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ARBITRAJE Y FIANZA

1.1. Concepto y efectos del acuerdo arbitral

La cláusula arbitral implica el sometimiento de las partes a la decisión de los árbitros respecto de aquellas cuestiones que ellas
mismas han identificado, generalmente por su vinculación con una relación jurídica sustantiva. Las partes convienen allí que ciertas
controversias serán resueltas por árbitros, lo que significa que renuncian a que esas cuestiones sean decididas por los tribunales de
justicia, y le asignan funciones y facultades jurisdiccionales a particulares (los árbitros). La suscripción de dicho acuerdo, en
consecuencia, acarrea dos efectos principales: uno “negativo” y otro “positivo”. En virtud del primero, los jueces estatales devienen
incompetentes para intervenir en la resolución de aquellos conflictos que hayan sido sometidos a arbitraje: de hecho, si alguna de las
partes iniciara una acción judicial relacionada con dichas cuestiones, la otra parte podría plantear la incompetencia del tribunal judicial,
sobre la base de que su jurisdicción ha sido renunciada. El efecto positivo consiste en atribuir jurisdicción a los árbitros a fin de que
ellos resuelvan las controversias que se les someten, incluyendo la facultad de decidir sobre su propia competencia.

1.2. Límites de la jurisdicción de los árbitros

los árbitros ejercen una función esencialmente jurisdiccional, su jurisdicción no es exactamente igual a la de los jueces. Entre otras
diferencias –que, sin embargo, no alteran la similitud sustancial entre ellos, consistente en resolver de manera vinculante y
obligatoria– interesa aquí destacar que la jurisdicción judicial tiene carácter imperativo y amplio (no depende de un acto voluntario de
adhesión ni tiene límites respecto de las materias que pueden someterse a su decisión), mientras que la jurisdicción arbitral es
voluntaria y limitada. Los límites de la jurisdicción arbitral son de dos órdenes: algunas provienen de su condición de jurisdicción
privada; otras, de su origen voluntario. Las primeras son limitaciones impuestas por el ordenamiento jurídico, están dirigidas a las
partes e implican una restricción a su autonomía de la voluntad: no todas las personas pueden someter a decisión de los árbitros
todas las cuestiones que deseen. Las segundas son las limitaciones que las propias partes imponen, están dirigidas a los árbitros y se
derivan, precisamente, de lo que ellas pactaron en cada caso: quiénes se sometieron a arbitraje y para qué materias. Como principio,
la renuncia o el desplazamiento de la jurisdicción judicial a favor de los árbitros alcanza –subjetivamente– a quienes fueron parte de
esa estipulación y –objetivamente– a todas las cuestiones que acordaron someter a juicio de los árbitros, lo que se determinará
interpretando la cláusula en la que se pactó el arbitraje.

Para que un arbitraje pueda llevarse a cabo, respecto de determinadas materias y personas, debe examinarse el acuerdo arbitral y
verificarse varios presupuestos. Este acuerdo debe ser: (i) Válido en sentido material: las cuestiones sobre las que versa el arbitraje
deben referirse a derechos que podían, legalmente, someterse a arbitraje (arbitrabilidad objetiva); (ii) Válido en sentido personal: las
personas que otorgaron el acto deben haber tenido capacidad para someterse a juicio de árbitros (arbitrabilidad subjetiva); (iv)
Obligatorio en sentido material: debe haber identidad entre las cuestiones que se someten o proponen someterse a arbitraje y
aquellas para las cuales el arbitraje se pactó (alcance objetivo); y (v) Obligatorio en sentido personal: debe haber identidad entre
quienes sean o vayan a ser partes en el arbitraje y quienes han sido partes en el acuerdo arbitral (alcance subjetivo).

1.3. Algunas nociones básicas sobre el contrato de fianza

En relación con su alcance o extensión, la fianza puede ser simple o solidaria. En la fianza simple, el fiador goza de dos derechos que
le permiten diferir o dividir su responsabilidad: los denominados beneficios de excusión y de división. Conforme el primero, el fiador no
puede ser compelido a pagar al acreedor, sin previa excusión de todos los bienes del deudor (Código Civil, artículo 2012); en virtud
del segundo, si son varios fiadores, la deuda se entenderá dividida entre ellos por partes iguales, y no podrá el acreedor exigir a
ninguno de ellos sino la cuota que le corresponda (Código Civil, artículo 2024). El fiador solidario, por su parte, carece de estos dos
derechos. Como cuestión de principio, la fianza civil (es decir, la destinada a garantizar obligaciones civiles) es una fianza simple,
salvo pacto en contrario (Código Civil, artículo 2003). En cambio, cuando tiene por objeto asegurar el cumplimiento de una obligación
mercantil, la fianza es siempre solidaria (Código de Comercio, artículo 480).

En adición a estas dos clases, el Código recepta también la figura del “principal pagador” (Código Civil, artículo 2005): en este caso,
aunque las partes hayan hablado de fianza, “lo que ellas han querido es que la persona que tomaba a su cargo el pago de la deuda
de otro, quedase obligada en una forma directa; de ahí que le sean aplicables las disposiciones relativas a los codeudores solidarios,
siempre de acuerdo con el principio de libertad de las convenciones”.

3. Las posibles soluciones, en el derecho argentino

3.1. Relaciones entre acreedor y fiador

Al analizar la incidencia de los acuerdos arbitrales en la relación que se crea entre acreedor y fiador, habremos de distinguir las
diversas situaciones que pueden darse en función del modo de instrumentación de la fianza, que –como se sabe– puede ser
constituida mediante la inclusión de una cláusula dentro del contrato principal (entendiendo por tal a aquel en el que se pactaron las
obligaciones afianzadas), o mediante un acto separado. Asimismo, dedicaremos un parágrafo especial al caso del “principal
pagador”.

3.1.1. Fianza incluida en el contrato principal

Si el contrato de fianza consiste en una cláusula dentro del mismo contrato principal y éste último contiene una cláusula arbitral, la
solución no ofrece mayores dudas: siendo el instrumento que contiene la cláusula arbitral firmado también por el fiador, ese pacto
alcanza al fiador pues éste, al ser signatario del mismo documento, adhirió o consintió expresamente la jurisdicción arbitral. En tal
hipótesis, “la cláusula de arbitraje prevista [en el contrato principal] ejercerá sus efectos respecto de las partes intervinientes, y tanto
los obligados principales como los subsidiarios tendrán acceso al procedimiento arbitral”.

3.1.2. Fianza instrumentada en forma separada del contrato principal

Si, en cambio, la fianza surge de un documento separado, distinto del instrumento en que se plasmó el contrato principal que contiene
la cláusula arbitral, habrá que atender a la forma en que esté redactado el contrato de fianza. En tal caso, tres son las hipótesis
posibles: que el contrato de fianza contenga una cláusula de jurisdicción judicial; que tenga, también, una cláusula arbitral; o que no
tenga cláusula alguna de jurisdicción.

3.1.2.1. Caso en que el contrato de fianza contiene una cláusula expresa de selección de jurisdicción, a favor de un tribunal judicial

En esta hipótesis, no podrían extenderse los efectos de la cláusula arbitral al fiador contra su voluntad. El fiador no podría ser
obligado por el acreedor a acudir al arbitraje, no sólo porque no es parte del contrato –ni firmante del instrumento donde se estipuló el
arbitraje– sino porque, en su específica
relación con el acreedor, pactó de manera expresa una jurisdicción diferente. El derecho del acreedor a reclamar la prestación
prometida por el deudor surge, respecto del deudor, del contrato principal. Pero su derecho a reclamarla del fiador surge de la
obligación asumida por éste, a través del contrato de fianza. La obligación del fiador, aunque sea accesoria de la que asumió el
deudor principal –y aunque su contenido pueda ser idéntico–, es diferente de aquella, es “otra” obligación. La relación entre acreedor
y fiador, si bien referida a una prestación debida por el deudor, es principalmente regida por el contrato de fianza y, en principio, lo allí
pactado impera en la relación entre ambos.

3.1.2.2. Caso en que el instrumento de la fianza contiene, también, una cláusula arbitral

En esta hipótesis, la duda no radica en la extensión de la jurisdicción arbitral al fiador, porque él también manifestó su expresa
voluntad de someterse a arbitraje. El problema, en todo caso, puede suscitarse respecto de la posibilidad de acumular las acciones
iniciadas por o contra el fiador en el mismo arbitraje en que está tramitando la controversia entre acreedor y deudor.

Como principio, para que una demanda arbitral única contra varios demandados sea posible, deben darse varios requisitos: (i) Los
diferentes instrumentos contractuales que vinculan a las partes deben contener acuerdos arbitrales compatibles; (ii) Estos deben
comprender a todas las partes que se intentan traer al proceso y a todas las materias que se incluyan en el reclamo; (iii) Debe tratarse
de contratos que instrumenten la misma relación jurídica o relaciones jurídicas vinculadas de tal modo que se justifique la tramitación
conjunta de todas las reclamaciones en un único proceso; y (iv) La acumulación debe ser temporáneamente solicitada
El primer requisito consiste en la homogeneidad de las cláusulas arbitrales contenidas en los contratos. Aun si el contrato de fianza
contiene una cláusula arbitral, la acumulación pretendida por alguna de las partes podrá ser objetada por la otra si estas cláusulas son
diferentes, en tanto la pretensión de llevar a un único arbitraje cuestiones que han sido sometidas a distintos regímenes arbitrales
alteraría las condiciones pactadas
El segundo requisito parece verificarse en el caso analizado, dado que todas las partes estarían sometidas a arbitraje y ambos
acuerdos arbitrales comprenderían a las partes que se intentan traer al proceso (acreedor, deudor y fiador) y a todas las materias que
se incluyan en el reclamo (las relativas al vínculo acreedor-deudor y las relativas al vínculo acreedor-fiador).

El tercer requisito es la “conexidad” de los contratos involucrados. El criterio prevaleciente es que la acumulación de acciones (y la
consolidación de procesos arbitrales), es posible siempre que las cuestiones se refieran a la “misma relación jurídica”.
el cuarto requisito alude a la oportunidad para intentar la acumulación de acciones

3.1.2.3. Caso en que el instrumento de la fianza no contiene una cláusula expresa de jurisdicción
, cuando el contrato de fianza no prevé una jurisdicción específica, las acciones que se derivan de él caen dentro de la jurisdicción
arbitral pactada en el contrato principal.

La cláusula arbitral es oponible al fiador, por dos motivos principales. En primer lugar, si bien es cierto que la obligación del fiador no
es “la misma” que tenía el deudor sino una propia, no es menos cierto que la naturaleza accesoria de la suya implica, en alguna
medida, trasladarle las modalidades y características principales que tenía la obligación del deudor, con excepción de los límites o
condiciones que expresamente hubiese convenido el fiador al asumir la propia.

EL CONTRATO DE ARBITRAJE Y SU AUTONOMÍA RESPECTO DEL CONTRATO QUE LO CONTIENE

1.2. El “problema” del compromiso arbitral en la regulación del CPCCN


El Código Procesal concibe al compromiso arbitral como un acuerdo “inevitable”, haya o no existido una cláusula previa que le sirviera
de antecedente. En este esquema, los efectos de la cláusula compromisoria son apenas relativos y, en el mejor de los casos, ella sólo
sirve para obligar a las partes a celebrar el compromiso. Pero sin este último no se producen todos los efectos propios de un pacto
arbitral.
Si bien la inclusión de una cláusula arbitral en un contrato previendo el arbitraje para las controversias que pudieran derivarse de él
importa una renuncia a la jurisdicción estatal y habilita al interesado que fuese demandado ante los tribunales judiciales a oponer la
excepción de incompetencia con base en aquella estipulación, para poder iniciar el procedimiento arbitral es necesario que ella sea
complementada o precisada luego de que los conflictos hayan surgido. A tal efecto, las partes deben suscribir el compromiso arbitral
o, en su defecto, acudir a un tribunal judicial a fin de que éste, a través de una sentencia, dirima sus desinteligencias respecto del
contenido del acuerdo, integre sus vacíos o delimite el elenco de cuestiones que los árbitros deberán resolver.
A ello, precisamente, se dirige la acción judicial prevista en el artículo 742 del CPCCN. Si bien la norma se refiere a la “constitución
del tribunal arbitral”, su objetivo es, en definitiva, obtener la celebración forzada del compromiso arbitral: en caso de discrepancia entre
las partes no solamente deberá requerirse al juez la designación de los árbitros, sino también la fijación de los puntos sobre los que
habrá de pronunciarse el tribunal arbitral y todas las otras las cuestiones que, conforme el artículo 740, deben ser materia del
compromiso.
Del juego de las disposiciones legales mencionadas surge, resumidamente, que la cláusula compromisoria es inhábil para producir la
totalidad de los efectos deseados por las partes, no es autosuficiente y debe ser complementada luego por otro acuerdo, o por una
sentencia judicial. Por un lado, el CPCCN exige que conste en el compromiso la mención expresa y concreta de la materia litigiosa
(artículo 740 inc. 3), lo que no puede hacerse sino una vez que el conflicto ha surgido; y prevé una acción judicial para el supuesto en
que el compromiso no pudiera celebrarse de manera voluntaria (artículo 742). Por el otro, si bien se atribuye a la cláusula
compromisoria el efecto negativo consistente en hacer procedente la excepción de incompetencia para enervar una acción judicial, la
dependencia de la celebración ulterior del compromiso, la necesidad de complementar el sometimiento a arbitraje mediante un nuevo
pacto, convierte a aquella en un mero contrato preliminar o precontrato.
Aunque existen al menos dos circunstancias en que la celebración del compromiso no es requerida, esta exigencia legal ha sido
históricamente fuente de demoras y ha contribuido a que el arbitraje sea visto como un mecanismo ineficiente de resolución de
disputas.

1.3. La nueva regulación del contrato de arbitraje como acuerdo autosuficiente

Recogiendo lo que ya es moneda corriente en la enorme mayoría de las normas comparadas, el artículo 1649 define al contrato de
arbitraje como aquel pacto en el cual las partes deciden someter a la decisión de uno o más árbitros todas o algunas de las
controversias que hayan surgido o puedan surgir entre ellas respecto de una determinada relación jurídica, contractual o no
contractual.

2. El principio de la “separabilidad” o “autonomía” del acuerdo arbitral

El artículo 1653 del Código Civil y Comercial dispone, textualmente, lo que sigue: “El contrato de arbitraje es independiente del
contrato con el que se relaciona. La ineficacia de éste no obsta a la validez del contrato de arbitraje, por lo que los árbitros conservan
su competencia, aun en caso de nulidad de aquél, para determinar los respectivos derechos de las partes y pronunciarse sobre sus
pretensiones y alegaciones”.

2.4. El principio de la separabilidad y el principio kompetenz-kompetenz

El principio de la separabilidad, pensado para que los vicios que afecten el contrato no se trasladen a la cláusula arbitral, se
complementa con el principio kompetenz-kompetenz, cuyo propósito es evitar la sustracción prematura de la jurisdicción de los
árbitros. La relación entre ambos principios, a menudo confundida, merece algunas breves líneas.
El principio kompetenz-kompetenz, en pocas palabras, permite a los árbitros decidir los cuestionamientos que se formulen a su propia
competencia, aunque ellos se funden en la inexistencia o nulidad de la misma cláusula arbitral (y, por supuesto, con más razón
cuando se fundan en la inexistencia o nulidad del contrato que la contiene). El mismo Código Civil y Comercial de la Nación, en el
artículo siguiente al que comentamos, consagra el principio kompetenz-kompetenz, en los siguientes términos: “Excepto estipulación
en contrario, el contrato de arbitraje otorga a los árbitros la atribución para decidir sobre su propia competencia, incluso sobre las
excepciones relativas a la existencia o a la validez del convenio arbitral o cualesquiera otras cuya estimación impida entrar en el fondo
de la controversia” (artículo 1654).
Por aplicación de este principio, son los árbitros quienes deben pronunciarse inicialmente sobre la existencia o validez de la cláusula
arbitral. Y si encuentran que la cláusula es válida, podrán resolver sobre el fondo de la controversia, así esta decisión implique
declarar la nulidad del contrato base. En su correcta formulación, el principio kompetenz-kompetenz manda que los árbitros sean
quienes juzguen inicialmente sobre su competencia, cualquiera sea el argumento en que se base el cuestionamiento (la inexistencia o
invalidez general del contrato o aun de la misma cláusula arbitral en particular). El principio de la separabilidad sirve para que, al
adoptar esa decisión, no tengan que inferir, necesariamente, que la cláusula es inexistente o nula porque el contrato sea inexistente o
nulo.
En otras palabras: con el principio kompetenz-kompetenz se asume, como cuestión de principio, que existe una cláusula arbitral válida
que permite a los árbitros decidir sobre su competencia, ciertamente de manera inicial y ordinariamente sujeto a control judicial. Pero,
obviamente, no significa que siempre deban declararse competentes: sólo asegura que puedan resolver la objeción jurisdiccional, lo
que podrán hacer en uno u otro sentido. Es en esta instancia –al analizar si son o no competentes– cuando cobra virtualidad el
principio de la separabilidad, pues para adoptar esa determinación, los árbitros deberán tomar en cuenta si existe un acuerdo arbitral
válido, lo que implica examinar la causal que se invoca, sea ésta referida en general al contrato o específicamente a la cláusula
arbitral.

