte.

¡La laicidad no es el laicismo!


La laicidad del estado no debe equivaler a hostilidad o indiferencia contra la religión o
contra la Iglesia. Mas bien dicha laicidad debería ser compatible con la cooperación con
todas las confesiones religiosas dentro de los principios de libertad religiosa y
neutralidad del Estado.

La base de la cooperación esta en que ejercer la religión es un derecho constitucional y


beneficioso para la sociedad.

Los orígenes de la laicidad en realidad se remontan al judeocristianismo (Por Àlex


Seglers) forum libertas

Laicismo y militarismo van de la mano Forum Libertas

Es el laicismo quien haciendo desaparecer toda otra razón convierte al estado en la


única razón.
La Revolución Francesa trasforma el ejército hasta convertirlo en la gran baza política.
El bonapartismo –una obviedad olvidada- es el estadio superior de la versión ilustrada
del laicismo de estado. Es su fase imperialista.

Todos los estados laicistas sean de perfil derechistas, sean de izquierdas, todos sin
excepciones han asumido el militarismo como columna vertebral del estado. Laicismo y
militarismo van de la mano, forman parte de un mismo proyecto, y el que conozca
alguna excepción que levante el dedo.

La Laicidad
Benedicto XVI
Extracto del discurso a los juristas católicos, 9 de diciembre, 2006.

Queridos hermanos y hermanas:

En el mundo de hoy la laicidad se entiende de varias maneras: no existe una sola


laicidad, sino diversas, o, mejor dicho, existen múltiples maneras de entender y vivir la
laicidad, maneras a veces opuestas e incluso contradictorias entre sí.
Para comprender el significado auténtico de la laicidad y explicar sus acepciones
actuales, es preciso tener en cuenta el desarrollo histórico que ha tenido el concepto.
La laicidad, nacida como indicación de la condición del simple fiel cristiano, no
perteneciente ni al clero ni al estado religioso, durante la Edad Media revistió el
significado de oposición entre los poderes civiles y las jerarquías eclesiásticas, y en los
tiempos modernos ha asumido el de exclusión de la religión y de sus símbolos de la
vida pública mediante su confinamiento al ámbito privado y a la conciencia individual.
Así, ha sucedido que al término "laicidad" se le ha atribuido una acepción ideológica
opuesta a la que tenía en su origen.

En realidad, hoy la laicidad se entiende por lo común como exclusión de la religión de


los diversos ámbitos de la sociedad y como su confín en el ámbito de la conciencia
individual. La laicidad se manifestaría en la total separación entre el Estado y la
Iglesia, no teniendo esta última título alguno para intervenir sobre temas relativos a la
vida y al comportamiento de los ciudadanos; la laicidad comportaría incluso la
exclusión de los símbolos religiosos de los lugares públicos destinados al desempeño
de las funciones propias de la comunidad política: oficinas, escuelas, tribunales,
hospitales, cárceles, etc.

Basándose en estas múltiples maneras de concebir la laicidad, se habla hoy de


pensamiento laico, de moral laica, de ciencia laica, de política laica. En efecto, en la
base de esta concepción hay una visión a-religiosa de la vida, del pensamiento y de la
moral, es decir, una visión en la que no hay lugar para Dios, para un Misterio que
trascienda la pura razón, para una ley moral de valor absoluto, vigente en todo tiempo
y en toda situación. Solamente dándose cuenta de esto se puede medir el peso de los
problemas que entraña un término como laicidad, que parece haberse convertido en el
emblema fundamental de la posmodernidad, en especial de la democracia moderna.

Por tanto, todos los creyentes, y de modo especial los creyentes en Cristo, tienen el
deber de contribuir a elaborar un concepto de laicidad que, por una parte, reconozca a
Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, el lugar que les corresponde en la vida
humana, individual y social, y que, por otra, afirme y respete "la legítima autonomía
de las realidades terrenas", entendiendo con esta expresión -como afirma el concilio
Vaticano II- que "las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores
propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente" (Gaudium et
spes, 36).

Esta autonomía es una "exigencia legítima, que no sólo reclaman los hombres de
nuestro tiempo, sino que está también de acuerdo con la voluntad del Creador, pues,
por la condición misma de la creación, todas las cosas están dotadas de firmeza,
verdad y bondad propias y de un orden y leyes propias, que el hombre debe respetar
reconociendo los métodos propios de cada ciencia o arte" (ib.). Por el contrario, si con
la expresión "autonomía de las realidades terrenas" se quisiera entender que "las cosas
creadas no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin referirlas al
Creador", entonces la falsedad de esta opinión sería evidente para quien cree en Dios y
en su presencia trascendente en el mundo creado (cf. ib.).

