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JORNADAS SOBRE TEORIA POLITICA EN EL

SIGLO XX

LA CATEGORIA DE CESARISMO EN LOS INICIOS DE LA


SOCIEDAD DE MASAS

Lic. María de los Angeles Yannuzzi


Universidad Nacional de Rosario

Buenos Aires, 21 y 22 de agosto de 1998


Producto típico de la sociedad de masas, la democracia plebiscitaria
basada en la presencia del líder carismático parece hoy haber llegado a su fin. Estos
grandes liderazgos hoy no se producen ya que las condiciones objetivas que los
determinaron, entre ellas una concepción vertical del poder que llevaba a concentrarlo en
gran medida en el estado nacional, han desaparecido o se han modificado, producto del
proceso de diferenciación que se ha instalado en la sociedad. Sin embargo, si bien hoy es
discutible que podamos aplicar incluso el concepto de sociedad de masas - al menos tal
cual ha sido elaborado - a estas nuevas sociedades fragmentadas y diferenciadas, el motivo
por el cual se desarrolló el concepto de democracia plebiscitaria sigue existiendo a pesar
de todo. La recuperación política que hoy se lleva a cabo de los espacios locales a partir
del proceso de globalización no deja de plantear el problema de las formas organizativas
que liguen al ciudadano tanto a esos espacios menores como al más vasto y abstracto que se
ubica en el espacio nacional. En ese contexto, la profesionalización del liderazgo ha cobrado
una relevancia mayor, teniendo en cuenta que en un mundo globalizado más que nunca se
impone la eficacia como criterio final de validación de aquél. Sin embargo, todavía resta por
resolver cómo movilizar al gran número en torno a propuestas de cambios que no
necesariamente condicen con el imaginario presente de la sociedad. Y esto significa que
todavía se siga apelando, al menos en ciertos casos, a formas de legitimidad carismática,
sobre todo si tenemos en cuenta que, en términos weberianos, se trata de un tipo de
dominación extra-cotidiana o, dicho en otros términos, se trata del tipo de dominación que
permite llevar adelante las grandes transformaciones de la sociedad.

DEFINICION DEL CONCEPTO


Michels es quien desarrolla por primera vez lo que sería la solución
planteada en el siglo XX al dilema que presentaba la entonces incipiente sociedad de masas,
forma a la que denominó ‘cesarismo’ o ‘bonapartismo’. Como señala claramente Burnham,

“(l)as grandes naciones que, desde el Renacimiento, adoptaron fórmulas


políticas y prácticas representativas parlamentarias, han exhibido en este
siglo, sin excepción, una tendencia poderosa hacia el bonapartismo,
tendencia que en Alemania, Rusia e Italia ha alcanzado su madurez, pero
que también se nota con rasgos muy acusados, por ejemplo, en Gran
Bretaña y en los Estados Unidos”. (BURNHAM:165)

Esto significa que la democracia de masas contiene en sí misma una


fuerte tendencia a la conformación de liderazgo carismáticos, utilizando la terminología
weberiana. Pero aunque el texto de Michels no lo explicite en estos términos, si tenemos
en cuenta que en su obra Los partidos políticos le dedica un espacio importante a lo que
sería el liderazgo de tipo carismático y el bonapartismo, podemos deducir que, también
para este autor, éstas serían las formas en que, preponderantemente, se organizaría la vida
política moderna, preanunciando así la temática que poco después desarrollaría Weber. En
ese sentido, el cesarismo se presenta en ambos autores como una forma funcional al
estadio de organización, ya que la necesidad de tener que convocar al gran número, para lo
que era necesario además la organización del partido, llevó a producir esta forma de
dominación para asegurarse el poder dentro del estado. En su manifestación más pura el
bonapartismo se asienta sobre el poder convocante del líder, caracterizado por tener una
legitimidad de origen fundada en la voluntad del pueblo1.

