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Evangelio de Marcos

Una breve introducción


La Biblia es un conjunto de libros que fueron redactados por varios autores a lo largo de varios siglos.

Se compone en dos grandes partes: el Antiguo y el Nuevo Testamento.

El hecho que divide a ambos es el nacimiento de Jesús.

- ANTIGUO Y NUEVO TESTAMENTO


- LOS EVANGELIOS. EVANGELIOS SINÓPTICOS. JUAN.

Partiendo de eso, lo primero que

Tal vez convenga hacer algunas precisiones de Marcos, previo a dar mi opinión sobre este pasaje.

El evangelio según Marcos es, de los cuatro evangelios que están en la Biblia, el más antiguo de
todos. Fue escrito en los años 70 después del nacimiento de Jesús, aproximadamente. Cabe aclarar
que los llamados “evangelios” son aquellos que cuentan la vida de Jesús. No solo existen estos
evangelios. Hay otros, que no están dentro de la biblia, pero que la Iglesia decidió que no formaban
parte de los textos “inspirados” por dios, y se los llama “evangelios apócrifos”. Son varios, y se
pueden comprar en cualquier librería. Pero volvamos a Marcos.

Siempre que pensemos en cualquier libro de la biblia, pero más en particular del nuevo testamento,
debemos imaginarnos que son cartas que fueron escritas para alguien o para un grupo pequeño de
personas. Quien la escribe (remitente), desde luego, conoce a quién le escribe (destinatario). Algo
así sucede con Marcos.

Marcos le escribió a un conjunto de personas que no eran judías (les llamaban “paganos”). Es decir,
esas personas no conocían las tradiciones judías, ni tampoco conocían mucho la “biblia” de los judíos
(la Torá). Por eso, cuando Marcos va contando muchas acciones y palabras de Jesús, tiene que ir
explicando de qué se está hablando, qué significa tal o cual cosa en la tradición judía para que ese
grupo de nuevos creyentes en Jesús entiendan bien de qué se está hablando o qué estaba haciendo
Jesús para que se tomara real dimensión de lo que Jesús estaba realizando.

Otra pequeña aclaración. El evangelio de Marcos, junto con el de Lucas y el de Mateo, forma parte
de lo que llaman “evangelios sinópticos” (queda fuera de este grupo el de Juan). ¿Qué es un
evangelio sinóptico? Es bastante sencillo el concepto. Si nosotros tomamos los tres evangelios y los
ponemos en un cuadro (‘sinóptico’, justamente) de tres columnas, veremos que los tres guardan
grandes similitudes. Como que tienen historias y relatos de la vida de Jesús que son muy parecidos,
que hubiesen sido copiados de otro lugar. Por eso se los llama sinópticos. Incluso son muy parecidos
en su forma de redacción. A ese otro lugar que habrían tomado como referencia los estudiosos de
la biblia le han llamado la “fuente Q”. Parece ser que en los primeros tiempos, luego de la muerte
de Jesús, comenzó a correr entre los primeros cristianos un manuscrito que contaba, brevemente,
los hechos y palabras más importantes de Jesús. Luego, pasado el tiempo, algunas personas
tomaron esa fuente (‘Q’) y escribieron algo un poco más elaborado (entre esos, Marcos, Lucas y
Mateo). Lamentablemente, esa fuente Q no ha llegado hasta nuestros días, pero se sabe casi con
seguridad que efectivamente existió. Es decir, al leer el evangelio de Marcos tenemos que tener
presente que estamos frente a uno de los evangelios más antiguos que existen. Incluso, el evangelio
de Marcos fue tomado, junto con la fuente Q, como otra fuente para redactar los evangelios de
Lucas y de Mateo.

Ahora sí, mi opinión sobre el pasaje:

Capítulo 2: Marcos 2

Curación de un paralítico
Mt. 9. 1-8 Lc. 5. 17-26

1 Unos días después, Jesús volvió a Cafarnaún y se difundió la noticia de que estaba en la casa.

2 Se reunió tanta gente, que no había más lugar ni siquiera delante de la puerta, y él les anunciaba
la Palabra.

3 Le trajeron entonces a un paralítico, llevándolo entre cuatro hombres.


4 Y como no podían acercarlo a él, a causa de la multitud, levantaron el techo sobre el lugar donde
Jesús estaba, y haciendo un agujero descolgaron la camilla con el paralítico.

