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Denken Pensée Thought Mysl...

, Criterios, La Habana,
nº 22, 1 marzo 2012

S obre la naturaleza del arte*

Iuri M. Lotman

La ciencia y el arte son como los dos ojos de la cultura humana. Precisa-
mente su diferencia (y su igualdad de derechos) crean el carácter
estereoscópico de nuestro saber. No se puede incluir el arte en el dominio
de los entretenimientos o de las ilustraciones patentes de ideas morales
elevadas. El arte es una forma de pensamiento sin la cual la conciencia
humana no existe, como no existe conciencia con un solo hemisferio.
Parecía que la ciencia se ocupa de lo que se repite y ocurre conforme
a leyes. Ese fue uno de los principios fundamentales de la ciencia. La
ciencia no estudia lo casual. Y todo lo que ocurre conforme a leyes es lo
que es regular y posible de predecir. Lo casual, en cambio, no se repite, y
no se lo puede predecir. ¿Y cómo contemplábamos entonces la historia?
Veíamos en ella repeticiones completamente férreas y decíamos: ¿qué es
la libertad? —Es la necesidad de la que se ha tomado conciencia. Pode-
mos comprender, en tal caso, lo que objetivamente debe ocurrir: he ahí
toda nuestra libertad. Y entonces obteníamos realmente una línea fatal del
movimiento de la humanidad. Teniendo un punto de partida y la ley del
movimiento, podemos calcular todo hasta el final. Y si no calculamos, quiere
decir que no tenemos suficiente información.

* “O prirode iskusstva”, registrado por G. Amelin.


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Pero Prigogine mostró que eso no es así. Los procesos predecibles


marchan con arreglo a regularidades calculables de antemano. Y después
llega cierto punto en el que el movimiento entra en un momento imprede-
cible y se halla en la encrucijada, como mínimo, de dos caminos, y en la
práctica, de un número enorme de caminos. Antes habríamos dicho que
podemos calcular la probabilidad con la que iremos a uno u otro lado. Pero
precisamente en eso está el asunto: según la profunda idea de Prigogine,
en ese momento la probabilidad no funciona, funciona la casualidad.
Cuando miramos hacia delante, vemos casualidades. Miramos hacia
atrás ¡y esas casualidades se nos vuelven regularidades! Y por eso es
como si el historiador estuviera viendo todo el tiempo regularidades, por-
que no puede escribir la historia que no ocurrió. Y, en realidad, desde este
punto de vista, la historia es uno de los caminos posibles. La realización de
un camino es la simultánea pérdida de los otros caminos. Todo el tiempo
estamos encontrando, y todo el tiempo estamos perdiendo algo. Cada paso
adelante es una pérdida… Y aquí nos tropezamos con la necesidad del
arte.
El arte da el recorrido de caminos no recorridos, o sea, de lo que no
ocurrió… Y la historia de lo no ocurrido es una historia grande y muy
importante. Y el arte es siempre una posibilidad de vivir lo no vivido, de
volver atrás, de volver a resolver y a hacer de una nueva manera. Es la
experiencia de lo que no ocurrió. O de lo que puede ocurrir. Ya Aristóteles
comprendía el profundísimo vínculo del arte con el ámbito de lo posible. El
escritor, por ejemplo, nunca da una descripción de su protagonista por
completo. Por regla escoge uno o varios detalles. Todos recuerdan al
Oneguin de Pushkin «pelado a la última moda...», pero qué peinado tenía,
de qué color eran sus cabellos, no lo sabemos, y Pushkin no experimenta
ninguna necesidad de que lo sepamos. Pero si llevamos al cine a Oneguin,
sin querer hay que darle todos esos atributos y muchos otros. O sea, darle
lo que no está en la novela de Pushkin, traducir el texto escrito a imagen
visual. En la puesta en pantalla el personaje se presenta como consumado,
objetificado. Está encarnado por completo. Y el asunto no está en que
cada lector tiene su idea del héroe de la novela, que no coincide con el
personaje de la puesta en pantalla. La imagen verbal es virtual. También
en la conciencia del lector vive como imagen abierta, inacabada, no encar-
nada. Pulsa, oponiéndose a una objetificación final. Ella misma existe como
posible, más exactamente como un haz de posibilidades. Por lo visto, por
eso a nuestros directores de cine les es más fácil llevar a la pantalla nove-
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las estadounidenses, y a los estadounidenses, novelas rusas, porque en ese