4. Conclusión

El artículo 1653 del Código Civil y Comercial, al recoger legislativamente el principio de la separabilidad del acuerdo arbitral, ha venido
a subsanar un notorio vacío legal que, aunque en ocasiones no ha impedido el reconocimiento legal del principio de la separabilidad,
era ostensible.
Lo que, de todas maneras, era posible argumentar por aplicación de los principios y normas generales en materia de contratos, es
ahora derecho positivo. Ya no será necesario recurrir a construcciones doctrinarias ni referencias al derecho comparado para sostener
que la cláusula compromisoria constituye un contrato autónomo dentro de otro contrato y que la suerte de este último –así se invoque
su nulidad, inexistencia, resolución o rescisión– no acarrea necesariamente la invalidez del pacto arbitral, en tanto no se pruebe que el
consentimiento al arbitraje está viciado. Y ya no será posible discutir que la cláusula compromisoria, aunque formalmente inserta en
un cuerpo contractual, constituye una manifestación autónoma de voluntad que tiene fuerza obligatoria por sí misma, con
independencia de la suerte que corra el resto de las estipulaciones del contrato.

EL EFECTO DEL CONCURSO O QUIEBRA DE UNA DE LAS PARTES SOBRE EL ARBITRAJE

1. Los efectos del fuero de atracción en la legislación anterior


la Ley de Concursos y Quiebras contemplaba, como instrumento para garantizar la universalidad del juicio y la pars conditio
creditorum, el denominado “fuero de atracción. La Ley de Concursos y Quiebras de 1972 (texto según Ley 19.551) disponía lo
siguiente: “La apertura del concurso preventivo produce: (1) La suspensión del trámite de los juicios de contenido patrimonial contra el
concursado, salvo los procesos de expropiación y los que se funden en relaciones de familia. Las ejecuciones de garantías prendarias
e hipotecarias pueden deducirse o continuar una vez presentado el pedido de verificación respectivo. Si no se inició la publicación de
edictos o no se presentó la ratificación prevista en los artículos 6 a 8, solamente se suspenden los actos de ejecución forzada; (2) La
radicación ante el juzgado del concurso de todos los juicios suspendidos según el inciso anterior, que tramiten en su misma
jurisdicción judicial; (3) La prohibición de deducir nuevas acciones de contenido patrimonial contra el concursado por causa o título
anterior a la presentación, excepto las que no sean susceptibles de suspensión según el inciso 1; (4) El mantenimiento de las medidas
precautorias trabadas, salvo cuando recaigan sobre bienes necesarios para continuar con el giro ordinario del comercio del
concursado, cuyo levantamiento en todos los casos es decidido por el juez del concurso, previa vista al síndico y al embargante”
(artículo 22).
Con relación a la quiebra, la norma disponía –en general– la suspensión y atracción de los juicios contra el fallido, en los términos
siguientes: “La declaración de quiebra atrae al juzgado en el que ella tramita todas las acciones judiciales iniciadas contra el fallido por
las que se reclamen derechos patrimoniales, salvo los juicios de expropiación, los fundados en relaciones de familia y los laborales en
etapa de conocimiento. El trámite de los juicios atraídos se suspende cuando la sentencia de quiebra del demandado se halle firme;
hasta entonces se prosiguen con el síndico, sin que puedan realizarse actos de ejecución forzada” (artículo 136). Pero también
establecía una regla específica para los contratos que contuviesen una cláusula arbitral: “La declaración de quiebra produce la
inaplicabilidad de las cláusulas compromisorias pactadas con el deudor, salvo que antes de dictada la sentencia se hubiere
constituido el tribunal de árbitros o arbitradores. El juez puede autorizar al síndico para que en casos particulares pacte la cláusula
compromisoria o admita la formación de tribunal de árbitros o arbitradores” (artículo 138).
Como se ve, en la legislación concursal de 1972, la única previsión legal que contemplaba los efectos de los juicios universales sobre
las cláusulas arbitrales era el artículo 138, referido a la quiebra. No existía norma alguna similar a ésta para el caso de concurso
preventivo.

1.2. La Ley 24.522

La reforma de 1995 mantuvo, en general, estos mismos criterios.


Para el caso del concurso preventivo, la Ley de Concursos (según ley 24.522), disponía: “La apertura del concurso preventivo
produce: (1) La radicación ante el Juez del concurso de todos los juicios de contenido patrimonial contra el concursado. El actor podrá
optar por pretender verificar su crédito conforme a lo dispuesto en los artículos 32 y concordantes, o por continuar el trámite de los
procesos de conocimiento hasta el dictado de la sentencia, lo que estará a cargo del Juez del concurso, valiendo la misma, en su
caso como pronunciamiento verificatorio. (2) Quedan excluidos de la radicación ante el Juez del concurso los procesos de
expropiación y los que se funden en las relaciones de familia. Las ejecuciones de garantías reales se suspenden, o no podrán
deducirse, hasta tanto se haya presentado el pedido de verificación respectivo; si no se inició la publicación o no se presentó la
ratificación prevista en los artículos 6 a 8, solamente se suspenden los actos de ejecución forzada. (3) La prohibición de deducir
nuevas acciones de contenido patrimonial contra el concursado por causa o título anterior a la presentación, excepto las que no sean
susceptibles de suspensión según el inciso 1” (artículo 21).

Para el caso de la quiebra se mantuvieron las reglas establecidas en la legislación anterior. El artículo 132 de la ley 24.522 establecía:
“La declaración de quiebra atrae al juzgado en el que ella tramita todas las acciones judiciales iniciadas contra el fallido por las que se
reclamen derechos patrimoniales, salvo los juicios de expropiación, y los fundados en relaciones de familia. El trámite de los juicios
atraídos se suspende cuando la sentencia de quiebra del demandado se halle firme; hasta entonces se prosiguen con el síndico, sin
que puedan realizarse actos de ejecución forzada”. Y, con relación a la subsistencia de la jurisdicción arbitral, el artículo 134 de la ley
24.522 disponía: “La declaración de quiebra produce la inaplicabilidad de las cláusulas compromisorias pactadas con el deudor salvo
que antes de dictada la sentencia se hubiere constituido el tribunal de árbitros o arbitradores. El juez puede autorizar al síndico para
que en casos particulares pacte la cláusula compromisoria o admita la formación de tribunal de árbitros o arbitradores”.
La ley 24.522, en consecuencia, mantuvo la estructura anterior: sólo reguló los efectos de la quiebra sobre las cláusulas arbitrales, no
previendo específicamente cuál era la situación en caso de concurso preventivo. Sobre la base del silencio legal, y la aplicación del
principio general contenido en el artículo 21 de la ley 24.522 (el mismo que, como se vio, contenía el artículo 22 de la ley 19.551),
originalmente se hacía prevalecer la universalidad del concurso y el fuero de atracción.

1.4. La interpretación de la Corte Suprema, en el caso “La Nación c. La Razón”

El punto de partida en este cambio jurisprudencial fue la sentencia dictada en el caso “La Nación c. La Razón”. El caso se originó en
una demanda arbitral promovida por las sociedades S.A. La Nación y Arte Gráfico Editorial Argentina S.A. [colectivamente, La
Nación], ante el Tribunal de Arbitraje General de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires, contra S.A. La Razón Editorial, Emisora,
Financiera, Industrial y Agropecuaria [La Razón]. La demanda arbitral perseguía como objeto la exclusión de La Razón del convenio
de sindicación de acciones que las tres empresas habían suscripto con relación a sus respectivas tenencias de acciones en la
sociedad Papel Prensa S.A., en razón de atribuirle incumplimientos a las obligaciones allí asumidas que justificarían tal sanción. La
competencia arbitral se fundó en la cláusula arbitral contenida en dicho convenio. La Razón dedujo excepción de incompetencia, que
fue rechazada por el Tribunal Arbitral. Adicionalmente, La Razón, que estaba con su concurso preventivo abierto, en trámite ante el
Juzgado Nacional de Primera Instancia en lo Comercial N° 12 de la Capital Federal, también planteó, ante el Juzgado del concurso, la
incompetencia del Tribunal Arbitral por vía de
inhibitoria. El juzgado se declaró competente y libró la solicitud de inhibitoria al Tribunal Arbitral, quien rehusó inhibirse, refirmando su
propia competencia. Así expuesta la contienda de competencia, el caso llegó a la Corte, por ser el tribunal que dirime contiendas de
competencia entre jueces que carecen de un tribunal jerárquicamente común (arg. artículo 24, inciso 7º del decreto-ley 1285/58, texto
según ley 21.708).
Al resolver la contienda de competencia en favor del Tribunal Arbitral, la Corte hizo notar que el artículo 22 de la ley 19.551 debía ser
interpretado “en armonía con las restantes que integran la legislación concursal y con los principios que la informan”; que “es regla de
interpretación de las leyes dar pleno efecto a la intención del legislador, computando la totalidad de sus preceptos, de manera que se
compadezcan con el ordenamiento jurídico restante y con los principios y garantías de la Constitución Nacional”; y que “la exégesis de
la ley requiere la máxima prudencia, cuidando que la inteligencia que se le asigne no pueda llevar a la pérdida de un derecho, o el
apego a la letra no desnaturalice la finalidad que ha inspirado su sanción”. Sobre esa línea argumental, la Corte tomó en cuenta que si
bien la cuestión concreta no estaba resuelta para el concurso preventivo, existía una norma que contemplaba la solución al problema
en el caso de la quiebra: el artículo 138 de la ley 19.551, que determinaba la subsistencia de la cláusula arbitral en caso de quiebra de
una de las partes si el tribunal arbitral estaba constituido. Y razonó que “si esto sucede con el desplazamiento de la competencia
legislado para la falencia –en donde media desapoderamiento del deudor y aquella excepción a las reglas ordinarias de distribución
de la competencia es regulada con todo vigor– no puede sino suceder lo mismo cuando, como en el caso del concurso preventivo, el
concursado conserva la administración de su patrimonio y el fuero de atracción establecido por el artículo 22 inciso 2° de la ley 19.551
es de carácter más limitado. Admitir lo contrario significaría tanto como atribuir al concurso preventivo, respecto de los tribunales
arbitrales, un fuero de atracción que la ley expresamente niega a la quiebra, lo que desnaturalizaría completamente la esencia de
ambos institutos, al reconocer mayor virtualidad atractiva a aquel –el concurso preventivo– que, por definición, menos la tiene”. Con
estos fundamentos, la Corte decidió la contienda de competencia a favor del tribunal arbitral.

2.2. El arbitraje es un juicio de conocimiento

La ley exceptúa del fuero de atracción a los “procesos de conocimiento”. Y el juicio arbitral reviste esta condición: no sólo tiene
naturaleza jurisdiccional, sino también de juicio de conocimiento.
El juicio arbitral es un sustituto de la jurisdicción, en cuya virtud los árbitros tienen la atribución de sustanciar y decidir contiendas no
exclusivamente reservadas al Poder Judicial, por un procedimiento en el que prevalece la libertad de las formas y que reviste carácter
obligatorio cuando las partes lo han convenido. En el mismo sentido, se puso de manifiesto que “el proceso arbitral, pues, es un
equivalente jurisdiccional privado (en el sentido de no estatal) de la jurisdicción judicial o estatal (...) los jueces árbitros y árbitros
arbitradores cumplen una función jurisdiccional, en el sentido de resolver definitivamente y como acto de autoridad, un conflicto al que
son ajenos (...) los jueces arbitrales –lo que incluye por igual a árbitros y a amigables componedores– cumplen una esencialmente
idéntica función jurisdiccional, en el sentido de ‘decidir el derecho’ aplicable a terceros en un caso de conflicto al que ponen definitivo
fin mediante un acto de autoridad”.
El arbitraje “es jurisdiccional por su función y por la especial eficacia que el derecho otorga a sus efectos” ya que “los árbitros realizan
funciones materialmente jurisdiccionales”. Como se explicó: “No me parece dudoso que tal [jurisdiccional] sea el carácter de la
actividad arbitral, pues la función jurisdiccional consiste, esencialmente, en la determinación, con fuerza de cosa juzgada, del derecho
controvertido entre las partes, característica de la cual se halla investida la actuación arbitral.
Siendo, entonces, que el arbitraje produce una actuación de naturaleza jurisdiccional, en cabeza de jueces privados, cabe examinar
por qué consideramos que se trata de un proceso de conocimiento.
La nota distintiva de los juicios de conocimiento es que a través de ellos se procura la búsqueda de certeza –es decir, eliminar las
dudas respecto de la existencia, alcance, sentido o efectos de una determinada situación fáctica interpretada a la luz de la normativa
aplicable–, que se logra con el dictado de una sentencia de mérito. Ello con independencia de que la pretensión de conocimiento sea
meramente declarativa, constitutiva de una relación o estado jurídico, o de condena. Lo que diferencia a los juicios de conocimiento de
sus opuestos, los juicios ejecutivos, es que en los primeros el análisis de los aspectos fácticos y jurídicos del conflicto es –por regla–
pleno.

2.3. El concepto de “juicio en trámite” en materia arbitral

Se ha interpretado que hay juicio “en trámite” a partir de que se presenta la demanda ante los tribunales, sea en la mesa general de
asignaciones o directamente en el juzgado, y aunque ella no esté notificada, ni se hubiera trabado la litis: “basta con que la demanda
se encuentre promovida, inclusive si lo fuera ante juez incompetente y en forma defectuosa”.
Dadas las características propias del proceso arbitral, la iniciación del juicio no siempre es clara, pues suelen existir actividades que
preceden a la postulación de las pretensiones del demandante. Genéricamente hablando, el arbitraje se inicia cuando se presenta la
solicitud de arbitraje o la demanda, o el acto procesal equivalente, conforme el procedimiento elegido por las partes. El estado de
“juicio en trámite” dependerá, en definitiva, de los pasos o actos procesales que en cada acuerdo particular o reglamentación
institucional se prevea al respecto, pero en términos generales, la celebración del compromiso arbitral, la deducción de la acción
prevista en el artículo 742 del CPCCN, o la constitución del tribunal arbitral, aunque hayan tenido como propósito hacer posible el
arbitraje, no son sino actos preparatorios y no importan la iniciación del juicio.
En ese orden de ideas, debe señalarse que la eventual suspensión del juicio arbitral ya iniciado no impide al acreedor el ejercicio de la
opción. Un juicio arbitral, como uno judicial, puede suspenderse temporariamente por distintas situaciones: un caso frecuente es que
lo decidan ambas partes con la finalidad de evitar gastos y trámites procesales mientras están explorando las posibilidades de lograr
un acuerdo conciliatorio. Entendemos que un juicio arbitral suspendido satisface igualmente el requisito de la ley, pues esa
suspensión de los actos procesales no impide considerar que aquel está tramitándose.

5. El sometimiento a arbitraje, luego de la apertura del concurso o de la declaración de quiebra

La Ley de Concursos prevé la solución sólo para el caso de la quiebra, en dos normas que no han sido modificadas por la ley 26.086.
El artículo 134, luego de sentar el principio de la subsistencia de la jurisdicción arbitral si el tribunal ya estuviere constituido al dictarse
la sentencia de quiebra, en el párrafo segundo establece que “el juez puede autorizar al síndico para que en casos particulares pacte
la cláusula compromisoria o admita la formación de tribunal de árbitros o arbitradores”. El artículo 182, que obliga al síndico a procurar
el cobro de los créditos adeudados al fallido y a iniciar los juicios necesarios para su percepción y para la defensa de los intereses del
concurso, en el párrafo segundo, específicamente establece que “se requiere autorización del juez para transigir, otorgar quitas,
esperas, novaciones o comprometer en árbitros”. Por su ubicación metodológica, es dable asumir que el primero alude a la hipótesis
de que el fallido deba asumir el rol de demandado en el juicio arbitral, mientras que el segundo prevé la situación de la quiebra como
parte actora en el arbitraje.

De todas maneras, la solución es la misma: cualquiera sea la posición procesal que luego adopte el fallido, el juez puede autorizar al
síndico a pactar el arbitraje para resolver conflictos que lo involucren. Es claro, en consecuencia, que –mediando autorización
judicial– el síndico puede convenir el sometimiento a juicio de árbitros o admitir la formación de tribunal de árbitros o arbitradores,
tanto para resolver conflictos con un acreedor, como para perseguir el cobro de los créditos del fallido.

6. Conclusiones

La relación entre el arbitraje y los procesos falenciales es universalmente problemática, a partir de la tensión que se produce entre la
descentralización propia del primero y la centralización inherente a los segundos.
Sin embargo, la legislación argentina es razonablemente clara en ese aspecto y proyecta una coexistencia armónica que, en general,
respeta la naturaleza y esencia de ambos. Por un lado, especialmente la ley 26.086, atenúa de manera ostensible el fuero de
atracción que el concurso o la quiebra producen sobre las acciones individuales de los acreedores contra el concursado o fallido; por
el otro, reserva al juez del proceso universal la determinación de los efectos que el laudo tendrá sobre el patrimonio del insolvente.

Lo primero refuerza la autonomía de la voluntad de las partes y el principio pacta sunt servanda en relación con la jurisdicción
convenida entre acreedor y deudor al establecer la relación jurídica que los unió. En la medida que no es estrictamente necesario que
los derechos del acreedor respecto del deudor sean determinados por el juez concursal, se propicia el mantenimiento de la vía
prevista por aquellos para juzgar sus controversias. De ese modo, se evita imponer al acreedor un sacrificio adicional al que, por sí
solo, le produce la insolvencia del deudor: si, por efecto del concurso o quiebra, aquel se verá impedido de agredir individualmente el
patrimonio de éste, al menos se le permite conservar la jurisdicción convenida para el juicio de conocimiento a través del cual se
determinará la existencia o la cuantía de su crédito.

Lo segundo aparece como un contrapeso adecuado, que balancea lo que aquello podría tener de riesgoso para el resto de los
acreedores, y satisface la necesidad de mantener los efectos naturales de la concursalidad. Si bien en estos casos la facultad revisora
del juez del concurso debe ponerse en su justo límite, en tanto el crédito ha sido determinado en una sentencia pasada en autoridad
de cosa juzgada, no parece irrazonable que pueda ejercer algún grado mínimo de supervisión, con miras a darle efectos respecto de
los terceros que componen la masa de acreedores del concursado o fallido.

