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, Criterios, La Habana,
nº 22, 1 marzo 2012
Iuri M. Lotman
La ciencia y el arte son como los dos ojos de la cultura humana. Precisa-
mente su diferencia (y su igualdad de derechos) crean el carácter
estereoscópico de nuestro saber. No se puede incluir el arte en el dominio
de los entretenimientos o de las ilustraciones patentes de ideas morales
elevadas. El arte es una forma de pensamiento sin la cual la conciencia
humana no existe, como no existe conciencia con un solo hemisferio.
Parecía que la ciencia se ocupa de lo que se repite y ocurre conforme
a leyes. Ese fue uno de los principios fundamentales de la ciencia. La
ciencia no estudia lo casual. Y todo lo que ocurre conforme a leyes es lo
que es regular y posible de predecir. Lo casual, en cambio, no se repite, y
no se lo puede predecir. ¿Y cómo contemplábamos entonces la historia?
Veíamos en ella repeticiones completamente férreas y decíamos: ¿qué es
la libertad? —Es la necesidad de la que se ha tomado conciencia. Pode-
mos comprender, en tal caso, lo que objetivamente debe ocurrir: he ahí
toda nuestra libertad. Y entonces obteníamos realmente una línea fatal del
movimiento de la humanidad. Teniendo un punto de partida y la ley del
movimiento, podemos calcular todo hasta el final. Y si no calculamos, quiere
decir que no tenemos suficiente información.
volvió malo. Por eso, decimos, es mejor no leer libros malos. Es como si
dijéramos: no sepan lo que son las malas acciones; ¡de lo contrario, empe-
zarán a hacerlas! Pero el desconocimiento nunca salva. La fuerza del arte
está en otra cosa: nos da una opción donde la vida no la da. Y por eso
recibimos una opción en la esfera del arte, trasladándola a la vida. De ahí
surge una interrogante muy seria, que siempre detenía al moralista, y lo
detenía con razón: ¿qué le está permitido al arte, y qué no? El arte no es un
libro de enseñanza ni es una guía de moral. Consideramos que el arte
contemporáneo es muy peligroso: ¡en él hay muchos vicios! Pero tome-
mos a Shakespeare. ¿Qué leemos en sus tragedias? Asesinatos, críme-
nes, incestos. En una tragedia sacan ojos, en otra le cortan la lengua y los
brazos a la heroína violada. ¡Es monstruoso! Pero en el arte eso por algu-
na razón resulta posible. Y nadie acusará a Shakespeare de inmoralidad.
Cierto es que hubo un tiempo en que lo acusaron. Todavía los románticos
alemanes, al traducir a Shakespeare al alemán, quitaron esas escenas.
Todavía el joven Zhukovski, en el futuro —como él mismo se llamaba—
padre y protector de todos los diablos en la poesía rusa, aconsejaba a su
amigo, genial, pero muerto tempranamente, Andrei Turguéniev, eliminar
en Macbeth la escena de las brujas. ¿Acaso puede una persona ilustrada
de principios del siglo XIX ver en escena a una bruja? Vaya, eso es
simplemente barbarie, ignorancia; Shakespeare pudo escribir así en una
época salvaje, pero ¿quién después de Voltaire hará tales cosas? Todos se
morirán de risa. Sólo los románticos, y después también el propio Zhukovski,
comprendieron que la fantasía, el horror, el miedo, los crímenes, pueden
ser objetos del arte.
Pero ¿por qué el asesinato como objeto del arte no se vuelve un llama-
do a asesinar? El arte aspira a ser semejante a la vida, pero no es la vida.
Y nunca los confundimos. La anécdota del hombre que salva a Desdémona,
no es un testimonio del triunfo del arte, sino de su completa incompren-
sión. El arte es un modelo de la vida. Y la diferencia entre ellos es grande.
Por eso el crimen en el arte es una investigación del crimen, un estudio de
qué es el crimen. Pero en la vida sólo está el crimen. En un caso, la
imagen de la cosa, y en el otro, la cosa misma. Y todas las numerosas
leyendas acerca de cómo los artistas crean obras indistinguibles de la vida,
o sustituyen el arte con la vida, surgen en el ámbito de una visión ingenua
del arte.
Pero el arte abarca una enorme esfera, y a su lado está el semi-arte,
el casi casi arte, y el no-arte por completo. Es una esfera en la que el arte
352 Iuri M. Lotman
Tartu, 1990.