caso ya no hay imágenes abiertas, y hay sólo estereotipos literarios. Sabe-
mos qué aspecto tienen todos los estadounidenses, y los estadounidenses
también tienen una idea del todo clara de nosotros.
O el problema de la restauración. El restablecimiento del aspecto ori-
ginal de tal o cual monumento de la cultura, es una cosa extraordinaria-
mente compleja. Y no sólo porque nadie haya visto el aspecto original.
¡Todas las tentativas de ponerle brazos a la Venus de Milo sorprenden por
su falta de gusto! Están condenadas desde el principio al fracaso. ¿Por
qué? Porque en nuestra conciencia la Venus no tiene brazos, y la Niké no
tiene cabeza. Y, al «restablecer» las partes faltantes, estamos destruyendo
no sólo el monumento mismo, sino también otra cosa, no menos importan-
te. Un sencillo ejemplo. He aquí que, digamos, en Leningrado restauraron
el palacio de Ménshikov. Muy bien, muy agradable; seguramente, pareci-
do a como era en vida de Ménshikov. Pero es que en ese edificio estuvo el
Cuerpo de Cadetes. Allí estudiaron generaciones de personas. Allí lleva-
ron a los decembristas heridos. ¡El palacio ya entonces tenía otro aspecto!
¿Y por qué Ménshikov es historia, y la Ajmátova, que pasaba caminando
por frente a esa casa y la veía sin restaurar, no es historia? Sabemos muy
bien qué aporte a la cultura europea del romanticismo trajeron las ruinas
de la Europa medieval. ¡Precisamente las ruinas! En este caso la ausencia
se siente con más fuerza que la presencia, y los defectos casuales de los
monumentos culturales se vuelven efectos, potenciando las posibilidades
de otros sentidos, no previstos por el texto cabal.
Ya hemos hablado de la impredecibilidad de principio del movimiento
que tiene lugar en el mundo en determinados momentos, y de los momen-
tos de predecibilidad que son relevados por explosiones cuyo resultado es
impredecible. Eso es especialmente importante para la historia humana,
en la cual la irrupción de la conciencia aumenta bruscamente el grado de
libertad y, por consiguiente, de impredecibilidad. Allí donde tenemos el
bien, también tendremos obligatoriamente el peligro del mal, porque el bien
es una elección. Y en ese sentido el arte esconde en su interior un peligro.
El Adán de la Biblia, al recibir la posibilidad de elegir, recibió también la
posibilidad del pecado, del crimen… Donde hay libertad de elección, tam-
bién hay responsabilidad. Por eso el arte posee una elevadísima fuerza
moral. A menudo entendemos la fuerza moral del arte de una manera muy
superficial. Una idea común es la de que una persona leyó un libro bueno,
y se volvió bueno; leyó un libro en que el protagonista procede mal, y se
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volvió malo. Por eso, decimos, es mejor no leer libros malos. Es como si
dijéramos: no sepan lo que son las malas acciones; ¡de lo contrario, empe-
zarán a hacerlas! Pero el desconocimiento nunca salva. La fuerza del arte
está en otra cosa: nos da una opción donde la vida no la da. Y por eso
recibimos una opción en la esfera del arte, trasladándola a la vida. De ahí
surge una interrogante muy seria, que siempre detenía al moralista, y lo
detenía con razón: ¿qué le está permitido al arte, y qué no? El arte no es un
libro de enseñanza ni es una guía de moral. Consideramos que el arte
contemporáneo es muy peligroso: ¡en él hay muchos vicios! Pero tome-
mos a Shakespeare. ¿Qué leemos en sus tragedias? Asesinatos, críme-
nes, incestos. En una tragedia sacan ojos, en otra le cortan la lengua y los
brazos a la heroína violada. ¡Es monstruoso! Pero en el arte eso por algu-
na razón resulta posible. Y nadie acusará a Shakespeare de inmoralidad.
Cierto es que hubo un tiempo en que lo acusaron. Todavía los románticos
alemanes, al traducir a Shakespeare al alemán, quitaron esas escenas.
Todavía el joven Zhukovski, en el futuro —como él mismo se llamaba—
padre y protector de todos los diablos en la poesía rusa, aconsejaba a su
amigo, genial, pero muerto tempranamente, Andrei Turguéniev, eliminar
en Macbeth la escena de las brujas. ¿Acaso puede una persona ilustrada
de principios del siglo XIX ver en escena a una bruja? Vaya, eso es
simplemente barbarie, ignorancia; Shakespeare pudo escribir así en una
época salvaje, pero ¿quién después de Voltaire hará tales cosas? Todos se
morirán de risa. Sólo los románticos, y después también el propio Zhukovski,
comprendieron que la fantasía, el horror, el miedo, los crímenes, pueden
ser objetos del arte.
Pero ¿por qué el asesinato como objeto del arte no se vuelve un llama-
do a asesinar? El arte aspira a ser semejante a la vida, pero no es la vida.
Y nunca los confundimos. La anécdota del hombre que salva a Desdémona,
no es un testimonio del triunfo del arte, sino de su completa incompren-
sión. El arte es un modelo de la vida. Y la diferencia entre ellos es grande.
Por eso el crimen en el arte es una investigación del crimen, un estudio de
qué es el crimen. Pero en la vida sólo está el crimen. En un caso, la
imagen de la cosa, y en el otro, la cosa misma. Y todas las numerosas
leyendas acerca de cómo los artistas crean obras indistinguibles de la vida,
o sustituyen el arte con la vida, surgen en el ámbito de una visión ingenua
del arte.
Pero el arte abarca una enorme esfera, y a su lado está el semi-arte,
el casi casi arte, y el no-arte por completo. Es una esfera en la que el arte
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«se convierte» en no-arte. Tomemos, por ejemplo, la fotografía artística y