LA CLÁUSULA ARBITRAL Y LA CESIÓN DEL CONTRATO QUE LA CONTIENE

1.1. Concepto y efectos del acuerdo arbitral

El acuerdo o convenio arbitral, denominación comprensiva de las dos modalidades a través de las cuales se puede pactar el arbitraje
(cláusula compromisoria y compromiso arbitral), implica el sometimiento de las partes a la decisión de los árbitros respecto de
aquellas cuestiones que ellas mismas han identificado como la materia a resolver en el juicio arbitral. Las partes convienen allí que
ciertas cuestiones serán resueltas por árbitros, en lugar de ser decididas por los tribunales judiciales. Al pactar de ese modo, las
partes: (i) Renuncian a que esas cuestiones sean decididas por los tribunales de justicia; y (ii) Le asignan funciones y facultades
jurisdiccionales a particulares (los árbitros).
La suscripción de dicho acuerdo, en consecuencia, acarrea dos efectos principales que denominaremos, respectivamente, “negativo”
y “positivo”.
Por el efecto negativo del acuerdo arbitral, los jueces estatales son incompetentes para intervenir en la resolución de aquellos
conflictos que hayan sido sometidos a arbitraje. Si alguna de las partes iniciara una acción judicial relacionada con dichas cuestiones,
la otra parte podrá plantear la incompetencia del tribunal judicial, sobre la base de que su jurisdicción ha sido renunciada. El efecto
positivo consiste en atribuir jurisdicción a los árbitros a fin de que ellos resuelvan las controversias que se les someten, incluyendo la
facultad de decidir sobre su propia competencia.
En suma: el acuerdo arbitral produce el efecto de sustraer cierta categoría de litigios de la jurisdicción de los jueces ordinarios ya que,
por imperio de la voluntad de ambas partes, se sustituye la jurisdicción estatal por una privada. Suscitado un diferendo respecto de
alguno de los asuntos que se consideren incluidos en la cláusula, ya no existe para las partes la libertad de optar por accionar en la
justicia ordinaria. Quedan obligados a solucionarlo por la vía arbitral, salvo que exista un nuevo acuerdo –expreso o tácito– a través
del cual se renuncie al arbitraje.

1.3. Límites de la jurisdicción de los árbitros

Para determinar el alcance de la jurisdicción arbitral en un caso dado, es necesario efectuar un doble análisis sucesivo: en primer
lugar, sobre la validez de la cláusula arbitral; en segundo lugar –y en caso afirmativo respecto de la anterior– sobre el alcance de esa
estipulación. En ambos casos, el análisis debe hacerse tanto en el aspecto subjetivo como material. En otras palabras: para que un
arbitraje pueda llevarse a cabo, respecto de determinadas materias y personas, debe examinarse el acuerdo arbitral y verificarse
varios presupuestos. Este acuerdo debe ser: (i) Válido en sentido material: las cuestiones sobre las que versa el arbitraje deben
referirse a derechos que podían, legalmente, someterse a arbitraje (arbitrabilidad objetiva); (ii) Válido en sentido personal: las
personas que otorgaron el acto deben haber tenido capacidad para someterse a juicio de árbitros (arbitrabilidad subjetiva); (iv)
Obligatorio en sentido material: debe haber identidad entre las cuestiones que se someten o proponen someterse a arbitraje y
aquellas para las cuales el arbitraje se pactó (alcance objetivo); y (v) Obligatorio en sentido personal: debe haber identidad entre
quienes sean o vayan a ser parte en el arbitraje y quienes han sido parte en el acuerdo arbitral (alcance subjetivo).
esta última es la característica que debe ser analizada. Ello por cuanto el acuerdo arbitral tiene naturaleza convencional, y resulta
aplicable a su respecto lo dispuesto en materia de contratos.
1.4. Anticipo de la cuestión a examinar

históricamente no había problemas en reconocer que la cesión de los derechos nacidos de un contrato implicaba la cesión de la
cláusula arbitral en él contenida, pues se entendía que, conforme el principio reconocido en la mayoría de las legislaciones basadas
en el Derecho Romano, la cesión de un derecho comprende todos los derechos accesorios a él, así como las garantías y privilegios,
con la excepción de aquellos considerados intuiti personae. Esto implica que el derecho se cede “tal y como existe”, o sea, con el
contenido, alcance y limitaciones con que lo gozaba el cedente.

Sin embargo, la consagración –jurisprudencial, legislativa y reglamentaria– del principio de la separabilidad de la cláusula arbitral,
plantea algunas situaciones que vale la pena examinar. Si, conforme este principio, la cláusula arbitral contenida en un contrato es
autónoma y no accesoria de éste, cabe preguntarse cuál es su situación cuando el contrato es cedido. ¿Incluye la cesión del contrato
la cláusula arbitral contenida en él? ¿Adquiere el cesionario los derechos y obligaciones nacidas de la cláusula arbitral? ¿Puede la
cláusula arbitral invocarse por o hacerse valer contra el cesionario? El tema presenta múltiples matices. Tanto que, como se ha dicho,
es “uno de los temas más controvertidos en el derecho comparado del arbitraje”.

En una primera aproximación, puede considerarse que, si la cláusula arbitral es un acuerdo autónomo y separable del contrato que la
contiene, es consecuencia de ello que no pueda recurrirse –para considerar transferido el acuerdo arbitral en caso de cesión– al
principio conforme el cual “lo accesorio sigue la suerte de lo principal”, pues no hay entre ambos pactos una relación principal-
accesorio. Ello así, la conclusión devendría obvia: la cesión de los derechos contenidos en un contrato no necesariamente aparejaría
la transmisión del pacto autónomo que contiene, siendo necesario para ello que exista una expresa cesión del acuerdo arbitral.

Sin embargo, no creemos que esta sea la solución que deba darse al problema en análisis ya que –anticipamos– el principio de la
separabilidad de la cláusula arbitral no puede tener como efecto impedir su transmisión en caso de cesión. Asimismo, advertimos que
–a pesar de la existencia de algunos precedentes jurisprudenciales en tal sentido– la tendencia que parece prevalecer es la contraria.

3. Conclusiones

3.1. Reflexiones finales

Como puede observarse de la reseña precedente, es mayoritaria la tendencia a considerar que la cláusula arbitral se transmite, junto
con el resto de las estipulaciones del contrato, cuando los derechos y/o las obligaciones nacidas de éste han sido cedidas.

Sin embargo, creemos importante subrayar dos cuestiones. Por un lado, esta solución no es absolutamente pacífica, como lo
demuestra la existencia de algunos fallos en los cuales se ha resuelto en sentido contrario. Por el otro, el razonamiento que
usualmente sustenta la transmisibilidad de la cláusula arbitral es peligrosamente contradictorio o, cuanto menos, insuficiente.

En efecto: para justificar la transmisión de la cláusula arbitral generalmente se alude a su condición de “accesoria”. Pero, a la luz del
principio de la separabilidad del acuerdo arbitral, esa condición no es tan fácilmente predicable.

Lo que proponemos aquí es una nueva mirada sobre la interacción que se produce entre la cláusula arbitral y el contrato en el cual
está contenida. Nuestro punto de vista, creemos, permite avalar la transmisión de la cláusula arbitral (esta es, al fin y al cabo, la única
solución satisfactoria, pues no es razonable que el cesionario reciba los derechos y/o las obligaciones sustantivas nacidas del
contrato, desprovistas del mecanismo de solución de controversias originalmente convenido), sin contradecir el principio de la
separabilidad del acuerdo arbitral (principio que, sin dudas, ha representado un fenomenal avance en la regulación legal del arbitraje).

3.2. Nuestra opinión

El principio de la separabilidad, tal como algunos lo interpretan, ha causado, sin proponérselo, un problema en la significación de los
efectos de la cláusula arbitral en caso de cesión del contrato: ¿cómo sostener la transmisión implícita del acuerdo arbitral
conjuntamente con la cesión del contrato si aquel tiene existencia autónoma y separable de éste? La falta de respuesta satisfactoria a
este interrogante ha llevado a algunos tribunales –como la Corte de Casación italiana– a sostener la imposibilidad del cesionario de
invocar contra el deudor cedido los efectos de una cláusula arbitral que, por ser autónoma, no ha sido necesariamente transmitida al
cederse el contrato que la contiene.

Para evitar esta solución –notoriamente inconveniente e ilógica– se ha intentado razonar que el principio de la separabilidad no tiene
un efecto absoluto sino relativo, limitado a las cuestiones patológicas del contrato, no aplicándose para resolver los problemas
derivados de la circulación del contrato. Así se ha dicho, por ejemplo, que se trata de un principio cuyo propósito es evitar la supresión
de la jurisdicción arbitral por cuestionamientos a la validez o existencia del contrato y tiende a asegurar el recurso al arbitraje, por lo
que no puede servir para impedir que el acuerdo arbitral se transmita conjuntamente con el contrato ni es incompatible con la cesión;
que fue desarrollado para asegurar una fluida iniciación del proceso arbitral, mientras que la idea de la supervivencia de la cláusula
arbitral fue concebida para asegurar una fluida conclusión del arbitraje; y que el principio en cuestión se limita a conferir a los árbitros
la potestad de decidir sobre la validez y existencia de la cláusula arbitral, por lo que, si sirve para justificar la jurisdicción arbitral sobre
esos requisitos, debería servir también para justificar su jurisdicción sobre la transferencia misma.
Creemos, sin embargo, que la solución al problema debe encontrarse en otra línea de razonamiento. Como cuestión previa, es
necesario formular algunas precisiones terminológicas.
En primer lugar: aunque adoptada doctrinaria y legislativamente, consideramos que la expresión “cesión del contrato” es una locución
técnicamente impropia. Si bien, como categoría conceptual diferenciada, esta noción encuentra importantes adeptos, nos parece que
ello sólo es aceptable por comodidad lingüística, pues en estricto rigor, no se cede “el contrato”, sino los derechos y/o las obligaciones
que de él emergen. La expresión, en suma, se utiliza para aludir al supuesto en que se transfiere “en bloque” la totalidad de los
derechos y obligaciones nacidos de un contrato, es decir, cuando se trasmiten créditos y deudas unidos y ligados a la situación
jurídica que tenía el transmitente hacia un tercero, lo que produce la transmisión de la posición contractual de uno de los contratantes
a un tercero.
En segundo lugar, la cesión es un contrato que se celebra entre cedente y cesionario, y se perfecciona con el consentimiento de
ambos; el cedido no es parte en él, ni se requiere su consentimiento, aunque cuando lo transmitido es un crédito, el deudor cedido
debe ser notificado a efectos de su oponibilidad (artículo 1459, Código Civil).
En tercer lugar, aunque el Código argentino alude a la cesión de créditos, debe entenderse que tales reglas se aplican a cualquier
género de derechos personales, comprendiendo no sólo a los créditos, sino a las deudas y a los derechos patrimoniales en general.
En cualquier caso, es claro que cuando lo que se cede no es un derecho sino una obligación, se produce un cambio de deudor,
dejando inmutable a la obligación misma y a la causa económica del derecho del acreedor.
En cuanto al alcance de la cesión, el Código Civil argentino aclara que “la cesión comprende por sí la fuerza ejecutiva del título que
comprueba el crédito, si éste la tuviere, aunque la cesión estuviese bajo firma privada, y todos los derechos accesorios, como la
fianza, hipoteca, prenda, los intereses vencidos y los privilegios del crédito que no fuesen meramente personales, con la facultad de
ejercer, que nace del crédito que existía” (artículo 1458).
Esto implica que el derecho se cede con el contenido, alcance y limitaciones con que lo gozaba el cedente. Por un lado, es obvio que
la enumeración que el artículo 1458 hace de los derechos accesorios que se consideran comprendidos en la cesión es simplemente
ejemplificativa, y no agota el repertorio completo de aquello que se transmite. Del mismo modo, aunque la norma no lo aclare, es
obvio que también pasan al cesionario las restricciones, cargas y vicios del derecho cedido, puesto que conforme el principio nemo
plus iuris, nadie puede transferir un derecho mejor ni más extenso del que posee (artículo 3270, Código Civil). En concreto, el
cesionario ocupa el mismo lugar del cedente, toda vez que la transmisión convenida entre ellos no mejora ni perjudica al deudor
cedido.
Encontramos en los principios y normas mencionados, varias líneas argumentales que, por distintas vías, conducen a una unívoca
conclusión: salvo pacto expreso en contrario, en caso de cesión “del contrato”, la cláusula arbitral contenida en él debe considerarse
transmitida, pasando a ser el cesionario el titular tanto del derecho como de la obligación de resolver los conflictos nacidos del
contrato por la vía del arbitraje. Esta misma solución se aplica al caso en que la cesión recae sobre ciertos derechos o sobre ciertas
obligaciones, sin involucrar la íntegra posición contractual de uno de los contratantes originarios.
El acuerdo arbitral, como se explicó, engendra para las partes el derecho a recurrir al arbitraje. Ese acuerdo, cuando se celebra bajo
la forma de una cláusula contenida en otro contrato, no es un accesorio, sino una parte de él. Si una de las partes cede “el contrato”,
lo que está transfiriendo es la totalidad de los derechos y las obligaciones que de él nacen, lo que –como se vio– implica trasladar a
un tercero la situación jurídica o la posición contractual que tenía en el contrato. Es obvio, pues, que los derechos y obligaciones
nacidos del acuerdo arbitral forman parte del conjunto de los que se transmiten al cesionario. No parece discutible que, al aceptar la
transmisión del conjunto de los derechos y obligaciones nacidas del contrato, el cesionario está al mismo tiempo aceptando la
transmisión de la cláusula arbitral, que –aunque separable– es un acuerdo que forma parte de aquel.
Toda vez que los derechos tienen como inexorable reverso una obligación, el acuerdo arbitral engendra también la obligación de
recurrir al arbitraje. Pero, además, hace nacer una obligación de no hacer, consistente en abstenerse de recurrir a los tribunales
judiciales. Bajo esta perspectiva, si la cláusula arbitral impide a las partes acudir a los tribunales judiciales, impone una restricción
que, como vimos, pasa al cesionario. En otras palabras: si las partes originales del contrato renunciaron al derecho de ocurrir a la vía
judicial para resolver las controversias, no es posible sostener que la cláusula arbitral no forma parte de la cesión, porque ello
importaría tanto como decir que el cedente pudo transmitir el derecho a accionar judicialmente, derecho que no puede transmitir –
porque no lo tiene– sin violarse la prohibición del artículo 3270 del Código Civil. Tampoco es posible afirmar, sin quebrantar la lógica
del razonamiento, que el cesionario tiene un derecho de acción judicial propio, cuando los derechos sustantivos que ejercería
mediante esas acciones fueron adquiridos a título derivado y no le son originarios.
La solución no es diferente cuando lo cedido no es “el contrato” en bloque, sino algunos derechos o algunas obligaciones particulares
nacidas de aquel. A estos efectos, es indistinto que lo cedido sea un crédito o una deuda, pues –como se ha dicho– esos son
conceptos que representan dos caras de la misma moneda: siempre que hay un derecho creditorio, del otro lado habrá una
obligación; toda vez que alguien tiene un derecho a recibir una prestación, habrá alguien que tiene el correlativo deber de ejecutar esa
misma prestación.
El fundamento de ello es que todo derecho sustantivo lleva “adherido” el derecho de acción. Más allá de las diferentes teorías que se
han elaborado para definir la noción de “acción” y su vinculación con el “derecho” que se reclama –tema que ha sido objeto de arduo
debate entre los procesalistas–, en términos sencillos puede decirse que la acción es el derecho o el poder jurídico que todo
ciudadano tiene de provocar la actuación de un órgano jurisdiccional. Es claro que “derecho” y “acción” son conceptos diferentes que
no pueden identificarse absolutamente, ya que puede haber acción sin derecho. Pero, al contrario, no existe derecho sin acción, ya
que el poder de excitar la jurisdicción es esencial a todo derecho subjetivo, y es a través de la acción que se procura el
reconocimiento en juicio de ese derecho. Aun reconociendo la independencia conceptual entre acción y derecho, no se discute que a
todo derecho subjetivo le corresponde una acción para hacerlo valer en juicio. Lo que se puntualiza es que como el objeto del juicio
es, precisamente, determinar si ese derecho existe o no, debe reconocerse la potestad de accionar en juicio de todo aquel que se
sienta titular de un derecho, potestad que tiene inclusive rango constitucional. La cesión de un derecho implica –salvo pacto en
contrario– la transmisión del derecho cedido en su integridad, y la acción que le corresponde es un aspecto de esa integridad, al ser
una de sus características esenciales.
Si, desde esa perspectiva, el derecho sustantivo creado por el vínculo contractual lleva adosado una acción, conteniendo el contrato
una cláusula arbitral que obliga a las partes a someterse a arbitraje para todas las cuestiones nacidas de aquel, esos derechos tienen
adosada una específica forma de acción, que es parte inescindible de ellos. Esta acción constituye una de las condiciones bajo las
cuales el derecho fue creado y existe, y con esa condición debe ser transferido por aplicación del principio nemo plus iuris. En
consecuencia, dejando a salvo los casos en que ese aspecto es expresamente excluido, la cesión transmite todas las partes del
derecho cedido, incluyendo las acciones que nacen o se derivan de él. Si, como se vio, la potestad de accionar ante la jurisdicción
arbitral es inherente al derecho subjetivo que se cede, éste no podría cederse sin aquella. De otro modo, la cláusula arbitral
devendría abstracta.
Por lo dicho, no encontramos contradicción entre el principio de la separabilidad de la cláusula arbitral y su transmisión en caso de
cesión. Su finalidad no es crear derechos y obligaciones de naturaleza sustancial, sino la de crear derechos y obligaciones de
naturaleza procesal, en tanto es un medio –diferente del previsto genéricamente en el ordenamiento jurídico– para el ejercicio del
derecho de acción. Es, por ello, una estipulación, separable y autónoma del contrato que la contiene. Pero tiene con ese contrato una
conexidad indisputable; tanto que el derecho de acción al que se refiere es el que corresponde a los derechos sustanciales nacidos de
ese contrato. Puede sobrevivir a las vicisitudes que afecten a los derechos sustanciales porque no es un accesorio de éstos, sino una
regulación especial del derecho de acción. Y este derecho de acción también sobrevive o existe con total independencia de la suerte
que corran los derechos sustanciales. Como se vio, existe el derecho de acción por el solo hecho de que un sujeto “crea ser” titular de
un derecho sustantivo, y su potestad de acudir al órgano jurisdiccional competente no se ve afectada por la invalidez o inexistencia del
derecho que invoca. En otras palabras, existe el derecho de accionar de quien se considera titular de un derecho sustantivo, aunque
no lo sea o aunque ese derecho sustantivo no exista o nunca haya existido, cuestión que será, precisamente, objeto de juzgamiento
en la instancia que se abre como consecuencia del ejercicio del derecho de acción.
Es por ello que la cláusula arbitral, en tanto regulatoria de ese derecho de acción, tiene existencia independiente del derecho
sustantivo al que se refiere. Y es por eso mismo que se transmite en caso de cesión. La cláusula arbitral es una modalidad del
derecho de acción, derecho que se transmite conjuntamente con el derecho sustantivo por ser inherente a él. El cesionario adquiere
el derecho de acción con el alcance (con las modalidades) que fue creado por los contratantes originales, recibiendo también
legitimación para actuar en juicio “como hubiese podido hacerlo el cedente”. Ello explica que la sustitución procesal del cedente por el
cesionario pueda darse, inclusive, una vez iniciado el proceso, pues la cesión importa la sustitución de la posición procesal del
cedente, en cuyo lugar el cesionario entra al juicio.
También se satisface la exigencia de un consentimiento respecto del sometimiento a arbitraje: el cedido ya lo había expresado, al ser
uno de los originales otorgantes del convenio arbitral; el cesionario también, pues al celebrar el contrato de cesión con el cedente,
habrá aceptado recibir (incorporar a su patrimonio) los derechos y/o las obligaciones cedidas, tal y como ellas existían, es decir, con la
vía arbitral como forma específica de ejercicio del derecho de acción. Existen, pues, de las partes en cuya cabeza quedan los
derechos y/o las obligaciones luego de la cesión (cedido y cesionario) una manifestación de voluntad respecto del arbitraje, que
constituye un acuerdo o convenio arbitral válido.