“Napoleón III admirablemente caracterizó la naturaleza del


bonapartismo cuando declaró de su sistema que estaba basado en la
democracia, desde que todos sus poderes estaban conferidos por el pueblo,
mientras en organización era jerárquico, desde que tal organización era
esencial para estimular las capacidades que dormitan en los varios grados
de la sociedad.” 2 (MICHELS,1959:218,n.S/N)

Esta forma de democracia, que alcanza con Napoleón III su máxima


expresión, caracteriza, como señalábamos, la tendencia que se produce dentro de la
moderna democracia de masas. Después de todo, como señala el mismo Michels, “(l)a
democracia tiene una preferencia típica por la solución autoritaria de cuestiones
importantes” (MICHELS,II,1984:165). En este contexto, la elección se constituye en un
plebiscito en el que la persona del líder es convalidada por la masa como su portavoz único
y exclusivo. Con ello Michels preanuncia la noción de ‘dominación carismática’ de Weber, a
la que este autor, al rutinizarla antiautoritariamente en el contexto de la dominación racional
legal, le atribuiría poco después en Economía y sociedad la posibilidad de rescatar espacios
de libertad individual en un intento por resguardar el lugar del hombre común ante la
tendencia a la racionalización que imponía el capitalismo y que todo posible socialismo no
haría más que profundizar3. En ese sentido, el capitalismo, en su forma de dominación
cotidiana, señalaba Weber, se caracterizaba fundamentalmente por la existencia de esta
tendencia a la ‘racionalización’, es decir, a la ‘burocratización’ como única forma posible de
asegurar la eficacia en el contexto de una sociedad de masas.
Por definición autoritaria, es un tipo de dominación que tiene la
característica que opera por el reconocimiento por parte de los dominados de que un jefe o
guía - o, incluso, por parte de un cuadro administrativo que se haya constituido en heredero
del carisma originario -, que goza de cualidades especiales – reales o imaginadas así por los
seguidores - para afrontar una situación que se presenta como extraordinaria
(WEBER,1992:193 y sig). Se trata, en ese sentido, de un tipo de democracia que en una
forma más acabada, al fundarse en la elección como forma de legitimar masivamente al líder,
termina desdibujando las mediaciones entre estado y sociedad. Esto significa que, aun en el

1 “Emile Littré, en su Dictionnaire de la Langue française (Hachette, Paris, 1863), bajo la voz Cesarismo,
habla de ‘(en francés en el original) de príncipes llevados al gobierno por la democracia, pero revestidos de
un poder absoluto’ (vol. I, p. 534)” (MICHELS,1959:217,n).
2 Esta es una de las tantas notas a pie de página que por razones que desconocemos no figuran en la edición
castellana. En realidad el término ‘bonapartismo’ refiere tanto a la experiencia de Napoleón Bonaparte como
la de su sobrino, Napoleón III. En Le Bon, por ejemplo, esto aparece claramente: “Para probarnos
experimentalmente que los Césares cuestan (p. 122) muy caros a los pueblos que les aclaman, fueron
necesarias dos ruinosas experiencias de cincuenta años, y, a pesar de la claridad de las conclusiones
obtenidas, aquéllos, los pueblos, no parecen estar convencidos suficientemente. La primera experiencia
costó, no obstante, tres millones de hombres y una invasión; la segunda, sensibles desmembramientos y la
necesidad de los ejércitos permanentes”.
3 Esta idea es desarrollada, entre otros, por Therborn, si bien creemos que deja de lado el hecho que es Michels
el primero en realidad en plantear la cuestión, aunque no exactamente con el contenido y la función que
posteriormente le atribuirá Weber. “En vez de afirmar las tendencias inevitablemente oligárquicas de toda
política, Weber intentó indagar si todavía era posible, salvar alguna especie de indeterminismo político,
‘algunos restos de libertad <individualista> en cualquier sentido’. La forma que este indeterminismo adoptó en
el pensamiento de Weber fue la del liderazgo carismático, y, para asegurarla, Weber argumentó en favor de
procesos políticos cuya credibilidad pretendían abolir los teóricos de las elites, recomendando cierta dosis de
política plebiscitaria y de ‘demagogia’ dentro de los límites de las reglas parlamentarias y de las organizaciones
estables de los partidos” (THERBORN:188).
caso en que se trate de un sistema basado en la división de poderes, ésta queda anulada en los
hechos debido a que la relación de legitimación se entabla directamente con el líder sin
reconocer instancias intermedias, salvo que éstas haya sido previamente santificadas por
aquél. Es decir que la unidad en torno a la cual se nuclea la base no se asienta tanto en las
propias necesidades de los seguidores, como en las propias del líder para convalidar su figura
en la pirámide de poder. Pero al mismo tiempo, esa base popular que requiere el liderazgo
supone, en ese sentido, la conformación de un estado que se coloque por encima de las clases
y que, de alguna manera, al menos plantee un momento de no confrontación, ya que, en
última instancia, la organización de los partidos políticos en base a una forma casi pura de
dominación carismática presupone necesariamente una reducción de la política a guerra.