la no-artística. En ambas está la imagen de un cuerpo desnudo. En la
fotografía no-artística la mujer desnuda representa a una mujer desnuda y
nada más. Falta el sentido de ese desnudamiento. En la fotografía artística
(o en el cuadro artístico) la mujer desnuda puede representar: la belleza,
una fuerza demoníaca, la delicadeza, la soledad, el crimen, la deprava-
ción... Puede representar diversas épocas, generar diversos sentidos cul-
turales, puesto que es un signo, y podemos decir qué significa (compárese
qué difícil es, mirando a una persona viva, preguntar qué significa). Así
pues, cuando miramos la figura desnuda, dibujada, esculpida en piedra, o
en la pantalla cinematográfica, en la fotografía artística, podemos pregun-
tar qué significa eso. O (de manera tosca, pero de todos modos justa)
plantear la pregunta: ¿Qué quiso decir con esto el autor? Y será muy difícil
responder, porque el arte siempre lleva dentro de sí algún misterio, es una
reproducción desde cierta posición, esconde la visión del mundo de al-
guien. Es inagotable en lo que respecta al sentido, no puede ser vuelto a
contar en una palabra. Entretanto, se puede preguntar «qué significa» una
mujer simplemente fotografiada sin ropa ¡en el caso de que ya estemos
muy predispuestos artísticamente! Cierta anécdota cómica cuenta que un
hombre está parado, por su lado pasa corriendo otro, lo golpea en la cara
y sigue corriendo. El primero sigue parado largo rato, reflexiona, y des-
pués dice: «No entiendo qué quiso decir con eso…». En el teatro eso
realmente sería un mensaje, pero en la vida es material para un mensaje, y
no un mensaje. De ahí la diferencia de principio.
El arte del siglo XX, con su «fotograficidad», su aspiración a la exac-
titud, conduce, por extraño que sea, a que, cuanto más elevada es la imita-
ción de la realidad, tanto más elevada es la convencionalidad de la repre-
sentación. Una extraordinaria imitación de la vida con una extraordinaria
diferencia respecto de ella. En este sentido, el arte del siglo XX, que al-
canza un enorme grado de acercamiento a la vida (en virtud de enormes
posibilidades técnicas), al mismo tiempo produce también una extraordi-
naria diferencia. Y cuanto más el arte tiende a la vida, tanto más conven-
cional es.
Cuando en el arte irrumpieron la fotografía y los primeros logros téc-
nicos del cinematógrafo, entre la gente del arte comenzó un verdadero
pánico. Parecía que el arte había muerto, en vez de la semejanza de la
vida irrumpía la vida misma. El arte experimentó un shock aún mayor con
el surgimiento del cine sonoro. Para el cine el sonido era ante todo un logro
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técnico, y no una necesidad artística vital. Y el cine silente, que había