3.3. Colofón

Considerar a la cláusula compromisoria transferida en caso de cesión de los derechos y/o las obligaciones nacidas del contrato en el
cual aquella está inserta es la solución más justa, y la única que impide a una de las partes liberarse de la obligación de arbitrar por el
solo expediente de ceder la posición contractual a un tercero. De no transferirse, los pactos arbitrales resultarían fácilmente eludibles.
Encontramos, además, que esa conclusión tiene apoyo en la aplicación de las reglas generales que conforman el derecho de los
contratos. Si el sometimiento a arbitraje es una de las condiciones a cuyo ejercicio están sujetos los derechos y obligaciones
sustantivos nacidos del contrato, es lógico concluir que, transferidos éstos últimos, con ellos se transfieren también los efectos de la
cláusula arbitral, salvo pacto en contrario o prohibición contractual o legal de ceder.

LA INDEPENDENCIA E IMPARCIALIDAD DE LOS ÁRBITROS Y LA BUENA FE PROCESAL DE LAS PARTES

La sentencia en comentario encuentra su antecedente en un arbitraje entre dos sociedades vinculadas por un contrato de
compraventa de trigo. Ante el incumplimiento del comprador (una sociedad italiana) a las obligaciones nacidas del contrato, el
vendedor (una sociedad francesa) inició un proceso arbitral ante la Cámara Arbitral Internacional de París en procura de obtener la
indemnización de los perjuicios ocasionados por el incumplimiento. Luego de dictado un primer laudo que desestimó el reclamo del
vendedor, y durante la instancia de apelación que prevé el reglamento de la Cámara Arbitral, el comprador demandado puso de
manifiesto que “había oído rumores” acerca de ciertas vinculaciones que tendrían los árbitros con las partes. Finalmente, el tribunal
arbitral que conoció del caso en instancia de apelación revocó el primer laudo y condenó al comprador demandado a pagar una
indemnización. Contra este segundo laudo aquel dedujo recurso de nulidad con base en dos de las causales previstas en el Código
Procesal Civil francés: que el tribunal arbitral había sido irregularmente constituido y que no se había respetado la garantía del debido
proceso.

El caso pone en tensión dos cuestiones centrales en materia de arbitraje: por un lado, la necesidad de que los árbitros sean realmente
independientes e imparciales y, por el otro, la conveniencia de no consentir actitudes desleales o maliciosas de las partes tendientes a
entorpecer el proceso o a procurar la anulación de un laudo invocando, tardíamente, actos procesales consentidos.

No es discutible que la independencia e imparcialidad de los árbitros constituyen principios fundamentales del arbitraje. Sobre ellos
se apoya, en gran medida, la credibilidad del sistema mismo, a punto que, en nuestra concepción, nadie que carezca de esas
condiciones puede, con propiedad, ser llamado árbitro. No llama la atención, por ello, que todas las normas legales o reglamentarias
se ocupen de ellas: no sólo sientan una regla general declarativa, sino que avanzan en proveer instrumentos para garantizar que
efectivamente se cumplan (algunos preventivos, otros correctivos y hasta punitivos).

El primer instrumento, de naturaleza preventiva, es el “deber de revelar” que se impone a los árbitros. La Ley Modelo de Arbitraje
Comercial de UNCITRAL, por ejemplo, obliga a los mismos árbitros a revelar “todas las circunstancias que puedan dar lugar a dudas
justificadas acerca de su imparcialidad o independencia” (artículo 12.1); el Reglamento de la CCI va un paso más allá, al exigir que
toda persona propuesta como árbitro, antes de su nombramiento o confirmación, debe suscribir una declaración de aceptación,
disponibilidad, imparcialidad e independencia y dar a conocer por escrito cualesquiera hechos o circunstancias susceptibles, desde el
punto de vista de las partes, de poner en duda su independencia, así como cualquier circunstancia que pudiere dar lugar a dudas
razonables sobre su imparcialidad (artículo 11.2), obligación que se extiende a las circunstancias sobrevinientes: deberá dar a
conocer inmediatamente cualesquiera hechos o circunstancias relativas a su imparcialidad o independencia que pudieren surgir
durante el arbitraje (artículo 11.3). Si se observa con cuidado la fórmula empleada por este reglamento, se aprecia que la exigencia es
mucho mayor que la de revelar todo aquello que objetivamente pueda afectar su desempeño: lo que la norma manda es la revelación
de aquellas circunstancias que, “a los ojos de las partes” sean apenas “susceptibles” de crear una “duda razonable” sobre esas
cualidades.

Ello significa, como señalan las Directrices de la IBA, que las dudas que surjan acerca de si se debe o no revelar algún hecho o
circunstancia deben resolverse a favor de darlo a conocer. Esta regla de interpretación de la obligación de revelar tiene, además de
sustento normativo, justificaciones axiológicas, teleológicas y prácticas. Por un lado, en la medida que las partes dejan en sus manos
la suerte de sus intereses, los árbitros ejercen una misión de estricta confianza; para corresponderla, deben ser absolutamente
transparentes y esforzarse por dar muestras de que son imparciales e independientes; y una de las formas de mostrarlo es descubrir
espontáneamente cualquier situación que, de ser conocida por una parte, podría motivar una afectación o una disminución de aquella
confianza. Por el otro, es razonable exigir al árbitro una generosa revelación de sus vinculaciones preexistentes, debido a la asimetría
de información que existe entre aquel y las partes, y porque de otro modo el derecho de éstas a recusarlo podría ser ilusorio: el
árbitro, quien conoce perfectamente sus vinculaciones con todas las partes y con la materia objeto del arbitraje, debe “nivelar” la
información que aquellas poseen y poner esos datos a su disposición, a efectos de permitirles ejercer el derecho a recusarlo. La
justificación práctica radica en que al árbitro le conviene hacer una revelación completa: primero, quien revela circunstancias
susceptibles de generar alguna duda sobre su imparcialidad o independencia contribuye, con la sola revelación, a despejarla, pues
demuestra una actitud abierta y sincera capaz de erradicar el eventual recelo que una parte podría tener hacia su persona; segundo,
es reconocido que un árbitro que revela ciertos hechos se considera a sí mismo, a pesar de ellos, imparcial e independiente respecto
de las partes y capaz de cumplir a cabalidad con sus deberes; tercero, la revelación tiene efectos “saneadores” porque si las partes
no objetan al árbitro en forma temporánea no podrán hacerlo más adelante y perderán no sólo el derecho a recusarlo en el futuro sino
también el de plantear la nulidad del laudo; y finalmente, no revelar una circunstancia que debió haber revelado expone al árbitro a
ser recusado sólo por no haberlo hecho, aunque el hecho no revelado no fuese susceptible de provocar la recusación, o pone en
riesgo la validez del laudo, en tanto esa omisión podría ser juzgada como un indicio de parcialidad o como una afectación al derecho
de defensa en juicio.

El segundo instrumento que leyes y reglamentos proporcionan como medio correctivo de la independencia e imparcialidad es la
recusación. La Ley Modelo de UNCITRAL prescribe que se puede recusar a un árbitro si existen “circunstancias que den lugar a
dudas justificadas respecto de su imparcialidad o independencia” (artículo 12.2); el Reglamento de la CCI también establece como
causal de recusación la “falta de imparcialidad o independencia” (artículo 14.1). Si bien este es un remedio común al proceso judicial y
al arbitraje, en este último ámbito adquiere una importancia mayor, desde que los laudos son generalmente inapelables. La eventual
parcialidad o falta de independencia de un tribunal judicial tendría, usualmente, alguna vía de reparación a través de los recursos
habilitados contra sus sentencias, cosa que no sucede respecto de árbitros, cuyos laudos no son –en su mayoría– susceptibles de
revisión salvo por las limitadas causales de anulación. Es por ello que las modernas legislaciones y reglamentos contemplan una
causal genérica y amplia, consistente en la existencia de dudas sobre su imparcialidad e independencia, abandonando la antigua e
inadecuada fórmula de replicar, para los árbitros, las mismas causales de recusación que rigen para los jueces estatales.

El tercer instrumento que las normas brindan con el objeto de proteger la integridad del arbitraje, ya de carácter punitivo, consiste en
la inclusión de causales que permiten privar de efectos al laudo en caso de haberse visto afectadas la imparcialidad o la
independencia de un árbitro. Entre las causales de nulidad de un laudo habituales en las legislaciones comparadas, hay dos que
podrían invocarse en estas hipótesis: que la parte no ha podido hacer valer sus derechos o que el tribunal arbitral fue irregularmente
constituido. Estas mismas causales también pueden invocarse, con independencia de la suerte que hubiese corrido el planteo de
nulidad ante los tribunales de la sede del arbitraje, como motivos para oponerse al reconocimiento y ejecución del laudo en cualquier
otro Estado.

La falta de imparcialidad o independencia de un árbitro afecta, por dos vías, la garantía del debido proceso: vulnera la igualdad
procesal y el derecho a ser oído. Un árbitro que, a causa de sus relaciones con las partes o sus abogados o de los prejuicios que
tenga sobre aquellas o sobre la materia que debe decidir, esté teñido de algún favoritismo, indefectiblemente estará faltando a su
deber de tratar a ambas partes con igualdad. Y, frente a un árbitro parcial, de nada vale que una parte tenga el derecho formal de
presentar su caso si aquel a quien esa presentación está destinada ya tiene una decisión tomada frente al asunto. Si el juez carece
de independencia e imparcialidad, en suma, no puede hablarse de un juicio justo.

Esta circunstancia sería, igualmente, capaz de encuadrar en la segunda causal: en tanto independencia e imparcialidad son
condiciones exigidas para ser árbitro (ver, por ejemplo, los ya citados artículos 11.5 de la Ley Modelo de UNCITRAL y 11.1 del
Reglamento de la CCI), la ausencia de esas cualidades conduciría a que el tribunal no se encuentre regularmente constituido o, para
utilizar la expresión contenida en la Ley Modelo y en la Convención de Nueva York, careciendo los árbitros de ellas, la composición
del tribunal arbitral no se habría ajustado al acuerdo entre las partes o a la ley.

Por lo dicho, nadie puede negar la importancia de preservar la integridad del arbitraje ni la lógica de las reglas que comentamos. Sin
embargo, también es exigible a las partes una conducta diligente y leal para con el proceso: lo primero, para averiguar por sí mismas
aquellos antecedentes de los árbitros que sean de dominio público; lo segundo, para deducir la recusación tan pronto conozcan
alguna situación susceptible de provocarla, en lugar de esperar a conocer el resultado del laudo para deducir el recurso de nulidad
invocando alguna de las causales mencionadas. Es por ello que la mayoría de las leyes y reglamentos de arbitraje prevén que la
prosecución del arbitraje, conociendo que no se ha cumplido alguna disposición de la ley o del reglamento o algún requisito del
acuerdo de arbitraje y sin expresar prontamente su objeción, implica una renuncia al derecho a objetar la validez del procedimiento
por esa razón.

Esta regla encuentra sus raíces en el principio nemo contra factum propius venire potest, que tiene su fundamento axiológico en el
principio más general de la buena fe. Y no sólo es aplicable en los regímenes de derecho romano continental –en los cuales se
considera un principio fundamental del derecho comercial internacional– sino también en los del Common Law, a través de la figura
del estoppel. Con base en esta regla, quien haya conocido y consentido una situación susceptible de afectar la independencia e
imparcialidad de un árbitro no sólo no podría plantear luego la recusación, sino tampoco la nulidad del laudo, ni podría invocarse
como causal para resistir la ejecución de un laudo extranjero.

Las escuetas referencias fácticas que surgen del fallo impiden emitir un juicio sobre la solución adoptada por la Corte. Inicialmente
puede causar sorpresa que se haya convalidado un laudo dictado por un tribunal cuyos integrantes tenían vinculaciones profesionales
o comerciales no reveladas con alguna de las partes. Sin embargo, conociendo que los tribunales franceses han sido históricamente
celosos guardianes de la imparcialidad e independencia de los árbitros, es probable que hayan existido en el caso elementos que
llevaron a los jueces al convencimiento de que la demandada conocía –y consintió– las circunstancias que luego invocó como
casuales de anulación.

LA SEDE DEL ARBITRAJE

I.- Introducción

El Código Civil y Comercial de la Nación, que ha introducido un capítulo sobre el “contrato de arbitraje”, establece, entre sus cláusulas
facultativas, que las partes pueden convenir “la sede del arbitraje” (artículo 1658, inc. a).
La elección de la sede o lugar del arbitraje tiene una enorme significación a la hora de pactar el sometimiento a juicio de árbitros, en
especial en arbitrajes internacionales. Sin embargo, la experiencia muestra que las partes suelen prestar a este aspecto menos
atención del que merece: no son pocas las cláusulas en las cuales omiten convenirlo expresamente y, en las que se incluye, la sede
no siempre se escoge con base en los criterios correctos. En el entendimiento de que ello obedece a cierto desconocimiento sobre las
implicancias que la sede tiene sobre el desarrollo del arbitraje, hemos creído conveniente formular algunas breves reflexiones que
sirvan de guía a quienes redactan cláusulas arbitrales.
Para clarificar el tema, explicaremos cuál es el concepto (y cuáles los efectos) de la sede del arbitraje, cómo se determina en
ausencia de pacto expreso, y cuáles son los criterios más relevantes para escogerla.