Esta afirmación conciliar constituye la base doctrinal de la "sana laicidad", la cual


implica que las realidades terrenas ciertamente gozan de una autonomía efectiva de la
esfera eclesiástica, pero no del orden moral. Por tanto, a la Iglesia no compete indicar
cuál ordenamiento político y social se debe preferir, sino que es el pueblo quien debe
decidir libremente los modos mejores y más adecuados de organizar la vida política.
Toda intervención directa de la Iglesia en este campo sería una injerencia indebida.

Por otra parte, la "sana laicidad" implica que el Estado no considere la religión como un
simple sentimiento individual, que se podría confinar al ámbito privado. Al contrario, la
religión, al estar organizada también en estructuras visibles, como sucede con la
Iglesia, se ha de reconocer como presencia comunitaria pública. Esto supone, además,
que a cada confesión religiosa (con tal de que no esté en contraste con el orden moral
y no sea peligrosa para el orden público) se le garantice el libre ejercicio de las
actividades de culto -espirituales, culturales, educativas y caritativas- de la comunidad
de los creyentes.

A la luz de estas consideraciones, ciertamente no es expresión de laicidad, sino su


degeneración en laicismo, la hostilidad contra cualquier forma de relevancia política y
cultural de la religión; en particular, contra la presencia de todo símbolo religioso en
las instituciones públicas.

Tampoco es signo de sana laicidad negar a la comunidad cristiana, y a quienes la


representan legítimamente, el derecho de pronunciarse sobre los problemas morales
que hoy interpelan la conciencia de todos los seres humanos, en particular de los
legisladores y de los juristas. En efecto, no se trata de injerencia indebida de la Iglesia
en la actividad legislativa, propia y exclusiva del Estado, sino de la afirmación y de la
defensa de los grandes valores que dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan
su dignidad. Estos valores, antes de ser cristianos, son humanos; por eso ante ellos no
puede quedar indiferente y silenciosa la Iglesia, que tiene el deber de proclamar con
firmeza la verdad sobre el hombre y sobre su destino.

Queridos juristas, vivimos en un período histórico admirable por los progresos que la
humanidad ha realizado en muchos campos del derecho, de la cultura, de la
comunicación, de la ciencia y de la tecnología. Pero en este mismo tiempo algunos
intentan excluir a Dios de todos los ámbitos de la vida, presentándolo como
antagonista del hombre. A los cristianos nos corresponde mostrar que Dios, en cambio,
es amor y quiere el bien y la felicidad de todos los hombres. Tenemos el deber de
hacer comprender que la ley moral que nos ha dado, y que se nos manifiesta con la
voz de la conciencia, no tiene como finalidad oprimirnos, sino librarnos del mal y
hacernos felices. Se trata de mostrar que sin Dios el hombre está perdido y que excluir
la religión de la vida social, en particular la marginación del cristianismo, socava las
bases mismas de la convivencia humana, pues antes de ser de orden social y político,
estas bases son de orden moral.

[Traducción distribuida por la Santa Sede © Copyright 2006 - Libreria Editrice


Vaticana] ZS06121711

LAICISMO
La laicidad del estado no debe confundirse con el laicismo que es incompatible
con la libertad religiosa.

La ideología laicista es incompatible con la libertad religiosa. -Juan Pablo II, 24


enero, 2005.

«en el ámbito social se va difundiendo también una mentalidad inspirada en el


laicismo, ideología que lleva gradualmente, de forma más o menos consciente, a la
restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo
religioso, relegando la fe a la esfera de lo privado y oponiéndose a su expresión
pública».

En el discurso al cuerpo diplomático pronunciado el 12 de enero de 2004, el Santo


Padre había aclarado la diferencia que existe entre el «legítimo» «principio de laicidad»
--«comprendido como la distinción entre la comunidad política y las religiones». Y
añadía: «¡distinción no quiere decir ignorancia! ¡La laicidad no es el laicismo!».

«Un recto concepto de libertad religiosa no es compatible con esa ideología, que a
veces se presenta como la única voz de la racionalidad. No se puede cercenar la
libertad religiosa sin privar al hombre de algo fundamental»

En este contexto, «están creciendo las nuevas generaciones de españoles,


influenciadas por el indiferentismo religioso, la ignorancia de la tradición cristiana con
su rico patrimonio espiritual, y expuestas a la tentación de un permisivismo moral».

«La juventud tiene derecho, desde el inicio de su proceso formativo, a ser educada en
la fe. La educación integral de los más jóvenes no puede prescindir de la enseñanza
religiosa también en la escuela, cuando lo pidan los padres, con una valoración
académica acorde con su importancia».