LOS COMPONENTES AUTORITARIOS DEL


‘CESARISMO’
Si en algo coincidían todos los teóricos de fines del siglo XIX y principios
del XX que daban cuenta del nuevo fenómeno de la sociedad de masas era que la política
había cambiado tanto en su forma como en la manera incluso de implementación práctica. La
movilización del gran número llevó necesariamente a que la argumentación racional en torno
a la propuesta concreta se dejara de lado, privilegiando aquél tipo de discurso más efectista
que tendía a movilizar las creencias y sentimientos de las masas. Como señalaba por ejemplo
Mosca, hay quienes – los menos, debemos decir – por la razón, mientras que otros – los más
– actúan en base a las creencias. Las concepciones políticas se hacían así efectivas en la
medida en que se convirtieran en nuevas religiones, si bien laicas, en las cuales se
reconocieran pasionalmente este nuevo tipo de ciudadano.
En ese contexto, la nueva democracia que afloraba modificaba el sentido
con el cual hasta entonces se habían implementado las elecciones en el sistema
representativo, para asumir, como señala Mommsen, “un carácter manifiestamente personal-
plebiscitario” (MOMMSEN:72), entablando así con el líder convalidado en ellas un tipo de
relación personal basada en los sentimientos entre él y las masas. Este es el tipo de
articulación que se consigue con el ‘Cesarismo’. Como señala Weber al centrar el criterio de
legitimidad en el ‘carisma’, el reconocimiento del líder se funda básicamente en elementos
irracionales que pueden llegar incluso, como señalaba Michels, a promover el culto al héroe.
Y a ello contribuye enormemente la labor de la prensa ya que es ella puede “influir la opinión
pública mediante el culto de una ‘sensación’” (MICHELS,1983,I:168).
En verdad, ninguno de estos autores desconocía el componente fuertemente
autoritario que se introducía a partir del cesarismo, primero porque, como señalaba tiempo
después Gramsci en los Cuadernos, el régimen se basaba en realidad en una ‘gran
personalidad’, razón por la cual esa forma de dominación tenía una impronta de arbitrariedad
muy fuerte. El problema es que, dado el tipo de relación que se entabla en el mecanismo de
legitimación, el líder bonapartista termina convirtiéndose en la nación encarnada en el César.
Pero como señala Michels, esa democracia plebiscitaria no hace otra cosa que absolutizar una
forma particular de ordenamiento político que adquiere a veces la democracia moderna,
forma que, fundamentalmente, ha emergido en el contexto de modelos en cierto sentido
deudores del keynesianismo, ya que responde a una concepción verticalista del poder. Esto
significa que el bonapartismo puede adquirir formas múltiples, entre las que incluso podemos
encontrar instancias en las que este carácter cesarístico aparezca atenuado a partir de un
diseño institucional que permita acotarlo. En ese sentido, estos autores, cuando describen las
formas de cesarismo no conocen en realidad los grandes liderazgos carismáticos que harían
su aparición poco tiempo después. En realidad, Weber hace referencia a las formas
carismáticas que había visto tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, lugares donde
dichas formas aparecían contenidas a partir de un marco institucional que aseguraba un
funcionamiento democrático-representativo. En el caso de Inglaterra, por ejemplo, la figura
en torno a la cual construye esta nueva categoría es la de Gladstone.

“Lo que con tanta rapidez dio a esta maquinaria el triunfo sobre
los notables”, sostiene Weber, “fue la fascinación de la ‘gran’ demagogia
gladstoniana, la ciega fe de las masas en el contenido ético de su política
y, sobre todo, en el carácter ético de su personalidad. Aparece así en la
política un elemento de cesarismo plebiscitario, el dictador del campo de
batalla electoral.” (WEBER,1984:135)