II.- Concepto y efectos de la sede

Para comprender el significado de “sede” o “lugar” del arbitraje, lo primero que debe decirse es que no se trata de un concepto físico o
geográfico, sino eminentemente jurídico. La elección de un determinado lugar como sede de un arbitraje no implica que allí deban
estar presentes los árbitros o realizarse los actos procesales. Las legislaciones de arbitraje generalmente establecen que el tribunal
arbitral podrá reunirse en cualquier lugar que estime apropiado para celebrar deliberaciones entre sus miembros, para oír a los
testigos, a los peritos o a las partes, o para examinar mercancías u otros bienes o documentos. Los reglamentos también contemplan
esta facultad: el de la Cámara de Comercio Internacional prevé que salvo acuerdo en contrario de las partes, el tribunal arbitral, previa
consulta con aquéllas, podrá celebrar audiencias y reuniones, o deliberar, en cualquier lugar que considere apropiado (artículos 18.2 y
18.3); el de UNCITRAL autoriza a los árbitros a deliberar y reunirse en cualquier lugar que estime oportuno para celebrar audiencias o
con cualquier otro fin (artículo 18).
Dos aclaraciones son importantes en este punto. Por un lado, la elección del lugar donde se realizarán las audiencias o las
deliberaciones del tribunal sí responde –a diferencia de lo que sucede con la determinación de la sede– a razones de conveniencia
geográfica: al decidir dónde se llevarán a cabo las audiencias, por ejemplo, usualmente los árbitros tienen en cuenta el lugar donde se
domicilian los principales sujetos que intervendrán en ella (testigos, peritos, abogados, y los mismos árbitros) de modo de evitar
desplazamientos –y costos– innecesarios. Por el otro, la realización de actos procesales (aun de todos ellos) fuera de la sede del
arbitraje no altera las consecuencias jurídicas que se derivan de ella.
La sede del arbitraje importa, fundamentalmente, la existencia de un vínculo jurídico entre el arbitraje y la jurisdicción –legislativa y
judicial– del país elegido, es decir, un lazo entre la instancia arbitral y un derecho nacional, que no requiere de la existencia de
“operaciones arbitrales” que se cumplan en el territorio de ese Estado, aunque regularmente puedan cumplirse. El sistema jurídico de
ese lugar “sustenta y gobierna el procedimiento y, como parte de esa función, determina la naturaleza y establece el papel de los
tribunales locales nacionales en el arbitraje”.
De ella se derivan ciertas consecuencias legales: la sede (a) determina la competencia de los tribunales judiciales llamados a cumplir
las funciones de apoyo o control sobre el arbitraje; (b) hace aplicable la legislación sobre arbitraje de ese lugar; y (c) atribuye
“nacionalidad” al laudo.
(a) La competencia del Poder Judicial de la sede para los supuestos en que la intervención judicial es admitida

La primera consecuencia que la sede proyecta sobre el arbitraje es que, en principio, son los tribunales de ese lugar quienes tienen
competencia en aquellos casos en que el Poder Judicial debe o puede intervenir. Aunque en las últimas décadas la intervención
judicial en el arbitraje ha sido restringida, existen ciertas funciones que los jueces están llamados a cumplir, algunas veces con la
finalidad de apoyar a los árbitros y otras con la de supervisar sus decisiones. En el esquema legislativo prevaleciente en el mundo, las
normas prevén una nómina limitada y taxativa de supuestos en que la intervención judicial es admisible, supuestos que se reducen a
cooperar en la integración del tribunal arbitral, a prestar su imperium para ejecutar medidas cautelares u otras decisiones de los
árbitros que requieran el auxilio de la fuerza pública, o para ejercer el control que cada legislación admite sobre sus decisiones. En
términos generales, esas funciones son cumplidas por los tribunales de la sede del arbitraje.
El aspecto más relevante de la aplicación de esta regla, en conjunción con la siguiente, es que el laudo está sujeto a supervisión
judicial por los tribunales de la sede, por las vías procesales y por las causales de revisión previstas en su legislación. La existencia
de esta instancia judicial, que se ha denominado “control primario” por oposición al control “secundario” que se produce como
consecuencia del exequatur a que son sometidos los laudos extranjeros, ha sido fuente de acalorados debates. Los problemas que
acarrea la superposición de controles en distintas jurisdicciones judiciales, y la falta de claridad sobre los efectos que las decisiones
de unas tienen sobre las otras, han llevado a proponer distintas vías de solución.
En un extremo, algunos propician la lisa y llana abolición del recurso de nulidad en la sede, dejando a los laudos sujetos sólo al
control del juez de la ejecución: “lo que importa es la ejecución o no del laudo y no tanto su anulabilidad. En estas condiciones, ¿para
qué sirve el recurso de nulidad, sino para retrasar un procedimiento arbitral que debe ser rápido?”. Esta idea se plasmó en 1985 en
Bélgica, que modificó su legislación sobre arbitraje erradicando el recurso de nulidad contra laudos dictados en Bélgica, cuando se
trataba de arbitrajes internacionales con partes no domiciliadas en eses país, y siempre que el laudo no se intentase ejecutar allí. El
experimento, sin embargo, no resultó satisfactorio, y el régimen fue luego reformado en 1998.
En términos que demostraron, luego, ser más aceptables, algunas otras legislaciones adoptaron una variante de esta misma idea: no
eliminar directamente el recurso de nulidad sino permitir que las partes lo renuncien mediante un pacto expreso. Nació originalmente
de la legislación suiza sobre arbitraje internacional (Ley de Derecho Internacional Privado de 1987) y fue luego seguida por la propia
Bélgica, Túnez, Perú, Suecia, Francia y, más recientemente, Colombia. De ese modo, no se elimina el control judicial ni se
“deslocaliza” el arbitraje de la ley procesal de la sede, sino que se permite a las partes definir el grado de ingerencia que otorgan a sus
jueces.
(b) La aplicación de la ley de arbitraje de la sede

La segunda consecuencia de la sede es que, de ordinario, conlleva la aplicación de la ley de arbitraje de ese lugar como “ley procesal”
o lex arbitri.
En efecto, el arbitraje está “controlado” por alguna ley nacional. Aunque no es necesariamente la que rige la sustancia o el fondo del
litigio, ni tampoco la que determina específicamente el tiempo o modo en que los actos procesales deben cumplirse, la lex arbitri
define aspectos de gran importancia: de ella dependen fundamentalmente las condiciones de validez del acuerdo arbitral, la materia
arbitrable, los estándares mínimos de procedimiento tendientes a garantizar el debido proceso, el grado de intervención de los
tribunales judiciales sobre el arbitraje, las cualidades básicas que deben reunir los árbitros, los requisitos de validez del laudo o el
modo y las causas por las cuales un laudo puede recurrirse. Ello porque, si bien existe una amplia zona de libertad contractual para
pactar las reglas de procedimiento, las legislaciones suelen establecer ciertos principios básicos en normas de naturaleza imperativa,
que los árbitros deben respetar para asegurar que el laudo sea válido y ejecutable.
Es generalmente aceptado que las partes pueden estipular la aplicación de una ley procesal diferente de la que rige en la sede del
arbitraje. Pero también se advierte que esta elección puede ocasionar dificultades, porque las normas imperativas de la sede serán
igualmente de aplicación, y los tribunales de la sede que conozcan de algún recurso o sean llamados a cooperar con el arbitraje
podrían rehusarse a aplicar una ley diferente a la suya. Por lo que suele decirse que si la ley procesal de un determinado país es tan
buena que las partes la quieren adoptar, lo mejor que pueden hacer es elegir ese país como sede del arbitraje.
No obstante lo dicho, la sede sigue siendo un factor de conexión suficientemente relevante para derivar de ello, en ausencia de pacto
expreso, la aplicación de la lex arbitri. Es, por un lado, el criterio subsidiario adoptado por la Convención de Nueva York de 1958,
cuyo artículo V.1.d) dispone que podrá denegarse el reconocimiento de un laudo extranjero si el procedimiento arbitral no se ha
ajustado al acuerdo celebrado entre las partes o, en defecto de tal acuerdo “a la ley del país donde se ha efectuado el arbitraje”. Es
también el criterio prevaleciente en las legislaciones de arbitraje, que mayoritariamente definen su ámbito de aplicación a arbitrajes
que tengan sede en ese país. Y, además, es razonable presumir que la elección de la sede es una forma implícita o indirecta de
elegir la ley procesal aplicable.

(c) La “nacionalidad” del laudo

La tercera consecuencia que deriva de la sede es que el laudo se considera dictado en ese lugar. La cuestión reviste una enorme
importancia práctica, por una serie de razones: un laudo es “local” o “extranjero” según el lugar donde se dictó; como en arbitrajes
internacionales los árbitros generalmente tienen residencia en países diferentes y no se reúnen físicamente para firmarlo, determinar
dónde se dictó sobre la base de criterios geográficos es materialmente imposible; y el modo de ejecutar un laudo difiere de manera
sustancial según se trate de laudos locales o extranjeros.
En primer lugar, la Convención de Nueva York dispone que el tratado se aplicará a “las sentencias arbitrales dictadas en el territorio
de un Estado distinto de aquel en que se pide el reconocimiento y la ejecución de dichas sentencias” (artículo I.1). Y, aunque en
algún caso se interpretó que un laudo se considera dictado (made) donde se encuentra el árbitro al momento de firmarlo, el concepto
prevaleciente es que por razones de seguridad jurídica el laudo debe reputarse dictado en el lugar de la sede del arbitraje, con
independencia del lugar físico en que estuviesen los árbitros al firmarlo. Este criterio está hoy plasmado expresamente en normas
legales y reglamentarias: por ejemplo, la Ley Modelo de UNCITRAL, luego de señalar que deben constar en el laudo la fecha y la
sede del arbitraje, señala que “el laudo se considerará dictado en ese lugar” (artículo 31.3); el Reglamento de la CCI dispone que el
laudo “se considerará pronunciado en el lugar de la sede del arbitraje” (artículo 31.3).
Corresponde anotar que la propia Convención de Nueva York introduce, además del puramente territorial, un criterio adicional para
determinar la “extranjería” de un laudo: al definir su ámbito de aplicación, luego de establecer que se aplicará al reconocimiento y la
ejecución de laudos dictados en el territorio de un Estado distinto de aquel en que se pide su reconocimiento y ejecución, prevé que
“se aplicará también a las sentencias arbitrales que no sean consideradas como sentencias nacionales en el Estado en el que se pide
su reconocimiento y ejecución” (artículo I.1). Aunque el primero es el que han determinado como criterio prevaleciente la mayoría de
las normas de derecho comparado, esta segunda opción obedece a la necesidad de contemplar que algunos países puedan
establecer un criterio diferente. De ese modo se logra la incorporación del laudo a un determinado orden jurídico, y se evita que un
mismo Estado permita la acción de nulidad y, además, someta a ese laudo al control del exequatur.
Conviene reiterar, sin embargo, que ésta es una norma de escasa aplicación, dado que casi todos los países han preferido definir el
carácter extranjero de un laudo por el lugar donde fue dictado. Esta es la solución adoptada por el derecho argentino: al ratificar la
Convención de Nueva York la República Argentina hizo la reserva prevista en el artículo I.3, declarando que “aplicará la convención al
reconocimiento y a la ejecución de las sentencias arbitrales dictadas en el territorio de otro Estado contratante únicamente”; y el
artículo 1° del CPCNN dispone que la competencia territorial de los tribunales argentinos puede prorrogarse “a favor de árbitros que
actúen fuera de la República” salvo cuando su jurisdicción sea exclusiva o la prórroga esté prohibida por la ley. Ello implica que, en la
Argentina, son extranjeros los laudos dictados en arbitrajes cuya sede esté en cualquier otro país distinto de la Argentina.

En segundo lugar, es virtualmente inexistente en la práctica del arbitraje internacional –y sería complejo y oneroso– que los árbitros se
desplacen hasta un determinado lugar para firmar el laudo. Aunque en ocasiones suelen reunirse a efectos de deliberar sobre la
decisión, no es razonable suponer que volverán a hacerlo sólo para estampar su firma en el documento, operación que regularmente
se realiza haciendo “circular” el laudo por correo, a efectos de que cada árbitro lo suscriba en el lugar donde se encuentra en ese
momento.
Y todo ello tiene un impacto decisivo en términos prácticos, dado que la ejecución de un laudo “local” está sujeta a reglas muy
diferentes de aquellas previstas para los laudos “extranjeros”. Los laudos dictados en un determinado país se ejecutan en él por vía
de juicios de apremio, con limitadísimas defensas: conforme el CPCCN, el cumplimiento forzado de los laudos dictados en la
Argentina se persigue por el procedimiento de ejecución de sentencias judiciales (artículo 499), siendo solamente admisibles como
defensas las excepciones de falsedad de la ejecutoria, prescripción de la ejecutoria, pago, quita, espera o remisión, fundadas en
hechos posteriores al laudo y acreditables únicamente por las constancias del juicio o por documentos emanados del ejecutante que
se acompañarán al deducirlas, con exclusión de todo otro medio probatorio (artículos 506 y 507). Por el contrario, la ejecución de un
laudo extranjero requiere, antes de pasar a la fase de ejecución propiamente dicha, de un ante-juicio, el exequatur, tendiente a
obtener su reconocimiento, trámite en el cual pueden oponerse una amplia gama de defensas: que las partes estaban sujetas a
alguna incapacidad al celebrar el acuerdo arbitral, que dicho acuerdo no es válido, que la parte contra la cual se invoca el laudo no ha
sido debidamente notificada de la designación del árbitro o del procedimiento de arbitraje o no ha podido, por cualquier otra razón,
hacer valer sus medios de defensa; que el laudo se refiere a un diferendo no previsto en el acuerdo arbitral o contiene decisiones que
exceden de sus términos; que la constitución del tribunal arbitral o el procedimiento arbitral no se han ajustado al acuerdo celebrado
entre las partes o a la ley de la sede del arbitraje; que el laudo no es aún obligatorio para las partes o ha sido anulado o suspendido
por una autoridad judicial competente; que el objeto del diferendo no es susceptible de solución por vía de arbitraje; o que el
reconocimiento o la ejecución de la sentencia serían contrarios al orden público del lugar de la ejecución (artículo V, Convención de
Nueva York).

(d) La importancia de la sede, a la luz de las teorías de la “deslocalización” del arbitraje internacional

No ignoramos que existe una línea de pensamiento doctrinario que tiende a reducir la importancia de la sede del arbitraje. Quienes
propugnan la posibilidad de “deslocalizar” el arbitraje, de liberarlo del sistema jurídico de la sede, razonan que los arbitrajes
internacionales no necesitan estar atados al ordenamiento legal del país designado como sede ni sujetos a la supervisión de sus
tribunales, ya que los efectos vinculantes del laudo no dependen de ese ordenamiento. Consideran que de la elección de un
determinado país como sede del arbitraje no se deriva la intención de las partes de someterse a las leyes de ese país, ni su deseo de
ser fiscalizados por sus autoridades: la obligatoriedad del arbitraje y del laudo radica en la voluntad de las partes, que se
comprometen a aceptar lo que los árbitros decidan, sin necesidad de un sistema legal nacional que le sirva de base, y sus efectos
pueden ser controlados por cualquier ordenamiento legal que sea llamado a reconocer el laudo. Ello no implica que el arbitraje o el
laudo estén absolutamente liberados de cualquier atadura legal, pues de todas maneras deberán ser aceptables para el orden jurídico
del lugar donde se intenten hacer valer sus efectos y estarán sujetos al control de sus tribunales.
En otras palabras, los defensores de la deslocalización argumentan que como el arbitraje nace de un contrato (al fin y al cabo, un acto
privado), el laudo dictado en su consecuencia es igualmente un acto privado, cuyos efectos no son fruto del reconocimiento de la ley
de la sede sino del conjunto de todos los ordenamientos jurídicos que eventualmente pueden tener que reconocer su eficacia; por lo
que si bien el juez de la sede puede estar interesado en controlar las “operaciones materiales” del proceso arbitral, su interés en
controlar la validez del laudo es puramente teórico cuando éste no va a ejecutarse en este Estado. El arbitraje sería, de esta forma,
sustraído del marco estatal de la sede, para depender únicamente de normas autónomas que constituirían un verdadero
ordenamiento jurídico internacional.

No obstante lo dicho, aunque sigue siendo un tema de gran debate en la comunidad jurídica internacional, aunque se postule la
necesidad de revisar la significación que debería darse a la sede del arbitraje, y aunque en algún punto pueda verse debilitada, todo
parece indicar que la actividad arbitral internacional no puede, todavía, desvincularse completamente de la actividad legislativa y
jurisdiccional del Estado donde se desarrolla. Y, aun con los reparos teóricos que pueda suscitar, la sede del arbitraje sigue siendo un
factor determinante para atribuir competencia a los tribunales judiciales llamados a cumplir las funciones de apoyo o control sobre el
arbitraje, un punto de conexión relevante para establecer la ley procesal aplicable y un elemento clave para atribuir “nacionalidad” al
laudo que se dicte.
Por ello, la sede es un aspecto a considerar cuidadosamente al pactar el sometimiento a arbitraje. Sin perjuicio de la importancia de
otros aspectos claves (como el derecho de fondo aplicable, las reglas de procedimiento o el idioma) la designación de la sede del
arbitraje es quizás “el punto de negociación más esencial en un acuerdo arbitral”.

III.- Determinación de la sede del arbitraje

Teniendo en cuenta los importantes efectos que se derivan de la elección de la sede del arbitraje, es importante precisar de qué modo
se fija. Ello implica no solamente revisar quién lo hace, sino también cuáles son los criterios relevantes a tomar en consideración para
ello.

(a) Quién fija la sede del arbitraje

La forma natural, y más frecuente, de determinar la sede del arbitraje es un pacto expreso entre las partes. Este acuerdo
generalmente forma parte de la misma cláusula arbitral, aunque nada obsta a que sea acordado ulteriormente. De todas maneras,
debe subrayarse que la omisión de convenir la sede no afecta la validez y ejecutabilidad del acuerdo arbitral: aunque es conveniente
hacerlo, una cláusula arbitral es perfectamente válida y operativa, aun cuando las partes no indiquen un preciso lugar como sede del
arbitraje. Ello por cuanto, en defecto de acuerdo, existen reglas para fijarlo.
En aquellos casos en que las partes no pactaron la sede, la solución debe buscarse, en primer lugar, en las normas del reglamento al
que aquellas se hubiesen sometido, que prevalecen sobre las disposiciones legales. Recuérdese que “acuerdo entre las partes”
significa no solamente una estipulación expresa contenida en el acuerdo arbitral sino también las disposiciones del reglamento que
hubiesen convenido aplicar, y que esas normas reglamentarias deben ser interpretadas como un expreso acuerdo de voluntades. La
mayoría de los reglamentos contempla cómo se determina, en ausencia de pacto expreso, la sede del arbitraje: en algunos casos la
fija la misma institución; en otros, los árbitros; y en algunos lo hace directamente el propio reglamento, generalmente en el lugar
asiento del Centro de Arbitraje de que se trate.