Relaciones Iglesia-Estado
El Papa presenta algunas directrices
11, feb, 2005 (Cf. Zenit, 12 marzo)

La Iglesia apoya el principio de laicidad según el cual hay separación de los papeles
de la Iglesia y el Estado, siguiendo la prescripción de Cristo, «Dad al César lo que es
del César, y a Dios lo que es de Dios» (Lucas 20:25). De hecho, el Concilio
Vaticano II explicaba que la Iglesia no se identifica con ninguna comunidad política ni
está limitada por lazos con ningún sistema político. Al mismo tiempo, tanto la
comunidad política como la Iglesia sirven a las necesidades de las mismas personas y
este servicio se llevará a cabo de modo más efectivo si hay cooperación entre ambas
instituciones.

Pero la justa separación entre Iglesia y estado no significa que el estado niegue a la
Iglesia su lugar en la sociedad o que se le niegue a los católicos cumplir su
responsabilidad y derecho de participar en la vida pública. Un estado que no da espacio
a la Iglesia en la sociedad cae en sectarismo. Esto podría conducir a un aumento de la
intolerancia y a dañar la coexistencia de los grupos que forman la nación.

Con este fin se debe permitir a los cristianos hablar en público y expresar sus
convicciones durante los debates democráticos, «desafiando al estado y a sus
compañeros ciudadanos sobre sus responsabilidades como hombres y mujeres,
especialmente en el campo de los derechos humanos fundamentales y del respeto por
la dignidad humana, por el progreso de la humanidad, pero no a cualquier precio, por
la justicia y la equidad, así como por la protección de nuestro planeta».

Mantener la libertad
Zenit, 12 marzo

El 24 de enero, 2005, el Papa se dirigió a un grupo de obispos españoles durante su


visita a Roma. Habló de la propagación de la ideología laicista en la sociedad de
aquel país «que lleva gradualmente, de forma más o menos consciente, a la restricción
de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo religioso,
relegando la fe a la esfera de lo privado y oponiéndose a su expresión pública» (No.
4). Además, «No se puede cercenar la libertad religiosa sin privar al hombre de algo
fundamental», añadía el Santo Padre.

El Papa también insistía en que es necesario que los católicos busquen «el Reino de
Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según la voluntad
divina». Y les animaba a ser testigos valientes de su fe en los diferentes ámbitos de la
vida pública.

Fe y práctica
El año pasado, Juan Pablo II también tocó las relaciones Iglesia-Estado en su discurso
a un grupo de obispos de Estados Unidos el 4 de diciembre, 2005. Dirigiéndose a los
prelados de las provincias eclesiásticas de Louisville, Mobile y Nueva Orleáns, el Papa
les animaba a que hicieran una prioridad pastoral del ayudar a los laicos a combinar
armoniosamente los deberes que tienen como miembros de la Iglesia y los que tienen
como miembros de la sociedad humana.

Citando la «Lumen Gentium», No. 36, el Santo Padre afirmaba que los hombres y
mujeres laicos, tras recibir una catequesis adecuada y una formación continua, han de
tener clara su misión «para extender el Reino de Dios, a través de su actividad secular,
‘de suerte que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y alcance más eficazmente
su fin en la justicia, la caridad y la paz’» (No. 3).

Por eso, es necesario que los fieles reciban instrucciones claras sobre sus deberes
como cristianos, y sobre su obligación de actuar de acuerdo con la enseñanza
autorizada de la Iglesia, añadía el Papa. Y para quienes objetan que tal instrucción
tiene un tono excesivamente político, Juan Pablo II establece claramente: «Aun
respetando plenamente la separación legítima de la Iglesia y el Estado en la vida
americana, esta catequesis debe también dejar claro que para el fiel cristiano no puede
haber separación entre la fe que es para ser vivida y ponerla en práctica y su
compromiso de participación total y responsable en la vida profesional, política y
cultural» (No. 3).

Juan Pablo II urgía además a los obispos a que dieran prioridad a esta área en su
trabajo. «Dada la importancia de estos temas para la vida y misión de la Iglesia en su
país, les animaría a considerar el inculcar los principios doctrinales y morales
subrayando el apostolado de los laicos como esencial en su ministerio de maestros y
pastores de la Iglesia en América»

Se acaba de imponer una distinción que, sin duda, va a hacer fortuna. Hay, parece ser, un laicismo
positivo. Es de suponer que el otro es el laicismo negativo. Seamos creyentes o increyentes la
mirada hacia nosotros mismos, y hacia los otros, ya ha sido modificada. ¿Somos positivos o
negativos? ¿Cómo definirnos? Hasta ahora había creído que bastaba con un solo laicismo, el que
defendía la separación del Estado y de la Iglesia, ese mismo que, como nos enseñan muy
claramente nuestros obispos (declaraciones, manifestaciones, pastorales), siempre es negativo,
esto es, contrario a la doctrina de la Iglesia. ¿Cómo transformarse en un laico positivo?