alcanzado un nivel muy alto, recibió con hostilidad al sonido. Chaplin pen-
saba que el sonido arruinaría al cine. E hizo sus primeros filmes sonoros
como antisonoros, dándoles, por ejemplo, a los actores un discurso en una
lengua inexistente. Éstos chirriaban, farfullaban, croaban: hablaban en len-
guas inexistentes. Y sólo después Chaplin asimiló la lengua como medio
artístico. Pero, al asimilar el sonido, el cine también sufrió pérdidas. Intro-
ducir técnicamente la vida es poco, hay que apropiársela artísticamente. Y
cada nuevo descubrimiento para el arte es una enfermedad del crecimien-
to. Eso hay que superarlo y recibirlo.
Blok empezó a ir al cine en la revolución, cuando asimilaba el modo
democrático de vida, cuando por primera vez se bajó del coche y entró en
el tranvía. Quedó sorprendido: eso era otro mundo, y escribió que «tan
pronto entro en el tranvía, me pongo la gorra, y me entran tantas ganas de
abrirme paso a empujones». ¡Una conducta completamente distinta! Y el
cine entró en el arte.
Tiene lugar una cosa curiosa: el arte todo el tiempo está estancándose,
pasando al no-arte, banalizándose, saliendo en tiradas, volviéndose
epigonismo… Y esos variados tipos de para-arte pueden imitar el alto arte,
progresista o reaccionario, encargado «desde arriba» o encargado «desde
abajo», o «desde un costado». Pero siempre son imitaciones. En parte, son
útiles, como útiles son los abecedarios y los manuales (y es que no todos
de entrada pueden escuchar una música sinfónica compleja). Pero, al mis-
mo tiempo, enseñan un mal gusto, metiendo subrepticiamente, en vez del
arte auténtico, una imitación. Y las imitaciones se asimilan más fácilmente,
son más comprensibles. El arte, en cambio, es incomprensible, y por eso
ofensivo. Por eso la difusión masiva del arte siempre es peligrosa. Pero,
por otra parte, ¿de dónde sale el nuevo alto arte? Y es que no surge del
viejo alto arte. Y el arte, por extraño que sea, lanzándose a la banalidad, a
la mamarrachada, a la imitación, al no-arte, a lo que echa a perder el
gusto, ¡de repente, inesperadamente, comienza a crecer de ahí! La
Ajmátova escribía: «Si ustedes sólo supieran de qué basura crecen los
versos, sin sentir vergüenza». El arte raras veces crece del gusto refinado,
bueno, de la forma elaborada del arte; crece de la basura.
Y así de repente, inesperadamente, surgió el cine, que de una distrac-
ción bastante baja se volvió el arte número uno de nuestro siglo (desde
comienzos del siglo XX hasta el último cuarto de éste fue realmente el
primer arte, pero ahora, al parecer, perdió ese puesto). Y a finales del
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pasado siglo ese papel lo desempeñó la ópera. De la periferia se abrió


paso hasta la época de Wagner y Chaikovski, y, junto con la novela, se
volvió el arte número uno. Es como si las artes se tomaran la delantera
unas a otras, y en cierto momento una de ellas, que parecía retrasada, de
repente se adelantara y obligara a todas a imitarla. Así ocurrió con la
novela en el siglo XX, cuando la pintura y el teatro la imitaron. Y después,
en la época de los simbolistas, la novela pasó a un segundo plano yse
adelantó la poesía lírica.
El arte es la máquina más compleja que haya creado alguna vez el
hombre. Si se quiere, llámeselo máquina; si se quiere, llámeselo organis-
mo, vida, pero da igual: es algo que se desarrolla por sí mismo. Y nos
hallamos dentro de eso que se desarrolla. Como también en el lenguaje. El
hombre está sumergido en el lenguaje, y el lenguaje se realiza a través del
hombre. El hombre crea el lenguaje, y el lenguaje como sistema colectivo
interactúa constantemente con el hablante individual. Tres manifestacio-
nes son la unidad mínima para la aparición de nuevos sentidos: Yo, otro ser
humano y el medio semiótico en torno a nosotros (¡algo así como una
Trinidad!). El estudio de esas manifestaciones tiene para mí ahora el ma-
yor interés.

Tartu, 1990.

Traducción del ruso: Desiderio Navarro

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