Pero más allá de ello, Weber no dejaba de ser consciente del componente
autoritario que esta forma encerraba y que no dejaba de constituir un riesgo al menos
potencial aún en el caso de una manifestación atemperada. Una primera cuestión a tratar,
en ese sentido, es que si bien el bonapartismo se basa por su origen en el principio
democrático, en realidad desarrolla una relación fuertemente jerárquica que establece una
subordinación tanto de la burocracia como de los seguidores a la figura del líder
cesarístico. Pero esta subordinación tiene una contrapartida cuyo resultado no es otro que
la autonomización del líder frente a las masas. Al convertirse su voz en la encarnación de
la ‘voz del pueblo’, las decisiones del líder no pueden ser cuestionadas sin contraponerse a
aquél. ‘Vox populi, vox Dei’, y esto se expresa en la figura del líder. Si bien es cierto que
este concepto de ‘pueblo’ es devuelto a la sociedad en un sentido abstracto, permite que,
una vez instaurado el líder legítimamente, se imponga la estructura jerárquica del poder,
marginando así a las masas de toda posible participación en la decisión.
Pero al constituirse en intérprete de ‘la voluntad directa de la nación’,
poder y verdad se unifican en la figura del líder. En ese sentido, la diferencia más
importante entre el bonapartismo y cualquier otro régimen representativo que se legitime en
la soberanía popular radica en que esa voluntad general se erige, además, en criterio de
verdad. Dicho en otros términos, la base popular establece desde el poder el número como
único criterio de verdad, por lo que se produce una sanción popular de la concentración del
poder y de la consiguiente represión que de ella deriva. Sin embargo, invocando al pueblo,
ya en términos abstractos, como referente de verdad último e inapelable, se abre una
brecha entre estado y sociedad que resulta cada vez más infranqueable.

‘CESARISMO’ Y DEMOCRACIA
¿Podemos entonces hablar de una verdadera democracia? Dado que
democracia significa la posibilidad de extender el principio igualitario en toda su
potencialidad, el bonapartismo aseguraría un máximo de igualdad posible dentro de las
sociedades de masas. “El cesarismo”, sostiene Michels, “sigue siendo democracia, o podría
al menos reclamar este nombre, cuando se funda sobre la voluntad popular”
(MICHELS,1983,I:55)4. Se trata, en ese sentido, de una forma que produce una fuerte
4 Sabiendo que es imposible pensar en la reconstitución del ágora en el contexto de una sociedad de masas,
Michels intenta rescatar, al menos en Los partidos políticos una combinación de elitismo y masificación. “Con
su concepto de la sociedad y la organización como entidades divididas entre elites y prosélitos, Michels llegó
a aceptar la idea de que el mejor gobierno es el sistema ostensiblemente elitista bajo la dirección de un líder
carismático (...), y sugirió la necesidad de reformular el concepto de democracia, de elaborar la teoría
‘elitista’ de la democracia.” (LIPSET,Introducción:36)
homogeneización de la sociedad, pero que por ello mismo lleva a anular consecuentemente
toda posible diferencia. Pero el problema que se presenta es que esta noción de igualación
en tanto que masificación conduce necesariamente a la premisa de rousseauniana de ‘obligar
a los hombres a ser libres’, que desde el mito de la ‘voluntad general’ se presenta como
ultima ratio que permita mantener en los resultados la noción misma de igualdad que se ha
implementado en la sociedad.
Pero aceptar este tipo de democracia plebiscitaria, sobre todo en el caso
particular de Michels, no era más que asumir la imposibilidad de construir una democracia
que reprodujera lo más posible ese antiguo modelo ateniense. Como señala Lipset,

“(c)on su concepto de la sociedad y la organización como entidades divididas


entre elites y prosélitos, Michels llegó a aceptar la idea de que el mejor
gobierno es el sistema ostensiblemente elitista bajo la dirección de un líder
carismático (...), y sugirió la necesidad de reformular el concepto de
democracia, de elaborar la teoría 'elitista' de la democracia.” (LIPSET:36) 5

Pero si bien es insuficiente en función de lo que fueran sus expectativas


iniciales, lo cierto es que esta forma política no es necesariamente contradictoria con el
concepto de democracia. Se trata, en ese sentido, de un tipo de democracia en la que, si bien
no desaparece la dupla líder-masas, se desdibujan las mediaciones entre estado y sociedad al
concebirse al líder como mero amplificador de la voz de las masas y se utiliza la elección
como forma de plebiscitarlo, por lo que la decisión se supone que radica en el pueblo. Sin
embargo, con ello no se hace otra cosa que velar la cristalización de un tipo de jerarquía en la
sociedad que esconde la verdadera relación de poder que en ella se entabla. Weber, por su
parte, atribuiría poco después a la noción de ‘dominación carismática’ la posibilidad de
rescatar espacios de libertad individual al rutinizarla antiautoritariamente en el contexto de la
dominación racional legal, en un intento por resguardar el lugar del hombre común ante la
tendencia a la racionalización que imponía el capitalismo y que todo posible socialismo no
haría más que profundizar6. En términos weberianos,