No habiendo pacto expreso ni remisión a normas reglamentarias, las legislaciones de arbitraje facultan a los árbitros a fijar la sede.

(b) Qué debe tomarse en cuenta para escoger la sede del arbitraje

Se dice que la cláusula arbitral suele ser una de las estipulaciones de un contrato que menos se discuten o negocian, o se lo hace sin
la meditación y el cuidado que requiere por la importancia que tiene. No es de extrañar, por ello, que en la práctica se vean cláusulas
“patológicas”, que dificultan –sino impiden– el recurso al arbitraje, o que crean problemas al intentar ponerlas en ejecución. Y,
respecto del tema que nos ocupa aquí, no son pocos los acuerdos arbitrales en los cuales se advierte que la sede del arbitraje fue
seleccionada ponderando factores irrelevantes y obviando considerar aquellos que son los que verdaderamente importan.

Un contrato internacional casi siempre involucra partes de nacionalidades diversas o domiciliadas en lugares distintos. Es razonable
que ninguna de ellas quiera que la sede del arbitraje sea el país de donde proviene o donde reside su contraparte, y que opten por
algún lugar neutral. Lo que no parece razonable es que prevalezca la cercanía geográfica de la sede del arbitraje a sus respectivos
domicilios. Aunque puede tener alguna importancia, este es un criterio secundario, porque si bien es cierto que muchas veces las
audiencias se llevan a cabo en el lugar de la sede del arbitraje, hemos dicho ya que es posible desarrollar un arbitraje sin que se
realice, en ese lugar, ningún acto procesal.
Por lo tanto, más que su proximidad o accesibilidad, deben mirarse dos elementos principales: la legislación de arbitraje que rige en
ese lugar y su Poder Judicial. En cuanto al primero, es importante cerciorarse de que las normas reconozcan al arbitraje un razonable
grado de autonomía, de modo que el proceso pueda desarrollarse sin mayores interferencias judiciales. Conviene localizar
jurídicamente el arbitraje en un país cuya legislación contemple los modernos principios y reglas en materia de arbitraje. Para ello, un
indicador eficiente es cotejar esa legislación con la Ley Modelo de UNCITRAL: este modelo de ley es fruto de la discusión de
importantes actores vinculados al arbitraje provenientes de todo el mundo, ha tenido generalizada aceptación en la comunidad
arbitral internacional, y se reconoce que brinda una respuesta apropiada y equilibrada a los desafíos que presenta el arbitraje. En
relación con el segundo, debe buscarse un lugar cuyos tribunales judiciales sean institucionalmente confiables, que –más allá del
lógico control que deben ejercer– exhiban antecedentes de respeto al ámbito de la jurisdicción y a las decisiones de los árbitros y que,
como mínimo, no sean manifiestamente hostiles hacia el arbitraje.
Otro aspecto a considerar es la ejecutabilidad del laudo que vaya a dictarse. Es cierto que no siempre es posible prever el lugar donde
presumiblemente el laudo habría de ser ejecutado. Pero, si una parte sólo tiene bienes en un país, aun cuando sea el de su domicilio,
es posible que la parte contraria esté dispuesta a resignar la neutralidad de la sede a cambio de tener, en caso de ganar, un laudo
“local” cuya ejecución es más expedita que la de un laudo extranjero. Dejando de lado esa especial situación, en muchos casos es
altamente probable que el laudo deba ejecutarse en un Estado distinto de la sede. Como la Convención de Nueva York, el tratado que
ha cambiado los paradigmas en materia de reconocimiento y ejecución de laudos extranjeros y que ha facilitado enormemente su
circulación internacional, opera generalmente a base de reciprocidad, debe verificarse que el país sede del arbitraje haya ratificado
esa convención, de modo que ella aplique al pretender hacer valer el laudo en otra jurisdicción.
Es igualmente útil, en términos prácticos, que el idioma oficial de la sede se corresponda con el idioma escogido por las partes para
llevar a cabo el arbitraje. Como señalamos, los tribunales de la sede ejercen el control “primario” sobre el laudo, mediante los recursos
(usualmente sólo nulidad) previstos en su legislación. Si el idioma en que el laudo fue redactado es distinto del de la sede, habrá que
proveer una traducción oficial a efectos de recurrirlo ante el Poder Judicial de ese país, lo que implica costos adicionales y problemas
derivados de las posibles diferencias entre una y otra versión.
Finalmente, conviene tener en cuenta que no todos los países tienen la misma estructura político-legal. Cuando se trata de Estados
federales, la designación de un “país” como sede acarrea el problema de determinar en qué jurisdicción de ese Estado el arbitraje
tiene sede, con las consiguientes dificultades para determinar qué legislación de arbitraje aplica o cuáles son los tribunales judiciales
competentes para intervenir. Es preferible, para evitar estas dificultades, fijar la sede en una determinada ciudad.

IV.- Conclusión

El acuerdo de resolución de disputas es una estipulación clave en cualquier contrato. Definir convencionalmente cómo se dirimirán las
controversias que puedan surgir de él permite generar certidumbre en el momento más crítico de la relación entre las partes. En
contratos internacionales, pactar el sometimiento a arbitraje implica descartar cualquier jurisdicción judicial que eventualmente pudiera
corresponder –cuestión no menor habida cuenta que puede haber más de una jurisdicción nacional llamada a intervenir– y soluciona
las dificultades que entraña determinar el juez competente en contextos de internacionalidad. Pero elegir la vía del arbitraje supone,
además, adoptar una serie de decisiones adicionales: ¿arbitraje ad hoc o institucional? (y, en su caso ¿cuál?), ¿arbitraje de derecho o
de equidad? (y, en su caso, ¿cuál es el derecho aplicable?).
Dentro de los aspectos relevantes a examinar al redactar una cláusula arbitral cobra fundamental importancia el de la sede del
arbitraje. No porque de ello dependa el lugar físico donde deberán efectuarse las presentaciones de las partes, actuarse la prueba o
hallarse presentes los árbitros en el acto de la firma del laudo. Sino por las consecuencias jurídicas que se derivan de esa elección: la
aplicación del ordenamiento jurídico que regulará los aspectos fundamentales del procedimiento arbitral, la intervención de los
tribunales judiciales que intervendrán a los fines de cooperar con los árbitros o supervisar sus decisiones y la nacionalidad que tendrá
el laudo que se dicte.
Esas consecuencias son las razones principales que, sin perjuicio de algunas otras, deben guiar a las partes al decidir cuál será la
sede del arbitraje. De esta elección depende, en buena medida, la eficacia del arbitraje. Los criterios que deben prevalecer no son
tanto logísticos –aunque es, también, un aspecto a considerar– sino jurídicos. Al pactar el arbitraje, las partes normalmente pretenden
tener una cierta seguridad de que podrán recurrir en ayuda de los tribunales estatales para solicitar su apoyo, que el control sobre el
arbitraje será limitado, que los árbitros tendrán facultades para dictar medidas cautelares o para actuar con cierta libertad
procedimental y, fundamentalmente, “aspiran a que dichos tribunales contribuyan al impulso y no a la obstaculización del juicio de
árbitros”.
Para que esos objetivos se cumplan, es importante que las partes decidan directamente cuál será la sede. Y es importante que, al
hacerlo, tomen en consideración los tres aspectos más relevantes: la modernidad de su ley de arbitraje, la confiabilidad de sus
tribunales judiciales y la ejecutabilidad extraterritorial del laudo que habrá de dictarse. Adicionalmente, de ser posible, conviene que
sea un lugar neutral respecto de las partes y que resulte logísticamente conveniente para todas ellas.

ORDEN PÚBLICO LÍMITE A ARBITRABILIDAD

La “arbitrabilidad” material

Es sabido que los árbitros ejercen una función esencialmente jurisdiccional. Ello por cuanto, aunque no formen parte del Poder
Judicial, cumplen una función sustancialmente idéntica a la de los jueces estatales: administran justicia, “dicen o declaran el derecho”,
juzgan y resuelven de manera vinculante y definitiva una situación de conflicto, mediante un acto revestido de autoridad. Y es
también sabido que uno de los efectos naturales de un acuerdo arbitral es excluir la intervención de los tribunales judiciales para
resolver las controversias a que él se refiere.
Sin embargo, a diferencia de la jurisdicción de los tribunales judiciales, la de los árbitros es voluntaria y limitada. Y sus límites
provienen de dos órdenes: por un lado, en tanto jurisdicción convencional, depende de un acto de sometimiento de las partes,
generalmente expresado a través de un acuerdo de arbitraje; por el otro, en tanto privada, es una jurisdicción cuyo alcance está
determinado por el ordenamiento jurídico, que restringe la autonomía de la voluntad de las partes, prohibiendo que se sometan a
decisión de árbitros determinadas cuestiones.
El concepto de arbitrabilidad, en su aspecto material, define cuáles son las cuestiones respecto de las cuales puede pactarse el
desplazamiento de la jurisdicción judicial hacia árbitros: la arbitrabilidad es una cualidad de lo que es arbitrable, de lo que “es
susceptible de ser arbitrado”. La arbitrabilidad objetiva es, así, la condición de una disputa que hace posible su sometimiento a
decisión de árbitros, lo cual implica, en suma, que no se trate de aquellas sujetas a jurisdicción exclusiva de los tribunales judiciales;
es el concepto que permite ubicar la frontera que divide la autonomía de la voluntad de las partes para pactar el sometimiento de sus
controversias a arbitraje y la imperativa e irrenunciable jurisdicción del Estado; o, como se ha dicho, el punto donde finaliza la
autonomía de la voluntad y comienza la misión adjudicatoria pública.
Es claro, pues, que no cualquier cuestión litigiosa puede ser resuelta por árbitros: hay algunas que son reservadas al conocimiento
exclusivo de los tribunales judiciales. Y ello depende, fundamentalmente, del ordenamiento jurídico, e involucra una cuestión de
política legislativa: cada país delimita a través de sus leyes qué materias pueden resolverse por arbitraje y cuáles son de competencia
judicial exclusiva. Y lo que se advierte del repaso de las normas de derecho comparado es que no existe ningún país en el cual sea
arbitrable cualquier controversia. Es un entendimiento generalizado que cierto tipo de conflictos deben quedar reservados a los
tribunales judiciales y que, respecto de ellos, no es lícito que las partes los sometan a decisión de árbitros: es frecuente que las
cuestiones relativas a derechos personalísimos nacidos de relaciones de familia, o las penales, no pueden ser decididas por árbitros.
Las legislaciones suelen definir las materias arbitrables estableciendo un criterio general, principalmente sobre la base de la
naturaleza de los derechos involucrados en la controversia. Para ello, recurren a distintas calificaciones: algunas aluden al carácter
patrimonial; otras se refieren a derechos de contenido económico; otras toman el concepto de la transigibilidad; y otras condicionan
la arbitrabilidad a la disponibilidad de los derechos, sea bajo la fórmula de derechos “patrimoniales disponibles”, o con la sola
referencia a su carácter disponible.
Ello permite extraer algunas conclusiones preliminares, necesarias para nuestro análisis: (i) No es discutible que el legislador puede
excluir del elenco de materias arbitrables aquellas que, a su juicio, deban ser inexorablemente resueltas por el Poder Judicial; (ii) Ni
tampoco que el orden público puede jugar en ello un rol importante, como criterio para determinarlas. Por lo que partimos de
reconocer que el orden público puede afectar la arbitrabilidad de una materia. Aunque, como veremos, la afectación no es la que
comúnmente se piensa.
III.- Arbitrabilidad y orden público