Ha sido durante la visita del Papa a Francia, Estado laico por excelencia, cuando los comentarios
sobre este tema se han multiplicado, y con razón. Quisiera resaltar un aspecto que me parece
decisivo: el diálogo convergente que han establecido Benedicto XVI y Nicolas Sarkozy en el
diagnóstico de la sociedad, un esfuerzo muy estructurado por trenzar un discurso antropológico
que tendrá amplias repercusiones en el ordenamiento social.

En el primer plano ha habido un intercambio de papeles para poder crear un espacio común: el
Papa elogia el laicismo francés (el «positivo», según Sarkozy) y el presidente insiste en la
necesidad de la presencia de la religión en la sociedad (el «consenso ético», según Benedicto
XVI). Así el Papa afirma tajantemente que es «fundamental insistir en la separación entre el ámbito
político y el religioso». Y para sintetizar su línea de pensamiento cita las palabras de Cristo: «a
Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César». Ahí se inscribe su elogio de la laicidad que
«es fruto de la fe». Por su parte, el presidente francés, como ya había hecho en su visita a Roma,
reitera que «prescindir de las religiones sería una locura, un ataque a la cultura y al pensamiento».
Precisando aun que privar a la democracia de las religiones sería perder la esperanza. Aunque hay
una lógica diferencia de matices (el Papa se refiere siempre a la religión mientras el presidente
habla de las religiones), el espacio común que ambos interlocutores crean es claro. Y ahí, en un
segundo plano, es donde aflora el supuesto que permite tan escalonada convergencia: la
convicción, tanto del uno como del otro, de que sólo la religión puede satisfacer «la búsqueda de
sentido» en una sociedad moderna que ha perdido los referentes de su propia humanidad.

Inmediatamente se impone una interrogación: ¿es posible encontrar un sentido a la vida sin la
religión? ¿Es posible construir humanidad fuera del ámbito de las religiones? Lo que Sarkozy llama
«laicidad positiva», y que Benedicto XVI apoya sin fisuras al afirmar que «en sí misma no está en
contradicción con la fe», consiste en reconocer a la religión (o a las religiones) como la única
gestora del sentido de la existencia humana. Mientras tanto, la laicidad negativa, esa que durante
largo tiempo ha practicado la república francesa separando nítidamente las funciones sociales y
políticas del Estado y de la Iglesia, sin que en ningún momento hubiera persecución o marginación
de las prácticas religiosas de los ciudadanos, esa laicidad estaría incapacitada para fomentar, o
incluso permitir, la búsqueda del sentido de la vida de los ciudadanos. Es el punto de apoyo de
nuestra Conferencia Episcopal para declarar una oposición tan beligerante y persistente a la
famosa asignatura de Educación para la Ciudadanía. Lo que está en juego es una representación
radical del hombre, su capacidad o incapacidad para decidir el sentido de su vida, para ser el
propietario de la interpretación de su existencia. Ahí resuena la frase, o más bien grito, de Kant que
sustenta al sujeto moderno: «Atrévete a pensar», y entonces decide libremente si el sentido de tu
existencia lo encuentras en la religión o fuera de ella, pero no permitas que te consideren un menor
de edad y te tutelen durante toda tu vida.

Como hablamos de Francia, citemos a un filósofo francés que habla de la laicidad, antes de que
hubiera una positiva y otra negativa: «¿Un combate contra la religión? Sería equivocarse de
adversario. Sería [un combate] por la tolerancia, por la laicidad, por la libertad de creencia y de
increencia. El espíritu no pertenece a nadie. La libertad tampoco ( ) Le tengo horror al
oscurantismo, al fanatismo, a la superchería. Tampoco me gusta el nihilismo y la apatía. La
espiritualidad es algo demasiado importante para que se le abandone a los fundamentalistas. La
tolerancia, un bien demasiado precioso para que se le confunda con la indiferencia o la desidia»
(A. Comte-Sponville). Sí, ni positivo ni negativo, sólo el combate por tener el derecho a buscar el
sentido de la existencia en las religiones o fuera de ellas, siempre y cuando se respeten los
derechos de los individuos y ninguna asociación, creencia, cultura, raza , se apropie en exclusiva
del sentido de la vida humana. Es un bien demasiado precioso para que nos lo secuestren -sea
quien sea.

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