“(l)a 'democracia plebiscitaria' - el tipo más importante de la democracia de jefes


-, es, según su sentido genuino, una especie de dominación carismática oculta
bajo la forma de una legitimidad derivada de la voluntad de los dominados y sólo
por ella perdurable.” (WEBER,1992:215)

Pero aquí también se introducía también un fuerte elemento de

5 La noción de democracia elitista, como la única forma posible, así como la profunda desilusión
progresiva en el carácter liberador supuestamente inherente al movimiento obrero, conducirán a Michels
tiempo después a aceptar la figura de Mussolini como la encarnación de ese tipo de liderazgo, única
forma posible de pensar el gobierno en una sociedad de masas. "La posición adoptada por Michels en la
época que escribe su libro es de aceptación estoica de la democracia oligárquica como lo mejor dentro
de lo que hay, junto con un desprecio hacia las masas, pero no sin cierta simpatía por el utópico
movimiento obrero de su rebelde juventud” (THERBORN:208).
6 Esta idea es desarrollada, entre otros, por Therborn, si bien creemos que deja de lado el hecho que es
Michels el primero en realidad en plantear la cuestión, aunque no exactamente con el contenido y la función
que posteriormente le atribuirá Weber. "En vez de afirmar las tendencias inevitablemente oligárquicas de
toda política, Weber intentó indagar si todavía era posible salvar alguna especie de indeterminismo
político, 'algunos restos de libertad <individualista> en cualquier sentido'. La forma que este
indeterminismo adoptó en el pensamiento de Weber fue la del liderazgo carismático, y, para asegurarla,
Weber argumentó en favor de procesos políticos cuya credibilidad pretendían abolir los teóricos de las
elites, recomendando cierta dosis de política plebiscitaria y de 'demagogia' dentro de los límites de las
reglas parlamentarias y de las organizaciones estables de los partidos" (THERBORN:188).
contradicción. Mantener la legitimidad del líder - hecho que se traduce en la misma
estabilidad del liderazgo - supone necesariamente la necesidad de satisfacer en algún plano
las demandas que se produzcan desde los dominados. Aparece así un dualismo en el
concepto, dando origen a los llamados populismos, que se asientan sobre una noción de
pueblo que, al igual que el ambiguo término demos7, ya no es abarcativa de todos. De todas
formas, este tipo de democracia que no deja de ser elitista como señalara Lipset, constituye en
Michels una negación de esa democracia directa que daba contenido en principio a su propio
concepto.

LA RUTINIZACION DEL CARISMA


Weber se refiere al problema de la sucesión en el caso del cesarismo, con lo
que indirectamente alude a la necesidad de rutinización del carisma. Sin embargo, debemos
tener en cuenta también se han buscado otras maneras sustitutas que privilegien la masividad
en la base y realicen el proceso de individuación no ya en todos, sino en el ámbito más
estrecho de los líderes. La cuestión remite en cierto sentido a la problemática tocquevillana de
la articulación entre los dos grandes principios de libertad e igualdad, ya que en última
instancia, sobre todo en el caso de Weber, su preocupación pasa con como resguardar ciertos
espacios de libertad en el contexto de sociedades en las que, debido a su masificación, el
desenvolvimiento de la igualdad llevaba a profundizar el proceso de burocratización. Por
eso, si bien partiendo del carácter autoritario y aristocratizante de este tipo de dominación,
Weber intenta mostrar que existe una manera de contener estos elementos negativos. Algo
parecido dirá posteriormente Gramsci, quien termina reconociendo dos tipos de
cesarismos, ya sea progresista, como el de César o el de Napoleón I, o regresivo, como el
de Napoleón III o el de Bismarck.
Si la sociedad de masas exigía formas cada vez más desarrolladas de
burocratización, el riesgo que se presentaba era el convertir la política en una mera cuestión
administrativa y en ese contexto, el hombre común se convertiría en un objeto más de
administración. Pero la articulación de una forma de dominación personal-plebiscitaria
constituía para Weber la única posibilidad de contrarrestar dicho peligro. Como señala
Mommsen,