5 Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: "Hijo, tus pecados te son perdonados".

6 Unos escribas que estaban sentados allí pensaban en su interior:

7 "¿Qué está diciendo este hombre? ¡Está blasfemando! ¿Quién puede perdonar los pecados, sino
sólo Dios?".

8 Jesús, advirtiendo en seguida que pensaban así, les dijo: "¿Qué están pensando?

9 ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: "Tus pecados te son perdonados", o "Levántate, toma tu
camilla y camina"?

10 Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los
pecados

11 –dijo al paralítico– yo te lo mando, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa".

12 Él se levantó en seguida, tomó su camilla y salió a la vista de todos. La gente quedó asombrada
y glorificaba a Dios, diciendo: "Nunca hemos visto nada igual".

Para escribir me opinión me voy a valer de dos simples pasos que me han ayudado a entender un
poco más el evangelio.

1. ¿Qué dice el texto?

Jesús regresó de Galilea a Cafarnaúm. Parece ser que allí era donde más tiempo se quedaba,
generalmente. Era su “base”, y desde allí se iba a otros lugares a hablar y compartir la profunda
experiencia de Dios que había tenido. Su fama se había extendido un poco. En los pueblitos cercanos
se comentaba que era un gran orador. Que cuando hablaba, cuando expresaba y hablaba de Papá,
salía fuerza de sus palabras, un fuego que lo consumía por dentro. Además, se había corrido la
noticia de que ese hombre no solo hablaba con una gran fuerza de convicción, sino que, además,
“sanaba” a mucha gente. Sí, sanaba. Le sacaba “demonios”. Le sacaba esos demonios que tenemos
todos. Tenemos “demonios” que no nos permiten progresar: el demonio de la “culpa” por algo muy
doloroso que hemos hecho y que no nos perdonamos. El demonio de la avaricia que no les permitía
compartir aquello que tenían con los que la están pasando mal. Curaba demonios. Los sanaba. Los
liberaba de dolores que hacía años, muchos años, llevaban en sí. Había algo en él. Eso atraía. Había
fuego en él. Claro… su propuesta era muy novedosa para la época. Los políticos de entonces, los
fariseos, ponían pesadas cargas sobre los hombros de ellos, los pobres, los ‘nadies’. Es más, no sólo
los oprimían ya con la carga de no tener trabajo, de tener apenas para comer, de tener que migrar
para ir a las cosechas, de buscar una “changa” para llevar un mango para comer para sus hijos, sino
con otras que, además, les decían que “dios” no los tenían mucho en cuenta, como que “no los
quería mucho” porque no habían sido “bendecidos” con una buena familia, con dinero, bienes e
hijos. Ese era el dios que les decían que había. Ni qué hablar si la persona nacía con un problema de
salud de nacimiento (con parálisis, ceguera, con malformaciones corporales) o bien con
enfermedades que, por el poco desarrollo de la ciencia, no tenían “cura” por entonces, como la
bacteria que produce deformidades en la piel -lepra-, enfermedades respiratorias o ceguera. A esas
personas ‘dios’ las había castigado. “Algo” habían hecho ellas o sus parientes y por eso ellas lo
estaban pagando. En ese contexto, aparece este hombre, un negrito, un “villero” dirían hoy algunos
que había salido de un pueblito perdido en la montaña, que apenas si sabía leer y escribir, petizo,
que se dedicaba a hacer trabajos ocasionales de reparación de cosas de la época. Un “albañil” de
entonces. Ese era Jesús.

Volvió a Cafarnaúm luego de haber encontrado a un grupo de amigos que percibían que en Jesús
había algo especial. Y vieron cómo había sanado a otros.