El orden público tiene, en general, dos efectos sobre el arbitraje. En una primera fase, puede plantear un problema de arbitrabilidad,
es decir, puede ser un motivo para poner en tela de juicio la validez o ejecutabilidad del acuerdo arbitral celebrado por las partes. En
la fase final opera como uno de los elementos que los tribunales judiciales están autorizados –y obligados– a controlar para reconocer
plenos efectos a lo decidido por los árbitros: la violación al orden público suele ser tanto una causal de nulidad de los laudos, como
una causal que impide el reconocimiento y ejecución de un laudo extranjero. Nos ocuparemos aquí sólo del primer supuesto.
En la práctica, suele objetarse la arbitrabilidad de determinadas cuestiones por invocarse, como aplicables al caso, normas “de orden
público”. Se argumenta que la naturaleza de orden público de una norma implica que su interpretación y aplicación están fuera del
alcance de la jurisdicción de los árbitros y que sus disposiciones sólo pueden ser interpretadas y aplicadas por los magistrados
judiciales.
Esta línea de interpretación, aunque errada, es posible al amparo de cierta ambigüedad terminológica, porque algunas veces de
manera directa y otras utilizando expresiones que lo comprenden o lo presuponen, el orden público aparece como un concepto
susceptible de afectar la arbitrabilidad. A modo de ejemplo, el Código Civil francés dispone que no se pueden comprometer en árbitros
las cuestiones de estado y de capacidad de personas, las relativas al divorcio y la separación de cuerpos o las que interesen a las
colectividades públicas y los establecimientos públicos y, más generalmente, todas las materias que “interesen al orden público” (art.
2060). En el derecho argentino la referencia era indirecta, hasta la sanción del Código Civil y Comercial que, al definir el alcance del
contrato de arbitraje, requiere que se trate de controversias nacidas de una relación jurídica “en la que no se encuentre comprometido
el orden público” (art. 1649).
A nuestro juicio, la cuestión pasa por determinar qué vinculación debe existir entre la controversia y el orden público invocado para
que aquella no sea susceptible de arbitraje. Y anticipamos que procuraremos demostrar que la creencia generalizada, que afirma
genéricamente que las cuestiones que se relacionen con el orden público no pueden ser sometidas a juicio arbitral, carece de base
jurídica. Más allá de la dificultad en definir qué es orden público, sostenemos que el solo hecho de que la controversia involucre
normas imperativas no es razón suficiente para que sea insusceptible de resolverse por arbitraje.
Nos explicamos. El legislador puede señalar determinados contenidos imperativos a las normas que dicta, limitando el derecho de las
partes a disponer de los derechos que consagra. Y puede hacerlo atendiendo al interés general o a determinados intereses
particulares que considera dignos de protección. Aun en el primer caso, la imperatividad es la herramienta de que se vale para tutelar
un interés público, que es la verdadera motivación que inspira la norma. Pero ni las razones de interés general que la origina, ni la
imperatividad que es su consecuencia, son causa suficiente para impedir la arbitrabilidad de las controversias que se vinculen con
ella.
Es cierto que hay materias que no son arbitrables y derechos que no son disponibles. Y, en general, el fundamento de unas y otras es
el orden público. Es también cierto que esos dos caracteres (indisponibilidad del derecho e inarbitrabilidad) tienen alguna vinculación:
se trata de instrumentos que el legislador utiliza para lograr la tutela del interés general que persigue como finalidad de la norma. Pero
son dos instrumentos distintos, que no siempre van de la mano, ni coexisten siempre sobre los mismos derechos. Si bien los derechos
que no son arbitrables regularmente tampoco son disponibles, no es lo mismo a la inversa: no todas las normas de orden público que
consagran derechos indisponibles impiden el sometimiento a arbitraje de las cuestiones vinculadas a ellas.
Ello se explica por el objeto del acuerdo arbitral y por las consecuencias que proyecta, una de las cuales –como se vio– es excluir la
intervención de los tribunales judiciales. Cabe recordar que los derechos sustantivos dan lugar a acciones. La acción –al fin y al cabo,
también un derecho– es un derecho que, aunque unido al sustantivo, es distinto y autónomo de éste. Y el acuerdo arbitral no implica
un acto de disposición del derecho sustantivo creado por el contrato que lo contiene, sino en todo caso, un acto de disposición de la
acción que le corresponde: es un acuerdo de voluntades sobre el modo de ejercer la acción; mediante él las partes disponen del
derecho de acción conviniendo cuál será el tribunal que tendrá competencia para conocer de esa acción o, dicho de otro modo,
pactando ante qué tribunal esa acción deberá ser ejercida.
Existen supuestos en que el poder de disposición de los particulares sobre el derecho de acción es restringido o aun absolutamente
indisponible: hay situaciones en las que las partes no pueden siquiera escoger el tribunal ante el cual deberá ejercerse. Y ello
obedece, en términos generales, a razones de interés general, que llevan al legislador a establecer, en forma imperativa, la
competencia improrrogable de un tribunal determinado. Pero ello no sucede sólo porque (ni siempre que) el derecho sustantivo sea
indisponible. El derecho de acción puede ser indisponible, pero ello sucederá cuando el legislador prohíba los pactos sobre el modo
de ejercerlo.
En general, son acciones disponibles las nacidas de derechos sustantivos también disponibles. En este caso, la disponibilidad de la
acción es consecuencia de la disponibilidad del derecho sustantivo: si las partes pueden válidamente renunciar a éste, no se ve la
razón por la que carecerían de la potestad de renunciar a la acción judicial que les correspondería para juzgar las controversias que
se refieran a él y someterlas a decisión de árbitros. Esta proposición no puede merecer dudas ni discusiones. Sin embargo, el
razonamiento inverso no es axiomático: no hay ninguna razón para considerar que, necesariamente, las acciones indisponibles deben
ser consecuencia sólo de la naturaleza indisponible del derecho sustantivo a que se refiere.
Entiéndase bien: no estamos sugiriendo que las acciones correspondientes a derechos sustantivos indisponibles sean, siempre,
disponibles; lo que decimos es que de la indisponibilidad de los derechos sustantivos no se sigue, necesariamente, la indisponibilidad
de la acción. Cuando están en juego intereses generales la indisponibilidad del derecho sustantivo puede ser extendida también a la
acción judicial correspondiente, pero existen casos en que, para proteger el interés general, basta con hacer indisponible el primero y
no la segunda. Dicho en otras palabras: la indisponibilidad que consagre el legislador podrá alcanzar a ambos (al derecho sustantivo y
a su acción), o solamente al primero, sin afectar la acción.
Es posible razonar, en consecuencia, que si bien a todo derecho sustantivo le corresponde una acción, y a todo derecho disponible le
corresponde una acción también disponible, las acciones nacidas de derechos indisponibles no siempre son indisponibles. En este
caso, las partes podrán disponer de la acción en lo que esta disposición sea permitida (por ejemplo, sometiéndose a arbitraje). Pero
como no podían disponer del derecho sustantivo, el árbitro deberá respetar la imperatividad de la norma, aplicarla, y consagrar sobre
esa base el derecho sustantivo indisponible involucrado en la disputa. La razón de esto último es obvia: si las partes no estaban en
aptitud de disponer del derecho sustantivo en forma directa, el árbitro –que debe su jurisdicción a la voluntad de las partes– tampoco
puede dictar un laudo que lo desconozca, porque ello importaría tanto como una disposición del derecho por vía indirecta.
Vale reiterar que, a diferencia de la transacción o la renuncia, el acuerdo arbitral no consiste en un acto de disposición sobre los
derechos sustantivos que estarán en juego en la controversia que se somete a arbitraje. El acuerdo arbitral es, en todo caso, un acto
de disposición del derecho de acción, por lo que, a los fines de determinar la arbitrabilidad debe prestarse atención preferente a la
disponibilidad o indisponibilidad del derecho de acción, antes que a la del derecho sustantivo involucrado, que no es objeto de
disposición a través del acuerdo arbitral. Es decir que, salvo que el legislador consagre la irrenunciabilidad de la jurisdicción judicial, el
sólo hecho de tener carácter indisponible el derecho sustantivo no impedirá que las partes sometan válidamente a arbitraje las
cuestiones que lo involucren, en tanto con ello no están disponiendo de él, sino del derecho a la exclusividad del Poder Judicial.
El problema consiste en saber cuál es el alcance de la indisponibilidad establecida por la ley. Especialmente porque la indisponibilidad
de la acción judicial no siempre es explícita. El legislador suele ser directo a la hora de definir el carácter indisponible del derecho
sustantivo, pero no siempre lo es respecto del derecho de acción que le es inherente. En contadas ocasiones las leyes contienen una
prohibición directa de someterse a arbitraje. Y en el mejor de los casos, suelen hacer manifiesta la indisponibilidad general del
derecho de acción, declarando nulas las estipulaciones que tengan por efecto desplazar la jurisdicción a un tribunal diferente del
establecido por la ley. Pero en muchos otros, habrá que buscar la solución en los antecedentes legislativos o en los principios
generales del derecho, que permitirán conocer el espíritu de la ley. Si no surge explícitamente de su texto, habrá que dilucidar la ratio
legis, para determinar cuál es el alcance que el legislador pretendió dar a la norma.
Y al interpretar la ley, resulta imperioso atender a una premisa básica: los preceptos que constituyen excepciones a una regla general
son de interpretación restrictiva y no pueden aplicarse por analogía. Pauta interpretativa que, además, reconoce una base de sentido
común: las normas que establecen excepciones no pueden ser aplicadas a situaciones que no están indudablemente previstas en
ellas; por tratarse de singularidades, que se apartan de la regla general, es universalmente aceptado que son estas normas (las que
establecen excepciones o que restringen derechos) las que deben interpretarse en forma rigurosa. Esto no implica dejarlas de lado,
sino aplicarlas cuando resultan incuestionablemente aplicables, debiendo en caso de duda estarse a la subsistencia del principio
general.
En nuestro derecho, no cabe duda que la regla es la arbitrabilidad: el art. 736 del CPCCN dispone que “toda cuestión entre partes,
excepto las mencionadas en el artículo 737, podrá ser sometida a la decisión de jueces árbitros”. Y el Código Civil y Comercial, luego
de enunciar –con una deficiente técnica legislativa– las cuestiones que “están excluidas del contrato de arbitraje” (art. 1651),
establece que “en caso de duda ha de estarse a la mayor eficacia del contrato de arbitraje” (art. 1656). Por lo que la inarbitrabilidad, al
ser la excepción, sólo podrá predicarse respecto de aquellas controversias respecto de las cuales la ley haya establecido, claramente,
la jurisdicción judicial exclusiva e irrenunciable.
Dijimos que el legislador tiene la atribución de prohibir el sometimiento a árbitros de ciertas cuestiones. Pero no es correcto inferir ese
propósito sólo del carácter imperativo de una norma que consagra un derecho sustantivo. Si la intención del legislador ha sido
proteger al titular del derecho reconocido en la ley, de modo que no pueda ser privado de él ni aun mediando un acto de renuncia
voluntaria, no es lógico derivar de ello que los conflictos que versan sobre ese derecho están sometidos a la jurisdicción irrenunciable
del Poder Judicial. Pues la condición de judicial o arbitral del tribunal que habrá de juzgar el caso no tiene –en abstracto– incidencia
alguna sobre la suerte de ese derecho, ni sobre el nivel de protección que se le brindará al titular.
Al calificar una norma como de orden público, el legislador no está diciendo –ni puede inferirse que quiera decir– que las controversias
que se refieran a ella sólo pueden ser juzgadas por los tribunales judiciales y que no pueden ser válidamente sometidas a arbitraje. Lo
que pretende es que el contenido de los derechos consagrados o reconocidos en esa norma no pueda ser alterado por las partes
mediante un acto de disposición. De allí que, usualmente, a causa del interés general involucrado, asigna a esa norma el carácter de
imperativa, privando a los titulares de tales derechos de la facultad de transigirlos o renunciarlos. Lo que debe cuidarse, en defensa
del interés general que se quiere tutelar, es que la intención legislativa sea respetada. Y ello conduce a mirar más el resultado que el
medio a través del cual ese resultado se obtiene, pues es este último –y no aquel– lo que puede resultar lesivo de los principios
fundamentales que se quieren preservar. En otras palabras: mientras que la finalidad perseguida por el legislador sea alcanzada, el
interés público que inspiró la norma se verá satisfecho y, contrariamente, si el resultado es opuesto a aquel, se habrá violado el orden
público, no importa cómo ese resultado se haya alcanzado.
Cuando el legislador reconoce un derecho sustantivo y le otorga carácter imperativo a la norma que lo consagra, lo que desea es
impedir su renuncia por parte del titular. En la mayoría de estas situaciones, generalmente subyace como fundamento un interés
general: el mecanismo instrumental de quitar ese derecho del ámbito de los derechos disponibles suele ser consecuencia de que el
legislador lo reconoce no tanto en miras a satisfacer un interés propio sino un interés colectivo, lo que justifica privar a su titular de la
potestad de disponer de él a su antojo. Pero ello no impide per se su arbitrabilidad, pues al someterlo a arbitraje no lo está
resignando, sino apenas sometiéndolo a la decisión de un juez diferente de los estatales. Cuando, en cambio, lo que el legislador
impone es la intervención de los tribunales del Estado, a quienes les otorga jurisdicción exclusiva e irrenunciable prohibiendo todo
pacto de prórroga de esa jurisdicción, la afectación a la arbitrabilidad es directa e inevitable: el legislador ha quitado del tráfico jurídico
el derecho a ser juzgado por los magistrados judiciales.
Ello permite afirmar que la arbitrabilidad de una controversia no queda automáticamente excluida por el solo hecho de que la
controversia esté regida por una norma de orden público. El árbitro conserva su facultad de juzgarla; aunque, para respetar la
intención legislativa, deberá aplicar los principios y las normas de orden público. En definitiva, la posición del árbitro no es distinta de
la del juez estatal: ambos tienen las mismas posibilidades para aplicar la norma, y los mismos límites, pues deben preservar los
derechos protegidos por el orden público. Lo que lleva a concluir que, con independencia del concepto que se adopte, el orden
público no opera en todas las situaciones como fundamento de la inarbitrabilidad de ciertas materias; en algunos casos representa
sólo un límite para el poder decisorio de los árbitros, que deben respetar y aplicar las normas que tengan ese carácter y vigilar que el
laudo no sea ineficaz por violar el orden público.

En resumen: el hecho de que en una controversia estén en juego derechos sustantivos indisponibles, o que su solución exija
interpretar o aplicar normas de orden público, no constituye, necesariamente, un impedimento al ejercicio de la jurisdicción arbitral. No
es correcto postular genéricamente que las cuestiones que afecten el orden público no pueden ser sometidas a juicio arbitral. Salvo
que se establezca la jurisdicción judicial irrenunciable, esas cuestiones pueden ser decididas por árbitros. El límite que el orden
público impone no es la invocación de una norma de ese carácter sino, en todo caso, la violación del orden público; violación que no
podrá nunca surgir de la cláusula contractual que le atribuye jurisdicción a los árbitros sino, eventualmente, de lo que éstos resuelvan
en el laudo. Lo que significa que no puede privarse a los árbitros de juzgar y resolver las cuestiones que se le someten, sin perjuicio
del ejercicio de las facultades de revisión y control que el ordenamiento reserva al Poder Judicial, por medio de las cuales podrá dejar
sin efecto un laudo que contravenga el orden público.

SISTEMAS CAUTELARES EN ARBITRAJE

2. Las facultades de los árbitros para “dictar” medidas cautelares

Tradicionalmente, la facultad de los árbitros de adoptar medidas cautelares era lisa y llanamente negada: mayoritariamente, las
legislaciones eran reticentes a otorgar atribuciones cautelares a los árbitros y concentraban en los tribunales judiciales la función de
decretar y ejecutar estas medidas. En general, estas decisiones de política legislativa eran la consecuencia de dos líneas de
pensamiento: considerar a la jurisdicción como una potestad exclusivamente estatal, emanada de la soberanía del Estado y ejercida
por sus propios órganos; o asumir que la falta de imperium de los árbitros les impide adoptar medidas de esta naturaleza.
Como hemos expuesto en otro trabajo, en nuestra opinión, ninguno de los dos argumentos es cierto.
Respecto del primero, baste decir que el carácter jurisdiccional del arbitraje, que otrora dio lugar a intensos debates, está hoy fuera
de discusión. Tanto la doctrina, como la jurisprudencia, son mayoritariamente contestes en reconocer que, sin perjuicio de su
génesis convencional, el arbitraje tiene una naturaleza intrínsecamente jurisdiccional. Las funciones decisorias de los árbitros son
comparables a las de un juez estatal, y sus decisiones son equiparables a las sentencias judiciales: producen igualmente efecto de
cosa juzgada y tienen idéntica vía procesal para procurar su ejecución forzada (artículo 499, CPCCN). Y, siendo ello así, es evidente
que la jurisdicción, entendida como la función de administrar justicia, en tanto procura al mismo tiempo mantener la paz social y dar
respuesta a los intereses particulares de quienes están involucrados en el conflicto, puede perfectamente ser ejercida por particulares.
En relación con el segundo argumento, si bien carecen de la potestad de imponer coactivamente el cumplimiento de sus resoluciones,
las atribuciones decisorias de los árbitros no son menores que las de los jueces. Lo que implica esa carencia es que no pueden
hacerlas cumplir forzadamente. Pero en modo alguno entraña una minusvalía de los árbitros respecto de la adopción de todas
aquellas decisiones –definitivas o precautorias– que caigan dentro de su esfera de competencia, pues para “decidir” –al fin de
cuentas, un acto puramente intelectual– no se requiere de imperium. Si las partes dan a los árbitros poder jurisdiccional para el
dictado de un laudo final, vinculante, generalmente inapelable y revestido de la autoridad de la cosa juzgada sobre el fondo de las
cuestiones que le han sido sometidas, no puede dejar de entenderse comprendido en esa jurisdicción el dictado de medidas
cautelares, que no son sino accesorios de aquellas, y que tienden a preservar la autoridad de los árbitros y la eficacia del
procedimiento.

2.1. El dictado de medidas cautelares por los árbitros en el derecho argentino

Es importante retener, a fin de un adecuado análisis, que si bien la falta de imperium de los árbitros puede tener alguna incidencia –ya
veremos cuál– en la etapa de ejecución de una medida cautelar, carece de entidad para impedir a los árbitros “dictarla”, es decir,
resolver sobre su procedencia o improcedencia, extensión y condiciones. Como se ha dicho, la ausencia de imperium no incide en lo
esencial de la jurisdicción, que radica en la fuerza vinculante e inmutabilidad de las decisiones arbitrales.
A pesar de ello, durante décadas, se interpretó que el derecho argentino veda a los árbitros la posibilidad de dictar medidas
cautelares. Se decía que la consecuencia del artículo 753 del CPCCN, es que los árbitros y amigables componedores “carecen de
competencia para disponer medidas cautelares”. Creemos, por el contrario, que la falta de imperium no impide a los árbitros el
ejercicio de esta atribución y que la norma citada no representa un obstáculo para esta interpretación.
Para comprender nuestro punto de vista, es necesario situarse en el momento al que estamos haciendo referencia: “dictar” una
medida cautelar no significa ninguna otra cosa que adoptar una decisión. Ello, como es obvio, no es sino una operación puramente
intelectual, consistente en decidir si la medida que se le solicita es o no procedente. Y para adoptar esa decisión no se requiere de
imperium, sino únicamente poseer atribuciones suficientes –competencia– para resolver esa cuestión. Para responder, en
consecuencia, al interrogante implícito en este capítulo (si los árbitros pueden “dictar” medidas cautelares) habrá que examinar si esa
es una decisión para la cual son competentes.
Como dijimos, los árbitros ejercen una función esencialmente jurisdiccional. Sin embargo, su jurisdicción no es exactamente igual a la
de los jueces. Entre otras diferencias –que, sin embargo, no alteran la similitud sustancial, consistente en resolver de manera
vinculante y obligatoria– interesa aquí destacar que la jurisdicción de los tribunales judiciales tiene carácter imperativo y amplio (no
depende de un acto voluntario de adhesión ni tiene límites respecto de las materias que pueden someterse a su decisión), mientras
que la jurisdicción arbitral es voluntaria y limitada. Los límites de la jurisdicción arbitral son de dos órdenes: algunas provienen de su
condición de jurisdicción privada; otras, de su origen voluntario. Las primeras son limitaciones impuestas por el ordenamiento jurídico,
están dirigidas a las partes e implican una restricción a su autonomía de la voluntad: no todas las personas pueden someter a
decisión de los árbitros todas las cuestiones que deseen. Las segundas son las limitaciones que las propias partes imponen, están
dirigidas a los árbitros y se derivan, precisamente, de lo que ellas pactaron en cada caso: quiénes se sometieron a arbitraje y para qué
materias. Como principio, la renuncia o el desplazamiento de la jurisdicción judicial a favor de los árbitros alcanza –subjetivamente– a
quienes fueron parte de esa estipulación y –objetivamente– a todas las cuestiones que acordaron someter a juicio de los árbitros, lo
que se determinará interpretando la cláusula en la que se pactó el arbitraje. Pero, previo a ello, es menester determinar la validez de
esa estipulación, verificando que se hayan cumplido los requisitos de capacidad de quienes otorgaron el acto y de aptitud de esas
materias para ser objeto de una convención arbitral.
Es por ello que, para determinar el alcance de la jurisdicción arbitral en un caso dado, es necesario efectuar un doble análisis
sucesivo: en primer lugar, sobre la validez de la cláusula arbitral; en segundo lugar –y en caso afirmativo respecto de la anterior–
sobre el alcance de esa estipulación. En ambos casos, el análisis debe hacerse tanto en el aspecto subjetivo como material. En otras
palabras: para que un arbitraje pueda llevarse a cabo, respecto de determinadas materias y personas, debe examinarse el acuerdo
arbitral y verificar varios presupuestos. Este acuerdo debe ser: (i) Válido en sentido material: las cuestiones sobre las que versa el
arbitraje deben referirse a derechos que podían, legalmente, someterse a arbitraje (arbitrabilidad objetiva); (ii) Válido en sentido
personal: las personas que otorgaron el acto deben haber tenido capacidad para someterse a juicio de árbitros (arbitrabilidad
subjetiva); (iv) Obligatorio en sentido material: debe haber identidad entre las cuestiones que se someten o proponen someterse a
arbitraje y aquellas para las cuales el arbitraje se pactó (alcance objetivo); y (v) Obligatorio en sentido personal: debe haber identidad
entre quienes sean o vayan a ser parte en el arbitraje y quienes han sido parte en el acuerdo arbitral (alcance subjetivo).

2.1.2. ¿Puede considerarse que una pretensión cautelar forma parte de las cuestiones sometidas a arbitraje?