“(c)uanto más manifiesto y personal-plebiscitario (...) es el componente


'carismático' de este acto de legitimación, tanto más alejado es la posición
del político elegido de la de un ‘funcionario elegido’, que está obligado con
respecto a sus electores, también en cuestiones políticas concretas, tanto
más independiente es un líder que sólo está guiado por su responsabilidad
frente a un ‘asunto’ que sostiene con toda su entrega personal”.
(MOMMSEN:72)

La rutinización democrática del carisma se traduce en Weber en la


combinación de dos formas de legitimidad: por un lado la carismática, que permitiría
convalidar la cabeza del sistema, forma en la que se movilizan habitualmente las masas, y
la racional-legal, a partir de la cual se promovería la fe en la legalidad formal. En ese
contexto, la primera permitía garantizar la gobernabilidad, ya que asegura el consenso
sobre el jefe carismático, pero la segunda serviría de instancia de contención al establecer

7 Este término, por su conformación etimológica, encierra una ambigüedad: "La palabra demos, y por ello
también la palabra democracia, encarna esa ambigüedad, ya que lo mismo puede referirse a todo el cuerpo
de ciudadanos que a las masas pobres" (FARRAR:32).
las reglas racionales a partir de las cuales se operaría la elección del líder. Como podemos
apreciar, ésta ha sido la forma en la que preponderantemente se han organizado las
democracias occidentales, particularmente en aquéllos casos en los que la cabeza del
sistema surgía a partir de la elección directa.
Pero acentuar el carácter personal-plebiscitario de la figura presidencial
en todo sistema político modifica en realidad la función que le corresponde al Parlamento.
En un contexto de estado liberal el epicentro de poder en diseño institucional del estado se
ubica en realidad en el Parlamento. Es allí donde ocurren los debates, los intercambios de
ideas y donde se presentan las propuestas a partir de las cuales se toman las decisiones.
Con el advenimiento de la sociedad de masas este rol desaparece. Ya Mosca cuando
publica Elementi di Scienza Politica, en 1895, señala esta función diferente por la cual el
Parlamento ha perdido la iniciativa política para convertirse en un órgano de control del
Ejecutivo. Pero en Weber, el Parlamento se convierte en el lugar donde se seleccione a los
líderes mejor calificados para las funciones del estado. Decir esto supone que frente a la
figura presidencial, la institución parlamentaria pierde espacio de representación, al mismo
tiempo que éste se concentra en la cabeza del Ejecutivo. Pero de esta forma se produce un
fuerte desbalance en la división de poderes ya que al menos potencialmente coloca al
ejecutivo por encima de los otros órganos de gobierno.

A MODO DE CONCLUSION
A partir del análisis realizado podemos apreciar que estas formas
cesarísticas no solamente se refieren a esos grandes liderazgos que caracterizaran a los
populismos y los fascismos, como la historia del siglo XX nos llevó a interpretar. Por el
contrario, el estado contemporáneo se construyó apelando a instancias cesarísticas que hoy
frente a las transformaciones del estado parecen incluso renovarse. Por eso nuestro
objetivo no ha sido otro que el tratar de analizar teóricamente esta categoría, ya que se
conformó de la mano de la sociedad de masas. Si bien es cierto que las formas de
participación política han cambiado sustancialmente, vivimos en sociedades masificadas
que más que nunca requieren de la eficiencia para poder sobrevivir. Es decir que se nos
siguen planteando las mismas cuestiones que intentaron abordar estos autores, si bien
sobre un escenario objetivamente distinto.
En ese sentido, la forma cesarística contribuía a solucionar el problema
de la legitimidad, particularmente por la forma en que tendía a conformar la relación entre
los ciudadanos y el líder, a partir del hecho que estas sociedades debían consolidar formas
de organización que les permitiera mediar entre el hombre común y el estado. Y hasta
ahora, esto no parece haber cambiado, si bien el mayor riesgo – es decir, la absolutización
del poder en la cabeza del sistema – parece al menos contenido por la recuperación de
espacios locales de participación en los cuales es posible construir de manera más
inmediata una percepción más inmediata de lo político. Sin embargo, ¿no estaremos
produciendo en realidad una fragmentación que no permite absolutizar el poder en un
centro único simbólico de poder, pero sí la realiza en universos menores? Creo que ésta es
la cuestión que se debe responder, particularmente si debemos construir una nueva noción
de ciudadano.

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