Llegó de noche a su rancho. Su casilla tenía techos de paja, como la mayoría de sus vecinos del
barrio. Las lluvias no eran muy frecuentes. Se acostó sobre la improvisada cama de pajas, ramas de
olivo y hojas secas. La manta que solían llevar puesta, al estilo de cama, les hacía de abrigo durante
el día, y de frazada por la noche. Entró por el “ojo de la aguja”, que eran las puertas que tenían esa
forma, ojival, para que los animales, en particular las cabras y corderos, no entraran dentro del
rancho. Se acostó. Por la mañana un tumulto lo fue despertando, como a lo lejos. Se levantó.
Escuchó, ahora sí, un tumulto afuera. Cabecitas de niños que apenas asomaban por los ventanucos
de las paredes de adobe. La voz de una niña que gritó: “¡Se despertó, se despertó!”. Su agudo timbre
de voz lo terminó de despabilando definitivamente. Se puso de pie… y allí estaban, aquella gente
esperaba palabras de su boca. Querían escuchar las palabras de consuelo. Querían saber que había
un Dios, un “Abba” que realmente los amaba, que los quería así como eran: rotos y partidos, con
“antecedentes penales”, con pocos estudios, ebrios, con muchos hijos, con fiestas cotidianas, con
bocas sin muchos dientes. Querían saber, y sentir, que había un dios que no era justiciero y
castigador, sino que era una mamá de amor incondicional. Buscaban un poco de paz para sus almas
atormentadas. También estaban presentes algunos de los “otros”. Esos que habían nacido en
familias poderosas y que tuvieron la suerte de tener un plato de comida, de ser “poder”, los que
habían estudiado la “Torá” que sabían al pie de la letra lo que la “Ley” manda. Ellos, los “hijos de
Abraham y de Moisés”, venían a comprobar cómo aquel “villerito” se equivocaba en lo que decía.
Eran pocos, pero estaban allí también.

Jesús, al principio, no dijo palabras. Primero oyó. Escuchó el dolor de muchos de los que allí estaban.
Escuchó cómo a las mujeres no les alcanzaba para dar de comer a sus hijos, cómo las “empresas” le
cobraban impuestos hasta más no poder. Sentía cómo la gente ya no podía más contra tanta presión
del estado. Vio las lágrimas de los padres que se habían quedado sin laburo y la impotencia de no
poder hacer casi nada y, mientras, los niños que decían “tengo hambre, papi”. Jesús sabía que algo
no estaba bien.

De repente, Jesús escuchó cómo la gente se quejaba y reprendían a algunos. Había un tumulto
afuera de su casa. Muchas personas lo habían venido a ver. En eso, vio que el improvisado techo de
su casa, de paja, ramas, barro y hojas, se levantaba. Unos cuatro jóvenes, desesperados porque
sabían que era difícil encontrar a Jesús en su casa y que la oportunidad de verlo se estaba escapando,
decidieron trepar la pared de la casilla, sacar el débil techo y meter por ahí a un amigo de toda la
vida. Toda su vida había estado en una camilla. No podía caminar. Siempre dependió de otros para
poder moverse. Nunca pudo caminar por sí mismo. Sabían que Jesús podía hacer algo con él. Lo
sentían.

Jesús no dudó ni un momento. El chico de la camilla no dijo una palabra. Sus amigos tampoco. Pero
miraron a Jesús. “Perdoná nuestro atrevimiento, pero sabemos que vos podés hacer algo con él…
te rogamos que lo hagas” decían sus miradas a los ojos de Jesús.
Jesús, que hasta ese momento había estado de pie, no dudó. “Hermano querido, es tiempo de que
camines solo y dejés atrás el dolor lo que te ha paralizado hasta ahora”, le dijo Jesús. Extendió sus
brazos, toco con sus manos las plantas de los pies del joven. Éste se sentó. Con sus pulgares presionó
simultáneamente en el medio de las plantas de los pies. Cerró sus ojos. Respiraba pausadamente.
Algo estaba pasando. El joven, que se volvió a recostar, como si estuviera entrando en él sueño.
Cerró sus ojos también. Se podía percibir que Jesús estaba recibiendo “algo” y que se lo transmitía
al chico.

Los “otros”, los que conocían la ley, los que “se la sabían” comenzaron a sentir bronca. “¿Qué se
cree este, que puede sanar a la gente? ¿Se cree que es Dios? ¿Qué locura le agarró?” pensaban en
su cabeza y sentían en sus corazones.

Jesús los sintió. No podía entender por qué eran tan duros de corazón. No cabía en su sentir que
alguien tuviera bronca porque se está ayudando a otros. Pero no aguantó más. Se levantó, y
mirándolos directamente a los ojos, y a través de ellos, a sus conciencias, les dijo: “¿Qué es más
fácil? ¿Decirle a alguien que ya no sufra más o decirle ‘ahora te toca caminar a vos, así que levantáte
y caminá’?

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