La otra limitación de la jurisdicción de los árbitros surge del mismo pacto arbitral, y de su alcance: podrán pronunciarse sobre aquellas
cuestiones que las partes convinieron someter a decisión de árbitros. Naturalmente, la solución depende de la mayor o menor
amplitud y precisión de la cláusula arbitral, lo que, a su vez, depende de lo que efectivamente hayan querido las partes.
La fuente más usual de la competencia de un tribunal arbitral para dictar medidas cautelares suele ser el reglamento al que las partes
se sometieron, cuyas disposiciones deben ser interpretadas como un expreso acuerdo de voluntades. Siendo que la mayoría de los
reglamentos contempla ésta como una de las explícitas atribuciones de los árbitros, al someterse a ellos las partes consintieron que
las pretensiones cautelares que puedan solicitarse en un proceso arbitral son cuestiones que los árbitros pueden decidir.
La solución no difiere, en el derecho argentino, cuando no existe una norma reglamentaria en tal sentido: de conformidad con el
artículo 754 del CPCCN, “se entenderá que han quedado también comprometidas las cuestiones meramente accesorias [de aquellas
descriptas en el compromiso]”. El dictado de una medida cautelar es, sin duda, un accesorio de las cuestiones que las partes les
sometieron: la medida tiene como propósito asegurar los derechos debatidos ante esa jurisdicción; no tienen carácter autónomo, sino
que su fin es la garantía del desarrollo o del resultado de un proceso distinto. Así, tampoco es dudoso que las medidas cautelares
están comprendidas dentro de aquellas cuestiones respecto de las cuales los árbitros tienen jurisdicción, en especial por aplicación de
la regla conforme la cual es competente para dictar las medidas precautorias “el que deba conocer en el proceso principal” (artículo 6°
inc. 4), CPCCN).
De lo dicho se desprende que los árbitros tienen atribuciones para pronunciarse sobre las cuestiones accesorias de aquellas que les
fueron sometidas y son, por lo tanto, “el tribunal competente de la causa”. Coherentemente, los jueces estatales –en principio– deben
abstenerse de hacerlo, en orden a la incompetencia que el acuerdo arbitral ha provocado a su respecto. Esto lleva a una primera
conclusión: los árbitros son quienes tienen la potestad de evaluar la procedencia o improcedencia de las medidas cautelares que las
partes les soliciten en el curso del procedimiento arbitral. Ellos resuelven si se verifican los requisitos para la procedencia de la
medida y las condiciones en que la misma se concede. En otras palabras: es atribución de los árbitros examinar la verosimilitud en el
derecho y el peligro en la demora, determinar la extensión de la medida y de la contracautela que se requiere del solicitante, resolver
sobre el levantamiento o sustitución y los eventuales pedidos de ampliación o mejora.

3. La ejecución de las medidas cautelares en el mismo Estado donde el tribunal tiene su sede

3.1. En el derecho argentino

La posición restrictiva sobre las atribuciones de los árbitros para poner en ejecución las medidas cautelares que dictan, encuentra en
Peyrano a su principal exponente actual. El autor explica, objetando nuestra posición: “Preferimos el criterio tradicional y ello no sólo
para evitar cualquier incoherencia dentro del esquema clásico construido sobre el principio, ya recordado, ‘el árbitro decide y el juez
ejecuta’. Es que, por añadidura, creemos que es irrelevante examinar si es o no es menester el auxilio de la fuerza pública para
habilitar (o no) a un árbitro para que ejecute su propia resolución cautelar. Sucede que, aun cuando fuera con ribetes singulares, en
los ejemplos sugeridos por la doctrina autoral permisiva en la materia, tenemos ejercicio de la executio; facultad ésta indelegable de la
jurisdicción oficial y de la que se encuentra privada la jurisdicción arbitral. Veamos: (a) conocido es que las inscripciones registrales
ordenadas jurisdiccionalmente como consecuencia de una resolución (principal o interlocutorio) constituyen lo que se denomina
ejecución ‘amplia’ o ‘impropia’; al representar ésta la realización práctica del mandato jurisdiccional respectivo, se encuentra incluida
en el poder de ejecución. Algo más milita en pro de la posición que sustentamos. Son razones meramente prácticas, aunque no del
todo desdeñables. Las transcripciones que se ordena realizar en reparticiones registrales son suscriptas por magistrados cuyas firmas
se encuentran inscriptas en ellas (el Registro de la Propiedad, por ejemplo). En el supuesto de los árbitros, ello no ocurre, lo que
acarrearía la realización de trámites engorrosos y complementarios que conspirarían contra la celeridad propia de las cautelares; (b)
es sabido que los efectos de la prohibición de innovar se producen desde su notificación (personal, por cédula o medios equiparables)
a su destinatario; por lo que la notificación de una medida de no innovar (o de una innovativa, agregamos) se debe considerar como
una ‘ejecución’ de la medida cautelar correspondiente. Repárese, al paso, que el incumplimiento de una prohibición de innovar puede
generar el cumplimiento forzado (máxima energía de la executio) tendiente a revertir el statu quo alterado; cumplimiento que deberá
tramitarse por vía incidental. En suma, somos partidarios de la idea de que en ningún caso los árbitros puedan ejecutar sus propias
resoluciones cautelares”.
Consecuente con su postura, Peyrano deriva de ello que esa conclusión, que califica como mayoritaria “exige que, llegado el caso y la
necesidad, el árbitro que dicta una cautelar requiera del tribunal estatal la cooperación necesaria para efectivizar su mandato (vgr.,
orden de embargo). ¿Cómo hacerlo? Dos son los caminos posibles: (a) que el árbitro interviniente despache una suerte de oficio al
juez oficial, recabándole la cooperación del caso; oficio que podría ajustarse a los términos de la ley 22.172. Tal camino involucra un
abandono del esquema clásico que –exagerando el argumento consistente en que los árbitros carecen de imperium– le niega
irrestrictamente a la jurisdicción arbitral facultad para librar oficios o exhortos; (b) que el tribunal arbitral expida testimonio de la
decisión cautelar respectiva para que sea presentada ante la justicia oficial para que ésta la ejecute según correspondiera. Tal fue la
senda seguida en el precedente ‘Sasso’. Pareciera que cualquiera de ambos senderos podrían ser recorridos con provecho. En lo
personal, preferimos el segundo, porque la ley 22.172 exige algunos requisitos de no fácil cumplimiento por un tribunal arbitral. Eso sí:
creemos que sería conveniente que el testimonio expedido incluyera ‘antelados’ suficientes que permitan establecer la competencia,
origen, constitución y funcionamiento del tribunal arbitral que ha solicitado la cooperación judicial del caso”.

4. La ejecución extraterritorial de las medidas cautelares y la Convención de Nueva York

4.1. El texto de la Convención de Nueva York

El artículo I de la Convención de Nueva York, al definir su ámbito de aplicación, dispone que se aplicará al reconocimiento y la
ejecución de las sentencias arbitrales dictadas en el territorio de un Estado distinto de aquel en que se pide el reconocimiento y la
ejecución de dichas sentencias (artículo I.1). Más allá de aclarar que esa expresión no sólo comprende las sentencias dictadas por
los árbitros nombrados para casos determinados, sino también las sentencias dictadas por los órganos arbitrales permanentes a los
que las partes se hayan sometido (artículo I.3), la Convención no brinda mayores precisiones acerca de qué debe entenderse por
“sentencia arbitral”.
Es posible inferir, por un lado, que la Convención se refiere a decisiones adoptadas en el marco de un procedimiento de resolución de
conflictos que pueda calificar como arbitraje, lo cual supone que debe tratarse de un método en el cual las partes se sustraen a la
jurisdicción de los tribunales judiciales y se someten a la decisión vinculante de un tercero que obtiene, a consecuencia de ello,
atribuciones de naturaleza jurisdiccional. Como ya hemos señalado, en nuestra opinión, la Convención de Nueva York puede
invocarse para pretender el reconocimiento o ejecución de laudos dictados por árbitros de equidad o por peritos árbitros, así como
aquellos que incorporan un acuerdo conciliatorio celebrado por las partes; pero no para hacer valer los efectos de las decisiones de
los amigables componedores del derecho colombiano, ni las que adopten terceros llamados a integrar los términos de un contrato, ni
las determinaciones emanadas de los Dipute Boards, ni los laudos irrituales del derecho italiano, ni los dictámenes expertos de los
derechos alemán y holandés.
Es posible, asimismo, inferir que la Convención abarca también los denominados “laudos parciales”, es decir, aquellos en los cuales
los árbitros no resuelven la totalidad de las cuestiones que les fueron sometidas sino sólo algunas de ellas. Tal es el caso, por
ejemplo, de los que deciden en primer lugar sobre la existencia o validez del contrato y la responsabilidad de una de las partes en el
incumplimiento, posponiendo para un segundo laudo la determinación de la cuantía del daño ocasionado por dicho incumplimiento.
Aunque originariamente se planteó alguna duda sobre la naturaleza de esas decisiones –y precisamente con la finalidad de eliminar
esa duda–, algunas normas, tanto legales como reglamentarias, califican como laudo a cualquier decisión de los árbitros sobre el
fondo, sea parcial o final. En tal sentido, se ha hecho notar que “puede considerarse laudo toda decisión tomada por los árbitros
después de haber considerado los argumentos de las partes y analizado minuciosamente los fundamentos invocados por ellas, que
de manera definitiva y motivada ponga fin a una cuestión litigiosa que las partes le han sometido, relacionada con el fondo del
asunto”.
DIRECTRICES IBA SOBRE CONFLICTOS DE INTERESES EN ARBITRAJE INTERNACIONAL 2014

Parte I: Normas Generales Sobre Imparcialidad, Independencia Y Sobre La Obligación De Revelar Hechos Y Circunstancias

1) Principio general
Cada árbitro será imparcial e independiente de las partes a la hora de aceptar la designación como árbitro y permanecerá así a lo
largo del procedimiento arbitral hasta que se dicte el laudo o el procedimiento concluya de forma definitiva por cualesquiera otros
medios.

2) Conflictos de intereses
(a) El árbitro no deberá aceptar su designación si tuviere dudas acerca de su imparcialidad o independencia y, si le surgieren dudas
una vez comenzado el procedimiento, deberá negarse a seguir actuando como árbitro.
(b) Rige el mismo principio si existieren, o hubieren surgido con posterioridad al nombramiento, hechos o circunstancias tales que una
tercera persona con buen juicio y con conocimiento de los hechos y circunstancias relevantes del asunto consideraría que dan lugar a
dudas justificadas acerca de la imparcialidad y la independencia del árbitro, a menos que las partes hayan aceptado al árbitro de
conformidad con lo establecido en la Norma General 4.
(c) Son consideradas justificadas aquellas dudas por las que una tercera persona con buen juicio y con conocimiento de los hechos y
circunstancias relevantes del asunto llegaría a la conclusión de que, probablemente, la decisión del árbitro podría verse influida por
factores distintos a los méritos del caso presentados por las partes.
(d) Existirán dudas justificadas acerca de la imparcialidad o independencia del árbitro en 7 cualquiera de las situaciones descritas en
el Listado Rojo Irrenunciable.

(3) Revelaciones del Árbitro


(a) Si en opinión de las partes existieren hechos o circunstancias que pudieren generar dudas acerca de la imparcialidad o
independencia del árbitro, éste deberá poner de manifiesto tales hechos o circunstancias ante las partes, la institución arbitral o
cualquier otra institución nominadora (si la hubiere y siempre que así lo prevea el reglamento de arbitraje aplicable) y los co-árbitros,
de haberlos, antes de aceptar su designación o, si sobrevinieren tras la aceptación, tan pronto como tenga conocimiento de ellos.
(b) Una declaración o renuncia anticipada en relación a posibles conflictos de interés derivados de hechos y circunstancias que
puedan surgir en el futuro no releva al árbitro de la obligación permanente de revelación bajo la Norma General 3(a).
(c) De las Normas Generales 1 y 2(a) se infiere que un árbitro que revela ciertos hechos o circunstancias que pudieran generar dudas
acerca de su imparcialidad o independencia, se considera a sí mismo imparcial e independiente respecto de las partes, a pesar de
haber revelado tales hechos o circunstancias y, por consiguiente, capaz de cumplir con sus deberes de árbitro. De lo contrario, el
árbitro no habría aceptado la designación desde un principio o habría renunciado.
(d) Cualesquiera dudas que surjan acerca de si un árbitro debe revelar algún hecho o circunstancia deberán resolverse a favor de su
revelación. (e) Al sopesar si existen hechos o circunstancias que hayan de revelarse, el árbitro no tendrá en cuenta si el arbitraje
acaba de comenzar o si se halla en una fase avanzada del procedimiento.

(4) Renuncia de las partes


(a) Si una de las partes no recusa explícitamente al árbitro dentro de los treinta días siguientes de recibir de éste la revelación de
hechos o circunstancias susceptibles de crearle un conflicto de intereses o dentro de los treinta días siguientes a que la parte tenga,
de cualquier otro modo, conocimiento efectivo de los mismos, se entiende que renuncia a hacer valer su derecho a objetar al posible
conflicto de intereses resultante de dichos hechos o circunstancias y no podrá objetar al nombramiento del árbitro más adelante sobre
la base de los mismos hechos o circunstancias. Lo anterior está sujeto a los apartados (b) y (c) de esta Norma General.
(b) No obstante lo anterior, si hubiere hechos o circunstancias tales como los expuestos en el Listado Rojo Irrenunciable, no surtirá
efecto la renuncia por una de las partes a su derecho a objetar (incluyendo cualquier declaración o renuncia anticipada, tal y como se
contempla en la Norma General 3(b)), ni será válido el acuerdo entre las partes que permita a la persona involucrada desempeñar las
funciones de árbitro.
(c) Cuando exista un conflicto de intereses como aquellos ejemplificados en el Listado Rojo Renunciable, la persona involucrada no
deberá desempeñar funciones de árbitro. 12 No obstante, dicha persona puede aceptar la designación como árbitro o puede continuar
desempeñando funciones de árbitro si se cumplen las siguientes condiciones: (i) todas las partes, los demás árbitros y la institución
arbitral o cualquier otra institución nominadora (si la hubiere) están plenamente informadas del conflicto de intereses; y (ii) todas las
partes manifiestan explícitamente su conformidad con que la persona involucrada desempeñe las funciones de árbitro, pese al
conflicto de intereses.
(d) En cualquier etapa del procedimiento el árbitro podrá asistir a las partes para llegar a una transacción que resuelva la controversia
mediante conciliación, mediación o de otra manera. Sin embargo, antes de hacerlo, el árbitro deberá obtener el consentimiento
expreso de las partes de que el actuar de esa forma no lo descalificará para seguir desempeñando las funciones de árbitro. Dicho
consentimiento expreso será considerado como una renuncia efectiva al derecho que tienen las partes a objetar cualquier conflicto de
intereses que pudiera surgir derivado de la participación.

(5) Ámbito de aplicación


(a) Estas Directrices se aplican por igual a presidentes de tribunales arbitrales, árbitros únicos y co-árbitros, independientemente de
cómo sean nombrados.
(b) Los secretarios de tribunal o secretarios administrativos y los ayudantes de un árbitro individual o del Tribunal Arbitral están sujetos
al mismo deber de independencia e imparcialidad, y es responsabilidad del Tribunal Arbitral asegurarse que dicho deber es respetado
en todas las fases del arbitraje.del árbitro en dicho proceso conciliatorio o por la información a la que el árbitro pueda tener acceso en
dicho proceso. Si a pesar del apoyo del árbitro no se llegare a un acuerdo conciliatorio, la renuncia de las partes seguirá siendo válida.
No obstante, en consonancia con la Norma General 2(a) y a pesar de la renuncia de las partes, el árbitro deberá renunciar si, como
consecuencia de su participación en el proceso conciliatorio, le surgieren dudas sobre su capacidad para mantener su imparcialidad e
independencia en las siguientes instancias del procedimiento.

(6) Relaciones
(a) Se considera en principio que el árbitro ostenta la identidad del bufete de abogados al que pertenece, pero al examinar la
relevancia de hechos o circunstancias para determinar si existe un posible conflicto de intereses o si esos hechos o circunstancias
han de revelarse, las actividades del bufete de abogados del árbitro, en su caso, y la relación del árbitro con el bufete de abogados
deben considerarse en cada caso concreto. El hecho de que el bufete de abogados del árbitro intervenga en alguna actividad con una
de las partes no quiere decir que necesariamente este hecho dé lugar a un conflicto de intereses, ni que haya que revelarlo. De igual
manera, si una de las partes es miembro de un grupo con el que el bufete de abogados del árbitro tiene una relación, dicho hecho
debe considerarse en cada caso concreto, pero no quiere decir que necesariamente este hecho dé lugar a un conflicto de intereses, ni
que haya que revelarlo.
(b) Si una de las partes fuere una persona jurídica, cualquier persona jurídica o física que tenga una relación de control sobre dicha
persona jurídica, o que tenga un interés económico directo en, o deba indemnizar a una parte por, el laudo que se vaya a emitir en el
arbitraje, podrá considerarse que ostenta la identidad de dicha parte.

(7) El deber de las partes y del Árbitro


(a) Cada parte deberá informar al árbitro, al Tribunal Arbitral, a las demás partes y a la institución arbitral o a cualquier otra institución
nominadora (si la hubiere) sobre cualquier relación directa o indirecta que hubiere entre el árbitro y la parte (o cualquier otra sociedad
del mismo grupo de sociedades o un individuo con una relación de control sobre la parte en el arbitraje), o entre el árbitro y cualquier
persona o entidad con un interés económico directo en, o un deber de indemnizar a una parte por, el laudo que se emita en el
arbitraje. Cada parte informará a iniciativa propia lo antes posible.
(b) Cada parte deberá informar al árbitro, al Tribunal Arbitral, a las demás partes y a la institución arbitral o a cualquier otra institución
nominadora (si la hubiere) de la identidad de sus abogados en el arbitraje, así como de cualquier relación, incluyendo pertenencia al
mismo ‘chambers’,5 entre sus abogados y el árbitro. Cada parte informará a iniciativa propia lo antes posible, y cada vez que se
produzca un cambio en su equipo de abogados.
(c) En cumplimiento de la Norma General 7(a), las partes realizarán averiguaciones, en el ámbito de lo razonable, y presentarán toda
la información relevante de que dispongan.
(d) Es deber del árbitro realizar averiguaciones de manera razonable para identificar la existencia de posibles conflictos de intereses y
de hechos o circunstancias que razonablemente puedan crear dudas acerca de su imparcialidad e independencia. La omisión de
revelar un posible conflicto de interés no puede ser excusada por desconocimiento de su existencia, cuando el árbitro no haya
realizado las averiguaciones correspondientes de manera razonable.

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